Capítulo XII

Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres

§ I

Una clasificación de las ciencias

     Conocidas las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un objeto, fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al orden de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las leyes necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al orden moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad humana, que llamaremos históricos o más propiamente sociales, o al de una providencia extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.

     No insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad que en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es innegable que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo con que el entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de vista. Sin embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se apoya, he aquí presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.

     Dios ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes constantes y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse filosofía natural.

     Dios ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío, pero sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el orden moral y el objeto de la filosofía moral.

     El hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y acontecimientos; he aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía social o, si se quiere, filosofía de la Historia.

     Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.

     Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle, apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y relaciones de los seres.

§ II

Prudencia científica y observaciones para alcanzarla

     En el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la prudencia, muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta prudencia es de muy difícil adquisición; es también el costoso fruto de amargos y repetidos desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista algunas observaciones que pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.

Observación 1ª

     La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre ella sabemos poco e imperfecto.

     Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos. Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en penetrar objetos cerrados con sello inviolable.

     Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la Naturaleza sin velo.

     Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos, continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas, e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o desaparecen.

     ¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.

     Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo forma parte de nuestra naturaleza.

     Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las combinaciones de nuestra mente.

Observación 2ª

     Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible y lo inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.

     Es mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde luego si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.

     El conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a causa de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la historia de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le manifiesta la impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A veces la misma naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión indica la imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una ojeada los datos que se han menester, conociendo la falta de los que no existen.

Observación 3ª

     Como los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser también muy diferentes.

     Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.

     Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta no se eleva sobre miserables vulgaridades.

     Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas, verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la imaginación y el sentirniento; las hay meramente especulativas, y las hay que por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.

§ III

Los sabios resucitadas

     El lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se desentenderá en adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el espíritu de sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en la cual encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.

     Ya supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de hombres célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos talentos e inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con amplia libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La mansión está preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman, aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia, África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat, Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael, Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre inmortal.

     Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España, desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura. Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa, enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto, sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo. Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín, a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel en las galerías de cuadros y estatuas.

     Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates de insensatos.

     ¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando: «Bien, muy bien, magnifico...»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda, y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto, no puede ser de otra manera...»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y tiende a desencantar la Naturaleza.

     Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra, descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador, semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.

     Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El pobre Linneo tenía recojidas unas florecitas y las estaba distribuyendo cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una pisada destruyen el trabajo de muchas horas.

     En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no perdiesen sus títulos a la inmortalidad.

     Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.

     El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata[i]

 

Capítulo XIII

La buena percepción

§ I

La idea

     Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.

     ¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera, que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse, la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea; percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es dable poner en duda, aquello se llama idea.

     Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de sí mismo.

§ II

Regla para percibir bien

     Percibiremos con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a lo que se nos ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el necesario tino para desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al objeto presente.

     ¿Se me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de abstracciones, nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su complicación y variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no más que como del encerado donde trazo los signos y las figuras, y del entendimiento como del ojo para mirar. Aclararé la regla proponiendo un ejemplo de los más sencillos: una de las definiciones elementales de la geometría.

     La circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que no se trata aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido metáforico cuando se la aplica a objetos no geométriros, ni en un sentido lato y grosero, como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo, pues, considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden ideal al cual se aproximará más o menos la realidad.

     Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado, o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginacíón de la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.

     ¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.

     Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento, entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al sobresaliente.

     -¿Qué es la circunferencia? -preguntáis al primero.

     -Es esto que acabo de trazar.

     -Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que la otra?

     -¡Oh, no! Esta es así..., redonda..., aquí hay un punto...

     -¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?

     -Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro.

     -¿Por qué la llamamos curva?

     -Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.

     -¿Por qué reentrante?

     -Porque vuelve o entra en sí misma.

     -Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?

     -Sí, señor.

     -¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?

     -¡Ah! Sí, señor.

     -¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?

     -Porque... la circunferencia... porque...

     En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones necesarias para formar una circunferencia.

     Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad y tino de las aplicaciones.

     -En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?

     -Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si hablamos de superficies.

     -Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?

     -Me parece que sí..., porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta, que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos igualmente distantes de uno.

     -Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?

     -No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda una circunferencia, sino un arco.

     -Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que será reentrante...

     -No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia, y, sin embargo, no es reentrante.

     -¿Y la palabra igualmente?

     -Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así... sobre el encerado, tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A..., que señalo fuera de ella.

     He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.

     Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención, aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha equivocado al elegir su carrera.

     Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición, etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje oratorio o poético.

     Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.

     -¡Esto es inimitable -exclama-; es imposible leerlo sin conmoverse profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!

     -¡Oh!, sí -le contesta Eustaquio-; esto es muy hermoso; ya nos lo habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las reglas del arte.

     Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo, aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la vezdad en este lugar es un conjunto de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita más que una facultad, cuando las necesita todas.

§ III

Escollo del análisis

     Hasta en las materias donde no entran para nada la imaginación y el sentimiento conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu obligándole a sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter peculiar o por los objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No puede negarse que el análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve admirablemente en muchos casos para darles claridad y precisión; pero es menester no olvidar que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan bien el destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y analizar, Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que sensaciones; por el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas encontraban más que ideas puras, un refinado espiritualismo; Condillac pretende dar razón de los fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan sencillo como es el acercar una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado de todos los sentidos, excepto el olfato; Malebranche busca afanoso un sistema para explicar lo mismo, y, no encontrándole en las criaturas, recurre nada menos que a la esencia de Dios.

     En el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que conducen su discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que, guiados por el hilo engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la causa, notaremos que esto procede de que no miran el objeto sino por una cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban, el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.

§ IV

El tintorero y el filósofo

     Un hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico, y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las preciosas telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa presentaba mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones especiosas. Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos, cenicientos, parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos pedacitos de goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas estaban hirviendo, donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales iban echando unas hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a la calle. El tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias que andaba sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y revolviéndolo todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora acullá, cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso guardar el cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los ingredientes en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran número de materias y manufacturas de inestimable valor.

     -Esto se va a desperdiciar todo -decía el analítico-. En esta cavuela hay el ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y que, además, da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para manchar, y cuyas señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta caldera hay el palo C, que podría servir para dar un color grosero y común, pero que no alcanzo cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra: examinando todo por separado, encuentro que usted emplea ingredientes contrarios a lo que usted se propone, y desde ahora doy por seguro que, en vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.

     -Todo es posible, señor filósofo -decía el inexorable tintorero, tomando en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas sin compasión en las sucias y pestilentes calderas-; todo es posible, pero para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.

     El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa. demostración debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico! Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul; otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el tintorero.»

§ V

Objetos vistos por una sola cara

     Entendimientos por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder lastimosamente por el prurito de desenvolver una serie de ideas que, no representando el objeto sino por un lado, acaban por conducir a resultados extravagantes. De aquí es que con la razón todo se prueba y todo se impugna; y a veces un hombre que tiene evidentemente la verdad de su parte se halla precisado a encastillarse en las convicciones y resistir con las armas, del buen sentido y cordura los ataques de un sofista que se abre paso por todas las hendiduras y se escurre al través de lo más sólido y compacto, como filtrándose por los poros. La misma sobreabundancia de ingenio produce este defecto, como las personas demasiado ágiles y briosas se mantienen difícilmente en un paso mesurado y grave.

§ VI

Inconvenientes de una percepción demasiado rápida

     Es calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar prevenido contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con frecuencia a los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar el objeto; son como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la superficie de un estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan, mientras otras aves que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con pico calan muy adentro, hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el fondo.

     El contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que escriban, suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es todavía peor, comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método, claridad y precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por sus principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden menos de acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que, imitados por otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces, superficialidad y ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco profunda regalando la vista con sus arenas de oro[ii].

 

Capítulo XIV

El juicio

Qué es el juicio. -Manantiales de error

     Para juzgar bien conduce poco el saber si el juicio es un acto distinto de la percepción o si consiste simplemente en percibir la relación de dos ideas. Prescindiré, pues, de estas cuestiones, y sólo advertiré que, cuando interiormente decimos que una cosa es o no es, o que es o no es de esta o de aquella manera, entonces hacemos un juicio. Así lo entiende el uso común; y para lo que nos proponemos, esto nos basta.

     La falsedad del juicio depende muchas veces de la mala percepción; así, lo que vamos a decir, aunque directamente encaminado al modo de juzgar bien, conduce no poco a percibir bien.

     La proposición es la expresión del juicio.

     Los falsos axiomas, las proposiciones demasiado generales, las definiciones inexactas, las palabras sin definir, las suposiciones gratuitas, las preocupaciones en favor de una doctrina son abundantes manantiales de percepciones equivocadas o incompletas y de juicios errados.

§ II

Axiomas falsos     Toda ciencia ha menester un punto de apoyo, y quien se encarga de profesarla busca con tanto cuidado este punto como el arquitecto asienta el fundamento sobre el cual ha de levantar el edificio. Desgraciadamente, no siempre se encuentra lo que se necesita, y el hombre es demasiado impaciente para aguardar que los siglos que él no ha de ver proporcionen a las generaciones futuras el descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en vez de construir sobre la realidad, edifica sobre las creacioncs de su pensamiento. A fuerza de cavilar y autilizar llega hasta el punto de alucinarse a sí mismo, y lo que al principio fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni consistencia, se convierte en verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían demasiado; lo más sencillo es asentar una proposición universal: he aquí el axioma. Vendrán luego numerosos casos que no se comprenden en él, nada importa: con este objeto se halla concebido en términos generales y confusos o ininteligibles para que, interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en su fondo todas las excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa reputación. Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un raciocinio extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una dificultad apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad de lo que se defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con fragorosa ruina, se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el cimiento es firme, es un axioma, y un axioma es un principio de eterna verdad.»

     Para merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente al espíritu como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida distancia y en medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente convencido desde que se le ofrece, y una vez comprendido el significado de los términos con que se le anuncia, no debe ser admitido en esta clase. Viciadas las ideas por un axioma falso, vense todas las cosas muy diferentes de lo que son en sí, y los errores son tanto más peligrosos cuanto el entendimiento descansa en más engañosa seguridad.

§ III

Proposiciones demasiado generales

     Si nos fuese conocida la esencia de las cosas podríamos asentar con respecto a ella proposiciones universales, sin ningún género de excepción, porque siendo la esencia la misma en todos los seres de una misina especie, claro es que lo que del uno afirmásemos sería igualmente aplicable a todos. Pero como de lo tocante a dicha esencia conocemos poco y de una manera imperfecta, y muchas veces nada, es de ahí que por lo común no es posible hablar de los seres sino con relación a las propiedades que están a nuestro alcance y de las que a menudo no discernimos si están radicadas en la esencia de la cosa o si son puramente accidentales. Las proposiciones generales se resienten de este defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y juzgamos, no pueden extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido. De donde resulta que sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez descubrimos que se había tomado por regla lo que no era más que excepción. Esto sucede aun suponiendo mucho trabajo de parte de quien establece la proposición general; ¿qué será si atendemos a la ligereza con que se las suele formar y emitir?

§ IV

Las definiciones inexactas

     De éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven de luz para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar el raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones que pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se levantan los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra tomándolas por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación de la esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada, la incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la última.

     Lo que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional, porque la naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le damos por los motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en muchos casos definir la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que entendemos cuando hablamos de ella, o, en otros términos, deberíamos definir la palabra con que pretendemos expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no conozco su naturaleza, y, por tanto, si me preguntan su definición no podré darla. Pero sé muy bien a qué me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y así me será fácil explicar lo que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé. ¿Qué entiende usted por la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el día y cuya desaparición produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las palabras mal definidas.

§ V

Palabras mal definidas. -Examen de la palabra «igualdad»

     En la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy natural que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda explicarlo. Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los capaces de fijar el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de la que reina en las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada paso una disputa acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio nada común; dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y rechacen una y mil veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si os queréis atravesar de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos, tornad la palabra que expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a cada uno: «¿Qué entiende usted por esto?» «¿Qué sentido da usted a esta palabra?» Os acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán sin saber qué responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas, inconexas, manifestando bien a las claras que los habéis salido de improviso, que no esperaban el ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera vez que se ocupan, mal de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido de una palabra que en un cuarto de hora han empleado centenares de veces y de que estaban haciendo infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no acontece y que cada cual da con facilidad y presteza la explicación pedida: estad seguro que el uno no aceptará la definición del otro, y que la discordancia que antes versaba, o parecía versar, sobre el fondo de la cuestión se trasladará de repente al nuevo terreno, entablándose disputa sobre el sentido de la palabra. He dicho o parecía versar porque si bien se ha observado el giro de la discusión, se habrá echado de ver que bajo el nombre de la cosa se ocultaba con frecuencia el significado de la palabra.

     Hay ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y muy diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas adrede para confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de lo que significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que lastima a los buenos pensadores.

     «La igualdad de los hombres -dirá un declamador- es una ley establecida por el mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos suspirando; la Naturaleza no hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y nobles, y la religión nos enseña que todos tenemos un mismo origen y un mismo destino. La igualdad es obra de Dios; la desigualdad es obra del hombre; sólo la maldad ha podido introducir en el mundo esas horribles desigualdades de que es víctima el linaje humano; sólo la ignorancia y la ausencia del sentimiento de la propia dignidad han podido tolerarlas.» Esas palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no puede negarse que hay en ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores capitales y verdades palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso, seductor para los incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una algarabía ridícula. ¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en sentidos muy diferentes, la aplica a objetos que distan tanto como cielo y tierra y pasa a una deducción general con entera seguridad, como si no hubiese riesgo de equivocación.

     ¿Queremos reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos hacerlo.

     -¿Qué entiende usted por igualdad?

     -Igualdad, igualdad..., bien claro está lo que significa.

     -Sin embargo, no será de más que usted nos lo diga.

     -La igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.

     -Pero ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios, porque dos hombres de seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será posible que sean muy desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es barrigudo, como el gobernador de la ínsula de Barataria, y el otro seco de carnes, como el caballero de la Triste Figura. Además, dos hombres pueden ser iguales o desiguales en saber, en virtud, en nobleza y en un millón de cosas más; conque será bien que antes nos pongamos de acuerdo en la acepción que da usted a la palabra igualdad.

     -Yo hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida por el mismo Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.

     -¿Así, no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos iguales?

     -Cierto.

     -Ya; pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros endebles; a unos hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos de ingenio despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a otros violentas; a unos...; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la igualdad natural de que usted nos habla?

     -Pero estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos...

     -Pasando por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de la cuestión, abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza, también hay sus inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a usted si el niño de pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?

     -Usted finge absurdos...

     -No, señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de derechos; si no es así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles debe entenderse la igualdad y de cuáles no.

     Bien claro es que ahora tratamos de la igualdad social.

     -No trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que hablaba usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de una trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto: ¿en qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes? Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al cabo de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro y estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces se desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto al hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?

     -Esto es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la ley.

     -Nueva retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que contravenga sufrirá la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días de cárcel. El rico paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no tiene un maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante la ley?

     -Pues yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no resultase nunca esta desigualdad.

     -Pero entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para huecos del presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a usted que no es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad. Demos que para una transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos hombres han incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es opulento banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los diez mil reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?

     -No, por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?

     -De ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que la desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal, encontraremos la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la vergüenza pública son penas que el hombre falto de educación y del sentimiento de dignidad sufre con harta indiferencia, sin embargo, un criminal que perteneciese a cierta categoría preferiría mil veces la muerte. La pena debe ser apreciada no por lo que es en sí, sino por el daño que causa al paciente y la impresión con que le afecta, pues de otro modo desaparecerían los dos fines del castigo: la expiación y el escarmiento. Luego una misma pena, aplicada a criminales de clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el nombre, entrañando una desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en estos inconvenientes hay mucho de irremediable, pero reconozcamos estas tristes necesidades y dejémonos de ponderar una igualdad imposible.

     La definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que de ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de antemano, pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y morimos de una misma manera.

§ VI

Suposiciones gratuitas. -El despeñado

     A falta de un principio general, tomamos a veces un hecho que no tiene más verdad y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos sistemas para explicar los fenómenos de la Naturaleza? De una suposición gratuita que el inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre que se empeñan en explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de causas, pero no se ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido proceder; es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me explica, satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el conocimiento de la realidad de las cosas.

     Este vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia que vade la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se cree, sobre todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o sucesión de los hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a saber si ha existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que se pretende dar razón.

     Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la catástrofe: una caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto será el mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique más satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están contemplando la desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced que se presente el más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de otra manera..., como si lo estuviese mirando...; no hay testigos, no puede probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe».

     Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver, el infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto concluído: este hombre se ha suicidado. Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su casa...; además, que un asesinato no se comete de esta manera... Una desgracia es imposible, porque él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era hombre que anduviese precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre estaba acosado por sus acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna carta apremiante y no habrá podido resistir más.

     -Vamos, vamos -responderá el mayor número-, cosa clara, y tiene usted razón, cabalmente es hoy día de correo...

     Llega el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la cartera del difunto.

     -Dos cartas.

     -¿No lo decía yo?... El correo de hoy...

     -La una es de N, su corresponsal en la plaza N.

     -Vamos; cabalmente, allí tenía sus aprietos.

     -Dice así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la reunión consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede usted vivir tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún tanto los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted su fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he creído que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan satisfactoria noticia. Entretanto, etc.. etc.» No hay por qué matarse.

     -¿La otra?

     -Es de su hijo...

     -Malas noticias debió de traer...

     -Dice así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de mi desembarco estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N. Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su turbación y me he apoderado de toda su correspondencia. Mientras me ocupaba de esto ha tomado el portante e ignoro su paradero. Todo se ha salvado, excepto algún desfalco que calculo de poca consideración. Voy corriendo porque la embarcación que sale va a darse a la vela, etc., etc.»

     El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido, todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una explicación satisfactoria.

     -¿Si podrá ser un asesinato?...

     -Claro es, porque con este correo..., y además este hombre no carecía de enemigos.

     -El otro día su colono N. le amenazó terriblemente.

     -Y es muy malo.

     -¡Oh, terrible!... Está acostumbrado a la vida bandolera... Vamos, tiene atemorizada la vecindad...

     -¿Y cómo estaban ahora?

     -A matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y hablaban ambos muy recio.

     -Y el colono ¿solía, andar por aquí?

     -Siempre; a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino que esto sea dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el bosque; el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro día a pique de darse de garrotazos. Miren ustedes... Sino que uno no debe perder a un infeliz... Casi cada día estaban en pendencias en este mismo lugar.

     -Entonces no hable usted más... ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se prueba?...

     -Y hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por allí su apero..., y se conoce que ha trabajado hoy mismo... Vamos, ya no cabe duda, es evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.

     Llega uno del pueblo.

     -¡Qué desgracia!

     -¿No lo sabía usted?

     -No, señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle por si se apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía...

     -¿Preso?...

     -Sí, señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de palabras y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan matón...

     -¿Y no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el difunto en la calle?

     -Pues ¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí...

     Nuevo chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono; nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir la realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.

§ VII

Preocupación en favor de una doctrina

     He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la verdadera rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.

     El hombre dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en las cosas, lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la mayor buena fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando, por la causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se ha recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y otras circunstancias semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.

     Apenas dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos ofrecieron ciertos axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas proposiciones como sostenidas por demostraciones irrefragables, y las razones que militaban por la otra parte nunca se nos hizo considerarlas como pruebas que examinar, sino como objeciones que soltar. ¿Había alguna de nuestras razones que claudicaba por un lado? Se acudía, desde luego, a sostenerla, a manifestar que en tolo caso no era aquélla la única, que estaba acompañada de otras cuniplidamente satisfactorias y que, si bien ella sola quizá no bastaría no obstante, añadida a las demás, no dejaba de pesar en la balanza y de inclinarla más y más a favor nuestro. ¿Presentaban los adversarios alguna dificultad de espinosa solución? El número de las respuestas suplía a su solidez. El gravísimo autor A contesta de esta manera, el insigne B de otra, el sabio C de tal otra; cualquiera de las tres es suficiente; escójase la que mejor parezca, con entera seguridad de que el Aquiles de los adversarios habrá recibido la herida en el tendón. No se trata de convencer, sino de vencer; el amor propio se interesa en la contienda, y conocidos son los infinitos recursos de este maligno agente. Lo que favorece se abulta y exagera; lo que obsta se disminuye, se desfigura u oculta; la buena fe protesta algunas veces desde el fondo del alma, pero su voz es ahogada y acallada con una palabra de paz en encarnizado combate.

     Si así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos se hayan visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que sus adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se distinguían por su entereza cristiana.

     Las causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a otros al error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía.»

     Por este motivo, cuando se trata de convencer a otros, es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor propio; importa sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada perderá en reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que se confiese vencido.

     Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la verdad; en vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que se dé a partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades desagradables[iii].

 

Capítulo XV

El raciocinio

§ I

Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica

     Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré sobre la verdad de éstos, pero dudo mucho que la utilidad de aquéllas sea tanta como se ha pretendido. En efecto; es innegable que las cosas que se identifican con una tercera se identifican entre sí; que de dos cosas que se identifican entre sí si la una es distinta de una tercera lo será también la otra; que lo que se afirma o niega de todo un género o especie debe afirmarse o negarse del individuo contenido en ellos, y, además, es también mucha verdad que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicación y no puedo convencerme de que sean de grande utilidad en la práctica.

     En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento cierta precisión, que puede servir, en algunos casos, para concebir con más claridad y atender a los vicios que entrañe un discurso; bien que a veces esta ventaja quedará neutralizada con las inconvenientes acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte y no acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

§ II

El silogismo. -Observaciones sobre este instrumento dialéctico

     Formaremos cabal concepto de la utilidad de dichas reglas si consideramos que quien raciocina no las recuerda si no se ve precisado a formular un argumento a la manera escolástica, cosa que, en la actualidad, ha caído en desuso. Los alumnos aprenden a conocer si tal o cual silogismo peca contra esta o aquella regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al salir de la escuela nunca encuentran nada que a ellos se parezca. «Toda virtud es loable; la justicia es virtud, luego es loable.» Está muy bien; pero cuando se me ofrece discernir si en tal o cual acto se ha infringido la justicia y la ley tiene algo que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia, analizando los altos principios en que estriba y las utilidades que su imperio acarrea al individuo y a la sociedad, ¿de qué me servirá dicho ejemplo u otros semejantes? Los teólogos y juristas quisiera que me dijesen si en sus discursos les han servido mucho las decantadas reglas.

     «Todo metal es mineral; el oro es metal, luego es mineral.» «Ningún animal es insensible; los peces son animales, luego no son insensibles.» «Pedro es culpable.» «Esta onza de oro no tiene el debido peso; esta es la que Juan me ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido peso.» Estos ejemplos, y otros por el mismo tenor, son los que suelen encontrarse en las obras de lógica que dan reglas para los silogismos, y yo no alcanzo qué utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.

     La dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades, más propias para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el discurso se traslada de los ejemplos a la realidad no encuentra nada semejante, y entonces o se olvida completamente de las reglas o, después de haber ensayado el aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la enojosa e inútil tarea. Cierto sujeto, muy conocido mío, se había tomado el trabajo de examinar todos sus discursos a la luz de las reglas dialécticas; no sé si en la actualidad conservará todavía este peregrino humor; mientras tuve ocasión de tratarle no observé que alcanzase gran resultado.

     Analicemos algunos de estos ejemplos y comparémoslos con la práctica.

     Trátase de la pertenencia de una posesión. Todos los bienes que fueron de la familia N debieron pasar a la familia M; pero el mucho tiempo transcurrido y otras circunstancias hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que esta última se halla en posesión, fundándose en que sus derechos a ella le vienen de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el siguiente: Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así que el manso B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no complicar, supondremos que no haya dificultad en la primera proposición, o sea en la mayor, y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir, que le incumbe probar que efectivamente el manso B perteneció a la familia N.

     Todo el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se prueba la menor o no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo?, ¿sirve de nada el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada uno? Cuando se haya llegado a probar que el manso B perteneció a la familia N, ¿será menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima poseedora? El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deducción, que las reglas dadas para sacarla más bien que otra cosa parecerán un puro entretenimiento especulativo. No estará el trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos para probar que el manso B perteneció realmente a la familia N, en interpretar cual conviene las cláusulas del testamento, donación o venta por donde lo había adquirido; en esto y en otros puntos consistirá la dificultad; para esto sería necesario agudizar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas a fin de discernir la verdad entre muchos y complicados y contradictorios documentos. Gracioso sería, por lo demás, el preguntar a los abogados y al juez cuántas veces han pensado en semejantes reglas cuando seguían con ojo atento el hilo que debía, respectivamente, conducirlos al objeto deseado.

     «La moneda que no reúne las calidades prescritas por la ley no debe recibirse; esta onza de oro no las tiene, luego, no debe recibirse.» El raciocinio es tan concluyente como inútil. Cuando yo esté bien instruido de las circunstancias exigidas por la ley monetaria vigente, y además haya experimentado que esta onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador sin discursos; y si se traba disputa no versará sobre la legitimidad de la consecuencia, sino sobre si a tantos o cuantos gramos de déficit se ha de tomar todavía, si está bien pesada o no, si lleva esta o aquella señal y otras cosas semejantes.

     Cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos. Se presenta una idea, se la concibe con más o menos claridad; en ella se ve contenida otra u otras; con éstas se suscita el recuerdo de otras, y así se va caminando con suavidad, sin cavilaciones sin embarazarse a cada paso con la razón de aquello que se piensa.

§ III

El entimema

     La evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas de argumentación el entimema, el cual no es más que un silogismo en que se calla, por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó a los dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo a cada paso, pues pudieron notar que en la práctica se omitía, por superfluo, el presentar por extenso todo el hilo del raciocinio. Así, en el último ejemplo, el silogismo por extenso sería el que se ha puesto al principio, pero en forma de entimema se convertiría en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por la ley; luego no debo recibirla»; o, en estilo vulgar y más conciso y expresivo: «No la tomo, es corta.»

§ IV

Reflexiones sobre el término medio

     Todo el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un término medio para deducir la relación que tienen entre sí. Cuando se conocen ya y se tienen presentes esos extremos y ese término medio; nada más sencillo que hacer la comparación; pero cabalmente entonces ya no es necesaria la regla, porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo se encuentra ese término medio?¿Cómo se conocen los dos extrernos cuando se hacen investigaciones sobre un objeto del cual se ignora lo que es? Sé muy bien que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendría tal calidad; pero el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y, por tanto, no pienso en uno de los dos extremos; ni, aun cuando pensara en ello, me encuentro con medios de comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el hombre que pasa por su lado fuera el asesino a quien persigue desde mucho tiempo, debería enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al culpable no piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el individuo que está presente, no puede condenarle, por falta de pruebas. Tiene los dos extremos, mas no el término medio; término que no se le ofrecerá ciertamente bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria, su residencia ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en la actualidad, el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato, testigos que le vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la víctima; su traje, estatura, fisonomía; señales sangrientas que se han notado en su ropa, el puñal escondido, el azoramiento con que llegó a deshora a su casa pocos momentos después del desastre, algunas prendas que se han encontrado en su poder y que se parecen mucho a otras que tenía el difunto, sus contradicciones, su reconocida enemistad con el asesinado; he aquí los términos medios, o más bien un conjunto de circunstancias que han de indicar si el preso es el verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del silogismo? Ahora habrá que atender a una palabra, después a un hecho; aquí se habrá de examinar una señal, más allá se habrán de cotejar dos o más coincidencias. Será preciso atender a las cualidades físicas, morales y sociales del individuo; será necesario apreciar el valor de los testigos; en una palabra, deberá el juez revolver la atención en todas direcciones, fijarla sobre mil y mil objetos diferentes y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no dejar sin castigo al culpable o no condenar al inocente.

     Lo diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de dialéctica de nada sirven para la práctica; quien creyese que con aquel mecanismo ha aprendido a pensar, puede estar persuadido de que se equivoca. Si lo que acabo de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.

§ V

Utilidad de las formas dialécticas

     Sin embargo de lo dicho, no negaré que esas formas dialécticas sean útiles, aun en nuestro tiempo, para presentar con claridad y exactitud el encadenamiento de las ideas en el raciocinio, y que si no valen mucho como medio de invención, sean a veces provechosas como conducto de enseñanza. Así es que, lejos de pretender que se las destierre del todo de las obras elementales, conviene que se las conserve, no en toda su sequedad, pero sí en todo su vigor. Nervos et ossa las llamaba Melchor Cano con mucha oportunidad; no se destruyan, pues, esos nervios y huesos; basta cubrirlos con piel blanda y colorada para que no repugnen ni ofendan. Porque es preciso confesar que ahora, a fuerza de desdeñar las formas, se cae en el extremo opuesto, sumamente dañoso al adelanto de las ciencias y a la causa de la verdad. Antes los discursos eran descarnados en demasía; presentaban, por decirlo así, desnuda la armazón; pero ahora tanto es el cuidado de la exterioridad, tal el olvido de lo interior, que en muchos discursos no se encuentran más que palabras, que serían bellas si serlo pudieran palabras vacías. Con el auxilio de las formas dialécticas traveseaban en demasía los ingenios sutiles y cavilosos; con las formas oratorias se envuelven a menudo los espíritus huecos. Est modus in rebus[iv]

 

Capítulo XVI

No todo lo hace el discurso

§ I

La inspiración

     Es un error el figurarse que los grandes pensamientos son hijos del discurso; éste, bien empleado, sirve algún tanto para enseñar, pero poco para inventar. Casi todo lo que el mundo admira de más feliz, grande y sorprendente es debido a la inspiración, a esa luz instantánea que brilla de repente en el entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le viene. Inspiración, la apellido, y con mucha propiedad, porque no cabe nombre más adaptado para explicar este admirable fenómeno.

     Está un matemático dando vueltas a un intrincado problema; se ha hecho cargo de todos los datos, nada le queda que practicar de lo que para semejantes casos está prevenida. La resolución no se encuentra; se han tanteado varios planteos y a nada conducen. Se han tomado al acaso diferentes cantidades por si se da en el blanco; todo es inútil. La cabeza está fatigada, la pluma descansa sobre el papel, nada escribe. La atención del calculador está como adormecida de puro fija; casi no sabe si piensa. Cansado de forcejear, por abrir una puerta tan bien cerrada, parece que ha desistido de su empeño y que se ha sentado en el umbral aguardando si alguien abrirá por la parte de adentro. «Ya lo veo -exclama de repente-; esto es...» Y, cual otro Arquímedes, sin saber lo que le sucede, saltaría del baño y echaría a correr gritando: «¡Lo he encontrado!... ¡Lo he encontrado!»

     Acontece a menudo que después de largas horas de meditación no se ha podido llegar a un resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído, ocupado en asuntos totalmente diferentes, se le presenta de improviso la verdad como una aparición misteriosa. Hallábase Santo Tomás de Aquino en la mesa del rey de Francia, y como no debía de ser malcriado y descortés, no es regular que escogiese aquel puesto para entregarse a meditaciones profundas. Pero antes de la hora del convite estaría en la celda ocupado en sus ordinarias tareas, aguzando las armas de la razón para combatir a los enemigos de la Iglesia. Natural es que le sucediese lo que suelen experimentar todos los que tienen por costumbre penetrar en el fondo de las cosas, que aun cuando han dejado la meditación en que estaban embebidos, se les ocurre con frecuencia el punto en cuestión, como si viniese a llamar a la puerta, preguntando si le toca otra vez el turno. Y he aquí que, sin saber cómo, se siente inspirado, ve lo que antes no veía, y, olvidándose de que estaba en la mesa del rey, da sobre ella una palmada, exclamando: «¡Esto es concluyente contra los maniqueos!...»

§ II

La meditación

     Cuando el hombre se ocupa en comprender algún objeto muy difícil, tan lejos está de andar con la regla y compás en la mano para dirigir sus meditaciones, que las más de las veces queda absorto en la investigación, sin advertir que medita, ni aun que existe. Mira las cosas ahora por un lado, después por otro; pronuncia interiormente el nombre de aquella que examina; da una ojeada a lo que rodea el punto principal; no se parece a quien sigue un camino trillado, como sabiendo el término a que ha de llegar, sino a quien, buscando en la tierra un tesoro cuya existencia sospecha, pero de cuyo lugar no está seguro, anda excavando, acá y acullá, sin regla fija.

     Y, si bien se observa, no puede suceder de otra manera, cuando ya de antemano no se conoce la verdad que se busca. El que tiene a la vista un pedazo de mineral cuya naturaleza conoce, cuando trate de manifestar a otros lo que él sabe sobre la misma, se valdrá del procedimiento más sencillo y más adaptado para el efecto. Pero, si no tuviese dicho conocimiento, entonces le revolvería y miraría repetidas aquel indicio formaría sus conjeturas, y, al fin, echaría mano de experimentos a propósito no para manifestar que es tal, sino para descubrir cuál es.

§ III

Invención y enseñanza

     De esto nace la diferencia entre el método de enseñanza y el de invención; quien enseña sabe adónde va y conoce el camino que ha de seguir, porque ya le ha recorrido otras veces; mas el que descubre, tal vez no se propone nada determinado, sino examinar lo que hay en el objeto que le ocupa; quizá se prefija un blanco, pero ignorando si es posible alcanzarle o dudando si existe, si es más que un capricho de su imaginación; y, en caso de estar seguro de su existencia, no conoce el sendero que a él le ha de conducir.

     Por este motivo los más elevados descubrimientos se enseñan por principios muy diferentes de los que guiaron a los inventores; y el cálculo infinitesimal es debido a la geometría, y ahora se llega a sus aplicaciones geométricas por una serie de procedimientos puramente algebraicos. Así, se levanta en una cordillera de escarpadas montañas un picacho inaccesible, donde, al parecer, se divisan algunos restos de un antiguo edificio; un hombre curioso y atrevido concibe el designio de subir allá; mira, tantea, trepa por altísimos peñascos, se escurre por pasadizos impracticables, se aventura por el estrechísimo borde de espantosos derrumbaderos, se ase de endebles plantas y carcomidas raíces y, al fin, cubierto de sudor y jadeando de cansancio, toca la deseada cumbre y, levantando los brazos, clama con orgullo: «¡Ya estoy arriba!» Entonces domina de una ojeada todas las vertientes de las cordilleras, lo que antes no veía sino por partes ahora lo ve en su conjunto; mira hacia los puntos por donde había tanteado, ve la imposibilidad de subir por allí y se ríe de su ignorancia. Contempla las escabrosidades por donde acaba de atravesar, y se envanece de su temeraria osadía. Y ¿cómo será posible que por estas malezas suban los que te están mirando? Pero ved ahí un sendero muy fácil; desde abajo no se descubre, desde arriba sí. Da muchos rodeos, es verdad; se ha de tomar a larga distancia, pero es accesible hasta a los más débiles y menos atrevidos. Entonces desciende corriendo, se reúne con los demás, les dice: «Seguidme», los conduce a la cima, sin cansancio ni peligro, y allí les hace disfrutar de la vista del monumento y de los magníficos alrededores que el picacho domina.

§ IV

La intuición

     Mas no se crea que las tareas del genio sean siempre tan laboriosas y pesadas. Uno de sus caracteres es la intuición, el ver sin esfuerzo lo que otros no descubrían sino con mucho trabajo, el tener a la vista el objeto inundado de luz cuando los demás están en tinieblas. Ofrecedle una idea, un hecho, que quizá para otros serán insignificantes; él descubre mil y mil circunstancias y relaciones antes desconocidas. No había más que un pequeño círculo, y al clavarse en él la mágica mirada, el círculo se agita, se dilata, va extendiéndose como la aurora al levantarse el sol. Ved: no había más que una débil ráfaga luminosa; pocos instantes después brilla el firmamento con inmensas madejas de plata y de oro; torrentes de fuego inundan la bóveda celeste del oriente al ocaso, del aquilón al sur.

§ V

No está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez. -Sobiezk. Las víboras de Aníbal

     Hay en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez no ha sido observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que, sin embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos las presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan sencillas, tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.

     Dos hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada partida. Uno de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente... «Tiempo perdido», dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy bien defender y se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le amenaza. «Vaya una humorada -exclaman todos-; esto le hará a usted mucha falta.» «¿Qué quieren ustedes? -dice el taimado-; no atina uno en todo»; y continúa como distraído. El adversario no ha penetrado la intención, no acude al peligro, juega; y el distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca por el flanco descubierto, y con maligna sonrisa dice: «Jaque mate.» «Tiene razón -gritan todos-; y ¿cómo no lo habíamos visto?; y una cosa tan sencilla..., pues claro; perdió el tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó una pieza para abrirse paso; acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar aquella salida; parece imposible que no lo hubiéramos advertido.»

     Están los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por dónde se deberá atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del rey de Polonia. Las reglas del arte andan de boca en boca; los proyectos son innumerables. Llega Sobieski, echa una ojeada sobre el ejército enemigo: «Es mío -dice-; está mal acampado.» Al día siguiente ataca; los turcos son derrotados y Viena es libre. Y después de visto el plan de ataque y su feliz éxito, todos dirán: «Los turcos cometieron tal o cual falta; tenía razón el rey: estaban mal acampados»; todos veían la verdad, la encontraban muy sencilla, pero después de habérsela mostrado.

     Todos los matemáticos sabían las propiedades de las progresiones aritméticas y geométricas: que el exponente de 1 era 0, que el de 10 era 1, que el de 100 era 2, y así, sucesivamente, y que el de los números medios entre 1 y 19 era un quebrado; pero nadie veía que con esto se pudiese tener un instrumento de tantos y tan ventajosos usos como son las tablas de los logaritmos. Neper dijo: «Helo aquí», y todos los matemáticos vieron que era una cosa muy sencilla.

     Nada más fácil que el sistema de nuestra numeración y, sin embargo, no lo conocieron ni los griegos ni los romanos. ¿Qué fenómeno más sencillo, más patente a nuestros ojos que la tendencia de los fluidos a ponerse a nivel, a subir a la misma altura de la cual descienden? ¿No lo estamos viendo a cada paso en las retortas y en todos los vasos donde hay dos o más tubos de comunicación? ¿Qué cosa más sencilla que la aplicación de esta ley de la Naturaleza a objeto de tanta utilidad como es la conducción de las aguas? Y, sin embargo, ha debido transcurrir mucho tiempo antes que la Humanidad se aprovechara de la lección que estaba recibiendo todos los días en un fenómeno tan sencillo.

     Dos artesanos poco diestros se hallaban en una obra. El uno consulta al otro; ambos cavilan, ensayan, malbaratan, sin conseguir nada. Acuden por fin a un tercero, de aventajada nombradía: «A ver si usted nos saca de apuros.» «Muy sencillo: de esta manera.» «Tiene usted razón; era tan fácil, y no habíamos sabido dar en ello.»

     Está Aníbal a la víspera de un combate naval; da sus disposiciones y, entretanto, vuelven a bordo algunos soldados, que llevan un gran número de vasos de barro bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza la refriega; los enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen aquellos vasos en vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa es muy poco. Pasan algunos momentos; un marino siente una picadura atroz; al grito del lastimado sucede el de otro; todos vuelven la vista y notan con espanto que la nave está llena de víboras. Introdúcese el desorden. Aníbal maniobra con destreza y la victoria se decide en su favor. Ciertamente que nadie ignoraba que era posible recoger muchas víboras y encerrarlas en vasos de barro y tirarlos a las naves enemigas; pero la ocurrencia sólo la tuvo el astuto cartaginés. Y él, sin duda, encontró el infernal ardid sin raciocinios ni cavilaciones; bastóle, tal vez, que alguien mentase la palabra víbora para atinar, desde luego, en que este reptil podía servirle de excelente auxiliar.

     ¿Qué nos dicen estos ejemplos? Nos dicen que el talento consiste muchas veces en ver una relación que está patente y en la cual nadie atina. Ella, en sí, no es difícil, y la prueba está en que tan pronto como alguno la descubre y la señala con el dedo, diciendo: «Mirad», todos la ven sin esfuerzo y hasta se admiran de no haberla advertido. Así que el lenguaje, llevado por la fuerza misteriosa de las cosas, los llama a estos pensamientos: ocurrencia, golpes, inspiraciones, expresando de esta manera que no costaron trabajo, que se ofrecieron por sí mismos.

§ VI

Regla para meditar

     De lo dicho inferiré que para pensar bien no es buen sistema poner el espíritu en tortura, sino que es conveniente dejarle con cierto desahogo. Está meditando sobre un objeto; al parecer no adelanta; con la atención sobre una cosa, diríase que está dormitando. No importa; no lo violentéis; mira si descubre algún indicio que le guíe; se asemeja al que tiene en la mano una cajita cerrada con un resorte misterioso, en la cual se quiere poner a prueba el ingenio, por si encuentra el modo de abrirla. La contempla largo rato, la vuelve repetidas veces, ora aprieta con el dedo, ora forcejea con la uña, hasta que, al fin, permanece un instante inmóvil y dice: «Aquí está el resorte; ya está abierta.»

§ VII

Carácter de las inteligencias elevadas. -Notable doctrina de Santo Tomás de Aquino

     ¿Por qué no se ocurren a todos ciertas verdades sencillas? ¿Cómo es que el linaje humano haya de mirar cual espíritus extraordinarios a los que ven cosas que, al parecer, todo el mundo había podido ver? Esto es buscar la razón de un arcano de la Providencia; esto es preguntar por qué el Criador ha otorgado a algunos hombres privilegiados una gran fuerza de intuición, o sea visión intelectual inmediata, y la ha negado al mayor número.

     Santo Tomás de Aquino desenvuelve sobre este particular una doctrina admirable. Según el santo doctor, el discurrir es señal de poco alcance del entendimiento; es una facultad que se nos ha concedido para suplir a nuestra debilidad, y así es que los ángeles entienden, mas no discurren. Cuanto más elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas lo que las más limitadas tienen distribuido en muchas. Así, los ángeles de más alta categoría entienden por medio de pocas ideas; el número se va reduciendo a medida que las inteligencias criadas se van acercando al Criador, el cual como ser infinito e inteligencia infinita, todo lo ve en una sola idea, única, simplicísima, pero infinita: su misma esencia. ¡Cuán sublime teoría! Ella sola vale un libro; ella prueba un profundo conocimiento de los secretos del espíritu; ella nos sugiere innumerables aplicaciones con respecto al entendimiento del hombre.

     En efecto; los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia de las ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas, donde hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre mucho terreno, y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas praderas, ricas y variadas mieses.

     En todas las cuestiones hay un punto de vista principal dominante; en él se coloca el genio. Allí tiene la clave, desde allí lo domina todo. Si al común de los hombres no les es posible situarse de golpe en el mismo lugar, al menos deben procurar llegar a él a fuerza de trabajo, no dudando que con esto se ahorrarán muchísimo tiempo y alcanzarán los resultados más ventajosos. Si bien se observa, toda cuestión y hasta toda ciencia tienen uno o pocos puntos capitales a los que se refieren los demás. En situándose en ellos, todo se presenta sencillo y llano; de otra suerte, no se ven más que detalles y nunca el conjunto. El entendimiento humano, ya de suyo tan débil, ha menester que se le muestren los objetos tan simplificados como sea dable; y, por lo mismo, es de la mayor importancia desembarazarlos de follaje inútil, y que, además, cuando sea preciso cargarle con muchas atenciones simultáneas, se las distribuya, de suerte que queden reducidas a pocas clases, y cada una de éstas vinculada en un punto. Así se aprende con más facilidad, se percibe con lucidez y exactitud y se auxilia poderosamente la memoria.

§ VIII

Necesidad del trabajo

     De las doctrinas de este capítulo sobre la inspiración e intuición, ¿podremos inferir la conveniencia de abandonar el discurso, y hasta el trabajo, y de entregarnos a una especie de quietismo intelectual? No, ciertamemte. Para el desarrollo de toda facultad hay una condición indispensable: el ejercicio. En lo intelectual, como en lo físico, el órgano que no funcione se adormece, pierde de su vida; el miembro que no se mueve se paraliza. Aun los genios más privilegiados no llegan a adquirir su fuerza hercúlea sino después de largos trabajos. La inspiración no desciende sobre el perezoso; no existe cuando no hierven en el espíritu ideas y sentimientos fecundantes. La intuición, el ver del entendimiento, no se adquiere sino con un hábito engendrado por el mucho mirar. La ojeada rápida, segura y delicada de un gran pintor no se debe sólo a la Naturaleza, sino también a la dilatada contemplación y observación de los buenos modelos; y la magia de la música no se desenvolvería en la organización más armónica, sujeta únicamente a oír sonidos ásperos y destemplados[v]

Capítulo XVII

La enseñanza

§ I

Dos objetos de la enseñanza. -Diferentes clases de profesores

     Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.

     La enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los elementos de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de la escuela puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.

     Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin embargo no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero basta conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo segundo es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un extremo con otro; para lo primero bastan hombres que conozcan los libros; para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las cosas.

     Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo, pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los alumnos poco capaces.

     La clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los elementos.

     Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar con preciosa, semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarle con temeraria presunción, he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como semilla.

§ II

Genios ignorados de los demás y de sí mismos

     ¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y ¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente, y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al hombre entero.

     Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir; y, encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una mano que las sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza muscular y otras calidades corporales están ocultas, hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.

§ III

Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor

     Un profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las secciones cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas, presentándoles las ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las propiedades que de ésta se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los elementos, pero no se ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales; nada se le ofrece que pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en realidad le posea. Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación fundamental, al parecer de mera convención, no es probable que se le haya establecido sin motivo, desde luego, el joven se halla mal seguro sobre la base que reputaba sólida y busca el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no acierta en el principio generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el nombre que llevan y recordarle que la sección, paralela a la base del coro es un círculo. Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en diferentes posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es cerrada, y no paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que se ha llamado elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralalismo, ya más distante, y siempre nota que la figura es una elipse, con la única diferencia de su mayor aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia de los ejes. ¿Será posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta curva? ¿Hay algunos datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las propiedades del cono y de la sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación del plano cambia la naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones, de suerte que no salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna semejanza entre ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se ofrecen al discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones, veréisle al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras, concebir triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a la ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones de la teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en qué cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza, contaba muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora echaréis de ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado un paso, mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en el verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él mismo; entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá, andando el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.

     Un profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y deberes de la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los padres, aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se acostumbran. Hasta aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para desenvolver el genio filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda hacerle sobresalir entre el común de sus compañeros, dotados de una capacidad regular. El hábil profesor desea tomar la medida de los talentos que hay en la cátedra, y el tiempo que le sobra después de la explicación le emplea en hacer un experimento.

     -Sobre estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los sentimientos del corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las inspiraciones de la Naturaleza?- A esta pregunta responderán hasta los medianos, observando que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y éstos a los padres, y que así están enlazados nuestros deberes con nuestros afectos, instigándonos éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay diferencia entre los alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el profesor analizando la materia, y pregunta:

     -¿Qué le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y no corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?

     -Que faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.

     -¿Pero cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como deben con sus padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por sobreabundancia de amor y ternura?

     -En esto hacen muy mal los hijos -dirá el uno.

     -Los hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el otro; quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a ver si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.

     -Es demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha frecuencia a sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón de esto se halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es para la conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber, el Criador ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se conserva más o menos bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos; pero el día que los padres se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos, el linaje humano caminaría a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun los mejores, no profesan a sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los padres a los hijos. El Criador podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor tan apasionado y tierno como lo es el de los padres, pero ésto no era necesario, y por lo mismo no lo ha hecho. Y es de notar que las madres, que han menester mayor grado de este amor y ternura, lo tienen llevado hasta los límites del frenesí, habiéndolas pertrechado el Criador contra el cansancio que pudieran producirles los primeros cuidados de la infancia. Resulta, pues, que la falta del cumplimiento de los deberes en los hijos no procede precisamente de que éstos sean peores, pues ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo hicieron los suyos, sino de que el amor filial, es de suyo menos intenso que el paternal, ejerce mucho menos ascendiente y predominio sobre el corazón, y por lo mismo se amortigua con más facilidad; es menos fuertes para superar obstáculos y ejerce menor influencia sobre la totalidad de nuestras acciones.

     En las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en el bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.

§ IV

Necesidad de los estudios elementales

     No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.

     En efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en la tienda de un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo hará en ellos muchas variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada, cambiará su forma y tal vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome tal como los encuentra, que se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la experiencia le hayan demostrado los inconvenientes de que adolecen y las mejoras de que son susceptibles.

     Puede aplicarse a todas las ciendas el consejo que se da a los que quieren aprender la historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un compendio. A este propósito son notables las palabras de Bossuet en la dedicatoria que precede a su Discurso sobre la historia universal. Asienta la necesidad de estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar fatiga, y luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la compararemos a la descripción de los mapas geográficos: la historia universal es el mapa general comparado con las historias particulares de cada país y de cada pueblo. En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino o una provincia en sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en su todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla de Francia en el reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa ocupa en el universo.» Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre el Mapamundi y los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos. En todos hay un conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender mejor las partes y no andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas. Aun las ideas que se adquieren por este método son casi siempre incompletas, a menudo inexactas y algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes aún no pesan tanto como los que resultan de acometer a tientas, sin antecedentes ni guía, el estudio de una ciencia.

     Las obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es verdad, pero, tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya, os será más fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne; darle calor, movimiento y vida.

     Entre los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por decirlo así, han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios hay siempre una diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros se distinguen por la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se lucen tal vez con abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan un solemne tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad[vi].

 

Capítulo XVIII

La invención

§ I

Lo que debe hacer quien carezca del talento de invención

     Creo haber dicho lo suficiente con respecto a los métodos de enseñar y aprender; paso a tratar del método de invención.

     Conocidos todos los elementos de una ciencia, y llegado el hombre a edad y posición en que puede dedicarse a estudios de mayor extensión y profundidad, está en el caso de seguir senderos menos trillados y acometer empresas más osadas. Si la naturaleza no le ha dotado del talento de invención, preciso le será contentarse por toda su vida con el método elemental, bien que tomado en mayor escala. Necesita guías, y este servicio le prestarán las obras magistrales. Mas no se crea que deba entenderse condenado a ciego servilismo y no haya de atreverse a discordar nunca de la autoridad de sus maestros; en la milicia científica y literaria no es tan severa la disciplina que no sea lícito al soldado dirigir algunas observaciones a su jefe.

§ II

La autoridad científica

     Los hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy pocos, y mejor es alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a manera de miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.

     Diciendo esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente científicas y literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a entender que no adolezco de tal achaque; sólo me propongo indicar una necesidad de nuestro entendimiento, que, siendo por lo común muy flaco, ha menester un apoyo. La hiedra, entrelazándose con un árbol, se levanta a grande altura; si creciese sin arrimo yacería tendida por el suelo, pisoteada por los transeuntes. Además, que no por haber hecho esta observación se ha de cambiar el orden regular de las cosas, pues con ella más bien he consignado un hecho que ofrecido un consejo. Sí, un hecho, porque, a pesar de tanto como se blasona de independencia, es más claro que la luz del mediodía que esta independencia no existe, que gran parte de la humanidad anda guiada por algunos caudillos, y que éstos, a su talante, la llevan por el camino de la verdad o del error.

     Este es un hecho de todos los países y de todos los siglos; hecho indestructible, porque está fundado en la misma naturaleza del hombre. El débil siente la superioridad del fuerte y se humilla en su presencia; el genio no es el patrimonio del linaje humano, es un privilegio a pocos concedido; quien lo posee ejerce sobre los demás un ascendiente irresistible. Se ha observado con mucha verdad que las masas tienen una tendencia al despotismo; esto dimana de que sienten su incapacidad para dirigirse, y, naturalmente, buscan un jefe; la que se experimenta en la guerra y la política se nota también en las ciencias. La generalidad de los que las profesan son también masas, son verdadero vulgo, que entregado a sí mismo no sabría qué hacerse; por lo mismo se arremolina, a manera de grupos populares, en torno de los que le hablan algo mejor de lo que él sabe y manifiestan conocimientos que él no posee. El entusiasmo penetra también en la plebe sabia, y lo mismo que la otra en sus asonadas, aplaude y grita: «¡Muy bien, muy bien...; tú lo entiendes mejor que nosotros; tú serás nuestro jefe...!».

§ III

Modificaciones que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica

     A medida que se han generalizado los conocimientos con el inmenso desarrollo de la prensa, se ha podido creer que el indicado fenómeno había desaparecido; pero no es así, lo que ha hecho ha sido modificarse. Cuando los caudillos eran pocos, cuando el mando estaba entre pocas escuelas, andaban los entendimientos a manera de ejércitos disciplinados, siendo tan patente la dependencia que no era posible equivocarse. Ahora sucede de otra manera: los caudillos y las escuelas son en mayor número; la disciplina se ha relajado; pasan los soldados de uno a otro campo; éstos se adelantan un poco, aquéllos se quedan rezagados, algunos se separan y se empeñan en escaramuzas sin instrucciones ni órdenes de sus jefes; diríase que los grandes ejércitos han dejado de existir y que cada cual marcha por su lado; pero no os hagáis ilusiones: los ejércitos existen, a pesar de ese desorden; todos saben bien a cuál pertenecen; si desertan del uno, se unirán al otro, y cuando se vean en aprieto, todos replegarán en la dirección donde saben que está el cuerpo principal para cubrir su retirada.

     Y si entrar quisiéramos en minuciosas cuentas hallaríamos que no es tan exacto que los caudillos de ahora sean en mucho mayor número que los de tiempos anteriores. Formando un cuadro de clasificaciones científicas y literarias encontraríamos fácilmente que en cada género son muy pocos los que llevan la bandera y que sobre sus pasos se precipita la multitud ahora como siempre.

     El teatro y la novela, ¿no tienen un pequeño número de notabilidades, cuyas obras se imitan hasta el fastidio? La política, la filosofía, la historia, ¿no cuentan también unos pocos adalides, cuyos nombres se pronuncian sin cesar y cuyas opiniones y lenguaje se adoptan sin discernimiento? La independiente Alemania, ¿no tiene sus escuelas filosóficas, tan marcadas y caracterizadas como serlo pudieron las de Santo Tomás, Escoto y Suárez? ¿Qué son en Francia la turba de filósofos universitarios sino humildes discípulos de Cousin? ¿Y qué ha sido Cousin a su vez sino un vicario de Hegel y de Schelling? Y su filosofía, que también forcejea por introducirse entre nosotros, ¿no comienza con tono magistral, exigiendo respeto y deferencia, a manera de ministerio sagrado que se dirige a la conversión de las gentes sencillas? La mayor parte de los que profesan la filosofía de la historia ¿hacen más que recitar trozos de las obras de Guizot o de otros escritores muy contados? Los que se complacen en declamaciones sobre elevados principios de legislación, ¿no son con frecuencia plagiarios de Becaria y Filangieri? Los utilitarios, ¿nos dicen, por ventura, otra cosa que lo que acaban de leer en Bentham? Los escritores sobre derecho constitucional, ¿no tienen siempre en la boca a Benjamín Constant?

     Reconozcamos, pues, un hecho que tan de bulto se presenta, y no nos lisonjeemos de haber destruido lo que es más fuerte que nosotros, pero guardémonos de sus malos efectos en cuanto nos sea posible. Si a causa de la debilidad de nuestras luces estamos precisados a valernos de las ajenas, no las recibamos tampoco con innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de examinar las cosas por nosotros mismos, no consintamos que nuestro entusiasmo por ningún hombre llegue a tan alto punto que, sin advertirlo, le reconozcamos como oráculo infalible. No atribuyarnos a la criatura lo que es propio del Criador.

§ IV

El talento de invencián. -Carrera del genio

     Si el entendimiento es tal que pueda conducirse a sí mismo; si al examinar las obras de los grandes escritores se siente con fuerza para imitarlos y se encuentra entre ellos no como pigmeo entre gigantes, sino como entre sus iguales, entonces el método de invención le conviene de una manera particular, entonces no debe limitarse a saber los libros, es preciso que conozca las cosas; no ha de contentarse con seguir el camino trillado, sino que ha de buscar veredas que le lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos más elevados. No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni raciocinio sin examinir, ni regla sin comprobar; fórmese una ciencia propia, que le pertenezca como su sangre, que no sea una simple recitación de lo que ha leído, sino el fruto de lo que ha observado y pensado.

     ¿Qué reglas deberá tener presentes? Las que se han señalado más arriba para todo pensador. El entrar en pormenores sería inútil y tal vez imposible, que el empeño de trazar al genio una marcha fija es no menos temerario que el de sujetar las expresiones de animada fisonomía al mezquino círculo de compasados gestos. Cuando le veis abalanzarse brioso a su gigantesca carrera no le dirijáis palabras insulsas, ni consejos estériles, ni reglas que no ha de observar; decidle tan sólo: «Imagen de la divinidad, marcha a cumplir los destinos que te ha señalado el Criador; no te olvides de tu principio y de tu fin; tú levantas el vuelo y no sabes adónde vas. Alza los ojos al cielo y pregúntaselo a tu hacedor. Él te mostrará su voluntad; cúmplela fielmente, que en cumplirla están cifrados tu grandor y tu gloria»[vii].



[i] Lo dicho en la «Nota 3» sobre la diferencia de los talentos deja fuera de duda lo que acabo de asentar en el Capítulo XII. Sin embargo, para hacer sentir que la escena de los Sabios resucitados no es una ficción exagerada citaré un ejemplo que equivale a muchos. ¿Quién hubiera pensado que un escritor tan fecundo, tan brillante, tan lozano y pintoresco como Buffon, no fuese poeta ni capaz de hacer justicia a los poetas más eminentes? Tratándose de un hombre que sólo se hubiese distinguido en las ciencias exactas, esto no fuera extraño; pero en Buffon, en el magnífico pintor de la Naturaleza, ¿cómo se concibe esta anomalía? Sin embargo, la anomalía existió, y esto basta a manifestar que no sólo pueden encontrarse separados dos géneros de talento muy diversos, sino también los que, al parecer, sólo se distinguen por un ligero matiz. «Yo he visto -dice Laharpe- al respetable anciano Buffon afirmar con mucha seguridad que los versos más hermosos estaban llenos de efectos, y que no alcanzaban, ni con mucho, a la perfección de una buena promesa. No vacilaba en tomar por ejemplo los versos de la Atalia y hacer una minuciosa crítica de la primera escena. Todo lo que dijo era propio de un hombre tan extraño a las «primeras nociones de la poesía» y a los ordinarios procedimientos de la versificación, que no habría sido posible responderle sin «humillarlo». Y adviértase que no se habla de un hombre que pensase menos en la forma del escrito que en el fondo; se habla de Buffon, que pulía con extremada escrupulosidad sus trabajos, y de quien se cuenta que hizo copiar once veces su manuscrito Épocas de la Naturaleza; y, sin embargo, este hombre, que tanto cuidaba de la belleza, de la cultura, de la armonía, no era capaz de comprender a Racine y encontraba malos los versos de la Atalia.

[ii] La confusión de ideas acarrea grandes perjuicios a las ciencias; pero el aislamiento de los objetos los causa también de mucha gravedad. Uno de los vicios radicales de la escuela enciclopédica fue el considerar al hombre aislado y prescindir de las relaciones que le ligan con otros seres. El análisis lleva a descomponer, pero es necesario no llevar la descomposición tan lejos que se olvide la construcción de la máquina a que pertenecen las piezas. Algunos filósofos, a fuerza de analizar las sensaciones, se han quedado con las sensaciones solas; lo que en la ciencia ideológica y psicológica equivale a tomar el pórtico por el edificio.

[iii] La «duda» de Descartes fue una especie de revolución contra la autoridad científica, y, por tanto, fue llevada por muchos a una exageración indebida. Sin embargo, no es posible desconocer que había en las escuelas necesidad de un sacudimiento que las sacase del letargo en que se encontraban. La autoridad de algunos escritores se había levantado más alto de lo que convenía, y era menester un ímpetu como el de la filosofía de Descartes para derribar a los ídolos. El respeto debido a los grandes hombres no ha de rayar en culto, ni la consideración a su dictamen degenerar en ciega sumisión. Por ser grandes hombres no dejan de ser hombres y de manifestarlo así en los errores, olvidos y defectos de sus obras. Summi enim sunt homines tamen, decía Quintiliano. Y San Agustín confiesa que la infalibilidad la atribuye a los libros sagrados; pero que en cuanto a las obras de los hombres, por más alto que rayen en virtud y sabiduría, no por esto se cree obligado a tener por verdadero todo cuanto ellos han dicho o escrito.

[iv] Voy a compendiar en pocas palabras lo más útil que dicen los dialécticos sobre la percepción, juicio y raciocinio; término, proposición y argumentación.

     Según los dialécticos, la percepción, es el conocimiento de la cosa, sin afirmación o negación; el juicio es la afirmación o negación; el raciocinio es el acto del entendimiento con el que de una cosa inferimos otra.

     Pienso en la virtud sin afirmar o negar nada de ella; tengo una percepción. Interiormente afirmo que la virtud es loable; formo un juicio. De aquí infiero que para merecer la verdadera alabanza es preciso ser virtuoso; esto es un raciocinio.

     El objeto interior de la percepción se llama idea.

El término, o vocablo, es la expresión de la cosa percibida. La palabra «América» no expresa la idea del nuevo Continente, sino el mismo Continente. Es cierto que no existiera el término si no existiese la idea y que ésta sirve como de nudo para enlazar el término con la cosa; pero no lo es menos que cuando expresamos «América» entendemos la cosa misma, no la idea. Así decimos: «La América es un país hermoso», y es evidente que esto no lo afirmarnos de la idea.

     Al pensar en los metales conozco que el ser «metal» es común a muchas cosas que, por otra parte, son diferentes, como la plata, el oro, el plomo, etc.; al pensar en los brutos veo que hay algo en que convienen el camello, el águila, la serpiente, la mariposa y todos los demás, a saber: el «vivir y sentir», o el ser animales. Cuando expreso esta que conviene a muchos, diciendo: «metal», «animal», «cuerpo», «hombre justo», «malo», etc., el término se denomina «común».

     El término común tomado en general es aquel cuyo significado conviene a muchos, pero como puede suceder que convenga a muchos, o bien tan sólo en cuanto se consideran reunidos, o bien que se aplique a cualquiera de ellos por separado, suele decirse que en el primer caso el término es colectivo; en el segundo, distributivo. «Academia» es un término común colectivo porque expresa la «colección» de los académicos; pero no de tal suerte que cada uno de estos pueda llamarse «academia». «Sabio» es término común distributivo porque se aplica a muchos, de manera que cualquier individuo que posea la sabiduría pueda llamarse sabio.

     Término singular es el que expresa un solo individuo, como Pirineos, Mar Negro, Madrid, etc.

     Me parece que el término colectivo no debería contarse como una especie del común, porque entonces hay el inconveniente de que la división no está bien hecha. Decimos: el término es común o singular. El común se divide en colectivo y distributivo. Para que una división sea bien hecha se requiere que de dos miembros opuestos el uno no pertenezca al otro, lo que se verifica si adoptamos la división expresada. En efecto; la palabra «nación» es común, distributivamente, porque conviene a todas las naciones, y colectivamente, porque se aplica a una reunión. Francia es común colectivo porque se aplica a un conjunto de hombres, y singular porque expresa una sola nación, un verdadero individuo de la especie de las naciones. Luego el término colectivo no debe contarse entre los comunes, como contrapuestos al singular, pues hay nombres colectivos comunes y los hay singulares.

     El término común se divide en unívoco, equívoco y análogo. Unívoco es el que tiene para muchos un significado idéntico, como hombre, animal, corpóreo. Equívoco es el que le tiene diferente como león, que expresa un animal y un signo celeste. Análogo, el que lo tiene en parte idéntico y en parte diferente, como sano, que se aplica al alimento que conserva la salud, al medicamento que la restablece, al hombre que la posee; piadoso, que se aplica a la persona, a un libro, a una acción, a una imagen. «Amo» se dice de los monarcas; así esa fórmula «el rey, mi augusto amo» se dice de los que tienen esclavos, se dice de los que tienen dependientes o criados, se dice del dueño de la habitación.

     De muchos términos se verifica que envuelven una idea general, susceptible de varias modificaciones; y el emplearlos sin hacer la competente distinción da lugar a confusión de ideas y estériles disputas. Usamos a cada paso las palabras rey, monarca, soberano; hablamos sobre lo que ellas significan, asentando nuestros respectivos sistemas. Y, sin embargo, es imposible no desacertar gravísimamente si en cada cuestión no se fija con exactitud lo que estas palabras expresan. Soberano es el sultán, soberano es el emperador de Rusia, soberano es el rey de Prusia, soberano es el rey de Francia, soberana, es la reina de Inglaterra, y, no obstante, en ninguno de estos casos la soberanía expresa lo mismo.

     La definición es la explicación de la cosa. Si explica la esencia, se llama esencial; si se contenta con darla a conocer, sin penetrar en su naturaleza, se apellida descriptiva.

     Cuando la cosa explicada es la significación de una palabra, se llama definición del nombre: definitivo nominis. Conviene no confundir la definición del nombre con su etimología; porque, siendo esta última la explicación del origen de la palabra, acontece muchas veces que el sentido usual es muy diferente del etimológico. La etimología ilustra para conocer el verdadero significado, pero no lo determina. Así, por ejemplo, la palabra obispo, episcopus, que, atendida su etimología griega, significa vigilante y en su acepción latina, superintendente, nos indica en cierto modo las atribuciones pastorales, pero dista mucho de determinarlas en su verdadero sentido. Así, esta palabra significaba entre los latinos el magistrado a cuyo cargo corría el cuidado del pan y demás comestibles. Cicerón, escribiendo a Ático, le dice: Vult enim Pompejus me esse quem tota hoec Campania, et maritima ora habent episcopum ad quem delectas et negotii summa referatur. (Lib. 7. «Epist.»)

     Las calidades de una buena definición son claridad y exactitud. Será clara, si no puede menos de entenderla quien no ignore la significación de las palabras; será exacta si explica de tal manera la cosa definida que ni le añada ni le quite.

     La mejor regla para asegurarse de la bondad de una definición es aplicarla desde luego a las cosas definidas y observar si las comprende a todas y a ellas solas.

     La división es la distribución de un todo en sus partes. Según son éstas toma distintos nombres, llamándose actual cuando existen en realidad y potencial cuando no son más que posibles. La actual se subdivide en metafísica, física e integral. Metafísica es la que distribuye el todo en partes metafísicas, como el hombre en animal y racional; física, la que le distribuye en partes físicas, como el hombre en cuerpo y alma; integral, la que le distribuye en partes que expresan cantidad, como el hombre en cabeza, pies, manos, etc. La potencial es la que distribuye un todo en aquellas partes que nosotros le podemos concebir. Así, considerando como un todo la idea abstracta «animal», podemos dividirle en racional e irracional. Si lo expresado por la división potencial pertenece a la esencia de la cosa, se llama esencial; si no, accidental. Será esencial si divido el animal en racional e irracional; será accidental si le divido por sus colores u otras calidades semejantes.

     La buena división debe: primero, agotar el todo; segundo, no atribuirle partes que no tenga; tercero, no incluir una parte en las otras; cuarto, proceder con orden, ya sea que éste se funde en la naturaleza de las cosas o en la generación o distribución de las ideas.

     Si afirmo una cosa de otra formo un juicio; si lo enuncio con palabras tengo una proposición. Afirmo interiormente que la tierra es un esferoide: he aquí un juicio; digo o escribo: «La tierra es un esferoide»: he aquí la proposición.

     En todo juicio hay relación de dos ideas, o más bien de los objetos que ellas representan; lo mismo ha de suceder en la proposición; el término que expresa aquello de que afirmamos o negamos se llama sujeto; lo que afirmamos o negamos se denomina predicado, y el verbo «ser», que expreso o sobrentendido se halla siempre en la proposición, se apellida unión o cópula porque representa el enlace de las dos ideas. Así, en el ejemplo anterior, la «tierra» es el sujeto, «esferoide» el predicado y «es» la cópula.

     Si hay afirmación, la proposición se llama afirmativa; si hay negación, negativa. Pero conviene advertir que para que una proposición sea negativa no hasta que la partícula no afecte alguno de sus términos, sino que es preciso que afecte al verbo. «La ley «no» manda pagar.» «La ley manda «no» pagar.» La primera es negativa; la segunda, afirmativa; el sentido es muy diferente con sólo mudar de lugar el «no».

     Las proposiciones se dividen en universales, indefinidas, particulares y singulares, según que el sujeto es singular, indefinido, particular o universal. «Todo cuerpo es grave» es proposición universal a causa de la palabra «todo». «El hombre es inconstante»: la proposición es indefinida, por no expresarse si lo son todos o alguno. «Algunos son engañosos»: la proposición es particular, porque el sujeto está restringido por el adjunto «alguno». «Gonzalo de Córdoba fue insigne capitán»: la proposición es singular, por serlo el sujeto. Para ser singular la proposición no es preciso que el nombre sea propio; basta una palabra cualquiera que lo determine, como si digo: «Esta moneda es falsa.»

     Tocante a las proposiciones indefinidas, puede preguntarse si el sujeto se toma en sentido universal o particular; y a esta cuestión dan origen dos motivos: primero, el no estar aquél acompañado de término universal ni particular; segundo, el observarse que el uso les señala a unas un sentido universal y a otras no.

     La proposición indefinida equivale a la universal, en sentido absoluto, si se trata de materias pertenecientes a la esencia de las cosas o alguna de sus propiedades que pueda considerarse necesaria; equivale a universal moral, es decir, para la mayor parte de los casos, si versa sobre calidades que así lo demanden, y, por fin, a particular si así lo indica la cosa de que se habla. «Los cuerpos son pesados» equivale a decir: «Todos los cuerpos son pesados». «Los alemanes son meditabundos» no equivale a decir que todos lo sean, sino que éste es uno de caracteres de aquella nación.

     Las proposiciones son simples o compuestas. Las simples son las que expresan la relación de un solo predicado a un solo sujeto, como todas las de los ejemplos anteriores. Las compuestas son las que contienen más de un sujeto o predicado, y, por lo mismo, explícita o implícitamente, comprenden más de una proposición. Con la clasificación y los ejemplos, se comprenderá mejor en qué consiste una proposición compuesta. Los dialécticos suelen distribuirlas en varias clases; indicaré las principales.

     Proposición copulativa es la que expresa el enlace de dos afirmaciones o negaciones. «El oro, y la plata son metales.» Equivale a estas dos reunidas: el oro es metal y la plata es metal. «El oro es amarillo y el oro es dúctil.» Para que estas proposiciones sean verdaderas se necesita que lo sean las dos partes, porque la afirmación no se limita a la una, sino que se extiende a las dos. A la misma clase pueden reducirse estas negativas: «Ni la codicia ni la soberbia son virtudes.» «La templanza no es dañosa ni al alma ni al cuerpo», etc.

     Disyuntiva es la proposición en que entre dos o más extremos se afirma la existencia de uno. Las acciones humanas son o buenas o malas. «A estas horas se habrá ejecutado el designio, o no se ejecutará nunca.» Para la verdad de estas proposiciones se necesita que no haya medio entre los extremos señalados. Un papel o es blanco o es negro; la proposición es falsa, porque puede ser de otros colores.

     Proposición condicional es la que se afirma una cosa con condición. «Si el viento sopla, el tiempo será frío.» «Si hiela, se echarán a perder los frutos.» Para la verdad de estas proposiciones se necesita que, en realidad, la primera parte traiga consigo la segunda, porque esto es lo que se afirma, mas no que la segunda traiga la primera, porque de esto se prescinde. Así, en el último ejemplo se dice que al hielo seguirá la perdición de los frutos, pero no que si se pierden los frutos haya hielo, porque no se afirma que los frutos no puedan perderse por otras causas.

     Poco diré sobre las formas de argumentación. Los dialécticos las han distribuído en muchas clases y señaládoles abundantes reglas, todo con mucho ingenio. Ya he indicado lo que pensaba de su utilidad. Para inventar sirven poco o nada; para exponer, mucho, y, en general, el acostumbrarse a ellas por algún tiempo deja en el entendimiento una claridad y precisión que no se pierden fácilmente y se hacen sentir en todos los estudios.

     Silogismo es la argumentación en que se comparan dos términos con un tercero para inferir la relación que ellos tienen entre sí. «Lo simple es incorruptible; el alma es simple, luego es incorruptible.» Los extremos son «alma» e «incorruptible»; el término medio es «simple».

     Entimema es un silogismo abreviado. «El alma es simple, luego es incorruptible.»

     El dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva, que por todos los extremos hiere al adversario. «O el cristianismo se difundió con milagros o sin ellos: si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un gran milagro, que es el difundirse sin milagros.»

[v] He recordado con elogio una doctrina de Santo Tomás, y no puedo menos de advertir lo muy útil que considero la lectura de las obras de aquel insigne doctor a cuantos deseen entregarse a estudios profundos sobre el espíritu humano. Si bien es verdad que se halla en ellas el estilo de la época, también es cierto que más de una vez se asombra el lector de que en medio de la ignorancia, que todavía era mucha en el siglo XIII, hubiese un hombre que a tan vasta erudición reuniese un espíritu tan penetrante, tan profundo, tan exacto.

[vi] La carrera de la enseñanza debiera ser una profesión en que se fijaran definitivamente los que la abrazasen. Desgraciadamente no sucede así, y una tarea de tanta gravedad y trascendencia se desempeña como a la aventura y sólo mientras se espera otra colocación mejor. El origen del mal no está en los profesores sino en las leyes, que no los protegen lo bastante y no cuidan de brindarles con el aliciente y estímulo que el hombre necesita en todo. Un solo profesor bueno es capaz en algunos años de producir beneficios inmensos a un país; él trabaja en una modesta cátedra, sin más testigo que unos pocos jóvenes; pero estos jóvenes se renuevan con frecuencia, y a la vuelta de algunos años ocupan los destinos más importantes de la sociedad.

[vii] Esa inclinación del hombre a seguir la autoridad de otro hombre da lugar a elevadas consideraciones sobre la fe, sobre el principio de la autoridad de la Iglesia católica y sobre el origen y carácter de las extraviadas sectas que han perturbado y perturban el mundo. Como en otra obra traté extensamente esta materia, me basta referirme a lo que en ella dije. Véase El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea. Tomo I.