Por Jaime Balmes
Pasajes
de Leibnitz en favor del dogma católico.
Cumplimiento de sus previsiones. Adoración de las reliquias. Natural extensión del sentimiento a los objetos accesorios. Veneración de los sepulcros. Restos de los hombres ilustres. Abusos. No es culpable de ellos la Iglesia. Nada prueban contra el dogma. Si el culto debe interesar la sensibilidad. Dos movimientos de adentro afuera y de afuera adentro. Naturalidad y utilidad de este culto. Resumen.
Mi
apreciado amigo: Varios extremos contiene la carta de V. en contestación a mi
anterior, y entre ellos noto una indicación en que, sin poner en duda la verdad
de la cita, manifiesta desear que le traslade los pasajes de Leibnitz donde
habla en sentido favorable al dogma católico sobre el culto de los Santos. No
tengo en esto la menor dificultad. Helos aquí: «Piensan los varones prudentes
y piadosos que no sólo se ha de inculcar en el ánimo de los oyentes, sino
también manifestar en cuanto sea posible por signos externos, la diferencia inmensa
e infinita que hay entre el honor que se debe a Dios y el que se tributa a
los Santos: al primero le llaman los teólogos Latría, al segundo Dulía, desde
San Agustín. Itaque censent viri pii et prudentes, dandam esse operam, ut
omnibus modis discrimen infinitum atqueimmensum inter honorem, qui Deo
debetur, et qui Sanctis exhibetur, quorum illum Latriam, hunc Duliam post
Augustinum theologi vocant, non tantum inculcetur audientium ac discentium
animis, sed etiam externis signis, quod licet, ostendatur» (Sistema
teológico).
Por
de pronto tiene V. reconocida por Leibnitz la diferencia de los cultos de
Latría y de Dulía; diferencia que llama nada menos que inmensa, infinita; y
es de advertir que confiesa haber tomado esos términos de los mismos teólogos.
En cuanto a los varones piadosos y prudentes de que habla Leibnitz, puede V. ver
cumplidos sus deseos en todos los escritos católicos, desde la obra más
magistral hasta el más pequeño catecismo, desde la más solemne función de la
Iglesia hasta la más leve ceremonia. Pero no se contenta el ilustre filósofo
con lo que acabamos de ver: se propone defender completamente a los católicos,
y lo hace de la manera siguiente: «En general se ha de tener por cierto que no
se aprueba el culto de los Santos y el de las reliquias, sino en cuanto se
refiere a Dios, y que no debe haber ningún acto de religión que no se resuelva
y termine en honor de Dios omnipotente. Así, cuando se honra a los
Santos, debe entenderse como se dice en la Escritura: honrados han sido tus
amigos, oh Dios; y alabad a Dios en sus Santos. Generaliter tenendum... neque
cultum sanctorum aut reliquiarum probari, nisi quatenus ad Deum refertur,
nullumque religionis actum esse debere, qui in honorem unius omnipotentis Dei
non resolvatur ac terminetur. Itaque cum Sancti honorantur, hoc ita
intelligendum est quemadmodum in Scriptura dicitur: Honorificati sunt amici
tui, Deus; et laudate Dominum in Sanctis ejus.» (Ibid.)
Más
abajo, combatiendo a los que acusan de idolatría el culto de los Santos, les
recuerda la antiquísima costumbre de la Iglesia en celebrar las fiestas de los
mártires, y las reuniones piadosas que en sus sepulcros se tenían desde los
primeros siglos, y continúa con las siguientes observaciones sobremanera
notables: «Es de temer que los que así piensan, abran el camino para destruir
toda la religión cristiana; porque, si desde aquellos tiempos prevalecieron en
la Iglesia horrendos errores, se ayuda en gran manera la causa de los arrianos y
samosatenos, que computan desde aquellos tiempos el origen del error y defienden
que se introdujo a un mismo tiempo el misterio de la Trinidad y la idolatría...
Dejo al juicio del lector el resultado que esto deberá traer. Los ingenios
audaces llevarán más allá sus sospechas, pues se admirarán de que
Jesucristo, que tanto prometió a su Iglesia, haya dejado campear hasta tal
punto al enemigo del género humano; de que, destruida una idolatría, le haya
sucedido otra; y de los diez y seis siglos apenas halle uno o dos en que se haya
conservado bien entre los cristianos la verdadera fe, cuando vemos que la
religión judaica y la mahometana continuaron por muchos siglos bastante puras,
conforme a la institución de sus fundadores. ¿En qué lugar quedará entonces
el dictamen de Gamaliel, que decía deberse juzgar de la religión cristiana y
de la voluntad de la Providencia por el resultado? ¿qué pensaríamos del
cristianismo si no pudiese sufrir la prueba de esa piedra de toque? Verendum
autem est ne qui ita sentiunt viam aperiant ad omnem rem christianam
convellendam, nam si iam ab illis temporibus horrendi errores in Ecclesia
praevaluerunt, arrianorum et samosatenorum causa mirifice iuvatur, qui originem
erroris ab illis ipsis temporibus computant, atque obscure defendunt Trinitatis
mysterium et idololatriam simul invaluisse... Iudicandum cuique relinquo quo res
sit evasura, quinimo procedet ulterius suspicio audacium ingeniorum, mirabuntur
enim Christum promissis tam largum erga suam Ecclesiam, tantum hosti generis
humani indulsisse, ut, una idololatria profligata, succederet alia, et ex
sedecim saeculis vix unum aut duo sint in quibus vera fides utcumque inter
christianos sit conservata, cum iudaicam ac mahometicam religionem videamus tot
saeculis satis puram secundum fundatorum instituta perstitisse. Quo igitur loco
manebit consilium Gamalielis, qui de christiana religione et Providentiae
voluntate ex eventu iudicandum dictitabat; aut quid de ipso christianismo
iudicabitur, si lapidem hunc Lydium parum adeo sustineret?»
Las
reflexiones de Leibnitz debieran ser tomadas en consideración por cuantos
verían con disgusto la extirpación de los restos del cristianismo entre las
sectas protestantes. Por desgracia, las previsiones de este grande hombre se van
realizando en su misma patria de una manera lastimosa. La Alemania está
presentando en la actualidad un espectáculo deplorable: la disolución de las
ideas en materias religiosas ha llegado al último extremo: ahora se coge el
fruto de la semilla esparcida en otras épocas. Se creyó que se podían atacar
los dogmas católicos y guardarse al mismo tiempo del escepticismo, conservando
de la religión cristiana lo que bien pareciese a los falsos reformadores; el
tiempo ha venido a frustrar estas esperanzas de una manera cruel. Una lógica
inflexible ha ido sacando las consecuencias de los principios establecidos;
actualmente, el protestantismo no es ya más que una vana sombra de lo que fue.
La anarquía religiosa ha llegado a su colmo: el escepticismo está haciendo
estragos en todas las clases de la sociedad; y una filosofía nebulosa y
seductora cuida de arraigarle más y más, difundiendo sus doctrinas
panteístas, que en último resultado no son otra cosa que un nuevo disfraz con
que se presenta el ateísmo para excitar menos repugnancia.
Otra
indicación me hace V. sobre la adoración de las reliquias; aunque, según veo,
lo que llevo dicho respecto al culto de los Santos, ha quebrantado mucho en el
ánimo de V. la fuerza de esta última dificultad.
Es
un sentimiento natural al hombre el extender su amor o su veneración a los
objetos que se hallan inmediatos a la persona querida o venerada. Conservamos
con sumo cuidado las prendas que pertenecieron a personas que poseían nuestro
afecto: y sucede con frecuencia que cosas de un valor insignificante lo tienen
inmenso, cuando se las mide por las afecciones del corazón.
Los
cuerpos de los difuntos han sido mirados siempre con una especie de respeto
religioso; y las profanaciones de los sepulcros causan más horror que el
atropello de la habitación de los vivientes. Todos los pueblos han respetado
los sepulcros y los han puesto bajo el amparo de la religión; y, además, el
cadáver de un hombre ilustre ha sido considerado siempre como un tesoro de
mucho valor, digno de que se lo disputasen los pueblos, y tuviesen a dicha y
orgullo la fortuna de poseerlo. Esta veneración se ha extendido a todo cuanto
le perteneciera. Su habitación es conservada cuidadosamente y libertada de las
injurias de los tiempos para que puedan visitarla las generaciones venideras; su
traje, sus utensilios, sus muebles más insignificantes, se enseñan como una
preciosidad, y tienen una estimación superior a todo precio. Santifique V. ese
sentimiento del género humano; purifíquele de cuanto pueda mancillarle;
llévele a un orden sobrenatural por su objeto y su fin, y tiene V. una
explicación filosófica del culto de las reliquias, y se libra de la necesidad
de condenar a las gentes sencillas y no sencillas, que hacen, por motivos
religiosos, lo que hace, hasta en las cosas profanas, todo el género humano. Ya
ve V. que donde se creyera sorprender misterios de superstición, se encuentran
los sentimientos más tiernos y más sublimes de nuestra alma, purificados,
elevados, dirigidos por la religión católica.
Voy
finalmente a contestar a la última pregunta que V. me hace sobre la utilidad
del culto de los Santos, respecto a conservar y promover el espíritu religioso
entre los pueblos. Teme V. que, dándose al culto una dirección sobrado
sensible, se pierda de vista el objeto principal, y se substituyan a lo esencial
de la religión prácticas secundarias. Ante todo conviene advertir que la
Iglesia católica no es culpable de ciertos abusos en que puedan haber caído
algunos fieles. Cuando usted me arguye en este sentido, lejos de debilitar el
dogma católico y la santidad de las prácticas de la Iglesia, me suministra una
nueva razón para defender esas prácticas y el dogma en que se fundan. La
excepción confirma la regla: no hubiera V. notado el abuso, si no fuera general
el buen uso. Mucho antes que V. pensase en ello, había tomado la Iglesia las
convenientes precauciones para evitar todo linaje de abusos, enseñando a los
pueblos el verdadero sentido de las doctrinas católicas, y amonestándolos a
que en semejantes actos procurasen conformarse al espíritu de la Iglesia y a
sus venerables prácticas, con arreglo al ejemplo y enseñanza de sus legítimos
pastores. Si V. insiste en que a pesar de esto ha habido algunos abusos, yo
replicaré que esto es inevitable, atendida la condición de la flaca humanidad;
y le rogaré que me señale una verdad, una costumbre, una institución, por
puras y santas que sean, de que los hombres no hayan abusado repetidas veces.
Dejando, pues, estas excepciones, que nada prueban, sino la debilidad humana,
que, por cierto, no necesita ser probada de nuevo, vamos a la dificultad
principal.
Tan
lejos estoy de creer que pueda ser dañoso a la conservación y fomento de la
religión el que se ofrezcan objetos a la sensibilidad, que antes bien lo
considero útil y hasta necesario. El argumento de V. es de aquellos que, por
probar demasiado, no prueban nada; pues que, sacando las últimas consecuencias
del culto puramente espiritualista que V. desea, llegaríamos a condenar todo
culto externo. Si hay inconveniente en interesar la sensibilidad con el culto,
será preciso desterrar de los templos toda insignia religiosa, la música y
toda especie de canto; y no sólo esto, sino arruinar los templos mismos, pues
que están destinados a conmover al alma por medio de la sensibilidad, con sus
formas magnífiicas e imponentes. De esto resulta con toda evidencia que no se
puede admitir la teoría de V. sin condenar todo culto externo; por
consiguiente, lo único que puede exigirse es que la sensibilidad no traspase
sus límites, y se someta a las leyes que le imponga el verdadero espíritu
religioso.
Es
notable que el espíritu humano está sujeto continuamente a una acción y
reacción. Cuando se halla muy penetrado de una idea o de un sentimiento,
expresa su afección íntima con una forma sensible, y, por el contrario, las
formas sensibles ejercen sobre nuestro espíritu una reacción misteriosa,
excitando y aclarando las ideas, y avivando y enardeciendo los sentimientos. Hay
aquí dos movimientos que se ayudan recíprocamente: uno de dentro hacia fuera,
otro de fuera hacia dentro: resultado natural de la íntima unión del cuerpo
con el espíritu, y expresión de la harmonía establecida por el Criador entre
dos seres tan diferentes, unidos íntimamente con un lazo misterioso.
En
estos principios se funda la razón filosófica de la naturalidad y
utilidad del culto externo. Naturalidad, en cuanto es muy natural al hombre
expresar sensiblemente sus pensamientos y sentimientos; utilidad, en cuanto esas
expresiones sensibles tienen la propiedad de aclarar y conservar los
pensamientos, y excitar y enardecer los sentimientos. Ahora bien: presentada la
cuestión desde este punto de vista, se descubre a la primera ojeada la inmensa
utilidad del culto de los Santos. En él se despliegan los sentimientos más
naturales del corazón, se pone el hombre en comunicación con la divinidad por
medio de seres que fueron un día frágiles como él, y que, aun ahora, son de
su misma naturaleza. Les habla su lenguaje, les cuenta sus penas, los interesa
para que le ayuden en su desventura; y al darles gracias por algún favor
conseguido, como que se propone hacerlos participantes de su dicha. Esto, sin
dejar de ser muy puro y muy santo, acomoda en cierta manera la sublimidad de la
religión a la flaqueza humana: los misterios más altos se graban en la memoria
con formas sensibles, y el cristiano encuentra en los Santos un dulce atractivo
para la devoción, y hermosos modelos de donde puede tomar reglas seguras para
dirigir su conducta.
Estas
consideraciones son suficientes para desvanecer las dificultades que le
presentaban a V. los dogmas católicos desde un punto de vista falso; por ellas
se habrá V. convencido de que no confundimos lo principal con lo accesorio, ni
lo esencial con lo accidental. Dios, Ser infinito, origen de todo, fin de todo,
término final de todo culto; Jesucristo, Dios y hombre, redentor del humano
linaje, en cuyo nombre esperamos salvarnos; los Santos, amigos de Dios, unidos
con nosotros por el vínculo de la caridad e intercediendo por nosotros; el
hombre, compuesto de cuerpo y alma, expresando sensiblemente lo que experimenta
en su espíritu, y fomentando sus afecciones interiores con objetos sensibles;
Dios, Jesucristo, principales objetos de nuestro culto; los Santos, objeto de
nuestra veneración en cuanto están unidos con Dios y con Jesucristo, Dios y
hombre: he aquí en resumen las grandes ideas del catolicismo en materia de
culto. Examínelas V. bajo todos los aspectos y nada encontrará en ellas que no
sea razonable, justo, santo, digno de una religión divina. De V. afectísimo y
S. S. Q. B. S. M.
J.
B.