Capítulo XXII

El entendimiento práctico

§ I

Una clasificación de acciones

     Los actos prácticos del entendimiento son los que nos dirigen para obrar; lo que envuelve dos cuestiones: cuál es el fin que nos proponemos, y cuál es el mejor medio para alcanzarle.

     Nuestras acciones pueden ejercerse o sobre los objetos de la Naturaleza sometidos a la ley de necesidad, y aquí se comprenden todas las artes, o sobre lo que cae bajo el libre albedrío, y esto comprende el arreglo de nuestra conducta con respecto a nosotros mismos y a los demás, abarcando la moral, la urbanidad, la administración doméstica y la política.

     Lo dicho hasta aquí sobre el modo de pensar en todas materias me ahorra el trabajo de extenderme sobre estos puntos, porque quien se haya penetrado de las reglas y observaciones precedentes no ignora cómo debe proponerse un fin ni cómo ha de encontrar los medios más adaptados para alcanzarle. No obstante, creo que no será inútil añadir algunas reflexiones que, sin salir de los límites fijados por el género de esta obra, suministren luz para guiarse cada cual en sus diferentes operaciones.

§ II

Dificultad de proponerse el debido fin

     No hablo aquí del fin último; éste es la felicidad en la otra vida y a él nos conduce la religión. Trato únicamente de los secundarios, como alcanzar la conveniente posición en la sociedad, llevar a buen término un negocio, salir airosamente de una situación difícil, granjearse la amistad de una persona, guardarse de los tiros de un adversario, deshacer una intriga que nos amenaza, construir un artefacto que acredite, plantear un sistema de política, de hacienda o administración, derribar alguna institución que se crea dañosa, y otras cosas semejantes.

     A primera vista, parece que siempre que el hombre obra debe tener presente el fin que se propone, y no como quiera, sino de un modo bien claro, determinado, fijo. Sin embargo, la observación enseña que no ces así; y que son muchos, muchísimos, aun entre los activos y enérgicos, los que andan poco menos que al acaso.

     Sucede mil veces que atribuimos a los hombres más plan del que han tenido. En viéndolos ocupar posición muy elevada, sea por reputación, sea por las funciones que ejercen, nos inclinamos naturalmente a suponerles en todo un objeto fijo, con premeditación detenida, con vasta combinación en los designios, con larga previsión de los obstáculos, con sagaz conocimiento de la verdadera naturaleza del fin y de sus relaciones con los medios que a él conduzcan. ¡Oh, y cuánto engaño! El hombre en todas las condiciones sociales, en todas las circunstancias de la vida, es siempre hombre, es decir, una cosa muy pequeña. Poco conocedor de sí mismo, sin formarse por lo común ideas bastante claras ni de la cualidad ni del alcance de sus fuerzas, creyéndose a veces más poderoso, a veces más débil de lo que es en realidad, encuéntrase con mucha frecuencia dudoso, perplejo, sin saber ni adónde va ni adónde ha de ir. Además, para él es a menudo un misterio qué es lo que le conviene; por manera que las dudas sobre sus fuerzas se aumentan con las dudas sobre su interés propio.

§ III

Examen del proverbio «Cada cual es hijo de sus obras»

     No es verdad lo que suele decirse de que el interés particular sea una guía segura y que con respecto a él raras veces el hombre se equivoque. En esto, como en todo lo demás, andamos inciertos, y en prueba de ello tenemos la triste experiencia de que tantas y tantas veces nos labramos nuestro infortunio.

     Lo que sí no admite duda es que, así por lo tocante a la dicha como a la desgracia, se verifica el proverbio de que «El hombre es hijo de sus obras». En el mundo físico como en el moral, la casualidad no significa nada. Es cierto que en la instabilidad de las cosas humanas ocurren con frecuencia sucesos imprevistos que desbaratan los planes mejor concertados, que no dejan recoger el fruto de atinadas combinaciones y pesadas fatigas, y que, por el contrario, favorecen a otros que, atendido lo que habían puesto de su parte, estaban lejos de merecerlo; pero tampoco cabe duda en que esto no es tan común como vulgarmente se dice y se cree. El trato de la sociedad, acompañado de la conveniente observación, rectifica muchos juicios que se habían formado ligeramente sobre las causal de la buena o mala fortuna que cabe a diferentes personas.

     ¿Cuál es el desgraciado que lo sea por su culpa, si nos atenemos a lo que nos dice él? Ninguno o casi ninguno. Y, no obstante, si nos es dable conocer a fondo su índole, su carácter, sus costumbres, su modo de ver las cosas, su sistema en el manejo de los negocios, su trato, su conversación, sus modales, sus relaciones de amistad o de familia, raro será que no descubramos muchas de las causas, si no todas, de las que contribuyeron a hacerle infeliz.

     Las equivocaciones sobre esta materia, suelen nacer de que se fija la atención en un solo suceso que ha decidido la suerte de la persona, sin reflexionar que aquel suceso o estaba ya preparado por muchos otros o que sólo ha podido tener tan funesta influencia a causa de la situación particular en que se hallaba la persona por sus errores, defectos o faltas.

     La suerte próspera o adversa rarísima vez depende de una causa sola; complícanse por lo común varias, y de orden muy diverso; pero como no es fácil seguir el hilo de los acontecimientos al través de semejante complicación, se señala como causa principal, o única, lo que quizá no es otra cosa que un suceso determinante o una simple ocasión.

§ IV

El aborrecido

     ¿Veis a ese hombre a quien miran con desvio o indiferencia sus antiguos amigos, a quien profesan odio sus abogados y que no encuentra en la sociedad quien se interese por él? Si oís la explicación en que él señale las causas, éstas no son otras que la injusticia de los hombres, la envidia que no puede sufrir el resplandor del mérito ajeno, el egoísmo universal que no consiente el menor sacrificio ni aun a los que más obligación tenían de hacerle, por parentesco, por amistad, por gratitud; en una palabra, el infeliz es una víctima contra quien se ha conjurado el humano linaje, obstinado en no reconocer el alto mérito, las virtudes, la bella índole del infortunado. ¿Qué habrá de verdad en la relación? Quizá no será difícil descubrirlo en la misma apología; quiza no sea difícil notar la vanidad insufrible, el carácter áspero, la petulancia, la maledicencia, que le habrán atraído el odio de los unos, el desvío de los otros, y que habrán acabado por dejarle en el aislamiento de que injustamente se lamenta.

§ V

El arruinado

     ¿Habéis oído a ese otro cuya fortuna han arruinado la excesiva bondad propia, o la infidelidad de un amigo, o una desgracia imprevista, echándole a perder combinaciones sumamente acertadas, proyectos llenos de previsión y sagacidad? Pues si alcanzáis a procuraros noticias sobre su conducta, no será extraño que descubráis las verdaderas causas, por cierto muy distantes de lo que él se imagina.

     En efecto; podrá suceder muy bien que haya mediado la infidelidad de un amigo, que haya ocurrido la desgracia imprevista; podrá ser mucha verdad que su corazón sea excesivamente bueno; es decir, que será muy posible que en su relación no haya mentido; pero no será extraño que en esa misma relación se os presenten de bulto las causas de su desgracia; que en su concepción, tan superficial como rápida, en su juicio, extremadamente ligero, en su discurrir especioso y sofístico, en su prurito de proyectar a la aventura, en la excesiva confianza de sí mismo, en el menosprecio de las observaciones ajenas, en la precipitación y osadía de su proceder, halléis más que suficiente causa para haberse arruinado, sin la bondad de su corazón, sin la infidelidad del amigo, sin la desgracia imprevista. Esta desgracia, lejos de ser puramente casual, habrá dependido quizá de un orden de causas que estaban obrando hace largo tiempo, y la infidelidad del amigo no hubiera sido difícil preverla y evitar sus tristes consecuencias si el interesado hubiese procedido con más tiento en depositar su confianza y en observar el uso que se hacia de ella.

§ VI

El instruido quebrado y el ignorante rico

     ¿Cómo es posible que ese hombre tan despejado, tan penetrante, tan instruido, no haya podido mejorar su fortuna, o haya perdido la que tenía, cuando ese otro tan encogido, tan torpe, tan rudo, ha hecho inconcebibles progresos en la suya? ¿No debe esto atribuirse a la casualidad, a fatalidades, a mala estrella? Así se habla muchas veces, sin reflexionar que se confunden lastimosamente las ideas, y se quieren enlazar con íntima dependencia causas y efectos que no tienen ninguna relación.

     Es verdad que el uno es despejado y el otro encogido, que el uno parece penetrante y el otro torpe, que el uno es instruido y el otro rudo; pero ¿de qué sirven ni ese despejo, ni esa aparente penetración, ni esa instrucción para el efecto de que se trata? Es cierto que si se ofrece figurar en sociedad, el primero se presentará con más garbo y soltura que el segundo; que si es necesario sostener una conversación aquél brillará mucho más que éste; que su palabra será más fácil, sus ideas más variadas, sus observaciones más picantes, sus réplicas más prontas y agudas; que el y rico en cuestión no entenderá quizá una palabra del mérito de tal o cual novela, de tal o cual drama; que conocerá poco la Historia y se quedará estupefacto al oír al comerciante quebrado explicarse como un portento de erudición y de saber; de cierto que no sabrá tanto de política, ni de administración, ni de hacienda; que no poseerá tantos idiomas; pero ¿se trataba, por ventura, de nada de eso cuando se ofrecía dar buena dirección a los negocios? No, ciertamente. Cuando, pues, se pondera el mérito del uno y se manifiesta extrañeza porque la suerte no le ha sido favorable se pasa de un orden a otro muy diferente, se quiere que ciertos efectos procedan de causas con las que nada tienen que ver.

     Observad atentamente a estos dos hombres tan desiguales en su fortuna; reflexionad sobre las cualidades de ambos; ved, sobre todo, si podéis hacer la experiencia en vista de un negocio que incumba a los dos, y no os será difícil inferir que así la prosperidad del uno como la ruina del otro nacen de causas sumamente naturales.

     El uno, habla, escribe, proyecta, calcula, da mil vueltas a los objetos; todo lo prueba, a todo contesta; se hace cargo de mil ventajas, inconvenientes, esperanzas, peligros; en una palabra, agota la materia; nada deja en ella ni que decir ni que pensar. ¿Y qué hace el otro? ¿Es capaz de sostener la disputa con su adversario? No. ¿Deshace todos los cálculos que el primero acaba de amontonar? No. ¿Satisface a todas las dificultades con que su dictamen se ve combatido por el contrincante? No. En pro de su opinión, ¿aduce tanta copia de razones como su adversario? No. Para lograr el objeto, ¿presenta proyectos tan varios e ingeniosos? No. ¿Qué hace, pues, el malaventurado ignorante, combatido, hostigado, acosado por su temible antagonista?

     -¿Qué me contesta usted a esto? -dice el hombre de los proyectos y del saber.

     -Nada; pero ¿qué sé yo?...

     -Mas ¿no le parecen a usted concluyentes mis razones?

     -No del todo.

     -Veamos: ¿tiene usted algo que oponer a este cálculo? Es cuestión de números; aquí no hay más.

     -Ya se ve; lo que es en el papel, sale bien; la dificultad que yo tengo es que en la práctica suceda lo mismo. Cuenta usted con muchas partidas de que no estoy bien seguro; ¡estoy tan escarmentado!...

     -¿Pero duda usted de los datos que se nos han proporcionado? ¿Qué interés habrá habido en engañarnos? Si hay pérdida, no seremos sólo nosotros, y participarán de ella los que nos suministran las noticias. Son personas entendidas, honradas, versadas en negocios, y además tienen interés en ello. ¿Qué más se quiere? ¿Qué motivo hay de duda?

     -Yo no dudo de nada; yo creo lo que usted dice de esos señores; pero, ¿qué quiere usted?, el negocio no me gusta. Además, ¡hay tantas eventualidades que usted no lleva en cuenta!

     -Pero ¿qué eventualidades, señor? Si nos atenemos a un simple puede ser nada llevaremos adelante; todos los negocios tienen sus riesgos; pero repito que aquí no alcanzo a ver ninguno con visos de probabilidad.

     -Usted lo entiende más que yo -dice el rudo, encogiéndose de hombros; y luego, meneando cuerdamente la cabeza, añade-: No, señor; repito que el negocio no me gusta; yo, por mi parte, no entro en él; usted se empeña en que ha de ser provechosa la especulación, enhorabuena; allá veremos. Yo no aventuro mis fondos.

     La victoria en la discusión queda, sin duda, por el proyectista; pero ¿quién acierta? La experiencia lo dirá. El rico, al parecer tan torpe, tiene la mirada menos vivaz que su antagonista; pero, en cambio, ve más claro, más hondo, de un modo más seguro, más perspicaz, más certero. No puede, es verdad, oponer datos a datos, reflexiones a reflexiones, cálculos a cálculos; pero el discernimiento, el tacto que le caracteriza, desenvueltos por la observación y por la experiencia, le están diciendo con toda certeza que muchos datos son imaginarios, que el cálculo es inexacto, que no se llevan en cuenta muchas eventualidades desgraciadas, no sólo posibles, sino muy probables; su ojeada perspicaz ha descubierto indicios de mala fe en algunos que intervienen en el negocio; su memoria, bien provista de noticias sobre el comportamiento en otros asuntos anteriores, le guía para apreciar en su justo valor la inteligencia y la probidad, que tanto le ponderaba el proyectista.

     ¿Qué le importa el no ver tanto, si ve mejor, con más claridad, distinción y exactitud? ¿Qué le importa el carecer de esa facilidad de pensar y hablar, muy a propósito para lucirse, pero muy estéril en buen resultado, como inconducente para el objeto de que se trata?

§ VII

Observaciones. -La cavilación y el buen sentido

     La vivacidad no es la penetración; la abundancia de ideas no siempre lleva consigo la claridad y exactitud del pensamiento; la prontitud del juicio suele ser sospechosa de error; una larga serie de raciocinios demasiado ingeniosos suele adolecer de sofismas que rompen el hilo de la ilación y extravían al que se fía en ellos.

     No siempre es fácil tarea el señalar a punto fijo esos defectos; mayormente, cuando el que los padece es un hablador fecundo y brillante que desenvuelve sus ideas en un raudal de hermosas palabras. La razón humana es de suyo tan cavilosa, poseen ciertos hombres cualidades tan a propósito para deslumbrar, para presentar los objetos desde el punto de vista que les conviene o los preocupa, que no es raro ver a la experiencia, al buen juicio, al tino, no poder contestar a una nube de argumentos especiosos otra cosa que: «Esto no irá bien; estos raciocinios no son concluyentes; aquí hay ilusión; el tiempo lo manifestará.»

     Y es que hay cosas que más bien se sienten que no se conocen; las hay que se ven, pero no se prueban; porque hay relaciones delicadas, hay minuciosidades casi imperceptibles que no es posible demostrar con el discurso a quien no las descubre a la primera ojeada; hay puntos de vista sumamente fugaces, que en vano se buscan por quien no ha sabido colocarse en ellos en el momento oportuno.

§ VIII

Delicadeza de ciertos fenómenos intelectuales en sus relaciones con la práctica

     En el ejercicio de la inteligencia y demás facultades del hombre hay muchos fenómenos que no se expresan con ninguna palabra, con ninguna frase, con ningún discurso; para comprender al que los experimenta es necesario experimentarlos también, y, a veces, es tan perdido el tiempo que se emplea para darse a entender como si un hombre con vista quisiese, a fuerza de explicación, dar idea de los colores a un ciego de nacimiento.

     Esta delicadeza de fenómenos abunda en todos los actos de nuestra inteligencia, pero se nota de una manera particular en lo que tiene relación con la práctica. Entonces no puede abandonarse el espíritu a vanas abstracciones, no pueden formarse sistemas fantásticos, puramente convencionales; preciso es que tome las cosas no como él las imagina o desea, sino como son; de lo contrario, cuando haga el tránsito de la idea a los objetos se encontrará en desacuerdo con la realidad y verá desconcertados todos sus planes.

     Añádase a esto que en tratándose de la práctica, sobre todo en las relaciones de unos hombres con otros, no influye sólo el entendimiento, sino que se desenvuelven simultáneamente las demás facultades. No hay tan sólo la comunicación de entendimiento con entendimiento, sino de corazón, con corazón; a más de la influencia recíproca de las ideas hay también la de los sentimientos.

§ IX

Los despropósitos

     El que está más ventajosamente dotado en las facultades del alma, si se encuentra con otros que o carezcan de alguna de ellas o las posean en grado inferior, se halla en el mismo caso que quien tiene completos los sentidos con respecto al que está privado de alguno.

     Si se recuerdan estas observaciones se ahorrarán mucho tiempo y trabajo, y aun disgustos en el trato de los hombres. Risa causa a veces el observar cómo forcejean inútilmente ciertas personas por apartar a otras de un juicio errado o hacerles comprender alguna verdad, óyese quizá en la conversación un solemne desatino, dicho con la mayor serenidad, y buena fe del mundo. Está presente una persona de buen sentido y se escandaliza, y replica, y aguza su discurso, y esfuerza mil argumentos para que el desatinado comprenda su sinrazón, y éste, a pesar de todo, no se convence y permanece tan satisfecho, tan contento; las reflexiones de su adversario no hacen mella en su ánimo impasible. Y esto ¿por qué? ¿Le faltan noticias? No, lo que falta en aquel punto es sentido común. Su disposición natural, o sus hábitos, le han formado así, y el que se empeña en convencerle debiera reflexionar que quien ha sido capaz de verter un desatino tan completo no es capaz de comprender la fuerza de la impugnación.

§ X

Entendimientos torcidos

     Hay ciertos entendimientos que parecen naturalmente defectuosos, pues tienen la desgracia de verlo todo desde el punto de vista falso o inexacto o extravagante. En tal caso, no hay locura ni monomanía; la razón no puede decirse trastornada, y el buen sentido no considera a dichos hombres como faltos de juicio. Suelen distinguirse por su insufrible locuacidad, efecto de la rapidez de percepción y de la facilidad de hilvanar raciocinios. Apenas juzgan de nada con acierto; y si alguna vez entran en el buem camino, bien pronto se apartan de él arrastrados por sus propios discursos. Sucede con frecuencia ver en sus razonamientos una hermosa perspectiva, que ellos toman por un verdadero y sólido edificio; el secreto está en que han dado por incontestable un hecho incierto, o dudoso, o inexacto, o enteramente falso, o han asentado como principio de eterna verdad una proposición gratuita, o tomado por realidad una hipótesis, y así han levantado un castillo, que no tiene otro defecto que estar en el aire. Impetuosos, precipitados, no haciendo caso de las reflexiones de cuantos los oyen, sin más guía que su torcida razón, llevados por su prurito de discurrir y hablar, arrastrados, por decirlo así, en la turbia corriente de sus propias ideas y palabras, se olvidan completamente del punto de partida, no advirtiendo que todo cuanto edifican es puramente fantástico, por carecer de cimiento.

§ XI

Inhabilidad de dichos hombres para los negocios

     No hay peores hombres para los negocios; desgraciado el asunto en que ellos ponen la mano, y desgraciados muchas veces ellos mismos si en sus cosas se hallan abandonados a su propia y exclusiva dirección. Las principales dotes de un buen entendimiento práctico son la madurez del juicio, el buen sentido, el tacto, y estas cualidades les faltan a ellos. Cuando se trata de llegar a la realidad es preciso no fijarse sólo en las ideas, sino pensar en los objetos; y esos hombres se olvidan casi siempre de los objetos y sólo se ocupan de sus ideas. En 1a práctica es necesario pensar, no en lo que las cosas debieran o pudieran ser, sino en lo que son; y ellos suelen pararse menos en lo que son que en lo que pudieran o debieran ser.

     Cuando un hombre de entendimiento claro y de juicio recto se encuentra tratando un asunto con uno que adolezca de los defectos que acabo de describir, se halla en la mayor perplejidad. Lo que aquél ve claro, éste le encuentra obscuro; lo que el primero consideraba fuera de duda, el segundo lo mira como muy disputable. El juicioso plantea la cuestión de un modo que le parece muy natural y sencillo; el caviloso la mira de una manera diferente; diríase que son dos hombres de los cuales el uno padece una especie de estrabismo intelectual, que desconcierta y confunde al que ve y mira bien.

§ XII

Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral

     Reflexionando sobre la causa de semejantes aberraciones no es difícil advertir que el origen está más bien en el corazón que en la cabeza. Estos hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en contradicción con el sentido común.

     La prueba de que entregados con naturalidad a su propio entendimiento no verían tan erradamente los objetos, y de que el caer en ridículas aberraciones procede más bien de un deseo de singularizarse convertido en hábito, está en que suelen distinguirse por un espíritu de constante oposición. Si el defecto estuviese en la cabeza no habría ninguna razón para que en casi todas las cuestiones ellos sostuvieran el no cuando los demás sostienen el , y ellos estuviesen por el cuando los otros están por el no, siendo de notar que a veces hay un medio seguro para llevarlos a la verdad, y es el sostener el error.

     Convengo en que a menudo ellos no advierten lo mismo que hacen; que no tienen una conciencia bien clara de esa inspiración de la vanidad que los dirige y sojuzga; pero la funesta inspiración no deja de existir, ni deja de ser remediable si hay quien se lo avise; mayormente si la edad, la posición social y las lisonjas no han llevado el mal hasta el último extremo. Y no es raro que se presenten ocasiones favorables para amonestar con algún fruto; porque esos hombres, con su imprudencia, suelen atraer sobre sí amargos disgustos, cuando no desgracias; y entonces, abatidos por la adversidad y enseñados por experiencia dolorosa, suelen tener lúcidos intervalos, de que puede aprovecharse un amigo sincero para hacerles oír los consejos de una razón juiciosa.

     Por lo demás, cuando una realidad cruel no ha venido todavía a desengañarles, cuando en sus accesos de sinrazón se entregan sin medida a la vanidad de sus proyectos, no suele haber otro medio para resistirles que callar, y con los brazos cruzados y meneando la cabeza, sufrir con estoica impasibilidad la impetuosa avenida de sus proposiciones aventuradas, de sus raciocinios incoherentes, de sus planes descabellados.

     Y por cierto que esa impasibilidad no deja de producir de vez en cuando saludables efectos, porque el deseo de disputar cesa cuando no hay quien replique; no cabe oposición cuando nadie sostiene nada; no hay defensa cuando nadie ataca. Así, no es raro ver a esos hombres volver en sí a poco rato de abrumar con su locuacidad a quien no les contesta; y, amonestados por la elocuencia del silencio, excusarse de su molesta petulancia. Son almas inquietas y ardientes, que viven de contradecir y que, a su vez, necesitan contradicción; cuando no la hay, cesa la pugna; y si se empeñan en comprenderla, bien pronto se fastidian cuando notan que, lejos de habérselas con un enemigo resuelto a pelear, se ceban en quien se ha entregado como víctima en las aras de una verbosidad importuna.

§ XIII

La humildad cristiana en sus relaciones con los negocios mundanos

     La humildad cristiana, esa virtud que nos hace conocer el límite de nuestras fuerzas, que nos revela nuestros propios defectos, que no nos permite exagerar nuestro mérito ni ensalzarnos sobre los demás, que no nos consiente despreciar a nadie, que nos inclina a aprovecharnos del consejo y ejemplo de todos, aun de los inferiores; que nos hace mirar como frivolidades indignas de un espíritu serio el andar en busca de aplausos, el saborearse en el humo de la lisonja; que no nos deja creer jamás que hemos llegado a la cumbre de la perfección en ningún sentido ni cegarnos hasta el punto de no ver lo mucho que nos queda por adelantar y la ventaja que nos llevan otros; esa virtud, que, bien entendida, es la verdad, pero la verdad aplicada al conocimiento de lo que somos, de nuestras, relaciones con Dios y con los hombres, la verdad guiando nuestra conducta para que no nos extravíen las exageraciones del amor propio, esa virtud, repito, es de suma utilidad en todo cuanto concierne a la práctica, aun en las cosas puramente mundanas.

     Sí; la humildad cristiana, en cambio de algunos sacrificios, produce grandes ventajas hasta en los asuntos más distantes de la devoción. El soberbio compra muy caro su satisfacción propia, y no advierte que la víctima que inmola a ese ídolo que ha levantado en su corazón son a veces sus intereses más caros, es la misma gloria en pos de la cual tan desalado corre.

§ XIV

Daños acarreados por la vanidad y la soberbia

     ¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma! ¡Cuántos hombres, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran y hasta se hacen objeto de burla por un tono de superioridad que choca e irrita o atrae los envenenados dardos de la sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden sólo por haberse entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una distancia inmensa, por ese dios mentido que, habitando allá en el fantástico empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región donde mora el vulgo de los modestos mortales!

     ¿Y para qué necesitaba él de consultar a nadie? La elevación de su entendimiento, la seguridad y acierto de su juicio, la fuerza de su penetración, el alcance de su previsión, la sagacidad de sus combinaciones, ¿no son ya cosas proverbiales? El buen resultado de todos los negocios en que ha intervenido, a quién se debe sino a él? Si se han superado gravísimas dificultades, ¿quién las ha superado sino él? Si todo lo han echado a perder sus compañeros, ¿qúién lo ha evitado sino él? ¿Qué pensamiento se ha concebido de alguna importancia que no le haya concebido él? ¿Qué ocurrencia habrán tenido los otros que con mucha anticipación no la hubiese tenido él? ¿De qué hubiera servido cuanto hayan excogitado los demás si no lo hubiese rectificado, enmendado, ilustrado, agrandado, dirigido él?

     Contempladle; su frente altiva parece amenazar al cielo; su mirada imperiosa exige sumisión y acatamiento; en sus labios asoma el desdén hacia cuanto le rodea, en toda su fisonomía veréis que rebosa la complacencia en sí propio; la afectación de sus gestos y modales os presenta un hombre lleno de sí mismo, que procede con excesiva compostura como si temiese derramarse. Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención, os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa solemnidad de un oráculo.

     ¿Cómo podía menos de cometer grandes yerros un hombre tan fatuo? Y de esa clase hay muchos, por más que no siempre llegue la fatuidad a una exageración tan repugnante. Desgraciado el que desde sus primeros años no se acostumbra a rechazar la lisonja, a dar a los elogios que se le tributan el debido valor; que no se concentra repetidas veces para preguntarse si el orgullo le ciega, si la vanidad le hace ridículo, si la excesiva confianza en su propio dictamen le extravía y le pierde. En llegando a la edad de los negocios, cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y agrandan, los amigos son menes francos y menos sinceros, y el hombre abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría.

§ XV

El orgullo

     La exageración del amor propio, la soberbia, no siempre se presenta con un mismo carácter. En los hombres de temple fuerte y de entendimiento, sagaz es orgullo; en los flojos y poco avisados es vanidad. Ambos tienen un mismo objeto, pero emplean medios diferentes. El orgullo sin vanidad tiene la hipocresía de la virtud; el vanidoso tiene la franqueza de su debilidad. Lisonjead al orgulloso y rechazará la lisonja, temeroso de dañar a su reputación haciéndose ridículo; de él se ha dicho, con mucha verdad, que es demasiado orgulloso para ser vano. En el fondo de su corazón siente viva complacencia en la alabanza; pero sabe muy bien que este es un incienso honroso mientras el ídolo no manifiesta deleitarse en el perfume; por esto no os pondrá jamás el incensario en la mano, ni consentirá que le hagáis undular demasiado cerca. Es un dios a quien agrada un templo magnífico y un culto esplendoroso, pero manteniéndose el ídolo escondido en la misteriosa obscuridad del santuario.

     Esto probablemente es más culpable a los ojos de Dios, pero no atrae con tanta frecuencia: el ridículo de los hombres. Con tanta frecuencia digo, porque difícilmente se alberga en el corazón el orgullo, sin que, a pesar de todas las precauciones, degenere en vanidad. Aquella violencia no puede ser duradera; la ficción no es para continuada por mucho tiempo. Saborearse en la alabanza y mostrar desdén hacia ella, proponerse por objeto principal el placer de la gloria y aparentar que no se piensa en ella es demasiado fingir para que, al través de los más tupidos velos, no se descubra la verdad. El orgulloso a quien he descrito más arriba no podía llamarse propiamente vano, y, no obstante, su conducta inspiraba algo peor que la vanidad misma; sobre la indignación provocaba también la burla.

§ XVI

La vanidad

     El simplemente vano no irrita; excita a compasión, presta pábulo a la sátira. El infeliz no desprecia a los demás hombres; los respeta, quizá los admira y teme. Pero padece una verdadera sed de alabanza, y no como quiera, sino que necesita oírla él mismo, asegurarse de que, en efecto, se le alaba; complacerse en ella con delectación morosa y corresponder a las buenas almas que le favorecen, expresando con una inocente sonrisita su íntimo goce, su dicha, su gratitud.

     ¿Ha hecho alguna cosa buena? ¡Ah! Habladle de ella, por piedad, no le hagáis padecer. ¿No veis que se muere por dirigir la conversación hacia sus glorias? ¡Cruel!, que os desentendéis de sus indicaciones, que con vuestra distracción, con vuestra dureza, le obligaréis a aclararlas más y más, hasta convertirlas en súplicas.

     En efecto; ¿ha gustado lo que él ha dicho, o escrito, o hecho? ¡Qué felicidad!; y es necesario que se advierta que fue sin preparación, que todo se debió a la fecundidad de su vena, a una de sus felices ocurrencias. ¿No habéis notado cuántas bellezas, cuántos golpes afortunados? Por piedad, no apartéis la vista de tantas maravillas, no introduzcáis en la conversación especies inconducentes; dejadle gozar de su beatitud.

     Nada de la altivez satánica del orgulloso; nada de hipocresía; un inexplicable candor se retrata en su semblante; su fisonomía se dilata agradablemente; su mirada es afable, es dulce; sus modales, atentos; su conducta, complaciente; el desgraciado está en actitud de suplicante; teme que una imprudencia le arrebate su dicha suprema. No es duro, no es insultante, no es ni siquiera exclusivo; no se opone a que otros sean alabados: sólo quiere participar.

     ¡Con qué ingenua complacencia refiere sus trabajos y aventuras! En pudiendo hablar de sí mismo, su palabra es inextinguible. A sus alucinados ojos, su vida es poco menos que una epopeya. Los hechos más insignificantes se convierten en episodios de sumo interés; las vulgaridades, en golpes de ingenio; los desenlaces, más naturales, en resultado de combinaciones estupendas. Todo converge hacia él; la misma historia de su país no es más que un gran drama, cuyo héroe es él; todo es insípido si no lleva su nombre.

§ XVII

La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad

     Este defecto, aunque más ridículo que el orgullo, no tiene, sin embargo, tantos inconvenientes para la práctica. Como es una complacencia en la alabanza más bien que un sentimiento fuerte de superioridad, no ejerce sobre el entendimiento un influjo tan maléfico. Estos hombres son, por lo común, de un carácter flojo, como lo manifiesta la misma debilidad con que se dejan arrastrar por su inclinación. Así es que no suelen desechar, como los orgullosos, el consejo ajeno, y aun muchas, veces se adelantan a pedirle. No son tan altivos que no quieran recibir nada de nadie, y además se reservan el derecho de explotar después el negocio para formar su pomito de olor de vanagloria en que se puedan deleitar. ¿Es poco, por ventura, si el asunto sale bien, el gusto de referir todo lo que pensó el que le condujo, y la sagacidad con que conoció las dificultades, y el tino con que procedió para vencerlas, y la prudencia con que tomó consejo de personas entendidas, y lo mucho que el aconsejado ilustró el juicio del consejero? No deja de haber en esto una mina abundante, que a su debido tiempo será explotada cual conviene.

§ XVIII

Cotejo entre el orgullo y la vanidad

     El orgullo tiene más malicia, la vanidad más flaqueza; el orgullo irrita, la vanidad inspira compasión; el orgullo concentra, la vanidad disipa; el orgullo sugiere quizá grandes crímenes, la vanidad ridículas miserias; el orgullo está acompañado de un fuerte sentimiento de superioridad e independencia, la vanidad se aviene con la desconfianza de sí mismo, hasta con la humillación; el orgullo tiende los resortes del alma, la vanidad los afloja; el orgullo es violento, la vanidad es blanda; el orgullo quiere la gloria, pero con cierta dignidad, con cierto predominio, con altivez, sin degradarse; la vanidad la quiere también, pero con lánguida pasión, con abandono, con molicie; podría llamarse la afeminación del orgullo. Así, la vanidad es más propia de las mujeres, el orgullo de los hombres, y, por la misma razón, la infancia tiene más vanidad que orgullo, y éste no suele desarrollarse sino en la edad adulta.

     Si bien es verdad que en teoría estos dos vicios se distinguen por las cualidades expresadas, no siempre se encuentran en la práctica con señales tan características. Lo más común es hallarse mezclados en el corazón humano, teniendo cada cual no sólo sus épocas, sino sus días, sus horas, sus momentos. No hay una línea divisoria que separe perfectamente los dos colores; hay una gradación de matices, hay irregularidad en los rasgos, hay ondas, aguas, que sólo descubre quien está acostumbrado a desenvolver y contemplar los complicados y delicados pliegues del humano corazón. Y aun si bien se mira, el orgullo y la vanidad son una misma cosa con distintas formas; es un mismo fondo que ofrece diversos cambiantes, según el modo con que le da la luz. Este fondo es la exageración del amor propio, el culto de sí mismo. El ídolo está cubierto con tupido velo o se presenta a los adoradores con faz atractiva y risueña; mas por esto no varía; es el hombre que se ha levantado a sí propio un altar en su corazón y se tributa incienso y desea que se lo tributen los demás.

§ XIX

Cuán general es dicha pasión

     Puede asegurarse, sin temor a errar, que esta es la pasión más general, aparte las almas privilegiadas, sumergidas en la purísima llama de un amor celeste. La soberbia ciega al ignorante como al sabio, al pobre como al rico, al débil como al poderoso, al desventurado como al infeliz, a la infancia como a la vejez; domina al libertino, no perdona al austero; campea en el gran mundo y penetra en el retiro de los claustros; rebosa en el semblante de la altiva señora que reina en los salones por la nobleza de su linaje, por sus talentos y hermosura, pero se trasluce también en la tímida palabra de la humilde religiosa que, salida de familia obscura, se ha encerrado en el monasterio, desconocida de los hombres, sin más porvenir en la tierra que una sepultura ignorada.

     Encuéntranse personas exentas de liviandad, de codicia, de envidia, de odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie, bien podría decirse que nadie. El sabio se complace en la narración de los prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades, el valiente cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardío su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno.

     Este es, sin duda, el defecto más general; esta es la pasión más insaciable cuando se le da rienda suelta, la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por explotar sus nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz, que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndole asechanzas para hacerla perecer. Es un reptil que si le arrojamos de nuestro pecho se arrastra y enrosca a nuestros pies, y cuando pisamos un extremo de su flexible cuerpo, se vuelve y nos hiere con emponzoñada picadura.

§ XX

Necesidad de una lucha continua

     Siendo ésta una de las miserias de la flaca humanidad, preciso es resignarse a luchar con ella toda la vida; pero es necesario tener siempre fija la vista sobre el mal, limitarle al menor círculo posible; y ya que no sea dado a nuestra debilidad remediarlo del todo, al menos no dejarle que progrese, evitar que cause los estragos que acostumbra. El hombre que en este punto sabe dominarse a sí mismo tiene mucho adelantado para conducirse bien; posee una cualidad rara que luego producirá sus buenos resultados, perfeccionando y madurando el juicio, haciendo adelantar en el conocimiento de las cosas y de los hombres y adquiriendo esa misma alabanza que tanto más se merece cuanto menos se busca.

     Removido el óbice, es más fádil entrar en el buen camino; y libre la vista de esa tiniebla que la ofusca, no es tan peligroso extraviarse.

§ XXI

No es sólo la soberbia lo que nos induce a error al proponernos un fin

     Para proponerse acertadamente un fin es necesario prender perfectamente la posición del que le ha de alcanzar. Y aquí repetiré lo que llevo indicado más arriba, y es que son muchos los hombres que marchan a la ventura, ya sea no fijándose en un fin bien determinado, ya no calculando la relación que éste tiene con los medios de que se puede disponer. En la vida privada como en la pública es tarea harto difícil el comprender bien la posición propia; el hombre se forma mil ilusiones, que le hacen equivocar sobre el alcance de sus fuerzas y la oportunidad de desplegarlas. Sucede con mucha frecuencia que la vanidad las exagera; pero como el corazón humano es un abismo de contradicciones, tampoco, es raro el ver que la pusilanimidad las disminuye más de lo justo. Los hombres levantan con demasiada facilidad encumbradas torres de Babel, con la insensata esperanza de que la cima podrá tocar al cielo; pero también les acontece desistir, pusilánimes, hasta de la construcción de una modesta vivienda. Verdaderos niños que ora creen poder tocar el cielo con la mano en subiendo a una colina, ora toman por estrellas que brillan a inmensa distancia, en lo más elevado del firmamento, bajas y pasajeras exhalaciones de la atmósfera sublunar. Quizá se atreven a más de lo que pueden; pero, a veces, no pueden porque no se atreven.

     ¿Cuál será en estos casos el verdadero criterio? Pregunta a que es difícil contestar y sobre la cual sólo caben reflexiones muy vagas. El primer obstáculo que se encuentra es que el hombre se conoce poco a sí mismo, y entonces, ¿cómo sabrá lo que puede y lo que no puede? Se dirá que con la experiencia, es cierto; pero el mal está en que esa experiencia es larga y que a veces da su fruto cuando la vida toca a su término.

     No digo que ese criterio sea imposible, muy al contrario; en varias partes de esta misma obra indico los medios para adquirirle. Señalo la dificultad, pero no afirmo la imposibilidad: la dificultad debe inspirarnos diligencia, mas no producirnos abatimiento.

§ XXII

Desarrollo de fuerzas latentes

     Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen en estado de latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva; el que las posee no lo sospecha siquiera; quizá baja al sepulcro sin haber tenido conciencia de aquel precioso tesoro, sin que un rayo de luz reflejara en aquel diamante que hubiera podido embellecer la más esplendente diadema.

     ¡Cuántas veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación remueve el fondo del alma y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas! Fría, endurecida, inerte ahora, y un momento después surge de ella un raudal de fuego que nadie sospechara oculto en sus entrañas. ¿Qué ha sucedido? Se ha removido un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, se ha presentado a la masa eléctrica un punto atrayente y el fluido se ha comunicado y dilatado con la celeridad del pensamiento.

     El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con la presencia de grandes espectáculos, no tanto por lo que recibe de fuera como por lo que descubre dentro de sí. ¿Qué le importa el haber olvidado lo visto u oído o leído si se mantiene viva la facultad que el afortunado encuentro le revelara? El fuego prendió, arde sin extinguirse, poco importa que se haya perdido la tea.

     Las facultades intelectuales y morales se excitan también como las pasiones. A veces un corazón inexperto duerme tranquilamente el sueño de la inocencia; sus pensamientos son puros como los de un ángel, sus ilusiones cándidas como el copo de nieve que cubre de blanquísima alfombra la dilatada llanura; pasó un instante, se ha corrido un velo misterioso: el mundo de la inocencia y de la calma desapareció y el horizonte se ha convertido en un mar de fuego y de borrascas. ¿Qué ha sucedido? Ha mediado una lectura, una conversación imprudente, la presencia de un objeto seductor. He aquí la historia del despertar de muchas facultades del alma. Criada para estar unida con el cuerpo con lazo incomprensible y para ponerse en relación con sus semejantes, tiene como ligadas algunas de sus facultades hasta que una impresión exterior viene a desenvolverlas.

     Si supiéramos de qué disposiciones nos ha dotado el Autor de la Naturaleza, no sería difícil ponerlas en acción, ofreciéndoles el objeto que más se les adapta y que por lo mismo las excita y desarrolla; pero como al encontrarse el hombre engolfado en la carrera de la vida ya le es muchas veces imposible volver atrás, deshaciendo todo el camino que la educación y la profesión escogida o impuesta le han hecho andar, es necesario que acepte las cosas tal como son, aprovechándose de lo bueno y evitando lo malo en lo que le sea posible.

§ XXIII

Al proponernos un fin debemos guardarnos de la presunción y de la excesiva desconfianza

     Sea cual fuere su carrera, su posición en la sociedad, sus talentos, inclinaciones e índole, nunca el hombre debe prescindir de emplear su razón, ya sea para prefijarse con acierto el fin, ya para echar mano de los medios más a propósito para llegar a él.

     El fin ha de ser proporcionado a los medios, y éstos son las fuerzas intelectuales, morales o físicas y demás recursos de que se puede disponer. Proponerse un blanco fuera del alcance es gastar inútilmente las fuerzas, así como es desperdiciarlas, exponiéndolas a disminuirse, por falta de ejercicio, el no aspirar a lo que la razón y la experiencia dicen que se puede llegar.

§ XXIV

La pereza

     Si bien es cierto que la prudencia aconseja ser más bien desconfiado que presuntuoso, y que por lo mismo no conviene entregarse con facilidad a empresas arduas, también importa no olvidar que la resistencia a las sugestiones del orgullo o de la vanidad puede muy bien explotarla la pereza.

     La soberbia es, sin duda, un mal consejero no sólo por el objeto a que nos conduce, sino también por la dificultad que hay en guardarse de sus insidiosos amaños; pero es seguro que poco falta si no encuentra en la pereza una digna competidora. El hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero también ama mucho el no hacer nada; esto es para él un verdadero goce, al que sacrifica a menudo su reputación y bienestar. Dios conocía bien la naturaleza humana cuando la castigó con el trabajo; el comer el pan con el sudor de su rostro es para el hombre pena continua y frecuentemente muy dura.

§ XXV

Una ventaja de la pereza sobre las demás pasiones

     La pereza, es decir, la pasión de la inacción, tiene para triunfar una ventaja sobre las demás pasiones y es el que no exige nada; su objeto es de una pura negación. Para conquistar un alto puesto es preciso mucha actividad, constancia, esfuerzos; para granjearse brillante nombradía es necesario presentar títulos que la merezcan, y éstos no se adquieren sin largas y penosas fatigas; para acumular riquezas es indispensable atinada combinación y perseverante trabajo; hasta los placeres más muelles no se disfrutan si no se anda en busca de ellos y no se emplean los medios conducentes. Todas las pasiones para el logro de su objeto exigen algo; sólo la pereza no exige nada. Mejor la contentáis sentado que en pie, mejor echado que sentado, mejor soñoliento que bien despierto. Parece ser la tendencia a la misma nada; la nada es, al menos, su solo límite; cuanto más se acerca a ella el perezoso, en su modo de ser, mejor está.

§ XXVI

Origen de la pereza

     El origen de la pereza se halla en nuestra misma organización y en el modo con que se ejercen nuestras funciones. En todo acto hay un gasto de fuerza, hay, pues, un principio de cansancio y, por consiguiente, de sufrimiento. Cuando la pérdida es insignificante y sólo ha transcurrido el tiempo necesario para desplegar la acción de los órganos o miembros no hay sufrimiento todavía y hasta puede sentirse placer; más bien pronto la pérdida se hace sensible y el cansancio empieza. Por esta causa no hay perezoso que no emprenda repetidas veces y con gusto algunos trabajos, y quizá por la misma razón también los más vivos no son los más laboriosos. La intensidad con que ponen en ejercicio sus fuerzas debe de excitar en ellos más pronto que en otros la sensación de cansancio, por cuyo motivo se acostumbrarán más fácilmente a mirar el trabajo con aversión.

§ XXVII

Pereza del espíritu

     Como el ejercicio de las facultades intelectuales y morales necesita la concomitancia de ciertas funciones orgánicas, la pereza tiene lugar en los actos del espíritu como en los del cuerpo. No es el espíritu quien se cansa, sino los órganos corporales que le sirven, pero el resultado viene a ser el mismo. Así es que hay a veces una pereza de pensar y aun de querer tan poderosa como la de hacer cualquier trabajo corpóreo. Y es de notar que estas dos clases de pereza no siempre son simultáneas, pudiendo existir la una sin la otra. La experiencia atestigua que la fatiga puramente corporal o del sistema muscular no siempre produce postración intelectual y moral, y no es raro estar sumamente fatigado de cuerpo y sentir muy activas las facultades del espíritu. Al contrario, después de largos e intensos trabajos mentales, a veces se experimenta un verdadero placer en ejercitar las fuerzas físicas cuando las intelectuales han llegado ya a un estado de completa postración. Estos fenómenos no son difíciles de explicar si se advierte que las alteraciones del sistema muscular distan mucho de guardar proporción con las del sistema nervioso.

§ XXVIII

Razones que confirman lo dicho sobre el origen de la pereza

     En prueba de que la pereza es un instinto de precaución contra el sufrimiento que nace del ejercicio de las facultades se puede observar: Primero, que cuando este ejercicio produce placer no sólo no hay repugnancia a la acción, sino que hay inclinación hacia ella. Segundo, que la repugnancia al trabajo es más poderosa antes de empezarle, porque entonces es necesario un fuerzo para poner en acción los órganos o miembros. Tercero, que la repugnancia es nula cuando, desplegado ya el movimiento, no ha transcurrido aún el tiempo suficiente para hacer sentir el cansancio que nace del quebranto de las fuerzas. Cuarto, que la repugnancia renace y se aumenta a medida que este quebranto se verifica. Quinto, que los más vivos adolecen más de este mal porque experimentan antes el sufrimiento. Sexto, que los de índole versátil y ligera suelen tener el mismo defecto por la sencilla razón de que a más del esfuerzo que exige el trabajo han menester otro para sujetarse a sí mismos, venciendo su propensión a variar de objeto.

§ XXIX

La inconstancia: su naturaleza y origen

     La inconstancia, que en apariencia no es más que un exceso de actividad, pues que nos lleva continuamente a ocuparnos de cosas diferentes, no es más que la pereza bajo un velo hipócrita. El inconstante substituye un trabajo a otro porque así se evita la molestia que experimenta con la necesidad de sujetar su atención y acción a un objeto determinado. Así es que todos los perezosos suelen ser grandes proyectistas, porque el excogitar proyectos es cosa que ofrece campo a vastas divagaciones que no exigen esfuerzo para sujetar el espíritu; también suelen ser amigos de emprender muchas cosas, sucesiva o simultáneamente, siempre con el bien entendido de no llevar a cabo ninguna.

§ XXX

Pruebas y aplicaciones

     Vemos a cada paso hombres cuyos intereses y deberes reclaman ciertos trabajos no más pesados que los que ellos mismos se imponen, y, no obstante, dejan aquéllas por éstos, sacrificando a su gusto el interés y el deber. Han de despachar un expediente y le dejan intacto, a pesar de que no habían de emplear en él ni la mitad del tiempo que han gastado en correspondencias insignificantes.

     Han de avistarse con una persona para tratar un negocio, no lo hacen y andan más camino y consumen más tiempo y más palabras hablando de cosas indiferentes. Han de acudir a una reunión donde se han de ventilar asuntos de intereses, no ignoran lo que se ha de tratar y no habrían de hacer gran esfuerzo, para enterarse de lo que ocurra y dar con acierto su dictamen, pues no importa: aquellas horas reclamadas por sus intereses las consumirán quizá disputando de política, de guerra, de ciencias, de literatura, de cualquier cosa con tal que no sea aquello a que están obligados. El pasear, el hablar, el disputar son, sin duda, ejercicio de facultades del espíritu y del cuerpo, y, no obstante, en el mundo abundan los amigos de pasear, los habladores y disputadores y escasean los verdaderamente laboriosos. Y esto ¿por qué? Porque el pasear y hablar y disputar son compatibles con la inconsciencia, no exigen esfuerzo, consienten variedad continua, llevan consigo naturales alternativas de trabajo descanso enteramente sujetas a la voluntad y al capricho.

§ XXXI

El justo medio entre dichos extremos

     Evitar la pusilanimidad sin fomentar la presunción, sostener y alentar la actividad sin inspirar la vanidad, hacer sentir al espíritu sus fuerzas sin cegarle con el orgullo; he aquí una tarea difícil en la dirección de los hombres y más todavía en la dirección de sí mismo. Esto es lo que el Evangelio enseña esto es lo que la razón aplaude y admira. Entre dichos escollos debemos caminar siempre no con la esperanza de no dar jamás en ninguno de ellos, pero sí con la mira, con el deseo y la esperanza también de no estrellarnos hasta el punto de perecer.

     La virtud es difícil, mas no imposible; el hombre no la alcanza aquí en la tierra sin mezcla de muchas debilidades que la deslustran, pero no carece de los medios suficientes para poseerla y perfeccionarla. La razón es un monarca condenado a luchar de continuo con las pasiones sublevadas, pero Dios la ha provisto de lo necesario para pelear y vencer. Lucha terrible, lucha penosa, lucha llena de azares y peligros; mas, por lo mismo, tanto más digna de ser ansiada por las almas generosas.

     En vano se intenta en nuestro siglo proclamar la omnipotencia de las pasiones y lo irresistible de su fuerza para triunfar de la razón; el alma humana, sublime destello de la divinidad, no ha sido abandonada por su Hacedor. No hay fuerzas que basten a apagar la antorcha de la moral ni en el individuo ni en la sociedad; en el individuo sobreviene a todos los crímenes, en la sociedad resplandece aun después de los mayores trastornos; en el individuo culpable reclama sus derechos con la voz del remordimiento, en la sociedad por medio de elocuentes protestas y de ejemplos heroicos.

§ XXXII

La moral es la mejor guía del entendimiento práctico

     La mejor guía del entendimiento práctico es la moral. En el gobierno de las naciones la política pequeña es la política de los intereses bastardos, de las intrigas, de la corrupción; la política grande es la política de la conveniencia pública, de la razón, del derecho. En la vida privada la conducta pequeña es la de los manejos innobles, de las miras mezquinas, del vicio; la conducta grande es la que inspiran la generosidad y la virtud.

     Lo recto y lo útil a veces parecen andar separados, pero no suelen estarlo sino por un corto trecho; llevan caminos opuestos en apariencia, y, sin embargo, el punto a que se dirigen es el mismo. Dios quiere por estos medios probar la fortaleza del hombre, y el premio de la constancia no siempre se hace esperar todo en la otra vida. Que si esto sucede una que otra vez, ¿es acaso ligera recompensa el descender al sepulcro con el alma tranquila, sin remordimiento, y con el corazón embriagado de esperanza?

     No lo dudemos: el arte de gobernar no es más que la razón y la moral aplicadas al gobierno de las naciones; el arte de conducirse bien en la vida privada no es más que el Evangelio en práctica.

     Ni la sociedad ni el individuo olvidan impunemente los eternos principios de la moral; cuando lo intentan por el aliciente del interés, tarde o temprano se pierden, perecen, en sus propias combinaciones. El interés que se erigiera en ídolo se convierte en víctima. La experiencia de todos los días es una prueba de esta verdad, en la historia de todos los tiempos la vemos escrita con caracteres de sangre.

§ XXXIII

La armonía del universo defendida con el castigo

     No hay falta sin castigo; el universo está sujeto a una ley de armonía; quien la perturba sufre. Al abuso de nuestras facultades físicas sucede el dolor, a los extravíos del espíritu siguen el pesar y el remordimiento. Quien busca con excesivo afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse sobre los demás con orgullo destemplado, provoca contra sí la indignación, la resistencia, el insulto, las humillaciones. El perezoso goza en su inacción, pero bien pronto su desidia disminuye sus recursos y la precisión de atender a sus necesidades le obliga a un exceso de actividad y de trabajo. El pródigo disipa sus riquezas en los placeres y en la ostentación, pero no tarda en encontrar un vengador de sus desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta que le impone, en vez de goce, privaciones; en vez de lujosa ostentación, escasez vergonzosa. El avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en medio de sus riquezas sufre los rigores de esa misma pobreza que tanto le espanta; él se condena a sí mismo, a todos ellos con su alimento limitado y grosero, su traje sucio y raído, su habitación pequeña, incómoda y desaseada. No aventura nada por no perder nada; desconfía hasta de las personas que más le aman; en el silencio y tinieblas de la noche visita sus arcas enterradas en lugares misteriosos para asegurarse que el tesoro está allí y aumentarle todavía más, y entre tanto le acecha uno de sus sirvientes o vecinos, y el tesoro con tanto afán acumulado, con tanta precaución escondido, desaparece.

     En el trato, en la literatura, en las artes, el excesivo deseo de agradar produce desagrado; el afán por ofrecer cosas demasiado exquisitas fastidia; lo ridículo está junto a lo sublime; lo delicado no dista de lo empalagoso; el prurito de ofrecer cuadros simétricos suele conducir a contrastes disparatados.

     En el gobierno de la sociedad el abuso del poder acarrea su ruina; el abuso de la libertad da origen a la esclavitud. El pueblo que quiere extender demasiado sus fronteras suele verse más estrechado de lo que exigen las naturales; el conquistador que se empeña en acumular coronas sobre su cabeza acaba por perderlas todas; quien no se satisface con el dominio de vastos imperios va a consumirse en una roca solitaria en la inmensidad del Océano. De los que ambicionan el poder supremo, la mayor parte encuentra la proscripción o el cadalso. Codician el alcázar de un monarca y pierden el hogar doméstico; sueñan en un trono y encuentran un patíbulo.

§ XXXIV

Observaciones sobre las ventajas y desventajas de la virtud en los negocios

     Dios no ha dejado indefensas sus leyes: a todas las ha escudado con el justo castigo; castigo que por lo común se experimenta ya en esta vida. Por esta razón los cálculos basados sobre el interés en oposición con la moral están muy expuestos a salir fallidos, enredándose la inmoralidad con sus propios lazos. Mas no se crea que con esto quiera yo negar que el hombre virtuoso se halle muchas veces en posición sumamente desventajosa para competir con un adversario inmoral. No desconozco que en un caso dado tiene más probabilidad de alcanzar un fin el que puede emplear cualquier medio por no reparar en ninguno, como le sucede al hombre malo, y que no dejará de ser un obstáculo gravísimo el tener que valerse de muy pocos medios o quizá solamente de uno, como le acontece al virtuoso, a causa de que los inmorales son para él como si no existiesen, pero si bien esto es verdad considerando un negocio aislado, no lo es menos que, andando el tiempo, los inconvenientes de la virtud se compensan con las ventajas, así como las ventajas del vicio se compensan con los inconvenientes, y que, en último resultado, un hombre verdaderamente recto llegará a lograr el fruto de su rectitud alcanzando el fin que discretamente se proponga, y que el inmoral expiará tarde o temprano sus iniquidades, encontrando la perdición en la extremidad de sus malos y tortuosos caminos.

§ XXXV

Defensa de la virtud contra una inculpación injusta

     Los hombres virtuosos y desgraciados tienen cierta propensión a señalar sus virtudes como el origen de sus desgracias, pues que a esto los inclinan de consuno el deseo de ostentar su virtud y el de ocultar sus imprudencias, que imprudencias muy grandes se cometen también con la intención más recta y más pura. La virtud no es responsable de los males acarreados por nuestra imprevisión o ligereza, pero el hombre suele achacárselos a ella con demasiada facilidad. «Mi buena fe me ha perdido», exclama el hombre honrado víctima de una impostura, cuando lo que le ha perdido no es su buena fe, sino su torpe confianza en quien le ofrecía demasiados motivos para prudentes sospechas. ¿Acaso los malos no son también con mucha frecuencia víctimas de otras malos y los pérfidos de otros pérfidos? La virtud nos enseña el camino que debemos seguir, mas no se encarga de descubrirnos todos los lazos que en él podemos encontrar; esto es obra de la penetración, de la previsión, del buen juicio, es decir, de un entendimiento claro y atinado. Con estas dotes no está reñida la virtud, mas no siempre las lleva por compañeras. Como fiel amiga de la humanidad, se alberga sin repugnancia en el corazón de toda clase de hombres, ora brille en ellos esplendente y puro el sol de la inteligencia, ora esté obscurecido con espesa niebla.

§ XXXVI

Defensa de la sabiduría contra una inculpación infundada

     Creen algunos que los grandes talentos y el mucho saber propenden de suyo al mal; esto es una especie de blasfemia contra la bondad del Criador. ¿La virtud necesita acaso las tinieblas? Los conocimientos y virtudes de la criatura, ¿no emanan acaso de un mismo origen, del piélago de luz y santidad, que es Dios? Si la elevación de la inteligencia condujese al mal, la maldad de los seres estaría en proporción con su altura; ¿adivináis la consecuencia?, ¿por qué no sacarla? La sabiduría infinita sería la maldad infinita, y heos aquí en el error de los maniqueos, encontrando en la extremidad de la escala de los seres un principio malo. Pero ¿qué digo?, peor fuera este error que el de Manes, pues que en él no se podría admitir un principio bueno. El genio del mal presidiría sin rival, enteramente solo, a los destinos del mundo; el rey del Averno debiera colocar su trono de negra lava en las esplendentes regiones del empíreo.

     No, no debe el hombre huir de la luz por temor de caer en el mal; la verdad no teme la luz, y el bien moral es una gran verdad. Cuanto más ilustrado esté el entendimiento mejor conocerá la inefable belleza de la virtud y, conociéndola mejor, tendrá menos dificultades en practicarla. Rara vez hay mucha elevación en las ideas sin que de ella participen los sentimientos, y los sentimientos elevados o nacen de la misma virtud o son una disposición muy a propósito para alcanzarla.

     Hasta hay en favor del talento y del saber una razón fundada en la naturaleza de las facultades del alma. Nadie ignora que, por lo común, el mucho desarrollo de la una es con algún perjuicio de la otra; por consiguiente, cuando en el hombre se desenvuelvan de una manera particular las facultades superiores, menguarán en su fuerza las pasiones groseras, origen de los vicios.

     La historia del espíritu humano confirma esta verdad: generalmente hablando, los hombres de entendimiento muy elevado no han sido perversos, muchos se han distinguido por sus eminentes virtudes, otros han sido débiles como hombres, mas no malvados, y si uno que otro ha llegado a este extremo debe mirarse como excepción, no como regla.

     ¿Sabéis por qué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así, la reputación de los demás, prestando ocasión a que de algunos casos particulares se saquen deducciones generales? Porque en un malvado de gran talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque forman un vivo contraste la iniquidad y el gran saber, y este contraste hace más notable el extremo feo, por la misma razón que se repara más en la relajación de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una mancha más en un cristal muy sucio, pero en otro muy limpio y brillante se presenta, desde luego, a los ojos el más pequeño lunar.

§ XXXVII

Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros

     Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo que allí se dijo en general tiene muchísima más aplicación en refiriéndose a la práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las pasiones son a veces un auxiliar excelente; mas para prepararla en nuestro entendimiento son consejeros muy peligrosos.

     El hombre sin pasiones sería frío, tendría algo de inerte, por carecer de uno de los principias más poderosos de acción que Dios ha concedido a la humana naturaleza; pero, en cambio, el hombre dominado por las pasiones es ciego y se abalanza a los objetos a la manera de los brutos.

     Examinando atentamente el modo de obrar de nuestras facultades se echa de ver que la razón es a propósito para dirigir y las pasiones para ejecutar, y así es que aquélla atiende no sólo a lo presente, sino también a lo pasado y a lo venidero cuando éstas miran el objeto sólo por lo que es en el momento actual y por el modo con que nos afecta. Y es que la razón, como verdadera directora, se hace cargo de todo lo que puede dañar o favorecer no sólo ahora, sino también en el porvenir; pero las pasiones, como encargadas únicamente de ejecutar, sólo se cuidan del instante y de la impresión actuales. La razón no se para sólo en el placer, sino en la utilidad, en la moralidad, en el decoro; las pasiones prescinden del decoro, de la moralidad, de la utilidad, de todo lo que no sea la impresión agradable o ingrata que en el acto se experimenta.

§ XXXVIII

La hipocresía de las pasiones

     Cuando hablo de pasiones no me refiero únicamente a las inclinaciones fuertes, violentas, tempestuosas que agitan nuestro corazón como los vientos el océano; trato también de aquellas más suaves, más espirituales, por decirlo así, porque, al parecer, están más cerca de las altas regiones del espíritu, y que suelen apellidarse sentimientos. Las pasiones son las mismas, sólo varían por su forma, o más bien, por la graduación de intensidad y por el modo de dirigirse a su objeto. Son entonces más delicadas, pero no menos temibles, pues que esa misma delicadeza contribuye a que con más facilidad nos seduzcan y extravíen.

     Cuando la pasión se presenta en toda su deformidad y violencia, sacudiendo brutalmente el espíritu y empeñándose en arrastrale por malos caminos, el espíritu se precave contra el adversario, se prepara a luchar, resultando tal vez que la misma impetuosidad del ataque provoca una heroica defensa. Pero si la pasión depone sus maneras violentas, si se despoja, por decirlo así, de sus groseras vestiduras, cubriéndose con el manto de la razón, si sus gestiones se llaman conocimiento y sus inclinaciones voluntad, ilustrada pero decidida, entonces toma por traición una plaza que no hubiera tomado por asalto.

§ XXIX

Ejemplo: la venganza bajo dos formas

     Un hombre que ha irrogado una ofensa está con una pretensión en cuyo éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como éste lo sabe, recuerda la ofensa recibida; el resentimiento se despierta en su corazón, al resentimiento sucede la cólera y la cólera engendra un vivo deseo de venganza. ¿Y por qué dejará de vengarse? ¿No se le ofrece ahora una excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la desesperación de su adversario burlado en sus esperanzas y quizá sumido en la obscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate, véngate -le dice en alta voz su corazón-, véngate, y que él sepa que te has vengado; dáñale, ya que él te dañó; humíllale, ya que él te humilló; goza tú el cruel pero vivo placer de su desgracia, ya que él se gozó en la tuya. La víctima está en tus manos, no la sueltes, cébate en ella, sacia en ella tu sed de venganza. Tiene hijos y perecerán..., no importa..., que perezcan; tiene padres y morirán de pesar..., no importa..., que mueran, así será herido en más puntos su infame corazón, así sangrará con más abundancia, así no habrá consuelo para él, así se llenará la medida de su aflicción, así derramarás en su villano pecho toda la hiel y amargura que él un día derramara en el tuyo. Véngate, véngate; ríete de una generosidad que él no practicó contigo, no tengas piedad de quien no la tuvo de ti; él es indigno de tus favores, indigno de compasión, indigno de perdón; véngate, véngate.»

     Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado duro y cruel para no ofender a un corazón generoso. Tanta crueldad despierta un sentimiento contrario: «Este comportamiento sería innoble, sería infame -se dice el hombre a sí mismo-; esto repugna hasta el amor propio. Pues qué, ¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo infortunio de una familia? ¿No sería para mí un remordimiento inextinguible la memoria de que con mis manejos he sumido en la miseria a sus hijos inocentes y hundido en el sepulcro a sus ancianos padres? Esto no lo puedo hacer, esto no lo haré, es más honroso no vengarme; sepa mi adversario que si él fue bajo, yo soy noble; si él fue inhumano, yo soy generoso; no quiero buscar otra venganza que la de triunfar de él a fuerza de generosidad; cuando su mirada se encuentre con mi mirada sus ojos se abatirán, el rubor encenderá sus mejillas, su corazón sentirá un remordimiento y me hará justicia.»

     El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo quería todo, lo exigía todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de ninguna clase, y el corazón se ha ofendido de semejante desmán, ha creído que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio a los sentimientos nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria en favor de la razón. Otro quizá hubiera sido el resultado si el espíritu de venganza hubiese tomado otra forma menos dura, si cubriendo su faz con mentida máscara no hubiese mostrado sus facciones feroces. No debía dar destemplados gritos, aullidos horribles; era menester que envuelto y replegado en el seno más oculto del corazón hubiese destilado desde allí su veneno mortal. «Por cierto -debía decir- que el ofensor no es nada digno de obtener lo que pretende, y sólo por este motivo conviene oponerse a que lo obtenga, hizo una injuria, es verdad; pero ahora no es ocasión de acordarse de ella. No ha de ser el resentimiento quien presida a tu conducta, sino la razón, el deseo de que una cosa de tanta entidad no vaya a parar a malas manos. El pretendiente no carece de algunas buenas disposiciones para el desempeño; ¿por qué no hacerle justicia? Pero, en cambio, adolece de defectos imperdonables. La ofensa que te hizo a ti lo manifiesta bien; de ella no debes acordarte para la venganza, pero si para formar un juicio acertado. Sientes un secreto y vivo placer en contrariarle, en abatirle, en perderle; mas este sentimiento no te domina, sólo te impulsa el deseo del bien; y en verdad que si no mediase otro motivo que el resentimiento no opondrías ningún obstáculo a sus designios. Hasta quizá harías el sacrificio de favorecerle, y en verdad que sería doloroso, muy doloroso, pero quizá te resignarías a ello. Mas no te hallas en este caso; afortunadamente, la razón, la prudencia, la justicia están de acuerdo con las inclinaciones de tu corazón, y, bien considerado, ni las atiendes siquiera; experimentas un placer en dañar a tu enemigo, mas este placer es una expansión natural que tú no alcanzas a destruir, pero que tienes bastante sujeta para no dejarla que te domine. No hay inconveniente, pues, en tomar las providencias oportunas. Lo que importa es proceder con calma para que vean todos que no hay parcialidad, que no hay odio, que no hay espíritu de venganza, que usas de un derecho y hasta obedeces a un deber.» La venganza impetuosa, violenta, francamente injusta, no ha podido alcanzar un triunfo que ha obtenido sin dificultad la venganza pacífica, insidiosa, disfrazada hipócritamente con el velo de la razón, de la justicia, del deber.

     Por este motivo es tan temible la venganza cuando obra en nombre del celo por la justicia. Cuando el corazón, poseído del odio, llega a engañarse a sí mismo, creyendo obrar a impulsos del buen deseo, quizá de la misma caridad, se halla como sujeto a la fascinación de un reptil a quien no ve y cuya existencia ni aun sospecha. Entonces la envidia destroza las reputaciones más puras y esclarecidas, el rencor persigue inexorable la venganza se goza en las convulsiones y congojas de la infortunada víctima, haciéndole agotar hasta las heces el dolor y la amargura. El insigne protomártir brillaba por sus eminentes virtudes y aterraba a los judíos con su elocuencia divina. ¿Qué nombre creéis que tomarán la envidia y la venganza, que les seca los corazones y hace rechinar sus dientes? ¿Creéis que se apellidarán con el nombre que les es propio? No, de ninguna manera. Aquellos hombres dan un grito como llenos de escándalo, se tapan los oídos y sacrifican al inocente Diácono en nombre de Dios. El Salvador del mundo admira a cuantos le oyen con la divina hermosura de su moral, con el maravilloso raudal de sabiduría y de amor que fluye de sus labios augustos; los pueblos se agolpan para verle y él pasa haciendo bien; afable con los pequeños, compasivo con los desgraciados, indulgente con los culpables, derrama a manos llenas los tesoros de su omnipotencia y de su amor; sólo pronuncia palabras de dulzura y perdón; diríase que reserva el lenguaje de una indignación santa y terrible para confundir a los hipócritas. Estos han encontrado en él una mirada majestuosa y severa y ellos la han correspondido con una mirada de víbora. La envidia les destroza el corazón, sienten una abrasadora sed de venganza. Pero ¿obrarán, hablarán como vengativos? No, este hombre es un blasfemo, dirán; seduce las turbas, es enemigo del César; la fidelidad, pues, la tranquilidad pública, la religión exigen que se le quite de en medio, y se aceptará la traición de un discípulo, y el inocente Cordero será llevado a los tribunales y será interrogado, y al responder palabras de verdad, el príncipe de los sacerdotes se sentirá devorado de celo y rasgará sus vestiduras y dirá: Blasfemó, y los circunstantes dirán: «Es reo de muerte.»

§ XL

Precauciones

     Jamás el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazón, jamás despliega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde se introduce la iniquidad, jamás se precave contra las innumerables asechanzas con que él se combate a sí propio. No son las pasiones tan temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente a su objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les pone delante. En tal caso, por poco que se conserve en el espíritu el amor de la virtud, si el hombre no ha llegado todavía hasta el fondo de la corrupción o de la perversidad, siente levantarse en su alma un grito de espanto e indignación tan pronto como se le ofrece el vicio con su aspecto asqueroso; pero ¿qué peligros no corre si, trocados los hombres y cambiados los trajes, todo se le ofrece disfrazado, trastornado?; ¿si sus ojos miran al través de engañosos prismas, que pintan con galanos colores y apacibles formas la negrura y la monstruosidad?

     Los mayores peligros de un corazón puro no están en el brutal aliciente de las pasiones groseras, sino en aquellos sentimientos que encantan por su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las almas nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en los pechos generosos sino con el título de economía previsora; el orgullo se cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad y del respeto debido a la posición que se ocupa; la vanidad se proporciona sus pequeños goces engañando al vanidoso con la urgente necesidad de conocer el juicio de los demás para aprovecharse de la crítica; la venganza, se disfraza con el manto de la justicia; el furor se apellida santa indignación; la pereza invoca en su auxilio la necesidad del descanso, y la roedora envidia, al destrozar reputaciones, al empeñarse en ofuscar con su aliento impuro los resplandores de un mérito eminente, habla de amor a la verdad, de imparcialidad, de lo mucho que conviene precaverse contra una admiración ignorante o un entusiasmo infantil.

§ XLI

Hipocresía del hombre consigo mismo

     El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a los otros. Rara vez se da a sí propio exacta cuenta del móvil de sus acciones, y por esto aun en las virtudes más acendradas hay algo de escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el crisol de un perfecto amor divino, y este amor, en toda su perfección, está reservado para las regiones celestiales. Mientras vivimos aquí en la tierra llevamos en nuestro corazón un germen maligno que o mata, o enflaquece, o deslustra las acciones virtuosas, y no es poco si se llega a evitar que ese germen se desarrolle y nos pierda. Pero, a pesar de tamaña debilidad, no deja de brillar en el fondo de nuestra alma aquella luz inextinguible, encendida en ella por la mano del Criador, y esa luz nos hace distinguir entre el bien y el mal, sirviéndonos de guía en nuestros pasos y de remordimiento en nuestros extravíos. Por esta causa nos esforzamos a engañarnos a nosotros mismos para no ponernos en contradicción demasiado patente con el dictamen de la conciencia; nos tapamos los oídos para no oír lo que ella nos dice, cerramos los ojos para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusión de que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para esto sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente discursos sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo ni a sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita.

§ XLII

El conocimiento de sí mismo

     El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en las diferentes personas, por cuyo motivo conviene sobremanera no perder jamás de vista aquella regla de los antiguos tan profundamente sabia: Conócete a ti mismo; Nosce te ipsum. Si bien hay ciertas cualidades comunes a todos los hombres, éstas toman un carácter particular en cada uno de ellos; cada cual tiene, por decirlo así, un resorte que conviene conocer y saber manejar. Este resorte es necesario descubrir cuál es en los demás para acertar a conducirse bien con ellos; pero es más necesario todavía descubrirle cada cual en sí mismo. Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas, así buenas como malas, a causa de que ese resorte no es más que una propensión fuerte que llega a dominar a las demás, subordinándolas todas a un objeto. De esta pasión dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los actos de la vida, ella constituye lo que se llama el carácter.

§ XLIII

El hombre huye de sí mismo

     Si no tuviésemos la funesta inclinación de huir de nosotros mismos, si la contemplación de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no nos sería difícil descubrir cuál es la pasión que en nosotros predomina. Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada estudiamos menos que lo que tenemos más inmediato y que más nos interesa. La generalidad de los hombres descienden al sepulcro no sólo sin haberse conocido a sí propios, sino también sin haberlo intentado. Debiéramos tener continuamente la vista fija sobre nuestro corazón para conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios, evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos y no se pone en relación con los objetos exteriores sino después de haber consultado su razón y dado a su voluntad la dirección conveniente. Mas esto no se hace; el hombre se abalanza, se pega a los objetos que le incitan, viviendo tan sólo con esa vida exterior que no le deja tiempo para pensar en sí mismo. Vense entendimientos claros, corazones bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las preciosidades con que los ha enriquecido el Criador, que derraman, por decirlo así, en calles y plazas el aroma exquisito que, guardado en el fondo de su interior, podría servirles de confortación y regalo.

     Se refiere de Pascal que, habiéndose dedicado con grande ahínco a las matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio a causa de hallar pocas personas con quienes conversar sobre el objeto de sus ocupaciones favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera este inconveniente, se dedicó al estudio del hombre; pero bien pronto conoció, por experiencia, que los que se ocupaban en estudiar al hombre eran todavía en menor número que los aficionados a las matemáticas. Esto se verifica ahora como en tiempo de Pascal; hasta observar al común de los hombres para echar de ver cuán pocos son los que gustan de semejante tare, mayormente tratándose de sí mismos.

§ XLIV

Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones

     Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas, aun cuando arrastren una que otra vez al espíritu, no lo hacen sin que éste conozca la violencia. Ciegan quizá el entendimiento, pero esta ceguera no se oculta del todo al que la padece; se dice a sí mismo: «Crees que ves, mas en realidad no ves; estás ciego.» Pero si el hombre no fija nunca su mirada en su interior, si obra según le impelen las pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el impulso, para él llegan a ser una misma cosa pasión y voluntad, dictamen del entendimiento e instinto de las pasiones. Así la razón no es señora, sino esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y mandatos las inclinaciones del corazón, se ve reducida a vil instrumento de ellas y obligada a emplear todos los recursos de su sagacidad para proporcionarles goces que las satisfagan.

§ XLV

Sabiduría de la religión cristiana en la dirección de la conducta

     La religión cristiana, al llevarnos a esa vida moral, íntima, reflexiva sobre nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme a la más sana filosofía y que descubre un profundo conocimiento del corazón humano. La experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar bien no es conocimiento especulativo y general, sino práctico, detallado, con aplicación a todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y no repite mil veces que las pasiones nos extravían y nos pierden? La dificultad no está en eso, sino en saber cuál es la pasión que influye en este o aquel caso, cuál es la que por lo común predomina en las acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se presenta al espíritu y de qué modo se deben rechazar sus ataques o precaver sus estratagemas. Y todo esto no como quiera, sino con un conocimiento claro, vivo y que, por tanto, se ofrezca naturalmente al entendimiento siempre que se haya de tomar alguna resolución, aun en los negocios más comunes.

     La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre vulgar y otro sobresaliente no consiste a menudo sino en que éste conoce con claridad, distinción y exactitud lo que aquél sólo conoce de una manera inexacta, confusa y obscura; no consiste en el número de las ideas, sino en la calidad; nada dice éste sobre un punto, de que también no tenga noticia aquél; ambos miran al mismo objeto, sólo que la vista del uno es mucho más perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo relativo a la práctica. Hombres profundamente inmorales hablarán de la moral de tal suerte que manifiesten no desconocer sus reglas; pero estas reglas las saben ellos en general, sin haberse cuidado de hacer aplicaciones, sin haber reparado en los obstáculos que impiden el ponerlas en planta en tal o cual ocasión, sin que se les ocurran de una manera clara y viva cuando se ofrece oportunidad de hacer uso de ellas. Quien está en posesión de su entendimiento, de la voluntad, del hombre entero, son las pasiones; estas reglas morales las conservan, por decirlo así, archivadas en lo más recóndito de su conciencia; ni aun gustan de mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está arraigada en el alma, las reglas morales llegan a ser una idea familiar que acompaña todos los pensamientos y acciones, que se aviva y se agita al menor peligro, que impera y apremia antes de obrar, que remuerde incesantemente si se la ha desatendido. La virtud causa esa continua presencia intelectual de las reglas morales, y esta presencia, a su vez, contribuye a fortalecer la virtud; así es que la religión no cesa de inculcarlas, segura de que son preciosa semilla, que tarde o temprano dará algún fruto.

§ XLVI

Los sentimientos morales auxilian la virtud

     En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que también los hay morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios, al permitir que sacudan y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, también ha querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito de atender a las reglas morales y de obedecer sus prescripciones desenvuelve y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre, para seguir el camino de la virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las luchas no son de tanto peligro y, sobre todo, no son tan dolorosas; porque un sentimiento lucha con otro sentimiento; lo que se padece con el sacrificio del uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan cuando la razón pelea con el corazón enteramente sola.

     Ese desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la virtud las mismas pasiones es un recurso poderoso para obrar bien e ilustrar el entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposición mucha variedad de combinaciones, que dan excelentes resultados. El amor de los placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad; el exceso del orgullo se templa con el temor de hacerse aborrecible; la vanidad se modera por el miedo al ridículo; la pereza se estimula con el deseo de la gloria; la ira se enfrena por no parecer descompuesto; la sed de venganza se mitiga o extingue con la dicha y la honra que resultan de ser generoso. Con esta combinación, con la sagaz oposición de los sentimientos buenos a los sentimientos malos, se debilitan suave y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el corazón humano, y el hombre es virtuoso sin dejar de ser sensible.

§ XLVII

Una regla para los juicios prácticos

     Conocido el principal resorte del propio corazón, y desarrollados tanto como sea posible los sentimientos generosos y morales, es necesario saber cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus juicios prácticos.

     La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar con respecto a ningún objeto mientras el espíritu está bajo la influencia de una pasión relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no parece un hecho, una palabra, un gesto que acaba de irritar! «La intención del ofensor -se dice a sí mismo el ofendido- no podía ser más maligna; se ha propuesto no sólo dañar, sino ultrajar; los circunstantes deben de estar escandalizados; si no se tomase una pronta y completa venganza, la sonrisa burlona que asomaba a los labios de todos se convertiría irremisiblemente en profundo desprecio por quien ha tolerado que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el abandono del honor?; es necesario tener prudencia; pero esta prudencia, ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?» ¿Quién hace este discurso? ¿Es la razón? No, ciertamente; es la ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma a su servicio al entendimiento y éste le proporciona todo lo que necesita. Y en este servicio no deja de auxiliarle a su vez la misma ira; porque las pasiones, en sus momentos de exaltación, fecundizan admirablemente el ingenio con las inspiraciones que les convienen.

     ¿Queremos una prueba de que quien así discurría y hablaba no era la razón, sino la ira? Hela aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre encolerizado hubiese algo de verdad no la desconocerían del todo los circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor; también estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra dicha con designio de zaherir y otra escapada sin intención ofensiva, y, sin embargo, ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tan claridad; y si se sonríen, esa sonrisa es causada no por la humillación que él se imagina haber sufrido, sino por esa terrible explosión de furor que no tiene motivo alguno. Más todavía: no es necesario acudir a los circunstantes para encontrar la verdad; basta apoyar al mismo encolerizado cuando haya desaparecido la ira. ¿Juzgará entonces como ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el primero que se reirá de su enojo y que pedirá se le disimule su arrebato.

§ XLVIII

Otra regla

     De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la influencia de una pasión hemos de hacer un esfuerzo para suponernos, por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexión semejante, por más rápida que sea, contribuye mucho a calmar la pasión y a excitar en el ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinación ciega. La fuerza de las pasiones se quebranta desde el momento que se encuentra en oposición con un pensamiento que se agita en la cabeza; el secreto de su victoria suele consistir en apagar todos los contrarios a ellas y avivar los favorables. Pero tan pronto como la atención se ha dirigido hacia otro orden de ideas viene la comparación y, por consiguiente, cesa el exclusivismo. Entretanto, se desenvuelven otras fuerzas intelectuales y morales no subordinadas a la pasión, y ésta pierde de su primitiva energía por haber de compartir con otras facultades la vida que antes disfrutara sola.

     Aconseja estos medios no sólo la experiencia de su buen resultado, sino también una razón fundada en la naturaleza de nuestra organización. Las facultades intelectuales y morales nunca se ejercitan sin que funcionen algunos de los órganos materiales. Ahora bien: entre los órganos corpóreos está distribuida una cierta cantidad de fuerzas vitales de que disfrutan alternativamente en mayor o menor proporción y, por consiguiente, con decremento en los unos cuando hay incremento en los otros. De lo que resulta que ha de producir un efecto saludable el esforzarse en poner en acción los órganos de la inteligencia en contraposición con los de las pasiones y que la energía de éstas ha de menguar a medida que ejerzan sus funciones los órganos de la inteligencia.

     Pero es de advertir que este fenómeno se verificará dirigiendo la atención de la inteligencia en un sentido contrario al de las pasiones, la que se obtiene trasladándola por un momento al orden de ideas que tendrá cuando no esté bajo un influjo apasionado; pues que si, por el contrario, la inteligencia se dirige a favorecer la pasión, entonces ésta se fomenta más y más con el auxilio; y lo que pudiese perder en energía, por decirlo así, puramente orgánica, lo recobra en energía moral, en la mayor abundancia de recursos para alcanzar el objeto y en esa especie de bill de indemnidad con que se cree libre de acusaciones cuando ve que el entendimiento, lejos de combatirla, la apoya.

     Este trabajo sobre las pasiones no es una mera teoría; cualquiera puede convencerse por sí mismo de que es muy practicable y de que se sienten sus buenos efectos tan pronto como se le aplica. Es verdad que no siempre se acierta en el medio más a propósito para ahogar, templar o dirigir la pasión levantada, o que, aun encontrado, no se le emplea como es debido; pero la sola costumbre de buscarle basta para que el hombre esté más sobre sí, no se abandone con demasiada facilidad a los primeros 'movimientos y tenga en sus juicios prácticos un criterio que falta a los que proceden de otra manera.

§ XLIX

El hombre riéndose de sí mismo

     Cuando el hombre se acostumbra a observar mucho sus pasiones hasta llega a emplear en su interior el ridículo contra sí mismo; el ridículo, esa sal que se encuentra en el corazón y en el labio de los mortales como uno de tantos preservativos contra la corrupción intelectual y moral; el ridículo, que no sólo se emplea con fruto con los demás, sino también contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan a la sátira. El hombre se dice entonces a sí propio lo que decirle pudieran los demás; asiste a la escena que se representarla si el lance cayera en manos de un adversario de chiste y buen humor. Que contra otro se emplea también en cierto modo la sátira, cuando la empleamos contra nosotros mismos; porque, si bien se observa, hay en nuestro interior dos hombres que disputan, que luchan, que no están nunca en paz, y así como el hombre inteligente, moral, previsor, emplea contra el torpe, el inmoral, el ciego, la firmeza de la voluntad y el imperio de la razón, así también, a veces, le combate y le humilla con los punzantes dardos de la sátira. Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre cuanto carece de testigos, no hiere la reputación, nada hace perder en la opinión de los demás, pues que no llega a ser expresada con palabras, y la sonrisa burlona que hace asomar a los labios se extingue en el momento de nacer.

     Un pensamiento de esta clase, ocurriendo en la agitación causada por las pasiones, produce un efecto semejante al de una palabra juiciosa, incisiva y penetrante, lanzada en medio de una asamblea turbulenta. ¡Cuántas veces se nota que una mirada expresiva cambia el estado del espíritu de uno de los circunstantes, moderando o ahogando una pasión enardecida! ¿Y qué ha expresado aquella mirada? Nada más que un recuerdo del decoro, una consideración al lugar o a las personas, una reconvención amistosa, una delicada ironía; nada más que una apelación al buen sentido del mismo que era juguete de la pasión, y esto ha sido suficiente para que la pasión se amortiguase. El efecto que otro nos produce, ¿por qué no podríamos producírnoslo nosotros mismos, si no con igualdad, al menos con aproximación?

§ L

Perpetua niñez del hombre

     Poco basta para extraviar al hombre, pero tampoco se necesita mucho para corregirle algunos defectos. Es más débil que malo, dista mucho de aquella terquedad satánica que no se aparta jamás del mal una vez abrazado; por el contrario, tanto el bien como el mal los abraza y los abandona con suma facilidad. Es niño hasta la vejez; preséntase a los demás con toda la seriedad posible; mas en el fondo se encuentra a sí propio pueril en muchas cosas y se avergüenza. Se ha dicho que ningún grande hombre le parecía grande a su ayuda de cámara; esto encierra mucha verdad. Y es que, visto el hombre de cerca, se descubren las pequeñeces que le rebajan. Pero más cosas sabe él de sí mismo que su ayuda de cámara, y por esto es todavía menos grande a sus propios ojos; por esto, aun en sus mejores años, necesita cubrir con un velo la puerilidad que se abriga en su corazón.

     Los niño ríen y juguetean y retozan, y luego gimen y rabian y lloran, sin saber muchos veces por qué; ¿no hace lo mismo, a su modo, el adulto? Los niños ceden a un impulso de su organización, al buen o mal estado de su salud, a la disposición atmosférica, que los afecta agradable o desagradablemente; en desapareciendo estas causas, se cambia el estado de sus espíritus; no se acuerdan del momento anterior ni piensan en el venidero; sólo se rigen por la impresión que actualmente experimentan. ¿No hace esto mismo millares de veces el hombre más serio, más grave y sesudo?

§ LI

Mudanza de D. Nicasio en breves horas

     Don Nicasio es un varón de edad provecta, de juicio sosegado y maduro, lleno de conocimientos, de experiencia, y que rara vez se deja llevar de la impresión del momento. Todo lo pesa en la balanza de una sana razón, y en este peso no consiente que influyan por un adarme las pasiones de ningún género. Se le habla de una empresa de mucha gravedad, para la cual se cuenta con su práctica de mundo y su inteligencia particular en aquella clase de negocios. Don Nicasio está a disposición del proponente; no tiene ninguna dificultad en entrar de lleno en la empresa y hasta en comprometer en ella una parte de su fortuna. Está bien seguro de no perderla; si hay obstáculos, no le dan cuidado; él sabe el modo de removerlos; si hay rivales poderosos, a D. Nicasio no le hacen mella. Otras hazañas de más monta ha llevado a cabo; negocios mucho más espinosos ha tenido que manejar; más poderosos rivales ha tenido que vencer. Embebido en la idea que le halaga, se expresa con facilidad y rapidez, gesticula con viveza, su mirada es sumamente expresiva, su fisonomía juvenil diríase que ha vuelto a sus veinticinco abriles si algunas canas, asomando por un lado del postizo, no revelasen traidoramente los trofeos de los años.

     El negocio está concluido; faltan algunos pormenores; quedáis emplazado para redondearlos en otra entrevista, ¿Mañana? No, señor; nada de dilaciones, no las consiente la actividad de D. Nicasio; es preciso acabar con todo hoy mismo, por la tarde. Don Nicasio, se ha retirado a su casa, y ni a su persona, ni a su familia, ni a ninguna de sus cosas ha ocurrido ningún accidente desagradable.

     Es la hora señalada; acudís con puntualidad, y os halláis en presencia del héroe de la mañana. Don Nicasio está algo descompuesto en su vestido, merced a un calor que le ahoga. Medio tendido en el sofá os devuelve el saludo con un esfuerzo afectuoso, pero con evidentes señales de fastidiosa laxitud.

     -Vamos a ver, Sr. D. Nicasio, si quedamos convenidos definitivamente.

     -Tiempo tenemos de hablar... -contesta D. Nicasio; y su fisonomía se contrae con muestras de tedio.

     -Como usted me ha citado para esta tarde...

     -Sí; pero...

     -Como usted guste.

     -Ya se ve; pero es menester pensarlo mucho; ¡qué sé yo!...

     -Lo que es dificultades conozco que hay; sólo que viéndole a usted tan animoso esta mañana, lo confieso, todo se me hacía ya camino llano.

     -Animoso, y lo estoy aún...; pero, sin embargo, sin embargo, conviene no llevar demasiada prisa... En fin, ya hablaremos -añade con expresión de quien desea que no le comprometan.

     Don Nicasio es otro, expresa lo que siente; nada de la audacia, de la actividad de la mañana; nada de los proyectos tan fáciles de ejecutar; entonces los obstáculos importaban poco, ahora son casi insuperables; los rivales no significaban nada, ahora son invencibles. ¿Qué ha sucedido? ¿Le han dado a D. Nicasio otras noticias? No ha visto a nadie. ¿Ha meditado sobre el negocio? No se había acordado más de él. ¿Qué ha sucedido, pues, para causar tamaña revolución en su espíritu, alterando su modo de ver las cosas y quebrantando tan lastimosamente sus ímpetus juveniles? Nada; la explicación del fenómeno es muy sencilla; no busquéis grandes causas, son muy pequeñas. En primer lugar, ahora hace un calor atroz, lo que por cierto, dista mucho del oreo de una fresca brisa como sucedía por la mañana; D. Nicasio está sumamente abatido, la hora es pesada, el cielo se encapota y parece amenaza tempestad. La comida era además algo indigesta; el sueño de la siesta ha sido demasiado breve y no sin alguna pesadilla. ¿Se quiere más? ¿No son estos motivos bastante poderosos para trastornar el espíritu de un hombre grave y modificar sus opiniones? A pesar de todas las citas, ¿quién os ha llevado a su casa bajo una constelación tan infausta?

     Tal es el hombre; la menor cosa le desconcierta, le hace otro. Unido su espíritu a un cuerpo sujeto a mil impresiones diferentes, que se suceden con tanta rapidez y se reciben con igual facilidad que los movimientos de la hoja de un árbol, participa en cierto modo de esa inconsciencia y variedad, trasladando con harta frecuencia a los objetos las mudanzas que sólo él ha experimentado.

§ LII

Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta

     Lo dicho manifiesta la imposibilidad de dirigir la conducta del hombre por sólo el sentimiento; y la literatura de nuestra época, que tan poco se ocupa de comunicar ideas de razón y de moral y que, al parecer, no se propone sino excitar sentimientos, olvida la naturaleza del hombre y causa un mal de inmensa trascendencia.

     El entregar al hombre a merced del solo sentimiento es arrojar un navío sin piloto en medio de las olas. Esto equivale a proclamar la infalibilidad de las pasiones a decir: «Obra siempre por instinto, obedeciendo ciegamente a todos los movimientos de tu corazón»; esto equivale a despojar al hombre de su entendimiento, de su libre albedrío, a convertirle en simple instrumento de su sensibilidad.

     Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; también pudiera añadirse que del corazón salen grandes errores, grandes delirios, grandes extravagancias, grandes crímenes. Del corazón sale todo; es un arpa soberbia que despide toda clase de sonidos, desde el horrendo estrépito de las cavernas infernales hasta la más delicada armonía de las regiones celestes.

     El hombre que no tiene más guía que su corazón es el juguete de mil inclinaciones diversas y a menudo contradictorias; una ligerísima pluma, en medio de una campiña donde reinan los vientos, ¿no lleva las direcciones más variadas e irregulares? ¿Quién es capaz de contar ni clasificar la infinidad de sentimientos que se suceden en nuestro pecho en brevísimas horas? ¿Quién no ha reparado en la asombrosa facilidad con que se basa de la viva afición a un trabajo, a una repugnancia casi insuperable? ¿Quién no ha sentido simpatía o antipatía a la simple presencia de una persona, sin que pueda señalarse ninguna razón de ella y sin que los hechos ofrezcan en lo sucesivo motivo alguno que justifique aquella impresión? ¿Quién no se ha admirado repetidas veces de encontrarse transformado en pocos instantes, pasando del brío al abatimiento, de la osadía a la timidez, o viceversa, sin que hubiese mediado ninguna causa ostensible? ¿Quién ignora las mudanzas que los sentimientos sufren con la edad, con la diferencia de estado, de posición social, de relaciones familiares, de salud, de clima, de estación; de atmósfera? Todo cuanto afecta a nuestras ideas, nuestros sentidos; nuestro cuerpo, de cualquier modo que sea, todo modifica nuestros sentimientos; y de aquí la asombrosa inconstancia que se nota en los que se abandonan a todos los impulsos de las pasiones; de aquí esa volubilidad de las organizaciones demasiado sensibles si no han hecho grandes esfuerzos para dominarse.

     Las pasiones han sido dadas al hombre como medios para despertarle y ponerle en movimiento, como instrumentos para servirle en sus acciones; mas no como directoras de su espíritu, no como guías de su conducta. Se dice a veces que el corazón no engaña; ¡lamentable error! ¿Qué es nuestra vida sino un tejido de ilusiones con que el corazón nos engaña? Si alguna vez acertamos, entregándonos ciegamente a lo que él nos inspira, ¡cuántas y cuántas nos hace extraviar! ¿Sabéis por qué se atribuye al corazón ese acierto instintivo? Porque nos llama extremadamente la atención uno de sus aciertos cuando nos consta que son tantos sus desaciertos; porque nos causa extraña sorpresa el verle adivinar en medio de su ceguera cuando son tantas las veces que le encontramos desatinado. Por esto recordamos su acierto excepcional; en gracia de éste le perdonamos todos sus yerros y le honramos con una previsión y un tino que no posee ni puede poseer.

     El fundar la moral sobre el sentimiento es destruirla; el arreglar su conducta a las inspiraciones del sentimiento es condenarse a no seguir ninguna fija y a tenerla frecuentemente muy inmoral y funesta. La tendencia de la literatura que actualmente está en boga en Francia, y que, desgraciadamente, se introduce también en nuestra España, es divinizar las pasiones; y las pasiones divinizadas son extravagancia, inmoralidad, corrupción, crimen.

§ LIII

No impresiones sensibles, sino moral y razón

     La conducta del hombre, así con respecto a lo moral como a lo útil, no debe gobernarse por impresiones, sino por reglas constantes; en lo moral, por las máximas de eterna verdad; en lo útil, por los consejos de la sana razón. El hombre no es un Dios en quien todo se santifique por sólo hallarse en él; las impresiones que recibe son modificaciones de su naturaleza, que en nada alteran las leyes eternas; una cosa justa no pierde la justicia por serle desagradable; una cosa injusta, por serle agradable, no se lava de la injusticia. El enemigo implacable que hunde el puñal vengador en las entrañas de su víctima siente en su corazón un placer feroz, y su acción no deja de ser un crimen; la hermana de la caridad que asiste al enfermo, que le alivia y consuela, sufre más de una vez tormentos atroces, mas por esto su acción no deja de ser heroicamente virtuosa.

     Prescindiendo de lo moral y atendiendo a lo útil, es necesario tratar las cosas con arreglo a lo que son, no a lo que nos afectan; la verdad no está esencialmente en nuestras impresiones, sino en los objetos; cuando aquéllas nos ponen en desacuerdo con éstos, nos extravían. El mundo real no es el mundo de los poetas y novelistas; es preciso considerarle y tratarle tal como es en sí, no sentimental, no fantástico, no soñador, sino positivo, práctico, prosaico.

§ LIV

Un sentimiento bueno, la exageración lo hace malo

     La religión no sofoca los sentimientos, sólo los modela y los dirige; la prudencia no desecha el auxilio de las pasiones templadas, sólo se guarda de su predominio. La armonía no se ha de producir en el hombre con el simultáneo desarrollo de las pasiones, sino con su represión; el contrapeso de las que se dejen funcionando no son sólo las otras pasiones, sino principalmente la razón y la moral.

     La oposición misma de las inclinaciones buenas a las malas deja de ser saludable cuando en ella no preside como señor la razón; porque las inclinaciones buenas no son buenas sino en cuanto la razón las dirige y modera; abandonadas a sí mismas, se exageran, se hacen malas.

     Un valiente está encargado de un puesto peligroso; el riesgo crece por momentos; a su alrededor van cayendo sus camaradas; los enemigos se aproximan cada vez más; apenas hay esperanza de sostenerse, y la orden para retirarse no llega. El desaliento entra por un instante en el corazón del valiente; ¿a qué morir sin ningún fruto? El deber de la disciplina y del honor, ¿se extenderá hasta un sacrificio inútil? ¿No sería mejor abandonar el puesto, excusarse a los ojos del jefe con lo imperioso de la necesidad? «No -responde su corazón generoso-; esto es cobardía que se cubre con el nombre de prudencia. ¿Qué dirán tus compañeros, qué tu jefe, qué cuantos te conocen? ¿La ignominia o la muerte? Pues la muerte, sin vacilar, la muerte.»

     ¿Se puede culpar esa reflexión con que el bravo oficial ha procurado sostenerse a sí mismo contra la tentación de cobardía? Ese deseo del honor, ese horror a la ignominia de pasar por cobarde, ¿no ha sido en él un sentimiento? Pero un sentimiento noble, generoso, con cuya fuerza y ascendiente se ha fortalecido contra la asechanza del miedo y ha cumplido su deber. Esa pasión, pues, dirigida a un objeto bueno, ha producido un resultado excelente, que tal vez sin ella no se hubiera conseguido; en aquellos momentos críticos, terribles, en que el estruendo del cañón, la gritería del enemigo cercano y los ayes de los camaradas moribundos comenzaban a introducir el espanto en su pecho, la razón enteramente sola tal vez hubiera sucumbido; pero ha llamado en su ayuda a una pasión más poderosa que el temor de la muerte: el sentimiento del honor, la vergüenza de parecer cobarde; y la razón ha triunfado, el deber se ha cumplido.

     Llegada la orden de replegarse, el oficial se reúne a su cuerpo, habiendo perdido en el puesto fatal a casi todos sus soldados. «Ya le teníamos a usted por muerto -le dice chanceándose uno de sus amigos-; no se habrá usted olvidado del parapeto.» El oficial se cree ultrajado, pide con calor una satisfacción, y a las pocas horas el burlón imprudente ha dejado de existir. El mismo sentimiento que poco antes impulsara a una acción heroica acaba de causar un asesinato. El honor, la vergüenza de pasar por cobarde, habían sostenido al valiente hasta el punto de hacerle despreciar su vida; el honor, la vergüenza de pasar por cobarde han teñido sus manos con la sangre de un amigo imprudente. La pasión dirigida por la razón se elevó hasta el heroísmo; entregada a su ímpetu ciego, se ha degradado hasta el crimen.

     La emulación es un sentimiento poderoso, excelente preservativo contra la pereza, contra la cobardía y contra cuantas pasiones se oponen al ejercicio útil de nuestras facultades. De ella se aprovecha el maestro para estimular a los alumnos; de ella se sirve el padre de familia para refrenar las malas inclinaciones de alguno de sus hijos; de ella se vale un capitán para obtener de sus subordinados constancia, valor, hazañas heroicas. El deseo de adelantar, de cumplir con el deber, de llevar a cabo grandes empresas; el doloroso pesar de no haber hecho de nuestra parte todo lo que podíamos y debíamos; el rubor de vernos excedidos por aquellos a quienes hubiéramos podido superar son sentimientos muy justos, muy nobles, excelentes para hacernos avanzar en el camino del bien. En ellos no hay nada reprensible; ellos son el manantial de muchas acciones virtuosas, de resoluciones sublimes, de hazañas sorprendentes.

     Pero si ese mismo sentimiento se exagera, el néctar aromático, dulce, confortador, se trueca en el humor mortífero que fluye de la boca de un reptil ponzoñoso, la emulación se hace envidia. El sentimiento en el fondo es el mismo, pero se ha llevado a un punto demasiado alto; el deseo de adelantar ha pasado a ser una sed abrasadora; el pesar de verse superado es ya un rencor contra el que supera; ya no hay aquella rivalidad que se hermanaba muy bien con la amistad más íntima, que procuraba suavizar la humillación del vencido prodigándole muestras de cariño y sinceras alabanzas por sus esfuerzos; que, contenta con haber conquistado el lauro, le escondía para no lastimar el amor propio de los demás; hay, sí, un verdadero despecho, hay una rabia no por la falta de los adelantos propios, sino por la vista de los ajenos; hay un verdadero odio al que se aventaja, hay un vivo anhelo por rebajar el mérito de sus obras, hay maledicencia, hay el desdén con que se encubre un furor mal comprimido, hay la sonrisa sardónica que apenas alcanza a disimular los tormentos del alma.

     Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad, que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a una acción vergonzosa; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le consiente deshonrarse faltando a ellos; aquel sentimiento que le inspira la actitud que le conviene tomar según la posición que ocupa; aquel sentimiento que llena de majestad el semblante y modales del monarca; que da al rostro y maneras de un pontífice santa gravedad y unción augusta; que brilla en la mirada de fuego de un gran capitán y en su ademán resuelto, osado, imponente; aquel sentimiento que a la dicha no le permite alegría descompuesta ni al infortunio abatimiento innoble; que señala la oportunidad de un prudente silencio o sugiere una palabra decorosa y firme; que deslinda la afabilidad de la nimia familiaridad, la franqueza del abandono, la naturalidad de los modales de una libertad grosera; aquel sentimiento, en fin, que vigoriza al hombre sin endurecerle, que le suaviza sin relajarle, que le hace flexible sin inconstancia y constante sin terquedad. Pero ese mismo sentimiento, si no está moderado y dirigido por la razón, se hace orgullo; el orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el aborrecimiento y el desprecio, que hace insufrible.

     ¡Qué sentimiento más razonable que el deseo de adquirir o conservar lo necesario para las atenciones propias y de aquellas personas de cuyo cuidado encargan el deber o el afecto! Él previene contra la prodigalidad, aparta de los excesos, preserva de una vida licenciosa, inspira amor a la sobriedad, templanza en todos los deseos, afición al trabajo. Pero este mismo sentimiento, llevado a la exageración, impone ayunos que Dios no acepta, frío en el invierno y calor en el verano, mal cuidado de la salud, abandono en las enfermedades, mortifica con privaciones a la familia, niega todo favor a los amigos, cierra la mano para los pobres, endurece cruelmente el corazón para toda clase de infortunios, atormenta con sospechas, temores, zozobras, prolonga las vigilias, engendra el insomnio, persigue y agita con la aparición de espectros robadores los breves momentos de sueño, haciendo que no pueda lograr descanso

               

el rico avaro en el angosto lecho,

 

y que sudando con terror despierte

     Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos buenos la exageración los hace malos; que el sentimiento por sí solo es una guía mal segura y a menudo peligrosa. La razón es quien debe dirigirle conforme a los eternos principios de la moral; la razón es quien debe encaminarle hasta en el terreno de la utilidad. Pero jamás el hombre se ocupa demasiado del conocimiento de sí mismo; ningún esfuerzo está de más para adquirir aquel criterio moral y acertado que nos enseña la verdad práctica, la verdad que debe presidir a todos los actos de nuestra vida. Proceder a la aventura, abandonarse ciegamente a las inspiraciones del corazón es exponerse a mancharse con la inmoralidad y a cometer una serie de yerros que acaban por acarrear terribles infortunios.

§ LV

La ciencia es muy útil a la práctica

     En todo lo concerniente a objetos sometidos a leyes necesarias claro es que el conocimiento de éstas ha de ser utilísimo, cuando no indispensable. De cuyo principio infiero que discurren muy mal los que, en tratándose de ejecutar, descuidan la ciencia y sólo se atienen a la práctica. La ciencia, si es verdaderamente digna de este nombre, se ocupa en el descubrimiento de las leyes que rigen la Naturaleza, y así su ayuda ha de ser de la mayor importancia. Tenemos de esta verdad una irrefragable prueba en lo que ha sucedido en Europa de tres siglos a esta parte. Desde que se han cúltivado las matemáticas y las ciencias naturales el progreso de las artes ha sido asombroso. En el siglo actual, se están haciendo continuamente ingeniosos descubrimientos; y ¿qué son éstos sino otras tantas aplicaciones de la ciencia?

     La rutina que desdeña a la ciencia muestra con semejante desdén un orgullo necio, hijo de la ignorancia. El hombre se distingue de los brutos animales por la razón con que le ha dotado el Autor de la Naturaleza; y no querer emplear las luces del entendimiento para la dirección de las operaciones, aun las más sencillas, es mostrarse ingrato a la bondad del Criador. ¿Para qué se nos ha dado esa antorcha sino para aprovecharnos de ella en cuanto sea posible? Y si a ella se deben tan grandes concepciones científicas, ¿por qué no la hemos de consultar para que nos suministre reglas que nos guíen en la práctica?

     Véase el atraso en que se encuentra la España en cuanto a desarrollo material, merced al descuido con que han sido miradas durante largo tiempo las ciencias naturales y exactas; comparémonos con las naciones que no han caído en este error y nos será fácil palpar la diferencia. Verdad es que hay en las ciencias una parte meramente especulativa y que difícilmente puede conducir a resultados prácticos; sin embargo, es preciso no olvidar que aun esta parte, al parecer inútil y como si dijéramos de mero lujo, se liga muchas veces con otras que tienen inmediata relación con las artes. Por manera que su inutilidad es sólo aparente, pues andando el tiempo se descubren consecuencias en que no se había reparado. La historia de las ciencias naturales y exactas nos ofrece abundantes pruebas de esta verdad. ¿Qué cosa más puramente especulativa, y al parecer más estéril, que las fracciones continuas? Y, no obstante, ellas sirvieron a Huygens para determinar las dimensiones de las ruedas dentadas en la construcción de su autómata planetario.

     La práctica sin la teoría permanece estacionaria o no adelanta sino con muchísima lentitud; pero, a su vez, la teoría sin la práctica fuera también infructuosa. La teoría no progresa ni se solida sin la observación, y la observación estriba en la práctica. ¿Qué sería la ciencia agrícola sin la experiencia del labrador?.

     Los que se destinan a la profesión de un arte deben, si es posible, estar preparados con los principios de la ciencia en que aquélla se funda. Los carpinteros, albañiles, maquinistas, saldrían sin duda más hábiles maestros si poseyesen los elementos de geometría y de mecánica; y los barnizadores, tintoreros y de otros oficios no andarían tan a tientas en sus operaciones si no careciesen de las luces de la química. Si una gran parte del tiempo que se pierde miserablemente en la escuela y en casa, ocupándose en estudios inconducentes, se emplease en adquirir los conocimientos preparatorios, acomodados a la carrera que se quiere emprender, los individuos, las familias y la sociedad reportarían, por cierto, mayor fruto de sus tareas y dispendios.

     Bueno es que un joven sea literato; ¿pero de qué le servirá un brillante trozo de Walter Scott o de Víctor Hugo cuando, colocado al frente de un establecimiento, sea preciso conocer los defectos de una máquina, las ventajas o inconvenientes de un procedimiento, o adivinar el secreto con que en los países extranjeros se ha llegado a la perfección de un tinte? Al arquitecto, al ingeniero, ¿serán los artículos de política los que les enseñarán a construir un edificio con solidez, elegancia, aptitud y buen gusto; a formar atinadamente el plan de una carretera o canal, a dirigir las obras con inteligencia; a levantar una calzada o suspender un puente?

§ LVI

Inconvenientes de la universalidad

     El saber es muy costoso y la vida muy breve, y, sin embargo, vemos con dolor que se desparraman las facultades del hombre hacia mil objetos diferentes, halagando a un tiempo la vanidad, porque de esta suerte se adquiere la reputación de sabio; la pereza, porque es harto más trabajoso el fijarse sobre una materia y dominarla que no el adquirir cuatro nociones generales sobre todos los ramos.

     Se ponderan de continuo las ventajas de la división del trabajo en la industria, y no se advierte que este principio es también aplicable a la ciencia. Son pocos los hombres nacidos con felices disposiciones para todo. Muchos que podrían ser una excelente especialidad, dedicándose principal o exclusivamente a un ramo, se inutilizan miserablemente aspirando a la universalidad. Son incalculables los daños que de esto resultan la sociedad y a los individuos, pues que se consumen estérilmente muchas fuerzas que, bien aprovechadas y dirigidas, habrían podido producir grandes bienes; Vaucanson y Watt hicieron prodigios en la mecánica, y es muy probable que se hubieran distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; Lafontaine se inmortalizó con sus Fábulas, y, metido a hombre de negocios, hubiera sido de los más torpes. Sabido es que en el trato de la sociedad parecía a veces estar falto de sentido común.

     No negaré que unos conocimientos presten a otros grande auxilio, ni las ventajas que reporta una ciencia de las luces que le suministran otras, quizá de un orden totalmente distinto; pero repito que esto es para pocos y que la generalidad de los hombres debe dedicarse especialmente a un ramo.

     Así, en las ciencias como en las artes, lo que conviene es elegir con acierto la profesión; pero, una vez escogida, es preciso aplicarse a ella o principal o exclusivamente.

     La abundancia de libros, de periódicos, de manuales, de enciclopedias convida a estudiar un poco de todo; esta abundancia indica el gran caudal de conocimientos atesorados con el curso de los siglos y de lo que disfruta la edad presente; pero, en cambio, acarrea un mal muy grave, y es que hace perder a muchos en intensidad lo que adquieren en extensión, y a no pocos les proporciona aparentar que saben de todo cuando en realidad no saben nada.

     Si la España ha de progresar de una manera real y positiva, es preciso que se acuda a remediar este abuso; que se encajonen, por decirlo así, los ingenios en sus respectivas carreras, y que sin impedir la universalidad de conocimientos, en los que de tanto sean capaces, se cuide que no falte en algunos la profundidad y en todos la suficiencia. La mayor parte de las profesiones demandan un hombre entero para ser desempeñadas cual conviene; si se olvida esta verdad, las fuerzas intelectuales se consumen lastimosamente, sin producir resultado, como en una máquina mal construida se pierde gran parte del impulso par falta de buenos conductos que le dirijan y apliquen.

     A quien reflexione sobre el movimiento intelectual de nuestra patria en la época presente se le ofrece de bulto la causa de esa esterilidad que nos aflige, a pesar de una actividad siempre creciente. Las fuerzas se disipan, se pierden, porque no hay dirección; los ingenios marchan a la ventura, sin pensar adónde van; los que profesan con fruto una carrera, la abandonan a la vista de otra que brinda con más ventajas, y la revolución, trastornando todos los papeles, haciendo del abogado un diplomático, del militar un político, del comerciante un hombre de gobierno, del juez un economista, de nada todo, aumenta el vértigo de las ideas y opone gravísimos obstáculos a todos los progresos.

§ LVII

Fuerza de la voluntad

     El hombre retiene siempre un gran caudal de fuerzas sin emplear, y el secreto de hacer mucho es acertar a explotarse a sí mismo. Para convencerse de esta verdad basta considerar cuánto se multiplican las fuerzas del hombre que se halla en aprieto; su entendimiento es más capaz y penetrante, su corazón más osado y emprendedor, su cuerpo más vigoroso, y esto ¿por qué? ¿Se crean acaso nuevas fuerzas? No, ciertamente; sólo se despiertan, se ponen en acción, se aplican a un objeto determinado. ¿Y cómo se logra esto? El aprieto aguijonea la voluntad y ésta despliega, por decirlo así, toda la plenitud de su poder; quiere el fin con intensidad y viveza, manda con energía a todas las facultades que trabajen por encontrar los medios a propósito y por emplearlos una vez encontrados, y el hombre se asombra de sentirse otro, de ser capaz de llevar a cabo lo que en circunstancias ordinarias le parecería del todo imposible.

     Lo que sucede en extremos apurados debe enseñarnos el modo de aprovechar y multiplicar nuestras fuerzas en el curso de los negocios comunes; regularmente, para lograr un fin, lo que se necesita es voluntad, voluntad decidida, resuelta, firme, que marche a su objeto sin arredrarse por obstáculos ni fatigas. Las más de las veces no tenemos verdadera voluntad, sino veleidad; quisiéramos, mas no queremos; quisiéramos, si no fuese preciso salir de nuestra habitual pereza, arrostrar tal trabajo, superar tales obstáculos, pero no queremos alcanzar el fin a tanta costa; empleamos con flojedad nuestras facultades y desfallecemos a la mitad del camino.

§ LVIII

Firmeza de voluntad

     La firmeza de voluntad es el secreto de llevar a cabo las empresas arduas; con esta firmeza comenzamos por dominarnos a nosotros mismos; primera condición para dominar los negocios. Todos experimentamos que en nosotros hay dos hombres: uno inteligente, activo, de pensamientos elevados, de deseos nobles, conformes a la razón, de proyectos arduos y grandiosos; otro torpe, soñoliento, de miras mezquinas, que se arrastra por el polvo cual inmundo reptil, que suda de angustia al pensar que se le hace preciso levantar la cabeza del suelo. Para el segundo no hay recuerdo de ayer, ni la previsión de mañana; no hay más que lo presente, el goce de ahora, lo demás no existe; para el primero hay la enseñanza de lo pasado y la vista del porvenir; hay otros intereses que los del momento, hay una vida demasiado anchurosa para limitarla a lo que afecta en este instante; para el segundo el hombre es un ser que siente y goza; para el primero el hombre es una criatura racional, a imagen y semejanza de Dios, que se desdeña de hundir su frente en el polvo, que la levanta con generosa altivez hacia el firmamento, que conoce toda su dignidad, que se penetra de la nobleza de su origen y destino, que alza su pensamiento sobre la región de las sensaciones, que prefiere al goce el deber.

     Para todo adelanto sólido y estable conviene desarrollar al hombre noble y sujetar y dirigir al innoble con la firmeza de la voluntad. Quien se ha dominado a sí mismo domina fácilmente el negocio y a los demás que en él toman parte. Porque es cierto que una voluntad firme, y constante, ya por sí sola y prescindiendo de las otras cualidades de quien la posea, ejerce poderoso ascendiente sobre los ánimos y los sojuzga y avasalla.

     La terquedad es, sin duda, un mal gravísimo, porque nos lleva a desechar los consejos ajenos, aferrándonos en nuestro dictamen y resolución contra las consideraciones de prudencia y justicia. De ella debemos precavernos cuidadosamente, porque, teniendo su raíz en el orgullo, es planta que fácilmente se desarrolla. Sin embargo, tal vez podría asegurarse que la terquedad no es tan común ni acarrea tantos daños como la inconstancia. Ésta nos hace incapaces de llevar a cabo las empresas arduas y esteriliza nuestras facultades, dejándolas ociosas o aplicándolas sin cesar a objetos diferentes y no permitiendo que llegue a sazón el fruto de las tareas; ella nos pone a la merced de todas nuestras pasiones, de todos los sucesos, de todas las personas que nos rodean; ella nos hace también tercos en el prurito de mudanza y nos hace desoír los consejos de la justicia, de la prudencia y hasta de nuestros más caros intereses.

     Para lograr esta firmeza de voluntad y precaverse contra la inconstancia conviene formarse convicciones fijas, prescribirse un sistema de conducta, no obrar al acaso. Es cierto que la variedad de acontecimientos y circunstancias y la escasez de nuestra previsión nos obligan con frecuencia a modificar los planes concebidos; pero esto no impide que podamos formarlos, no autoriza para entregarse ciegamente al curso de las cosas y marchar a la ventura. ¿Para qué se nos ha dado la razón sino para valernos de ella y emplearla como guía en nuestras acciones?

     Téngase por cierto que quien recuerde estas observaciones, quien proceda con sistema, quien obre con premeditado designio llevará siempre notable ventaja sobre los que se conduzcan de otra manera; si son sus auxiliares, naturalmente se los hallará puestos bajo sus órdenes y se verá constituido su caudillo, sin que ellos lo piensen ni él propio lo pretenda; si son sus adversarios o enemigos, los desbaratará, aun contando con menos recursos.

     Conciencia tranquila, designio premeditado, voluntad firme: he aquí las condiciones para llevar a cabo las empresas. Esto exige sacrificios, es verdad; esto demanda que el hombre se venza a sí mismo, es cierto; esto supone mucho trabajo interior, no cabe duda; pero en lo intelectual, como en lo moral, como en lo físico; en lo temporal, como en lo eterno, está ordenado que no alcanza la corona quien no arrostra la lucha.

§ LIX

Firmeza, energía, ímpetu

     Voluntad firme no es lo mismo que voluntad enérgica y mucho menos que voluntad impetuosa. Estas tres cualidades son muy diversas, no siempre se hallan reunidas, y no es raro que se excluyan recíprocamente. El ímpetu es producido por un acceso de pasión, es el movimiento de la voluntad arrastrada por la pasión, es casi la pasión misma. Para la energía no basta un acceso momentáneo, es necesaria una pasión fuerte pero sostenida por algún tiempo. En el ímpetu hay explosión, el tiro sale, mas el proyectil cae a poca distancia; en la energía hay explosión también, quizá no tan ruidosa; pero, en cambio, el proyectil silba gran trecho por los aires y alcanza un blanco muy distante. La firmeza no requiere ni uno ni otro, admite también pasión, frecuentemente la necesita; pero es una pasión constante, con dirección fija, sometida a regularidad. El ímpetu o destruye en un momento todos los obstáculos o se quebranta; la energía sostiene algo más la lucha, pero se quebranta también; la firmeza los remueve si puede, cuando no los salva da un rodeo y si ni uno ni otro le es posible se para y espera.

     Mas no debe creerse que esta firmeza no pueda tener en ciertos casos energía, ímpetu irresistible; después de esperar mucho también se impacienta, y una resolución extrema es tanto más temible cuanto es más premeditada, más calculada. Estos hombres en apariencia fríos, pero que en realidad abrigan un fuego concentrado y comprimido, son formidables cuando llega el momento fatal y dicen «ahora»... Entonces clavan en el objeto su mirada encendida y se lanzan a él rápidos como el rayo, certeros como una flecha.

     Las fuerzas morales son como las físicas: necesitan ser economizadas; los que a cada paso las prodigan las pierden; los que las reservan con prudente economía las tienen mayores en el momento oportuno. No son las voluntades más firmes las que chocan continuamente con todo; por el contrario, los muy impetuosos ceden cuando se les resiste, atacan cuando se cede. Los hombres de voluntad más firme no suelen serlo para las cosas pequeñas; las miran con lástima, no las consideran dignas de un combate. Así, en el trato común son condescendientes, flexibles, desisten con facilidad, se prestan a lo que se quiere. Pero llegada la ocasión, sea por presentarse un negocio grande en que convenga desplegar las fuerzas, sea porque alguno de los pequeños haya sido llevado a un extremo tal en que no se pueda condescender más y sea necesario decir basta, entonces no es más impetuoso el león si trata de atacar; no es más firme la roca si se trata de resistir.

     Esa fuerza de voluntad, que da valor en el combate y fortaleza en el sufrimiento, que triunfa de todas las resistencias, que no retrocede por ningún obstáculo, que no se desalienta con el mal éxito ni se quebranta con los choques más rudos; esa voluntad, que, según la oportunidad del momento, es fuego abrasador o frialdad aterradora; que, según conviene, pinta en el rostro formidable tempestad o una serenidad todavía más formidable; esa gran fuerza de voluntad, que es hoy lo que era ayer, que será mañana lo que es hoy; esa gran fuerza de voluntad, sin la que no es posible llevar a cabo arduas empresas que exijan dilatado tiempo, que es uno de los caracteres distintivos de los hombres que más se han señalado en los fastos de la humanidad, de los hombres que viven en los monumentos que han levantado o en las instituciones que han establecido, en las revoluciones que han hecho o en los diques con que las han contenido; esa gran fuerza de voluntad que poseían los grandes conquistadores, los jefes de sectas, los descubridores de nuevos mundos, los inventores que consumieron su vida en busca de su invento, los políticos que con mano de hierro amoldaron la sociedad a una nueva forma, imprimiéndole un sello que después de largos siglos no se ha cerrado aún; esa fuerza de voluntad que hace de un humilde fraile un gran papa en Sixto V, un gran regente en Cisneros; esa fuerza de voluntad que, cual muro de bronce, detiene el protestantismo en la cumbre del Pirineo, que arroja sobre la Inglaterra una armada gigantesca y escucha impasible la nueva de su pérdida, que somete el Portugal, vence en San Quintín, levanta El Escorial y que en el sombrío ángulo del monasterio contempla con ojos serenos la muerte cercana mientras

extraña agitación, tristes clamores
en el palacio de Felipe cunden,
que por el claustro y población a un tiempo
con angustiados ayes se difunden;

esa fuerza de voluntad, repito, necesita dos condiciones, o más bien resulta de la acción combinada de dos causas: una idea y un sentimiento. Una idea clara, viva, fija, poderosa, que absorba el entendimiento, ocupándole todo, llenándole todo. Un sentimiento fuerte, enérgico, dueño exclusivo del corazón y completamente subordinado a la idea. Si alguna de estas circunstancias falta, la voluntad flaquea, vacila.

     Cuando la idea no tiene en su apoyo el sentimiento, la voluntad es floja; cuando el sentimiento no tiene en su apoyo la idea, la voluntad vacila, es inconstante. La idea es la luz que señala el camino; es más: es el punto luminoso que fascina, que atrae, que arrastra; el sentimiento es el impulso, es la fuerza que mueve, que lanza.

     Cuando la idea no es viva, la atracción disminuye, la incertidumbre comienza, la voluntad es irresoluta: cuando la idea no es fija, cuando el punto luminoso muda de lugar, la voluntad anda mal segura; cuando la idea se deja ofuscar o reemplazar por otras la voluntad muda de objetos, es voluble, y cuando el sentimiento no es bastante poderoso, cuando no está en proporción con la idea, el entendimiento la contempla con placer, con amor, quizá con entusiasmo, pero el alma no se halla con fuerzas para tanto; el vuelo no puede llegar allá; la voluntad no intenta nada y si intenta se desanima y desfallece.

     Es increíble lo que pueden esas fuerzas reunidas, y lo extraño es que su poder no es sólo con respecto al que las tiene, sino que obra eficazmente sobre los que le rodean. El ascendiente que llega a ejercer sobre los demás un hombre de esta clase es superior a todo encarecimiento. Esa fuerza de voluntad, sostenida y dirigida por la fuerza de una idea, tiene algo de misterioso, que parece revestir al hombre de un carácter superior y le da derecho al mando de sus semejantes; inspira una confianza sin límites, una obediencia ciega a todos los mandatos del héroe. Aun cuando sean desacertados no se los cree tales se considera que hay un plan secreto que no se concibe: «Él sabe bien lo que hace», decían los soldados de Napoleón y se arrojaban a la muerte.

     Para los usos comunes de la vida no se necesitan estas cualidades en grado tan eminente; pero el poseerlas del modo que se adapte al talento, índole y posición del individuo es siempre muy útil y en algunos casos necesario. De esto dependen en gran parte las ventajas que unos llevan a otros en la buena dirección y acertado manejo de los asuntos, pudiendo asegurarse que quien está enteramente falto de dichas cualidades será hombre de poco valer, incapaz de llevar a cabo ningún negocio importante. Para las grandes cosas es necesaria gran fuerza, para las pequeñas basta pequeña; pero todas han menester alguna. La diferencia está en la intensidad y en los objetos, mas no en la naturaleza de las facultades ni de su desarrollo. El hombre grande, como el vulgar, se dirigen por el pensamiento y se mueven por la voluntad y las pasiones. En ambos la fijeza de la idea y la fuerza del sentimiento son los dos principios que dan a la voluntad energía y firmeza. Las piedrezuelas que arrebata el viento están sometidas a las mismas leyes que la masa de un planeta.

§ LX

Conclusión y resumen

     Criterio es un medio para conocer la verdad. La verdad en las cosas, en la realidad. La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tal como son. La verdad en la voluntad es quererlas como es debido, conforme a las reglas de la sana moral. La verdad en la conducta es obrar por impulso de esta buena voluntad. La verdad en proponerse un fin es proponerse el fin conveniente y debido, según las circunstancias. La verdad en la elección de los medios es elegir los que son conformes a la moral y mejor conducen al fin. Hay verdades de muchas clases porque hay realidad de muchas clases; hay también muchos modos de conocer la verdad. No todas las cosas se han de mirar de la misma manera, sino del modo que cada una de ellas se ve mejor. Al hombre le han sido dadas muchas facultades. Ninguna es inútil. Ninguna es intrínsecamente mala. La esterilidad o la malicia les vienen de nosotros, que las empleamos mal. Una buena lógica debiera comprender al hombre entero, porque la verdad está en relación con todas las facultades del hombre. Cuidar de la una y no de la otra es a veces esterilizar la segunda y malograr la primera. El hombre es un mundo pequeño, sus facultades son muchas y muy diversas; necesita armonía, y no hay armonía sin atinada combinación, y no hay combinación atinada si cada cosa no está en su lugar, si no ejerce sus funciones o las suspende en el tiempo oportuno. Cuando el hombre deja sin acción alguna de sus facultades es un instrumento al que lo faltan cuerdas; cuando las emplea mal es un instrumento destemplado. La razón es fría, pero ve claro; darle calor y no ofuscar su claridad; las pasiones son ciegas, pero dan fuerza; darles dirección y aprovecharse de su fuerza. El entendimiento sometido a la verdad, la voluntad sometida a la moral, las pasiones sometidas al entendimiento y a la voluntad, y todo ilustrado, dirigido, elevado por la religión: he aquí el hombre completo, el hombre por excelencia. En él la razón da luz, la imaginación pinta, el corazón vivifica, la religión diviniza.

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