Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta XI

Cómo ha podido introducirse en Francia la filosofía alemana.

Su oposición con el genio francés. Conjeturas sobre el porvenir de esa filosofía en Francia. Se propone el argumento de un escéptico contra la religión cristiana. Palabras del escéptico. Su equivocación sobre la enseñanza del cristianismo con respecto al amor propio. Es falso que la religión nos prohíba amarnos a nosotros mismos. Pruebas sacadas del mismo catecismo. Lo que significa el principio de la caridad bien ordenada. Lo que nos dice el catecismo sobre el origen y destino del hombre. La religión cristiana hermana y harmoniza de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo. Cómo se entiende la muerte del amor propio de que hablan los autores místicos. Cómo se entiende el aborrecimiento de sí mismo. Cómo entendían los Santos el amor propio en medio de las mortificaciones. Recursos que le quedan al escéptico después de desbaratados sus argumentos. Nuevo terreno en que en tal caso se colocaría la cuestión. La moralidad del Evangelio ha sido aplaudida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Un consejo a los impugnadores de la religión cristiana.

     Mi estimado amigo: Tengo particular complacencia en que su apreciada de V. me exima, ahora para siempre, de hablarle de la filosofía alemana y de la francesa, que es una imitación de la misma. Ya tenía yo un presentimiento de que su juicio de V., naturalmente recto, amante de la verdad y enemigo de abstracciones, no había de avenirse muy bien con ese lenguaje simbólico y esos pensamientos fantásticos, con que los buenos alemanes han engalanado la filosofía, sin duda en los ratos de ocio que les habrá proporcionado en abundancia su clima de escarchas y de niebla. Extraña usted con razón que esta filosofía haya podido cundir en Francia, donde los espíritus propenden más bien al extremo opuesto, es decir, a un positivismo sensual y materialista. Yo creo que esto ha sido una especie de necesidad, supuesto que, habiéndose desacreditado tan completamente la filosofía volteriana, érales preciso a los que querían echarla de filósofos, cubrirse con un manto más grave y majestuoso; y, como quiera que no tenían ganas de seguir a los buenos escritores que les habían precedido en su mismo país, menester fue dirigir las miradas allende el Rhin y traer con grande ostentación, en medio de un pueblo caprichoso y novelero, los sistemas de Schelling y Hégel, como portentosos inventos que hubiesen hecho progresar de una manera admirable al ingenio humano. Por lo demás, si he de decir francamente lo que pienso, opino que el genio francés no se acomodará bien con la filosofía alemana; que descubrirá lo que hay en su fondo, a saber, el panteísmo; y que, sin detenerse mucho en sutilizar y cavilar sobre la substancia universal y única, llegará pronto a la última consecuencia, que es el puro ateísmo, sin los ambajes de palabras misteriosas. En deduciendo este resultado, observará que nada se le dice de nuevo sobre lo que le enseñaran sus filósofos del siglo pasado. Desdeñará, pues, esta filosofía que se apellida nueva, como un plagio de otra envejecida y caduca; y entonces será preciso andar en busca de otros manantiales de ilusión, para dar pábulo, siquiera por algún tiempo, a la curiosidad de las escuelas y a la vanidad de los maestros. Ésta es la historia del entendimiento humano, mi querido amigo; recorra V. sus páginas, y notará desde luego que el fenómeno que nosotros presenciamos, es la reproducción de lo mismo que vieron los siglos anteriores. No es poco el provecho que de aquí sacan los hombres religiosos, pues que, contemplando la versatilidad del entendimiento humano, comprenden mucho mejor la necesidad de una guía en medio de las ilusiones y extravíos.

     Casi me ha sorprendido el argumento que V. me propone contra la verdad de nuestra religión, fundándose en que contrariamos con nuestras doctrinas uno de los sentimientos más indelebles y al propio tiempo más inocentes que se abrigan en nuestro pecho: el amor propio. Me han hecho gracia las cláusulas en que V. desenvuelve sus ideas; las razones en que las apoya, serían ciertamente muy fuertes, si no estribasen en una suposición falsa, y, por lo mismo, no fueran como edificios sin cimiento. «Yo no sé, dice V. en su apreciada, qué espíritu misantrópico reina entre los católicos, que todo lo cubre de negra tristeza. Vds. no quieren que se hable de nada terreno; no permiten que se piense en las cosas de este mundo; anonadan, por decirlo así, el universo entero, y cuando lo tienen sacrificado todo a su tétrico sistema, cuando han logrado dejar al hombre aislado en espantosa soledad, quieren que él se revuelva contra sí propio, que se niegue, que se anonade también a sí mismo, que se despoje de sus sentimientos más íntimos, que se aborrezca, haciendo un esfuerzo cruel contra los más vivos instintos de su naturaleza. ¡Pues qué! ¿Dios Criador será contrario de Dios Salvador? Dios, que nos ha comunicado el amor de nosotros mismos, que lo ha escrito en nuestras almas con caracteres indelebles, ese mismo Dios, cuando obra, como dicen Vds., en el orden de la gracia, ¿se complacerá en obrar contra sí mismo como autor de la naturaleza? Estas son cosas que yo no he podido comprender nunca; y difícil se me hace creer que V. consiga disiparme las tinieblas que en esta parte me impiden conocer la verdad. Bien se me alcanza que V. se me ha de descolgar con un elocuente sermón sobre la miseria y la iniquidad del hombre, sobre los justos motivos que tenemos para profesarnos un odio santo; pero desde luego le prevengo a V. que esa santidad yo no puedo desearla; que, por más débil y vano y malo que me conozca, yo no puedo menos de quererme, y que, comparando mi nada con la elevación de los querubines, más afición me siento, más amor a mi menguado ser, que no hacia aquellas elevadas inteligencias que diz que rayan muy alto allá en las jerarquías celestiales.» El tono de seguridad con que V. se expresa, me hace entender que tiene V. aquí algo más que dudas, pues, según parece, abriga verdaderas convicciones; y no lo extraño, supuesto que estriba V. en un principio falso, lo da por cierto, y sobre él levanta el edificio de sus discursos. Algunas palabras que habrá, leído V. en ciertos libros místicos las ha tomado V. al pie de la letra, y de aquí el achacar a la religión doctrinas que ella no profesa.

     ¿Quién le ha dicho a V. que el cristianismo condena el amor propio, entendiendo esta condenación en un sentido riguroso? He aquí el vacío que ha dejado usted en sus raciocinios: no se ha cuidado de asegurarse bien del principio en que los apoyaba, y así, creyendo construir sobre base sólida, ha formado, como suele decirse, un castillo en el aire. No es la primera vez que esto le acontece a la religión, pues sucede muy a menudo que para combatirla se forman fantasmas, y contra ellos se pelea llamándolos hijos suyos, cuando no son más que creaciones del pensamiento del mismo que la ataca. No quiero yo decir que V. haya procedido en esta parte de mala fe; estoy seguro de que padece una equivocación, que reconocerá tan pronto como yo se la ponga de manifiesto; y esto me lisonjeo de poder lograrlo, no obstante lo que V. dice de que ha de ser difícil disipar las tinieblas que le impiden el conocimiento de la verdad. Por lo que toca a descolgarme con el elocuente sermón sobre la miseria y maldad del hombre, me parece que debiera V. vivir tranquilo, cuando hartas pruebas le tengo dadas de que no soy aficionado a declamaciones de ninguna clase. Pero vamos al punto de la dificultad.

     Es falso que la religión nos prohíba el amarnos nosotros mismos; y tan falso es, que, antes al contrario, uno de sus preceptos fundamentales es este mismo amor. Para convencerle a V., no necesito más que el catecismo. Creo que no se le habrá olvidado todavía aquello de que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, en lo cual está consignado de la manera más explícita el precepto del amor que cada cual debe profesarse a sí propio. Este amor se nos da por modelo del que debemos tener a los prójimos; y claro es que el precepto sería contradictorio, si se nos prohibiese ese mismo amor, que ha de servir de dechado y como de norma, para arreglar el que debemos a los otros.

     ¿Sabe V. que aquel principio que corre muy válido en el mundo de que la caridad bien ordenada comienza por sí mismo, está expresamente consignado en todos los tratados teológicos que se han escrito sobre la caridad? En ellos se explica el orden que ésta debe seguir, según son diferentes las relaciones con los objetos a que se extiende, y, siendo el primero y principal Dios, el segundo somos nosotros mismos.

     Por el pronto ya ve V. que quedan desbaratados todos sus raciocinios, ya que he negado redondamente el principio en que estribaban, aduciendo en pro de mi negación pruebas tan claras y sencillas, que V. no podrá desechar; sin embargo, quiero ampliar mis ideas sobre este punto, haciendo de ellas aplicaciones que le dejen a V. cumplidamente satisfecho.

     Otra vez volveremos al catecismo: en él se nos dice que el hombre es criado para amar y servir a Dios en esta vida y gozarlo en la eterna bienaventuranza. Ahora bien; todos nuestros actos tienen por fin: Dios y nuestra felicidad eterna. Quien desea ser eternamente feliz, ¿no se ama a sí mismo? Quien tiene la obligación de trabajar toda su vida para alcanzar esta felicidad, ¿no tiene la obligación también de amarse muchísimo a sí mismo? o, mejor diré, estas dos obligaciones ¿no se refunden en una sola? El cristiano tiene por dogma de que esta vida es un tránsito para la otra; si desprecia lo terreno, si no hace caso de las vanidades del mundo, es porque todo es pasajero, todo es nada en comparación de la dicha que tiene prometida para después de su muerte, si procura merecerla con sus buenas obras: sus bienes, su salud, su vida, su honra, todo debe perderlo antes que empañar su conciencia con un solo acto que le cerrara las puertas del cielo; pero en esa abnegación, en ese desprendimiento de sí mismo, queda salvo el amor propio bien ordenado, pues se desprecia lo poco para alcanzar lo mucho, se abandona lo terrenal por obtener lo celeste, se deja lo temporal por ganar lo eterno. Bien examinadas las doctrinas cristianas, se encuentra que hermanan y harmonizan de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo; y, por consiguiente, es de todo punto falso que esta inclinación natural que nos lleva a amarnos a nosotros mismos, quede destruida por la religión; es rectificada, bien ordenada, purificada de las manchas que la afean, preservada de los extravíos que pudieran perderla, dirigida al supremo fin, infinitamente santo, infinitamente bueno, que es Dios.

     ¿Cómo se entiende, pues, esa muerte del amor propio de que están hablando los autores místicos? Se entiende la extirpación de los vicios, el refrenar las pasiones, el guardarnos del orgullo; en una palabra, el cuidar de que el amor del hombre sensual no dañe al hombre moral. El hacer que prevalezca lo superior sobre lo inferior, no es matar el amor, sino hacerle obrar en un sentido conforme a la ley eterna y altamente provechoso a nosotros mismos: quien se abstiene de una comida a la que se siente inclinado por su apetito, si lo hace con el fin de evitarse el daño que de ella teme, ¿podrá decirse, por ventura, que no se ame, que se aborrezca a sí propio? Se dirá, con mucha verdad, que se priva de un gusto; pero esta privación dimana del mismo afecto que tiene a la conservación de la salud, y por lo mismo procede de este mismo amor propio bien entendido, que le induce a sacrificar lo menos a lo más, y no le permite dañarse la salud por complacer el apetito del momento. Con este ejemplo tan sencillo, y que presenciamos todos los días sin que cause ninguna extrañeza, se explican fácilmente las relaciones de las doctrinas cristianas con el amor propio, no siendo necesario más que extender el mismo principio a objetos elevados, y considerar que la norma que ha dirigido una acción particular, es la misma con que se ordena toda la conducta del cristiano.

     «Pues, ¿cómo se dice que nos aborrezcamos a nosotros mismos?» Este aborrecimiento no se refiere, ni puede referirse, sino a lo que hay en nosotros de malo, ya sea actos o hábitos pecaminosos, va sea ciertas inclinaciones que tienden a apartarnos del camino de la ley de Dios; pero de ninguna manera debemos ni podemos aborrecer nuestra naturaleza en lo que tiene de bueno, en lo que es obra de Dios; antes al contrario, debemos amarla, y la prueba de que es así, está en que debemos aborrecer el mal que haya en ella, y aborrecer el mal de una cosa, es desear su bien, es amarla.

     Ya sabe V., mi estimado amigo, que de las reglas dadas para la conducta de los cristianos, unas son preceptos, otras consejos: la observancia de las primeras es necesaria para la eterna salvación: la de las segundas contribuye a hacernos perfectos en esta vida, y a merecernos más alto grado de gloria en la venidera; mas no nos obliga de tal suerte, que, si lo omitimos, nos hagamos reos de culpa. Esto mismo se aplica a la conducta con respecto al amor propio: por los prefectos estamos obligados a abstenernos de toda infracción de la ley de Dios, por más que a ello nos impulsen nuestros apetitos desordenados, así como debemos sacrificar el placer que nos resulta de la satisfacción de las pasiones, cuando se trate de ejercer un acto expresamente mandado en la ley divina: a sofocar de esta manera el amor propio todos estamos obligados; si no lo hacemos así, tenemos por dogma que no nos será otorgada la vida eterna, antes sí un castigo que no tendrá fin. Pero hay ciertas abstinencias, ciertas mortificaciones de los sentidos que no entran en el orden de los preceptos, y pertenecen sólo al de los consejos. Estas mortificaciones las vemos practicadas, con más o menos rigor, por las personas que desean caminar hacia la perfección, y en algunos santos hallamos la austeridad conducida a tan alto punto, que nos asombra y aterra. Mas en estos mismos santos no estaba ahogado el amor bien entendido de sí mismo: se entregaban sin tasa a la penitencia, ya para purificarse cumplidamente de sus faltas, ya también para hacerse más agradables al Señor, ofreciéndole en holocausto sus sentidos, su cuerpo, todo cuanto tenían y todo cuanto eran; pero estos hombres extraordinarios ¿se olvidaban, por ventura, de sí mismos? Se olvidaban, sí, del hombre sensual, o, mejor diremos, le tenían declarada guerra a muerte, abatiéndole, atormentándole cuanto les era posible; pero la razón de esto se encuentra en que le miraban como enemigo del hombre espiritual, como enemigo temible, altamente peligroso, de quien no convenía fiarse un solo instante, a quien no se podía soltar la cadena del cuello sin el riesgo inminente de que se levantara contra su dueño, que es el espíritu, y le redujese a esclavitud. Pero la salvación de su alma, la felicidad eterna en la otra vida, tanto distaban de olvidarla aquellos ilustres penitentes, que antes bien suspiraban incesantemente por ella; ansiaban vivamente que Dios les librase de este cuerpo que los agravaba: así es que el mayor de sus deseos era disolverse y estar con Cristo. La visión de Dios, la unión con Dios en lazos de inefable amor, era el objeto de sus esperanzas, de sus ardientes deseos, de sus continuos gemidos; así es que no puede decirse que se aborreciesen a sí mismos en toda la propiedad de la palabra, sino que se amaban con amor más bien entendido que el resto de los mortales.

     Con las consideraciones que preceden, creo que se habrá convencido V. de que estribaba en una suposición falsa, y de que, si intenta continuar sus ataques contra la religión, considerándola como contraria al amor propio, le será preciso argumentar sobre otros principios. En efecto, desvanecido completamente el error en que V. vivía de que la religión cristiana nos prohíbe amarnos a nosotros mismos, y probado hasta la última evidencia que no sólo no nos lo prohíbe, sino que, muy al contrario, nos lo manda, sólo le resta a V. un camino, que es probar que la religión entiende de una manera equivocada el amor propio, y que, proponiéndose dirigirle y purificarle, le sofoca y le mata. Pero ¿sabe V. en qué terreno se habrá colocado entonces la cuestión? ¿Sabe V. que, considerada bajo este aspecto, nada tiene que ver con lo que estábamos discutiendo hasta aquí, y que se trata nada menos que de examinar si los preceptos y consejos del Evangelio son justos, son santos, son prudentes? No creo que usted se atreva a entablar disputa sobre una verdad generalmente reconocida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Ellos niegan sus dogmas, se burlan de sus creencias, se ríen de su jerarquía, desprecian su autoridad, la consideran como un mero sistema filosófico, despojándole de todo carácter sobrenatural y divino; pero, en llegando a su moral, todos están acordes en que es pura, en que es admirable, sublime, en que es superior a la de todos los legisladores antiguos y modernos, en que se halla en íntima harmonía con la luz de la razón, con los más nobles y bellos sentimientos que se albergan en nuestra alma, en que es la única digna de reinar sobre la humanidad y de dirigir los destinos del mundo; de suerte que, cuando, entregados a sus vanos pensamientos, forjan allá en su mente cristianismos reformados o religiones totalmente nuevas, todos adoptan como modelo de su moral lo enseñado en el Evangelio, y, aun cuando quizás en el fondo de su corazón profesen, con respecto a la moral misma, doctrinas degradantes y altamente funestas, no se atreven por lo común a exponerlas en público, y se deshacen en elocuentes elogios de la dulzura, de la santidad, de la elevación de las máximas salidas de la boca de Jesucristo.

     Se hallará V., pues, en grave conflicto si se propone dirigir sus ataques sobre este punto; y así es que me atreveré a darle un consejo, que bien lo han menester la mayor parte de los que inculpan a la religión, y es que, al juzgar alguno de sus dogmas o máximas, no se deje V. llevar de esa ligereza que falla sobre los objetos de la mayor importancia, sin haberse tomado la pena de examinarlos con la debida atención; y que reflexione que lo que han creído y enseñado y practicado tantos hombres eminentes en talento y sabiduría, sin duda debe de estar muy fundado, y no es fácil que venga al suelo con cuatro observaciones, que, por ingeniosas, no dejan de ser extremadamente fútiles. Créame V.: cuando se le ocurran argumentos de esta clase, que con tanta facilidad le parecen derribar alguna verdad religiosa, suspenda V. el juicio; no se precipite, medite, o lea, o consulte, que bien pronto echará de ver que el invencible Aquiles no tiene más fuerza que la que le suministra una suposición falsa, o un raciocinio mal trabado. No dudo que se habrá V. convencido de que, si con el tiempo se resuelve a volver al seno de la religión, podrá V. amarse a sí mismo. Entre tanto viva V. seguro del afecto de este S. S. y amigo Q. B. S. M.

J. B.