Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XXIII

Comunidades religiosas.

Injusticia de ciertas restricciones. Su derecho a la libertad. Razonable opinión del escéptico sobre este punto. Si las comunidades religiosas son cosa esencial en la Iglesia. Se explican los varios sentidos de esta cuestión. Las comunidades religiosas y la sociedad; su historia y porvenir.

     Mi estimado amigo: Ya extrañaba yo que, habiendo dado V. rienda suelta a su imaginación para recorrer todo lo relativo a los dogmas cristianos, sin olvidarse de la moral y del culto, no me hubiese hablado de las comunidades religiosas, siendo éstas una institución predilecta en la Iglesia católica. Los incrédulos apenas saben mentar el catolicismo, sin permitirse algunos ataques contra las comunidades religiosas; y, hablando ingenuamente, me ha sorprendido no poco el hallarle a V. tan moderado en este punto. No dudaba yo de que V. profesase principios de tolerancia y libertad; pero, como la experiencia me ha enseñado que a esos principios de libertad y tolerancia no siempre se les da una rigurosa aplicación, no estaba seguro de que no hiciese V. una excepción en contra de las comunidades religiosas, poniéndolas, por decirlo así, fuera de la ley. Afortunadamente, he tenido el placer de engañarme; y ha sido para mí una particular satisfacción el oír de boca de V. que, aun cuando no profese las doctrinas católicas, ni se sienta inclinado a trocar el bullicio del mundo por el silencio y la soledad de los claustros, no deja de comprender la posibilidad de que otros hombres se hallen en disposición de ánimo muy diferente, y abracen con sinceridad y fervor un sistenia de vida totalmente contrario a las ideas y costumbres mundanas.

     Además, también veo con mucho gusto que V. reconoce la necesidad y la justicia de dejar a cada cual en amplia libertad para abrazar la vida religiosa en el modo y forma que bien le pareciere. Nada tengo que añadir a las siguientes palabras que encuentro en la apreciada de V.: «Nunca he podido comprender en qué se fundan los sistemas restrictivos en lo tocante a la vida religiosa. Los que tienen dinero disfrutan amplia libertad de gastarle como mejor les agrada, y nadie se mete con ellos, aunque lo hagan lo más alegremente del mundo; los aficionados a placeres los gozan sin más restricción que los límites de su bolsillo o sus previsiones higiénicas; los amigos de festines los celebran cuando quieren sin que nadie se lo impida, aunque la algazara de los brindis y el ruido de la orquesta atruenen la vecindad; los que gustan de habitar en espléndidas moradas, y lucir soberbios trenes, lo ejecutan sin más formalidades que la de consultar las existencias de la caja o la longanimidad de los acreedores; ni siquiera falta libertad para la corrupción de costumbres, y las autoridades toleran el libertinaje bajo distintas formas, con tal que no se insulte al decoro público con demasiada impudencia. El pródigo derrama; el codicioso amontona; el inquieto se agita; el curioso viaja; el erudito estudia; el filósofo medita: cada cual vive conforme a sus ideas, necesidades o caprichos. Hay completa libertad para todo el mundo: se forman compañías de comercio; sociedades de fabricantes o de operarios; asociaciones de fomento para este o aquel ramo; sociedades de beneficencia, de ciencias, de literatura, de bellas artes; ¿y no dejaremos en libertad a algunos individuos que creen hacer una obra buena, servir a Dios, ser útiles a sus semejantes, obedecer a una vocación del cielo, reuniéndose bajo determinadas leyes, con tales o cuales obligaciones, con este o aquel objeto? Le repito a V. que jamás he podido comprender esa peregrina jurisprudencia, que restringe una cosa que, si no es buena, es ciertamente inofensiva. Alcanzo sin dificultad que, cuando las comunidades religiosas contaban no sólo con crecido número de individuos, sino también con mucha riqueza, violentásemos algún tanto en su contra los principios de tolerancia y libertad; pero ahora, cuando los peligros de la dominación monástica no son más, hablando entre nosotros, que armas de partido para gritar y revolver, me parece sumamente injusto y hasta impolítico el emplear una violencia opresiva que no conduce a nada. El espíritu de la época no es ciertamente favorable a los institutos monásticos; y me parece que el mundo está más bien amenazado de ser disuelto por el amor de los goces positivos, que esterilizado y helado por el cilicio y los ayunos.» De esta manera me ha evitado V. el trabajo de extenderme en reflexiones sobre este punto, expresando clara y brevemente lo mismo que sienten todos los hombres juiciosos, libres de un espíritu de rencorosa parcialidad. Voy, pues, a contestar rápidamente a las demás preguntas que se sirve V. dirigirme sobre las relaciones de los institutos religiosos con la religión misma y con la sociedad en general.

     Desea V. que le aclare un tanto las ideas sobre la debatida cuestión de si los institutos religiosos son cosa tan esencial en la Iglesia, que no se los pueda combatir sin commover los cimientos del catolicismo; pues que «la variedad que en este punto nos ofrecen la historia y la experiencia, da lugar a encontrados discursos y disputas interminables». Nada más fácil, mi apreciado amigo, que satisfacer en esta parte los deseos de usted; pues creo que, con tal que se aclaren debidamente las ideas, no hay ni puede haber discursos encontrados, ni interminables disputas, ni cuestión de ninguna clase.

     Son cosas esenciales en la Iglesia católica la unidad en la fe, los sacramentos, la autoridad de los pastores legítimos, distribuidos en la conveniente jerarquía, todos bajo el primado de honor y de jurisdicción del sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el Romano Pontífice. Aquí no encuentra V. las comunidades religiosas; y, si por un momento suponemos que han sido todas suprimidas, sin quedar ni una sola sobre la faz de la tierra; la Iglesia permanece aún; vive con sus dogmas, con su moral, con sus sacramentos, con su disciplina, con su admirable jerarquía, con su autoridad divina; esto es verdad, es cierto, indudable; y, si en este sentido se quiere decir que las comunidades religiosas no son esenciales al catolicismo, se afirma una cosa muy sabida, que ningún católico niega ni puede negar. En cuyo caso no hay disputa ni cuestión de ninguna especie. Prosigamos aclarando las ideas.

     En la Iglesia católica hay la fe, que nos enseña sublimes verdades sobre los destinos del hombre, unas terribles, otras consoladoras; hay la esperanza, que nos levanta en sus alas divinas, y nos lleva hacia las regiones celestiales, inspirándonos fortaleza en las adversidades de un momento que sufrimos sobre la tierra, y comunicándonos una santa moderación en la deleznable fortuna que tal vez nos sonríe, haciendo que la veamos en toda su pequeñez, en toda su volubilidad, cuando la comparamos con el bien eterno e infinito a que debemos aspirar; hay la caridad, que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas, inclusos nosotros mismos, que nos hace amar a todos los hombres en Dios y que, por consiguiente, nos inspira el deseo de ser útiles a nuestros semejantes; hay el Evangelio, donde, a más de los preceptos cuyo cumplimiento es necesario para entrar en la vida eterna, se contienen los sublimes consejos de venderlo todo y darlo a los pobres, de llevar una vida casta como los ángeles en el cielo, de despojarse completamente de la propia voluntad, de abrazar la cruz y seguir a Jesucristo sin mirar hacia atrás: hay un espíritu vivificante que ilumina los entendimientos, domina las voluntades, ablanda los corazones, transforma al hombre entero, y le hace capaz de resoluciones heroicas, que ni siquiera podría concebir la humana flaqueza. Todo esto hay en la religión cristiana; y ¿cuál es, cuál debe ser el resultado? Helo aquí: algunos hombres no quieren limitarse al cumplimiento de los mandamientos divinos, y desean tomar por regla de su conducta no sólo los preceptos, sino también los consejos del Evangelio. Recordando las palabras de Jesucristo en que recomienda la oración en común, y promete a los que así lo hagan, su asistencia de un modo particular; recordando las augustas costumbres de la primitiva iglesia, en que los fieles vendían sus propiedades y llevaban su precio a los pies de los Apóstoles; recordando lo muy agradable que es a Dios la virtud de la castidad, lo muy acepta que es a Jesucristo la obediencia, pues que él se hizo obediente hasta la muerte, se reunen para animarse y edificarse recíprocamente; prometen a Dios observar las virtudes de pobreza, castidad y obediencia; ofreciéndole de esta manera en holocausto lo que el hombre tiene de más caro, que es la libertad, y precaviéndose al mismo tiempo contra su propia inconstancia. Los unos se abandonan a las mayores austeridades; otros se entregan a incesante contemplación; otros se dedican a la educación de la niñez; otros a la instrucción de la juventud; otros se consagran al ministerio de la divina palabra; otros al rescate de los cautivos; otros al consuelo y cuidado de los enfermos; y he aquí los institutos religiosos. Sin ellos se concibe la religión; pero ellos son un fruto natural de la religión misma; nacen espontáneamente en el campo de la fe y de la esperanza, bajo el soplo vivificante del amor de Dios. Donde se plantea la religión, allí aparecen; si se los arranca, vuelven a brotar; si se los destroza, sus miembros dispersos sirven de fecunda semilla para que resuciten bajo nuevas formas, igualmente bellas y lozanas.

     Ya ve V., mi apreciado amigo, que, mirada la cosa desde esta altura, desaparecen las cuestiones arriba indicadas. Preguntar si puede haber catolicismo sin comunidades religiosas, es preguntar si donde hay sol que esparce en todas direcciones el calor y la luz, si donde hay un aire vivificante, si donde hay una tierra feraz regada con abundante lluvia, puede faltar la vegetación; preguntar si las comunidades religiosas pueden morir para siempre, es preguntar si los huracanes transitorios que devastan las campiñas, pueden impedir que la vegetación renazca, que los árboles florezcan de nuevo y produzcan sus frutos; que los campos se cubran de mieses. Así nos lo enseña la historia, así nos lo atestigua la experiencia; querer un catolicismo que no inspire a algunos hombres privilegiados el deseo de abandonarlo todo por amor de Jesucristo, de consagrarse a la meditación de las verdades eternas y al bien de sus semejantes, es querer un catolicismo sin el calor de la vida, es imaginarse un árbol endeble, cuyas raíces no penetran en el corazón de la tierra, y que se seca a los primeros ardores del verano, o es arrancado fácilmente al soplo del aquilón.

     Me pregunta V. lo que pienso sobre la utilidad social de las comunidades religiosas, y si creo que bajo este aspecto se les puede otorgar algún porvenir, atendido el espíritu y la marcha de la civilización moderna. Como una carta no permite la amplitud requerida por la inmensa cuestión suscitada con esta pregunta, me limitaré a dos puntos de vista, que espero serán aprovechados por el talento y la ilustración de V.

     Bajo el aspecto histórico, se puede establecer, por regla general, que la fundación de los diferentes institutos religiosos, a más de su objeto cristiano y místico, ha tenido otro eminentemente social, y exactamente acomodado a las necesidades de la época. Si se estudia la historia de las comunidades religiosas teniendo presente esta idea, se la encuentra realizada en todos tiempos y países, de una manera asombrosa. El oriente y el occidente, lo antiguo y lo moderno, la vida contemplativa y la activa: todo ofrece abundantes materiales históricos que comprueban la exactitud de la observación; en todas partes se la encuentra verificada con admirable regularidad.

     Esto pienso sobre la historia de las comunidades religiosas; no me es posible reproducir en una carta las razones y los hechos en que fundo mi opinión; si tiene V. ocio bastante para dedicarse a esta clase de estudios, abandono con entera seguridad la cuestión al buen juicio de V. Ahora voy a presentar en breves palabras el otro punto de vista, relativo al porvenir de dichos institutos.

     Como nosotros creemos que la Iglesia no perecerá, sino que durará hasta la consumación de los siglos, estamos seguros también de que el divino Espíritu que la anima, no la dejará nunca estéril, y que la hará producir no sólo los frutos necesarios para la vida eterna, sino también los que contribuyen a realzar su lozanía y hermosura. Las comunidades religiosas, pues, durarán bajo una u otra forma: ignoramos las modificaciones que ésta podrá sufrir; pero descansamos tranquilos a la sombra de la Providencia.

     Tocante a la utilidad social de las comunidades religiosas en el porvenir, la cuestión es para mi muy sencilla. ¿Pueden ser útiles a la civilización moderna grandes ejemplos de moralidad, el espectáculo de virtudes heroicas, de abnegación y desprendimiento sin límites? ¿Tienen las sociedades modernas grandes necesidades que satisfacer? La educación de la infancia, y muy particularmente la de las clases pobres, la organización del trabajo, el espíritu de asociación para el fomento de los grandes intereses procomunales, las casas de expósitos, las penitenciarias, los establecimientos de corrección, y toda clase de instituciones de beneficencia, ¿dejan de ofrecer problemas sumamente complicados, de presentar gravísimas dificultades, de necesitar el auxilio del desprendimiento, del amor de la humanidad desinteresado y ardiente? Ese desinterés, esa abnegación, ese ardiente amor de la humanidad, sólo pueden nacer de la caridad cristiana; ésta puede obrar de infinitas maneras; pero el secreto para que su acción sea más bien dirigida, más enérgica, más eficaz, es hacer que se personifique en algunas de esas instituciones que se sobreponen a las afecciones particulares, que viven largos siglos como un grande individuo, en el cual no figuran las personas sino como en el cuerpo humano las moléculas que entran y salen incesantemente en el movimiento de la organización.

     Repito que tengo viva esperanza en la utilidad social de las comunidades religiosas. En el porvenir de la civilización moderna se me ofrecen como poderosos elementos de conservación en medio de la destrucción que nos amenaza, como un lenitivo a crueles sufrimientos, como un remedio a males terribles. El egoísmo lo invade todo; y yo no conozco medio más eficaz para neutralizarle, que la caridad cristiana. Los hombres se reunen para ganar, y también para socorrerse por cálculo; yo deseo que se reúnan, además, para auxiliarse con absoluto desprendimiento del interés propio, ofreciéndose en holocausto por el bien de sus semejantes. Esto hacen las comunidades religiosas; y, por esta razón, me prometo mucho de su influencia en el porvenir del mundo. No pueden ser inútiles mientras haya salvajes y bárbaros que civilizar, ignorantes que instruir, hombres corrompidos que corregir, enfermos que aliviar, infortunados que consolar. De usted afectísimo S. S. Q. B. S. M.

J. B.