Jaime
Balmes
Consideraciones
preliminares
§I
En
qué consiste el pensar bien. -Qué es la verdad
El
pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el entendimiento por
el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las
conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en
error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios
existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos
una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres,
la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los
amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error
pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son
cosas buenas y laudables.
Si
deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad
de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con profundidad
aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un sencillo
labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión,
piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en
encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo
que no entiende.
§
II
Diferentes
modos de conocer la verdad
A
veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se presenta a
nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o mudanza. Si
desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera que veamos
brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay gente
armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro cuerpo; el
conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme para saber
la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos equivocamos, y les
atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el conocimiento será
imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay. Por fin, si tomamos
una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas
que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello
una cosa diferente.
Cuando
conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo
en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí;
cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos
presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias,
podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que,
si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados,
alterando los tamaños y figuras.
§III
Variedad
de ingenios
El
buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más de lo que
hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la
desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una
ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con
profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen ser
grandes proyectistas y charlatanes.
Otros
adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se les ofrece
sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se inclinan a ser
sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no han salido nunca
de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se imaginan que no
hay más mundo.
Un
entendimiento claro, capaz y exacto, abarca el objeto entero; le mira por todos
sus lados, en todas sus relaciones con lo que le rodea. La conversación y los
escritos de estos hombres privilegiados se distinguen por su claridad,
precisión y exactitud. En cada palabra encontráis una idea, y esta idea veis
que corresponde a la realidad de las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan
plenamente satisfecho; decís con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene
razón.» Para seguirlos en sus discursos no necesitáis esforzaros; parece que
andáis por un camino llano, y que el que habla sólo se ocupa de haceros notar,
con oportunidad, los objetos que encontráis a vuestro paso. Si explican una
materia difícil y abstrusa, también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El
sendero es tenebroso porque está en las entrañas de la tierra; pero os precede
un guía muy práctico, llevando en la mano una antorcha que resplandece con
vivísima luz.
§
IV
La
perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los
objetos de ellas
El
perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los verdaderos
sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los asuntos de
la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del Estado, forma los
grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual más o menos
aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de los objetos que
trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha de abrazar
también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas verdades, por
decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere lograr el
objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las profesiones; bastando
para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun en los oficios más
sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que mejor conozca las
calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el que sepa cuáles son
los mejores métodos e instrumentos de labranza y que mejor acierte en la
oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca los medios más a
propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste, mucho, pronto y
bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más verdades relativas a
la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero? El que mejor conoce
la naturaleza y calidades de las maderas, el modo particular de trabajarlas y el
arte de disponerlas del modo más adaptado al uso a que se destinan. Es decir,
que el mejor carpintero será aquel que sabe más verdades sobre su arte.
¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor conozca los géneros de su
tráfico, los puntos de donde es más ventajoso traerlos, los medios más a
propósito para conducirlos sin deterioro, con presteza y baratura, los mercados
más convenientes para expenderlos con celeridad y ganancia; es decir, aquel que
posea más verdades sobre los objetos de comercio, el que conozca más a fondo
la realidad de las cosas en que se ocupa.
§
V
A
todos interesa el pensar bien
Échase,
pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos,
sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don precioso
que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para guiarnos en
nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados que debe ocupar
al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos quedamos a
obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no dejarla que se
apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con peligro de que se
ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos proponemos ejercitarle y
avivarle, conviene que su luz sea buena para que no nos deslumbre, bien dirigida
para que no nos extravíe.
§
VI
Cómo
se debe enseñar a pensar bien
El
arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos. A los que
se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones analíticas
se los podría comparar con quien emplease un método semejante para enseñar a
los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las reglas; pero sí
sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos pretensiones
filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al lado de la
regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para corregirle,
¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y hacen que en
seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a ver, ahora
tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto esfuerzo con la
lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al lado del
ejemplo, la regla y el modo de practicarla[i]
La
atención
Hay
medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos que nos
impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los segundos
es el objeto del arte de pensar bien.
§
I
Definición
de la atención. -Su necesidad
La
atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para pensar
bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no siega
si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al espíritu
sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el
conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a
menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos,
nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no
ve aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de
atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos
falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u oímos,
sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.
Se
nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja,
intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos que nos
distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias interesantes, que
se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de contarle a otros o de
meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos presenta el hecho
desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no proceden de falta de
capacidad, sino de no haber prestado al narrador la atención debida.
§
II
Ventajas
de la atención e inconvenientes de su falta
Un
espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el
tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más claridad y
exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de que con la
continua atención éstas se van colocando naturalmente en la cabeza de una
manera ordenada.
Los
que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por distintos
lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra muy
diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse mutuamente para
la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se borran unas a
otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo, por
insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la
atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción
dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.
§
III
Cómo
debe ser la atención. -Atolondrados y ensimismados
Creerán
algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan. Cuando hablo de
atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que éste se clava,
por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y reposada que
permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con la agilidad
necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta atención no
es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro que el
esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse de cosas
trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que
interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la amenidad
de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al estado de las
mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los arroyos o al canto de
las aves.
Tan
lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y continuada,
que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no sólo a los
atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquellos se derraman por la
parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de adentro; unos y
otros carecen de la conveniente atención que es la que se emplea en aquello de
que se trata.
El
hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el amor
propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo que
ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también
atención o desatención.
§
IV
Las
interrupciones
Además
son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren atención tan
profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas personas se quejan
amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado les cortan, como suele
decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a los daguerrotipos, en
los cuales el menor movimiento del objeto o la interposición de otro extraño
bastan para echar a perder el retrato o paisaje. En algunas será tal vez un
defecto natural; en otras, una afectación vanidosa por hacerse pensador, y en
no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como quiera, es preciso
acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un mismo tiempo y
procurar que la formación de nuestros conceptos no se asemeje a la de los
cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor es interrumpido
suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra malbaratada su
obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole lo deja todo
remediado[ii]
Elección
de carrera
§
I
Vago
significado de la palabra «talento»
Cada
cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más aptitud.
Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda convicción de que a
su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más las ciencias y las
artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad absoluta,
creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices disposiciones para
una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso; un hombre puede ser
sobresaliente, extraordinario, de una capacidad monstruosa para un ramo, y ser
muy mediano, y hasta negado, con respecto a otros. Napoleón y Descartes son dos
genios y, sin embargo, en nada se parecen. El genio de la guerra no hubiese
comprendido el genio de la filosofía, y si hubiesen conversado un rato es
probable que ambos habrían quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría
exceptuado entre los que con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.
Podría
escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las profundas
diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la experiencia
de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable. Hombres oímos
que discurren y obran sobre una materia con acierto admirable, al paso que en
otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y desatentados. Pocos serán los
que alcancen una capacidad igual para todo, y tal vez pudiérase afirmar que
nadie, pues la observación enseña que hay disposiciones que se embarazan y se
dañan recíprocamente. Quien tiene el talento generalizador no es fácil que
posea el de la exactitud minuciosa; el poeta, que vive de inspiraciones bellas y
sublimes, no se avendrá sin trabajo con la acompasada regularidad de los
estudios geométricos.
§
II
Instinto
que nos indica la carrera que mejor se nos adapta
El
Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes grados, les
comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la inclinación muy
duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante seguro de que
nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y repugnancia, que no puede
superarse con facilidad, es señal de que el Autor de la Naturaleza no nos ha
dotado de felices disposiciones para aquello que nos desagrada. Los alimentos
que nos convienen se adaptan bien a un paladar y olfato, no viciados por malos
hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor y olor ingratos nos advierten
cuáles son los manjares y bebidas que, por su corrupción u otras calidades,
podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos cuidado del alma que del cuerpo.
Los
padres, los maestros, los directores de los establecimientos de educación y
enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para precaver la
pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más preciosos
frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual no ha
nacido.
El
mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de doce años
tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente inclinado,
qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en que adelanta
con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más ingenio y
destreza.
§
III
Experimento
para discernir el talento peculiar de cada niño
Sería
muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos muy variados,
conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición particular de
cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor se le adapta.
Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador inteligente
formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la máquina de un
reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y es bien
seguro que si entre ellos hay alguno de genio, mecánico muy aventajado se dará
a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por la discreción de las
preguntas y la facilidad en comprender la construcción que está contemplando.
Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún Garcilaso, Lope de Vega,
Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus ojos, conoceréis que su
corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se inflama bajo una
impresión que él mismo no comprende.
Cuidado
con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy posible que
forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se distinguen por
la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila pudiera
volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las aves.
El
tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio
inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de escoger
una profesión cualquiera[iii]
Cuestiones
de posibilidad
§
I
Una
clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones que se
le pueden ofrecer
Para
mayor claridad dividiré los actos de nuestro entendimiento en dos clases:
especulativos y prácticos. Llamo especulativos los que se limitan a conocer, y
prácticos, los que nos dirigen para obrar.
Cuando
tratamos simplemente de conocer alguna cosa se nos pueden ofrecer las cuestiones
siguientes: primera, si es posible o no; segunda, si existe o no; tercera, cuál
es su naturaleza, cuáles sus propiedades y relaciones. Las reglas que se den
para resolver con acierto dichas tres soluciones comprenden todo lo tocante a la
especulativa.
Si
nos proponemos obrar, es claro que intentamos siempre conseguir algún fin, de
lo cual nacen las cuestiones siguientes: primera, cuál es el fin; segunda,
cuál es el mejor medio para alcanzarle.
Ruego
encarecidamente al lector que fije la atención sobre las divisiones que
preceden y procure retenerlas en la memoria, pues además de facilitarte la
inteligencia de lo que voy a decir le servirán muchísimo para proceder con
método en todos sus pensamientos.
§
II
Ideas
de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones
Posibilidad.
La idea expresada por esta palabra es correlativa de la imposibilidad, pues
que la una envuelve necesariamente la negación de la otra.
Las
palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes, según se
refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda producir.
Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como veremos luego.
Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con respecto a un ser,
prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y cuando se atiende a
una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la aparente sencillez y
claridad de esta división, observaré que no es dable formar concepto cabal de
lo que significa hasta haber descendido a las diferentes clasificaciones, que
expondré en los párrafos siguientes.
A
primera vista se podrá extrañar que se explique primero la imposibilidad que
la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este método es muy
lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como negativa, expresa,
no obstante, muchas veces una idea que a nuestro entendimiento se le presenta
como positiva; esto es, la repugnancia entre dos objetos, una especie de
exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por manera que, en
desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la posibilidad. De aquí nacen
las expresiones de «esto es muy posible, pues nada se opone a ello»; «es
posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como quiera, en sabiendo
lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y viceversa.
Algunos
distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y moral. Yo
adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la imposibilidad
de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me fundo. También
advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad absoluta a la
metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.
§
III
En
qué consiste la imposibilidad metafísica
o absoluta
La
imposibilidad metafísica o absoluta es la que se funda en la misma esencia de
las cosas, o, en otros términos, es absolutamente imposible aquello que, si
existiese, traería el absurdo de que una cosa sería y no sería a un mismo
tiempo. Un círculo triangular es un imposible absoluto, porque fuera círculo y
no círculo, triángulo y no triángulo. Cinco igual a siete es imposible
absoluto, porque el cinco sería cinco y no cinco y el siete sería siete y no
siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no
fuera vicio a un mismo tiempo.
§
IV
La
imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina
Lo
que es absolutamente imposible no puede existir en ninguna suposición
imaginable, pues ni aun cuando decimos que Dios es todopoderoso entendemos que
pueda hacer absurdos. Que el mundo exista y no exista a un mismo tiempo, que
Dios sea y no sea, que la blasfemia sea un acto laudable, y otros delirios por
este tenor, es claro que no caen bajo la acción de la omnipotencia, y, como
observa muy sabiamente Santo Tomás, más bien debiera decirse que estas cosas
no pueden ser hechas que no que Dios no puede hacerlas. De esto se sigue que la
imposibilidad intrínseca absoluta trae consigo la imposibilidad extrínseca,
también absoluta; esto es, que ninguna causa puede producir lo que de suyo es
imposible absolutamente.
§
V
La
imposibilidad absoluta y los dogmas
Para
afirmar que una cosa es absolutamente imposible es preciso que tengamos ideas
muy claras de los extremos que se repugnan; de otra manera hay riesgo de
apellidar absurdo, lo que en realidad no lo es. Hago esta advertencia para hacer
notar la sinrazón de los que condenan algunos misterios de nuestra fe,
declarándolos absolutamente imposibles. El dogma de la Trinidad y el de la
Encarnación son, ciertamente, incomprensibles al débil hombre, pero no son
absurdos. ¿Cómo es posible un Dios trino, una naturaleza y tres personas
distintas entre sí, idénticas con la naturaleza? Yo no lo sé, pero no tengo,
derecho a inferir que esto sea contradictorio. ¿Comprendo, por ventura, lo que
es esta naturaleza, lo que son esas personas de que se me habla? No; luego
cuando quiero juzgar si lo que de ellas se dice es imposible o no, fallo sobre
arcanos desconocidos. ¿Qué sabemos nosotros de los arcanos de la divinidad? El
Eterno ha pronunciado algunas palabras misteriosas para ejercitar nuestra
obediencia y humillar nuestro orgullo, pero no ha querido levantar el denso velo
que separa esta vida mortal del océano de verdad y de luz.
§
VI
Idea
de la imposibilidad física o natural
La
imposibilidad física o natural consiste en que un hecho esté fuera de las
leyes de la Naturaleza. Es naturalmente imposible que una piedra soltada en el
aire no caiga al suelo, que el agua abandonada a sí misma no se ponga al nivel,
que un cuerpo sumergido en un fluido de menor gravedad no se hunda, que los
astros se paren en su carrera, porque las leyes de la Naturaleza prescriben lo
contrario. Dios que ha establecido estas leyes, puede suspenderlas; el hombre,
no. Lo que es naturalmente imposible lo es para la criatura, no para Dios.
§
VII
Modo
de juzgar de la imposibilidad natural
¿Cuándo
podremos afirmar que un hecho es imposible naturalmente? En estando seguros de
que existe una ley que se opone a la realización de este hecho y que dicha
oposición no está destruida o neutralizada por otra ley natural. Es ley de la
Naturaleza que el cuerpo del hombre, como más pesado que el aire, caiga al
suelo en faltándole el apoyo; pero hay otra ley por la cual un conjunto de
cuerpos unidos entre sí, que sea específicamente menos grave que aquel en que
se sumerge, se sostenga y hasta se levante aun cuando alguno de ellos sea más
grave que el fluido; luego unido el cuerpo humano a un globo aerostático
dispuesto con el arte conveniente, podrá remontar por los aires, y este
fenómeno estará muy arreglado a las leyes de la Naturaleza. La pequeñez de
ciertos insectos no permite que su imagen se pinte en nuestra retina de una
manera sensible; pero las leyes a que está sometida la luz hacen que por medio
de un vidrio se pueda modificar la dirección de sus rayos de la manera
conveniente para que, salidos de un objeto muy pequeño, se hallen desparramados
al llegar a la retina y formen allí una imagen de gran tamaño, y así no será
naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo imperceptible a la
simple vista se nos presente con dimensiones grandes.
Por
estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno
por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que la Naturaleza es
muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos verdades que deben
inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta
clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se
recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin ayuda de caballos
ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho como naturalmente
imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los caminos de hierro
saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por medio de agentes
puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en los tiempos futuros
y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez siglos? Seamos enhorabuena
cautos en creer la existencia de fenómenos extraños y no nos abandonemos con
demasiada ligereza a sueños de oro; pero guardémonos de calificar de
naturalmente imposible lo que un descubrimiento pudiera mostrar muy realizable;
no demos livianamente fe a exageradas esperanzas de cambios inconcebibles, pero
no las tachemos de delirios y absurdos.
§
VIII
Se
deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo
De
estas observaciones surge al parecer una dificultad que no han olvidado los
incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que, por ser
desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención
divina, y, por tanto, de nada sirven para apoyar la verdad de la religión
cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.
Un
hombre de humilde nacimiento, que no ha aprendido las letras en ninguna escuela,
que vive confundido entre el pueblo, que carece de todos los medios humanos, que
no tiene donde reclinar su cabeza, se presenta en público enseñando una
doctrina tan nueva como sublime; se le piden los títulos de su misión y él
los ofrece muy sencillos. Habla, y los ciegos ven, los sordos oyen, la lengua de
los mudos se desata, los paralíticos andan, las enfermedades más rebeldes
desaparecen de repente, los que acaban de expirar vuelven a la vida, los que son
llevados al sepulcro se levantan del ataúd, los que, enterrados de algunos
días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en su mortaja y salen de su
tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir afuera. Este es el conjunto
histórico. El más obstinado naturalista, ¿se empeñará en descubrir aquí la
acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará de imprudentes a los
cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios no pudieran hacerse sin
intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya de descubrirse un secreto
para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino haciéndolos levantar a la
simple voz de un hombre que los llame? La operación de las cataratas, ¿tiene
algo que ver con el restituir de golpe la vista a un ciego de nacimiento? Los
procedimientos para volver la acción a un miembro paralizado, ¿se asemejan,
por ventura, a este otro: «Levántate, toma tu lecho y vete a tu casa»? Las
teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán nunca a encontrar en la mera
palabra de un hombre la fuerza bastante para sosegar de repente el mar
alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas bajo sus pies y que camine
sobre ellas, como un monarca sobre plateadas alfombras?
¿Y
qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías cumplidas,
la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la pureza de la
moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y afrentas,
sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la frente, la
dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y perdón?
No
se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no se oponga
a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?...» Esta
dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en
alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta
contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido
común.
§
IX
La
imposibilidad moral u ordinaria
La
imposibilidad moral u ordinaria es la oposición al curso regular u ordinario de
los sucesos. Esta palabra es susceptible de muchas significaciones, pues que la
idea de curso ordinario es tan elástica, es aplicable a tan diferentes objetos,
que poco puede decirse en general que sea provechoso en la práctica. Esta
imposibilidad nada tiene que ver con la absoluta ni la natural; las cosas moralmente
imposibles no dejan por eso de ser muy posibles absoluta y naturalmente.
Daremos
una idea muy clara y sencilla de la imposibilidad ordinaria si decimos que es
imposible de esta manera todo aquello que, atendido el curso regular de las
cosas, acontece o muy rara vez o nunca. Veo a un elevado personaje, cuyo nombre
y títulos todos pronuncian y a quien se tributan los respetos debidos a su
clase. Es moralmente imposible que el nombre sea supuesto y el personaje un
impostor. Ordinariamente no sucede así; pero también se ha sufrido este chasco
una que otra vez.
Vemos
a cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el auxilio de una causa
extraordinaria o imprevista, que tuerce el curso de los acontecimientos. Un
capitán que acaudilla un puñado de soldados viene de lejanas tierras, aborda a
playas desconocidas y se encuentra con un inmenso continente poblado de millones
de habitantes. Pega fuego a sus naves y dice: marchemos. ¿Adónde va?
A conquistar vastos reinos con algunos centenares de hombres. Esto es imposible;
el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su demencia es la demencia del
heroísmo y del genio; la imposibilidad se convertirá en suceso histórico.
Apellidase Hernán Cortés; es español que acaudilla españoles.
§
X
Imposibilidad
de sentido común, impropiamente contenida en la imposibilidad moral
La
imposibilidad moral tiene a veces un sentido muy diferente del expuesto hasta
aquí. Hay imposibles de los cuales no puede decirse que lo sean con
imposibilidad absoluta ni natural, y, no obstante, vivimos con tal certeza de
que lo imposible no se realizará, que nos la infunde mayor la natural, y poco
le falta para producirnos el mismo efecto que la absoluta. Un hombre tiene en la
mano un cajón de caracteres de imprenta, que supondremos de forma cúbica para
que sea igual la probabilidad de caer y sostenerse por una cualquiera de sus
caras; los revuelve repetidas veces sin orden ni concierto, sin mirar siquiera
lo que hace, y al fin los deja caer al suelo; ¿será posible que resulten por
casualidad ordenados de tal manera que formen el episodio de Dido? No, responde
instantáneamente cualquiera que esté en su sano juicio; esperar este accidente
sería un delirio; tan seguros estamos de que no se realizará, que si se
pusiese nuestra vida pendiente de semejante casualidad, diciéndonos que si esto
se verifica se nos matará, continuaríamos tan tranquilos como si no existiese
la condición.
Es
de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque no hay en
la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse de dicha
manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy
fácilmente; tampoco hay imposibilildad natural, porque ninguna ley de la
Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del
otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro orden,
que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la que se
llama moral, por sólo estar fuera del curso regular de los acontecimientos.
La
teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones pone de
manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa
distanciaen que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor
de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante
dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos
hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha
hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñaríais en
combatirla, ni aun en el hombre más rudo; él no sabría tal vez qué
responderos, pero movería la cabeza y diría para sí: «Este filósofo, que
cree en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de
juicio.»
Cuando
la Naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara y tono tan
decisivo es necesidad el no escucharla. Sólo algunos hombres, apellidados
filósofos, se obstinan a veces en este empeño, no recordando que no hay
filosofía que excuse la falta de sentido común y que mal llegará a ser sabio
quien comienza por ser insensato[iv]
Cuestiones
de existencia. -Conocimiento adquirido por el testimonio inmediato de los
sentidos
§
I
Necesidad
del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos proporcionan
el conocimiento de las cosas
Asentados
los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de posibilidad
pasemos ahora a las de existencia, que ofrecen un campo más vasto y más
útiles y frecuentes aplicaciones.
De
la existencia o no existencia de un ser, o bien de que una cosa es o no es,
podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos o por medio de otros.
El
conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por nosotros mismos,
sin intervención ajena, proviene de los sentidos mediata o inmediatamente: o
ellos nos presentan el objeto, o de las impresiones que los mismos nos causan
pasa el entendimiento a inferir la existencia de lo que no se hace sensible o no
lo es. La vista me informa inmediatamente de la existencia de un edificio que
tengo presente; pero un trozo de columna, algunos restos de un pavimento, una
inscripción u otras señales me hacen conocer que en tal o cual lugar existió
un templo romano. En ambos casos debo a los sentidos la noticia; pero en el
primero inmediata, en el segundo mediatamente.
Quien
careciese de los sentidos tampoco llegaría a conocer la existencia de los seres
espirituales, pues, adormecido, el entendimiento, no pudiera adquirir esta
noticia ni por la razón ni por la fe, a no ser que Dios le favoreciera por
medios extraordinarios, de que ahora no se trata.
A
la distinción arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden adoptarse
sobre el origen de las ideas, ora se las suponga adquiridas, ora sean tan sólo
excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si los
sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los ideólogos
la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones
intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo
podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que
en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo
que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de
hombres dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o
lo que sienten o por lo que sienten.
§
II
Errores
en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. -Ejemplos
El
conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de una cosa es
a veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos admirables
instrumentos que nos ha concedido el Autor de la Naturaleza. Los objetos
corpóreos, obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una impresión a
nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresión, sepamos hasta qué
punto le corresponde la existencia de un objeto; ha aquí las reglas para no
errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán más que los
preceptos y teorías.
Veo
a larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «Allí hay un hombre»;
acercándome más descubro que no es así, y que sólo hay un arbusto mecido por
el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? No; porque la impresión
que ella me transmitía era únicamente de un bulto movido, y si yo hubiese
atendido bien a la sensación recibida habría notado que no me pintaba un
hombre. Cuando, pues, yo he querido hacerle tal, no debo culpar al sentido, sino
a mi poca atención, o bien a que, notando alguna semejanza entre el bulto y un
hombre visto de lejos, he inferido que aquello debía de serlo en efecto, sin
advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy diversas.
Teniendo
algunos antecedentes de que se dará una batalla o se hostilizará alguna plaza,
paréceme que he oído cañonazos, y me quedo con la creencia de que ha
comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha disparado
un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? No mi oído, sino yo. El ruido se
oía, en efecto, pero era el de los golpes de un leñador que resonaban en el
fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo estrépito
retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa cualquiera, que
producía un sonido semejante al del estampido de un cañón lejano. ¿Estaba yo
bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la causa del ruido que me
producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para discernir la verdad,
atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la dirección del lugar y
el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido quien me ha
engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal cual debía
ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me hubiese
contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos distantes no
hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.
A
uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice: «Es
malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto, su
paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció amargo
no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica que le
tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a este
hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado o al
revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos indican
las calidades del alimento; en el caso contrario, no.
§
III
Necesidad
de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida comparación
Conviene
notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia de un objeto no
basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear otros al mismo
tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden prevenir contra la
ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto corresponde la existencia
de un objeto a la sensación que recibimos es obra de la comparación, la que es
fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan las cataratas no juzga bien
de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber adquirido la práctica de
ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde niños, y así creemos
que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales como son en sí. Una
experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de lo contrario. Un hombre
adulto y un niño de tres años están mirando por un vidrio que les ofrece a la
vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la misma impresión; pero el
que sabe bien que no ha salido al campo y se halla en un aposento cerrado no se
altera ni por la cercanía de las fieras ni por los desastres del campo de
batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la ilusión; y más de una vez
habrá menester distraerse de la realidad y suplir algunos defectos del cuadro o
instrumento para sentir placer con la presencia del espectáculo. Pero el niño,
que no compara, que sólo atiende a la sensación en todo su aislamiento, se
espanta y llora, temiendo que se lo han de comer las fieras o viendo que tan
cruelmente se matan los soldados.
Todavía
más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente de la cual no
teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa ilusión, y
nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son planos. La
sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella formamos. Si
advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la misma impresión
con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos complacido en la
habilidad del artista, sin caer en error. Este habría desaparecido mirando el
objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del tacto.
§
IV
Los
sanos de cuerpo y enfermos de espíritu
Los
que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso cuidar de
que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos comuniquen
sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy prudente, pero no tan
útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a estudios serios; y
así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además, que ellos mismos, o
sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano, con lo cual se
previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son los que, estando
sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocupalos de un
pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos, haciéndoles
percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al apoyo del
sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el astrónomo
que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de parcialidad, sino
con vivo deseo de probar una aserción aventurada con sobrada ligereza? ¿Qué
no verá con el microscopio el naturalista que se halle en disposición
semejante?
A
propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la mayor
buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña primero a sí
mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión favorita, ansioso
de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los objetos no para saber,
sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo lo que quiere. Muchas
veces los sentidos no le dicen nada de lo que él pretende; pero le ofrecen algo
desemejante: «Esto es -exclama alborozado-; helo aquí, es lo mismo, que yo
sospechaba»; y cuando se levanta en su espíritu alguna duda, procura
sofocarla, achácala a poca fe en su incontrastable doctrina, se esfuerza en
satisfacerse a sí mismo, cerrando los ojos a la luz, para poder engañar a los
otros sin verse precisado a mentir.
Basta
haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas escenas no son
raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera lastimosa. ¿Necesitamos
una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos en formárnosla; al principio
la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a robustecer lo débil, se
allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que comenzó luchando contra
sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del todo acaba por ser realmente
engañado y se entrega a su parecer con obstinación incorregible.
§
V
Sensaciones
reales, pero sin objeto externo. -Explicación de este fenómeno
Además
es menester advertir que no siempre sucede que el alucinado atribuya a la
sensación más de lo que ella le presenta; una imaginación vivamente poseída
de un objeto obra sobre los mismos sentidos, y alterando el curso ordinario de
las funciones, hace que realmente se sienta lo que no hay. Para comprender cómo
esto se verifica conviene recordar que la sensación no se verifica en el
órgano del sentido, sino en el cerebro, por más que la fuerza del hábito nos
haga referir la impresión al punto del cual la recibimos. Estando el ojo muy
sano nos quedamos completamente ciegos si sufre lesión el nervio óptico; y
privada la comunicación de un miembro cualquiera con el cerebro, se extingue el
sentido. De esto se infiere que el verdadero receptáculo de todas las
sensaciones es el cerebro, y que si en una de sus partes se excita por un acto
interno la impresión que suele ser producida por la acción del órgano
externo, existirá la sensación sin que haya habido impresión exterior. Es
decir, que si al recibir el órgano externo la impresión de un cuerpo la
comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u otra
afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos
exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B,
experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado
en la realidad.
En
este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se informa
de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero inmediatamente
por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión, no puede ella
desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al objeto que de
ordinario la produce. Si se halla advertida de que la organización está
alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando de recibir la
sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando Pascal, según
cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no era así; mas
no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal abismo, y no
alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este fenómeno se
verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen algunas nociones
sobre semejantes materias.
§
VI
Maniáticos
y ensimismados
Lo
que acontece habitualmente en estado de enfermedad cerebral puede suceder muy
bien cuando, exaltada la imaginación por una causa cualquiera, se pone
actualmente enfermiza con relación a lo que la preocupa. ¿Qué son las manías
sino la realización de este fenómeno? Pues entiéndase que las manías están
distribuídas en muchas clases y graduaciones; que las hay continuas y por
intervalos, extravagantes y arregladas, vulgares y científicas; y que así como
Don Quijote convertía los molinos de viento en desaforados gigantes y los
rebaños de ovejas y carneros en ejércitos de combatientes, puede también un
sabio testarudo descubrir, con la ayuda de sus telescopios, microscopios y
demás instrumentos, todo cuanto a su propósito cumpliere.
Los
hombres muy pensadores y ensimismados corren gran riesgo de caer en manías
sabias, en ilusiones sublimes; que la mísera humanidad, por más que se cubra
con diferentes formas, según las varias situaciones de la vida, lleva siempre
consigo su patrimonio de flaqueza. Para una débil mujercilla el susurro del
viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la aparición de un
finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las evocaciones del
averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no son sólo las
mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por realidades los
sueños de su fantasía[v].
Conocimiento
de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los sentidos
§
I
Transición
de lo sentido a lo no sentido
Los
sentidos nos dan inmediatamente noticias de la existencia de muchos objetos,
pero de éstos son todavía en mayor número los que no ejercen acción sobre
los órganos materiales o por ser incorpóreos o por no estar en disposición de
afectarlos. Sobre lo que nos comunican los sentidos se levanta un tan extenso y
elevado edificio de conocimientos de todas clases que, al mirarle, se hace
difícil percibir cómo ha podido cimentarse en tan reducida base.
Donde
no alcanzan los sentidos llega el entendimiento, conociendo la existencia de
objetos insensibles por medio de los sensibles. La lava esparcida sobre un
terreno nos hace conocer la existencia pasada de un volcán que no hemos visto;
las conchas encontradas en la cumbre de un monte nos recuerdan la elevación de
las aguas, indicándonos una catástrofe que no hemos presenciado; ciertos
trabajos subterráneos nos muestran que en tiempos anteriores se benefició
allí una mina; las ruinas de las antiguas ciudades nos señalan la morada de
hombres que no hemos conocido. Así, los sentidos nos presentan un objeto y el
entendimiento llega con este medio al conocimiento de otros muy diferentes.
Si
bien se observa, este tránsito de lo conocido a lo desconocido, no lo podemos
hacer sin que antes tengamos alguna idea más o menos completa, más o menos
general del objeto desconocido, y sin que, al propio tiempo sepamos que hay
entre los dos alguna dependencia. Así, en los ejemplos aducidos, si bien no
conocía aquel volcán determinado, ni las olas que inundaron la montaña, ni a
los mineros, ni a los moradores, no obstante todos estos objetos me eran
conocidos en general, así como sus relaciones con lo que me ofrecían los
sentidos. De la contemplación de la admirable máquina del universo no
pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea de efectos y
causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola observación
basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro pensamiento más
que sensaciones transformadas.
§
II
Coexistencia
y sucesión
La
dependencia de los objetas es lo único que puede autorizarnos para inferir de
la existencia del uno la del otro, y, por consiguiente, toda la dificultad
estriba en conocer esta dependencia. Si la íntima naturaleza de las cosas
estuviera patente a nuestros ojos, bastaría fijarla en un ser para conocer,
desde luego, todas sus propiedades y relaciones, entre las cuales
descubriríamos las que le ligan con otros. Por desgracia no es así, pues en el
orden físico, como en el moral, son muy escasas e incompletas las ideas que
poseemos sobre los principios constitutivos de los seres. Estos son preciosos
secretos velados cuidadosamente por mano del Criador, de la propia suerte que lo
más rico y exquisito que abriga la Naturaleza suele ocultarse en los senos más
recónditos.
Por
esta falta de conocimiento en lo tocante a la esencia de las cosas nos vemos con
frecuencia precisados a conjeturar su dependencia por sólo su coexistencia o
sucesión, infiriendo que la una depende de la otra porque algunas o muchas
veces existen juntas o porque ésta viene en pos de aquélla. Semejante
raciocinio, que no siempre puede tacharse de infundado, tiene, sin embargo, el
inconveniente de inducirnos con frecuencia al error, pues no es fácil poseer la
discreción necesaria para conocer cuando la existencia o la sucesión son un
signo de dependencia y cuándo no.
En
primer lugar, debe asentarse por indudable que la existencia simultánea de dos
seres, ni tampoco su inmediata sucesión, consideradas en sí solas, no prueban
que el uno dependa del otro. Una planta venenosa y pestilente se halla tal vez
al lado de otra medicinal y aromática; un reptil dañino y horrible se arrastra
quizás a poca distancia de la bella e inofensiva mariposa; el asesino, huyendo
de la justicia, se oculta en el mismo bosque donde está en acecho un honrado
cazador; un airecillo fresco y suave recrea la Naturaleza toda, y algunos
momentos después sopla el violento huracán, llevando en sus negras alas
tremenda tempestad.
Así
es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se les ha
visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un sofisma que
se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en infinitos errores. En
él se encontrará el origen de tantas predicciones como se hacen sobre las
variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia manifiesta fallidas;
de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre veneros de metales
preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas veces que, después de
tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de tal o cual
dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían otras
mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel aspecto
se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas se
descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una
relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro,
no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que ellos
tuviesen entre sí relación de ninguna clase.
§
III
Dos
reglas sobre la coexistencia y la sucesión
La
importancia de la materia exige que se establezcan algunas reglas:
1ª.
Cuando una experiencia constante y dilatada nos muestra dos objetos existentes a
un mismo tiempo, de tal suerte que en presentándose el uno se presenta también
el otro, y en faltando el uno falta también el otro, podemos juzgar, sin temor
de equivocarnos, que tienen entre sí algún enlace, y, por tanto, de la
existencia del uno inferiremos legítimamente la existencia del otro.
2ª.
Si dos objetos se suceden indefectiblemente, de suerte que puesto el primero,
siempre se haya visto que seguía el segundo, y que al existir éste, siempre se
haya notado la procedencia de aquél, podremos deducir con certeza que tienen
entre sí alguna dependencia.
Tal
vez sería difícil demostrar filosóficamente la verdad de estas aserciones;
sin embargo, los que las pongan en duda seguramente no habrán observado que,
sin formularlas, las toma por norma el buen sentido de la Humanidad que en
muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las más de las
investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.
Creo
que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido cierto
tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta
relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás
calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle
que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero
objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la
elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la
simple razón de que «siempre sucede así».
Todo
el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los líquidos y que
otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que no saben la razón
de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la congelación y el
frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse dificultades
sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero el linaje
humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los sabios: «Siempre
existen juntos estos hechos -dice-; luego entre ellos hay alguna relación que
los liga.»
Son
infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida; pero
las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo. Sólo
diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este
principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo
autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar
por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos
filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran.
Darían pocos pasos más que el vulgo.
La
segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos principios y
se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta que el pollo
sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado satisfactoriamente cómo del
licor encerrado en la cáscara se forma aquel cuerpecito tan admirablemente
organizado; y aun cuando la ciencia diese cumplida razón del fenómeno, el
vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni los sabios vacilan en creer que
hay una relación de dependencia entre el licor y el polluelo; al ver el
pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha precedido aquella masa que
a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.
La
generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran completamente de qué
manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las semillas y al crecimiento
de las plantas, ni cuál es la causa de que unos terrenos se adapten mejor que
otros a determinadas producciones; pero siempre se ha visto así, y esto es
suficiente para que se crea que una cosa depende de otra y para que al ver la
segunda deduzcamos, sin temor de errar, la existencia de la primera.
§
IV
Observaciones
sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos
Sin
embargo, conviene advertir la diferencia que va de la sucesión observada una
sola vez, o repetida muchas. En el primer caso no sólo no arguye causalidad,
pero ni aun relación de ninguna clase; en el segundo, no siempre indica
dependencia de efecto y causa, pero sí al menos dependencia de una causa
común. Si el flujo y reflujo del mar se hubiese observado que coincidía una
que otra vez con cierta posición de la luna, no podría inferirse que existía
relación entre los dos fenómenos; mas siendo constante la expresada
coincidencia, los físicos debieron inferir que si el uno no es causa del otro,
al menos tienen ambos una causa común, y que así están ligados en su origen.
A
pesar de lo que acabo de decir, tienen mucha razón los dialécticos cuando
tachan de sofístico el raciocinio siguiente: post hoc, ergo propter hoc:
después de esto, luego por esto. 1º.Porque ellos no hablan de una
sucesión constante. 2º. Porque, aun cuando hablaran, esta sucesión puede
indicar dependencia de una causa común y no que lo uno sea causa de lo otro.
Si
bien se observa, la misma regla a que atendemos en los negocios comunes es más
general de lo que a primera vista pudiera parecer: de ella nos servimos en el
curso ordinario de las cosas, de la propia suerte que en lo tocante a la
Naturaleza. Según el objeto de que se trata, se modifica la aplicación de la
regla; en unos casos basta una experiencia de pocas veces, en otros se la exige
más repetida; pero, en el fondo, siempre andamos guiados por el mismo
principio: dos hechos que siempre se suceden tienen entre sí alguna
dependencia: la existencia del uno indicará, pues, la del otro.
§
V
Un
ejemplo
Es
de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a poco rato
de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por breve tiempo
y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la parte
opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos relación
alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el mismo
lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que ayer no me
había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto podrá ser una
casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo mismo; crece la
sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se verifica lo propio;
la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición de la luz a poco de
arder el fuego; entoces ya no me cabe duda de que un hecho es dependiente del
otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación; y ya no me falta sino
averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a comprender.
En
semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los juicios
infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin
descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior,
supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a
primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco
en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy
importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se
encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho menos
probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido variada. Un
imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca con las
pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se ponen de
acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual día, se
comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y cuando
la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya negras
sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores enviados a
observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del espanto y
del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes: Muy cerca de
la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A que a la hora
de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene noticia de que
unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de nuevo. El
centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo de espantar
a nadie si no es a los malandrínes de segur y cuerda. Como cabalmente aquella
es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace también la familia
B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar el reloj, levanta el
dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo: «Vámonos a dormir», y
entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias puertas y empuja por la
parte de afuera para probar si los muchachos han cerrado bien. Como el buen
hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil, y heos aquí la luz
misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en breve, coincidiendo con
el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes sólo trataban de
guardarse de ladrones.
¿Qué
debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de encendido
el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o menos, lo que
inclina a creer que será una señal convenida. El país está en paz; con que
esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente no es probable
que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo lugar y tiempo,
con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la operación sería muy
larga durando un mes, y estos negocios suelen redondearse con un golpe de mano.
Por aquellas inmediaciones están las casas A y B, familias de buena
reputación, que no se habrán metido a encubridores. Parece, pues, que o ha de
ser coincidencia puramente casual, o que si hay seña, debe de ser sobre negocio
que no teme los ojos de la justicia. La hora del suceso es precisamente la en
que se recogen los vecinos de esta tierra; veamos si esto no será que algunos
quehaceres obligan a los unos a encender fuego y a los otros a sacar la luz.
§
VI
Reflexiones
sobre el ejemplo anterior
Reflexionando
sobre el ejemplo anterior se nota que, a pesar de la ninguna relación de seña
ni causa que en sí tenían los dos hechos, no obstante reconocían en cierto
modo un mismo origen: el sonar la hora de acostarse. Así se echa de ver que el
error no estaba en suponer que había algo de común en ellos, ni en pensar que
la coincidencia no era puramente casual, sino en que se apelaba a
interpretaciones destituidas de fundamento, se buscaba en la intención
concertada de las personas lo que era simple efecto de la identidad de la hora.
Esta
observación enseña, por una parte, el tino con que debe procederse en
determinar la clase de relación que entre sí tienen dos hechos, simultáneos o
sucesivos; pero, por otra, confirma más y más la regla dada de que cuando la
simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o
de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.
§
VII
La
razón de un acto que parece instintivo
Profundizando
más la materia encontraremos que el inferir de la coexistencia o sucesión la
relación entre los hechos coexistentes o sucesivos, aunque parezca un acto
instintivo y ciego, es la aplicación de un principio que tenemos grabado en el
fondo de nuestra alma y del que hacemos continuo uso sin advertirlo siquiera.
Este principio es el siguiente: «Donde hay orden, donde hay combinación,
hay causa que ordena y combina; el acaso no es nada.» Una que otra
coincidencia la podemos mirar como casual; es decir, sin relación; pero siendo
muy repetida, ya decimos, sin vacilar: «Aquí hay enlace, hay misterio; no
llega a tanto la casualidad.»
Así
se verifica que, examinando a fondo el espíritu humano, encontramos en todas
partes la mano bondadosa de la Providencia, que se ha complacido en enriquecer
nuestro entendimiento y nuestro corazón con inestimables preciosidades[vi].
La
lógica acorde con la claridad
§
I
Sabiduría
de la ley que prohíbe los juicios temerarios
La
ley cristiana, que prohíbe los juicios temerarios, es no sólo ley de caridad,
sino de prudencia y buena lógica. Nada más arriesgado que juzgar de una
acción, y sobre todo de la intención, por meras apariencias; el curso
ordinario de las cosas lleva tan complicados los sucesos, los hombres se
encuentran en situaciones tan varias, obran por tan diferentes motivos, ven los
objetivos de maneras tan distintas, que a menudo nos parece un castillo
fantástico lo que examinado de cerca y con presencia de las circunstancias, se
halla lo más natural, lo más sencillo y arreglado.
§
II
Examen
de la máxima «Piensa mal y no errarás»
El
mundo cree dar una regla de conducta muy importante diciendo: «Piensa mal y no
errarás», y se imagina haber enmendado de esta manera la moral evangélica.
«Conviene no ser demasiado cándido -se nos advierte continuamente-; es
necesario no fiarse de palabras; los hombres son muy malos; obras son amores y
no buenas razones»; como si el Evangelio nos enseñase a ser imprudentes e
imbéciles; como si Jesucristo, al encomendarnos que fuésemos sencillos como la
paloma, no nos hubiera amonestado al mismo tiempo que fuésemos prudentes como
la serpiente; como si no nos hubiera avisado que no creyésemos a todo
espíritu; que para conocer el árbol atendiésemos al fruto, y, finalmente,
como si a propósito de la malicia de los hombres no leyéramos ya en las
primeras páginas de la Sagrada Escritura que el corazón del hombre está
inclinado al mal desde su adolescencia.
La
máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto con la
malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la sana
razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso dice
mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace muchas
más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama naturalmente la
verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las pasiones le arrastran
y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele alguna ocasión en que,
faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o lisonjear su vanidad necia;
pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la verdad y habla como el resto de
los hombres. El ladrón roba, el liviano se desmanda, el pendenciero riñe,
cuando se presenta la oportunidad, estimulando la pasión; que si estuviesen
abandonadas de continuo a sus malas inclinaciones serían verdaderos monstruos
su crimen degeneraría en demencia, y entonces el decoro y buen orden de la
sociedad reclamarían imperiosamente que se los apartase del trato de sus
semejantes.
Infiérese
de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido fundamento y el
tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional como si habiendo
en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras se dijera que las
probabilidades de salir están en favor de las negras.
§
III
Algunas
reglas para juzgar de la conducta de los hombres
Caben
en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la prudencia de la
serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.
Regla
1ª
No
se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba muy dura.
La
razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud firme y
acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en semejantes
extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos previene que
quien ama el peligro perecerá en él.
Sabéis
que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando todo el mundo
le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el porvenir de su familia
están pendientes de una operación poco justa, pero muy beneficiosa. Si se
decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal secreto se divulga
y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la operación podéis
salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un edificio que si bien en
una situación regular no amenazaba ruina, está ahora abatido por un furioso
huracán.
Tenéis
noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han trabado
relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun cuando no
mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en los debidos
límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido cun presteza; si
no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por ambos, que las
oraciones podrán no ser inútiles.
Estáis
en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros muchos.
Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante, se halla
asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas. El
dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por vuestra
causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta con
mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista el
negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro
dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos
fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias
fuesen irreparables.
Un
amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La
amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los
corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y
sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha
de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes
peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las
afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro
duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.
Estáis
viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta
trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes
más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado
es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su
entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no
son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín
sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo
que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una
pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del
magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.
Con
los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy
prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar
bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma
religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal
no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el
común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos,
la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible
señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las
circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la
probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la
virtud.
De
estas consideraciones nacen las otras reglas.
Regla
2ª
Para
comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es preciso
conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto
pueda influir en su determinación.
El
hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a una
muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle. El olvido
de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo que un
hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus
deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles
los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos datos
bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en cuenta
una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza de
carácter. Este olvido podrá hacer muy bien que defraude nuestras esperanzas un
hombre virtuoso y las exceda el malo, pues que para sacar airosa la virtud en
circunstancias apuradas sirve admirablemente el que obren en su favor pasiones
enérgicas. Un alma de temple fuerte y brioso se exalta y cobra
nuevo aliento a la vista del peligro; en el cumplimiento del deber se interesa
entonces el orgullo, y un corazón que naturalmente se complace en superar
obstáculos y arrostrar riesgos se siente más osado y resuelto cuando se halla
animado por el grito de la conciencia. El ceder es debilidad; el volver atrás,
cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la afrenta. El
hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará las cosas
con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad; pero trae
consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El mal se
hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán
mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de
convertirse en terquedad; los debetes no han de considerarse en abstracto, es
preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no
andan regidas por la prudencia.» El buen hombre ha encontrado por fin lo que
buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio traje,
no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción no
se hará esperar mucho.
He
aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es preciso
atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar.
Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más
difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para
acertar.
Regla
3ª
Debemos
cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y guardarnos de
pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros.
La
experiencia de cada día nos enseña que el hombre se inclina a juzgar de los
demás tomándose por pauta a sí mismo. De aquí han nacido los proverbios
«Quien mal no hace, mal no piensa» y «Piensa el ladrón que todos son de su
condición». Esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para encontrar
la verdad en todo lo concerniente a la conducta de los hombres; ella expone con
frecuencia al virtuoso a ser presa de los amaños del malvado, y dirige a menudo
contra probada honradez, y quizá acendrada virtud, los tiros de la
maledicencia.
La
reflexión, ayudada por costosos desengaños, cura a veces este defecto, origen
de muchos males privados y públicos; pero su raíz está en el entendimiento y
corazón del hombre, y es preciso estar siempre alerta si no se quiere que
retoñen las ramas.
La
razón de este fenómeno no sería difícil explicarla. En la mayor partede sus
raciocinios procede el hombre por analogía. «Siempre ha sucedido esto; luego
ahora, sucederá también.» «Comúnmente, después de tal hecho sobreviene tal
otro; luego lo mismo acontecerá en la actualidad.» De aquí dimana que tan
pronto como se ofrece la ocasión de formar juicio apelamos a la comparación;
si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos afirmamos más en ella, y si
la experiencia nos suministra muchos, sin esperar más pruebas, damos la cosa
por demostrada. Natural es que necesitando comparaciones las busquemos en los
objetos más conocidos y con los cuales nos hallamos más familiarizados; y como
en tratándose de juzgar o conjeturar sobre la conducta ajena hemos menester
calcular sobre los motivos que influyen en la determinación de la voluntad,
atendemos, sin advertirlo siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos
a los demás el mismo modo de mirar y apreciar los objetos.
Esta
explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la razón de la
dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y sentimientos
cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos sobre la conducta
de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos que los de su país
tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por primera vez el
suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo propio nos sucede en
el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más íntimamente que con nosotros
mismos, y hasta los menos amigos de concentrarse tienen por necesidad una
conciencia muy clara del curso que ordinariamente siguen su entendimiento y
voluntad. Preséntase un caso, y no atendiendo a que aquello pasa en el ánimo
de los otros, como si dijéramos en tierra extraña, nos sentimos, naturalmente,
llevados a pensar que deberá de suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que
hemos visto en nuestra patria. Y ya que he comenzado comparando, añadiré que
así como los que han viajado mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de
costumbres y adquieren cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni
repugnancia, así los que se han dedicado al estudio del corazón y a la
observación de los hombres son más diestros en despojarse de su manera de ser
y sentir, y se colocan más fácilmente en la situación de los otros, como si
dijéramos que cambian de traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las
maneras de los naturales del nuevo país[vii].
De
la autoridad humana en general
§
I
Dos
condiciones necesarias para que sea valedero un testimonio
No
siempre nos es dable adquirir por nosotros mismos el conocimiento de la
existencia de un ser, y entonces nos es preciso valernos del testimonio ajeno.
Para que éste no nos induzca a error son necesarias dos condiciones: primera,
que el testigo no sea engañado; segunda, que no nos quiera engañar. Es
evidente que faltando cualquiera de estos dos extremos su testimonio no sirve
para encontrar la verdad. Poco nos importa que quien habla la conozca si sus
palabras nos expresan el error, y la veracidad y buena fe tampoco nos aprovechan
si quien las posee está engañado.
§
II
Examen
y aplicaciones de la primera condición
Conocemos
si el testigo ha sido engañado o no atendiendo a los medios de que ha podido
disponer para alcanzar la verdad; y en estos medios comprendo también su
capacidad y demás cualidades personales, que le hacen más o menos apto para el
efecto.
Al
referírsenos algún hecho, cuando el narrador no es testigo ocular, a veces la
buena educación no permite preguntar quién lo ha contado, pero la buena
lógica prescribe atender siempre a esta circunstancia y no prestar ligeramente
asenso sin haberla tenido presente.
Atravieso
un país que me es desconocido y oigo la siguiente proposición: «Este año es
el de mejor cosecha que de mucho tiempo acá se ha visto en esta comarca.» Lo
primero que debo hacer es parar la atención en la persona que así lo dice.
¿Es un hombre anciano, rico propietario de la tierra, establecido en sus mismas
posesiones, aficionado a recoger noticias y formar estados comparativos? No
puedo dudar que quien habla debe de saberlo muy bien, pues que su interés,
profesión, inclinaciones particulares y larga experiencia le proporcionan
cuantos medios son deseables para formar juicio acertado. ¿Es un hijo del mismo
propietario, que sólo se llega a las posesiones de su padre para divertirse o
sacar dinero, que, distraído por la vida de las ciudades, se cuida muy poco de
lo que pasa en los campos? Bien podrá saberlo por habérselo oído a su padre;
pero si esta última circunstancia falta, el testimonio es muy poco seguro. ¿Es
un viajero que recorre de vez en cuando aquel país por negocios que nada tienen
que ver con la agricultura? Su palabra merece poca fe, porque son escasos los
medios que ha tenido para cerciorarse de lo que afirma; su proposición podrá
ser echada a la ventura.
En
una reunión se cuenta que el ingeniero N. acaba de idear una nueva máquina
para tal o cual producto y que su invención lleva ventaja a cuantas se han
conocido hasta ahora. El testigo es ocular. ¿Quién lo refiere? Es un caballero
de la misma profesión, muy acreditado en ella, que ha viajado mucho para
ponerse al nivel de los últimos adelantos en maquinaria, comisionado repetidas
veces, ya por el Gobierno, ya por Sociedades de fabricantes, para comparar
diferentes sistemas de construcción y elaboración: el juez es competente; no
es fácil haya sido engañado por un charlatán cualquiera. El testigo es un
fabricante que tiene invertidos grandes capitales en maquinaria y se propone
invertir muchos más; posee algunos conocientos en el ramo, pues que su interés
propio le llama la atención hacia este punto, y cuenta con bastantes años de
experiencia. El testimonio no es despreciable, ha perdido mucho de las
cualidades del primero. No conoce por principios la mecánica, habrá visto
algunos establecimientos, mas no los necesarios para poder comparar la
invención con los demás sistemas conocidos; el maquinista sabía que las arcas
no estaban vacías, tenía un interés en que se formase alto concepto de la
invención; hay, pues, bastante peligro de que el mérito sea exagerado; hasta
padrá ser muy mediano, y quizá nulo.
Una
mujer de veracidad probada, pero de imaginación ardiente y viva, y además muy
crédula en asuntos de carácter extraordinario y misterioso, refiere, con el
tono de la mayor certeza y con el lenguaje y ademán de una impresión reciente,
que en la noche anterior ha oído en su casa un ruido espantoso; que,
habiéndose levantado, ha visto el resplandor de algunas luces en partes del
edificio en las que no habita nadie, y que repetidas veces han resonado con toda
claridad voces desconocidas, ya cual gemidos de dolor, ya cual aullidos de
desesperación, ya cual aterradoras amenazas. La testigo habrá sido engañada.
Es probable que, estando profundamente dormida, algún gato que andaría ocupado
en sus ordinarias tareas de hurto o caza habrá derribado algún trasto con
estrepitoso fracaso. La buena señora, que quizá conciliaría difícilmente el
sueño, agitada por espectros y fantasmas, despierta al retumbante ruido;
levántase, despavorida; corre presurosa de una a otra parte; ve en los
aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razón de que nadie cuidó de
cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin llegan a
sus oídos las voces misteriosas, que no debieron de ser más que los silbidos
del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura y tal vez el remoto maúllo
del malandrín, que, salido por la buhardilla, se va a trabar refriegas por la
vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa cuita a su dueña y
bienhechora.
Así
discurría un buen pensador, sin decidirse por esto a creer o dejar de creer,
pero inclinándose algo más a lo segundo que a lo primero, cuando he aquí que
llega a la reunión el marido de la señora espantada. Es hombre que frisa en
los cincuenta, que ha tenido tiempo de perder el miedo en largos años de
carrera militar, no escasea en conocimientos y, retirado ahora, vive entregado a
sus negocios y a sus libros, dejando que su mujer delire a mansalva. La vista de
los circunstantes se dirige, naturalmente, al recién llegado, y todos desean
saber de su boca la impresión que le causara la medrosa aventura. «En verdad,
señores -dice-, que no sé qué diablos teníamos esta noche en casa. Ocupado
en despachar unos papeles que me corrían prisa no me había acostado todavía
cuando he aquí que a eso de las doce oigo un estrépito tal que me creí que la
casa se nos venía encima. Lo que es, gato no podía ser, porque era imposible
que hiciese tal estrépito, y, además, esta mañana nada se ha encontrado ni
dislocado ni roto. Eso de las luces yo no las he visto, pero que resonaron unas
voces tan tremehundas que casi casi me habrían metido el miedo en el cuerpo es
positivo. Veremos si la zambra se repite; yo me temo que se nos ha querido jugar
una treta. Desearía sorprender a los actores representando su papel.» Desde
entonces la cuestión cambia de aspecto; lo que antes era improbable ha pasado a
ser creíble; el hecho será verdadero, sólo falta aclarar su naturaleza.
§
III
Examen
y aplicaciones de la segunda condición
Si
conviene precaverse contra el engaño que inocentemente puede haber sufrido el
narrador, no importa menos estar en guardia contra la falta de veracidad. Para
este efecto será bien informarse de la opinión que en este punto disfruta la
persona y, sobre todo, examinar si alguna pasión o interés la impelen a
mentir. ¿Qué caso puede hacerse de quien pinta prodigiosos hechos de armas de
los cuales espera grados, empleos y condecoraciones? Está bien claro el partido
que tomará el especulador, si no está dominado por principios de rígida moral
y caballerosa delicadeza. Así, quien refiere acontecimientos en cuya verdad o
apariencia tiene grande interés, es testigo sospechoso; prestarle crédito
sobre su palabra fuera proceder muy de ligero.
Cuando
tratamos de calcular la probabilidad de un suceso que no sabemos sino por el
testimonio de otros, es preciso atender simultáneamente a las dos condiciones
explicadas: conocimiento y veracidad. Pero como en muchos casos a más del
testimonio tenemos algunos datos para conjeturar sobre la probabilidad de lo que
se nos cuenta, es necesario hacerlos entar en combinación para decidirnos con
menos peligro de errar. Por lo común, hay muchas cosas a que atender, en lo
cual enseñarán más los ejemplos que las reglas.
Un
general da parte de una brillante victoria que acaba de conseguir; el enemigo,
por supuesto, era superior en fuerzas, ocupaba posiciones muy ventajosas, pero
ha sido arrollado en todas direcciones y sólo una precipitada fuga le ha
librado de dejar en manos del vencedor numerosos prisioneros. La pérdida del
general ha sido insignificante en comparación de la del enemigo; algunas
compañías que, llevadas de su ardor, se habían adelantado en demasía,
viéronse envueltas por cuadruplicadas fuerzas y tuvieron algunos momentos de
conflicto; pero, merced a la bizarría de los jefes y acertadas disposiciones
del general, pudiéronse replegar con el mayor orden, sin más resultado que
extraviarse un reducido número de soldados.
¿Qué
concepto formaremos de la acción? Para que se vea cuánta circunspección es
necesaria si se desea acertar en los juicios, y con la mira de ofrecer ejemplos
que sirvan de norma en otros casos, detallaremos las muchas circunstancias a que
es preciso atender.
¿Es
conocido el general? ¿Tiene reputación de veraz y modesto, o pasa plaza de
fanfarrón? ¿Cuáles son sus dotes militares? ¿Qué subalternos le auxilian?
¿Sus tropas gozan fama de valor y disciplina? ¿Se han distinguido en otras
acciones, o están desacreditadas por frecuentes derrotas? ¿Con qué enemigo ha
tenido que habérselas? ¿Cuál era el objeto de la expedición del general?
¿Lo ha conseguido o no? En el parte hay una cláusula que dice: «Sé de
positivo que la plaza N puede todavía sostenerse algunos días. Así no he
creído necesario precipitar las operaciones, mayormente cuando la situación
del soldado, rendido de hambre, y fatiga, reclamaba imperiosamente algún
descanso. El convoy queda seguro en la ciudad M, adonde me he replegado,
abandonando al enemigo unas posiciones que me eran inútiles y dejándole que se
cebase en una porción de víveres que en el ardor de la refriega cayeron en su
poder a causa de un desorden momentáneo que se debió al miedo de los
bagajeros.» El negocio presenta mal aspecto; a pesar de todos los rodeos, se
conoce que el vencedor ha perdido una parte del convoy y no ha podido pasar con
lo restante.
¿Qué
trofeos nos presenta en testimonio de su victoria? No ha cogido prisioneros y
él confiesa algunos extraviados; aquellas compañías demasiado adelantadas
sufrieron algunos momentos de conflicto y fueron envueltas por fuerzas
cuadruplicadas; todo esto significa que hubo en aquella parte un «sálvese
quien pueda» y que el enemigo no dejó de hacer presa.
¿Cuáles
son las noticias que vienen del lugar donde se ha replegado el general? Es
probable que las cartas serán tristes y que traerán descripciones aflictivas
sobre el desorden en que entró la tropa y la disminución del convoy.
¿Qué
dicen los partidarios del enemigo? ¡Ah! Esto acaba de aclarar el misterio; se
han echado las campanas a vuelo en el punto P y han entrado muchos prisioneros;
los enemigos se han presentado orgullosos en presencia de la plaza sitiada,
cuyos apuros son cada día mayores.
¿Qué
está haciendo el general vencedor? Se mantiene en inacción y se añade que ha
pedido refuerzos; la brillante victoria habrá sido, pues, una insigne derrota.
§
IV
Una
observación sobre el interés en engañar
Casos
hay en que por interesado que parezca el narrador en faltar a la verdad no es
probable que lo haya hecho, porque, descubierta en breve la mentira, sin recurso
para paliarla, se convertiría contra él de una manera ignominiosa.
La
experiencia nos enseña que no hay que fiar de ciertas relaciones militares que
no pueden ser contradichas luego con toda claridad y con presencia de datos
positivos que produzcan evidencia. Las mayores o menores fuerzas del enemigo, el
orden o la dispersión con que tal o cual parte de su ejército emprendió la
retirada, el número de muertos o heridos, lo más o menos favorable de algunas
posiciones, atendida la situación de los combatientes, lo más o menos
intransitable de los caminos y otras cosas por este tenor, ¿cómo las puede
aclarar bien el público? Cada cual refiere las cosas a su modo, según sus
noticias, intereses o deseos, y los mismos que saben la verdad son quizá los
primeros en obscurecerla haciendo circular las más insignes falsedades. Los que
llegan a desembarazarse del enredo y a ver claro en el negocio o callan o se
hallan impugnados por mil y mil a quienes importa sostener la ilusión, y la
mancha que cae sobre los embaucadores nunca es tan ignominiosa que no consienta
algún disfraz. Pero suponed que un general que está sitiando una plaza, y nada
puede contra ella, tiene la imprudencia de enviar un pomposo parte al Gobierno,
anunciándole que la ha tomado por asalto y están en su poder los restos de la
guarnición que no han perecido en la refriega; a pocos días sabrá el
Gobierno, sabrá el público, sabrá el mismo Ejército que el general ha
mentido de una manera escandalosa, y la burla y la afrenta que caerán sobre el
impostor le harán pagar cara su gloria de momento.
De
aquí es que en semejantes casos el buen sentido del público suele preguntar si
el parte es oficial, y si lo es, por más que no haga caso de las circunstancias
con que se procura realzar el hecho, no obstante, presta crédito a la
existencia de él. Hasta es de notar que cuando en gravísimos apuros se miente
de una manera escandalosa, con la mira de alentar por algunas horas más y dar
lugar al tiempo, rara vez se inventa un parte nombrando personas; se apela a las
fórmulas de «sabemos de positivo; un testigo de vista acaba de referirnos», y
otras semejantes; se suponen oficios recibidos que se imprimirán luego, se
ordenan regocijos públicos, etc.; pero siempre se suele dejar un camino abierto
para que la mentira no choque demasiado de frente con el buen sentido; se tiene
cuidado en no comprometer el nombre de personas determinadas; en una palabra:
hasta reinando la mayor desfachatez se guardan siempre algunas consideraciones a
la conciencia pública.
Para
dejar, pues, de prestar crédito a una no basta objetar que el narrador está
interesado en faltar a la verdad; es necesario considerar si las circunstancias
de la mentira son tan desgraciadas que poco después haya de ser descubierta en
toda su desnudez, sin que le quede al engañador la excusa de que se había
equivocado o lo habían mal informado. En estos casos por poca que sea la
categoría de la persona, por poca estimación de sí misma que se le pueda
suponer, mayormente cuando el asunto pasa en público es prudente darle
crédito, si de esto no puede resultar ningún daño. Será dable salir
engañado, pero la probabilidad está en contra, y en grado muy superior.
§
V
Dificultades
para alcanzar la verdad en mediando mucha distancia de lugar o tiempo
Si
es tan difícil encontrar, la verdad cuando los sucesos son contemporáneos y se
realizan en no propio país, ¿qué diremos de lo que pasa a larga distancia de
lugar o tiempo o de uno y otro? ¿Cómo será posible sacar en limpio la verdad
de manera de viajeros o historiadores? Por más desconsolador que sea, es
preciso confesarlo: quien haya observado de qué modo se abulta, y se exagera, y
se disminuye, y se desfigura, y se trastorna de arriba abajo lo mismo que
estamos viendo con nuestros ojos, ha de sentirse por necesidad muy descorazonado
al abrir un libro de historia o de viajes o al leer los periódicos,
particularmente los extranjeros.
Quien
vive en el mismo tiempo y país de los acontecimientos tiene muchos medios para
evitar el error: o ve las cosas por sí mismo o lee y oye muy diferentes
relaciones que puede comparar entre sí, y como está en datos sobre los
antecedentes de las personas y de las cosas, como trata continuamente con
hombres de opuestos intereses y opiniones, como sigue de cerca el curso de la
totalidad de los sucesos, no le es imposible, a fuerza de trabajos y
discreción, el aclarar en algunos puntos la verdad. Pero ¿que será del
desgraciado lector que mora allá en lejanos países y quizá a larga distancia
de siglos y no tiene otro guía que el periódico u obra que, por casualidad,
encuentra en un gabinete de lectura o en una biblioteca o que habrá adquirido
por haber visto recomendados en alguna parte aquellos escritos u oído elogios
de quien presumía entenderlos?
Tres
son los conductos por los cuales solemos adquirir conocimiento de lo que pasa en
tiempos y lugares distantes: los periódicos, las relaciones de los viajeros y
las historias. Diré cuatro palabras sobre cada uno de ellos[viii].
Los
periódicos
§
I
Una
ilusión
Creen
algunos que, con respecto a los países donde está en vigor la libertad de
imprenta, no es muy difícil encontrar la verdad, porque teniendo todo linaje de
intereses y opiniones, algún periódico que les sirve de órgano, los unos
desvanecen los errores de los otras, brotando del cotejo la luz de la verdad.
«Entre todos lo saben todo y lo dicen todo; no se necesita más que paciencia
en leer, cuidado en comparar, tino en discernir y prudencia en juzgar.» Así
discurren algunos. Yo creo que esto es pura ilusión, y lo primero que asiento
es que, ni con respecto a las personas ni a las cosas, los periódicos no lo
dicen todo, ni con mucho, ni aun aquello que saben bien los redactores, hasta en
los países más libres.
§
II
Los
periódicos no lo dicen todo sobre las personas
Estamos
presenciando a cada paso que los partidarios de lo que se llama una notabilidad
la ensalzan con destemplados elogios, mientras sus adversarios la regalan a
manos llenas los dictados de ignorante, estúpido, inhumano, sanguinario, tigre,
traidor, monstruo y otras lindezas por este estilo. El saber, los talentos, la
honradez, la amabilidad, la generosidad y otras cualidades que le atribuían al
héroe los escritores de su devoción, quedan en verdad algo ajadas con los
cumplimientos de sus enemigos; pero al fin, ¿qué sacáis en limpio de esta
barahúnda? ¿Qué pensará el extranjero que ha de decidirse por uno de los
extremos o adoptar un justo medio a manera de árbitro arbitrador? El resultado
es andar a tientas y verse precisado o a suspender el juicio o a caer en crasos
errores. La carrera pública del hombre en cuestión no siempre está señalada
por actos bien caracterizados, y, además, lo que haya en ellos de bueno o malo
no siempre es bien claro si debe atribuirse a él o a sus subalternos.
Lo
curioso es que, a veces, entre tanta contienda, la opinión pública en ciertos
círculos, y quizá en todo el país, está fijada sobre el personaje; de suerte
que no parece sino que se miente de común acuerdo. En efecto; hablad con los
hombres que no carecen de noticias, quizá con los mismos que le han declarado
más cruda guerra: «Lo que es talento -oiréis- nadie se lo niega; sabe mucho y
no tiene malas intenciones; pero ¿qué quiere usted?..., se ha metido en eso y
es preciso desbancarle; yo soy el primero en respetarle como a persona privada,
y ojalá que nos hubiese escuchado a nosotros; nos hubiera servido mucho y
habría representado un papel brillante.» ¿Veis a esa otro tan honrado, tan
inteligente, tan activo y enérgico, que, al decir de ciertos periódicos, él,
y sólo él, puede apartar la patria del borde del abismo? Escuchad a los que le
conocen de cerca y tal vez a sus más ardientes defensores: «Que es un infeliz
ya lo sabemos; pero, al fin, es el hombre que nos conviene, y de alguien nos
hemos de valer. Se le acusa de impuros manejos; esto ¿quién lo ignora? En el
Banco A tiene puestos tales fondos, y ahora va a hacer otro tanto en el Banco B.
En verdad que roba de una manera demasiado escandalosa; pero, mire usted, esto
es ya tan común..., y, además, cuando le acusan nuestros adversarios no es
menester que uno le deje en las astas del toro. ¿No sabe usted la historia de
ese hombre? Pues yo le voy a contar a usted su vida y milagros...» Y se nos
refieren sus aventuras, sus altos y bajos, y sus maldades o miserias, o
necedades y desde entonces ya no padecéis ilusiones y juzgáis en adelante con
seguridad y acierto.
Estas
proporciones no las disfrutan por lo común los extranjeros, ni los nacionales
que se contentan con la lectura de los periódicos, y así, creyendo que la
comparación de los de opuestas opiniones les aclara suficientemente la verdad,
se forman los más equivocados conceptos sobre los hombres y las cosas.
El
temor de ser denunciados, de indisponerse con determinadas personas, el respeto
debido a la vida privada, el decoro propio y otros motivos semejantes impiden a
menudo a los periódicos el descender a ciertos pormenores y referir anécdotas
que retratan al vivo al personaje a quien atacan, sucediendo a veces que con la
misma exageración de los cargos, la destemplanza de las invectivas y la
crueldad de las sátiras no le hacen, ni con mucho, el daño que se le podría
hacer con la sencilla y sosegada exposición de algunos hechos particulares.
Los
escritores distinguen casi siempre entre el hombre privado y el hombre público;
esto es muy bueno en la mayor parte de los casos porque de otra suerte la
polémica periodística, ya demasiado agria y descompuesta, se convirtiera bien
pronto en un lodazal donde se revolverían inmundicias intolerables; pero esto
no quita que la vida privada de un hombre, no sirva muy bien para conjeturar
sobre su conducta en los destinos públicos. Quien en el trato ordinario no
respeta la hacienda ajena, ¿creéis que procederá con pureza cuando maneje el
erario de la nación? El hombre de mala fe, sin convicciones de ninguna clase,
sin religión, sin moral, ¿creéis que será consecuente en los principios
político que aparenta profesar, y que en sus palabras y promesas puede
descansar tranquilo el Gobierno que se vale de sus servicios? El epicúreo por
sistema que en su pueblo insultaba sin pudor el decoro público, siendo mal
marido y mal padre, ¿creéis que renunciará a su libertinaje cuando se vea
elevado a la magistratura y que de su corrupción y procacidad nada tendrán que
temer la inocencia y la fortuna de los buenos, nada que esperar la insolencia y
la injusticia de los malos? Y nada de esto dicen los periódicos, nada pueden
decir, aunque les conste a los escritores sin ningún género de duda.
§
III
Los
periódicos no lo dicen todo sobre las cosas
Hasta
en política no es verdad que los periódicos lo digan todo. ¿Quién ignora
cuánto distan, por lo común, las opiniones que se manifiestan en amistosa
conversación de lo que se expresa por escrito? Cuando se escribe en público
hay siempre algunas formalidades que cubrir y muchas consideraciones que
guardar; no pocos dicen lo contrario de lo que piensan, y hasta los más
rígidos en materia de veracidad se hallan a veces precisados, ya que no a decir
lo que piensan, al menos a decir mucho menos de lo que piensan. Conviene no
olvidar estas advertencias, si se quiere saber algo más en política de lo que
anda por ese mundo como moneda falsa de muchos reconocida, pero recíprocamente
aceptada, sin que por esto se equivoquen los inteligentes sobre su peso y ley[ix].
Relaciones
de viaje
§
I
Dos
partes muy diferentes en las relaciones de viajes
En
esta clase de escritos deben distinguirse dos partes: las descripciones de
objetos que ha visto o escenas que ha presenciado el viajero y las demás
noticias y observaciones de que llena su obra. Por lo tocante a lo primero,
conviene recordar lo que se ha dicho sobre la veracidad, añadiéndose dos
advertencias: 1ª. Que la desconfianza de la fidelidad de los cuadros debe
guardar alguna proporción con la distancia del lugar de la escena, por aquello:
«De luengas tierras, luengas mentiras.» 2ª. Que los viajeros corren riesgo de
exagerar, desfigurar y hasta fingir, haciendo formar ideas muy equivocadas sobre
el país que describen por el vanidoso prurito de hacerse interesantes y de
darse importancia contando peregrinas aventuras.
En
cuanto a las demás noticias y observaciones no es dable reducir a reglas fijas
el modo de distinguir la verdad del error, mayormente siendo imposible esta
tarea en muchísimos casos. Pero será bien presentar reflexiones que llenen de
algún modo el vacío de las reglas, inspirando prudente desconfianza y
manteniendo en guardia a los inexpertos e incautos.
§
II
Origen
y formación de algunas relaciones de viajes
¿Cómo
se hacen la mayor parte de los viajes? Pasando no más que por los lugares más
famosos, deteniéndose algún tanto los puntos principales y atravesando el
país intermedio tan rápidamente como es posible, pues a ello instigan tres
causas poderosas: ahorrar tiempo, economizar dinero y disminuir la molestia. Si
el país es culto, con buenos caminos, con canales, ríos y costas de pronta
navegación, el viajero salta de una capital a otra disparándose como una
flecha; dormitando con el mecimiento del coche o de la nave y asomando la cabeza
por la portezuela para recrearse con la vista de algún bello paisaje o
paseándose sobre cubierta contemplando las orillas del río, cuya corriente le
arrebata. Resulta de ahí que todo el país intermedio queda completamente
desconocido, en cuanto concierne a ideas, religión, usos y costumbres. Algo ve
sobre la calidad del terreno y los trajes de los moradores, porque ambos objetos
se le ofrecen a los ojos; pero, hasta en estas cosas, si el viajero no es cauto
y pretende hablar en general, podrá dar a sus lectores las noticias más falsas
y extravagantes. Si de aquí a algunos años logramos navegar por el Ebro desde
Zaragoza a Tortosa, el viajero que pintase el terreno y los trajes de Aragón y
Cataluña ateniéndose a lo que hubiese visto en la ribera del río, por cierto
que les proporcionaría a sus lectores copia desbaratada.
Ahora
reflexione el aficionado a relaciones de viajes el caso que debe hacer de las
detalladas noticias sobre un país de muchos millares de leguas cuadradas
descrito por un viajero que le ha observado de la susodicha manera. «El que lo
ha visto de cerca lo dice; así será, sin asomo de duda»; de esta suerte
hablas, ¡oh crédulo lector!, pensando que en recoger aquellas noticias ha
puesto tu guía gran trabajo y cuidado, pues yo te diré lo que podría muy bien
haber sucedido, y otra vez no te dejarás engañar con tanta facilidad.
Llegado
el viajero a la capital, tal vez con escaso conocimiento de la lengua, y quizá
con ninguno, habrá andado atolondrado y confuso algunos días en el laberinto
de calles y plazas, desplegando a menudo el plano de la ciudad, preguntando a
cada esquina y saliendo del paso del mejor modo posible para encontrar la
oficina de pasaportes, la casa de la Embajada y los sujetos para quienes lleva
carta de recomendación. Este tiempo no es muy a propósito para observar, y si
a ratos toma coche para librarse de cansancio y evitar extravío, tanto peor
para los apuntes de su cartera; todo desfila a sus ojos con mucha rapidez; como
linterna mágica, las ilusiones de los cuadros; recogerá muy gratas sensaciones
pero no muchas noticias. Viene en seguida la visita de los principales
edificios, monumentos, bellezas y preciosidades, cuyo índice encuentra en la
guía; y o la capital no ha de ser de las mayores o se le han pasado muchos
días en la expresada tarea. La estación se adelanta, es preciso todavía
visitar otras ciudades, acudir a los baños, presenciar tal o cual escena en un
punto lejano; el viajero ha de tomar la posta y correr a ejecutar en otra parte
lo que acaba de practicar allí. A los pocos meses de su partida del suelo natal
está ya de vuelta, y ordena durante el invierno sus apuntes, y en la primavera
se halla de venta un abultado tomo sobre el viaje. Agricultura, artes, comercio,
ciencia, política, ideas populares, religión, usos, costumbres, carácter,
todo lo ha observado de cerca el afortunado viajero; en su libro se halla la
estadística universal del país; creedle sobre su palabra y podréis ahorraros
el trabajo de salir de vuestro gabinete sin que ignoréis los más pequeños y
delicados pormenores.
¿Cómo
ha podido adquirir tanta copia de noticias? Un Argos no bastara para ver y notar
tanto en tan breve tiempo, y, además, ¿cómo habrá sabido lo que pasaba allí
donde no ha estado, es decir, a centenares de leguas a derecha e izquierda de la
carretera, canal o río por donde viajaba? Helo aquí. Cuando al dar los
primeros rayos del sol a la portezuela del coche se habrá despertado y
bostezando, y desperezándose habrá echado una ojeada sobre el país, que no se
parece ya a lo que era el de anoche cruzando y arreglando las piernas, con el
caballero de enfrente habrá trabado quizá la siguiente conversación:
-¿Usted
conoce el país éste?
-Un
poco.
-El
pueblo aquél, ¿cómo se llama?
-Si
mal no recuerdo es N.
-¿Los
principales productos del país?
-N.
-¿La
industria?
-N.
-¿Carácter?
-Flemático
como el postillón.
-¿Riqueza?
-Como
judíos.
Entretanto
llega el coche al parador; el de las respuestas se marcha quizá sin despedirse,
y sus informes, que se ignora de quién sean, figurarán cual datos positivos
entre los apuntes del observador, que tendrá la humorada de afirmar que cuenta
lo que ha visto.
Pero
como estos recursos no son suficientes, y dejarían muy incompleta la
descripción, recogerá cuidadosamente los trajes extraños, los edificios
irregulares, las danzas grotescas que se le hayan ofrecido al paso, y heos aquí
un cuadro de costumbres generales que nada dejará que desear. Sin embargo, aun
hay otra mina que explotará el viajero y de donde sacará tal vez el principal
tesoro. En los periódicos y en las guías encontrará en crecido número las
noticias que ha meneste para formar su estadística; con los datos que de allí
saque, puestos en orden diferente, intercalando alguna cosa de lo que ha visto u
oído o conjeturado, resultará un todo, que se hará circular como fruto de los
trabajos investigadores del viajero y en substancia no será más, en su mayor
parte, que cuentos de un cualquiera y traducciones y plagios de periódicos y
obras.
Para
que no se extrañe la severidad con que trato a los autores de viajes, sin que
por esto me proponga rebajar el mérito dondequiera que se halle, bastará
recordar las necedades y disparates que han publicado algunos extranjeros que
han viajado por España. Lo que a nosotros nos ha sucedido puede muy bien
acontecer a otros pueblos, saliendo bien o mal parados, aplaudidos con
exageración o criticados con injusticia, según el humor, las ideas y otras
cualidades del ligero pintor que se empeñaba en sacar copia de originales que
no había visto.
§
III
Modo
de estudiar un país
La
razón y la experiencia enseñan que para formar cabal concepto de una pequeña
comarca y poderla describir tal como es, desde el aspecto material y el moral,
es necesario estar familiarizado con la lengua, pasar allí larga temporada,
abundar de relaciones, estar en trato continuo, sin cansarse de preguntar y
observar. No creo que haya otro medio de adquirir noticias exactas y formar
acertado juicio; lo demás es andarse en generalidades y llenar la cabeza de
errores e inexactitudes. Hasta que se estudien los países de esta manera, hasta
que se forme de esta suerte su estadística material y moral, no serán bien
conocidos. Estarán pintados en los libros, como en los mapas muy pequeños que
nos ofrecen a la vista dilatadas regiones: todo está cubierto de nombres, y de
círculos, y de crucecitas, y de cordilleras de montañas, y de corrientes de
ríos; pero medid con el compás las distancias y andaos por el mundo sin otra
regla; a menudo creeréis estar muy cerca de una ciudad, de un río, de un monte
que distan, sin embargo, nada menos que cien leguas.
En
suma: ¿queréis adquirir noticias exactas sobre un país y formar de su estado
concepto verdadero y cabal? Estudiadlo de la manera sobredicha o leed a quien
hubiese estudiado de esta suerte: Y si no tuviereis proporción para ello,
contentaos con cuatro cosas generales, que os sacarán airoso de una
conversación con vuestros iguales en aquella clase de conocimientos; pero
guardaos de asentar sobre estos datos un sistema filosófico, político o
económico, y andad con tiento en lucir vuestra ciencia si os encontrarais con
algún natural del país y no queréis exponeros a ser objeto de risa[x].
Historia
§
I
Medio
para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios
históricos
El
estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más
escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para
conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento.
Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un
número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos
luchar con el sentido común.
Así,
uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es
distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se
encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego
desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado
de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.
¿Quién
dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron
pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes
conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte
del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el
imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros
venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional,
destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de
Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil
otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan
seguros como de que existen Londres y París?
§
II
Distinción
entre el fondo del hecho y sus circunstancias. -Aplicaciones
Pero
admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para
disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los
que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la
crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las
circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que
existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se
disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e
Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a
Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas
guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos
hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron
los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros
puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los
historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias,
¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival?
Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con
recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha
frecuencia el juicio.
¿Qué
sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la
historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita
por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado
los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose
recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que
abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener
falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un
conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan
distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de
publicidad que han disfrutado los modernos?
Mucho
se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus
gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de
patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin
límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se
queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha
visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí:
«El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se
portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de
combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado
los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias.»
Esta
regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y
moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia,
dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no
desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los
que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida,
y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o
quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.
§
III
Algunas
reglas para el estudio de la Historia
Como
la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben
pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera
inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por
sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un
espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a
prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.
Regla
1ª
Conforme
a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que
tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que
sea veraz o no.
Regla
2ª
En
igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.
Por
más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las
narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los
que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan
mucho en los canales la malicia y el error.
Regla
3ª
Entre
los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no
tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V.
Cap. VIII.)
Por
más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es
que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus
empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus
enemigos, valen, por cierto, algo más.
¿Cómo
vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del
escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del
levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al
tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono
grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las
Constituyentes.
Regla
4ª
El
historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de
cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el
hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y
juicio de los escritores.
Por
lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los
ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador.
En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o
repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y
señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del
escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del
avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni
más ni menos de lo que hay.
Los
informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y
crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no
quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para
entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de
causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que
llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias
del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de
todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de
confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha,
y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte,
introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se
apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino;
que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército,
después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera.
Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los
pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá
el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la
reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que
él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a
quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó
durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe
del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de
otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la
usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y
perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y
heroísmo en la resistencia.»
Regla
5ª
Los
anónimos merecen poca confianza.
El
autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el
público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla
con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de
perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres
en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?
Regla
6ª
Antes
de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.
Casi
me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las
que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en
lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla
establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas
observaciones.
Claro
es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el
conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad
si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su
vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de
su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos
acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se
encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su
silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel
ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.
Un
historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que
otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de
la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans,
han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las
contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo
publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis
dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la
situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una
parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio;
en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una
restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una
censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado
atrevida.
Pocos
son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los
rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la
verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción
entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha
gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa
rara.
Además,
que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse
atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia
y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y,
por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo
que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más
profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta,
¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en
Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como
el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a
mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado
de Francia o encerrado en un calabozo.» El
conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad,
carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras.
Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco
el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y
quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las
impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a
ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.
Regla
7ª
Las
obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas
de apócrifas o alteradas.
La
autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien
nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá
desmentir.
Regla
8ª
Historias
fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos
en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases
o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale
responsable de la obra.
Regla
9ª
Relaciones
de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la
vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos
de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.
Si
difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la
faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las
sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.
Regla
10ª
En
tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a
cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de
monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas
La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares[xi].
[i]
Verum est id quod est, dice San Agustín (Libro 2. «Solil.», cap.
5). Puede distinguirse entre la verdad de la cosa y la verdad del
entendimiento; la primera, que es la cosa misma, se podrá llamar objetiva;
la segunda, que es la conformidad del entendimiento con la cosa, se
apellidará formal o subjetiva. El oro es metal, independientemente de
nuestro conocimiento: he aquí una verdad objetiva. El entendimiento conoce
que el oro es metal: he aquí una verdad formal o subjetiva.
Mucha
presunción sería el despreciar las reglas para pensar bien. Nullam
dicere mavimarum rerum esse artem, cum minimarum sine arte nulla sit,
hominum est parum considerate loquentium. «Es de hombres ligeros
--decía Cicerón- el afirmar que para las grandes cosas no hay arte, cuando
de él no carecen ni las más pequeñas.» (Lib.
2. «De Offic.».) En
la utilidad de las reglas han estado acordes los sabios antiguos y modernos;
la dificultad, pues, está en saber cuáles son éstas, cuál es el mejor
modo de enseñar a practicarlas. «Don de los dioses» llamó Sócrates a la
lógica; mas, por desgracia, no nos aprovechamos lo bastante de este don
precioso y las cavilaciones de los hombres le hacen inútil para muchos. Los
aristotélicos han sido acusados de embrollar el entendimiento de los
principiantes con la abundancia de las reglas y el fárrago de discusiones
abstractas; en cambio, las escuelas que les han sucedido, y particularmente
los ideólogos más modernos, no están libres del todo de un cargo
semejante. Algunos reducen la lógica a un análisis de las operaciones del
entendimiento y de los medios con que se adquieren las ideas, lo que
encierra las más altas y difíciles cuestiones que ofrecerse puedan a la
humana filosofía.
Quisiéramos
un poco menos de ciencia y un poco más de práctica, recordando lo que dice
Bacon de Verulamio sobre el arte de observación, cuando le llama una
especie de sagacidad, de olfato cazador, más bien que una ciencia: Ars
experimentatis sagacitas potius est et adoratio quædain venatica quam
scientia. («De
Augm. scient.», lib. 5, c. 2.)
[ii]
Los hombres más insignes en el mundo científico se han distinguido por una
gran fuerza de atención y algunos de ellos por una abstracción que raya en
lo increíble. Arquímedes ocupado en sus meditaciones y operaciones
geométricas, no advierte el estrépito de la ciudad tomada por los
enemigos; Vieta pasa sin interrupción días y noches absorto en sus
combinaciones algebraicas y no se acuerda de sí propio hasta que le
arrancan de tamaña enajenación sus domésticos amigos; Leibnitz malbarata
lastimosamente su salud, estando muchos días sin levantarse de la silla.
Esta abstracción extraordinaria es respetable en hombres que de tal suerte
han enriquecido las ciencias con admirables inventos; ellos tenían
verdaderamente una misión que cumplir y, en cierto modo, era excusable que
a tan alto objeto sacrificaran su salud y su vida. Pero, aun en los genios
más eminentes, no ha estado reñida la intensidad de la atención con su
flexibilidad. Descartes estaba elaborando sus colosales concepciones entre
el estruendo de los combates, y cuando, cansado de la vida militar, se
retiró del servicio en que se había alistado voluntariamente continuó
viajando por los principales países de Europa. Con semejante tenor de vida
es muy probable que el ilustre filósofo había sabido enlazar la intensidad
con la flexibilidad de la atención y que no sería tan delicado en la
materia como Kant, de quien se dice que el sólo desarreglo o cambio de un
botón en uno de sus oyentes era capaz de hacerle perder el hilo del
discurso. Esto no es tan extraño si se considera que el filósofo alemán
jamás salió de su patria y que, por tanto, no debió de acostumbrarse a
meditar sino en el retiro de su gabinete. Pero, sea lo que fuere de las
rarezas de algunos hombres célebres, importa sobremanera esforzarse en
adquirir esa flexibilidad de atención que puede muy bien aliarse con su
intensidad. En esto, como en todas las cosas, puede mucho el trabajo, la
repetición de actos que llegan a engendrar un hábito que no se pierde en
toda la vida. Acostumbrándose a pensar sobre cuantos objetos se ofrezcan y
a dar constantemente al espíritu una dirección seria, se consigue
lentamente y sin esfuerzo la conveniente disposición de ánimo, ya sea para
fijarse largas horas sobre un punto, ya para hacer suavemente la transición
de unas ocupaciones a otras. Cuando no se posee esta flexibilidad el
espíritu se fatiga y enerva con la concentración excesiva o se desvanece
con cualquiera distracción; lo primero, a más de ser nocivo a la salud,
tampoco suele servir mucho para progresar en la ciencia, y lo segundo
inutiliza el entendimiento para los estudios serios. El espíritu como el
cuerpo, ha menester un buen régimen, y en ese régimen hay una condición
indispensable: la templanza.
[iii]
Un hombre dedicado a una profesión para la cual no ha nacido es una pieza
dislocada: sirve de poco y muchas veces no hace más que sufrir y embarazar.
Quizá trabaja con celo, con ardor; pero sus esfuerzos o son impotentes o no
corresponden ni con mucho a sus deseos. Quien haya observado algún tanto
sobre este particular habrá notado fácilmente los malos efectos de
semejante dislocación. Hombres muy bien dotados para un objeto se muestran
con una inferioridad lastimosa cuando se ocupan de otro. Uno de las talentos
más sobresalientes que he conocido en lo tocante a ciencias morales y
políticas le considero mucho menos que mediano con respecto a las exactas,
y, al contrario, he visto a otros de feliz disposición para adelantar en
éstas y muy poco capaces para aquéllas.
Y
lo singular en la diferencia de los talentos es que, aun tratándose de una
misma ciencia, los unos son más a propósito que los otros para
determinadas partes. Así se puede experimentar en la enseñanza de las
matemáticas que la disposición de un mismo alumno no es igual con respecto
a la aritmética, álgebra y geometría. En el cálculo, unos se adiestran
con facilidad en la parte de aplicación, mientras no adelantan igualmente,
ni con mucho, en la de generalización; unos adelantan en la geometría más
de lo que habían hecho esperar en el estudio de álgebra y aritmética. En
la demostración de los teoremas, en la resolución de los problemas, se
echan de ver diferencias muy señaladas: unos se aventajan en la facilidad
de aplicar, de construir, pero deteniéndose, por decirlo así, en la
superficie, sin penetrar en el fondo de las cosas; al paso que otros, no tan
diestros, en lo primero, se distinguen por el talento de demostración, por
la facilidad, en generalizar, en ver resultados, en deducir consecuencias
lejanas. Estos últimos son de ciencia, los primeros son hombres de
práctica; a aquéllos les conviene el estudio, a éstos el trabajo de
aplicación.
Si
estas diferencias se notan en los límites de una misma ciencia, ¿qué
será cuando se trate de las que versan sobre objetos los más distantes
entre sí? Y, sin embargo, ¿quién cuida de observarlas y mucho menos de
dirigir a los niños y a los jóvenes por el camino que les conviene? A
todos se nos arroja, por decirlo así, en un mismo molde; para la elección
de las profesiones suele atenderse a todo menos a la disposición particular
de los destinados a ellas. ¡Cuánto y cuánto falta que observar en materia
de educación e instrucción!
En
la acertada elección de la carrera no sólo se interesa el adelanto del
individuo, sino la felicidad de toda su vida. El hombre que se dedica a la
ocupación que se le adapta disfruta mucho, aun entre las fatigas del
trabajo; pero el infeliz que se halla condenado a tareas para las cuales no
ha nacido ha de estar violentándose continuamente, ya para contrariar sus
inclinaciones, ya para suplir con esfuerzo lo que le falta en habilidad.
Algunos
de los hombres que se han distinguido en la respectiva profesión habrían
sido probablemente muy medianos si se hubiesen dedicado a otra que no les
conviniera. Malebranche se ocupaba en el estudio de las lengua y de la
historia, y no daba muestras de ninguna disposición muy aventajada, cuando
acertó a entrar en la tienda de un librero donde le cayó en manos el Tratado
del hombre, de Descartes. Causóle tanta impresión aquella lectura,
que se cuenta haber tenido que interrumpirla más de una vez para calmar los
fuertes latidos de su corazón. Desde aquel día Malebranche se dedicó al
estudio que tan perfectamente se le adaptaba, y diez años después
publicaba ya su famosa obra de la Investigación de la verdad. Y es
que la palabra de Descartes despertó el genio filosófico adormecido en el
joven bajo la balumba de las lenguas y de la historia; sintióse otro,
conoció que él era capaz de comprender aquellas altas doctrinas y, como el
poeta al leer a otro poeta, exclamó: «También yo soy filósofo.»
Una
cosa semejante le sucedió a Lafontaine. Había cumplido veintidós años
sin dar muestras de abrigar genio poético. No lo conoció él mismo hasta
que leyó la oda de Malherbe sobre el asesinato de Enrique IV. Y este mismo
Lafontaine, que tan alto rayó en la poesía, ¿qué hubiera sido como
nombre de negocios? Sus inocentadas, que tanto daban que reír a sus amigos,
no son muy buen indicio de felices disposiciones para este género.
He
dicho que convenía observar el talento particular de cada niño para
dedicarle a la carrera que mejor se le adapta y que sería bueno observar lo
que dice o hace cuando se encuentra con ciertos objetos. Madame Perier, en
la Vida de su hermano Pascal, refiere que siendo niño le llamó un
día la atención el fenómeno del diverso sonido de un plato herido con un
cuchillo, según se le aplicaba el dedo o se le retiraba, y que después de
reflexionar mucho sobre la causa de ésta diferencia escribió un pequeño
tratado sobre ella. Este espíritu observador en tan tierna edad, ¿no
anunciaba ya al ilustre físico del experimento de Puy-de-Dome confirmando
las ideas de Torricelli y Galileo?
El
padre de Pascal, deseoso de formar el espíritu de su hijo, fortaleciéndole
con otra clase de estudios antes de pasar al de las matemáticas, hasta
evitaba el hablar de geometría en presencia del niño; pero éste,
encerrado en su cuarto, traza figuras y más figuras con un carbón, y
desenvolviendo la definición de la geometría que había oído demuestra
hasta la proposición 32 de Euclides. El genio del eminente geómetra se
debatía bajo una inspiración poderosa que todavía no era él capaz de
comprender.
El
célebre Vaucanson se ocupa en examinar atentamente la construcción de un
reloj de una antesala donde estaba esperando a su madre; en vez de
juguetear, acecha por las hendiduras de la caja por si puede descubrir el
mecanismo, y luego, después, se ensaya en constuir uno de madera que revela
el asombroso genio del ilustre constructor del «flautista» y del «áspid
de Cleopatra».
Bossuet,
a la edad de dieciséis años, improvisaba en el palacio de Rambouillet un
sermón que, por la copia de pensamientos y facilidad de expresión y de
estilo, admiraba al concurso, compuesto de los talentos más escogidos que a
la sazón contaba la Francia.
[iv]
He dicho que la teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las
combinaciones, pone de manifiesto la imposibilidad que he llamado de sentido
común, calculando, por decirlo así, la inmensa distancia que va de la
posibilidad del hecho a su existencia, distancia que nos le hace considerar
como poco menos que absolutamente imposible. Para dar una idea de esto
supondré que se tengan siete letras: e, s, p, a, ñ, o, l, y que
disponiéndolas a la ventura se quiere que salga la palabra español. Es
claro que no hay imposibilidad intrínseca, pues que lo vemos hecho todos
los días cuando a la combinación presido la inteligencia del cajista; pero
en faltando esta inteligencia no hay más razón para que resulten
combinadas de esta manera que de la otra. Ahora bien; teniendo presente que
el número de combinaciones de diferentes cantidades es igual a 1 X 2 X 3 X
4... (n - 1)n, expresando n el número de los factores, siendo
siete las letras en el caso presente, el número de combinaciones posibles
será igual a 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X 6 X 7 = 5040.
Ahora,
recordando que la probabilidad de un hecho es la relación del número de
casos favorables al número de casos posibles, resulta que la probabilidad
de salir por acaso las siete letras dispuestas de modo que formen la palabra
«español» es igual a 1/5040.
Por manera que estaría en el mismo caso que al salir una bola negra de una
urna donde hubiese 5039 bolas blancas.
Si
es tanta la dificultad que hay en que resulte formada una sola palabra de
siete letras, ¿qué será si tomamos, por ejemplo, un escrito en que hay
muchas páginas y, por tanto, gran número de palabras? La imaginación se
asombra al considerar la inconcebible pequeñez de la probabilidad cuando se
atiende a lo siguiente: Primero, la formación casual de una sola palabra es
poco menos que imposible; ¿qué será con respecto a millares de palabras?
Segundo, las palabras sin el debido orden entre sí no dirían nada y, por
tanto, sería necesario que saliesen del modo correspondiente para expresar
lo que se quería. Siete solas palabras nos costarían el mismo trabajo que
las siete letras. Tercero, esto es verdad, aun no exigiendo disposición en
lineas y suponiéndolo todo en una sola; ¿qué será si se piden líneas?
Sólo siete nos traerán la misma dificultad que las siete palabras y las
siete letras. Cuarto, para formarse una idea del punto a que llegaría el
guarismo que expresase los casos posibles adviértase que nos hemos limitado
a un número de los más bajos: el «siete»; adviértase que hay muchas
palabras de más letras, que todas las líneas habrían de constar de
algunas palabras y todas las páginas de muchas líneas. Quinto, y,
finalmente, reflexiónese adónde va a parar un número que se forma con una
ley tan aumentativa como esta: 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X 6 X 7 X 8... (n = 1)n.
Sígase por breve rato la multiplicación y se verá que el incremento es
asombroso.
En
la mayor parte de los casos en que el sentido común nos dice que hay
imposibilidad son muchas las cantidades por combinar: entendiendo por
cantidades todos los objetos que han de estar dispuestos de cierto modo para
lograr el objeto que se desea. Por poco elevado que sea este número, el
cálculo demuestra ser la probabilidad tan pequeña que ese instinto con el
cual, desde luego, sin reflexionar, decimos «esto no puede ser», es
admirable, por lo fundado que está en la sana razón. Pondré otro ejemplo.
Suponiendo que las cantidades son en número de 100, el de las combinaciones
posibles será: 1 X 2 X 3 X 4 X 5 X... 99 X 100. Para concebir la increíble
altura a que se elevaría este producto, considerese que se han de sumar los
logaritmos de todas estas cantidades y que las solas «características»,
prescindiendo de las «mantisas», dan 92, lo que por sí solo da una
cantidad igual a la unidad seguida de 92 ceros. Súmense las «mantisas» y
añadase el resultado de los enteros a las «características» y se verá
que este número crece todavía mucho más. Sin fatigarse con cálculos se
puede formar idea de esta clase de aumento. Así, suponiendo que el número
de las cantidades combinables sea diez mil, por la suma de las solas
«características» de los factores se tendría una «característica"
igual a 28894; es decir, que aun no llevando en cuenta lo muchísimo que
subiría la suma de las «mantisas» resultaría un número igual a la
unidad seguida de 28894 ceros. Concíbase si se puede lo que es un número,
que por poco espesor que en la escritura se dé a los ceros tendrá la
longitud de algunas varas, y véase si no es muy certero el instinto que nos
dice ser imposible una cosa cuya probabilidad es tan pequeña que está
representada por un quebrado cuyo numerador es la unidad y cuyo denominador
es un número tan colosal.
[v]
He creído inútil ventilar en esta obra las muchas cuestiones que se agitan
sobre los sentidos en sus relaciones con los objetos externos y la
generación de las ideas. Esto me hubiera llevado fuera de mi propósito, y
además no habría servido de nada para enseñar a hacer buen uso de los
mismos sentidos. En otra obra que tal vez no tarde en dar a luz me propongo
examinar estas cuestiones con la extensión que su importancia reclama.
[vi]
Lo que he dicho sobre las consecuencias, que instintivamente sacamos de la
coexistencia o sucesión de los fenómenos está íntimamente
enlazado con lo explicado en la Nota 4 sobre la imposibilidad de sentido
común. De esto puede sacarse una demostración incontrastable en favor de
la existencia de Dios.
[vii]
Los que crean que la moral cristiana induce fácilmente a error por un
exceso de caridad conocen poco esta moral y no han reflexionado mucho los
dogmas fundamentales de nuestra religión. Uno de ellos es la corrupción
original del hombre y los estragos que esta corrupción produce en el
entendimiento y en la voluntad. Semejante doctrina, ¿es acaso muy a
propósito para inspirar demasiada confianza? Los libros sagrados, ¿no
están llenos de narraciones en que resaltan la perfidia y la maldad de los
hombres? La caridad nos hace amar a nuestros hermanos, pero no nos obliga a
reputarlos por buenos si son malos; no nos prohíbe el sospechar de ellos
cuando hay justos motivos, ni nos impide el tener la cautela prudente que de
suyo aconseja el conocer la miseria y la malicia del humano linaje.
[viii]
Para convencerse de que no he exagerado al ponderar el peligro de ser
inducidos en error por los narradores, basta considerar que, aun con
respecto a países muy conocidos, la historia se está «rehaciendo»
continuamente, y tal vez en este siglo más que en los anteriores. Todos los
días se están publicando obras en que se enmiendan errores, verdaderos o
imaginarios; pero lo cierto es que en muchos puntos gravísimos hay una
completa discordancia en las opiniones. Esto no debe conducir al
escepticismo, pero sí inspirar mucha cautela. La autoridad humana es una
condición indispensable para el individuo y la sociedad, pero es preciso no
fiarse demasiado en ella. Para engañarnos basta o mala fe o error.
Desgraciadamente, estas cosas no son raras.
[ix]
Es muy dudoso si el periodismo causará daño o provecho a la historia de lo
presente; pero no puede negarse que multiplicará el número de los
historiadores con la mayor circulación de documentos. Antes, para
proporcionarse algunos de ellos era necesario recurrir a secretarías o
archivos; mas ahora son pocos los que son tan reservados que o desde luego o
a la vuelta de algún tiempo no caigan en manos de un periódico; y por poco
que valgan, pueden contar con infinitas reimpresiones en varias lenguas. Por
manera que a ahora las colecciones de periódicos son excelentes memorias
para escribir la historia. Esto aumenta el número de los hechos en que se
pueda fundar el historiador y de que puede aprovecharse con gran fruto con
tal que no confunda el texto con el comentario.
[x]
Al leer algún libro de viajes no debemos buscar el capítulo de países
lejanos, sino de aquellos cuyos pormenores nos sean muy conocidos; esto
proporciona el juzgar con acierto de la obra y a veces no escasa diversión.
Entonces se palpa la ligereza con que se escriben ciertos viajes. Una
población que tenía yo bien conocida, y cuyos alrededores, secos y
pedregosos, había recorrido no pocas veces, la he visto en un libro de
viajes cercada como por encanto de jardines y arroyos; y a otra en que se
habla de las aguas de un río no lejano, como de un bello sueño que algún
día se pudiera realizar, la he visto también en otro libro regalada ya con
la ejecución del hermoso proyecto, o, mejor diré, sin necesidad de él,
pues que el cauce del río estaba junto a sus murallas.
[xi]
He manifestado mucha desconfianza de las obras Póstumas, sobre todo si el
autor no ha podido darles la última mano, dejándolas a persona de muy
segura entereza y que no haya de hacer más que publicarlas. Entre los
muchos ejemplos que se pudieran citar, en que la falsificación ha sido
probada o en que se ha sospechado no sin fuertes indicios, recordaré un
hecho gravísimo, cual es lo que está sucediendo en Francia con respecto a
una obra muy importante: Los pensamientos de Pascal. En el espacio
de dos siglos se han publicado numerosas ediciones de esta obra y ha sido
traducida en diferentes lenguas, y todavía en 1845 están disputando M.
Cousin y M. Faugère sobre pasajes de gran trascendencia. M. Cousin
pretendía haber restablecido el verdadero Pascal, haciendo desaparecer las
enmiendas introducidas en la obra por la mano de Port-Royal, y ahora M.
Faugère ha dado a luz otra edición, de la cual resulta que sólo él ha
consultado el escrito autógrafo, y que M. Cousin, el mismo M. Cousin, se
había limitado, por lo general, a las copias. Fiaos de editores.