Consideraciones
generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de
los seres
§
I
Una
clasificación de las ciencias
Conocidas
las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un objeto,
fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar la
naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al orden
de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las leyes
necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al
orden moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad
humana, que llamaremos históricos o más propiamente sociales,
o al de una providencia extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.
No
insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad que
en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es innegable
que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo con que el
entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de vista. Sin
embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se apoya, he aquí
presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.
Dios
ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes constantes
y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse filosofía
natural.
Dios
ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío, pero
sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el orden
moral y el objeto de la filosofía moral.
El
hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y acontecimientos; he
aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía social o, si se
quiere, filosofía de la Historia.
Dios
no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras de sus
manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es dable
que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al natural y
social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.
Dada
la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle,
apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo
significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y
relaciones de los seres.
§
II
Prudencia
científica y observaciones para alcanzarla
En
el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la prudencia,
muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta prudencia es de muy
difícil adquisición; es también el costoso fruto de amargos y repetidos
desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista algunas observaciones que
pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.
Observación
1ª
La
íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre
ella sabemos poco e imperfecto.
Conviene
no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la
necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar
la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende
con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el
resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación
nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos. Ella nos preservará de
aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en penetrar objetos cerrados con
sello inviolable.
Verdad
poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los ojos de quien
haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la Naturaleza nos ha dado
el suficiente conocimiento para acudir a nuestras necesidades físicas y
morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que para este efecto pueden
tener los objetos que nos rodean; pero se ha complacido, al parecer, en ocultar
lo demás como si hubiese querido ejercitar el humano ingenio durante nuestra
mansión en la tierra y sorprender agradablemente al espíritu al llevarle a las
regiones que le aguardan más allá del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el
inefable espectáculo de la Naturaleza sin velo.
Conocemos
muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos su esencia;
conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero sabemos muy poco
sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de nuestros sentidos, de
conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los misterios de la sensación;
conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro cuerpo, pero en la mayor parte
de los casos nada sabemos sobre la manera particular con que nos aprovecha o
daña. ¿Qué más? Calculamos, continuamente el tiempo, y la metafísica no ha
podido aclarar bien lo que es el tiempo; existe la geometría, y llevada a un
grado de admirable perfección, y su idea fundamental, la extensión, está
todavía sin comprender. Todos moramos en el espacio, todo el universo está en
él, le sujetamos a riguroso cálculo y medida, y la metafísica ni la
ideología no han podido decirnos aún en qué consiste; si es algo distinto de
los cuerpos, si es solamente una idea, si tiene naturaleza propia, no sabemos si
es un ser o nada. Pensamos, y no comprendemos lo que es el pensamiento; bullen
en nuestro espíritu las ideas, e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza
es un magnífico teatro donde se representa el universo con todo su esplendor,
variedad y hermosura; donde una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho
mundos fantásticos, ora bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos
lo que es la imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo
aparecen o desaparecen.
¡Qué
conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de afecciones que
apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el sentimiento? El que ama
siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se ocupa en el examen de
esta afección señala quizá su origen, indica su tendencia y su fin, da reglas
para su dirección; pero en cuanto a la íntima naturaleza del amor, se halla en
la misma ignorancia que el vulgo. Son los sentimientos como un fluido misterioso
que circula por conductos cuyo interior es impenetrable. Por la parte exterior
se conocen algunos efectos; en algunos casos se sabe de dónde viene y adónde
va, y no se ignora el modo de aminorar su velocidad o cambiar su dirección;
pero el ojo no puede penetrar en la obscura cavidad; el agente queda
desconocido.
Nuestro
propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por ventura, lo que son?
Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido explicarnos lo que es
un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en medio de cuerpos, y nos
servimos continuamente de ellos, y conocemos muchas de sus propiedades y de las
leyes a que están sometidos, y un cuerpo forma parte de nuestra naturaleza.
Estas
consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos ofrece examinar
la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios constitutivos de su
esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy mesurados en definir.
Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de escrupulosidad, nos
acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las combinaciones de
nuestra mente.
Observación
2ª
Así
como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en
la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible,
así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor resolución es
manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último
carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible y lo
inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de
que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus
principales cuestiones.
Es
mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso
discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde luego
si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.
El
conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien
histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y
experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a causa
de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la historia
de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le manifiesta la
impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A veces la misma
naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión indica la
imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una ojeada los
datos que se han menester, conociendo la falta de los que no existen.
Observación
3ª
Como
los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y
relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser
también muy diferentes.
Imagínanse
algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos está ya trillado el
camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando para ello dirigir la
atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es que se oye en boca
de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la insigne falsedad de que
la mejor lógica son las matemáticas, porque acostumbran a pensar en todas
materias con rigor y exactitud.
Para
desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se ofrecen a
nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que disponemos
para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que con nosotros
los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está enseñando todos
los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios resulta sobresaliente,
en la una y quizá muy mediano en la otra; que en aquélla piensa con admirable
penetración y discernimiento, mientras en ésta no se eleva sobre miserables
vulgaridades.
Hay
verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas, verdades
metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e
históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la
imaginación y el sentirniento; las hay meramente especulativas, y las hay que
por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por
raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos
informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que
podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.
§
III
Los
sabios resucitadas
El
lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se desentenderá en
adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el espíritu de
sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en la cual
encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y
demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.
Ya
supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de hombres
célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos talentos e
inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con amplia
libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La mansión está
preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo archivo, una inmensa
biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las mayores maravillas de la
naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados con todo linaje de plantas;
largas hileras de jaulas donde rugen, braman, aúllan, silban se revuelven, se
agitan todos los animales de Europa, Asia, África y América. Allí están
Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu, Cristóbal Colón, Hernán Cortés,
Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón,
Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis
Vives, Mabillon, Vieta, Fermat, Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton,
Leibnitz, Miguel Angel, Rafael, Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la
posteridad su nombre inmortal.
Dejadlos
hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y cada cual
haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El gran
Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España,
desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y
atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta
generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las
batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la
orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha
sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura.
Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille y
Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y
Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan
Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y Mabillon
estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos manuscritos para
completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa, enmendar una expresión
incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto, sus ilustres compañeros
se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo. Quién estará con el
telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién con otros instrumentos;
al paso que algunos, inclinados sobre un papel cubierto de signos, letras y
figuras geométricas, estarán absortos en la resolución de los problemas más
abstrusos. No estarán ociosos los maquinistas, ni los artistas, ni los
naturalistas; y bien se deja entender, que encontraremos a Buffon junto a las
verjas de una jaula, a Linneo en el jardín, a Whatt examinando los modelos de
maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel en las galerías de cuadros y estatuas.
Todos
pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán preciosos y
sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se entenderían unos a
otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis los papeles,
será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión de
capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates de
insensatos.
¿Veis
a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias palmadas
sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando: «Bien, muy
bien, magnifico...»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un libro
cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la
frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda,
y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto,
no puede ser de otra manera...»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo
escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo
de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener los
impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los colores, y
resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y haced que se
comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por frívolo, pues que
tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión enérgica y
concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose desdeñosamente del
filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y tiende a desencantar la
Naturaleza.
Rafael
contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la escena, el sol se
ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra, descúbrese en el
firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que brillan como
antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo una figura que,
con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán dolorido y
suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé auxilio en
tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que anda
meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en la
actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé
qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador,
semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras
cosas por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos
hacia otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.
Allí
está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los anteojos, y ora
tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede sacar en limpio una
línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar lo que busca, y
mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le llega un naturalista
rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se pone a observar si
descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El pobre Linneo tenía
recojidas unas florecitas y las estaba distribuyendo cuando pasan por allí
Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un soberbio pasaje, y no
advierten que lo echan todo a rodar y que con una pisada destruyen el trabajo de
muchas horas.
En
fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso encerrarlos de
nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no perdiesen sus títulos a
la inmortalidad.
Lo
que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por
estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno
apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno miraba
como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable bagatela. Y esto,
¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden hasta tal punto?
¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de todos de una misma
manera? Es que estas verdades son de especies muy diferentes; es que el compás
y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al corazón; es que los
sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es que las
abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias sociales; es que
la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las naturalezas de
las cosas, porque la verdad es la misma realidad.
El
empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es abundante
manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es transferir a unas
lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres más privilegiados,
a quienes el Criador ha dotado de una comprensión universal, no podrán
ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña materia no se despojan, en
cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las facultades que mejor se adaptan
al objeto de que se trata[i]
La
buena percepción
§
I
La
idea
Percibir
con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con rigor y
solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por separado,
emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.
¿Qué
es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la percepción en
su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras tareas, ni
conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje común, que
percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo de un objeto;
siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera, que sirve
como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse, la
tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de
fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la
gravitación de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el
equilibrio de los fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un
mismo tiempo, la diferencia entre lo esencial y accidental de los seres;
percibimos los principios de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un
mundo que nos rodea; percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un
cuadro; percibimos la sencillez o complicación de un negocio, los medios
fáciles o arduos para llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o
desagradable que hace en nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso;
en breve, percibimos todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y
aquello que en lo interior nos parece que nos sirve de espejo para ver el
objeto; aquello que ora está presente a nuestro entendimiento, ora se retira o
se adormece, aguardando que otra ocasión lo despierte o que nosotros lo
llamemos para volverse a presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya
existencia no nos es dable poner en duda, aquello se llama idea.
Poco
nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para pensar
bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si es
la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel conducto o
si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas cuestiones,
sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en adelante, se
necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de ideología, so
pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar lastimosamente su
pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente pensando qué piensa y
cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su entendimiento se cambiará, y en
vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de sí mismo.
§
II
Regla
para percibir bien
Percibiremos
con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a lo que se nos
ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el necesario tino para
desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al objeto presente.
¿Se
me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de abstracciones,
nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su complicación y
variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no más que como del
encerado donde trazo los signos y las figuras, y del entendimiento como del ojo
para mirar. Aclararé la regla proponiendo un ejemplo de los más sencillos: una
de las definiciones elementales de la geometría.
La
circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan igualmente
todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que no se trata
aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido metáforico
cuando se la aplica a objetos no geométriros, ni en un sentido lato y grosero,
como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo, pues,
considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden ideal al
cual se aproximará más o menos la realidad.
Pero
como las figuras geométricas se someten a la vista y a la imaginación, me
valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para representarme aquello
que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado, o en la imaginación, veo
o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta para comprender bien su
naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina tan perfectamente como el
más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta a sí mismo de lo que es una
circunferencia. Luego la vista o la imaginacíón de la figura no son
suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si no necesitara
otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está contemplando atentamente
una curva que su amo acaba de trazar, y que sin duda la ve también como éste y
la imagina cuando cierra los ojos, tendría de la misma una idea igualmente
perfecta que Newton o Lagrange.
¿Qué
se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se conozca el
conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin que
desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la
percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas condiciones,
y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.
Quien
se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la diferencia que acabo
de señalar. Vista una circunferencia y la manera de trazarla con el compás, el
alumno más torpe la reconoce donde quiera que se le presente, y la describe sin
equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los talentos; pero viene el
definir la curva, señalando las condiciones que la forman, y entonces se palpa
lo que va de la imaginación al entendimiento, entonces se conoce ya al joven
negado, al medianamente capaz, al sobresaliente.
-¿Qué
es la circunferencia? -preguntáis al primero.
-Es
esto que acabo de trazar.
-Pero,
bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En qué se
diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que la otra?
-¡Oh,
no! Esta es así..., redonda..., aquí hay un punto...
-¿Se
acuerda usted de la definición que da el autor?
-Sí,
señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos distan
igualmente todos de uno que se llama centro.
-¿Por
qué la llamamos curva?
-Porque
no tiene sus puntos en una misma dirección.
-¿Por
qué reentrante?
-Porque
vuelve o entra en sí misma.
-Si
no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?
-Sí,
señor.
-¿No
acaba usted de decirnos que ha de serlo?
-¡Ah!
Sí, señor.
-¿Por
qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?
-Porque...
la circunferencia... porque...
En
fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la
definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra curva,
ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta,
se hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene
otro olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea
cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones
necesarias para formar una circunferencia.
Llegáis,
por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza la figura con
más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad natural, recita más
o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad de la lengua; pero
llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y precisión de sus
ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad y tino de las
aplicaciones.
-En
la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?
-Como
aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por
sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar
si hablamos de superficies.
-Y
expresando línea, ¿podríamos omitir curva?
-Me
parece que sí..., porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta,
que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos
igualmente distantes de uno.
-Y
la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?
-No,
señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una
circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me
queda una circunferencia, sino un arco.
-Pero,
añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar igualmente de uno
que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que será reentrante...
-No,
señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia, y, sin
embargo, no es reentrante.
-¿Y
la palabra igualmente?
-Es
indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta también
tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y además una
curva que trazo a la ventura, rasgueando así... sobre el encerado, tiene
también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A..., que señalo
fuera de ella.
He
aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada deja que desear, que deja
satisfecho al que habla y al que oye.
Acabamos
de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la diferencia
entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea artística, y
tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos casos hay
percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención, aplicación de
las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue palparemos que lo que en
el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que las clasificaciones y
distinciones que en el primero eran indicio de disposiciones felices, son en el
segundo una prueba de que el disertante se ha equivocado al elegir su carrera.
Dos
jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan
perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de decorar
los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a las
preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición, etc.,
etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida satisfacción de
padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente por haber
contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no era dable
encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las materias en
tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje oratorio o
poético.
Camilo
vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama lágrimas de
ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.
-¡Esto
es inimitable -exclama-; es imposible leerlo sin conmoverse profundamente!
¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de sentimientos, qué
propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de concisión y abundancia, de
regularidad y lozanía!
-¡Oh!,
sí -le contesta Eustaquio-; esto es muy hermoso; ya nos lo habían dicho en la
escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las reglas del arte.
Camilo
percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo, aquél discurre
poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras entrecortadas, mientras
éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la verdad; el otro, no; ¿y
por qué? Porque la vezdad en este lugar es un conjunto de relaciones entre el
entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario desplegar a la vez todas
estas facultades aplicándolas al objeto con naturalidad, sin violencia ni
tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o aquella regla, quedando el
análisis razonado y crítico para cuando se haya sentido el mérito del pasaje.
Enredarse en discursos, traer a colación este o aquel precepto antes de haberse
hecho cargo del escogido trozo, antes de haberle percibido, es maniatar, por
decirlo así, el alma, no dejándole expedita más que una facultad, cuando las
necesita todas.
§
III
Escollo
del análisis
Hasta
en las materias donde no entran para nada la imaginación y el sentimiento
conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu obligándole a
sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter peculiar o por los
objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No puede negarse que el
análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve admirablemente en muchos
casos para darles claridad y precisión; pero es menester no olvidar que la
mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de
percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le
constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y
minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan bien el
destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una
contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y analizar,
Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que sensaciones; por
el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas encontraban más que ideas
puras, un refinado espiritualismo; Condillac pretende dar razón de los
fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan sencillo como es el acercar
una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado de todos los sentidos, excepto
el olfato; Malebranche busca afanoso un sistema para explicar lo mismo, y, no
encontrándole en las criaturas, recurre nada menos que a la esencia de Dios.
En
el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que conducen su
discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que, guiados por el hilo
engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la causa, notaremos que
esto procede de que no miran el objeto sino por una cara. No les falta
análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la descomponen; pero tienen
la desgracia de descuidar algunas partes, y si piensan en todas, no recuerdan
que se han hecho para estar unidas, que están destinadas a tener estrechas
relaciones, y que si estas relaciones se arrumban, el mayor prodigio podrá
convertirse en descabellada monstruosidad.
§
IV
El
tintorero y el filósofo
Un
hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su
profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico,
y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose
nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las preciosas
telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa presentaba
mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones especiosas.
Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos, cenicientos,
parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos pedacitos de
goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas estaban hirviendo,
donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales iban echando unas
hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a la calle. El
tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias que andaba
sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y revolviéndolo
todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora acullá,
cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso guardar el
cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los ingredientes
en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran número de materias
y manufacturas de inestimable valor.
-Esto
se va a desperdiciar todo -decía el analítico-. En esta cavuela hay el
ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y que, además,
da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para manchar, y cuyas
señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta caldera hay el palo
C, que podría servir para dar un color grosero y común, pero que no alcanzo
cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra: examinando todo por
separado, encuentro que usted emplea ingredientes contrarios a lo que usted se
propone, y desde ahora doy por seguro que, en vez de sacar nada conforme a las
bellísimas muestras que tiene usted en el despacho, va a sufrir una pérdida de
consideración en su fama e intereses.
-Todo
es posible, señor filósofo -decía el inexorable tintorero, tomando en sus
manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas sin
compasión en las sucias y pestilentes calderas-; todo es posible, pero para dar
fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.
El
filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las objeciones,
desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa. demostración debían estar
malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico! Unas
mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul; otras,
exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente cubierto
con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde campeaban a un
tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran innumerables y encantadores,
manufacturas limpias, tersas, brillantes como si hubieran estado cubiertas con
cristales sin sufrir el contacto de la mano del hombre. El filósofo se marchó
confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es lo mismo saber lo que es una
cosa por sí sola, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no
me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el
componer y reunir; testigo, el tintorero.»
§
V
Objetos
vistos por una sola cara
Entendimientos
por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder lastimosamente por el
prurito de desenvolver una serie de ideas que, no representando el objeto sino
por un lado, acaban por conducir a resultados extravagantes. De aquí es que con
la razón todo se prueba y todo se impugna; y a veces un hombre que tiene
evidentemente la verdad de su parte se halla precisado a encastillarse en las
convicciones y resistir con las armas, del buen sentido y cordura los ataques de
un sofista que se abre paso por todas las hendiduras y se escurre al través de
lo más sólido y compacto, como filtrándose por los poros. La misma
sobreabundancia de ingenio produce este defecto, como las personas demasiado
ágiles y briosas se mantienen difícilmente en un paso mesurado y grave.
§
VI
Inconvenientes
de una percepción demasiado rápida
Es
calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar prevenido
contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con frecuencia a
los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar el objeto; son
como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la superficie de un
estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan, mientras otras aves
que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con pico calan muy adentro,
hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el fondo.
El
contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que escriban,
suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es todavía peor,
comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método, claridad y
precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por sus
principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden menos de
acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que, imitados por
otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces, superficialidad y
ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco profunda regalando la
vista con sus arenas de oro[ii].
El
juicio
Qué
es el juicio. -Manantiales de error
Para
juzgar bien conduce poco el saber si el juicio es un acto distinto de la
percepción o si consiste simplemente en percibir la relación de dos ideas.
Prescindiré, pues, de estas cuestiones, y sólo advertiré que, cuando
interiormente decimos que una cosa es o no es, o que es o no es de esta o de
aquella manera, entonces hacemos un juicio. Así lo entiende el uso común; y
para lo que nos proponemos, esto nos basta.
La
falsedad del juicio depende muchas veces de la mala percepción; así, lo que
vamos a decir, aunque directamente encaminado al modo de juzgar bien, conduce no
poco a percibir bien.
La
proposición es la expresión del juicio.
Los
falsos axiomas, las proposiciones demasiado generales, las definiciones
inexactas, las palabras sin definir, las suposiciones gratuitas, las
preocupaciones en favor de una doctrina son abundantes manantiales de
percepciones equivocadas o incompletas y de juicios errados.
§
II
Axiomas
falsos Toda
ciencia ha menester un punto de apoyo, y quien se encarga de profesarla busca
con tanto cuidado este punto como el arquitecto asienta el fundamento sobre el
cual ha de levantar el edificio. Desgraciadamente, no siempre se encuentra lo
que se necesita, y el hombre es demasiado impaciente para aguardar que los
siglos que él no ha de ver proporcionen a las generaciones futuras el
descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en vez de construir sobre la
realidad, edifica sobre las creacioncs de su pensamiento. A fuerza de cavilar y
autilizar llega hasta el punto de alucinarse a sí mismo, y lo que al principio
fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni consistencia, se convierte en
verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían demasiado; lo más sencillo es
asentar una proposición universal: he aquí el axioma. Vendrán luego numerosos
casos que no se comprenden en él, nada importa: con este objeto se halla
concebido en términos generales y confusos o ininteligibles para que,
interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en su fondo todas las
excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa reputación.
Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un raciocinio
extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una dificultad
apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad de lo que se
defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con fragorosa ruina,
se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el cimiento es firme, es
un axioma, y un axioma es un principio de eterna verdad.»
Para
merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente al espíritu
como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida distancia y en
medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente convencido desde que
se le ofrece, y una vez comprendido el significado de los términos con que se
le anuncia, no debe ser admitido en esta clase. Viciadas las ideas por un axioma
falso, vense todas las cosas muy diferentes de lo que son en sí, y los errores
son tanto más peligrosos cuanto el entendimiento descansa en más engañosa
seguridad.
§
III
Proposiciones
demasiado generales
Si
nos fuese conocida la esencia de las cosas podríamos asentar con respecto a
ella proposiciones universales, sin ningún género de excepción, porque siendo
la esencia la misma en todos los seres de una misina especie, claro es que lo
que del uno afirmásemos sería igualmente aplicable a todos. Pero como de lo
tocante a dicha esencia conocemos poco y de una manera imperfecta, y muchas
veces nada, es de ahí que por lo común no es posible hablar de los seres sino
con relación a las propiedades que están a nuestro alcance y de las que a
menudo no discernimos si están radicadas en la esencia de la cosa o si son
puramente accidentales. Las proposiciones generales se resienten de este
defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y juzgamos, no pueden
extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido. De donde resulta que
sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez descubrimos que se había
tomado por regla lo que no era más que excepción. Esto sucede aun suponiendo
mucho trabajo de parte de quien establece la proposición general; ¿qué será
si atendemos a la ligereza con que se las suele formar y emitir?
§
IV
Las
definiciones inexactas
De
éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven de luz
para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar el
raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos
imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa
definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño
inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones que
pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se levantan
los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de
reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra tomándolas
por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación de la
esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por
qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el
conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se
explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que
emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada,
la incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la
última.
Lo
que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional, porque la
naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le damos por los
motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en muchos casos definir
la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que entendemos cuando hablamos de
ella, o, en otros términos, deberíamos definir la palabra con que pretendemos
expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no conozco su naturaleza, y, por
tanto, si me preguntan su definición no podré darla. Pero sé muy bien a qué
me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y así me será fácil explicar lo
que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé. ¿Qué entiende usted por
la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el día y cuya desaparición
produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las palabras mal definidas.
§
V
Palabras
mal definidas. -Examen de la palabra «igualdad»
En
la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy natural
que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda explicarlo.
Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los capaces de fijar
el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de la que reina en
las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada paso una disputa
acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio nada común;
dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y rechacen una y mil
veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si os queréis atravesar
de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos, tornad la palabra que
expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a cada uno: «¿Qué
entiende usted por esto?» «¿Qué sentido da usted a esta palabra?» Os
acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán sin saber qué
responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas, inconexas, manifestando
bien a las claras que los habéis salido de improviso, que no esperaban el
ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera vez que se ocupan, mal
de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido de una palabra que en un
cuarto de hora han empleado centenares de veces y de que estaban haciendo
infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no acontece y que cada cual da con
facilidad y presteza la explicación pedida: estad seguro que el uno no
aceptará la definición del otro, y que la discordancia que antes versaba, o
parecía versar, sobre el fondo de la cuestión se trasladará de repente al
nuevo terreno, entablándose disputa sobre el sentido de la palabra. He dicho o parecía
versar porque si bien se ha observado el giro de la discusión, se habrá
echado de ver que bajo el nombre de la cosa se ocultaba con frecuencia el
significado de la palabra.
Hay
ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y muy
diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas adrede para
confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de lo que
significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que lastima a
los buenos pensadores.
«La
igualdad de los hombres -dirá un declamador- es una ley establecida por el
mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos suspirando; la Naturaleza no
hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y nobles, y la religión nos
enseña que todos tenemos un mismo origen y un mismo destino. La igualdad es
obra de Dios; la desigualdad es obra del hombre; sólo la maldad ha podido
introducir en el mundo esas horribles desigualdades de que es víctima el linaje
humano; sólo la ignorancia y la ausencia del sentimiento de la propia dignidad
han podido tolerarlas.» Esas palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no
puede negarse que hay en ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores
capitales y verdades palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso,
seductor para los incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una
algarabía ridícula. ¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en
sentidos muy diferentes, la aplica a objetos que distan tanto como cielo y
tierra y pasa a una deducción general con entera seguridad, como si no hubiese
riesgo de equivocación.
¿Queremos
reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos hacerlo.
-¿Qué
entiende usted por igualdad?
-Igualdad,
igualdad..., bien claro está lo que significa.
-Sin
embargo, no será de más que usted nos lo diga.
-La
igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.
-Pero
ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios, porque dos hombres de
seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será posible que sean muy
desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es barrigudo, como el gobernador
de la ínsula de Barataria, y el otro seco de carnes, como el caballero de la
Triste Figura. Además, dos hombres pueden ser iguales o desiguales en saber, en
virtud, en nobleza y en un millón de cosas más; conque será bien que antes
nos pongamos de acuerdo en la acepción que da usted a la palabra igualdad.
-Yo
hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida por el mismo
Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.
-¿Así,
no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos iguales?
-Cierto.
-Ya;
pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros endebles; a unos
hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos de ingenio
despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a otros
violentas; a unos...; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las
desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la igualdad
natural de que usted nos habla?
-Pero
estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos...
-Pasando
por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de la cuestión,
abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza, también hay sus
inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a usted si el niño de
pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?
-Usted
finge absurdos...
-No,
señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de derechos; si no es
así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles debe entenderse
la igualdad y de cuáles no.
Bien
claro es que ahora tratamos de la igualdad social.
-No
trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que hablaba
usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de una
trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto
significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto: ¿en
qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes?
Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al cabo
de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro y
estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado
su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y
caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces se
desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto
al hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que
en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo
patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?
-Esto
es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la ley.
-Nueva
retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que contravenga sufrirá
la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días de cárcel. El rico
paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no tiene un
maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante la
ley?
-Pues
yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no resultase
nunca esta desigualdad.
-Pero
entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para huecos del
presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a usted que no
es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad. Demos que para una
transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos hombres han
incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es opulento
banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los diez mil
reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?
-No,
por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?
-De
ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que la
desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal, encontraremos
la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la vergüenza pública son
penas que el hombre falto de educación y del sentimiento de dignidad sufre con
harta indiferencia, sin embargo, un criminal que perteneciese a cierta
categoría preferiría mil veces la muerte. La pena debe ser apreciada no por lo
que es en sí, sino por el daño que causa al paciente y la impresión con que
le afecta, pues de otro modo desaparecerían los dos fines del castigo: la
expiación y el escarmiento. Luego una misma pena, aplicada a criminales de
clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el nombre, entrañando una
desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en estos inconvenientes hay
mucho de irremediable, pero reconozcamos estas tristes necesidades y dejémonos
de ponderar una igualdad imposible.
La
definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que de
ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un
especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo
orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de antemano,
pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y morimos de una
misma manera.
§
VI
Suposiciones
gratuitas. -El despeñado
A
falta de un principio general, tomamos a veces un hecho que no tiene más verdad
y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos sistemas para
explicar los fenómenos de la Naturaleza? De una suposición gratuita que el
inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra del edificio. Los
mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre que se empeñan en
explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre su naturaleza y
origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de causas, pero no se
ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido proceder; es
necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me explica,
satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en ella el
ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el conocimiento
de la realidad de las cosas.
Este
vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia que vade
la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se
cree, sobre todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o
sucesión de los hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a
saber si ha existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que
haya podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de
que se pretende dar razón.
Se
ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona conocida;
las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió despeñada.
Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la catástrofe: una
caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto será el
mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique más
satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están contemplando la
desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced que se presente el
más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia las conjeturas, y
oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de otra
manera..., como si lo estuviese mirando...; no hay testigos, no puede probarse
en juicio; pero lo que es duda, no cabe».
Y
¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver, el
infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba
leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de
inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado
disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la
vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto concluído:
este hombre se ha suicidado. Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su
casa...; además, que un asesinato no se comete de esta manera... Una desgracia
es imposible, porque él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era
hombre que anduviese precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre
estaba acosado por sus acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna
carta apremiante y no habrá podido resistir más.
-Vamos,
vamos -responderá el mayor número-, cosa clara, y tiene usted razón,
cabalmente es hoy día de correo...
Llega
el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la
cartera del difunto.
-Dos
cartas.
-¿No
lo decía yo?... El correo de hoy...
-La
una es de N, su corresponsal en la plaza N.
-Vamos;
cabalmente, allí tenía sus aprietos.
-Dice
así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la reunión
consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos N N, he
conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede usted vivir
tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún tanto
los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted su
fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he creído
que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan satisfactoria
noticia. Entretanto, etc.. etc.» No hay por qué matarse.
-¿La
otra?
-Es
de su hijo...
-Malas
noticias debió de traer...
-Dice
así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de mi desembarco
estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N. Ha burlado
atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al verme en su casa,
se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su turbación y me he
apoderado de toda su correspondencia. Mientras me ocupaba de esto ha tomado el
portante e ignoro su paradero. Todo se ha salvado, excepto algún desfalco que
calculo de poca consideración. Voy corriendo porque la embarcación que sale va
a darse a la vela, etc., etc.»
El
correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido, todo por
haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en suposiciones
gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una explicación
satisfactoria.
-¿Si
podrá ser un asesinato?...
-Claro
es, porque con este correo..., y además este hombre no carecía de enemigos.
-El
otro día su colono N. le amenazó terriblemente.
-Y
es muy malo.
-¡Oh,
terrible!... Está acostumbrado a la vida bandolera... Vamos, tiene atemorizada
la vecindad...
-¿Y
cómo estaban ahora?
-A
matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y hablaban ambos
muy recio.
-Y
el colono ¿solía, andar por aquí?
-Siempre;
a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino que esto sea
dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del borde del
precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el bosque; el
otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro día a pique de
darse de garrotazos. Miren ustedes... Sino que uno no debe perder a un
infeliz... Casi cada día estaban en pendencias en este mismo lugar.
-Entonces
no hable usted más... ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se prueba?...
-Y
hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por allí su
apero..., y se conoce que ha trabajado hoy mismo... Vamos, ya no cabe duda, es
evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.
Llega
uno del pueblo.
-¡Qué
desgracia!
-¿No
lo sabía usted?
-No,
señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle por si se
apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía...
-¿Preso?...
-Sí,
señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de palabras y
que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan matón...
-¿Y
no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el difunto en la
calle?
-Pues
¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde está
desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí...
Nuevo
chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono; nuevo
desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir la
realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.
§
VII
Preocupación
en favor de una doctrina
He
aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la verdadera
rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus progresos.
Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del espíritu
humano no la atestiguara con hechos irrecusables.
El
hombre dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en las
cosas, lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones.
Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la mayor buena
fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando, por la causa de la
verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se ha recibido las
primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo o
tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y otras circunstancias
semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas
siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.
Apenas
dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos ofrecieron ciertos
axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas proposiciones como
sostenidas por demostraciones irrefragables, y las razones que militaban por la
otra parte nunca se nos hizo considerarlas como pruebas que examinar, sino como
objeciones que soltar. ¿Había alguna de nuestras razones que claudicaba por un
lado? Se acudía, desde luego, a sostenerla, a manifestar que en tolo caso no
era aquélla la única, que estaba acompañada de otras cuniplidamente
satisfactorias y que, si bien ella sola quizá no bastaría no obstante,
añadida a las demás, no dejaba de pesar en la balanza y de inclinarla más y
más a favor nuestro. ¿Presentaban los adversarios alguna dificultad de
espinosa solución? El número de las respuestas suplía a su solidez. El
gravísimo autor A contesta de esta manera, el insigne B de otra, el sabio C de
tal otra; cualquiera de las tres es suficiente; escójase la que mejor parezca,
con entera seguridad de que el Aquiles de los adversarios habrá recibido la
herida en el tendón. No se trata de convencer, sino de vencer; el amor propio
se interesa en la contienda, y conocidos son los infinitos recursos de este
maligno agente. Lo que favorece se abulta y exagera; lo que obsta se disminuye,
se desfigura u oculta; la buena fe protesta algunas veces desde el fondo del
alma, pero su voz es ahogada y acallada con una palabra de paz en encarnizado
combate.
Si
así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos se hayan
visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados
alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su
saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que sus
adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera
opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no
necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o
la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando
consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus
adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las
consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se
distinguían por su entereza cristiana.
Las
causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a otros al
error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí se
encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va
acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el
número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este
es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con
ignominiosa cobardía.»
Por
este motivo, cuando se trata de convencer a otros, es preciso separar
cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor propio; importa
sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada perderá en
reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su talento; de otro
modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun teniéndole bajo
vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que se confiese
vencido.
Hay
ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la verdad; en
vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que se dé a
partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades desagradables[iii].
El
raciocinio
§
I
Lo
que valen los principios y las reglas de la dialéctica
Cuando
los autores tratan de esta operación del entendimiento amontonan muchas reglas
para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré sobre la verdad
de éstos, pero dudo mucho que la utilidad de aquéllas sea tanta como se ha
pretendido. En efecto; es innegable que las cosas que se identifican con una
tercera se identifican entre sí; que de dos cosas que se identifican entre sí
si la una es distinta de una tercera lo será también la otra; que lo que se
afirma o niega de todo un género o especie debe afirmarse o negarse del
individuo contenido en ellos, y, además, es también mucha verdad que las
reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo
tengo la dificultad en la aplicación y no puedo convencerme de que sean de
grande utilidad en la práctica.
En
primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento
cierta precisión, que puede servir, en algunos casos, para concebir con más
claridad y atender a los vicios que entrañe un discurso; bien que a veces esta
ventaja quedará neutralizada con las inconvenientes acarreados por la
presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del
raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte y no acertar a
ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin
equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar no diré
con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.
§
II
El
silogismo. -Observaciones sobre este instrumento dialéctico
Formaremos
cabal concepto de la utilidad de dichas reglas si consideramos que quien
raciocina no las recuerda si no se ve precisado a formular un argumento a la
manera escolástica, cosa que, en la actualidad, ha caído en desuso. Los
alumnos aprenden a conocer si tal o cual silogismo peca contra esta o aquella
regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al salir de la escuela
nunca encuentran nada que a ellos se parezca. «Toda virtud es loable; la
justicia es virtud, luego es loable.» Está muy bien; pero cuando se me ofrece
discernir si en tal o cual acto se ha infringido la justicia y la ley tiene algo
que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia, analizando
los altos principios en que estriba y las utilidades que su imperio acarrea al
individuo y a la sociedad, ¿de qué me servirá dicho ejemplo u otros
semejantes? Los teólogos y juristas quisiera que me dijesen si en sus discursos
les han servido mucho las decantadas reglas.
«Todo
metal es mineral; el oro es metal, luego es mineral.» «Ningún animal es
insensible; los peces son animales, luego no son insensibles.» «Pedro es
culpable.» «Esta onza de oro no tiene el debido peso; esta es la que Juan me
ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido peso.» Estos
ejemplos, y otros por el mismo tenor, son los que suelen encontrarse en las
obras de lógica que dan reglas para los silogismos, y yo no alcanzo qué
utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.
La
dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades, más propias
para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el discurso se
traslada de los ejemplos a la realidad no encuentra nada semejante, y entonces o
se olvida completamente de las reglas o, después de haber ensayado el
aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la enojosa e inútil tarea.
Cierto sujeto, muy conocido mío, se había tomado el trabajo de examinar todos
sus discursos a la luz de las reglas dialécticas; no sé si en la actualidad
conservará todavía este peregrino humor; mientras tuve ocasión de tratarle no
observé que alcanzase gran resultado.
Analicemos
algunos de estos ejemplos y comparémoslos con la práctica.
Trátase
de la pertenencia de una posesión. Todos los bienes que fueron de la familia N
debieron pasar a la familia M; pero el mucho tiempo transcurrido y otras
circunstancias hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que esta
última se halla en posesión, fundándose en que sus derechos a ella le vienen
de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el siguiente:
Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así que el manso
B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no complicar,
supondremos que no haya dificultad en la primera proposición, o sea en la
mayor, y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir, que le incumbe
probar que efectivamente el manso B perteneció a la familia N.
Todo
el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se prueba la
menor o no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo?, ¿sirve de nada
el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada uno? Cuando se
haya llegado a probar que el manso B perteneció a la familia N, ¿será
menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima poseedora? El
discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan
clara, es tan obvia la deducción, que las reglas dadas para sacarla más bien
que otra cosa parecerán un puro entretenimiento especulativo. No estará el
trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos para probar que el manso
B perteneció realmente a la familia N, en interpretar cual conviene las
cláusulas del testamento, donación o venta por donde lo había adquirido; en
esto y en otros puntos consistirá la dificultad; para esto sería necesario
agudizar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas a fin de discernir la
verdad entre muchos y complicados y contradictorios documentos. Gracioso sería,
por lo demás, el preguntar a los abogados y al juez cuántas veces han pensado
en semejantes reglas cuando seguían con ojo atento el hilo que debía,
respectivamente, conducirlos al objeto deseado.
«La
moneda que no reúne las calidades prescritas por la ley no debe recibirse; esta
onza de oro no las tiene, luego, no debe recibirse.» El raciocinio es tan
concluyente como inútil. Cuando yo esté bien instruido de las circunstancias
exigidas por la ley monetaria vigente, y además haya experimentado que esta
onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador sin discursos; y si se
traba disputa no versará sobre la legitimidad de la consecuencia, sino sobre si
a tantos o cuantos gramos de déficit se ha de tomar todavía, si está bien
pesada o no, si lleva esta o aquella señal y otras cosas semejantes.
Cuando
el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su pensamiento, así como los
ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos. Se presenta una
idea, se la concibe con más o menos claridad; en ella se ve contenida otra u
otras; con éstas se suscita el recuerdo de otras, y así se va caminando con
suavidad, sin cavilaciones sin embarazarse a cada paso con la razón de aquello
que se piensa.
§
III
El
entimema
La
evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas de
argumentación el entimema, el cual no es más que un silogismo en que se calla,
por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó a los
dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo a cada paso, pues pudieron
notar que en la práctica se omitía, por superfluo, el presentar por extenso
todo el hilo del raciocinio. Así, en el último ejemplo, el silogismo por
extenso sería el que se ha puesto al principio, pero en forma de entimema se
convertiría en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por
la ley; luego no debo recibirla»; o, en estilo vulgar y más conciso y
expresivo: «No la tomo, es corta.»
§
IV
Reflexiones
sobre el término medio
Todo
el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un término
medio para deducir la relación que tienen entre sí. Cuando se conocen ya y se
tienen presentes esos extremos y ese término medio; nada más sencillo que
hacer la comparación; pero cabalmente entonces ya no es necesaria la regla,
porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo se
encuentra ese término medio?¿Cómo se conocen los dos extrernos cuando se
hacen investigaciones sobre un objeto del cual se ignora lo que es? Sé muy bien
que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendría tal calidad; pero
el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y, por tanto,
no pienso en uno de los dos extremos; ni, aun cuando pensara en ello, me
encuentro con medios de comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el hombre que
pasa por su lado fuera el asesino a quien persigue desde mucho tiempo, debería
enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al culpable no
piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el individuo que
está presente, no puede condenarle, por falta de pruebas. Tiene los dos
extremos, mas no el término medio; término que no se le ofrecerá ciertamente
bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria, su residencia
ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en la actualidad,
el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato, testigos que le
vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la víctima; su traje,
estatura, fisonomía; señales sangrientas que se han notado en su ropa, el
puñal escondido, el azoramiento con que llegó a deshora a su casa pocos
momentos después del desastre, algunas prendas que se han encontrado en su
poder y que se parecen mucho a otras que tenía el difunto, sus contradicciones,
su reconocida enemistad con el asesinado; he aquí los términos medios, o más
bien un conjunto de circunstancias que han de indicar si el preso es el
verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del silogismo? Ahora
habrá que atender a una palabra, después a un hecho; aquí se habrá de
examinar una señal, más allá se habrán de cotejar dos o más coincidencias.
Será preciso atender a las cualidades físicas, morales y sociales del
individuo; será necesario apreciar el valor de los testigos; en una palabra,
deberá el juez revolver la atención en todas direcciones, fijarla sobre mil y
mil objetos diferentes y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no
dejar sin castigo al culpable o no condenar al inocente.
Lo
diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de dialéctica
de nada sirven para la práctica; quien creyese que con aquel mecanismo ha
aprendido a pensar, puede estar persuadido de que se equivoca. Si lo que acabo
de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.
§
V
Utilidad
de las formas dialécticas
Sin
embargo de lo dicho, no negaré que esas formas dialécticas sean útiles, aun
en nuestro tiempo, para presentar con claridad y exactitud el encadenamiento de
las ideas en el raciocinio, y que si no valen mucho como medio de invención,
sean a veces provechosas como conducto de enseñanza. Así es que, lejos de
pretender que se las destierre del todo de las obras elementales, conviene que
se las conserve, no en toda su sequedad, pero sí en todo su vigor. Nervos
et ossa las llamaba Melchor Cano con mucha oportunidad; no se destruyan,
pues, esos nervios y huesos; basta cubrirlos con piel blanda y colorada para que
no repugnen ni ofendan. Porque es preciso confesar que ahora, a fuerza de
desdeñar las formas, se cae en el extremo opuesto, sumamente dañoso al
adelanto de las ciencias y a la causa de la verdad. Antes los discursos eran
descarnados en demasía; presentaban, por decirlo así, desnuda la armazón;
pero ahora tanto es el cuidado de la exterioridad, tal el olvido de lo interior,
que en muchos discursos no se encuentran más que palabras, que serían bellas
si serlo pudieran palabras vacías. Con el auxilio de las formas dialécticas
traveseaban en demasía los ingenios sutiles y cavilosos; con las formas
oratorias se envuelven a menudo los espíritus huecos. Est
modus in rebus[iv]
No
todo lo hace el discurso
§
I
La
inspiración
Es
un error el figurarse que los grandes pensamientos son hijos del discurso;
éste, bien empleado, sirve algún tanto para enseñar, pero poco para inventar.
Casi todo lo que el mundo admira de más feliz, grande y sorprendente es debido
a la inspiración, a esa luz instantánea que brilla de repente en el
entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le viene.
Inspiración, la apellido, y con mucha propiedad, porque no cabe nombre más
adaptado para explicar este admirable fenómeno.
Está
un matemático dando vueltas a un intrincado problema; se ha hecho cargo de
todos los datos, nada le queda que practicar de lo que para semejantes casos
está prevenida. La resolución no se encuentra; se han tanteado varios planteos
y a nada conducen. Se han tomado al acaso diferentes cantidades por si se da en
el blanco; todo es inútil. La cabeza está fatigada, la pluma descansa sobre el
papel, nada escribe. La atención del calculador está como adormecida de puro
fija; casi no sabe si piensa. Cansado de forcejear, por abrir una puerta tan
bien cerrada, parece que ha desistido de su empeño y que se ha sentado en el
umbral aguardando si alguien abrirá por la parte de adentro. «Ya lo veo
-exclama de repente-; esto es...» Y, cual otro Arquímedes, sin saber lo que le
sucede, saltaría del baño y echaría a correr gritando: «¡Lo he
encontrado!... ¡Lo he encontrado!»
Acontece
a menudo que después de largas horas de meditación no se ha podido llegar a un
resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído, ocupado en asuntos
totalmente diferentes, se le presenta de improviso la verdad como una aparición
misteriosa. Hallábase Santo Tomás de Aquino en la mesa del rey de Francia, y
como no debía de ser malcriado y descortés, no es regular que escogiese aquel
puesto para entregarse a meditaciones profundas. Pero antes de la hora del
convite estaría en la celda ocupado en sus ordinarias tareas, aguzando las
armas de la razón para combatir a los enemigos de la Iglesia. Natural es que le
sucediese lo que suelen experimentar todos los que tienen por costumbre penetrar
en el fondo de las cosas, que aun cuando han dejado la meditación en
que estaban embebidos, se les ocurre con frecuencia el punto en cuestión, como
si viniese a llamar a la puerta, preguntando si le toca otra vez el turno. Y he
aquí que, sin saber cómo, se siente inspirado, ve lo que antes no veía, y,
olvidándose de que estaba en la mesa del rey, da sobre ella una palmada,
exclamando: «¡Esto es concluyente contra los maniqueos!...»
§
II
La
meditación
Cuando
el hombre se ocupa en comprender algún objeto muy difícil, tan lejos está de
andar con la regla y compás en la mano para dirigir sus meditaciones, que las
más de las veces queda absorto en la investigación, sin advertir que medita,
ni aun que existe. Mira las cosas ahora por un lado, después por otro;
pronuncia interiormente el nombre de aquella que examina; da una ojeada a lo que
rodea el punto principal; no se parece a quien sigue un camino trillado, como
sabiendo el término a que ha de llegar, sino a quien, buscando en la tierra un
tesoro cuya existencia sospecha, pero de cuyo lugar no está seguro, anda
excavando, acá y acullá, sin regla fija.
Y,
si bien se observa, no puede suceder de otra manera, cuando ya de antemano no se
conoce la verdad que se busca. El que tiene a la vista un pedazo de mineral cuya
naturaleza conoce, cuando trate de manifestar a otros lo que él sabe sobre la
misma, se valdrá del procedimiento más sencillo y más adaptado para el
efecto. Pero, si no tuviese dicho conocimiento, entonces le revolvería y
miraría repetidas aquel indicio formaría sus conjeturas, y, al fin, echaría
mano de experimentos a propósito no para manifestar que es tal, sino para
descubrir cuál es.
§
III
Invención
y enseñanza
De
esto nace la diferencia entre el método de enseñanza y el de invención; quien
enseña sabe adónde va y conoce el camino que ha de seguir, porque ya le ha
recorrido otras veces; mas el que descubre, tal vez no se propone nada
determinado, sino examinar lo que hay en el objeto que le ocupa; quizá se
prefija un blanco, pero ignorando si es posible alcanzarle o dudando si existe,
si es más que un capricho de su imaginación; y, en caso de estar seguro de su
existencia, no conoce el sendero que a él le ha de conducir.
Por
este motivo los más elevados descubrimientos se enseñan por principios muy
diferentes de los que guiaron a los inventores; y el cálculo infinitesimal es
debido a la geometría, y ahora se llega a sus aplicaciones geométricas por una
serie de procedimientos puramente algebraicos. Así, se levanta en una
cordillera de escarpadas montañas un picacho inaccesible, donde, al parecer, se
divisan algunos restos de un antiguo edificio; un hombre curioso y atrevido
concibe el designio de subir allá; mira, tantea, trepa por altísimos
peñascos, se escurre por pasadizos impracticables, se aventura por el
estrechísimo borde de espantosos derrumbaderos, se ase de endebles plantas y
carcomidas raíces y, al fin, cubierto de sudor y jadeando de cansancio, toca la
deseada cumbre y, levantando los brazos, clama con orgullo: «¡Ya estoy
arriba!» Entonces domina de una ojeada todas las vertientes de las cordilleras,
lo que antes no veía sino por partes ahora lo ve en su conjunto; mira hacia los
puntos por donde había tanteado, ve la imposibilidad de subir por allí y se
ríe de su ignorancia. Contempla las escabrosidades por donde acaba de
atravesar, y se envanece de su temeraria osadía. Y ¿cómo será posible que
por estas malezas suban los que te están mirando? Pero ved ahí un sendero muy
fácil; desde abajo no se descubre, desde arriba sí. Da muchos rodeos, es
verdad; se ha de tomar a larga distancia, pero es accesible hasta a los más
débiles y menos atrevidos. Entonces desciende corriendo, se reúne con los
demás, les dice: «Seguidme», los conduce a la cima, sin cansancio ni peligro,
y allí les hace disfrutar de la vista del monumento y de los magníficos
alrededores que el picacho domina.
§
IV
La
intuición
Mas
no se crea que las tareas del genio sean siempre tan laboriosas y pesadas. Uno
de sus caracteres es la intuición, el ver sin esfuerzo lo que otros no
descubrían sino con mucho trabajo, el tener a la vista el objeto inundado de
luz cuando los demás están en tinieblas. Ofrecedle una idea, un hecho, que
quizá para otros serán insignificantes; él descubre mil y mil circunstancias
y relaciones antes desconocidas. No había más que un pequeño círculo, y al
clavarse en él la mágica mirada, el círculo se agita, se dilata, va
extendiéndose como la aurora al levantarse el sol. Ved: no había más que una
débil ráfaga luminosa; pocos instantes después brilla el firmamento con
inmensas madejas de plata y de oro; torrentes de fuego inundan la bóveda
celeste del oriente al ocaso, del aquilón al sur.
§
V
No
está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez. -Sobiezk.
Las víboras de Aníbal
Hay
en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez no ha sido
observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que, sin
embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos las
presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan sencillas,
tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.
Dos
hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada partida. Uno
de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente... «Tiempo perdido»,
dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy bien defender y
se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le amenaza. «Vaya una
humorada -exclaman todos-; esto le hará a usted mucha falta.» «¿Qué quieren
ustedes? -dice el taimado-; no atina uno en todo»; y continúa como distraído.
El adversario no ha penetrado la intención, no acude al peligro, juega; y el
distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca por el flanco descubierto, y con
maligna sonrisa dice: «Jaque mate.» «Tiene razón -gritan todos-; y ¿cómo
no lo habíamos visto?; y una cosa tan sencilla..., pues claro; perdió el
tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó una pieza para abrirse paso;
acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar aquella salida; parece
imposible que no lo hubiéramos advertido.»
Están
los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por dónde se deberá
atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del rey de Polonia.
Las reglas del arte andan de boca en boca; los proyectos son innumerables. Llega
Sobieski, echa una ojeada sobre el ejército enemigo: «Es mío -dice-; está
mal acampado.» Al día siguiente ataca; los turcos son derrotados y Viena es
libre. Y después de visto el plan de ataque y su feliz éxito, todos dirán:
«Los turcos cometieron tal o cual falta; tenía razón el rey: estaban mal
acampados»; todos veían la verdad, la encontraban muy sencilla, pero después
de habérsela mostrado.
Todos
los matemáticos sabían las propiedades de las progresiones aritméticas y
geométricas: que el exponente de 1 era 0, que el de 10 era 1, que el de 100 era
2, y así, sucesivamente, y que el de los números medios entre 1 y 19 era un
quebrado; pero nadie veía que con esto se pudiese tener un instrumento de
tantos y tan ventajosos usos como son las tablas de los logaritmos. Neper dijo:
«Helo aquí», y todos los matemáticos vieron que era una cosa muy sencilla.
Nada
más fácil que el sistema de nuestra numeración y, sin embargo, no lo
conocieron ni los griegos ni los romanos. ¿Qué fenómeno más sencillo, más
patente a nuestros ojos que la tendencia de los fluidos a ponerse a nivel, a
subir a la misma altura de la cual descienden? ¿No lo estamos viendo a cada
paso en las retortas y en todos los vasos donde hay dos o más tubos de
comunicación? ¿Qué cosa más sencilla que la aplicación de esta ley de la
Naturaleza a objeto de tanta utilidad como es la conducción de las aguas? Y,
sin embargo, ha debido transcurrir mucho tiempo antes que la Humanidad se
aprovechara de la lección que estaba recibiendo todos los días en un fenómeno
tan sencillo.
Dos
artesanos poco diestros se hallaban en una obra. El uno consulta al otro; ambos
cavilan, ensayan, malbaratan, sin conseguir nada. Acuden por fin a un tercero,
de aventajada nombradía: «A ver si usted nos saca de apuros.» «Muy sencillo:
de esta manera.» «Tiene usted razón; era tan fácil, y no habíamos sabido
dar en ello.»
Está
Aníbal a la víspera de un combate naval; da sus disposiciones y, entretanto,
vuelven a bordo algunos soldados, que llevan un gran número de vasos de barro
bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza la refriega; los
enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen aquellos vasos en
vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa es muy poco. Pasan
algunos momentos; un marino siente una picadura atroz; al grito del lastimado
sucede el de otro; todos vuelven la vista y notan con espanto que la nave está
llena de víboras. Introdúcese el desorden. Aníbal maniobra con destreza y la
victoria se decide en su favor. Ciertamente que nadie ignoraba que era posible
recoger muchas víboras y encerrarlas en vasos de barro y tirarlos a las naves
enemigas; pero la ocurrencia sólo la tuvo el astuto cartaginés. Y él, sin
duda, encontró el infernal ardid sin raciocinios ni cavilaciones; bastóle, tal
vez, que alguien mentase la palabra víbora para atinar, desde luego,
en que este reptil podía servirle de excelente auxiliar.
¿Qué
nos dicen estos ejemplos? Nos dicen que el talento consiste muchas veces en ver
una relación que está patente y en la cual nadie atina. Ella, en sí, no es
difícil, y la prueba está en que tan pronto como alguno la descubre y la
señala con el dedo, diciendo: «Mirad», todos la ven sin esfuerzo y hasta se
admiran de no haberla advertido. Así que el lenguaje, llevado por la fuerza
misteriosa de las cosas, los llama a estos pensamientos: ocurrencia, golpes,
inspiraciones, expresando de esta manera que no costaron trabajo, que se
ofrecieron por sí mismos.
§
VI
Regla
para meditar
De
lo dicho inferiré que para pensar bien no es buen sistema poner el espíritu en
tortura, sino que es conveniente dejarle con cierto desahogo. Está meditando
sobre un objeto; al parecer no adelanta; con la atención sobre una cosa,
diríase que está dormitando. No importa; no lo violentéis; mira si descubre
algún indicio que le guíe; se asemeja al que tiene en la mano una cajita
cerrada con un resorte misterioso, en la cual se quiere poner a prueba el
ingenio, por si encuentra el modo de abrirla. La contempla largo rato, la vuelve
repetidas veces, ora aprieta con el dedo, ora forcejea con la uña, hasta que,
al fin, permanece un instante inmóvil y dice: «Aquí está el resorte; ya
está abierta.»
§
VII
Carácter
de las inteligencias elevadas. -Notable doctrina de Santo Tomás de Aquino
¿Por
qué no se ocurren a todos ciertas verdades sencillas? ¿Cómo es que el linaje
humano haya de mirar cual espíritus extraordinarios a los que ven cosas que, al
parecer, todo el mundo había podido ver? Esto es buscar la razón de un arcano
de la Providencia; esto es preguntar por qué el Criador ha otorgado a algunos
hombres privilegiados una gran fuerza de intuición, o sea visión intelectual
inmediata, y la ha negado al mayor número.
Santo
Tomás de Aquino desenvuelve sobre este particular una doctrina admirable.
Según el santo doctor, el discurrir es señal de poco alcance del
entendimiento; es una facultad que se nos ha concedido para suplir a nuestra
debilidad, y así es que los ángeles entienden, mas no discurren. Cuanto más
elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas lo que
las más limitadas tienen distribuido en muchas. Así, los ángeles de más alta
categoría entienden por medio de pocas ideas; el número se va reduciendo a
medida que las inteligencias criadas se van acercando al Criador, el cual como
ser infinito e inteligencia infinita, todo lo ve en una sola idea, única,
simplicísima, pero infinita: su misma esencia. ¡Cuán sublime teoría! Ella
sola vale un libro; ella prueba un profundo conocimiento de los secretos del
espíritu; ella nos sugiere innumerables aplicaciones con respecto al
entendimiento del hombre.
En
efecto; los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia de las
ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas, donde
hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre mucho
terreno, y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila
remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí
contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas
llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas
praderas, ricas y variadas mieses.
En
todas las cuestiones hay un punto de vista principal dominante; en él se coloca
el genio. Allí tiene la clave, desde allí lo domina todo. Si al común de los
hombres no les es posible situarse de golpe en el mismo lugar, al menos deben
procurar llegar a él a fuerza de trabajo, no dudando que con esto se ahorrarán
muchísimo tiempo y alcanzarán los resultados más ventajosos. Si bien se
observa, toda cuestión y hasta toda ciencia tienen uno o pocos puntos capitales
a los que se refieren los demás. En situándose en ellos, todo se presenta
sencillo y llano; de otra suerte, no se ven más que detalles y nunca el
conjunto. El entendimiento humano, ya de suyo tan débil, ha menester que se le
muestren los objetos tan simplificados como sea dable; y, por lo mismo, es de la
mayor importancia desembarazarlos de follaje inútil, y que, además, cuando sea
preciso cargarle con muchas atenciones simultáneas, se las distribuya, de
suerte que queden reducidas a pocas clases, y cada una de éstas vinculada en un
punto. Así se aprende con más facilidad, se percibe con lucidez y exactitud y
se auxilia poderosamente la memoria.
§
VIII
Necesidad
del trabajo
De
las doctrinas de este capítulo sobre la inspiración e intuición, ¿podremos
inferir la conveniencia de abandonar el discurso, y hasta el trabajo, y de
entregarnos a una especie de quietismo intelectual? No, ciertamemte. Para el
desarrollo de toda facultad hay una condición indispensable: el ejercicio. En
lo intelectual, como en lo físico, el órgano que no funcione se adormece,
pierde de su vida; el miembro que no se mueve se paraliza. Aun los genios más
privilegiados no llegan a adquirir su fuerza hercúlea sino después de largos
trabajos. La inspiración no desciende sobre el perezoso; no existe cuando no
hierven en el espíritu ideas y sentimientos fecundantes. La intuición, el ver
del entendimiento, no se adquiere sino con un hábito engendrado por el
mucho mirar. La ojeada rápida, segura y delicada de un gran pintor no se debe
sólo a la Naturaleza, sino también a la dilatada contemplación y observación
de los buenos modelos; y la magia de la música no se desenvolvería en la
organización más armónica, sujeta únicamente a oír sonidos ásperos y
destemplados[v]
La
enseñanza
§
I
Dos
objetos de la enseñanza. -Diferentes clases de profesores
Distinguen
comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención.
Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.
La
enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los elementos
de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de la escuela
puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.
Podría
parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin embargo no es así.
Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al
segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero basta
conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones cuyo conjunto forma
el cuerpo de la ciencia; para lo segundo es preciso saber cómo se ha construido
esa cadena que enlaza un extremo con otro; para lo primero bastan hombres que
conozcan los libros; para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las
cosas.
Más
diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito
para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo, pues que
éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la
sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los
alumnos poco capaces.
La
clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en
que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus
corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los
elementos.
Pero
al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los
jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que
permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar
con preciosa, semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más
difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con
la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar
por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde
pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el
talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarle con temeraria
presunción, he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza
elemental no como fruto, sino como semilla.
§
II
Genios
ignorados de los demás y de sí mismos
¡Cuán
pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y ¿cómo es
posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién
cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad elevada? ¿Quién
procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las
cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir más arriba; con
las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente, y
se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al
hombre entero.
Así,
cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama
del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir; y,
encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya
hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas
fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con
respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio
permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una mano que las
sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular
flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza muscular y otras calidades
corporales están ocultas, hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al
que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera
ser capaz de blandir la pesada clava.
§
III
Medios
para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor
Un
profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las secciones
cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas, presentándoles las
ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las propiedades que de ésta
se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los elementos, pero no se
ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales; nada se le ofrece que
pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en realidad le posea.
Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación fundamental, al parecer
de mera convención, no es probable que se le haya establecido sin motivo, desde
luego, el joven se halla mal seguro sobre la base que reputaba sólida y busca
el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no acierta en el principio
generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el nombre que llevan y
recordarle que la sección, paralela a la base del coro es un círculo.
Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en diferentes
posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es cerrada, y no
paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que se ha llamado
elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralalismo, ya más distante, y
siempre nota que la figura es una elipse, con la única diferencia de su mayor
aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia de los ejes. ¿Será
posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta curva? ¿Hay algunos
datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las propiedades del cono y de la
sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación del plano cambia la
naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones, de suerte que no
salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna semejanza entre
ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se ofrecen al
discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones, veréisle
al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras, concebir
triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a la
ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones de la
teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en qué
cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza, contaba
muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora echaréis de
ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado un paso,
mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en el
verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él mismo;
entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá, andando
el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.
Un
profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y deberes de
la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los padres,
aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se acostumbran. Hasta
aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para desenvolver el genio
filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda hacerle sobresalir entre el
común de sus compañeros, dotados de una capacidad regular. El hábil profesor
desea tomar la medida de los talentos que hay en la cátedra, y el tiempo que le
sobra después de la explicación le emplea en hacer un experimento.
-Sobre
estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los sentimientos del
corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las inspiraciones
de la Naturaleza?- A esta pregunta responderán hasta los medianos, observando
que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y éstos a los padres, y que
así están enlazados nuestros deberes con nuestros afectos, instigándonos
éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay diferencia entre los
alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el profesor analizando la
materia, y pregunta:
-¿Qué
le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y no
corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?
-Que
faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.
-¿Pero
cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como deben con sus
padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por sobreabundancia de
amor y ternura?
-En
esto hacen muy mal los hijos -dirá el uno.
-Los
hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el otro;
quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan
distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos
afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen
cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando
razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que
satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de
adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a ver
si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.
-Es
demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha frecuencia a
sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón de esto se
halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es para la
conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber, el Criador
ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se conserva más o menos
bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos; pero el día que los padres
se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos, el linaje humano caminaría
a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun los mejores, no profesan a
sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los padres a los hijos. El Criador
podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor tan apasionado y tierno como lo
es el de los padres, pero ésto no era necesario, y por lo mismo no lo ha hecho.
Y es de notar que las madres, que han menester mayor grado de este amor y
ternura, lo tienen llevado hasta los límites del frenesí, habiéndolas
pertrechado el Criador contra el cansancio que pudieran producirles los primeros
cuidados de la infancia. Resulta, pues, que la falta del cumplimiento de los
deberes en los hijos no procede precisamente de que éstos sean peores, pues
ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo hicieron los suyos, sino de que
el amor filial, es de suyo menos intenso que el paternal, ejerce mucho menos
ascendiente y predominio sobre el corazón, y por lo mismo se amortigua con más
facilidad; es menos fuertes para superar obstáculos y ejerce menor influencia
sobre la totalidad de nuestras acciones.
En
las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta
descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos
arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en
el bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.
§
IV
Necesidad
de los estudios elementales
No
se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la
enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de aprender
una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es
preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las
letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de diccionario
que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la
razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a
formar lo que llamamos eruditos a la violeta.
En
efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales,
voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino
estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras
consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar
otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser
miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de
suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si
el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder
reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al menos ha de
reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es
temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a perder mucho
tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista
más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en la tienda de
un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus
brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de
los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo hará en ellos muchas
variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada, cambiará su forma y tal
vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome tal como los encuentra, que
se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la experiencia le hayan
demostrado los inconvenientes de que adolecen y las mejoras de que son
susceptibles.
Puede
aplicarse a todas las ciendas el consejo que se da a los que quieren aprender la
historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un compendio. A este
propósito son notables las palabras de Bossuet en la dedicatoria que precede a
su Discurso sobre la historia universal. Asienta la necesidad de
estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar fatiga, y
luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la compararemos a
la descripción de los mapas geográficos: la historia universal es el mapa
general comparado con las historias particulares de cada país y de cada pueblo.
En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino o una provincia en
sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en su
todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla de Francia en el
reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa ocupa en el
universo.» Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre el Mapamundi y
los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos. En todos hay un
conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender mejor las partes y no
andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas. Aun las ideas que se
adquieren por este método son casi siempre incompletas, a menudo inexactas y
algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes aún no pesan tanto como
los que resultan de acometer a tientas, sin antecedentes ni guía, el estudio de
una ciencia.
Las
obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es verdad, pero,
tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya, os será más
fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne; darle
calor, movimiento y vida.
Entre
los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por decirlo así,
han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios hay siempre una
diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros se distinguen por
la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se lucen tal vez con
abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan un solemne
tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad[vi].
La
invención
§
I
Lo
que debe hacer quien carezca del talento de invención
Creo
haber dicho lo suficiente con respecto a los métodos de enseñar y aprender;
paso a tratar del método de invención.
Conocidos
todos los elementos de una ciencia, y llegado el hombre a edad y posición en
que puede dedicarse a estudios de mayor extensión y profundidad, está en el
caso de seguir senderos menos trillados y acometer empresas más osadas. Si la
naturaleza no le ha dotado del talento de invención, preciso le será
contentarse por toda su vida con el método elemental, bien que tomado en mayor
escala. Necesita guías, y este servicio le prestarán las obras magistrales.
Mas no se crea que deba entenderse condenado a ciego servilismo y no haya de
atreverse a discordar nunca de la autoridad de sus maestros; en la milicia
científica y literaria no es tan severa la disciplina que no sea lícito al
soldado dirigir algunas observaciones a su jefe.
§
II
La
autoridad científica
Los
hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy pocos, y mejor es
alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a manera de
miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.
Diciendo
esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente científicas y
literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a entender que no
adolezco de tal achaque; sólo me propongo indicar una necesidad de nuestro
entendimiento, que, siendo por lo común muy flaco, ha menester un apoyo. La
hiedra, entrelazándose con un árbol, se levanta a grande altura; si creciese
sin arrimo yacería tendida por el suelo, pisoteada por los transeuntes.
Además, que no por haber hecho esta observación se ha de cambiar el orden
regular de las cosas, pues con ella más bien he consignado un hecho que
ofrecido un consejo. Sí, un hecho, porque, a pesar de tanto como se blasona de
independencia, es más claro que la luz del mediodía que esta independencia no
existe, que gran parte de la humanidad anda guiada por algunos caudillos, y que
éstos, a su talante, la llevan por el camino de la verdad o del error.
Este
es un hecho de todos los países y de todos los siglos; hecho indestructible,
porque está fundado en la misma naturaleza del hombre. El débil siente la
superioridad del fuerte y se humilla en su presencia; el genio no es el
patrimonio del linaje humano, es un privilegio a pocos concedido; quien lo posee
ejerce sobre los demás un ascendiente irresistible. Se ha observado con mucha
verdad que las masas tienen una tendencia al despotismo; esto dimana de que
sienten su incapacidad para dirigirse, y, naturalmente, buscan un jefe; la que
se experimenta en la guerra y la política se nota también en las ciencias. La
generalidad de los que las profesan son también masas, son verdadero vulgo, que
entregado a sí mismo no sabría qué hacerse; por lo mismo se arremolina, a
manera de grupos populares, en torno de los que le hablan algo mejor de lo que
él sabe y manifiestan conocimientos que él no posee. El entusiasmo penetra
también en la plebe sabia, y lo mismo que la otra en sus asonadas, aplaude y
grita: «¡Muy bien, muy bien...; tú lo entiendes mejor que nosotros; tú
serás nuestro jefe...!».
§
III
Modificaciones
que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica
A
medida que se han generalizado los conocimientos con el inmenso desarrollo de la
prensa, se ha podido creer que el indicado fenómeno había desaparecido; pero
no es así, lo que ha hecho ha sido modificarse. Cuando los caudillos eran
pocos, cuando el mando estaba entre pocas escuelas, andaban los entendimientos a
manera de ejércitos disciplinados, siendo tan patente la dependencia que no era
posible equivocarse. Ahora sucede de otra manera: los caudillos y las escuelas
son en mayor número; la disciplina se ha relajado; pasan los soldados de uno a
otro campo; éstos se adelantan un poco, aquéllos se quedan rezagados, algunos
se separan y se empeñan en escaramuzas sin instrucciones ni órdenes de sus
jefes; diríase que los grandes ejércitos han dejado de existir y que cada cual
marcha por su lado; pero no os hagáis ilusiones: los ejércitos existen, a
pesar de ese desorden; todos saben bien a cuál pertenecen; si desertan del uno,
se unirán al otro, y cuando se vean en aprieto, todos replegarán en la
dirección donde saben que está el cuerpo principal para cubrir su retirada.
Y
si entrar quisiéramos en minuciosas cuentas hallaríamos que no es tan exacto
que los caudillos de ahora sean en mucho mayor número que los de tiempos
anteriores. Formando un cuadro de clasificaciones científicas y literarias
encontraríamos fácilmente que en cada género son muy pocos los que llevan la
bandera y que sobre sus pasos se precipita la multitud ahora como siempre.
El
teatro y la novela, ¿no tienen un pequeño número de notabilidades,
cuyas obras se imitan hasta el fastidio? La política, la filosofía, la
historia, ¿no cuentan también unos pocos adalides, cuyos nombres se pronuncian
sin cesar y cuyas opiniones y lenguaje se adoptan sin discernimiento? La independiente
Alemania, ¿no tiene sus escuelas filosóficas, tan marcadas y
caracterizadas como serlo pudieron las de Santo Tomás, Escoto y Suárez? ¿Qué
son en Francia la turba de filósofos universitarios sino humildes discípulos
de Cousin? ¿Y qué ha sido Cousin a su vez sino un vicario de Hegel y de
Schelling? Y su filosofía, que también forcejea por introducirse entre
nosotros, ¿no comienza con tono magistral, exigiendo respeto y deferencia, a
manera de ministerio sagrado que se dirige a la conversión de las gentes
sencillas? La mayor parte de los que profesan la filosofía de la historia
¿hacen más que recitar trozos de las obras de Guizot o de otros escritores muy
contados? Los que se complacen en declamaciones sobre elevados principios de
legislación, ¿no son con frecuencia plagiarios de Becaria y
Filangieri? Los utilitarios, ¿nos dicen, por ventura, otra cosa que lo que
acaban de leer en Bentham? Los escritores sobre derecho constitucional, ¿no
tienen siempre en la boca a Benjamín Constant?
Reconozcamos,
pues, un hecho que tan de bulto se presenta, y no nos lisonjeemos de haber
destruido lo que es más fuerte que nosotros, pero guardémonos de sus malos
efectos en cuanto nos sea posible. Si a causa de la debilidad de nuestras luces
estamos precisados a valernos de las ajenas, no las recibamos tampoco con
innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de examinar las cosas por nosotros
mismos, no consintamos que nuestro entusiasmo por ningún hombre llegue a tan
alto punto que, sin advertirlo, le reconozcamos como oráculo infalible. No
atribuyarnos a la criatura lo que es propio del Criador.
§
IV
El
talento de invencián. -Carrera del genio
Si
el entendimiento es tal que pueda conducirse a sí mismo; si al examinar las
obras de los grandes escritores se siente con fuerza para imitarlos y se
encuentra entre ellos no como pigmeo entre gigantes, sino como entre sus
iguales, entonces el método de invención le conviene de una manera particular,
entonces no debe limitarse a saber los libros, es preciso que conozca las cosas;
no ha de contentarse con seguir el camino trillado, sino que ha de buscar
veredas que le lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos más
elevados. No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni
raciocinio sin examinir, ni regla sin comprobar; fórmese una ciencia propia,
que le pertenezca como su sangre, que no sea una simple recitación de lo que ha
leído, sino el fruto de lo que ha observado y pensado.
¿Qué reglas deberá tener presentes? Las que se han señalado más arriba para todo pensador. El entrar en pormenores sería inútil y tal vez imposible, que el empeño de trazar al genio una marcha fija es no menos temerario que el de sujetar las expresiones de animada fisonomía al mezquino círculo de compasados gestos. Cuando le veis abalanzarse brioso a su gigantesca carrera no le dirijáis palabras insulsas, ni consejos estériles, ni reglas que no ha de observar; decidle tan sólo: «Imagen de la divinidad, marcha a cumplir los destinos que te ha señalado el Criador; no te olvides de tu principio y de tu fin; tú levantas el vuelo y no sabes adónde vas. Alza los ojos al cielo y pregúntaselo a tu hacedor. Él te mostrará su voluntad; cúmplela fielmente, que en cumplirla están cifrados tu grandor y tu gloria»[vii].
[i]
Lo dicho en la «Nota 3» sobre la diferencia de los talentos deja fuera de
duda lo que acabo de asentar en el Capítulo XII. Sin embargo, para hacer
sentir que la escena de los Sabios resucitados no es una ficción exagerada
citaré un ejemplo que equivale a muchos. ¿Quién hubiera pensado que un
escritor tan fecundo, tan brillante, tan lozano y pintoresco como Buffon, no
fuese poeta ni capaz de hacer justicia a los poetas más eminentes?
Tratándose de un hombre que sólo se hubiese distinguido en las ciencias
exactas, esto no fuera extraño; pero en Buffon, en el magnífico pintor de
la Naturaleza, ¿cómo se concibe esta anomalía? Sin embargo, la anomalía
existió, y esto basta a manifestar que no sólo pueden encontrarse
separados dos géneros de talento muy diversos, sino también los que, al
parecer, sólo se distinguen por un ligero matiz. «Yo he visto -dice
Laharpe- al respetable anciano Buffon afirmar con mucha seguridad que los
versos más hermosos estaban llenos de efectos, y que no alcanzaban, ni con
mucho, a la perfección de una buena promesa. No vacilaba en tomar por
ejemplo los versos de la Atalia y hacer una minuciosa crítica de
la primera escena. Todo lo que dijo era propio de un hombre tan extraño a
las «primeras nociones de la poesía» y a los ordinarios procedimientos de
la versificación, que no habría sido posible responderle sin
«humillarlo». Y adviértase que no se habla de un hombre que pensase menos
en la forma del escrito que en el fondo; se habla de Buffon, que pulía con
extremada escrupulosidad sus trabajos, y de quien se cuenta que hizo copiar
once veces su manuscrito Épocas de la Naturaleza; y, sin embargo,
este hombre, que tanto cuidaba de la belleza, de la cultura, de la armonía,
no era capaz de comprender a Racine y encontraba malos los versos de la Atalia.
[ii]
La confusión de ideas acarrea grandes perjuicios a las ciencias; pero el
aislamiento de los objetos los causa también de mucha gravedad. Uno de los
vicios radicales de la escuela enciclopédica fue el considerar al hombre
aislado y prescindir de las relaciones que le ligan con otros seres. El
análisis lleva a descomponer, pero es necesario no llevar la
descomposición tan lejos que se olvide la construcción de la máquina a
que pertenecen las piezas. Algunos filósofos, a fuerza de analizar las
sensaciones, se han quedado con las sensaciones solas; lo que en la ciencia
ideológica y psicológica equivale a tomar el pórtico por el edificio.
[iii]
La «duda» de Descartes fue una especie de revolución contra la autoridad
científica, y, por tanto, fue llevada por muchos a una exageración
indebida. Sin embargo, no es posible desconocer que había en las escuelas
necesidad de un sacudimiento que las sacase del letargo en que se
encontraban. La autoridad de algunos escritores se había levantado más
alto de lo que convenía, y era menester un ímpetu como el de la filosofía
de Descartes para derribar a los ídolos. El respeto debido a los grandes
hombres no ha de rayar en culto, ni la consideración a su dictamen
degenerar en ciega sumisión. Por ser grandes hombres no dejan de ser
hombres y de manifestarlo así en los errores, olvidos y defectos de sus
obras. Summi enim sunt homines tamen, decía Quintiliano. Y San
Agustín confiesa que la infalibilidad la atribuye a los libros sagrados;
pero que en cuanto a las obras de los hombres, por más alto que rayen en
virtud y sabiduría, no por esto se cree obligado a tener por verdadero todo
cuanto ellos han dicho o escrito.
[iv]
Voy a compendiar en pocas palabras lo más útil que dicen los dialécticos
sobre la percepción, juicio y raciocinio; término, proposición y
argumentación.
Según
los dialécticos, la percepción, es el conocimiento de la cosa, sin
afirmación o negación; el juicio es la afirmación o negación; el
raciocinio es el acto del entendimiento con el que de una cosa inferimos
otra.
Pienso
en la virtud sin afirmar o negar nada de ella; tengo una percepción.
Interiormente afirmo que la virtud es loable; formo un juicio. De aquí
infiero que para merecer la verdadera alabanza es preciso ser virtuoso; esto
es un raciocinio.
El
objeto interior de la percepción se llama idea.
El
término, o vocablo, es la expresión de la cosa percibida. La palabra
«América» no expresa la idea del nuevo Continente, sino el mismo
Continente. Es cierto que no existiera el término si no existiese la idea y
que ésta sirve como de nudo para enlazar el término con la cosa; pero no
lo es menos que cuando expresamos «América» entendemos la cosa misma, no
la idea. Así decimos: «La América es un país hermoso», y es evidente
que esto no lo afirmarnos de la idea.
Al
pensar en los metales conozco que el ser «metal» es común a muchas cosas
que, por otra parte, son diferentes, como la plata, el oro, el plomo, etc.;
al pensar en los brutos veo que hay algo en que convienen el camello, el
águila, la serpiente, la mariposa y todos los demás, a saber: el «vivir y
sentir», o el ser animales. Cuando expreso esta que conviene a muchos,
diciendo: «metal», «animal», «cuerpo», «hombre justo», «malo»,
etc., el término se denomina «común».
El
término común tomado en general es aquel cuyo significado conviene a
muchos, pero como puede suceder que convenga a muchos, o bien tan sólo en
cuanto se consideran reunidos, o bien que se aplique a cualquiera de ellos
por separado, suele decirse que en el primer caso el término es colectivo;
en el segundo, distributivo. «Academia» es un término común colectivo
porque expresa la «colección» de los académicos; pero no de tal suerte
que cada uno de estos pueda llamarse «academia». «Sabio» es término
común distributivo porque se aplica a muchos, de manera que cualquier
individuo que posea la sabiduría pueda llamarse sabio.
Término
singular es el que expresa un solo individuo, como Pirineos, Mar Negro,
Madrid, etc.
Me
parece que el término colectivo no debería contarse como una especie del
común, porque entonces hay el inconveniente de que la división no está
bien hecha. Decimos: el término es común o singular. El común se divide
en colectivo y distributivo. Para que una división sea bien hecha se
requiere que de dos miembros opuestos el uno no pertenezca al otro, lo que
se verifica si adoptamos la división expresada. En efecto; la palabra
«nación» es común, distributivamente, porque conviene a todas las
naciones, y colectivamente, porque se aplica a una reunión. Francia es
común colectivo porque se aplica a un conjunto de hombres, y singular
porque expresa una sola nación, un verdadero individuo de la especie de las
naciones. Luego el término colectivo no debe contarse entre los comunes,
como contrapuestos al singular, pues hay nombres colectivos comunes y los
hay singulares.
El
término común se divide en unívoco, equívoco y análogo. Unívoco es el
que tiene para muchos un significado idéntico, como hombre, animal,
corpóreo. Equívoco es el que le tiene diferente como león, que expresa un
animal y un signo celeste. Análogo, el que lo tiene en parte idéntico y en
parte diferente, como sano, que se aplica al alimento que conserva la salud,
al medicamento que la restablece, al hombre que la posee; piadoso, que se
aplica a la persona, a un libro, a una acción, a una imagen. «Amo» se
dice de los monarcas; así esa fórmula «el rey, mi augusto amo» se dice
de los que tienen esclavos, se dice de los que tienen dependientes o
criados, se dice del dueño de la habitación.
De
muchos términos se verifica que envuelven una idea general, susceptible de
varias modificaciones; y el emplearlos sin hacer la competente distinción
da lugar a confusión de ideas y estériles disputas. Usamos a cada paso las
palabras rey, monarca, soberano; hablamos sobre lo que ellas significan,
asentando nuestros respectivos sistemas. Y, sin embargo, es imposible no
desacertar gravísimamente si en cada cuestión no se fija con exactitud lo
que estas palabras expresan. Soberano es el sultán, soberano es el
emperador de Rusia, soberano es el rey de Prusia, soberano es el rey de
Francia, soberana, es la reina de Inglaterra, y, no obstante, en ninguno de
estos casos la soberanía expresa lo mismo.
La
definición es la explicación de la cosa. Si explica la esencia, se llama
esencial; si se contenta con darla a conocer, sin penetrar en su naturaleza,
se apellida descriptiva.
Cuando
la cosa explicada es la significación de una palabra, se llama definición
del nombre: definitivo nominis. Conviene no confundir la
definición del nombre con su etimología; porque, siendo esta última la
explicación del origen de la palabra, acontece muchas veces que el sentido
usual es muy diferente del etimológico. La etimología ilustra para conocer
el verdadero significado, pero no lo determina. Así, por ejemplo, la
palabra obispo, episcopus, que, atendida su etimología griega,
significa vigilante y en su acepción latina, superintendente, nos indica en
cierto modo las atribuciones pastorales, pero dista mucho de determinarlas
en su verdadero sentido. Así, esta palabra significaba entre los latinos el
magistrado a cuyo cargo corría el cuidado del pan y demás comestibles.
Cicerón, escribiendo a Ático, le dice: Vult enim Pompejus me esse quem
tota hoec Campania, et maritima ora habent episcopum ad quem delectas et
negotii summa referatur. (Lib. 7. «Epist.»)
Las
calidades de una buena definición son claridad y exactitud. Será clara, si
no puede menos de entenderla quien no ignore la significación de las
palabras; será exacta si explica de tal manera la cosa definida que ni le
añada ni le quite.
La
mejor regla para asegurarse de la bondad de una definición es aplicarla
desde luego a las cosas definidas y observar si las comprende a todas y a
ellas solas.
La
división es la distribución de un todo en sus partes. Según son éstas
toma distintos nombres, llamándose actual cuando existen en realidad y
potencial cuando no son más que posibles. La actual se subdivide en
metafísica, física e integral. Metafísica es la que distribuye el todo en
partes metafísicas, como el hombre en animal y racional; física, la que le
distribuye en partes físicas, como el hombre en cuerpo y alma; integral, la
que le distribuye en partes que expresan cantidad, como el hombre en cabeza,
pies, manos, etc. La potencial es la que distribuye un todo en aquellas
partes que nosotros le podemos concebir. Así, considerando como un todo la
idea abstracta «animal», podemos dividirle en racional e irracional. Si lo
expresado por la división potencial pertenece a la esencia de la cosa, se
llama esencial; si no, accidental. Será esencial si divido el animal en
racional e irracional; será accidental si le divido por sus colores u otras
calidades semejantes.
La
buena división debe: primero, agotar el todo; segundo, no atribuirle partes
que no tenga; tercero, no incluir una parte en las otras; cuarto, proceder
con orden, ya sea que éste se funde en la naturaleza de las cosas o en la
generación o distribución de las ideas.
Si
afirmo una cosa de otra formo un juicio; si lo enuncio con palabras tengo
una proposición. Afirmo interiormente que la tierra es un esferoide: he
aquí un juicio; digo o escribo: «La tierra es un esferoide»: he aquí la
proposición.
En
todo juicio hay relación de dos ideas, o más bien de los objetos que ellas
representan; lo mismo ha de suceder en la proposición; el término que
expresa aquello de que afirmamos o negamos se llama sujeto; lo que afirmamos
o negamos se denomina predicado, y el verbo «ser», que expreso o
sobrentendido se halla siempre en la proposición, se apellida unión o
cópula porque representa el enlace de las dos ideas. Así, en el ejemplo
anterior, la «tierra» es el sujeto, «esferoide» el predicado y «es» la
cópula.
Si
hay afirmación, la proposición se llama afirmativa; si hay negación,
negativa. Pero conviene advertir que para que una proposición sea negativa
no hasta que la partícula no afecte alguno de sus términos, sino que es
preciso que afecte al verbo. «La ley «no» manda pagar.» «La ley manda
«no» pagar.» La primera es negativa; la segunda, afirmativa; el sentido
es muy diferente con sólo mudar de lugar el «no».
Las
proposiciones se dividen en universales, indefinidas, particulares y
singulares, según que el sujeto es singular, indefinido, particular o
universal. «Todo cuerpo es grave» es proposición universal a causa de la
palabra «todo». «El hombre es inconstante»: la proposición es
indefinida, por no expresarse si lo son todos o alguno. «Algunos son
engañosos»: la proposición es particular, porque el sujeto está
restringido por el adjunto «alguno». «Gonzalo de Córdoba fue
insigne capitán»: la proposición es singular, por serlo el sujeto. Para
ser singular la proposición no es preciso que el nombre sea propio; basta
una palabra cualquiera que lo determine, como si digo: «Esta moneda es
falsa.»
Tocante
a las proposiciones indefinidas, puede preguntarse si el sujeto se toma en
sentido universal o particular; y a esta cuestión dan origen dos motivos:
primero, el no estar aquél acompañado de término universal ni particular;
segundo, el observarse que el uso les señala a unas un sentido universal y
a otras no.
La
proposición indefinida equivale a la universal, en sentido absoluto, si se
trata de materias pertenecientes a la esencia de las cosas o alguna de sus
propiedades que pueda considerarse necesaria; equivale a universal moral, es
decir, para la mayor parte de los casos, si versa sobre calidades que así
lo demanden, y, por fin, a particular si así lo indica la cosa de que se
habla. «Los cuerpos son pesados» equivale a decir: «Todos los cuerpos son
pesados». «Los alemanes son meditabundos» no equivale a decir que todos
lo sean, sino que éste es uno de caracteres de aquella nación.
Las
proposiciones son simples o compuestas. Las simples son las que expresan la
relación de un solo predicado a un solo sujeto, como todas las de los
ejemplos anteriores. Las compuestas son las que contienen más de un sujeto
o predicado, y, por lo mismo, explícita o implícitamente, comprenden más
de una proposición. Con la clasificación y los ejemplos, se comprenderá
mejor en qué consiste una proposición compuesta. Los dialécticos suelen
distribuirlas en varias clases; indicaré las principales.
Proposición
copulativa es la que expresa el enlace de dos afirmaciones o negaciones.
«El oro, y la plata son metales.» Equivale a estas dos reunidas: el oro es
metal y la plata es metal. «El oro es amarillo y el oro es dúctil.» Para
que estas proposiciones sean verdaderas se necesita que lo sean las dos
partes, porque la afirmación no se limita a la una, sino que se extiende a
las dos. A la misma clase pueden reducirse estas negativas: «Ni la codicia
ni la soberbia son virtudes.» «La templanza no es dañosa ni al alma ni al
cuerpo», etc.
Disyuntiva
es la proposición en que entre dos o más extremos se afirma la existencia
de uno. Las acciones humanas son o buenas o malas. «A estas horas se habrá
ejecutado el designio, o no se ejecutará nunca.» Para la verdad de estas
proposiciones se necesita que no haya medio entre los extremos señalados.
Un papel o es blanco o es negro; la proposición es falsa, porque puede ser
de otros colores.
Proposición
condicional es la que se afirma una cosa con condición. «Si el viento
sopla, el tiempo será frío.» «Si hiela, se echarán a perder los
frutos.» Para la verdad de estas proposiciones se necesita que, en
realidad, la primera parte traiga consigo la segunda, porque esto es lo que
se afirma, mas no que la segunda traiga la primera, porque de esto se
prescinde. Así, en el último ejemplo se dice que al hielo seguirá la
perdición de los frutos, pero no que si se pierden los frutos haya hielo,
porque no se afirma que los frutos no puedan perderse por otras causas.
Poco
diré sobre las formas de argumentación. Los dialécticos las han
distribuído en muchas clases y señaládoles abundantes reglas, todo con
mucho ingenio. Ya he indicado lo que pensaba de su utilidad. Para inventar
sirven poco o nada; para exponer, mucho, y, en general, el acostumbrarse a
ellas por algún tiempo deja en el entendimiento una claridad y precisión
que no se pierden fácilmente y se hacen sentir en todos los estudios.
Silogismo
es la argumentación en que se comparan dos términos con un tercero para
inferir la relación que ellos tienen entre sí. «Lo simple es
incorruptible; el alma es simple, luego es incorruptible.» Los extremos son
«alma» e «incorruptible»; el término medio es «simple».
Entimema
es un silogismo abreviado. «El alma es simple, luego es incorruptible.»
El
dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva, que por
todos los extremos hiere al adversario. «O el cristianismo se difundió con
milagros o sin ellos: si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin
milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un
gran milagro, que es el difundirse sin milagros.»
[v]
He recordado con elogio una doctrina de Santo Tomás, y no puedo menos de
advertir lo muy útil que considero la lectura de las obras de aquel insigne
doctor a cuantos deseen entregarse a estudios profundos sobre el espíritu
humano. Si bien es verdad que se halla en ellas el estilo de la época,
también es cierto que más de una vez se asombra el lector de que en medio
de la ignorancia, que todavía era mucha en el siglo XIII, hubiese un hombre
que a tan vasta erudición reuniese un espíritu tan penetrante, tan
profundo, tan exacto.
[vi]
La carrera de la enseñanza debiera ser una profesión en que se fijaran
definitivamente los que la abrazasen. Desgraciadamente no sucede así, y una
tarea de tanta gravedad y trascendencia se desempeña como a la aventura y
sólo mientras se espera otra colocación mejor. El origen del mal no está
en los profesores sino en las leyes, que no los protegen lo bastante y no
cuidan de brindarles con el aliciente y estímulo que el hombre necesita en
todo. Un solo profesor bueno es capaz en algunos años de producir
beneficios inmensos a un país; él trabaja en una modesta cátedra, sin
más testigo que unos pocos jóvenes; pero estos jóvenes se renuevan con
frecuencia, y a la vuelta de algunos años ocupan los destinos más
importantes de la sociedad.
[vii]
Esa inclinación del hombre a seguir la autoridad de otro hombre da lugar a
elevadas consideraciones sobre la fe, sobre el principio de la autoridad de
la Iglesia católica y sobre el origen y carácter de las extraviadas sectas
que han perturbado y perturban el mundo. Como en otra obra traté
extensamente esta materia, me basta referirme a lo que en ella dije. Véase El
protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la
civilización europea. Tomo I.