Por Jaime Balmes
Cómo
ha podido introducirse en Francia la filosofía alemana.
Su oposición con el genio francés. Conjeturas sobre el porvenir de esa filosofía en Francia. Se propone el argumento de un escéptico contra la religión cristiana. Palabras del escéptico. Su equivocación sobre la enseñanza del cristianismo con respecto al amor propio. Es falso que la religión nos prohíba amarnos a nosotros mismos. Pruebas sacadas del mismo catecismo. Lo que significa el principio de la caridad bien ordenada. Lo que nos dice el catecismo sobre el origen y destino del hombre. La religión cristiana hermana y harmoniza de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo. Cómo se entiende la muerte del amor propio de que hablan los autores místicos. Cómo se entiende el aborrecimiento de sí mismo. Cómo entendían los Santos el amor propio en medio de las mortificaciones. Recursos que le quedan al escéptico después de desbaratados sus argumentos. Nuevo terreno en que en tal caso se colocaría la cuestión. La moralidad del Evangelio ha sido aplaudida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Un consejo a los impugnadores de la religión cristiana.
Mi
estimado amigo: Tengo particular complacencia en que su apreciada de V. me
exima, ahora para siempre, de hablarle de la filosofía alemana y de la
francesa, que es una imitación de la misma. Ya tenía yo un presentimiento de
que su juicio de V., naturalmente recto, amante de la verdad y enemigo de
abstracciones, no había de avenirse muy bien con ese lenguaje simbólico y esos
pensamientos fantásticos, con que los buenos alemanes han engalanado la
filosofía, sin duda en los ratos de ocio que les habrá proporcionado en
abundancia su clima de escarchas y de niebla. Extraña usted con razón que esta
filosofía haya podido cundir en Francia, donde los espíritus propenden más
bien al extremo opuesto, es decir, a un positivismo sensual y materialista. Yo
creo que esto ha sido una especie de necesidad, supuesto que, habiéndose
desacreditado tan completamente la filosofía volteriana, érales preciso a los
que querían echarla de filósofos, cubrirse con un manto más grave y
majestuoso; y, como quiera que no tenían ganas de seguir a los buenos
escritores que les habían precedido en su mismo país, menester fue dirigir las
miradas allende el Rhin y traer con grande ostentación, en medio de un pueblo
caprichoso y novelero, los sistemas de Schelling y Hégel, como portentosos
inventos que hubiesen hecho progresar de una manera admirable al ingenio humano.
Por lo demás, si he de decir francamente lo que pienso, opino que el genio
francés no se acomodará bien con la filosofía alemana; que descubrirá lo que
hay en su fondo, a saber, el panteísmo; y que, sin detenerse mucho en sutilizar
y cavilar sobre la substancia universal y única, llegará pronto a la
última consecuencia, que es el puro ateísmo, sin los ambajes de palabras
misteriosas. En deduciendo este resultado, observará que nada se le dice de
nuevo sobre lo que le enseñaran sus filósofos del siglo pasado. Desdeñará,
pues, esta filosofía que se apellida nueva, como un plagio de otra envejecida y
caduca; y entonces será preciso andar en busca de otros manantiales de
ilusión, para dar pábulo, siquiera por algún tiempo, a la curiosidad de las
escuelas y a la vanidad de los maestros. Ésta es la historia del entendimiento
humano, mi querido amigo; recorra V. sus páginas, y notará desde luego que el
fenómeno que nosotros presenciamos, es la reproducción de lo mismo que vieron
los siglos anteriores. No es poco el provecho que de aquí sacan los hombres
religiosos, pues que, contemplando la versatilidad del entendimiento humano,
comprenden mucho mejor la necesidad de una guía en medio de las ilusiones y
extravíos.
Casi
me ha sorprendido el argumento que V. me propone contra la verdad de nuestra
religión, fundándose en que contrariamos con nuestras doctrinas uno de los
sentimientos más indelebles y al propio tiempo más inocentes que se abrigan en
nuestro pecho: el amor propio. Me han hecho gracia las cláusulas en que V.
desenvuelve sus ideas; las razones en que las apoya, serían ciertamente muy
fuertes, si no estribasen en una suposición falsa, y, por lo mismo, no fueran
como edificios sin cimiento. «Yo no sé, dice V. en su apreciada, qué
espíritu misantrópico reina entre los católicos, que todo lo cubre de negra
tristeza. Vds. no quieren que se hable de nada terreno; no permiten que se
piense en las cosas de este mundo; anonadan, por decirlo así, el universo
entero, y cuando lo tienen sacrificado todo a su tétrico sistema, cuando han
logrado dejar al hombre aislado en espantosa soledad, quieren que él se
revuelva contra sí propio, que se niegue, que se anonade también a sí mismo,
que se despoje de sus sentimientos más íntimos, que se aborrezca, haciendo un
esfuerzo cruel contra los más vivos instintos de su naturaleza. ¡Pues qué!
¿Dios Criador será contrario de Dios Salvador? Dios, que nos ha comunicado el
amor de nosotros mismos, que lo ha escrito en nuestras almas con caracteres
indelebles, ese mismo Dios, cuando obra, como dicen Vds., en el orden de la
gracia, ¿se complacerá en obrar contra sí mismo como autor de la naturaleza?
Estas son cosas que yo no he podido comprender nunca; y difícil se me hace
creer que V. consiga disiparme las tinieblas que en esta parte me impiden
conocer la verdad. Bien se me alcanza que V. se me ha de descolgar con un
elocuente sermón sobre la miseria y la iniquidad del hombre, sobre los justos
motivos que tenemos para profesarnos un odio santo; pero desde luego le prevengo
a V. que esa santidad yo no puedo desearla; que, por más débil y vano y malo
que me conozca, yo no puedo menos de quererme, y que, comparando mi nada con la
elevación de los querubines, más afición me siento, más amor a mi menguado
ser, que no hacia aquellas elevadas inteligencias que diz que rayan muy alto
allá en las jerarquías celestiales.» El tono de seguridad con que V. se
expresa, me hace entender que tiene V. aquí algo más que dudas, pues, según
parece, abriga verdaderas convicciones; y no lo extraño, supuesto que estriba
V. en un principio falso, lo da por cierto, y sobre él levanta el edificio de
sus discursos. Algunas palabras que habrá, leído V. en ciertos libros
místicos las ha tomado V. al pie de la letra, y de aquí el achacar a la
religión doctrinas que ella no profesa.
¿Quién
le ha dicho a V. que el cristianismo condena el amor propio, entendiendo esta
condenación en un sentido riguroso? He aquí el vacío que ha dejado usted en
sus raciocinios: no se ha cuidado de asegurarse bien del principio en que los
apoyaba, y así, creyendo construir sobre base sólida, ha formado, como suele
decirse, un castillo en el aire. No es la primera vez que esto le acontece a la
religión, pues sucede muy a menudo que para combatirla se forman fantasmas, y
contra ellos se pelea llamándolos hijos suyos, cuando no son más que
creaciones del pensamiento del mismo que la ataca. No quiero yo decir que V.
haya procedido en esta parte de mala fe; estoy seguro de que padece una
equivocación, que reconocerá tan pronto como yo se la ponga de manifiesto; y
esto me lisonjeo de poder lograrlo, no obstante lo que V. dice de que ha de ser
difícil disipar las tinieblas que le impiden el conocimiento de la verdad. Por
lo que toca a descolgarme con el elocuente sermón sobre la miseria y maldad del
hombre, me parece que debiera V. vivir tranquilo, cuando hartas pruebas le tengo
dadas de que no soy aficionado a declamaciones de ninguna clase. Pero vamos al
punto de la dificultad.
Es
falso que la religión nos prohíba el amarnos nosotros mismos; y tan falso es,
que, antes al contrario, uno de sus preceptos fundamentales es este mismo amor.
Para convencerle a V., no necesito más que el catecismo. Creo que no se le
habrá olvidado todavía aquello de que debemos amar al prójimo como a nosotros
mismos, en lo cual está consignado de la manera más explícita el precepto del
amor que cada cual debe profesarse a sí propio. Este amor se nos da por modelo
del que debemos tener a los prójimos; y claro es que el precepto sería
contradictorio, si se nos prohibiese ese mismo amor, que ha de servir de dechado
y como de norma, para arreglar el que debemos a los otros.
¿Sabe
V. que aquel principio que corre muy válido en el mundo de que la caridad bien
ordenada comienza por sí mismo, está expresamente consignado en todos los
tratados teológicos que se han escrito sobre la caridad? En ellos se explica el
orden que ésta debe seguir, según son diferentes las relaciones con los
objetos a que se extiende, y, siendo el primero y principal Dios, el segundo
somos nosotros mismos.
Por
el pronto ya ve V. que quedan desbaratados todos sus raciocinios, ya que he
negado redondamente el principio en que estribaban, aduciendo en pro de mi
negación pruebas tan claras y sencillas, que V. no podrá desechar; sin
embargo, quiero ampliar mis ideas sobre este punto, haciendo de ellas
aplicaciones que le dejen a V. cumplidamente satisfecho.
Otra
vez volveremos al catecismo: en él se nos dice que el hombre es criado para
amar y servir a Dios en esta vida y gozarlo en la eterna bienaventuranza. Ahora
bien; todos nuestros actos tienen por fin: Dios y nuestra felicidad eterna.
Quien desea ser eternamente feliz, ¿no se ama a sí mismo? Quien tiene la
obligación de trabajar toda su vida para alcanzar esta felicidad, ¿no tiene la
obligación también de amarse muchísimo a sí mismo? o, mejor diré, estas dos
obligaciones ¿no se refunden en una sola? El cristiano tiene por dogma de que
esta vida es un tránsito para la otra; si desprecia lo terreno, si no hace caso
de las vanidades del mundo, es porque todo es pasajero, todo es nada en
comparación de la dicha que tiene prometida para después de su muerte, si
procura merecerla con sus buenas obras: sus bienes, su salud, su vida, su honra,
todo debe perderlo antes que empañar su conciencia con un solo acto que le
cerrara las puertas del cielo; pero en esa abnegación, en ese desprendimiento
de sí mismo, queda salvo el amor propio bien ordenado, pues se desprecia lo
poco para alcanzar lo mucho, se abandona lo terrenal por obtener lo celeste, se
deja lo temporal por ganar lo eterno. Bien examinadas las doctrinas cristianas,
se encuentra que hermanan y harmonizan de una manera admirable el amor de Dios,
el de sí mismo y el del prójimo; y, por consiguiente, es de todo punto falso
que esta inclinación natural que nos lleva a amarnos a nosotros mismos, quede
destruida por la religión; es rectificada, bien ordenada, purificada de las
manchas que la afean, preservada de los extravíos que pudieran perderla,
dirigida al supremo fin, infinitamente santo, infinitamente bueno, que es Dios.
¿Cómo
se entiende, pues, esa muerte del amor propio de que están hablando los autores
místicos? Se entiende la extirpación de los vicios, el refrenar las pasiones,
el guardarnos del orgullo; en una palabra, el cuidar de que el amor del hombre
sensual no dañe al hombre moral. El hacer que prevalezca lo superior sobre lo
inferior, no es matar el amor, sino hacerle obrar en un sentido conforme a la
ley eterna y altamente provechoso a nosotros mismos: quien se abstiene de una
comida a la que se siente inclinado por su apetito, si lo hace con el fin de
evitarse el daño que de ella teme, ¿podrá decirse, por ventura, que no se
ame, que se aborrezca a sí propio? Se dirá, con mucha verdad, que se priva de
un gusto; pero esta privación dimana del mismo afecto que tiene a la
conservación de la salud, y por lo mismo procede de este mismo amor propio bien
entendido, que le induce a sacrificar lo menos a lo más, y no le permite
dañarse la salud por complacer el apetito del momento. Con este ejemplo tan
sencillo, y que presenciamos todos los días sin que cause ninguna extrañeza,
se explican fácilmente las relaciones de las doctrinas cristianas con el amor
propio, no siendo necesario más que extender el mismo principio a objetos
elevados, y considerar que la norma que ha dirigido una acción particular, es
la misma con que se ordena toda la conducta del cristiano.
«Pues,
¿cómo se dice que nos aborrezcamos a nosotros mismos?» Este aborrecimiento no
se refiere, ni puede referirse, sino a lo que hay en nosotros de malo, ya sea
actos o hábitos pecaminosos, va sea ciertas inclinaciones que tienden a
apartarnos del camino de la ley de Dios; pero de ninguna manera debemos ni
podemos aborrecer nuestra naturaleza en lo que tiene de bueno, en lo que es obra
de Dios; antes al contrario, debemos amarla, y la prueba de que es así, está
en que debemos aborrecer el mal que haya en ella, y aborrecer el mal de una
cosa, es desear su bien, es amarla.
Ya
sabe V., mi estimado amigo, que de las reglas dadas para la conducta de los
cristianos, unas son preceptos, otras consejos: la observancia de las primeras
es necesaria para la eterna salvación: la de las segundas contribuye a hacernos
perfectos en esta vida, y a merecernos más alto grado de gloria en la venidera;
mas no nos obliga de tal suerte, que, si lo omitimos, nos hagamos reos de culpa.
Esto mismo se aplica a la conducta con respecto al amor propio: por los
prefectos estamos obligados a abstenernos de toda infracción de la ley de Dios,
por más que a ello nos impulsen nuestros apetitos desordenados, así como
debemos sacrificar el placer que nos resulta de la satisfacción de las
pasiones, cuando se trate de ejercer un acto expresamente mandado en la ley
divina: a sofocar de esta manera el amor propio todos estamos obligados; si no
lo hacemos así, tenemos por dogma que no nos será otorgada la vida eterna,
antes sí un castigo que no tendrá fin. Pero hay ciertas abstinencias, ciertas
mortificaciones de los sentidos que no entran en el orden de los preceptos, y
pertenecen sólo al de los consejos. Estas mortificaciones las vemos
practicadas, con más o menos rigor, por las personas que desean caminar hacia
la perfección, y en algunos santos hallamos la austeridad conducida a tan alto
punto, que nos asombra y aterra. Mas en estos mismos santos no estaba ahogado el
amor bien entendido de sí mismo: se entregaban sin tasa a la penitencia, ya
para purificarse cumplidamente de sus faltas, ya también para hacerse más
agradables al Señor, ofreciéndole en holocausto sus sentidos, su cuerpo, todo
cuanto tenían y todo cuanto eran; pero estos hombres extraordinarios ¿se
olvidaban, por ventura, de sí mismos? Se olvidaban, sí, del hombre sensual, o,
mejor diremos, le tenían declarada guerra a muerte, abatiéndole,
atormentándole cuanto les era posible; pero la razón de esto se encuentra en
que le miraban como enemigo del hombre espiritual, como enemigo temible,
altamente peligroso, de quien no convenía fiarse un solo instante, a quien no
se podía soltar la cadena del cuello sin el riesgo inminente de que se
levantara contra su dueño, que es el espíritu, y le redujese a esclavitud.
Pero la salvación de su alma, la felicidad eterna en la otra vida, tanto
distaban de olvidarla aquellos ilustres penitentes, que antes bien suspiraban
incesantemente por ella; ansiaban vivamente que Dios les librase de este cuerpo
que los agravaba: así es que el mayor de sus deseos era disolverse y estar con
Cristo. La visión de Dios, la unión con Dios en lazos de inefable amor, era el
objeto de sus esperanzas, de sus ardientes deseos, de sus continuos gemidos;
así es que no puede decirse que se aborreciesen a sí mismos en toda la
propiedad de la palabra, sino que se amaban con amor más bien entendido que el
resto de los mortales.
Con
las consideraciones que preceden, creo que se habrá convencido V. de que
estribaba en una suposición falsa, y de que, si intenta continuar sus ataques
contra la religión, considerándola como contraria al amor propio, le será
preciso argumentar sobre otros principios. En efecto, desvanecido completamente
el error en que V. vivía de que la religión cristiana nos prohíbe amarnos a
nosotros mismos, y probado hasta la última evidencia que no sólo no nos lo
prohíbe, sino que, muy al contrario, nos lo manda, sólo le resta a V. un
camino, que es probar que la religión entiende de una manera equivocada el amor
propio, y que, proponiéndose dirigirle y purificarle, le sofoca y le mata. Pero
¿sabe V. en qué terreno se habrá colocado entonces la cuestión? ¿Sabe V.
que, considerada bajo este aspecto, nada tiene que ver con lo que estábamos
discutiendo hasta aquí, y que se trata nada menos que de examinar si los
preceptos y consejos del Evangelio son justos, son santos, son prudentes? No
creo que usted se atreva a entablar disputa sobre una verdad generalmente
reconocida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Ellos niegan
sus dogmas, se burlan de sus creencias, se ríen de su jerarquía, desprecian su
autoridad, la consideran como un mero sistema filosófico, despojándole de todo
carácter sobrenatural y divino; pero, en llegando a su moral, todos están
acordes en que es pura, en que es admirable, sublime, en que es superior a la de
todos los legisladores antiguos y modernos, en que se halla en íntima harmonía
con la luz de la razón, con los más nobles y bellos sentimientos que se
albergan en nuestra alma, en que es la única digna de reinar sobre la humanidad
y de dirigir los destinos del mundo; de suerte que, cuando, entregados a sus
vanos pensamientos, forjan allá en su mente cristianismos reformados o
religiones totalmente nuevas, todos adoptan como modelo de su moral lo enseñado
en el Evangelio, y, aun cuando quizás en el fondo de su corazón profesen, con
respecto a la moral misma, doctrinas degradantes y altamente funestas, no se
atreven por lo común a exponerlas en público, y se deshacen en elocuentes
elogios de la dulzura, de la santidad, de la elevación de las máximas salidas
de la boca de Jesucristo.
Se
hallará V., pues, en grave conflicto si se propone dirigir sus ataques sobre
este punto; y así es que me atreveré a darle un consejo, que bien lo han
menester la mayor parte de los que inculpan a la religión, y es que, al juzgar
alguno de sus dogmas o máximas, no se deje V. llevar de esa ligereza que falla
sobre los objetos de la mayor importancia, sin haberse tomado la pena de
examinarlos con la debida atención; y que reflexione que lo que han creído y
enseñado y practicado tantos hombres eminentes en talento y sabiduría, sin
duda debe de estar muy fundado, y no es fácil que venga al suelo con cuatro
observaciones, que, por ingeniosas, no dejan de ser extremadamente fútiles.
Créame V.: cuando se le ocurran argumentos de esta clase, que con tanta
facilidad le parecen derribar alguna verdad religiosa, suspenda V. el juicio; no
se precipite, medite, o lea, o consulte, que bien pronto echará de ver que el
invencible Aquiles no tiene más fuerza que la que le suministra una suposición
falsa, o un raciocinio mal trabado. No dudo que se habrá V. convencido de que,
si con el tiempo se resuelve a volver al seno de la religión, podrá V. amarse
a sí mismo. Entre tanto viva V. seguro del afecto de este S. S. y amigo Q. B.
S. M.
J. B.