Por Jaime Balmes
La
felicidad en la tierra.
Justos e injustos. Dificultad. Preocupación general sobre la fortuna de los malos. Males generales. Alcanzan a todos. La virtud es más feliz. Leyes físicas y morales. Se debe prescindir de excepciones. Los criminales que caen bajo la ley. Los que la evitan. Ilusión de su dicha. Parangón de buenos y malos. De ambas clases los hay felices e infelices. La diferencia en la desgracia. La preocupación en contradicción con los proverbios. Los ambiciosos violentos. Su suerte. Los intrigantes. Sus padecimientos. El avaro. El pródigo. El disipador. Harmonía de la virtud con todo lo bueno. Hay justicia sobre la tierra.
Mi
estimado amigo: La discusión sobre las penas del purgatorio le ha recordado a
V. el sufrimiento de los justos, y le hace encontrar dificultad en que todavía
hayan de estar sujetos a nuevas expiaciones los que tantas y tan duras las
padecen en la vida presente. «La virtud, dice V., está demasiado probada sobre
la tierra, para que sea necesario que pase por un nuevo crisol en las penas de
otro mundo. En esta tierra de injusticias e iniquidades, no parece sino que todo
se halla trastornado, y que, reservada para los perversos la felicidad, se
guardan para los virtuosos todo linaje de calamidades e infortunios. Por cierto
que, si no tuviera el propósito firme de no dudar de la Providencia para no
quemar las naves en todo lo tocante a las cosas de la otra vida, mil veces
habría vacilado sobre este punto, al ver la desgracia de la virtud y la
insolente fortuna del malvado. Quisiera que me respondiese V. a esta dificultad,
no contentándose con ponerme delante de los ojos el pecado original y sus
funestos resultados: porque, si bien podrá ser verdad que ésta sea una
solución satisfactoria, no lo es para mí, que dudo de todos los dogmas de la
religión incluso el de la degeneración primitiva.» No tenga V. cuidado que yo
olvide la disposición de ánimo de mi contrincante, y que le arguya fundándome
en principios que todavía no admite. Efectivamente: el dogma del pecado
original da lugar a muy importantes consideraciones en la cuestión que nos
ocupa; pero quiero prescindir absolutamente de ellas, y atenerme a principios
que V. no puede recusar.
Desde
luego me parece que en la presente cuestión supone V. un hecho que, si no es
falso, es cuando menos muy dudoso. Poco importa que la opinión de V. se halle
acorde con la vulgar; yo creo que en esto hay una preocupación infundada, que,
por ser bastante general, no deja de ser contraria a la razón y a la
experiencia. Supone V., como tantos otros, que la felicidad en esta vida se
halla distribuida de tal suerte, que les cabe a los malos la mayor parte,
llevándose los virtuosos la más pequeña, acibarada, además, con abundantes
sinsabores e infortunios. Repito que considero esta creencia como una
preocupación infundada, incapaz de resistir el examen de la sana razón.
Ya
se ha observado que los virtuosos no pueden eximirse de los males que afectan a
la humanidad en general, si no se quiere que Dios esté haciendo milagros
continuos. Si van muchas personas por un camino de hierro, y entre ellas se
encuentra una o más de señalada virtud, claro es que, si sobreviene un
accidente, Dios no ha de enviar un ángel para que ponga en salvo de una manera
extraordinaria a los viajeros virtuosos. Si pasan dos hombres por la calle, uno
bueno, otro malo, y se desploma una casa sobre sus cabezas, los dos quedarán
aplastados: las paredes, vigas y techumbres, no formarán una bóveda sobre la
cabeza del hombre virtuoso. Si un aguacero inunda los campos y destruye las
mieses, entre las cuales se hallan las de un propietario virtuoso, nadie
exigirá de la Providencia que, al llegar las aguas a las tierras del hombre
justo, formen un muro, como en otro tiempo las del mar Rojo. Si una epidemia
diezma la población de un país, la muerte no ha de respetar a las familias
virtuosas. Si una ciudad sufre los horrores de un asalto, la soldadesca
desenfrenada no dejará de atropellar la casa del hombre justo, como atropella
la del perverso. El mundo está sometido a ciertas leyes generales que la
Providencia no suspende sino de vez en cuando; y que, por lo común, envuelven
sin distinción a todos los que se hallan en las circunstancias a propósito
para experimentar sus resultados. Sin duda que, a más de las exenciones
abiertamente milagrosas, tiene la Providencia en su mano medios especiales con
que libra al justo de una calamidad general o atenúa su desgracia; pero quiero
prescindir de estas consideraciones, que me llevarían al examen de hechos
siempre difíciles de averiguar, y, sobre todo, de fijar con precisión; admito,
pues, sin repugnancia, que todos los hombres justos e injustos están igualmente
sometidos a los males generales de la humanidad, ora provengan de la naturaleza
física, ora dimanen de infaustas circunstancias sociales, políticas o
domésticas. No creo que pretenda V. hacer por este motivo un cargo a la
Providencia; pues le considero demasiado razonable para exigir milagros
continuos que perturben incesantemente el orden regular del universo.
Aparte,
pues, las desgracias generales que alcanzan a los malos como a los buenos,
según las circunstancias en que unos y otros se encuentran, y de las que no
puede decirse que afectan más a los buenos que a los malos, veamos ahora si es
verdad que la dicha se halle repartida de tal modo, que su mejor parte sea
patrimonio del vicio. Yo creo, por el contrario, que, aun prescindiendo de
beneficios especiales de la Providencia, las leyes físicas y morales del mundo
son de tal naturaleza, que por sí solas, abandonadas a su acción natural y
ordinaria, distribuyen de tal modo la dicha y la desdicha, que los hombres
virtuosos son incomparablemente más felices, aun en la tierra, que los viciosos
y malvados.
Convendrá
V. conmigo en que el juicio sobre los grados de felicidad o desdicha no ha de
fundarse en casos particulares, sino que debe estribar en el orden general, tal
como resulta, y ha de resultar necesariamente, de la misma naturaleza de las
cosas.
El
mundo está ordenado tan sabiamente, que la pena, más o menos clara, más o
menos sensible, va siempre tras el delito. Quien abusa de sus facultades
buscando placer, encuentra el dolor; quien se desvía de los eternos principios
de la sana moral para proporcionarse una felicidad calculada sobre el egoísmo,
se labra por lo común su desventura y ruina.
No
necesito hablar de la suerte que cabe a los grandes delincuentes, entregados a
crímenes que puede alcanzar la acción de la ley. El encierro perpetuo, los
trabajos forzados, la exposición a la vergüenza pública, un afrentoso
patíbulo: he aquí lo que encuentran en el término de una carrera azarosa,
llena de peligros, de sobresalto, de raptos de cólera y desesperación, de
sufrimientos corporales, de calamidades y catástrofes sin cuento. Una vida y
muerte semejantes nada tienen de feliz; en la embriaguez del desorden y del
crimen esos desventurados quizás se imaginan que llegan a gozar; pero
¿llamaremos verdadero goce al que resulta del trastorno de todas las leyes
físicas y morales, y que se pierde como una gota imperceptible en la copa de
angustias y de tormentos agotada hasta las heces? Supongo, pues, que, cuando
habla V. de la dicha de los malvados, no se refiere a los que caen bajo la
acción de la justicia humana, sino que trata de aquellos que, mientras faltan a
sus deberes atropellando los altos fueros de la justicia y de la moral, insultan
a sus víctimas con la seguridad de que disfrutan, albergándose tal vez bajo
doradas techumbres, en el esplendor de la opulencia y en los brazos del placer.
No
niego que, examinada la cosa superficialmente, hay algo que choca e irrita en la
felicidad de esos hombres; no desconozco que, ateniéndose a las apariencias, no
penetrando en el corazón de semejante dicha, y sobre todo limitándose a casos
particulares, y no extendiendo la vista como debe extenderse en esta clase de
investigaciones, se queda uno deslumbrado, y asaltan al espíritu los terribles
pensamientos: «¿Dónde está la Providencia; dónde está la justicia de
Dios?» Pero tan pronto como se medita algún tanto, y se toma el verdadero
punto de vista, la ilusión desaparece, y se descubren el orden y la harmonía
reinando en el mundo con admirable constancia.
Aclaremos
y fijemos las ideas. Me citará V. un hombre vicioso, y quizás perverso, que al
parecer disfruta de felicidad doméstica, y obtiene en la sociedad una
consideración que está muy lejos de merecer; sea en buena hora; no quiero
entrar en disputas sobre lo que esta felicidad doméstica encierra de real o de
aparente, y sobre la dicha interior que producen consideraciones no merecidas;
quiero suponer que la felicidad sea verdadera, y que el goce que resulta de la
consideración sea íntimo, satisfactorio; pero tampoco podrá V. negarme que,
al lado de este hombre vicioso y perverso, se nos presentan otros, honrados y
virtuosos, que disfrutan igual felicidad doméstica, y obtienen una
consideración no inferior a la de aquél. Esta observación basta para
restablecer el equilibrio y destruye por su base el hecho que V. daba por seguro
de que el vicio es dichoso y la virtud desgraciada. Me presentará V. quizás un
hombre dotado de grandes virtudes y oprimido con el peso de grandes infortunios:
enhorabuena; pero yo puedo mostrarle a V. el reverso de la medalla, y ofrecerle
otro hombre inmoral, afligido con infortunios no menores: y henos aquí otra vez
con el equilibrio restablecido. La virtud se nos presenta infortunada; pero a su
lado vemos gemir el vicio agobiado con el mismo peso.
Ya
puede V. notar que no aprovecho todas las ventajas que me ofrece la cuestión, y
que le dejo a V. en el terreno más favorable; pues que supongo igualdad de
sufrimiento en igualdad de circunstancias infortunadas, y prescindo de la
desigualdad que naturalmente debe resultar de la diferente disposición interior
de los que sufren la desgracia: lo que para el uno es consuelo, para el otro es
remordimiento.
Échase
de ver fácilmente que con semejante estadística de paralelos no resolveríamos
cumplidamente la cuestión; y que no podría citarse un caso en un sentido sin
que se ofreciese otro parecido o igual en el sentido contrario. Observaré, no
obstante, que a pesar de la preocupación que hay en este punto, y que llevo
confesada desde el principio, la constante experiencia del infeliz término de
los hombres malos ha producido la convicción de que, tarde o temprano, les
alcanza la justicia divina, y el buen sentido del pueblo ha consignado esta
verdad en proverbios sumamente expresivos. El vulgo habla incesantemente de la
fortuna de los malos y desgracia de los buenos; pero siguiendo la conversación
se le sorprende a cada paso en contradicción manifiesta, cuando refiere la
maldición del cielo que ha caído sobre tal o cual individuo, sobre tal o cual
familia, y anuncia las desgracias que no pueden menos de sobrevenir a otras que
nadan en la opulencia y en la dicha. Esto ¿qué prueba? Prueba que la
experiencia es más poderosa que la preocupación; y que el prurito de quejarse
continuamente, de murmurar de todo, inclusa la Providencia, desaparece siquiera
por momentos, ante el imponente testimonio de la verdad, apoyado en hechos
visibles y palpables.
Los
que desean elevarse a grande altura sin reparar en los medios, no suelen
encontrar la felicidad que apetecen. Si se arrojan a grandes crímenes
conspirando contra la seguridad del Estado, en vez de conseguir su objeto,
labran su propia ruina. Se puede asegurar que, para uno afortunado, hay cien
desgraciados que sucumben sin realizar su designio; así lo enseña la historia,
así nos lo muestra la experiencia de todos los días. Los hombres que quieren
medrar trastornando el orden público, están condenados a incesantes
emigraciones, y muchos acaban por perecer en un cadalso.
Hay
ambiciones que se alimentan de intrigas y bajezas, que no tienen el arrojo
necesario para el crimen, y que, por consiguiente, pueden medrar sin grandes
riesgos para la seguridad personal. Es cierto que algunas veces esos hombres,
que suplen al vuelo del águila con la lenta tortuosidad del reptil, adelantan
mucho en su fortuna, sin sufrir ninguna de aquellas terribles expiaciones a que
están expuestos los que se lanzan por el camino de la violencia; pero ¿quién
es capaz de contar los sinsabores, los pesares, las humillaciones vergonzosas
que han debido de sufrir para llegar al colmo de sus deseos? ¿quién podría
pintar los temores y el sobresalto en que viven recelosos de perder lo que han
conseguido? ¿quién alcanza a describir las alternativas dolorosas por que han
tenido que pasar y están pasando continuamente, según se inclina hacia ellos,
o se retira en dirección opuesta, la gracia del protector que los ha
encumbrado? ¿y qué idea debemos formarnos, en tal caso, de la felicidad de
esos hombres, mayormente si consideramos cuánto ha de atormentarlos la memoria
de sus villanías, y el remordimiento por los males que tal vez han causado a
hombres beneméritos y a familias inocentes? La dicha no está en lo exterior,
sino en lo interior; el hombre más rico, el más opulento, más considerado,
más poderoso, será infeliz, si su corazón está destrozado por una pena
cruel.
Quien
ama con exceso las riquezas hasta el punto de olvidar sus deberes con tal que
pueda adquirirlas, en vez de lograr la felicidad, se acarrea la desdicha. Los
hombres que para adquirir riquezas faltan a las leyes de la moral, se dividen en
dos clases: unos trabajan simplemente por amontonarlas, y gozarse en la
posesión de su tesoro; otros desean tenerlas para disfrutar el placer de
gastarlas con lujosa profusión. Aquellos son los avaros; éstos son los
pródigos. Veamos qué felicidad se encuentra por ambos caminos.
El
avaro disfruta un momento al pensar en las riquezas que posee, al contemplarlas
en cautelosa soledad lejos de la vista de los demás hombres; pero este placer
es amargado con innumerables sufrimientos. La habitación estrecha, desaseada,
incómoda, bajo todos sentidos; los muebles pobres y viejos; el traje raído,
mugriento, y recordando modas que pasaron hace largos años; la comida mala,
escasa y pésimamente condimentada; la vajilla miserable y rota; los manteles
sucios; frío en invierno; calor en verano; aborrecido de sus amigos y deudos;
despreciado y ridiculizado por sus sirvientes; maldito por los pobres; sin
encontrar en ninguna parte una mirada afectuosa, ni oír una palabra de amor ni
un acento de gratitud: ésta es la dicha del avaro. Si V. la desea, yo por mi
parte no pienso envidiársela.
El
pródigo no padece lo que el avaro; disfruta largamente, mientras hay dinero y
salud; y, si llega a sus oídos el acento de las víctimas de su injusticia,
experimenta algún consuelo con la expresión de gratitud de los que reciben sus
favores. Pero, a más del remordimiento que siempre acompaña a los bienes mal
adquiridos, a más del descrédito que consigo traen los procedimientos
injustos, a más de las maldiciones que está condenado a escuchar quien se ha
enriquecido a costa ajena, tiene la prodigalidad inconvenientes
característicos, que al fin acaban por hacer desgraciado al que se había
prometido ser feliz con la profusión de sus riquezas. Los placeres a que
conduce la misma prodigalidad, estragan la salud, turban la paz doméstica,
deshonran muchas veces a los ojos de la sociedad, y acarrean disgustos de mil
clases. Por fin, hay en pos de estos males uno que viene a completarlos: la
pobreza. Éstos no son cuadros ficticios, son realidades que encontrará V. por
dondequiera, son ejemplos positivos a los que no falta otra cosa que nombres
propios.
La
inmoralidad en el goce de los placeres de la vida está muy lejos de acarrear la
felicidad a quien los disfruta. Esta es una verdad tan conocida, que es difícil
insistir en ella sin repetir lugares comunes, que han llegado a ser vulgares.
Las obras de medicina y de moral están llenas de avisos sobre los
inconvenientes de la destemplanza: las enfermedades de todas especies; la vejez
prematura; la abreviación de la vida; padecimientos superiores a toda
ponderación: he aquí los resultados de una conducta desarreglada.
Una
mesa opípara, en magníficos salones, servida con lujo y esplendor, en
brillante sociedad, en la algazara de los alegres convidados, seguida de los
brindis, de festejos, de orquesta, de placeres de todos géneros, es ciertamente
un espectáculo seductor: he aquí, mi estimado amigo, una felicidad
incomparable, ¿no es verdad? Pues aguarde V. un poco; deje que la música
termine, que se apaguen las bujías, los quinqués y las arañas, y que los
convidados se retiren a descansar. Mientras el hombre sobrio y arreglado duerme
tranquilamente, los criados del hombre feliz corren azorados por la casa; unos
preparan bebidas demulcentes, otros disponen el baño; éstos salen
precipitadamente en busca del facultativo, aquéllos golpean sin piedad la
puerta del farmacéutico: ¿qué ha sucedido? Nada; la felicidad de la mesa se
ha trocado en dolores agudísimos. El hombre venturoso no encuentra descanso ni
en la cama, ni en el sofá, ni en la butaca, ni en el suelo: un frío sudor
baña sus miembros; su faz está cadavérica, sus ojos desencajados, sus dientes
rechinan, y clama a grandes gritos que se muere. Éstos son los
percances de tamaña felicidad: para conocer cuán bien contrapesan semejantes
padecimientos el placer de breves horas, sería bueno consultar al paciente y
preguntarle si no renunciaría gustoso a todos los placeres y festines del
mundo, con tal que pudiese aliviarse algún tanto en los dolores que sufre.
Interminable
sería si quisiese continuar el parangón entre los resultados del vicio y de la
virtud; pero no intento repetir lo que se ha dicho ya mil veces, y que V. sabe
tan bien como yo. Baste observar que la felicidad no está en las apariencias,
sino en lo más íntimo del alma: al hombre que experimenta agudos dolores, que
vive agobiado de pesares, devorado por una tristeza profunda, o lentamente
consumido por un tedio insoportable, ¿de qué sirve la magnificencia de un
palacio, ni el brillo de los honores, ni el incienso de la lisonja, ni la fama
de su nombre? La dicha, repito, está en el corazón; quien no tiene en el
corazón la dicha, es infeliz, sean cuales fueren las apariencias de ventura de
que se halle rodeado. Ahora bien; en el ejercicio de la virtud están
harmonizadas las facultades del hombre, en sus relaciones consigo mismo, con sus
semejantes, con Dios, así con respecto a lo presente como a lo futuro; el vicio
trastorna esta harmonía, perturba al hombre interior haciendo que la razón y
la voluntad sean esclavas de las pasiones, debilita la salud, acorta la vida con
los placeres de los sentidos, altera la paz doméstica, destruye la amistad,
sacrifica lo futuro a lo presente; así el hombre marcha, por un camino de
remordimiento y de agitación, hacia el umbral del sepulcro, donde no espera ni
puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus
desórdenes. La felicidad de un ser no puede consistir en la perturbación de
las leyes a que se halla sometido por su propia naturaleza; las del orden
natural se hallan acordes con las del moral; quien las infringe, paga su
merecido; en vez de felicidad, encuentra terribles desventuras.
Ya
ve V., mi querido amigo, que no es tan cierto como V. creía que la felicidad de
la tierra sea únicamente para los malos, y la desdicha para solos los buenos:
tengo por indudable que, si se pudiesen pesar en una balanza los grados de
felicidad que se reparten entre la virtud y el vicio, pesarían mucho más los
de aquélla que los de éste, y que le cabe al vicio una cantidad de
sufrimientos incomparablemente mayor que los que experimenta la virtud. Sí: hay
justicia también sobre la tierra: Dios ha querido permitir muchas iniquidades;
ha querido que a veces disfrute el malvado una sombra de felicidad; pero ha
querido también que aun en esta vida se palpase la terrible ley de expiación,
y a esto hacen contribuir los mismos medios de que se vale el perverso para
labrar su ventura. Queda de V. afectísimo y seguro servidor Q. S. M. B.
J.
B.