Cartas a un escéptico en materia de religión

Por Jaime Balmes

 

Carta IX

Panteísmo de la filosofía alemana.

Hégel. Lo que es la religión en sentido de este filósofo. La substancia universal de su sistema. La idea. Su desarrollo. La existencia. Panteísmo de Hégel. La esfera lógica. La razón impersonal. Las leyes objetivadas. Sus sueños con respecto a las leyes de la naturaleza. Sus pretendidas demostraciones astronómicas. El planeta Ceres. Atrevimiento de Hégel contra Newton. Ingenua confesión de Link, admirador del filósofo alemán.

     Mi estimado amigo: En la carta anterior le manifesté a V. mi opinión poco favorable a la moderna filosofía alemana, aventurándome a calificarla con una severidad que V. quizás debió de reputar excesiva. Este atrevimiento, tratándose de hombres que han adquirido mucha celebridad, y cuyas palabras son escuchadas por algunos cual si salieran de boca de oráculos infalibles, me impone el deber de probar lo que allí dije, y hacerlo de manera que no consienta réplica. Bien se acordará V. de mis quejas sobre la doctrina de dichos filósofos con respecto al panteísmo, y que los acusaba de resucitar los errores de Espinosa, bien que envueltos en formas misteriosas de un lenguaje simbólico y enfático; este cargo es el que voy a justificar con respecto a Hégel.

     Según este filósofo, la religión es el «producto del sentimiento o de la conciencia que el espíritu tiene de su origen, de su naturaleza divina, de su identidad con el espíritu universal». Podríamos dudar del verdadero sentido de aquella expresión su naturaleza divina, si anduviese sola, pues que, siendo nuestra alma criada a imagen y semejanza de Dios, y distinguiéndose por su elevación sobre todos los seres corpóreos, dable sería pensar que Hégel sólo trataba de recordar la nobleza y dignidad de nuestro espíritu, fundando el sentimiento religioso en la conciencia que tenemos de que nuestro origen, nuestra naturaleza y destino, son muy superiores a este pedazo de barro que envuelve nuestra alma, que la embaraza y agrava. Pero el filósofo alemán, tuvo cuidado de explanar sus ideas, añadiendo que nuestro espíritu era idéntico con el espíritu universal. ¿Qué será ese espíritu universal que absorbe, que identifica en sí todos los espíritus particulares? ¿no es esto la proclamación pura y simple de un panteísmo espiritualista? ¿no es esto afirmar que Dios es todos los espíritus y que todos los espíritus son Dios? ¿que el pensamiento, el alma de cada hombre, no es más que una modificación del Ser único, en el cual todos se confunden e identifican? Pero oigamos de nuevo al filósofo alemán, por ver si acaso no habríamos comprendido bastante bien el sentido de sus palabras. «Esta conciencia, continúa Hégel, se halla primero envuelta en un mero sentimiento, cuya expresión es el culto: en seguida la conciencia se desenvuelve, Dios pasa a ser objeto, y de aquí nacen las mitologías y todo lo que se llama la parte positiva de la religión; pero detenerse en este segundo estadio donde el Dios del universo es adorado en el mármol de Fidias, donde Jesucristo no es más que un personaje histórico, sería mentir contra el espíritu.»

     «En la religión los pueblos deponen sus ideas sobre la esencia del mundo y las relaciones que con ésta tiene la humanidad. El ser absoluto es aquí el objeto de su conciencia; hay otro más allá que ellos se representan, ora con los atributos de la bondad, ora con los del terror. Esta oposición no existe en el recogimiento de la oración y en el culto: y el hombre se eleva a la unión con el Ser divino. Pero este Ser divino es la razón en sí y para sí, la substancia universal concreta; la religión es la obra de la razón que se revela.» Quizás extrañará V. que el filósofo alemán se anduviera en tantos rodeos para venirnos a decir que la religión no es más que una ulterior manifestación de la razón, que el Ser divino, el Ser objeto religioso y del culto, es decir, Dios, no es más que la razón misma, bien que en sí y para sí, o bien la substancia universal concreta: yo no sé si estará V. muy versado en estas materias, para comprender la jerigonza de un ser que es en sí y para sí, que es la razón humana, y que, por añadidura, es la substancia universal concreta. Sea como fuere, procuraré darle a V. alguna explicación del sentido que envuelven las enigmáticas palabras de nuestro metafísico.

     Para la inteligencia de esto debe V. advertir que según Hégel, el mundo entero no es más que la evolución de la idea, y que, según el grado en que se encuentra la expresada evolución se dice que los seres son en sí; y, cuando ésta ha llegado a mayor progreso, se dice que los seres son para sí. Me preguntará V. ¿qué es la idea? En dictamen de Hégel no es otra cosa que la «harmoniosa unidad de este conjunto universal que se desarrolla eternamente»; «todo lo que existe, añade, no entraña verdad sino en cuanto es la idea que ha pasado al estado de existencia, porque la idea es la realidad verdadera y absoluta». Y no crea V. que con semejante definición se nos quiera expresar la inteligencia divina, o bien la infinita esencia del Criador, en la cual está representado, desde toda la eternidad, todo lo existente y todo lo posible; nada de esto: cuando Hégel habla de la harmoniosa unidad, se refiere a este conjunto universal que tiene un desarrollo eterno, es decir, al mundo mismo, que va tomando diferentes formas y modificándose de varias maneras. «Para comprender, dice, lo que es esta evolución, por la cual la idea se produce y acaba, es preciso distinguir dos estados: el primero es conocido con el nombre de disposición, virtualidad, potencia, y yo le llamo ser en sí; el segundo es la actualidad, la realidad, o lo que yo apellido ser para sí. El niño que nace tiene la razón virtualmente, en germen, mas no posee todavía la posibilidad real de la razón. Es razonable en sí, pero no llega a serlo para sí, sino a medida que se desenvuelve. Todo esfuerzo para conocer y saber, toda acción, no tiene otro objeto que sacar a luz lo que está oculto, que realizar o actualizar lo que existe virtualmente, de objetivar lo que es en sí, de desenvolver lo que existe en germen.»

     «Llegar a la existencia es sufrir un cambio, y, sin embargo, quedar lo mismo; ved, por ejemplo, cómo la encina sale de la bellota; prodúcense cosas muy diversas, pero todo estaba encerrado ya en el gerraen, aunque invisible e idealmente.»

     Pasaré por alto las muchas y graves consideraciones que podrían hacerse sobre el peregrino significado que da el filósofo alemán a la palabra idea. Se les había ocurrido a los autores de sistemas ideológicos el excogitar varios para explicar el misterio del pensamiento, dando también diferentes acepciones a la palabra idea; pero decir que ésta es «la harmoniosa unidad del conjunto universal que se desarrolla eternamente», o, en términos más claros, llamar idea a la naturaleza misma, creo que sólo podía venir a la mente de quien, proponiéndose confundirlo todo en el monstruoso panteísmo, comienza por dar a las palabras una significación inusitada y extravagante. Yo desearía que se me explicase qué necesidad hay de tantos rodeos para llegar a decirnos que en el mundo no hay más que un ser, o una substancia, que ésta sufre diferentes modificaciones, y que todo cuanto existe no es más que uno de los accidentes del conjunto universal que sin cesar se transforma. Éste es ciertamente el pensamiento de Hégel: el niño tenía el uso de razón en potencia, el adulto en acto; aun más, y hablando con mayor precisión: el mismo adulto, cuando piensa, está en acto: cuando duerme, está en potencia de pensar.

     Dice Hégel que todo esfuerzo para conocer y saber, y hasta toda acción, tiene por objeto el sacar a luz lo que está oculto, realizar o actualizar lo que es virtualmente: esto necesita comentarios: es verdad que el esfuerzo para conocer y saber tiende a hacernos presente y ponernos en claro lo que para nosotros está u obscuro o enteramente oculto; pero no lo es que ninguna acción tenga otro objeto que realizar o actualizar lo que es virtualmente. No puede negarse que en el orden de la naturaleza hay un desarrollo continuo en que unos seres salen de otros, como la encina de la bellota; pero los hay también cuya esencia se opone a que hayan dimanado de otro cualquiera, a no ser que hayan pasado instantáneamente de la no existencia a la existencia, es decir, sin haber sido criados.

     «Llegar a la existencia, dice Hégel, es sufrir un cambio, y sin embargo, quedar lo mismo»: esta proposición asentada en general destruye toda idea de creación, pues que no existe ésta, cuando no se pasa de la nada al ser. Si llegar a la existencia no es más que sufrir una mudanza y quedar lo mismo, tendremos que, cuando el universo comenzó a existir, no fue porque hubiese sido criado por Dios, sino porque, verificándose una gran transformación en la materia preexistente, resultó ese conjunto que nos asombra con su inmensidad, y nos encanta con su belleza y harmonía. Semejante suposición nos lleva en derechura a la eternidad del mundo, al caos de los antiguos, a todos los absurdos sobre el origen de las cosas, que las luces del cristianismo habían desterrado de la tierra.

     Extraño es que filósofos que se glorían de altamente espiritualistas, que manifiestan despreciar el materialismo francés del siglo pasado, lo establezcan tan lisa y llanamente combatiendo la espiritualidad, la inmortalidad, y el origen divino de nuestra alma. Si cuando ésta comienza a existir no hay más que la mudanza de un ser, a manera que la encina es lo contenido en la bellota, bien que desenvuelto y transformado, podremos inferir que el alma brota del fecundo seno de la naturaleza lo propio que los gérmenes materiales; será un producto más o menos útil, más o menos activo, más o menos depurado, pero no será más que el ser que ya antes existía, que la planta salida de la semilla. Esta doctrina es esencialmente materialista, sin que basten a sincerarla de tan grave cargo todos los misterios y enigmas del nuevo lenguaje filosófico. Lo que es simple, lo que es indivisible, no puede ser el resultado de la transformación de otro ser; lo que pasa de un estado a otro adquiriendo una nueva forma, una nueva existencia, como lo hacen los vegetales salidos del germen, es compuesto; porque no es dable concebir esa mudanza sucesiva sin acompañarle la idea de partes. Podemos muy bien admitir que una substancia enteramente simple ejerza actos muy diferentes, y reciba impresiones muy varias, pues que todas estas modificaciones pueden realizarse sin alterar su naturaleza, como en efecto lo estamos experimentando a cada paso con respecto a nuestro espíritu; pero afirmar que la substancia misma no es más que otra transformada y desenvuelta, es asentar que esta substancia consta de partes, que se pueden combinar de distintas maneras.

     La dificultad de atacar semejantes delirios proviene de que esos nuevos filósofos han tenido la ocurrencia de adoptar un lenguaje tan extraño y enigmático, que siempre está uno en la duda de si ha dado o no en el verdadero sentido del autor. Así, en el caso que nos ocupa, si Hégel hubiese dicho sencillamente que en el mundo no hay más que un ser, una substancia, que comprende en sí todo el conjunto de cuanto existe, añadiendo que lo que a nosotros nos parecen seres o substancias particulares, no son otra cosa que modificaciones de la substancia única que todo lo absorbe, sabríamos que tenemos a la vista un profesor del panteísmo, y al combatirle no vacilaríamos sobre cuáles son los mejores argumentos para demostrar la falsedad del monstruoso sistema. Pero, ¿cómo quiere V. haberselas con un hombre que empieza hablándole de idea, de harmoniosa unidad, de conjunto que se desarrolla eternamente, de idea que es la realidad misma, de evoluciones, de ser en sí y para sí, de tránsitos de virtualidad a la actualidad, todo para venir a parar a que el universo entero no es más que un desarrollo sucesivo, saliéndole al fin con el estupendo descubrimiento de que un niño al nacer tiene la razón virtualmente, mas que no la posee actualizada, y que la encina ha salido de la bellota?

     Las ramas, dice Hégel, las hojas, las flores, el fruto de una misma planta, proceden cada uno para sí, mientras que la idea interior determina esta sucesión. ¿Sabría V. decirme lo que debe de ser el que las ramas, las hojas, las flores, el fruto procedan para sí, ni cuál podrá ser el significado de la idea interior, aplicada a las plantas? ¿Supone Hégel que dentro de la naturaleza hay un ser inteligente y próvido que lo ve todo, que lo arregla todo, queriendo llamar idea el pensamiento de este ser, distinguiéndole, empero, de la materia? Entonces vendrá a parar a la idea de Dios, porque también decimos nosotros que Dios está en todos los seres, en todas las partes, viéndolo todo, ordenándolo todo, conservándolo todo, presidiendo a ese magnífico desarrollo que de continuo se está obrando en la naturaleza, conforme a las leyes establecidas por el Criador. Mas nosotros afirmamos que el autor de tantas maravillas existía desde toda la eternidad, antes que nada existiese fuera de él; y ahora conserva, mueve, vivifica el mundo; no como el alma al cuerpo, sino de una manera independiente, libre, sin estar ligado con su criatura, sino obrando por medio de su voluntad omnipotente, y repitiendo a cada paso lo que con tan sublime pincelada nos describió Moisés: hágase la luz, y la luz fue hecha. Pero, el dar a la naturaleza una idea interior, atada, por decirlo así, con los seres corpóreos, es afirmar que el mundo es un ser animado, que funciona del propio modo que nuestro cuerpo, vivificado por el alma; lo que, si anda acompañado de la confusión del espíritu con la materia, si se supone que la existencia de los seres espirituales y corporales no es más que un desarrollo simultáneo del admirable conjunto, forma el panteísmo puro, tal como lo concibiera Espinosa.

     Quizás no creía V., mi apreciado amigo, que a tal extremo llegara la filosofía moderna de los indignos sucesores de Leibnitz; mas, por esto he creído conveniente presentarle a V. los mismos textos del ponderado filósofo, para que se convenciera a un tiempo de que la ensalzada superioridad se reduce a resucitar errores antiguos, bien que cubiertos con nombres extravagantes. Interminable sería esta carta, y estoy seguro de que se le haría a V. algo pesada, si me propusiera mostrarle, ni aun en resumen, todas las paradojas a que fue conducido Hégel por su enigmático sistema. Nada le diré a V. del desarrollo de la idea en la esfera lógica, de la razón impersonal, y otras cosas por este tenor; quiero limitarme a decirle dos palabras sobre la peregrina esperanza que abrigaba el filósofo de que por medio de su teoría era dable determinar a priori las leyes del mundo físico. Riéranse ciertamente Newton y Leibnitz de pretensión tan extraña; riéranse todos los físicos modernos, acordes en que no hay otro medio para llegar al conocimiento de las leyes de la naturaleza que la observación; pero Hégel les respondería con la mayor seriedad que, no siendo las leyes del mundo físico otra cosa que las de nuestro espíritu, bien que objetivadas, es muy posible pasar del conocimiento de éstas al de aquéllas. Ciertamente que debiera de encontrarse algo embarazado el filósofo alemán, si se le exigiese una explicación clara y precisa sobre esas leyes de nuestro espíritu, que son al propio tiempo leyes de la naturaleza. Curioso sería ver indicada la ley de nuestro espíritu que, aplicada al mundo corpóreo, se convierte en atracción universal, ejercida en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias; a qué se reducen las leyes de afinidad cuando, al dejar de ser objetivadas, quedan simplemente leyes de nuestra alma. Los poetas, los oradores, los filósofos, habían descubierto ya muchas analogías entre el mundo moral y el físico; analogías que, aprovechadas por el ingenio, y embellecidas con los colores de fecunda imaginación, sirven admirablemente para comparar de continuo, unos con otros, órdenes de seres muy diferentes, animando, variando y hermoseando el estilo; pero estaba reservado a Hégel el no contentarse con simples comparaciones, el establecer completa identidad, de suerte que la observación dejase de sernos necesaria para penetrar los arcanos de la naturaleza, bastándonos meditar sobre las leyes de nuestro espíritu, es decir, abstraernos de todo cuanto nos rodea, y en seguida objetivar las leyes descubiertas, quedando de esta manera demostradas a priori todas las que rigen el cielo y la tierra.

     Creerá V., sin duda, que sin fundamento me estoy chanceando a costa del filósofo alemán y que trato de dar a la discusión este giro, sin cuidar de la verdadera mente de Hégel, y sólo atendiendo a que es preciso amenizar algún tanto materias tan ingratas de puro abstrusas. Pues debe V. saber que no estoy combatiendo un gigante fantástico que yo haya tenido la humorada de crear para partirle de un tajo; las paradojas que acabo de impugnar las sostenía Hégel con la seriedad de un alemán, y no tengo yo la culpa si el negocio es extravagante con sus ribetes de ridículo. Propúsose nada menos que construir con el auxilio de un sistema todas las ciencias naturales; y en sus obras encontrará V. aplicaciones a la mecánica, a la física, a la geología, las que pretende fundar en sus teorías metafísicas. Verdad es que el cielo no se cuidaba mucho de las profecías del filósofo y que alguna vez le dejó muy malparado; pues que, habiendo tenido la ocurrencia de demostrar a priori que entre Marte y Júpiter, no podía haber otro planeta, nos vino cabalmente en el mismo año el célebre astrónomo Piazzi descubriendo a Ceres, que, como V. no ignora, tiene su asiento allí donde, según la demostración de Hégel no podía tener cabida ningún planeta.

     Quien a tanto se atrevía no es extraño que se permitiese motejar al inmortal Newton hasta de una manera poco decorosa. A pesar de tamaño orgullo, es cierto que la posteridad nos aprobaría que se escribiera sobre el sepulcro del metafísico alemán lo que con tanta razón se halla en el del astrónomo inglés: «sibi gratulentur mortales tale tantumque extitisse humani generis decus.»

     Llegó a tal punto la manía de Hégel sobre este particular que su admirador Link no pudo menos de decir: «aflicción causa el ver de qué manera habla nuestro autor de los objetos pertenecientes al dominio de las ciencias naturales, de la astronomía y de las matemáticas; y, sin embargo, él gusta de hablar sobre esto, y lo hace siempre con tono tan magistral y tan amargo, que le daría a uno risa, si reírse pudiera al ver a un hombre como él, extraviarse de un modo tan lastimoso. Este mal de Hégel empeoraba en la última época de su vida, y hasta se enojaba contra los que no se decidían a admirarle.»

     Bien se habrá convencido V., mi apreciado amigo, de que no sin razón me había mostrado algo severo con la moderna filosofía alemana; ciertamente que no necesita comentarios la doctrina que acabo de examinar, para que se vean, no sólo su tendencia y espíritu, sino lo que es en sí, en realidad. Espero volver otro día sobre este punto, y entre tanto viva usted seguro del afecto de este su amigo y S. S. Q. B. S. M.

J. B.