Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XIII

La humildad.

Equivocaciones de un escéptico. Dicho de Santa Teresa. Pasaje de San Francisco de Sales. Cómo debe entenderse la humildad. Cuán agradable es la humildad a los ojos del mundo.

     Mi estimado amigo: Ya veo yo que es empeño inútil el de obligarle a V. a una discusión seguida sobre los dogmas de la religión y los principios en que se fundan, pues que, fiel a su sistema de no atenerse a ningún sistema, y guardando inviolablemente la regla de su método, que es no observar ninguno, revolotea como mariposa de flor en flor, de suerte que, cuando le creía uno engolfado en alguna cuestión capital y decidido a continuar por largo tiempo el ataque empezado contra un punto de las murallas de la ciudad santa, levanta de improviso los reales, se aposenta en otro campo, y desde allí amenaza abrir nueva brecha, esperando que yo acuda a defender el punto atacado, para luego dirigirse a otra parte y fatigarme inútilmente sin obtener el resultado que deseo. Pero digo mal cuando afirmo que me he fatigado inútilmente; porque, si bien es verdad que no me ha sido posible hasta ahora apartarle a V. de su error, porque se ha resistido siempre a sujetarse al trabajo de una discusión sostenida con el debido orden y encadenamiento, me lisonjeo, no obstante, de que habré logrado desvanecerle a V. algunas preocupaciones, que sin duda le habrían obstruido el paso en el camino de la fe, si es que algún día, ilustrado su entendimiento por inspiraciones superiores, movido su corazón por la gracia del Señor, se resuelve a emprenderle con seriedad, rompiendo las trabas que le detienen, y saliendo del infeliz estado en que se encuentra, y en que espero no le ha de sorprender la hora de la muerte.

     Disimulándome V. el preámbulo, que quizás calificará de importuno y que yo considero como importunidad saludable, voy a responder a las dificultades que me propone V. sobre una de las virtudes más encarecidas por la religión cristiana. Alégrome en gran manera de que hayamos salido de las disputas que eran objeto de la carta anterior; porque, si bien versaba sobre asunto muy transcendental y de altísima importancia, la materia era de suyo tan delicada y vidriosa, que es preciso andar siempre midiendo las palabras y en busca de expresiones que, dejando traslucir la verdad, cubran con tupido velo cuanto pudiera ofender las buenas costumbres y las delicadas consideraciones debidas al pudor. Al fin la humildad es cosa sobre la cual es lícito hablar sin rodeos, no habiendo el peligro de que una palabra poco mesurada haga salir los colores al rostro.

     Algo volteriano está V. cuando habla de la virtud de la humildad, y le aplica irónicamente el dictado de sublime que los cristianos nos complacemos en tributarle. Según parece, se ha formado V. ideas muy equivocadas sobre la naturaleza de dicha virtud, pues que llega a asegurar que, por más que lo desease, le sería imposible el ser humilde a la manera que lo exigen los libros de mística, por la sencilla razón de que no cree permitido el engañarse a sí mismo, y de que, aun cuando se esforzase en ello, tampoco le sería dado conseguirlo. Gana de reír me ha dado el que V. se imagine haberme propuesto una dificultad insoluble, con aquello de que no le es posible persuadirse de que sea el más estúpido entre los hombres, pues que está viendo tantos otros que evidentemente no poseen los pocos o muchos conocimientos que a V. le han proporcionado la educación y la instrucción, ni tampoco que sea el más perverso entre los mortales, supuesto que ni roba, ni asesina, ni comete otros actos a que se arrojan algunos de sus semejantes; y que, sin embargo, si escuchamos la doctrina de los místicos, ésta es la perfección de la humildad y a ella llegaron los santos más distinguidos, más adelantados en esta virtud. No tengo tampoco inconveniente en que V. no se encuentre de humor para andarse, como dice, por esas calles haciendo el loco, con el fin de que los demás le desprecien, y tener así ocasión de ejercer la humildad; pero lo que extraño es que tales argumentos los repute usted por invencibles, y que cante de antemano la victoria, intimándome que, o es preciso tragar los absurdos que de estas máximas y ejemplos resultan, o condenar las vidas de grandes santos y echar al fuego las obras de los místicos más afamados. Paréceme que el dilema no es tan perfecto que no deje salida; antes creo que ni será preciso devorar absurdos, ni tampoco entregarse al repugnante oficio del ama de D. Quijote y del cura de su lugar.

     Usted, que se precia de caballeroso, creo que no estará reñido con Santa Teresa de Jesús, a quien, si reputa por ilusa, al menos no podrá dejar de tributarle el merecido elogio por sus eminentes virtudes, por su alma cándida, su bellísimo corazón, su talento claro y penetrante, y su pluma tan amable como sublime A esta Santa ya sabe V. que algo se le alcanzaba de achaque de virtudes cristianas, y que, con lo mucho que había meditado y leído, y consultado, además, con hombres sabios, o, como ella dice, grandes letrados, debía de saber en qué consistía la humildad, y cómo era entendida y explicada esta virtud en el seno de la Iglesia Católica. Y ¿cree V. que la Santa pensaba que para ser humilde era preciso comenzar engañándose a sí propia? Apostaría yo que V. no acierta en la definición que da de la humanidad; definición admirable, y que, preciso me es decirlo, parece excogitada a propósito para contestar a las dificultades de V. Refiere la Santa que no comprendía por qué la humildad era tan agradable a Dios, y que, discurriendo un día sobre este punto, alcanzó que era así, porque la humildad es la verdad. Ya ve V. que no se trata de engaño, y que tan distante está de obligarnos a él la humildad, que antes bien con ella disipamos el engaño: porque su mérito más sólido, el título por el cual es agradable a Dios, es el ser verdad.

     Desenvolveré en pocas palabras esa hermosa sentencia de Santa Teresa de Jesús; y no necesitaré más que esta luminosa observación de la Santa para hacerle comprender a V. lo que es la humildad, en sus relaciones con nosotros mismos, con Dios y con el prójimo.

     ¿Está en oposición con la virtud de la humildad el que reconozcamos las buenas dotes naturales o sobrenaturales con que Dios nos ha favorecido? No, antes al contrario: revuelva V. todas las obras de los teólogos escolásticos y místicos, y a todos los encontrará de acuerdo en que dicha virtud no se opone a semejante conocimiento. Quien experimenta a cada paso que comprende con mucha facilidad cuanto lee u oye, que le basta fijar su meditación sobre las cuestiones más abstrusas para que se le presenten desde luego claras y despejadas, no hay inconveniente en que se halle interiormente convencido de que Dios le ha dispensado este señalado favor; más diré, le es imposible dejar de abrigar esta convicción, que tiene por objeto un hecho que está presente a su ánimo y de que le asegura su conciencia propia, como que es una serie de actos que acompañan de continuo su existencia, que constituyen su vida intelectual, aquella vida íntima de que estamos tan ciertos como de la existencia de nuestro cuerpo. ¿Podrá V. figurarse que Santo Tomás estuviese persuadido de que era tan ignorante como los legos de su convento? San Agustín ¿era posible que creyese conocer tan poco la ciencia de la religión como el último del pueblo a quien la explicaba? San Jerónimo, que tan aventajados conocimientos poseía en las lenguas sabias y en cuanto es menester para interpretar atinadamente la Sagrada Escritura, ¿diremos que en su interior no estaba penetrado de que poseía más que medianamente el griego y el hebreo, y de que sus investigaciones con que se remontaba hasta las fuentes de la erudición habían sido del todo infructuosas? No; no dicen los cristianos tales disparates. Una virtud tan sólida, tan hermosa, tan agradable a los ojos de Dios, no puede exigir de nosotros tamañas extravagancias; no puede exigir que cerremos los ojos para no ver lo que es más claro que la luz del día.

     Bien entendida la humildad, trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría, puede interiormente reconocerlo así; pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios, y que a Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad. Debe, al propio tiempo, considerar que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que, teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran poseído los otros, si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que está sometida la humanidad, y que cuantos más sean los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y el mal, tanto más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha hecho objeto de su bondadosa munificencia. Quien tenga virtudes, no hay inconveniente en que lo reconozca así, confesando, al propio tiempo, que son debidas a particular gracia del cielo; que, si no comete las maldades a que se arrojan otros hombres, es porque Dios le tiene de su mano; que, si hace el bien y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que, si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos, causándole horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, mas no para engreírse, supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria que le corresponde.

     Oiga V. sobre este particular al gran Santo, al hombre que tan alto se levantó en todas las virtudes cristianas, especialmente en la de la humildad: a San Francisco de Sales, y vea V. cómo no sólo conviene en que es lícito reconocer los bienes que nosotros tenemos, sino también en que es permitido, y muchas veces saludable, el fijar sobre ellos la atención, el pararse detenidamente a considerarlos.

     «Pero tú desearás, Filotea, que te conduzca más adelante en la humildad; porque lo que de ella hasta aquí he tratado, más parece sabiduría que humildad. Paso, pues, adelante: muchos no quieren ni se atreven a pensar y considerar en particular las gracias y mercedes que Dios les ha hecho, temerosos de dar en la vanagloria y complacencia, en lo cual ciertamente se engañan; porque, como dice el grande Doctor Angélico, el verdadero medio de llegar al amor de Dios es la consideración de sus beneficios, porque, cuanto más los conociéramos, tanto más le amaremos; y, como los beneficios particulares mueven más particularmente que los comunes, así también deben ser considerados más atentamente. Es cierto que nada nos puede humillar tanto delante de la misericordia de Dios como la muchedumbre de sus beneficios: ni nada nos puede humillar tanto delante de su justicia como la multitud de nuestras maldades. Consideremos lo que ha hecho por nosotros, y lo que nosotros hemos hecho contra él, y, como consideramos por menudo nuestros pecados, consideremos así por menudo sus gracias. No hay que temer que el conocimiento de lo que ha puesto en nosotros nos desvanezca, con tal que atendamos a esta verdad: que cuanto hay bueno en nosotros, no es nuestro. ¿Los mulos, dime, dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de muebles preciosos y olores de príncipes? ¿Qué tenemos nosotros bueno, que no hayamos recibido? Y si lo hemos recibido ¿por qué nos queremos ensoberbecer? (I ad Cor., VI, 7.) Al contrario, la viva consideración de las mercedes recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento; pero, si viendo los beneficios que Dios nos ha hecho nos llegase a inquietar cualquiera suerte de vanidad, el remedio infalible será recurrir a la consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones y de nuestras miserias. Si consideramos lo que hacíamos cuando Dios no estaba con nosotros, conoceremos que lo que hacemos cuando nos acompaña no es de nuestra industria ni de nuestra cosecha. Alegrarémonos verdaderamente y regocijarémonos porque tenemos algún bien; pero glorificaremos sólo a Dios, como autor de él. Así la Santísima Virgen confesó que Dios obró en ella cosas grandes; pero esto fue por humillarse y engrandecer a Dios: 'Mi alma, dice, engrandece al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes.'» (Luc., I, 46, 49.) (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte V, cap. 5º).

     No cabe testimonio más concluyente en favor de la doctrina que andaba exponiendo; ya ve V. que no se trata de engañarse a sí mismo, sino de conocer las cosas tales como son en sí. «Entonces, me objetará V., ¿cómo es que los grandes Santos digan a boca llena que son los mayores pecadores del mundo, que son indignos de que la tierra los sostenga, que son los más ingratos entre los hombres?» Entienda V. el verdadero sentido de estas palabras, advierta que andan acompañadas de un sentimiento de profunda compunción; que son pronunciadas en momentos en que el espíritu se anonada en presencia del Criador; y echará V. de ver que son susceptibles de interpretación muy razonable. Aclarémoslo con un ejemplo. Cuando Santa Teresa de Jesús decía que era la mayor pecadora de la tierra ¿deberemos pensar que ella creyese ser culpable de los delitos de las mujeres más perdidas, cuando le constaba muy bien la pureza de su cuerpo y alma, cuando sabía los inefables beneficios con que el Señor la estaba favoreciendo? Claro es que no. Más diré. ¿Debemos suponer que se creyese con un solo pecado mortal en la conciencia? Es cierto que no; pues de lo contrario no se hubiera atrevido a recibir el augusto Sacramento del Altar, que, sin embargo, recibía con tanta frecuencia y con tales éxtasis de gratitud y de amor. Ahora bien: la Santa no ignoraba que en el mundo había muchas personas culpables de pecados graves y gravísimos a los ojos de Dios; ella era la primera en deplorarlo y en rogar al cielo que se dignase mirar a aquellos desgraciados con ojos de misericordia; luego, cuando aseguraba que era la mujer más pecadora de la tierra, no podía entenderlo en un sentido riguroso tal como V. parece quererlo interpretar. ¿Qué significaba, pues? Helo aquí muy sencillamente. Asistamos a una de las escenas que se representaban en su espíritu, y comprenderemos perfectamente el sentido de las palabras que son para V. piedra de escándalo. Puesta en presencia de Dios con fe viva, con caridad ardiente, con el corazón contrito y humillado, examinaría los recónditos pliegues de su corazón y observaría de vez en cuando algunas ligeras imperfecciones que no habían sido consumidas todavía por el luego del divino amor; recordaría también los tiempos pasados en los que, no obstante de ser ya muy virtuosa, no había entrado de lleno en el camino sublime que la condujo a la altura de santidad que hacía de ella un ángel sobre la tierra. Se ofrecerían a su memoria las faltas leves en que había incurrido, la poca prontitud en seguir las inspiraciones del cielo, y, comparado todo con los beneficios naturales y sobrenaturales de que el Señor la había llenado, y medido todo con su viva fe, con su inflamada caridad, con aquella íntima presencia de Dios que la tenía fuera de esta vida mortal, y la hacía morar en regiones superiores, vería en toda su negrura la fealdad del pecado, aun venial, consideraría la ingratitud de que se hiciera culpable no presentándose, desde luego, con mucho más ardor del que lo hiciera, a los llamamientos del Señor; y entonces, puesta en parangón la santidad de su alma con la santidad divina, su ingratitud con los beneficios de Dios, su amor con el amor que Dios le manifestaba, se anonadaría en presencia del Altísimo, perdería de vista el bien que en sí tenía, y, fijos, únicamente los ojos en su debilidad y miseria, exclamaría que era la más pecadora entre las mujeres, que era la más ingrata entre todas las criaturas. ¿Qué encuentra V. aquí de irracional y de falso? ¿Se atreverá V. a condenar la expansión de un corazón humilde que, anonadado en presencia del Señor, reconoce sus defectos, y, considerándolos con toda viveza, exclama que son los mayores pecados del mundo? ¿No ve V. aquí más bien la expresión de una caridad ardiente, que palabras de engaño?

     Si quisiera valerme de un lenguaje afilosofado, le diría a V. que la humildad cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos; si es que la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca, porque no nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las robustece, porque, teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha venido el bien, sabemos que, recurriendo a la misma fuente con viva fe y rectitud de intención, manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos en todo lo que necesitemos. La humildad nos hace conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males, nuestras flaquezas y miserias: nos permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de la gracia; pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito.

     Con respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre ellos, exigiendo preeminencias que no nos corresponden; nos hace afables en el trato porque, dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con las que sufren los demás, y, conservando nuestro corazón exento de envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria.

     Ya que acabo de pronunciar la palabra gloria, desearía saber si V. lleva también a mal que la humildad no nos permita saborearnos en las alabanzas de los hombres, y nos inspire sentimientos superiores a ese humo que desvanece tantas cabezas. Si así fuere, como no lo dudo, me bastará una reflexión para convencerle a V. de su error. ¿Le parece a V. bueno todo lo que hace el hombre más grande? Creo que no tendrá reparo en decirme que sí. Pues bien, el mismo mundo mira como un héroe a aquel que, haciendo acciones dignas de alabanza, no se para en ella, la menosprecia, y al sentir el fragante aroma pasa sin detenerse, con la cabeza llena de pensamientos elevados, con el corazón henchido de sentimientos generosos: el mundo, pues, hace justicia a los despreciadores de la vanidad humana, es decir, a los que practican actos de verdadera humildad: no quiera V. ser menos justo que el mundo. ¿Desea V. una contraprueba de lo que acabo de decir? Hela aquí: los que no son humildes buscan la alabanza; y ¿sabe V. lo que se adquieren tan pronto como se trasluce su afán? El ridículo y la burla. Cuando deseamos parecer bien a los ojos del mundo, si no somos humildes en realidad, lo aparentamos; porque en lo exterior damos a entender que no hacemos caso de la alabanza; y, si se nos tributa, la resistimos diciendo que es inmerecida. Vea V., mi estimado amigo, cuán sabia, cuán noble, cuán sublime es la religión cristiana, pues en la virtud que tanto abatimiento parece traer consigo, está encerrado el secreto de adquirir gloria sólida aun entre los hombres; éstos la ofrecen gustosos a quien la merece y no la busca, pero desprecian y ridiculizan al que la solicita. Tanta es la fuerza de las cosas, que la misma soberbia, para saciar su sed de gloria, se ve precisada a negarse a sí misma, a cubrirse con el manto de la humildad; así se verifica, aún en la tierra, aquella sentencia de la Sagrada Escritura: «Quien se exalta será humillado, y quien se humilla será exaltado.»

     Basta por hoy de humildad; creo que con lo dicho hasta aquí se quedará V. bien convencido de que, para ser verdaderamente humilde conforme al espíritu de la religión cristiana, no necesita V. ni andarse haciendo el loco por las calles, ni creer que es digno de ser llevado a presidio o al cadalso, ni tampoco que no tiene más conocimientos de ciencias y literatura que el que no sabe deletrear. Si alguna vez encuentra V. en las vidas de los Santos algún hecho que no pueda V. explicar por las reglas arriba establecidas, recuerde V. que nosotros no tenemos inconveniente en decir que hay cosas que son más bien para admiradas que para imitadas; y, además, no quiera V. juzgar por mundanas consideraciones, lo que marcha por caminos desconocidos al común de los mortales. Esto es lo que nosotros llamamos misterios y prodigios de la gracia; y que Vds. los filósofos apellidarán exaltación y exageración del sentimiento religioso. Entre tanto espera ocasiones de complacerle a V. este su afectísimo. S. S. Q. S. M. B.

J. B.