El criterio

Jaime Balmes


Capítulo primero

Consideraciones preliminares

§I

En qué consiste el pensar bien. -Qué es la verdad

     El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.

     Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende.

§ II

Diferentes modos de conocer la verdad

     A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente.

     Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.

§III

Variedad de ingenios

     El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser grandes proyectistas y charlatanes.

     Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no hay más mundo.

     Un entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón.» Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.

§ IV

La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los objetos de ellas

     El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste, mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se ocupa.

§ V

A todos interesa el pensar bien

     Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

§ VI

Cómo se debe enseñar a pensar bien

     El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos. A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y hacen que en seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla[i]

 

Capítulo II

La atención

     Hay medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos que nos impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los segundos es el objeto del arte de pensar bien.

§ I

Definición de la atención. -Su necesidad

     La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos, nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.

     Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja, intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.

§ II

Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta

     Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada.

     Los que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.

§ III

Cómo debe ser la atención. -Atolondrados y ensimismados

     Creerán algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan. Cuando hablo de atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que éste se clava, por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y reposada que permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con la agilidad necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta atención no es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro que el esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse de cosas trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la amenidad de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los arroyos o al canto de las aves.

     Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquellos se derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de que se trata.

     El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención.

§ IV

Las interrupciones

     Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje. En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole lo deja todo remediado[ii]

 

Capítulo III

Elección de carrera

§ I

Vago significado de la palabra «talento»

     Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más las ciencias y las artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad absoluta, creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices disposiciones para una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso; un hombre puede ser sobresaliente, extraordinario, de una capacidad monstruosa para un ramo, y ser muy mediano, y hasta negado, con respecto a otros. Napoleón y Descartes son dos genios y, sin embargo, en nada se parecen. El genio de la guerra no hubiese comprendido el genio de la filosofía, y si hubiesen conversado un rato es probable que ambos habrían quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría exceptuado entre los que con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.

     Podría escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las profundas diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la experiencia de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable. Hombres oímos que discurren y obran sobre una materia con acierto admirable, al paso que en otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y desatentados. Pocos serán los que alcancen una capacidad igual para todo, y tal vez pudiérase afirmar que nadie, pues la observación enseña que hay disposiciones que se embarazan y se dañan recíprocamente. Quien tiene el talento generalizador no es fácil que posea el de la exactitud minuciosa; el poeta, que vive de inspiraciones bellas y sublimes, no se avendrá sin trabajo con la acompasada regularidad de los estudios geométricos.

§ II

Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta

     El Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes grados, les comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la inclinación muy duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante seguro de que nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y repugnancia, que no puede superarse con facilidad, es señal de que el Autor de la Naturaleza no nos ha dotado de felices disposiciones para aquello que nos desagrada. Los alimentos que nos convienen se adaptan bien a un paladar y olfato, no viciados por malos hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor y olor ingratos nos advierten cuáles son los manjares y bebidas que, por su corrupción u otras calidades, podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos cuidado del alma que del cuerpo.

     Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha nacido.

     El mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de doce años tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente inclinado, qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en que adelanta con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más ingenio y destreza.

§ III

Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño

     Sería muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos muy variados, conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición particular de cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor se le adapta. Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador inteligente formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la máquina de un reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y es bien seguro que si entre ellos hay alguno de genio, mecánico muy aventajado se dará a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.

     Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las aves.

     El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de escoger una profesión cualquiera[iii]

 

Capítulo IV

Cuestiones de posibilidad

§ I

Una clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones que se le pueden ofrecer

     Para mayor claridad dividiré los actos de nuestro entendimiento en dos clases: especulativos y prácticos. Llamo especulativos los que se limitan a conocer, y prácticos, los que nos dirigen para obrar.

     Cuando tratamos simplemente de conocer alguna cosa se nos pueden ofrecer las cuestiones siguientes: primera, si es posible o no; segunda, si existe o no; tercera, cuál es su naturaleza, cuáles sus propiedades y relaciones. Las reglas que se den para resolver con acierto dichas tres soluciones comprenden todo lo tocante a la especulativa.

     Si nos proponemos obrar, es claro que intentamos siempre conseguir algún fin, de lo cual nacen las cuestiones siguientes: primera, cuál es el fin; segunda, cuál es el mejor medio para alcanzarle.

     Ruego encarecidamente al lector que fije la atención sobre las divisiones que preceden y procure retenerlas en la memoria, pues además de facilitarte la inteligencia de lo que voy a decir le servirán muchísimo para proceder con método en todos sus pensamientos.

§ II

Ideas de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones

     Posibilidad. La idea expresada por esta palabra es correlativa de la imposibilidad, pues que la una envuelve necesariamente la negación de la otra.

     Las palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes, según se refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda producir. Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como veremos luego. Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con respecto a un ser, prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y cuando se atiende a una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la aparente sencillez y claridad de esta división, observaré que no es dable formar concepto cabal de lo que significa hasta haber descendido a las diferentes clasificaciones, que expondré en los párrafos siguientes.

     A primera vista se podrá extrañar que se explique primero la imposibilidad que la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este método es muy lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como negativa, expresa, no obstante, muchas veces una idea que a nuestro entendimiento se le presenta como positiva; esto es, la repugnancia entre dos objetos, una especie de exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por manera que, en desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la posibilidad. De aquí nacen las expresiones de «esto es muy posible, pues nada se opone a ello»; «es posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como quiera, en sabiendo lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y viceversa.

     Algunos distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y moral. Yo adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la imposibilidad de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me fundo. También advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad absoluta a la metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.

§ III

En qué consiste la imposibilidad metafísica o absoluta

     La imposibilidad metafísica o absoluta es la que se funda en la misma esencia de las cosas, o, en otros términos, es absolutamente imposible aquello que, si existiese, traería el absurdo de que una cosa sería y no sería a un mismo tiempo. Un círculo triangular es un imposible absoluto, porque fuera círculo y no círculo, triángulo y no triángulo. Cinco igual a siete es imposible absoluto, porque el cinco sería cinco y no cinco y el siete sería siete y no siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no fuera vicio a un mismo tiempo.

§ IV

La imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina

     Lo que es absolutamente imposible no puede existir en ninguna suposición imaginable, pues ni aun cuando decimos que Dios es todopoderoso entendemos que pueda hacer absurdos. Que el mundo exista y no exista a un mismo tiempo, que Dios sea y no sea, que la blasfemia sea un acto laudable, y otros delirios por este tenor, es claro que no caen bajo la acción de la omnipotencia, y, como observa muy sabiamente Santo Tomás, más bien debiera decirse que estas cosas no pueden ser hechas que no que Dios no puede hacerlas. De esto se sigue que la imposibilidad intrínseca absoluta trae consigo la imposibilidad extrínseca, también absoluta; esto es, que ninguna causa puede producir lo que de suyo es imposible absolutamente.

§ V

La imposibilidad absoluta y los dogmas

     Para afirmar que una cosa es absolutamente imposible es preciso que tengamos ideas muy claras de los extremos que se repugnan; de otra manera hay riesgo de apellidar absurdo, lo que en realidad no lo es. Hago esta advertencia para hacer notar la sinrazón de los que condenan algunos misterios de nuestra fe, declarándolos absolutamente imposibles. El dogma de la Trinidad y el de la Encarnación son, ciertamente, incomprensibles al débil hombre, pero no son absurdos. ¿Cómo es posible un Dios trino, una naturaleza y tres personas distintas entre sí, idénticas con la naturaleza? Yo no lo sé, pero no tengo, derecho a inferir que esto sea contradictorio. ¿Comprendo, por ventura, lo que es esta naturaleza, lo que son esas personas de que se me habla? No; luego cuando quiero juzgar si lo que de ellas se dice es imposible o no, fallo sobre arcanos desconocidos. ¿Qué sabemos nosotros de los arcanos de la divinidad? El Eterno ha pronunciado algunas palabras misteriosas para ejercitar nuestra obediencia y humillar nuestro orgullo, pero no ha querido levantar el denso velo que separa esta vida mortal del océano de verdad y de luz.

§ VI

Idea de la imposibilidad física o natural

     La imposibilidad física o natural consiste en que un hecho esté fuera de las leyes de la Naturaleza. Es naturalmente imposible que una piedra soltada en el aire no caiga al suelo, que el agua abandonada a sí misma no se ponga al nivel, que un cuerpo sumergido en un fluido de menor gravedad no se hunda, que los astros se paren en su carrera, porque las leyes de la Naturaleza prescriben lo contrario. Dios que ha establecido estas leyes, puede suspenderlas; el hombre, no. Lo que es naturalmente imposible lo es para la criatura, no para Dios.

§ VII

Modo de juzgar de la imposibilidad natural

     ¿Cuándo podremos afirmar que un hecho es imposible naturalmente? En estando seguros de que existe una ley que se opone a la realización de este hecho y que dicha oposición no está destruida o neutralizada por otra ley natural. Es ley de la Naturaleza que el cuerpo del hombre, como más pesado que el aire, caiga al suelo en faltándole el apoyo; pero hay otra ley por la cual un conjunto de cuerpos unidos entre sí, que sea específicamente menos grave que aquel en que se sumerge, se sostenga y hasta se levante aun cuando alguno de ellos sea más grave que el fluido; luego unido el cuerpo humano a un globo aerostático dispuesto con el arte conveniente, podrá remontar por los aires, y este fenómeno estará muy arreglado a las leyes de la Naturaleza. La pequeñez de ciertos insectos no permite que su imagen se pinte en nuestra retina de una manera sensible; pero las leyes a que está sometida la luz hacen que por medio de un vidrio se pueda modificar la dirección de sus rayos de la manera conveniente para que, salidos de un objeto muy pequeño, se hallen desparramados al llegar a la retina y formen allí una imagen de gran tamaño, y así no será naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo imperceptible a la simple vista se nos presente con dimensiones grandes.

     Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que la Naturaleza es muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin ayuda de caballos ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho como naturalmente imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los caminos de hierro saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por medio de agentes puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en los tiempos futuros y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez siglos? Seamos enhorabuena cautos en creer la existencia de fenómenos extraños y no nos abandonemos con demasiada ligereza a sueños de oro; pero guardémonos de calificar de naturalmente imposible lo que un descubrimiento pudiera mostrar muy realizable; no demos livianamente fe a exageradas esperanzas de cambios inconcebibles, pero no las tachemos de delirios y absurdos.

§ VIII

Se deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo

     De estas observaciones surge al parecer una dificultad que no han olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que, por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención divina, y, por tanto, de nada sirven para apoyar la verdad de la religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.

     Un hombre de humilde nacimiento, que no ha aprendido las letras en ninguna escuela, que vive confundido entre el pueblo, que carece de todos los medios humanos, que no tiene donde reclinar su cabeza, se presenta en público enseñando una doctrina tan nueva como sublime; se le piden los títulos de su misión y él los ofrece muy sencillos. Habla, y los ciegos ven, los sordos oyen, la lengua de los mudos se desata, los paralíticos andan, las enfermedades más rebeldes desaparecen de repente, los que acaban de expirar vuelven a la vida, los que son llevados al sepulcro se levantan del ataúd, los que, enterrados de algunos días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en su mortaja y salen de su tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir afuera. Este es el conjunto histórico. El más obstinado naturalista, ¿se empeñará en descubrir aquí la acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará de imprudentes a los cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios no pudieran hacerse sin intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya de descubrirse un secreto para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino haciéndolos levantar a la simple voz de un hombre que los llame? La operación de las cataratas, ¿tiene algo que ver con el restituir de golpe la vista a un ciego de nacimiento? Los procedimientos para volver la acción a un miembro paralizado, ¿se asemejan, por ventura, a este otro: «Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa»? Las teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán nunca a encontrar en la mera palabra de un hombre la fuerza bastante para sosegar de repente el mar alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas bajo sus pies y que camine sobre ellas, como un monarca sobre plateadas alfombras?

     ¿Y qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías cumplidas, la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la pureza de la moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y afrentas, sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la frente, la dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y perdón?

     No se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no se oponga a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?...» Esta dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido común.

§ IX

La imposibilidad moral u ordinaria

La imposibilidad moral u ordinaria es la oposición al curso regular u ordinario de los sucesos. Esta palabra es susceptible de muchas significaciones, pues que la idea de curso ordinario es tan elástica, es aplicable a tan diferentes objetos, que poco puede decirse en general que sea provechoso en la práctica. Esta imposibilidad nada tiene que ver con la absoluta ni la natural; las cosas moralmente imposibles no dejan por eso de ser muy posibles absoluta y naturalmente.

     Daremos una idea muy clara y sencilla de la imposibilidad ordinaria si decimos que es imposible de esta manera todo aquello que, atendido el curso regular de las cosas, acontece o muy rara vez o nunca. Veo a un elevado personaje, cuyo nombre y títulos todos pronuncian y a quien se tributan los respetos debidos a su clase. Es moralmente imposible que el nombre sea supuesto y el personaje un impostor. Ordinariamente no sucede así; pero también se ha sufrido este chasco una que otra vez.

     Vemos a cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el auxilio de una causa extraordinaria o imprevista, que tuerce el curso de los acontecimientos. Un capitán que acaudilla un puñado de soldados viene de lejanas tierras, aborda a playas desconocidas y se encuentra con un inmenso continente poblado de millones de habitantes. Pega fuego a sus naves y dice: marchemos. ¿Adónde va? A conquistar vastos reinos con algunos centenares de hombres. Esto es imposible; el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su demencia es la demencia del heroísmo y del genio; la imposibilidad se convertirá en suceso histórico. Apellidase Hernán Cortés; es español que acaudilla españoles.

§ X

Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral

     La imposibilidad moral tiene a veces un sentido muy diferente del expuesto hasta aquí. Hay imposibles de los cuales no puede decirse que lo sean con imposibilidad absoluta ni natural, y, no obstante, vivimos con tal certeza de que lo imposible no se realizará, que nos la infunde mayor la natural, y poco le falta para producirnos el mismo efecto que la absoluta. Un hombre tiene en la mano un cajón de caracteres de imprenta, que supondremos de forma cúbica para que sea igual la probabilidad de caer y sostenerse por una cualquiera de sus caras; los revuelve repetidas veces sin orden ni concierto, sin mirar siquiera lo que hace, y al fin los deja caer al suelo; ¿será posible que resulten por casualidad ordenados de tal manera que formen el episodio de Dido? No, responde instantáneamente cualquiera que esté en su sano juicio; esperar este accidente sería un delirio; tan seguros estamos de que no se realizará, que si se pusiese nuestra vida pendiente de semejante casualidad, diciéndonos que si esto se verifica se nos matará, continuaríamos tan tranquilos como si no existiese la condición.

     Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque no hay en la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse de dicha manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy fácilmente; tampoco hay imposibilildad natural, porque ninguna ley de la Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro orden, que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la que se llama moral, por sólo estar fuera del curso regular de los acontecimientos.

     La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa distanciaen que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñaríais en combatirla, ni aun en el hombre más rudo; él no sabría tal vez qué responderos, pero movería la cabeza y diría para sí: «Este filósofo, que cree en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de juicio.»

     Cuando la Naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara y tono tan decisivo es necesidad el no escucharla. Sólo algunos hombres, apellidados filósofos, se obstinan a veces en este empeño, no recordando que no hay filosofía que excuse la falta de sentido común y que mal llegará a ser sabio quien comienza por ser insensato[iv]

 

Capítulo V

Cuestiones de existencia. -Conocimiento adquirido por el testimonio inmediato de los sentidos

§ I

Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan el conocimiento de las cosas

     Asentados los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de posibilidad pasemos ahora a las de existencia, que ofrecen un campo más vasto y más útiles y frecuentes aplicaciones.

     De la existencia o no existencia de un ser, o bien de que una cosa es o no es, podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos o por medio de otros.

     El conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por nosotros mismos, sin intervención ajena, proviene de los sentidos mediata o inmediatamente: o ellos nos presentan el objeto, o de las impresiones que los mismos nos causan pasa el entendimiento a inferir la existencia de lo que no se hace sensible o no lo es. La vista me informa inmediatamente de la existencia de un edificio que tengo presente; pero un trozo de columna, algunos restos de un pavimento, una inscripción u otras señales me hacen conocer que en tal o cual lugar existió un templo romano. En ambos casos debo a los sentidos la noticia; pero en el primero inmediata, en el segundo mediatamente.

     Quien careciese de los sentidos tampoco llegaría a conocer la existencia de los seres espirituales, pues, adormecido, el entendimiento, no pudiera adquirir esta noticia ni por la razón ni por la fe, a no ser que Dios le favoreciera por medios extraordinarios, de que ahora no se trata.

     A la distinción arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden adoptarse sobre el origen de las ideas, ora se las suponga adquiridas, ora sean tan sólo excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si los sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de hombres dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o lo que sienten o por lo que sienten.

§ II

Errores en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. -Ejemplos

     El conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de una cosa es a veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos admirables instrumentos que nos ha concedido el Autor de la Naturaleza. Los objetos corpóreos, obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una impresión a nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresión, sepamos hasta qué punto le corresponde la existencia de un objeto; ha aquí las reglas para no errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán más que los preceptos y teorías.

     Veo a larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «Allí hay un hombre»; acercándome más descubro que no es así, y que sólo hay un arbusto mecido por el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? No; porque la impresión que ella me transmitía era únicamente de un bulto movido, y si yo hubiese atendido bien a la sensación recibida habría notado que no me pintaba un hombre. Cuando, pues, yo he querido hacerle tal, no debo culpar al sentido, sino a mi poca atención, o bien a que, notando alguna semejanza entre el bulto y un hombre visto de lejos, he inferido que aquello debía de serlo en efecto, sin advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy diversas.

     Teniendo algunos antecedentes de que se dará una batalla o se hostilizará alguna plaza, paréceme que he oído cañonazos, y me quedo con la creencia de que ha comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha disparado un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? No mi oído, sino yo. El ruido se oía, en efecto, pero era el de los golpes de un leñador que resonaban en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo estrépito retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa cualquiera, que producía un sonido semejante al del estampido de un cañón lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la causa del ruido que me producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para discernir la verdad, atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la dirección del lugar y el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido quien me ha engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal cual debía ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me hubiese contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos distantes no hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.

     A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice: «Es malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto, su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció amargo no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica que le tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a este hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado o al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos indican las calidades del alimento; en el caso contrario, no.

§ III

Necesidad de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida comparación

     Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia de un objeto no basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear otros al mismo tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden prevenir contra la ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto corresponde la existencia de un objeto a la sensación que recibimos es obra de la comparación, la que es fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan las cataratas no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber adquirido la práctica de ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años están mirando por un vidrio que les ofrece a la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la misma impresión; pero el que sabe bien que no ha salido al campo y se halla en un aposento cerrado no se altera ni por la cercanía de las fieras ni por los desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusión; y más de una vez habrá menester distraerse de la realidad y suplir algunos defectos del cuadro o instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que sólo atiende a la sensación en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se lo han de comer las fieras o viendo que tan cruelmente se matan los soldados.

     Todavía más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente de la cual no teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa ilusión, y nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son planos. La sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la misma impresión con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos complacido en la habilidad del artista, sin caer en error. Este habría desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del tacto.

§ IV

Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu

     Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso cuidar de que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos comuniquen sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a estudios serios; y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además, que ellos mismos, o sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano, con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son los que, estando sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocupalos de un pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos, haciéndoles percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el astrónomo que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de parcialidad, sino con vivo deseo de probar una aserción aventurada con sobrada ligereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle en disposición semejante?

     A propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la mayor buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña primero a sí mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos no para saber, sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él pretende; pero le ofrecen algo desemejante: «Esto es -exclama alborozado-; helo aquí, es lo mismo, que yo sospechaba»; y cuando se levanta en su espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala a poca fe en su incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse a sí mismo, cerrando los ojos a la luz, para poder engañar a los otros sin verse precisado a mentir.

     Basta haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas escenas no son raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera lastimosa. ¿Necesitamos una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a robustecer lo débil, se allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del todo acaba por ser realmente engañado y se entrega a su parecer con obstinación incorregible.

§ V

Sensaciones reales, pero sin objeto externo. -Explicación de este fenómeno

     Además es menester advertir que no siempre sucede que el alucinado atribuya a la sensación más de lo que ella le presenta; una imaginación vivamente poseída de un objeto obra sobre los mismos sentidos, y alterando el curso ordinario de las funciones, hace que realmente se sienta lo que no hay. Para comprender cómo esto se verifica conviene recordar que la sensación no se verifica en el órgano del sentido, sino en el cerebro, por más que la fuerza del hábito nos haga referir la impresión al punto del cual la recibimos. Estando el ojo muy sano nos quedamos completamente ciegos si sufre lesión el nervio óptico; y privada la comunicación de un miembro cualquiera con el cerebro, se extingue el sentido. De esto se infiere que el verdadero receptáculo de todas las sensaciones es el cerebro, y que si en una de sus partes se excita por un acto interno la impresión que suele ser producida por la acción del órgano externo, existirá la sensación sin que haya habido impresión exterior. Es decir, que si al recibir el órgano externo la impresión de un cuerpo la comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u otra afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B, experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado en la realidad.

     En este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se informa de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero inmediatamente por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión, no puede ella desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al objeto que de ordinario la produce. Si se halla advertida de que la organización está alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando de recibir la sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando Pascal, según cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no era así; mas no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal abismo, y no alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este fenómeno se verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen algunas nociones sobre semejantes materias.

§ VI

Maniáticos y ensimismados

     Lo que acontece habitualmente en estado de enfermedad cerebral puede suceder muy bien cuando, exaltada la imaginación por una causa cualquiera, se pone actualmente enfermiza con relación a lo que la preocupa. ¿Qué son las manías sino la realización de este fenómeno? Pues entiéndase que las manías están distribuídas en muchas clases y graduaciones; que las hay continuas y por intervalos, extravagantes y arregladas, vulgares y científicas; y que así como Don Quijote convertía los molinos de viento en desaforados gigantes y los rebaños de ovejas y carneros en ejércitos de combatientes, puede también un sabio testarudo descubrir, con la ayuda de sus telescopios, microscopios y demás instrumentos, todo cuanto a su propósito cumpliere.

     Los hombres muy pensadores y ensimismados corren gran riesgo de caer en manías sabias, en ilusiones sublimes; que la mísera humanidad, por más que se cubra con diferentes formas, según las varias situaciones de la vida, lleva siempre consigo su patrimonio de flaqueza. Para una débil mujercilla el susurro del viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la aparición de un finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las evocaciones del averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no son sólo las mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por realidades los sueños de su fantasía[v].

 

Capítulo VI

Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos

§ I

Transición de lo sentido a lo no sentido

     Los sentidos nos dan inmediatamente noticias de la existencia de muchos objetos, pero de éstos son todavía en mayor número los que no ejercen acción sobre los órganos materiales o por ser incorpóreos o por no estar en disposición de afectarlos. Sobre lo que nos comunican los sentidos se levanta un tan extenso y elevado edificio de conocimientos de todas clases que, al mirarle, se hace difícil percibir cómo ha podido cimentarse en tan reducida base.

     Donde no alcanzan los sentidos llega el entendimiento, conociendo la existencia de objetos insensibles por medio de los sensibles. La lava esparcida sobre un terreno nos hace conocer la existencia pasada de un volcán que no hemos visto; las conchas encontradas en la cumbre de un monte nos recuerdan la elevación de las aguas, indicándonos una catástrofe que no hemos presenciado; ciertos trabajos subterráneos nos muestran que en tiempos anteriores se benefició allí una mina; las ruinas de las antiguas ciudades nos señalan la morada de hombres que no hemos conocido. Así, los sentidos nos presentan un objeto y el entendimiento llega con este medio al conocimiento de otros muy diferentes.

     Si bien se observa, este tránsito de lo conocido a lo desconocido, no lo podemos hacer sin que antes tengamos alguna idea más o menos completa, más o menos general del objeto desconocido, y sin que, al propio tiempo sepamos que hay entre los dos alguna dependencia. Así, en los ejemplos aducidos, si bien no conocía aquel volcán determinado, ni las olas que inundaron la montaña, ni a los mineros, ni a los moradores, no obstante todos estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo que me ofrecían los sentidos. De la contemplación de la admirable máquina del universo no pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea de efectos y causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola observación basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro pensamiento más que sensaciones transformadas.

§ II

Coexistencia y sucesión

     La dependencia de los objetas es lo único que puede autorizarnos para inferir de la existencia del uno la del otro, y, por consiguiente, toda la dificultad estriba en conocer esta dependencia. Si la íntima naturaleza de las cosas estuviera patente a nuestros ojos, bastaría fijarla en un ser para conocer, desde luego, todas sus propiedades y relaciones, entre las cuales descubriríamos las que le ligan con otros. Por desgracia no es así, pues en el orden físico, como en el moral, son muy escasas e incompletas las ideas que poseemos sobre los principios constitutivos de los seres. Estos son preciosos secretos velados cuidadosamente por mano del Criador, de la propia suerte que lo más rico y exquisito que abriga la Naturaleza suele ocultarse en los senos más recónditos.

     Por esta falta de conocimiento en lo tocante a la esencia de las cosas nos vemos con frecuencia precisados a conjeturar su dependencia por sólo su coexistencia o sucesión, infiriendo que la una depende de la otra porque algunas o muchas veces existen juntas o porque ésta viene en pos de aquélla. Semejante raciocinio, que no siempre puede tacharse de infundado, tiene, sin embargo, el inconveniente de inducirnos con frecuencia al error, pues no es fácil poseer la discreción necesaria para conocer cuando la existencia o la sucesión son un signo de dependencia y cuándo no.

     En primer lugar, debe asentarse por indudable que la existencia simultánea de dos seres, ni tampoco su inmediata sucesión, consideradas en sí solas, no prueban que el uno dependa del otro. Una planta venenosa y pestilente se halla tal vez al lado de otra medicinal y aromática; un reptil dañino y horrible se arrastra quizás a poca distancia de la bella e inofensiva mariposa; el asesino, huyendo de la justicia, se oculta en el mismo bosque donde está en acecho un honrado cazador; un airecillo fresco y suave recrea la Naturaleza toda, y algunos momentos después sopla el violento huracán, llevando en sus negras alas tremenda tempestad.

     Así es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se les ha visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un sofisma que se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en infinitos errores. En él se encontrará el origen de tantas predicciones como se hacen sobre las variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia manifiesta fallidas; de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre veneros de metales preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas veces que, después de tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de tal o cual dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían otras mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel aspecto se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas se descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro, no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que ellos tuviesen entre sí relación de ninguna clase.

§ III

Dos reglas sobre la coexistencia y la sucesión

     La importancia de la materia exige que se establezcan algunas reglas:

     1ª. Cuando una experiencia constante y dilatada nos muestra dos objetos existentes a un mismo tiempo, de tal suerte que en presentándose el uno se presenta también el otro, y en faltando el uno falta también el otro, podemos juzgar, sin temor de equivocarnos, que tienen entre sí algún enlace, y, por tanto, de la existencia del uno inferiremos legítimamente la existencia del otro.

     2ª. Si dos objetos se suceden indefectiblemente, de suerte que puesto el primero, siempre se haya visto que seguía el segundo, y que al existir éste, siempre se haya notado la procedencia de aquél, podremos deducir con certeza que tienen entre sí alguna dependencia.

     Tal vez sería difícil demostrar filosóficamente la verdad de estas aserciones; sin embargo, los que las pongan en duda seguramente no habrán observado que, sin formularlas, las toma por norma el buen sentido de la Humanidad que en muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las más de las investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.

     Creo que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido cierto tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la simple razón de que «siempre sucede así».

     Todo el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los líquidos y que otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que no saben la razón de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la congelación y el frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse dificultades sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero el linaje humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los sabios: «Siempre existen juntos estos hechos -dice-; luego entre ellos hay alguna relación que los liga.»

     Son infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida; pero las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo. Sólo diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran. Darían pocos pasos más que el vulgo.

     La segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos principios y se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta que el pollo sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado satisfactoriamente cómo del licor encerrado en la cáscara se forma aquel cuerpecito tan admirablemente organizado; y aun cuando la ciencia diese cumplida razón del fenómeno, el vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni los sabios vacilan en creer que hay una relación de dependencia entre el licor y el polluelo; al ver el pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha precedido aquella masa que a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.

     La generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran completamente de qué manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las semillas y al crecimiento de las plantas, ni cuál es la causa de que unos terrenos se adapten mejor que otros a determinadas producciones; pero siempre se ha visto así, y esto es suficiente para que se crea que una cosa depende de otra y para que al ver la segunda deduzcamos, sin temor de errar, la existencia de la primera.

§ IV

Observaciones sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos

     Sin embargo, conviene advertir la diferencia que va de la sucesión observada una sola vez, o repetida muchas. En el primer caso no sólo no arguye causalidad, pero ni aun relación de ninguna clase; en el segundo, no siempre indica dependencia de efecto y causa, pero sí al menos dependencia de una causa común. Si el flujo y reflujo del mar se hubiese observado que coincidía una que otra vez con cierta posición de la luna, no podría inferirse que existía relación entre los dos fenómenos; mas siendo constante la expresada coincidencia, los físicos debieron inferir que si el uno no es causa del otro, al menos tienen ambos una causa común, y que así están ligados en su origen.

     A pesar de lo que acabo de decir, tienen mucha razón los dialécticos cuando tachan de sofístico el raciocinio siguiente: post hoc, ergo propter hoc: después de esto, luego por esto. 1º.Porque ellos no hablan de una sucesión constante. 2º. Porque, aun cuando hablaran, esta sucesión puede indicar dependencia de una causa común y no que lo uno sea causa de lo otro.

     Si bien se observa, la misma regla a que atendemos en los negocios comunes es más general de lo que a primera vista pudiera parecer: de ella nos servimos en el curso ordinario de las cosas, de la propia suerte que en lo tocante a la Naturaleza. Según el objeto de que se trata, se modifica la aplicación de la regla; en unos casos basta una experiencia de pocas veces, en otros se la exige más repetida; pero, en el fondo, siempre andamos guiados por el mismo principio: dos hechos que siempre se suceden tienen entre sí alguna dependencia: la existencia del uno indicará, pues, la del otro.

§ V

Un ejemplo

     Es de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a poco rato de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por breve tiempo y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la parte opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos relación alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el mismo lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que ayer no me había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto podrá ser una casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo mismo; crece la sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se verifica lo propio; la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición de la luz a poco de arder el fuego; entoces ya no me cabe duda de que un hecho es dependiente del otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación; y ya no me falta sino averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a comprender.

     En semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los juicios infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior, supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho menos probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido variada. Un imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca con las pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se ponen de acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual día, se comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y cuando la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya negras sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores enviados a observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del espanto y del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes: Muy cerca de la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A que a la hora de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene noticia de que unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de nuevo. El centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo de espantar a nadie si no es a los malandrínes de segur y cuerda. Como cabalmente aquella es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace también la familia B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar el reloj, levanta el dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo: «Vámonos a dormir», y entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias puertas y empuja por la parte de afuera para probar si los muchachos han cerrado bien. Como el buen hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil, y heos aquí la luz misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en breve, coincidiendo con el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes sólo trataban de guardarse de ladrones.

     ¿Qué debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de encendido el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o menos, lo que inclina a creer que será una señal convenida. El país está en paz; con que esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente no es probable que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo lugar y tiempo, con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la operación sería muy larga durando un mes, y estos negocios suelen redondearse con un golpe de mano. Por aquellas inmediaciones están las casas A y B, familias de buena reputación, que no se habrán metido a encubridores. Parece, pues, que o ha de ser coincidencia puramente casual, o que si hay seña, debe de ser sobre negocio que no teme los ojos de la justicia. La hora del suceso es precisamente la en que se recogen los vecinos de esta tierra; veamos si esto no será que algunos quehaceres obligan a los unos a encender fuego y a los otros a sacar la luz.

§ VI

Reflexiones sobre el ejemplo anterior

     Reflexionando sobre el ejemplo anterior se nota que, a pesar de la ninguna relación de seña ni causa que en sí tenían los dos hechos, no obstante reconocían en cierto modo un mismo origen: el sonar la hora de acostarse. Así se echa de ver que el error no estaba en suponer que había algo de común en ellos, ni en pensar que la coincidencia no era puramente casual, sino en que se apelaba a interpretaciones destituidas de fundamento, se buscaba en la intención concertada de las personas lo que era simple efecto de la identidad de la hora.

     Esta observación enseña, por una parte, el tino con que debe procederse en determinar la clase de relación que entre sí tienen dos hechos, simultáneos o sucesivos; pero, por otra, confirma más y más la regla dada de que cuando la simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.

§ VII

La razón de un acto que parece instintivo

     Profundizando más la materia encontraremos que el inferir de la coexistencia o sucesión la relación entre los hechos coexistentes o sucesivos, aunque parezca un acto instintivo y ciego, es la aplicación de un principio que tenemos grabado en el fondo de nuestra alma y del que hacemos continuo uso sin advertirlo siquiera. Este principio es el siguiente: «Donde hay orden, donde hay combinación, hay causa que ordena y combina; el acaso no es nada.» Una que otra coincidencia la podemos mirar como casual; es decir, sin relación; pero siendo muy repetida, ya decimos, sin vacilar: «Aquí hay enlace, hay misterio; no llega a tanto la casualidad.»

     Así se verifica que, examinando a fondo el espíritu humano, encontramos en todas partes la mano bondadosa de la Providencia, que se ha complacido en enriquecer nuestro entendimiento y nuestro corazón con inestimables preciosidades[vi].

 

Capítulo VII

La lógica acorde con la claridad

§ I

Sabiduría de la ley que prohíbe los juicios temerarios

     La ley cristiana, que prohíbe los juicios temerarios, es no sólo ley de caridad, sino de prudencia y buena lógica. Nada más arriesgado que juzgar de una acción, y sobre todo de la intención, por meras apariencias; el curso ordinario de las cosas lleva tan complicados los sucesos, los hombres se encuentran en situaciones tan varias, obran por tan diferentes motivos, ven los objetivos de maneras tan distintas, que a menudo nos parece un castillo fantástico lo que examinado de cerca y con presencia de las circunstancias, se halla lo más natural, lo más sencillo y arreglado.

§ II

Examen de la máxima «Piensa mal y no errarás»

     El mundo cree dar una regla de conducta muy importante diciendo: «Piensa mal y no errarás», y se imagina haber enmendado de esta manera la moral evangélica. «Conviene no ser demasiado cándido -se nos advierte continuamente-; es necesario no fiarse de palabras; los hombres son muy malos; obras son amores y no buenas razones»; como si el Evangelio nos enseñase a ser imprudentes e imbéciles; como si Jesucristo, al encomendarnos que fuésemos sencillos como la paloma, no nos hubiera amonestado al mismo tiempo que fuésemos prudentes como la serpiente; como si no nos hubiera avisado que no creyésemos a todo espíritu; que para conocer el árbol atendiésemos al fruto, y, finalmente, como si a propósito de la malicia de los hombres no leyéramos ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura que el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia.

     La máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto con la malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la sana razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace muchas más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama naturalmente la verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las pasiones le arrastran y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele alguna ocasión en que, faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o lisonjear su vanidad necia; pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la verdad y habla como el resto de los hombres. El ladrón roba, el liviano se desmanda, el pendenciero riñe, cuando se presenta la oportunidad, estimulando la pasión; que si estuviesen abandonadas de continuo a sus malas inclinaciones serían verdaderos monstruos su crimen degeneraría en demencia, y entonces el decoro y buen orden de la sociedad reclamarían imperiosamente que se los apartase del trato de sus semejantes.

     Infiérese de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido fundamento y el tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional como si habiendo en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras se dijera que las probabilidades de salir están en favor de las negras.

§ III

Algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres

     Caben en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la prudencia de la serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.

Regla 1ª

     No se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba muy dura.

     La razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud firme y acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en semejantes extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos previene que quien ama el peligro perecerá en él.

     Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora abatido por un furioso huracán.

     Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido cun presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.

     Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante, se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas. El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias fuesen irreparables.

     Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.

     Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.

     Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la virtud.

     De estas consideraciones nacen las otras reglas.

Regla 2ª

     Para comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto pueda influir en su determinación.

     El hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a una muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle. El olvido de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo que un hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos datos bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en cuenta una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza de carácter. Este olvido podrá hacer muy bien que defraude nuestras esperanzas un hombre virtuoso y las exceda el malo, pues que para sacar airosa la virtud en circunstancias apuradas sirve admirablemente el que obren en su favor pasiones enérgicas. Un alma de temple fuerte y brioso se exalta y cobra nuevo aliento a la vista del peligro; en el cumplimiento del deber se interesa entonces el orgullo, y un corazón que naturalmente se complace en superar obstáculos y arrostrar riesgos se siente más osado y resuelto cuando se halla animado por el grito de la conciencia. El ceder es debilidad; el volver atrás, cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la afrenta. El hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará las cosas con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad; pero trae consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El mal se hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de convertirse en terquedad; los debetes no han de considerarse en abstracto, es preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no andan regidas por la prudencia.» El buen hombre ha encontrado por fin lo que buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio traje, no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción no se hará esperar mucho.

     He aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es preciso atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar. Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para acertar.

Regla 3ª

     Debemos cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y guardarnos de pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros.

     La experiencia de cada día nos enseña que el hombre se inclina a juzgar de los demás tomándose por pauta a sí mismo. De aquí han nacido los proverbios «Quien mal no hace, mal no piensa» y «Piensa el ladrón que todos son de su condición». Esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para encontrar la verdad en todo lo concerniente a la conducta de los hombres; ella expone con frecuencia al virtuoso a ser presa de los amaños del malvado, y dirige a menudo contra probada honradez, y quizá acendrada virtud, los tiros de la maledicencia.

     La reflexión, ayudada por costosos desengaños, cura a veces este defecto, origen de muchos males privados y públicos; pero su raíz está en el entendimiento y corazón del hombre, y es preciso estar siempre alerta si no se quiere que retoñen las ramas.

     La razón de este fenómeno no sería difícil explicarla. En la mayor partede sus raciocinios procede el hombre por analogía. «Siempre ha sucedido esto; luego ahora, sucederá también.» «Comúnmente, después de tal hecho sobreviene tal otro; luego lo mismo acontecerá en la actualidad.» De aquí dimana que tan pronto como se ofrece la ocasión de formar juicio apelamos a la comparación; si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos afirmamos más en ella, y si la experiencia nos suministra muchos, sin esperar más pruebas, damos la cosa por demostrada. Natural es que necesitando comparaciones las busquemos en los objetos más conocidos y con los cuales nos hallamos más familiarizados; y como en tratándose de juzgar o conjeturar sobre la conducta ajena hemos menester calcular sobre los motivos que influyen en la determinación de la voluntad, atendemos, sin advertirlo siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos a los demás el mismo modo de mirar y apreciar los objetos.

     Esta explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la razón de la dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y sentimientos cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos sobre la conducta de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos que los de su país tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por primera vez el suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo propio nos sucede en el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más íntimamente que con nosotros mismos, y hasta los menos amigos de concentrarse tienen por necesidad una conciencia muy clara del curso que ordinariamente siguen su entendimiento y voluntad. Preséntase un caso, y no atendiendo a que aquello pasa en el ánimo de los otros, como si dijéramos en tierra extraña, nos sentimos, naturalmente, llevados a pensar que deberá de suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que hemos visto en nuestra patria. Y ya que he comenzado comparando, añadiré que así como los que han viajado mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de costumbres y adquieren cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni repugnancia, así los que se han dedicado al estudio del corazón y a la observación de los hombres son más diestros en despojarse de su manera de ser y sentir, y se colocan más fácilmente en la situación de los otros, como si dijéramos que cambian de traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las maneras de los naturales del nuevo país[vii].

 

Capítulo VIII

De la autoridad humana en general

§ I

Dos condiciones necesarias para que sea valedero un testimonio

     No siempre nos es dable adquirir por nosotros mismos el conocimiento de la existencia de un ser, y entonces nos es preciso valernos del testimonio ajeno. Para que éste no nos induzca a error son necesarias dos condiciones: primera, que el testigo no sea engañado; segunda, que no nos quiera engañar. Es evidente que faltando cualquiera de estos dos extremos su testimonio no sirve para encontrar la verdad. Poco nos importa que quien habla la conozca si sus palabras nos expresan el error, y la veracidad y buena fe tampoco nos aprovechan si quien las posee está engañado.

§ II

Examen y aplicaciones de la primera condición

     Conocemos si el testigo ha sido engañado o no atendiendo a los medios de que ha podido disponer para alcanzar la verdad; y en estos medios comprendo también su capacidad y demás cualidades personales, que le hacen más o menos apto para el efecto.

     Al referírsenos algún hecho, cuando el narrador no es testigo ocular, a veces la buena educación no permite preguntar quién lo ha contado, pero la buena lógica prescribe atender siempre a esta circunstancia y no prestar ligeramente asenso sin haberla tenido presente.

     Atravieso un país que me es desconocido y oigo la siguiente proposición: «Este año es el de mejor cosecha que de mucho tiempo acá se ha visto en esta comarca.» Lo primero que debo hacer es parar la atención en la persona que así lo dice. ¿Es un hombre anciano, rico propietario de la tierra, establecido en sus mismas posesiones, aficionado a recoger noticias y formar estados comparativos? No puedo dudar que quien habla debe de saberlo muy bien, pues que su interés, profesión, inclinaciones particulares y larga experiencia le proporcionan cuantos medios son deseables para formar juicio acertado. ¿Es un hijo del mismo propietario, que sólo se llega a las posesiones de su padre para divertirse o sacar dinero, que, distraído por la vida de las ciudades, se cuida muy poco de lo que pasa en los campos? Bien podrá saberlo por habérselo oído a su padre; pero si esta última circunstancia falta, el testimonio es muy poco seguro. ¿Es un viajero que recorre de vez en cuando aquel país por negocios que nada tienen que ver con la agricultura? Su palabra merece poca fe, porque son escasos los medios que ha tenido para cerciorarse de lo que afirma; su proposición podrá ser echada a la ventura.

     En una reunión se cuenta que el ingeniero N. acaba de idear una nueva máquina para tal o cual producto y que su invención lleva ventaja a cuantas se han conocido hasta ahora. El testigo es ocular. ¿Quién lo refiere? Es un caballero de la misma profesión, muy acreditado en ella, que ha viajado mucho para ponerse al nivel de los últimos adelantos en maquinaria, comisionado repetidas veces, ya por el Gobierno, ya por Sociedades de fabricantes, para comparar diferentes sistemas de construcción y elaboración: el juez es competente; no es fácil haya sido engañado por un charlatán cualquiera. El testigo es un fabricante que tiene invertidos grandes capitales en maquinaria y se propone invertir muchos más; posee algunos conocientos en el ramo, pues que su interés propio le llama la atención hacia este punto, y cuenta con bastantes años de experiencia. El testimonio no es despreciable, ha perdido mucho de las cualidades del primero. No conoce por principios la mecánica, habrá visto algunos establecimientos, mas no los necesarios para poder comparar la invención con los demás sistemas conocidos; el maquinista sabía que las arcas no estaban vacías, tenía un interés en que se formase alto concepto de la invención; hay, pues, bastante peligro de que el mérito sea exagerado; hasta padrá ser muy mediano, y quizá nulo.

     Una mujer de veracidad probada, pero de imaginación ardiente y viva, y además muy crédula en asuntos de carácter extraordinario y misterioso, refiere, con el tono de la mayor certeza y con el lenguaje y ademán de una impresión reciente, que en la noche anterior ha oído en su casa un ruido espantoso; que, habiéndose levantado, ha visto el resplandor de algunas luces en partes del edificio en las que no habita nadie, y que repetidas veces han resonado con toda claridad voces desconocidas, ya cual gemidos de dolor, ya cual aullidos de desesperación, ya cual aterradoras amenazas. La testigo habrá sido engañada. Es probable que, estando profundamente dormida, algún gato que andaría ocupado en sus ordinarias tareas de hurto o caza habrá derribado algún trasto con estrepitoso fracaso. La buena señora, que quizá conciliaría difícilmente el sueño, agitada por espectros y fantasmas, despierta al retumbante ruido; levántase, despavorida; corre presurosa de una a otra parte; ve en los aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razón de que nadie cuidó de cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin llegan a sus oídos las voces misteriosas, que no debieron de ser más que los silbidos del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura y tal vez el remoto maúllo del malandrín, que, salido por la buhardilla, se va a trabar refriegas por la vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa cuita a su dueña y bienhechora.

     Así discurría un buen pensador, sin decidirse por esto a creer o dejar de creer, pero inclinándose algo más a lo segundo que a lo primero, cuando he aquí que llega a la reunión el marido de la señora espantada. Es hombre que frisa en los cincuenta, que ha tenido tiempo de perder el miedo en largos años de carrera militar, no escasea en conocimientos y, retirado ahora, vive entregado a sus negocios y a sus libros, dejando que su mujer delire a mansalva. La vista de los circunstantes se dirige, naturalmente, al recién llegado, y todos desean saber de su boca la impresión que le causara la medrosa aventura. «En verdad, señores -dice-, que no sé qué diablos teníamos esta noche en casa. Ocupado en despachar unos papeles que me corrían prisa no me había acostado todavía cuando he aquí que a eso de las doce oigo un estrépito tal que me creí que la casa se nos venía encima. Lo que es, gato no podía ser, porque era imposible que hiciese tal estrépito, y, además, esta mañana nada se ha encontrado ni dislocado ni roto. Eso de las luces yo no las he visto, pero que resonaron unas voces tan tremehundas que casi casi me habrían metido el miedo en el cuerpo es positivo. Veremos si la zambra se repite; yo me temo que se nos ha querido jugar una treta. Desearía sorprender a los actores representando su papel.» Desde entonces la cuestión cambia de aspecto; lo que antes era improbable ha pasado a ser creíble; el hecho será verdadero, sólo falta aclarar su naturaleza.

§ III

Examen y aplicaciones de la segunda condición

     Si conviene precaverse contra el engaño que inocentemente puede haber sufrido el narrador, no importa menos estar en guardia contra la falta de veracidad. Para este efecto será bien informarse de la opinión que en este punto disfruta la persona y, sobre todo, examinar si alguna pasión o interés la impelen a mentir. ¿Qué caso puede hacerse de quien pinta prodigiosos hechos de armas de los cuales espera grados, empleos y condecoraciones? Está bien claro el partido que tomará el especulador, si no está dominado por principios de rígida moral y caballerosa delicadeza. Así, quien refiere acontecimientos en cuya verdad o apariencia tiene grande interés, es testigo sospechoso; prestarle crédito sobre su palabra fuera proceder muy de ligero.

     Cuando tratamos de calcular la probabilidad de un suceso que no sabemos sino por el testimonio de otros, es preciso atender simultáneamente a las dos condiciones explicadas: conocimiento y veracidad. Pero como en muchos casos a más del testimonio tenemos algunos datos para conjeturar sobre la probabilidad de lo que se nos cuenta, es necesario hacerlos entar en combinación para decidirnos con menos peligro de errar. Por lo común, hay muchas cosas a que atender, en lo cual enseñarán más los ejemplos que las reglas.

     Un general da parte de una brillante victoria que acaba de conseguir; el enemigo, por supuesto, era superior en fuerzas, ocupaba posiciones muy ventajosas, pero ha sido arrollado en todas direcciones y sólo una precipitada fuga le ha librado de dejar en manos del vencedor numerosos prisioneros. La pérdida del general ha sido insignificante en comparación de la del enemigo; algunas compañías que, llevadas de su ardor, se habían adelantado en demasía, viéronse envueltas por cuadruplicadas fuerzas y tuvieron algunos momentos de conflicto; pero, merced a la bizarría de los jefes y acertadas disposiciones del general, pudiéronse replegar con el mayor orden, sin más resultado que extraviarse un reducido número de soldados.

     ¿Qué concepto formaremos de la acción? Para que se vea cuánta circunspección es necesaria si se desea acertar en los juicios, y con la mira de ofrecer ejemplos que sirvan de norma en otros casos, detallaremos las muchas circunstancias a que es preciso atender.

     ¿Es conocido el general? ¿Tiene reputación de veraz y modesto, o pasa plaza de fanfarrón? ¿Cuáles son sus dotes militares? ¿Qué subalternos le auxilian? ¿Sus tropas gozan fama de valor y disciplina? ¿Se han distinguido en otras acciones, o están desacreditadas por frecuentes derrotas? ¿Con qué enemigo ha tenido que habérselas? ¿Cuál era el objeto de la expedición del general? ¿Lo ha conseguido o no? En el parte hay una cláusula que dice: «Sé de positivo que la plaza N puede todavía sostenerse algunos días. Así no he creído necesario precipitar las operaciones, mayormente cuando la situación del soldado, rendido de hambre, y fatiga, reclamaba imperiosamente algún descanso. El convoy queda seguro en la ciudad M, adonde me he replegado, abandonando al enemigo unas posiciones que me eran inútiles y dejándole que se cebase en una porción de víveres que en el ardor de la refriega cayeron en su poder a causa de un desorden momentáneo que se debió al miedo de los bagajeros.» El negocio presenta mal aspecto; a pesar de todos los rodeos, se conoce que el vencedor ha perdido una parte del convoy y no ha podido pasar con lo restante.

     ¿Qué trofeos nos presenta en testimonio de su victoria? No ha cogido prisioneros y él confiesa algunos extraviados; aquellas compañías demasiado adelantadas sufrieron algunos momentos de conflicto y fueron envueltas por fuerzas cuadruplicadas; todo esto significa que hubo en aquella parte un «sálvese quien pueda» y que el enemigo no dejó de hacer presa.

     ¿Cuáles son las noticias que vienen del lugar donde se ha replegado el general? Es probable que las cartas serán tristes y que traerán descripciones aflictivas sobre el desorden en que entró la tropa y la disminución del convoy.

     ¿Qué dicen los partidarios del enemigo? ¡Ah! Esto acaba de aclarar el misterio; se han echado las campanas a vuelo en el punto P y han entrado muchos prisioneros; los enemigos se han presentado orgullosos en presencia de la plaza sitiada, cuyos apuros son cada día mayores.

     ¿Qué está haciendo el general vencedor? Se mantiene en inacción y se añade que ha pedido refuerzos; la brillante victoria habrá sido, pues, una insigne derrota.

§ IV

Una observación sobre el interés en engañar

     Casos hay en que por interesado que parezca el narrador en faltar a la verdad no es probable que lo haya hecho, porque, descubierta en breve la mentira, sin recurso para paliarla, se convertiría contra él de una manera ignominiosa.

     La experiencia nos enseña que no hay que fiar de ciertas relaciones militares que no pueden ser contradichas luego con toda claridad y con presencia de datos positivos que produzcan evidencia. Las mayores o menores fuerzas del enemigo, el orden o la dispersión con que tal o cual parte de su ejército emprendió la retirada, el número de muertos o heridos, lo más o menos favorable de algunas posiciones, atendida la situación de los combatientes, lo más o menos intransitable de los caminos y otras cosas por este tenor, ¿cómo las puede aclarar bien el público? Cada cual refiere las cosas a su modo, según sus noticias, intereses o deseos, y los mismos que saben la verdad son quizá los primeros en obscurecerla haciendo circular las más insignes falsedades. Los que llegan a desembarazarse del enredo y a ver claro en el negocio o callan o se hallan impugnados por mil y mil a quienes importa sostener la ilusión, y la mancha que cae sobre los embaucadores nunca es tan ignominiosa que no consienta algún disfraz. Pero suponed que un general que está sitiando una plaza, y nada puede contra ella, tiene la imprudencia de enviar un pomposo parte al Gobierno, anunciándole que la ha tomado por asalto y están en su poder los restos de la guarnición que no han perecido en la refriega; a pocos días sabrá el Gobierno, sabrá el público, sabrá el mismo Ejército que el general ha mentido de una manera escandalosa, y la burla y la afrenta que caerán sobre el impostor le harán pagar cara su gloria de momento.

     De aquí es que en semejantes casos el buen sentido del público suele preguntar si el parte es oficial, y si lo es, por más que no haga caso de las circunstancias con que se procura realzar el hecho, no obstante, presta crédito a la existencia de él. Hasta es de notar que cuando en gravísimos apuros se miente de una manera escandalosa, con la mira de alentar por algunas horas más y dar lugar al tiempo, rara vez se inventa un parte nombrando personas; se apela a las fórmulas de «sabemos de positivo; un testigo de vista acaba de referirnos», y otras semejantes; se suponen oficios recibidos que se imprimirán luego, se ordenan regocijos públicos, etc.; pero siempre se suele dejar un camino abierto para que la mentira no choque demasiado de frente con el buen sentido; se tiene cuidado en no comprometer el nombre de personas determinadas; en una palabra: hasta reinando la mayor desfachatez se guardan siempre algunas consideraciones a la conciencia pública.

     Para dejar, pues, de prestar crédito a una no basta objetar que el narrador está interesado en faltar a la verdad; es necesario considerar si las circunstancias de la mentira son tan desgraciadas que poco después haya de ser descubierta en toda su desnudez, sin que le quede al engañador la excusa de que se había equivocado o lo habían mal informado. En estos casos por poca que sea la categoría de la persona, por poca estimación de sí misma que se le pueda suponer, mayormente cuando el asunto pasa en público es prudente darle crédito, si de esto no puede resultar ningún daño. Será dable salir engañado, pero la probabilidad está en contra, y en grado muy superior.

§ V

Dificultades para alcanzar la verdad en mediando mucha distancia de lugar o tiempo

     Si es tan difícil encontrar, la verdad cuando los sucesos son contemporáneos y se realizan en no propio país, ¿qué diremos de lo que pasa a larga distancia de lugar o tiempo o de uno y otro? ¿Cómo será posible sacar en limpio la verdad de manera de viajeros o historiadores? Por más desconsolador que sea, es preciso confesarlo: quien haya observado de qué modo se abulta, y se exagera, y se disminuye, y se desfigura, y se trastorna de arriba abajo lo mismo que estamos viendo con nuestros ojos, ha de sentirse por necesidad muy descorazonado al abrir un libro de historia o de viajes o al leer los periódicos, particularmente los extranjeros.

     Quien vive en el mismo tiempo y país de los acontecimientos tiene muchos medios para evitar el error: o ve las cosas por sí mismo o lee y oye muy diferentes relaciones que puede comparar entre sí, y como está en datos sobre los antecedentes de las personas y de las cosas, como trata continuamente con hombres de opuestos intereses y opiniones, como sigue de cerca el curso de la totalidad de los sucesos, no le es imposible, a fuerza de trabajos y discreción, el aclarar en algunos puntos la verdad. Pero ¿que será del desgraciado lector que mora allá en lejanos países y quizá a larga distancia de siglos y no tiene otro guía que el periódico u obra que, por casualidad, encuentra en un gabinete de lectura o en una biblioteca o que habrá adquirido por haber visto recomendados en alguna parte aquellos escritos u oído elogios de quien presumía entenderlos?

     Tres son los conductos por los cuales solemos adquirir conocimiento de lo que pasa en tiempos y lugares distantes: los periódicos, las relaciones de los viajeros y las historias. Diré cuatro palabras sobre cada uno de ellos[viii].

 

Capítulo IX

Los periódicos

§ I

Una ilusión

     Creen algunos que, con respecto a los países donde está en vigor la libertad de imprenta, no es muy difícil encontrar la verdad, porque teniendo todo linaje de intereses y opiniones, algún periódico que les sirve de órgano, los unos desvanecen los errores de los otras, brotando del cotejo la luz de la verdad. «Entre todos lo saben todo y lo dicen todo; no se necesita más que paciencia en leer, cuidado en comparar, tino en discernir y prudencia en juzgar.» Así discurren algunos. Yo creo que esto es pura ilusión, y lo primero que asiento es que, ni con respecto a las personas ni a las cosas, los periódicos no lo dicen todo, ni con mucho, ni aun aquello que saben bien los redactores, hasta en los países más libres.

§ II

Los periódicos no lo dicen todo sobre las personas

     Estamos presenciando a cada paso que los partidarios de lo que se llama una notabilidad la ensalzan con destemplados elogios, mientras sus adversarios la regalan a manos llenas los dictados de ignorante, estúpido, inhumano, sanguinario, tigre, traidor, monstruo y otras lindezas por este estilo. El saber, los talentos, la honradez, la amabilidad, la generosidad y otras cualidades que le atribuían al héroe los escritores de su devoción, quedan en verdad algo ajadas con los cumplimientos de sus enemigos; pero al fin, ¿qué sacáis en limpio de esta barahúnda? ¿Qué pensará el extranjero que ha de decidirse por uno de los extremos o adoptar un justo medio a manera de árbitro arbitrador? El resultado es andar a tientas y verse precisado o a suspender el juicio o a caer en crasos errores. La carrera pública del hombre en cuestión no siempre está señalada por actos bien caracterizados, y, además, lo que haya en ellos de bueno o malo no siempre es bien claro si debe atribuirse a él o a sus subalternos.

     Lo curioso es que, a veces, entre tanta contienda, la opinión pública en ciertos círculos, y quizá en todo el país, está fijada sobre el personaje; de suerte que no parece sino que se miente de común acuerdo. En efecto; hablad con los hombres que no carecen de noticias, quizá con los mismos que le han declarado más cruda guerra: «Lo que es talento -oiréis- nadie se lo niega; sabe mucho y no tiene malas intenciones; pero ¿qué quiere usted?..., se ha metido en eso y es preciso desbancarle; yo soy el primero en respetarle como a persona privada, y ojalá que nos hubiese escuchado a nosotros; nos hubiera servido mucho y habría representado un papel brillante.» ¿Veis a esa otro tan honrado, tan inteligente, tan activo y enérgico, que, al decir de ciertos periódicos, él, y sólo él, puede apartar la patria del borde del abismo? Escuchad a los que le conocen de cerca y tal vez a sus más ardientes defensores: «Que es un infeliz ya lo sabemos; pero, al fin, es el hombre que nos conviene, y de alguien nos hemos de valer. Se le acusa de impuros manejos; esto ¿quién lo ignora? En el Banco A tiene puestos tales fondos, y ahora va a hacer otro tanto en el Banco B. En verdad que roba de una manera demasiado escandalosa; pero, mire usted, esto es ya tan común..., y, además, cuando le acusan nuestros adversarios no es menester que uno le deje en las astas del toro. ¿No sabe usted la historia de ese hombre? Pues yo le voy a contar a usted su vida y milagros...» Y se nos refieren sus aventuras, sus altos y bajos, y sus maldades o miserias, o necedades y desde entonces ya no padecéis ilusiones y juzgáis en adelante con seguridad y acierto.

     Estas proporciones no las disfrutan por lo común los extranjeros, ni los nacionales que se contentan con la lectura de los periódicos, y así, creyendo que la comparación de los de opuestas opiniones les aclara suficientemente la verdad, se forman los más equivocados conceptos sobre los hombres y las cosas.

     El temor de ser denunciados, de indisponerse con determinadas personas, el respeto debido a la vida privada, el decoro propio y otros motivos semejantes impiden a menudo a los periódicos el descender a ciertos pormenores y referir anécdotas que retratan al vivo al personaje a quien atacan, sucediendo a veces que con la misma exageración de los cargos, la destemplanza de las invectivas y la crueldad de las sátiras no le hacen, ni con mucho, el daño que se le podría hacer con la sencilla y sosegada exposición de algunos hechos particulares.

     Los escritores distinguen casi siempre entre el hombre privado y el hombre público; esto es muy bueno en la mayor parte de los casos porque de otra suerte la polémica periodística, ya demasiado agria y descompuesta, se convirtiera bien pronto en un lodazal donde se revolverían inmundicias intolerables; pero esto no quita que la vida privada de un hombre, no sirva muy bien para conjeturar sobre su conducta en los destinos públicos. Quien en el trato ordinario no respeta la hacienda ajena, ¿creéis que procederá con pureza cuando maneje el erario de la nación? El hombre de mala fe, sin convicciones de ninguna clase, sin religión, sin moral, ¿creéis que será consecuente en los principios político que aparenta profesar, y que en sus palabras y promesas puede descansar tranquilo el Gobierno que se vale de sus servicios? El epicúreo por sistema que en su pueblo insultaba sin pudor el decoro público, siendo mal marido y mal padre, ¿creéis que renunciará a su libertinaje cuando se vea elevado a la magistratura y que de su corrupción y procacidad nada tendrán que temer la inocencia y la fortuna de los buenos, nada que esperar la insolencia y la injusticia de los malos? Y nada de esto dicen los periódicos, nada pueden decir, aunque les conste a los escritores sin ningún género de duda.

§ III

Los periódicos no lo dicen todo sobre las cosas

     Hasta en política no es verdad que los periódicos lo digan todo. ¿Quién ignora cuánto distan, por lo común, las opiniones que se manifiestan en amistosa conversación de lo que se expresa por escrito? Cuando se escribe en público hay siempre algunas formalidades que cubrir y muchas consideraciones que guardar; no pocos dicen lo contrario de lo que piensan, y hasta los más rígidos en materia de veracidad se hallan a veces precisados, ya que no a decir lo que piensan, al menos a decir mucho menos de lo que piensan. Conviene no olvidar estas advertencias, si se quiere saber algo más en política de lo que anda por ese mundo como moneda falsa de muchos reconocida, pero recíprocamente aceptada, sin que por esto se equivoquen los inteligentes sobre su peso y ley[ix].

 

Capítulo X

Relaciones de viaje

§ I

Dos partes muy diferentes en las relaciones de viajes

     En esta clase de escritos deben distinguirse dos partes: las descripciones de objetos que ha visto o escenas que ha presenciado el viajero y las demás noticias y observaciones de que llena su obra. Por lo tocante a lo primero, conviene recordar lo que se ha dicho sobre la veracidad, añadiéndose dos advertencias: 1ª. Que la desconfianza de la fidelidad de los cuadros debe guardar alguna proporción con la distancia del lugar de la escena, por aquello: «De luengas tierras, luengas mentiras.» 2ª. Que los viajeros corren riesgo de exagerar, desfigurar y hasta fingir, haciendo formar ideas muy equivocadas sobre el país que describen por el vanidoso prurito de hacerse interesantes y de darse importancia contando peregrinas aventuras.

     En cuanto a las demás noticias y observaciones no es dable reducir a reglas fijas el modo de distinguir la verdad del error, mayormente siendo imposible esta tarea en muchísimos casos. Pero será bien presentar reflexiones que llenen de algún modo el vacío de las reglas, inspirando prudente desconfianza y manteniendo en guardia a los inexpertos e incautos.

§ II

Origen y formación de algunas relaciones de viajes

     ¿Cómo se hacen la mayor parte de los viajes? Pasando no más que por los lugares más famosos, deteniéndose algún tanto los puntos principales y atravesando el país intermedio tan rápidamente como es posible, pues a ello instigan tres causas poderosas: ahorrar tiempo, economizar dinero y disminuir la molestia. Si el país es culto, con buenos caminos, con canales, ríos y costas de pronta navegación, el viajero salta de una capital a otra disparándose como una flecha; dormitando con el mecimiento del coche o de la nave y asomando la cabeza por la portezuela para recrearse con la vista de algún bello paisaje o paseándose sobre cubierta contemplando las orillas del río, cuya corriente le arrebata. Resulta de ahí que todo el país intermedio queda completamente desconocido, en cuanto concierne a ideas, religión, usos y costumbres. Algo ve sobre la calidad del terreno y los trajes de los moradores, porque ambos objetos se le ofrecen a los ojos; pero, hasta en estas cosas, si el viajero no es cauto y pretende hablar en general, podrá dar a sus lectores las noticias más falsas y extravagantes. Si de aquí a algunos años logramos navegar por el Ebro desde Zaragoza a Tortosa, el viajero que pintase el terreno y los trajes de Aragón y Cataluña ateniéndose a lo que hubiese visto en la ribera del río, por cierto que les proporcionaría a sus lectores copia desbaratada.

     Ahora reflexione el aficionado a relaciones de viajes el caso que debe hacer de las detalladas noticias sobre un país de muchos millares de leguas cuadradas descrito por un viajero que le ha observado de la susodicha manera. «El que lo ha visto de cerca lo dice; así será, sin asomo de duda»; de esta suerte hablas, ¡oh crédulo lector!, pensando que en recoger aquellas noticias ha puesto tu guía gran trabajo y cuidado, pues yo te diré lo que podría muy bien haber sucedido, y otra vez no te dejarás engañar con tanta facilidad.

     Llegado el viajero a la capital, tal vez con escaso conocimiento de la lengua, y quizá con ninguno, habrá andado atolondrado y confuso algunos días en el laberinto de calles y plazas, desplegando a menudo el plano de la ciudad, preguntando a cada esquina y saliendo del paso del mejor modo posible para encontrar la oficina de pasaportes, la casa de la Embajada y los sujetos para quienes lleva carta de recomendación. Este tiempo no es muy a propósito para observar, y si a ratos toma coche para librarse de cansancio y evitar extravío, tanto peor para los apuntes de su cartera; todo desfila a sus ojos con mucha rapidez; como linterna mágica, las ilusiones de los cuadros; recogerá muy gratas sensaciones pero no muchas noticias. Viene en seguida la visita de los principales edificios, monumentos, bellezas y preciosidades, cuyo índice encuentra en la guía; y o la capital no ha de ser de las mayores o se le han pasado muchos días en la expresada tarea. La estación se adelanta, es preciso todavía visitar otras ciudades, acudir a los baños, presenciar tal o cual escena en un punto lejano; el viajero ha de tomar la posta y correr a ejecutar en otra parte lo que acaba de practicar allí. A los pocos meses de su partida del suelo natal está ya de vuelta, y ordena durante el invierno sus apuntes, y en la primavera se halla de venta un abultado tomo sobre el viaje. Agricultura, artes, comercio, ciencia, política, ideas populares, religión, usos, costumbres, carácter, todo lo ha observado de cerca el afortunado viajero; en su libro se halla la estadística universal del país; creedle sobre su palabra y podréis ahorraros el trabajo de salir de vuestro gabinete sin que ignoréis los más pequeños y delicados pormenores.

     ¿Cómo ha podido adquirir tanta copia de noticias? Un Argos no bastara para ver y notar tanto en tan breve tiempo, y, además, ¿cómo habrá sabido lo que pasaba allí donde no ha estado, es decir, a centenares de leguas a derecha e izquierda de la carretera, canal o río por donde viajaba? Helo aquí. Cuando al dar los primeros rayos del sol a la portezuela del coche se habrá despertado y bostezando, y desperezándose habrá echado una ojeada sobre el país, que no se parece ya a lo que era el de anoche cruzando y arreglando las piernas, con el caballero de enfrente habrá trabado quizá la siguiente conversación:

     -¿Usted conoce el país éste?

     -Un poco.

     -El pueblo aquél, ¿cómo se llama?

     -Si mal no recuerdo es N.

     -¿Los principales productos del país?

     -N.

     -¿La industria?

     -N.

     -¿Carácter?

     -Flemático como el postillón.

     -¿Riqueza?

     -Como judíos.

     Entretanto llega el coche al parador; el de las respuestas se marcha quizá sin despedirse, y sus informes, que se ignora de quién sean, figurarán cual datos positivos entre los apuntes del observador, que tendrá la humorada de afirmar que cuenta lo que ha visto.

     Pero como estos recursos no son suficientes, y dejarían muy incompleta la descripción, recogerá cuidadosamente los trajes extraños, los edificios irregulares, las danzas grotescas que se le hayan ofrecido al paso, y heos aquí un cuadro de costumbres generales que nada dejará que desear. Sin embargo, aun hay otra mina que explotará el viajero y de donde sacará tal vez el principal tesoro. En los periódicos y en las guías encontrará en crecido número las noticias que ha meneste para formar su estadística; con los datos que de allí saque, puestos en orden diferente, intercalando alguna cosa de lo que ha visto u oído o conjeturado, resultará un todo, que se hará circular como fruto de los trabajos investigadores del viajero y en substancia no será más, en su mayor parte, que cuentos de un cualquiera y traducciones y plagios de periódicos y obras.

     Para que no se extrañe la severidad con que trato a los autores de viajes, sin que por esto me proponga rebajar el mérito dondequiera que se halle, bastará recordar las necedades y disparates que han publicado algunos extranjeros que han viajado por España. Lo que a nosotros nos ha sucedido puede muy bien acontecer a otros pueblos, saliendo bien o mal parados, aplaudidos con exageración o criticados con injusticia, según el humor, las ideas y otras cualidades del ligero pintor que se empeñaba en sacar copia de originales que no había visto.

§ III

Modo de estudiar un país

     La razón y la experiencia enseñan que para formar cabal concepto de una pequeña comarca y poderla describir tal como es, desde el aspecto material y el moral, es necesario estar familiarizado con la lengua, pasar allí larga temporada, abundar de relaciones, estar en trato continuo, sin cansarse de preguntar y observar. No creo que haya otro medio de adquirir noticias exactas y formar acertado juicio; lo demás es andarse en generalidades y llenar la cabeza de errores e inexactitudes. Hasta que se estudien los países de esta manera, hasta que se forme de esta suerte su estadística material y moral, no serán bien conocidos. Estarán pintados en los libros, como en los mapas muy pequeños que nos ofrecen a la vista dilatadas regiones: todo está cubierto de nombres, y de círculos, y de crucecitas, y de cordilleras de montañas, y de corrientes de ríos; pero medid con el compás las distancias y andaos por el mundo sin otra regla; a menudo creeréis estar muy cerca de una ciudad, de un río, de un monte que distan, sin embargo, nada menos que cien leguas.

     En suma: ¿queréis adquirir noticias exactas sobre un país y formar de su estado concepto verdadero y cabal? Estudiadlo de la manera sobredicha o leed a quien hubiese estudiado de esta suerte: Y si no tuviereis proporción para ello, contentaos con cuatro cosas generales, que os sacarán airoso de una conversación con vuestros iguales en aquella clase de conocimientos; pero guardaos de asentar sobre estos datos un sistema filosófico, político o económico, y andad con tiento en lucir vuestra ciencia si os encontrarais con algún natural del país y no queréis exponeros a ser objeto de risa[x].

 

Capítulo XI

Historia

§ I

Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos

     El estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos luchar con el sentido común.

     Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.

   ¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen Londres y París?

§ II

Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. -Aplicaciones

     Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha frecuencia el juicio.

     ¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?

     Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias.»

     Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida, y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.

§ III

Algunas reglas para el estudio de la Historia

     Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.

Regla 1ª

     Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no.

Regla 2ª

     En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.

     Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.

Regla 3ª

     Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII.)

     Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.

     ¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las Constituyentes.

Regla 4ª

     El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y juicio de los escritores.

     Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni más ni menos de lo que hay.

     Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y heroísmo en la resistencia.»

Regla 5ª

     Los anónimos merecen poca confianza.

     El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?

Regla 6ª

     Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.

     Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas observaciones.

     Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.

     Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.

     Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa rara.

     Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un calabozo.»      El conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.

Regla 7ª

     Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas de apócrifas o alteradas.

     La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá desmentir.

Regla 8ª

     Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale responsable de la obra.

Regla 9ª

     Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.

     Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.

Regla 10ª

     En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas

     La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares[xi].



[i] Verum est id quod est, dice San Agustín (Libro 2. «Solil.», cap. 5). Puede distinguirse entre la verdad de la cosa y la verdad del entendimiento; la primera, que es la cosa misma, se podrá llamar objetiva; la segunda, que es la conformidad del entendimiento con la cosa, se apellidará formal o subjetiva. El oro es metal, independientemente de nuestro conocimiento: he aquí una verdad objetiva. El entendimiento conoce que el oro es metal: he aquí una verdad formal o subjetiva.

     Mucha presunción sería el despreciar las reglas para pensar bien. Nullam dicere mavimarum rerum esse artem, cum minimarum sine arte nulla sit, hominum est parum considerate loquentium. «Es de hombres ligeros --decía Cicerón- el afirmar que para las grandes cosas no hay arte, cuando de él no carecen ni las más pequeñas.» (Lib. 2. «De Offic.».) En la utilidad de las reglas han estado acordes los sabios antiguos y modernos; la dificultad, pues, está en saber cuáles son éstas, cuál es el mejor modo de enseñar a practicarlas. «Don de los dioses» llamó Sócrates a la lógica; mas, por desgracia, no nos aprovechamos lo bastante de este don precioso y las cavilaciones de los hombres le hacen inútil para muchos. Los aristotélicos han sido acusados de embrollar el entendimiento de los principiantes con la abundancia de las reglas y el fárrago de discusiones abstractas; en cambio, las escuelas que les han sucedido, y particularmente los ideólogos más modernos, no están libres del todo de un cargo semejante. Algunos reducen la lógica a un análisis de las operaciones del entendimiento y de los medios con que se adquieren las ideas, lo que encierra las más altas y difíciles cuestiones que ofrecerse puedan a la humana filosofía.

     Quisiéramos un poco menos de ciencia y un poco más de práctica, recordando lo que dice Bacon de Verulamio sobre el arte de observación, cuando le llama una especie de sagacidad, de olfato cazador, más bien que una ciencia: Ars experimentatis sagacitas potius est et adoratio quædain venatica quam scientia. («De Augm. scient.», lib. 5, c. 2.)

[ii] Los hombres más insignes en el mundo científico se han distinguido por una gran fuerza de atención y algunos de ellos por una abstracción que raya en lo increíble. Arquímedes ocupado en sus meditaciones y operaciones geométricas, no advierte el estrépito de la ciudad tomada por los enemigos; Vieta pasa sin interrupción días y noches absorto en sus combinaciones algebraicas y no se acuerda de sí propio hasta que le arrancan de tamaña enajenación sus domésticos amigos; Leibnitz malbarata lastimosamente su salud, estando muchos días sin levantarse de la silla. Esta abstracción extraordinaria es respetable en hombres que de tal suerte han enriquecido las ciencias con admirables inventos; ellos tenían verdaderamente una misión que cumplir y, en cierto modo, era excusable que a tan alto objeto sacrificaran su salud y su vida. Pero, aun en los genios más eminentes, no ha estado reñida la intensidad de la atención con su flexibilidad. Descartes estaba elaborando sus colosales concepciones entre el estruendo de los combates, y cuando, cansado de la vida militar, se retiró del servicio en que se había alistado voluntariamente continuó viajando por los principales países de Europa. Con semejante tenor de vida es muy probable que el ilustre filósofo había sabido enlazar la intensidad con la flexibilidad de la atención y que no sería tan delicado en la materia como Kant, de quien se dice que el sólo desarreglo o cambio de un botón en uno de sus oyentes era capaz de hacerle perder el hilo del discurso. Esto no es tan extraño si se considera que el filósofo alemán jamás salió de su patria y que, por tanto, no debió de acostumbrarse a meditar sino en el retiro de su gabinete. Pero, sea lo que fuere de las rarezas de algunos hombres célebres, importa sobremanera esforzarse en adquirir esa flexibilidad de atención que puede muy bien aliarse con su intensidad. En esto, como en todas las cosas, puede mucho el trabajo, la repetición de actos que llegan a engendrar un hábito que no se pierde en toda la vida. Acostumbrándose a pensar sobre cuantos objetos se ofrezcan y a dar constantemente al espíritu una dirección seria, se consigue lentamente y sin esfuerzo la conveniente disposición de ánimo, ya sea para fijarse largas horas sobre un punto, ya para hacer suavemente la transición de unas ocupaciones a otras. Cuando no se posee esta flexibilidad el espíritu se fatiga y enerva con la concentración excesiva o se desvanece con cualquiera distracción; lo primero, a más de ser nocivo a la salud, tampoco suele servir mucho para progresar en la ciencia, y lo segundo inutiliza el entendimiento para los estudios serios. El espíritu como el cuerpo, ha menester un buen régimen, y en ese régimen hay una condición indispensable: la templanza.

[iii] Un hombre dedicado a una profesión para la cual no ha nacido es una pieza dislocada: sirve de poco y muchas veces no hace más que sufrir y embarazar. Quizá trabaja con celo, con ardor; pero sus esfuerzos o son impotentes o no corresponden ni con mucho a sus deseos. Quien haya observado algún tanto sobre este particular habrá notado fácilmente los malos efectos de semejante dislocación. Hombres muy bien dotados para un objeto se muestran con una inferioridad lastimosa cuando se ocupan de otro. Uno de las talentos más sobresalientes que he conocido en lo tocante a ciencias morales y políticas le considero mucho menos que mediano con respecto a las exactas, y, al contrario, he visto a otros de feliz disposición para adelantar en éstas y muy poco capaces para aquéllas.

     Y lo singular en la diferencia de los talentos es que, aun tratándose de una misma ciencia, los unos son más a propósito que los otros para determinadas partes. Así se puede experimentar en la enseñanza de las matemáticas que la disposición de un mismo alumno no es igual con respecto a la aritmética, álgebra y geometría. En el cálculo, unos se adiestran con facilidad en la parte de aplicación, mientras no adelantan igualmente, ni con mucho, en la de generalización; unos adelantan en la geometría más de lo que habían hecho esperar en el estudio de álgebra y aritmética. En la demostración de los teoremas, en la resolución de los problemas, se echan de ver diferencias muy señaladas: unos se aventajan en la facilidad de aplicar, de construir, pero deteniéndose, por decirlo así, en la superficie, sin penetrar en el fondo de las cosas; al paso que otros, no tan diestros, en lo primero, se distinguen por el talento de demostración, por la facilidad, en generalizar, en ver resultados, en deducir consecuencias lejanas. Estos últimos son de ciencia, los primeros son hombres de práctica; a aquéllos les conviene el estudio, a éstos el trabajo de aplicación.

     Si estas diferencias se notan en los límites de una misma ciencia, ¿qué será cuando se trate de las que versan sobre objetos los más distantes entre sí? Y, sin embargo, ¿quién cuida de observarlas y mucho menos de dirigir a los niños y a los jóvenes por el camino que les conviene? A todos se nos arroja, por decirlo así, en un mismo molde; para la elección de las profesiones suele atenderse a todo menos a la disposición particular de los destinados a ellas. ¡Cuánto y cuánto falta que observar en materia de educación e instrucción!

     En la acertada elección de la carrera no sólo se interesa el adelanto del individuo, sino la felicidad de toda su vida. El hombre que se dedica a la ocupación que se le adapta disfruta mucho, aun entre las fatigas del trabajo; pero el infeliz que se halla condenado a tareas para las cuales no ha nacido ha de estar violentándose continuamente, ya para contrariar sus inclinaciones, ya para suplir con esfuerzo lo que le falta en habilidad.

     Algunos de los hombres que se han distinguido en la respectiva profesión habrían sido probablemente muy medianos si se hubiesen dedicado a otra que no les conviniera. Malebranche se ocupaba en el estudio de las lengua y de la historia, y no daba muestras de ninguna disposición muy aventajada, cuando acertó a entrar en la tienda de un librero donde le cayó en manos el Tratado del hombre, de Descartes. Causóle tanta impresión aquella lectura, que se cuenta haber tenido que interrumpirla más de una vez para calmar los fuertes latidos de su corazón. Desde aquel día Malebranche se dedicó al estudio que tan perfectamente se le adaptaba, y diez años después publicaba ya su famosa obra de la Investigación de la verdad. Y es que la palabra de Descartes despertó el genio filosófico adormecido en el joven bajo la balumba de las lenguas y de la historia; sintióse otro, conoció que él era capaz de comprender aquellas altas doctrinas y, como el poeta al leer a otro poeta, exclamó: «También yo soy filósofo.»

     Una cosa semejante le sucedió a Lafontaine. Había cumplido veintidós años sin dar muestras de abrigar genio poético. No lo conoció él mismo hasta que leyó la oda de Malherbe sobre el asesinato de Enrique IV. Y este mismo Lafontaine, que tan alto rayó en la poesía, ¿qué hubiera sido como nombre de negocios? Sus inocentadas, que tanto daban que reír a sus amigos, no son muy buen indicio de felices disposiciones para este género.

     He dicho que convenía observar el talento particular de cada niño para dedicarle a la carrera que mejor se le adapta y que sería bueno observar lo que dice o hace cuando se encuentra con ciertos objetos. Madame Perier, en la Vida de su hermano Pascal, refiere que siendo niño le llamó un día la atención el fenómeno del diverso sonido de un plato herido con un cuchillo, según se le aplicaba el dedo o se le retiraba, y que después de reflexionar mucho sobre la causa de ésta diferencia escribió un pequeño tratado sobre ella. Este espíritu observador en tan tierna edad, ¿no anunciaba ya al ilustre físico del experimento de Puy-de-Dome confirmando las ideas de Torricelli y Galileo?

     El padre de Pascal, deseoso de formar el espíritu de su hijo, fortaleciéndole con otra clase de estudios antes de pasar al de las matemáticas, hasta evitaba el hablar de geometría en presencia del niño; pero éste, encerrado en su cuarto, traza figuras y más figuras con un carbón, y desenvolviendo la definición de la geometría que había oído demuestra hasta la proposición 32 de Euclides. El genio del eminente geómetra se debatía bajo una inspiración poderosa que todavía no era él capaz de comprender.

     El célebre Vaucanson se ocupa en examinar atentamente la construcción de un reloj de una antesala donde estaba esperando a su madre; en vez de juguetear, acecha por las hendiduras de la caja por si puede descubrir el mecanismo, y luego, después, se ensaya en constuir uno de madera que revela el asombroso genio del ilustre constructor del «flautista» y del «áspid de Cleopatra».

     Bossuet, a la edad de dieciséis años, improvisaba en el palacio de Rambouillet un sermón que, por la copia de pensamientos y facilidad de expresión y de estilo, admiraba al concurso, compuesto de los talentos más escogidos que a la sazón contaba la Francia.

[iv] He dicho que la teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones, pone de manifiesto la imposibilidad que he llamado de sentido común, calculando, por decirlo así, la inmensa distancia que va de la posibilidad del hecho a su existencia, distancia que nos le hace considerar como poco menos que absolutamente imposible. Para dar una idea de esto supondré que se tengan siete letras: e, s, p, a, ñ, o, l, y que disponiéndolas a la ventura se quiere que salga la palabra español. Es claro que no hay imposibilidad intrínseca, pues que lo vemos hecho todos los días cuando a la combinación presido la inteligencia del cajista; pero en faltando esta inteligencia no hay más razón para que resulten combinadas de esta manera que de la otra. Ahora bien; teniendo presente que el número de combinaciones de diferentes cantidades es igual a 1 X 2 X 3 X 4... (n - 1)n, expresando n el número de los factores, siendo siete las letras en el caso presente, el número de combinaciones posibles será igual a 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X 6 X 7 = 5040.

     Ahora, recordando que la probabilidad de un hecho es la relación del número de casos favorables al número de casos posibles, resulta que la probabilidad de salir por acaso las siete letras dispuestas de modo que formen la palabra «español» es igual a 1/5040. Por manera que estaría en el mismo caso que al salir una bola negra de una urna donde hubiese 5039 bolas blancas.

     Si es tanta la dificultad que hay en que resulte formada una sola palabra de siete letras, ¿qué será si tomamos, por ejemplo, un escrito en que hay muchas páginas y, por tanto, gran número de palabras? La imaginación se asombra al considerar la inconcebible pequeñez de la probabilidad cuando se atiende a lo siguiente: Primero, la formación casual de una sola palabra es poco menos que imposible; ¿qué será con respecto a millares de palabras? Segundo, las palabras sin el debido orden entre sí no dirían nada y, por tanto, sería necesario que saliesen del modo correspondiente para expresar lo que se quería. Siete solas palabras nos costarían el mismo trabajo que las siete letras. Tercero, esto es verdad, aun no exigiendo disposición en lineas y suponiéndolo todo en una sola; ¿qué será si se piden líneas? Sólo siete nos traerán la misma dificultad que las siete palabras y las siete letras. Cuarto, para formarse una idea del punto a que llegaría el guarismo que expresase los casos posibles adviértase que nos hemos limitado a un número de los más bajos: el «siete»; adviértase que hay muchas palabras de más letras, que todas las líneas habrían de constar de algunas palabras y todas las páginas de muchas líneas. Quinto, y, finalmente, reflexiónese adónde va a parar un número que se forma con una ley tan aumentativa como esta: 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X 6 X 7 X 8... (n = 1)n. Sígase por breve rato la multiplicación y se verá que el incremento es asombroso.

     En la mayor parte de los casos en que el sentido común nos dice que hay imposibilidad son muchas las cantidades por combinar: entendiendo por cantidades todos los objetos que han de estar dispuestos de cierto modo para lograr el objeto que se desea. Por poco elevado que sea este número, el cálculo demuestra ser la probabilidad tan pequeña que ese instinto con el cual, desde luego, sin reflexionar, decimos «esto no puede ser», es admirable, por lo fundado que está en la sana razón. Pondré otro ejemplo. Suponiendo que las cantidades son en número de 100, el de las combinaciones posibles será: 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X... 99 X 100. Para concebir la increíble altura a que se elevaría este producto, considerese que se han de sumar los logaritmos de todas estas cantidades y que las solas «características», prescindiendo de las «mantisas», dan 92, lo que por sí solo da una cantidad igual a la unidad seguida de 92 ceros. Súmense las «mantisas» y añadase el resultado de los enteros a las «características» y se verá que este número crece todavía mucho más. Sin fatigarse con cálculos se puede formar idea de esta clase de aumento. Así, suponiendo que el número de las cantidades combinables sea diez mil, por la suma de las solas «características» de los factores se tendría una «característica" igual a 28894; es decir, que aun no llevando en cuenta lo muchísimo que subiría la suma de las «mantisas» resultaría un número igual a la unidad seguida de 28894 ceros. Concíbase si se puede lo que es un número, que por poco espesor que en la escritura se dé a los ceros tendrá la longitud de algunas varas, y véase si no es muy certero el instinto que nos dice ser imposible una cosa cuya probabilidad es tan pequeña que está representada por un quebrado cuyo numerador es la unidad y cuyo denominador es un número tan colosal.

[v] He creído inútil ventilar en esta obra las muchas cuestiones que se agitan sobre los sentidos en sus relaciones con los objetos externos y la generación de las ideas. Esto me hubiera llevado fuera de mi propósito, y además no habría servido de nada para enseñar a hacer buen uso de los mismos sentidos. En otra obra que tal vez no tarde en dar a luz me propongo examinar estas cuestiones con la extensión que su importancia reclama.

[vi] Lo que he dicho sobre las consecuencias, que instintivamente sacamos de la coexistencia o sucesión de los fenómenos está íntimamente enlazado con lo explicado en la Nota 4 sobre la imposibilidad de sentido común. De esto puede sacarse una demostración incontrastable en favor de la existencia de Dios.

[vii] Los que crean que la moral cristiana induce fácilmente a error por un exceso de caridad conocen poco esta moral y no han reflexionado mucho los dogmas fundamentales de nuestra religión. Uno de ellos es la corrupción original del hombre y los estragos que esta corrupción produce en el entendimiento y en la voluntad. Semejante doctrina, ¿es acaso muy a propósito para inspirar demasiada confianza? Los libros sagrados, ¿no están llenos de narraciones en que resaltan la perfidia y la maldad de los hombres? La caridad nos hace amar a nuestros hermanos, pero no nos obliga a reputarlos por buenos si son malos; no nos prohíbe el sospechar de ellos cuando hay justos motivos, ni nos impide el tener la cautela prudente que de suyo aconseja el conocer la miseria y la malicia del humano linaje.

[viii] Para convencerse de que no he exagerado al ponderar el peligro de ser inducidos en error por los narradores, basta considerar que, aun con respecto a países muy conocidos, la historia se está «rehaciendo» continuamente, y tal vez en este siglo más que en los anteriores. Todos los días se están publicando obras en que se enmiendan errores, verdaderos o imaginarios; pero lo cierto es que en muchos puntos gravísimos hay una completa discordancia en las opiniones. Esto no debe conducir al escepticismo, pero sí inspirar mucha cautela. La autoridad humana es una condición indispensable para el individuo y la sociedad, pero es preciso no fiarse demasiado en ella. Para engañarnos basta o mala fe o error. Desgraciadamente, estas cosas no son raras.

[ix] Es muy dudoso si el periodismo causará daño o provecho a la historia de lo presente; pero no puede negarse que multiplicará el número de los historiadores con la mayor circulación de documentos. Antes, para proporcionarse algunos de ellos era necesario recurrir a secretarías o archivos; mas ahora son pocos los que son tan reservados que o desde luego o a la vuelta de algún tiempo no caigan en manos de un periódico; y por poco que valgan, pueden contar con infinitas reimpresiones en varias lenguas. Por manera que a ahora las colecciones de periódicos son excelentes memorias para escribir la historia. Esto aumenta el número de los hechos en que se pueda fundar el historiador y de que puede aprovecharse con gran fruto con tal que no confunda el texto con el comentario.

[x] Al leer algún libro de viajes no debemos buscar el capítulo de países lejanos, sino de aquellos cuyos pormenores nos sean muy conocidos; esto proporciona el juzgar con acierto de la obra y a veces no escasa diversión. Entonces se palpa la ligereza con que se escriben ciertos viajes. Una población que tenía yo bien conocida, y cuyos alrededores, secos y pedregosos, había recorrido no pocas veces, la he visto en un libro de viajes cercada como por encanto de jardines y arroyos; y a otra en que se habla de las aguas de un río no lejano, como de un bello sueño que algún día se pudiera realizar, la he visto también en otro libro regalada ya con la ejecución del hermoso proyecto, o, mejor diré, sin necesidad de él, pues que el cauce del río estaba junto a sus murallas.

[xi] He manifestado mucha desconfianza de las obras Póstumas, sobre todo si el autor no ha podido darles la última mano, dejándolas a persona de muy segura entereza y que no haya de hacer más que publicarlas. Entre los muchos ejemplos que se pudieran citar, en que la falsificación ha sido probada o en que se ha sospechado no sin fuertes indicios, recordaré un hecho gravísimo, cual es lo que está sucediendo en Francia con respecto a una obra muy importante: Los pensamientos de Pascal. En el espacio de dos siglos se han publicado numerosas ediciones de esta obra y ha sido traducida en diferentes lenguas, y todavía en 1845 están disputando M. Cousin y M. Faugère sobre pasajes de gran trascendencia. M. Cousin pretendía haber restablecido el verdadero Pascal, haciendo desaparecer las enmiendas introducidas en la obra por la mano de Port-Royal, y ahora M. Faugère ha dado a luz otra edición, de la cual resulta que sólo él ha consultado el escrito autógrafo, y que M. Cousin, el mismo M. Cousin, se había limitado, por lo general, a las copias. Fiaos de editores.