Por Jaime Balmes
La
humildad.
Equivocaciones de un escéptico. Dicho de Santa Teresa. Pasaje de San Francisco de Sales. Cómo debe entenderse la humildad. Cuán agradable es la humildad a los ojos del mundo.
Mi
estimado amigo: Ya veo yo que es empeño inútil el de obligarle a V. a una
discusión seguida sobre los dogmas de la religión y los principios en que se
fundan, pues que, fiel a su sistema de no atenerse a ningún sistema, y
guardando inviolablemente la regla de su método, que es no observar ninguno,
revolotea como mariposa de flor en flor, de suerte que, cuando le creía uno
engolfado en alguna cuestión capital y decidido a continuar por largo tiempo el
ataque empezado contra un punto de las murallas de la ciudad santa, levanta de
improviso los reales, se aposenta en otro campo, y desde allí amenaza abrir
nueva brecha, esperando que yo acuda a defender el punto atacado, para luego
dirigirse a otra parte y fatigarme inútilmente sin obtener el resultado que
deseo. Pero digo mal cuando afirmo que me he fatigado inútilmente; porque, si
bien es verdad que no me ha sido posible hasta ahora apartarle a V. de su error,
porque se ha resistido siempre a sujetarse al trabajo de una discusión
sostenida con el debido orden y encadenamiento, me lisonjeo, no obstante, de que
habré logrado desvanecerle a V. algunas preocupaciones, que sin duda le
habrían obstruido el paso en el camino de la fe, si es que algún día,
ilustrado su entendimiento por inspiraciones superiores, movido su corazón por
la gracia del Señor, se resuelve a emprenderle con seriedad, rompiendo las
trabas que le detienen, y saliendo del infeliz estado en que se encuentra, y en
que espero no le ha de sorprender la hora de la muerte.
Disimulándome
V. el preámbulo, que quizás calificará de importuno y que yo considero como
importunidad saludable, voy a responder a las dificultades que me propone V.
sobre una de las virtudes más encarecidas por la religión cristiana. Alégrome
en gran manera de que hayamos salido de las disputas que eran objeto de la carta
anterior; porque, si bien versaba sobre asunto muy transcendental y de altísima
importancia, la materia era de suyo tan delicada y vidriosa, que es preciso
andar siempre midiendo las palabras y en busca de expresiones que, dejando
traslucir la verdad, cubran con tupido velo cuanto pudiera ofender las buenas
costumbres y las delicadas consideraciones debidas al pudor. Al fin la humildad
es cosa sobre la cual es lícito hablar sin rodeos, no habiendo el peligro de
que una palabra poco mesurada haga salir los colores al rostro.
Algo
volteriano está V. cuando habla de la virtud de la humildad, y le aplica
irónicamente el dictado de sublime que los cristianos nos complacemos
en tributarle. Según parece, se ha formado V. ideas muy equivocadas sobre la
naturaleza de dicha virtud, pues que llega a asegurar que, por más que lo
desease, le sería imposible el ser humilde a la manera que lo exigen los libros
de mística, por la sencilla razón de que no cree permitido el engañarse a sí
mismo, y de que, aun cuando se esforzase en ello, tampoco le sería dado
conseguirlo. Gana de reír me ha dado el que V. se imagine haberme propuesto una
dificultad insoluble, con aquello de que no le es posible persuadirse de que sea
el más estúpido entre los hombres, pues que está viendo tantos otros que
evidentemente no poseen los pocos o muchos conocimientos que a V. le han
proporcionado la educación y la instrucción, ni tampoco que sea el más
perverso entre los mortales, supuesto que ni roba, ni asesina, ni comete otros
actos a que se arrojan algunos de sus semejantes; y que, sin embargo, si
escuchamos la doctrina de los místicos, ésta es la perfección de la humildad
y a ella llegaron los santos más distinguidos, más adelantados en esta virtud.
No tengo tampoco inconveniente en que V. no se encuentre de humor para andarse,
como dice, por esas calles haciendo el loco, con el fin de que los demás le
desprecien, y tener así ocasión de ejercer la humildad; pero lo que extraño
es que tales argumentos los repute usted por invencibles, y que cante de
antemano la victoria, intimándome que, o es preciso tragar los absurdos que de
estas máximas y ejemplos resultan, o condenar las vidas de grandes santos y
echar al fuego las obras de los místicos más afamados. Paréceme que el dilema
no es tan perfecto que no deje salida; antes creo que ni será preciso devorar
absurdos, ni tampoco entregarse al repugnante oficio del ama de D. Quijote y del
cura de su lugar.
Usted,
que se precia de caballeroso, creo que no estará reñido con Santa Teresa de
Jesús, a quien, si reputa por ilusa, al menos no podrá dejar de tributarle el
merecido elogio por sus eminentes virtudes, por su alma cándida, su bellísimo
corazón, su talento claro y penetrante, y su pluma tan amable como sublime A
esta Santa ya sabe V. que algo se le alcanzaba de achaque de virtudes
cristianas, y que, con lo mucho que había meditado y leído, y consultado,
además, con hombres sabios, o, como ella dice, grandes letrados, debía de
saber en qué consistía la humildad, y cómo era entendida y explicada esta
virtud en el seno de la Iglesia Católica. Y ¿cree V. que la Santa pensaba que
para ser humilde era preciso comenzar engañándose a sí propia? Apostaría yo
que V. no acierta en la definición que da de la humanidad; definición
admirable, y que, preciso me es decirlo, parece excogitada a propósito para
contestar a las dificultades de V. Refiere la Santa que no comprendía por qué
la humildad era tan agradable a Dios, y que, discurriendo un día sobre este
punto, alcanzó que era así, porque la humildad es la verdad. Ya ve V.
que no se trata de engaño, y que tan distante está de obligarnos a él la
humildad, que antes bien con ella disipamos el engaño: porque su mérito más
sólido, el título por el cual es agradable a Dios, es el ser verdad.
Desenvolveré
en pocas palabras esa hermosa sentencia de Santa Teresa de Jesús; y no
necesitaré más que esta luminosa observación de la Santa para hacerle
comprender a V. lo que es la humildad, en sus relaciones con nosotros mismos,
con Dios y con el prójimo.
¿Está
en oposición con la virtud de la humildad el que reconozcamos las buenas dotes
naturales o sobrenaturales con que Dios nos ha favorecido? No, antes al
contrario: revuelva V. todas las obras de los teólogos escolásticos y
místicos, y a todos los encontrará de acuerdo en que dicha virtud no se opone
a semejante conocimiento. Quien experimenta a cada paso que comprende con mucha
facilidad cuanto lee u oye, que le basta fijar su meditación sobre las
cuestiones más abstrusas para que se le presenten desde luego claras y
despejadas, no hay inconveniente en que se halle interiormente convencido de que
Dios le ha dispensado este señalado favor; más diré, le es imposible dejar de
abrigar esta convicción, que tiene por objeto un hecho que está presente a su
ánimo y de que le asegura su conciencia propia, como que es una serie de actos
que acompañan de continuo su existencia, que constituyen su vida intelectual,
aquella vida íntima de que estamos tan ciertos como de la existencia de nuestro
cuerpo. ¿Podrá V. figurarse que Santo Tomás estuviese persuadido de que era
tan ignorante como los legos de su convento? San Agustín ¿era posible que
creyese conocer tan poco la ciencia de la religión como el último del pueblo a
quien la explicaba? San Jerónimo, que tan aventajados conocimientos poseía en
las lenguas sabias y en cuanto es menester para interpretar atinadamente la
Sagrada Escritura, ¿diremos que en su interior no estaba penetrado de que
poseía más que medianamente el griego y el hebreo, y de que sus
investigaciones con que se remontaba hasta las fuentes de la erudición habían
sido del todo infructuosas? No; no dicen los cristianos tales disparates. Una
virtud tan sólida, tan hermosa, tan agradable a los ojos de Dios, no puede
exigir de nosotros tamañas extravagancias; no puede exigir que cerremos los
ojos para no ver lo que es más claro que la luz del día.
Bien
entendida la humildad, trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin
añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría, puede interiormente reconocerlo
así; pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios, y que a
Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría,
si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los
menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que
se le aventajan en extensión y profundidad. Debe, al propio tiempo, considerar
que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que,
teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran
poseído los otros, si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe
considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que
está sometida la humanidad, y que cuantos más sean los favores con que Dios le
haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y
el mal, tanto más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha
hecho objeto de su bondadosa munificencia. Quien tenga virtudes, no hay
inconveniente en que lo reconozca así, confesando, al propio tiempo, que son
debidas a particular gracia del cielo; que, si no comete las maldades a que se
arrojan otros hombres, es porque Dios le tiene de su mano; que, si hace el bien
y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por
Dios; que, si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos,
causándole horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de
Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, mas no para engreírse,
supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando
a Dios la gloria que le corresponde.
Oiga
V. sobre este particular al gran Santo, al hombre que tan alto se levantó en
todas las virtudes cristianas, especialmente en la de la humildad: a San
Francisco de Sales, y vea V. cómo no sólo conviene en que es lícito reconocer
los bienes que nosotros tenemos, sino también en que es permitido, y muchas
veces saludable, el fijar sobre ellos la atención, el pararse detenidamente a
considerarlos.
«Pero
tú desearás, Filotea, que te conduzca más adelante en la humildad; porque lo
que de ella hasta aquí he tratado, más parece sabiduría que humildad. Paso,
pues, adelante: muchos no quieren ni se atreven a pensar y considerar en
particular las gracias y mercedes que Dios les ha hecho, temerosos de dar en la
vanagloria y complacencia, en lo cual ciertamente se engañan; porque, como dice
el grande Doctor Angélico, el verdadero medio de llegar al amor de Dios es la
consideración de sus beneficios, porque, cuanto más los conociéramos, tanto
más le amaremos; y, como los beneficios particulares mueven más
particularmente que los comunes, así también deben ser considerados más
atentamente. Es cierto que nada nos puede humillar tanto delante de la
misericordia de Dios como la muchedumbre de sus beneficios: ni nada nos puede
humillar tanto delante de su justicia como la multitud de nuestras maldades.
Consideremos lo que ha hecho por nosotros, y lo que nosotros hemos hecho contra
él, y, como consideramos por menudo nuestros pecados, consideremos así por
menudo sus gracias. No hay que temer que el conocimiento de lo que ha puesto en
nosotros nos desvanezca, con tal que atendamos a esta verdad: que cuanto hay
bueno en nosotros, no es nuestro. ¿Los mulos, dime, dejan de ser torpes y
hediondas bestias porque estén cargados de muebles preciosos y olores de
príncipes? ¿Qué tenemos nosotros bueno, que no hayamos recibido? Y si lo
hemos recibido ¿por qué nos queremos ensoberbecer? (I
ad Cor., VI, 7.) Al contrario, la viva consideración de las mercedes
recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento;
pero, si viendo los beneficios que Dios nos ha hecho nos llegase a inquietar
cualquiera suerte de vanidad, el remedio infalible será recurrir a la
consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones y de
nuestras miserias. Si consideramos lo que hacíamos cuando Dios no estaba con
nosotros, conoceremos que lo que hacemos cuando nos acompaña no es de nuestra
industria ni de nuestra cosecha. Alegrarémonos verdaderamente y
regocijarémonos porque tenemos algún bien; pero glorificaremos sólo a Dios,
como autor de él. Así la Santísima Virgen confesó que Dios obró en ella
cosas grandes; pero esto fue por humillarse y engrandecer a Dios: 'Mi alma,
dice, engrandece al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes.'» (Luc., I,
46, 49.) (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte
V, cap. 5º).
No
cabe testimonio más concluyente en favor de la doctrina que andaba exponiendo;
ya ve V. que no se trata de engañarse a sí mismo, sino de conocer las cosas
tales como son en sí. «Entonces, me objetará V., ¿cómo es que los grandes
Santos digan a boca llena que son los mayores pecadores del mundo, que son
indignos de que la tierra los sostenga, que son los más ingratos entre los
hombres?» Entienda V. el verdadero sentido de estas palabras, advierta que
andan acompañadas de un sentimiento de profunda compunción; que son
pronunciadas en momentos en que el espíritu se anonada en presencia del
Criador; y echará V. de ver que son susceptibles de interpretación muy
razonable. Aclarémoslo con un ejemplo. Cuando Santa Teresa de Jesús decía que
era la mayor pecadora de la tierra ¿deberemos pensar que ella creyese ser
culpable de los delitos de las mujeres más perdidas, cuando le constaba muy
bien la pureza de su cuerpo y alma, cuando sabía los inefables beneficios con
que el Señor la estaba favoreciendo? Claro es que no. Más diré. ¿Debemos
suponer que se creyese con un solo pecado mortal en la conciencia? Es cierto que
no; pues de lo contrario no se hubiera atrevido a recibir el augusto Sacramento
del Altar, que, sin embargo, recibía con tanta frecuencia y con tales éxtasis
de gratitud y de amor. Ahora bien: la Santa no ignoraba que en el mundo había
muchas personas culpables de pecados graves y gravísimos a los ojos de Dios;
ella era la primera en deplorarlo y en rogar al cielo que se dignase mirar a
aquellos desgraciados con ojos de misericordia; luego, cuando aseguraba que era
la mujer más pecadora de la tierra, no podía entenderlo en un sentido riguroso
tal como V. parece quererlo interpretar. ¿Qué significaba, pues? Helo aquí
muy sencillamente. Asistamos a una de las escenas que se representaban en su
espíritu, y comprenderemos perfectamente el sentido de las palabras que son
para V. piedra de escándalo. Puesta en presencia de Dios con fe viva, con
caridad ardiente, con el corazón contrito y humillado, examinaría los
recónditos pliegues de su corazón y observaría de vez en cuando algunas
ligeras imperfecciones que no habían sido consumidas todavía por el luego del
divino amor; recordaría también los tiempos pasados en los que, no obstante de
ser ya muy virtuosa, no había entrado de lleno en el camino sublime que la
condujo a la altura de santidad que hacía de ella un ángel sobre la tierra. Se
ofrecerían a su memoria las faltas leves en que había incurrido, la poca
prontitud en seguir las inspiraciones del cielo, y, comparado todo con los
beneficios naturales y sobrenaturales de que el Señor la había llenado, y
medido todo con su viva fe, con su inflamada caridad, con aquella íntima
presencia de Dios que la tenía fuera de esta vida mortal, y la hacía morar en
regiones superiores, vería en toda su negrura la fealdad del pecado, aun
venial, consideraría la ingratitud de que se hiciera culpable no
presentándose, desde luego, con mucho más ardor del que lo hiciera, a los
llamamientos del Señor; y entonces, puesta en parangón la santidad de su alma
con la santidad divina, su ingratitud con los beneficios de Dios, su amor con el
amor que Dios le manifestaba, se anonadaría en presencia del Altísimo,
perdería de vista el bien que en sí tenía, y, fijos, únicamente los ojos en
su debilidad y miseria, exclamaría que era la más pecadora entre las mujeres,
que era la más ingrata entre todas las criaturas. ¿Qué encuentra V. aquí de
irracional y de falso? ¿Se atreverá V. a condenar la expansión de un corazón
humilde que, anonadado en presencia del Señor, reconoce sus defectos, y,
considerándolos con toda viveza, exclama que son los mayores pecados del mundo?
¿No ve V. aquí más bien la expresión de una caridad ardiente, que palabras
de engaño?
Si
quisiera valerme de un lenguaje afilosofado, le diría a V. que la humildad
cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos; si es que
la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son
en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca, porque no nos
prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a
recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir
nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las
robustece, porque, teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha
venido el bien, sabemos que, recurriendo a la misma fuente con viva fe y
rectitud de intención, manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos
en todo lo que necesitemos. La humildad nos hace conocer el bien que poseemos,
pero no nos deja olvidar nuestros males, nuestras flaquezas y miserias: nos
permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de
la gracia; pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos
atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo
hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el
reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del
Ser infinito.
Con
respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre
ellos, exigiendo preeminencias que no nos corresponden; nos hace afables en el
trato porque, dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con
las que sufren los demás, y, conservando nuestro corazón exento de envidia,
que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera
que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido
homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria.
Ya
que acabo de pronunciar la palabra gloria, desearía saber si V. lleva
también a mal que la humildad no nos permita saborearnos en las alabanzas de
los hombres, y nos inspire sentimientos superiores a ese humo que desvanece
tantas cabezas. Si así fuere, como no lo dudo, me bastará una reflexión para
convencerle a V. de su error. ¿Le parece a V. bueno todo lo que hace el hombre
más grande? Creo que no tendrá reparo en decirme que sí. Pues bien, el mismo
mundo mira como un héroe a aquel que, haciendo acciones dignas de alabanza, no
se para en ella, la menosprecia, y al sentir el fragante aroma pasa sin
detenerse, con la cabeza llena de pensamientos elevados, con el corazón
henchido de sentimientos generosos: el mundo, pues, hace justicia a los
despreciadores de la vanidad humana, es decir, a los que practican actos de
verdadera humildad: no quiera V. ser menos justo que el mundo. ¿Desea V. una
contraprueba de lo que acabo de decir? Hela aquí: los que no son humildes
buscan la alabanza; y ¿sabe V. lo que se adquieren tan pronto como se trasluce
su afán? El ridículo y la burla. Cuando deseamos parecer bien a los ojos del
mundo, si no somos humildes en realidad, lo aparentamos; porque en lo exterior
damos a entender que no hacemos caso de la alabanza; y, si se nos tributa, la
resistimos diciendo que es inmerecida. Vea V., mi estimado amigo, cuán sabia,
cuán noble, cuán sublime es la religión cristiana, pues en la virtud que
tanto abatimiento parece traer consigo, está encerrado el secreto de adquirir
gloria sólida aun entre los hombres; éstos la ofrecen gustosos a quien la
merece y no la busca, pero desprecian y ridiculizan al que la solicita. Tanta es
la fuerza de las cosas, que la misma soberbia, para saciar su sed de gloria, se
ve precisada a negarse a sí misma, a cubrirse con el manto de la humildad; así
se verifica, aún en la tierra, aquella sentencia de la Sagrada Escritura:
«Quien se exalta será humillado, y quien se humilla será exaltado.»
Basta
por hoy de humildad; creo que con lo dicho hasta aquí se quedará V. bien
convencido de que, para ser verdaderamente humilde conforme al espíritu de la
religión cristiana, no necesita V. ni andarse haciendo el loco por las calles,
ni creer que es digno de ser llevado a presidio o al cadalso, ni tampoco que no
tiene más conocimientos de ciencias y literatura que el que no sabe deletrear.
Si alguna vez encuentra V. en las vidas de los Santos algún hecho que no pueda
V. explicar por las reglas arriba establecidas, recuerde V. que nosotros no
tenemos inconveniente en decir que hay cosas que son más bien para admiradas
que para imitadas; y, además, no quiera V. juzgar por mundanas consideraciones,
lo que marcha por caminos desconocidos al común de los mortales. Esto es lo que
nosotros llamamos misterios y prodigios de la gracia; y que Vds. los filósofos
apellidarán exaltación y exageración del sentimiento religioso. Entre tanto
espera ocasiones de complacerle a V. este su afectísimo. S.
S. Q. S. M. B.
J.
B.