Por Jaime Balmes
Los
nuevos espiritualistas franceses y alemanes.
Ilusiones del escéptico. Filosofía alemana. Leibnitz. Sus doctrinas. Su oposición a Espinosa. Su religiosidad. Errores de Kant. Sus doctrinas con respecto a las pruebas metafísicas de la inmortalidad del alma, de la libertad del hombre y duración del mundo. Observaciones sobre la abnegación de la razón. Fichte. Sus errores. Schelling. Notables palabras de madama Staël. Hégel. Su vanidad intolerable. Dificultad de que se extienda en España la filosofía alemana.
Mucho
me alegro, mi estimado amigo, de que nada tengan que ver con V. los argumentos
que aducir suelen los apologistas de la religión contra los defensores del
materialismo y de la ciega casualidad, y no puedo menos de felicitarle por
«hallarse ya, como me dice en su apreciada, radicalmente curado de su afición
a los libros donde se enseñan las doctrinas de Volney de La Mettrie». A decir
verdad, no esperaba menos del claro talento y noble corazón de V., pues no
concilio cómo, en poseyendo semejantes cualidades, sea posible leer obras de
esta clase. Yo de mí sabré decir que las encuentro tan faltas de solidez como
abundantes de mala fe; y que lejos de apartarme de la religión, me afirman más
y más en ella: los convulsivos esfuerzos del error impotente dan una idea más
grande de la verdad. Sin embargo, me permitirá V. que le advierta del error en
que incurre cuando dispensa tan pomposos elogios a los nuevos espiritualistas
alemanes, franceses; pues nada menos les atribuye que el ser los restauradores
de las buenas doctrinas, devolviendo a la humanidad los títulos de que la
despojara la filosofía volteriana. Cada época tiene sus opiniones y presiones
de buen tono; ahora no podría uno pertenccer a la escuela del siglo XVIII, aun
cuando lo quisiese: es preciso hablar del espiritualismo de Kant, Fichte,
Schelling, Hégel, Cousín, y desechar el sensualismo de Destutt-Tracy, Cabanis,
Condillac y Locke, si no se quiere pasar plaza de rezagado en materia de
conocimientos filosóficos. Enhorabuena que no se profese ninguna religión,
pero es indispensable tener siempre en boca el sentimiento religioso, los
destinos de la humanidad, y hasta no escrupulizar de vez en cuando en
pronunciar las palabras Dios y Providencia. Hablando ingenuamente, cuando he
leído en su apreciada de V. los nombres que acabo de recordar, no he podido
convencerme de que V. se hubiese devanado mucho los sesos en el estudio de altas
y abstrusas cuestiones metafísicas; más bien me inclinaría a creer que sus
ideas sobre el particular habrán sido cogidas al vuelo en los periódicos, sin
haberse tomado mucha pena en aclararlas y analizarlas. No le culpo a V. por
esto, pues al fin sus opiniones, como de un simple particular, no ejercerán
influencia sobre el público; que, si se tratase de un escritor, que debe
siempre saber lo que recornienda o censura, entonces me tomaría la libertad de
amonestarle que anduviese más recatado en sus deseos de introducirnos
innovaciones que podrán sernos muy dañosas.
¿Sabe
V. lo que es la filosofía alemana? ¿Tiene usted noticia de sus tendencias, y
hasta de sus expresas doctrinas sobre Dios y el hombre? ¿Cree V. que el abismo
a donde conduce es mucho menos profundo que el de la escuela de Voltaire?
¿Piensa V., por ventura, que Schelling y Hégel son legítimos sucesores de su
compatriota Leibnitz, de ese grande hombre que, según la expresión de
Fontenelle, conducía de frente todas las ciencias, y que, a pesar de lo que
puede objetarse contra algunos de sus sistemas, abrigaba, no obstante, tan altas
ideas sobre la religión y tantas simpatías por la católica?
La
filosofía de Leibnitz ha ejercido mucha influencia en Alemania, y a él se
debe, en parte, que no se introdujeran allí las doctrinas materialistas de la
escuela francesa del siglo pasado. Sea cual fuere el concepto que se forme de
sus sistemas, no puede negarse que, al paso que revelaban un genio eminente,
contribuían a elevar el espíritu, a darle una viva conciencia de su grandor, y
de que no podía de ningún modo confundirse con la materia. Que si se le echa
en cara su extremado idealismo, responderemos que éste la sido el achaque de
los más altos pensadores, desde Platón hasta Bonald.
Para
Leibnitz no era Dios el alma de la naturaleza o la naturaleza misma, como
sustentan algunos filósofos modernos; sino un Ser infinitamente sabio,
poderoso, perfecto en todos sentidos; el panteísmo, que tan lastimosamente ha
extraviado en los últimos tiempos a ciertos pensadores alemanes, era, en
concepto de Leibnitz, un sistema absurdo. El alma humana tampoco la consideraba
el ilustre fiilósofo como una especie de modificación del gran Ser que todo lo
absorbe y con todo se identifica, como opinan los panteístas; sino que la
tenía por una substancia espiritual, esencialmente distinta de la materia, así
como infinitamente distante del Criador que le ha dado la existencia.
Sabido
es que impugnó victoriosamente el sistema de Espinosa, y que, en tratándose de
Dios y de la inmortalidad del alma, los principios de la moral, y los premios y
castigos de la otra vida, no podía sufrir que el espíritu del error esparciese
sus tinieblas sobre tan sagrados objetos. «No puede dudarse, escribía a Molano,
que el sapientísimo y poderosísimo gobernador del universo tiene destinados
premios para los buenos y castigos para los malos, y que esto lo ejecuta en la
vida futura, ya que en la presente quedan impunes muchas acciones malas, y
muchas buenas sin recompensa.» Este lenguaje no es, por cierto, el de los
modernos panteístas, y por él se echa de ver que los filósofos alemanes, al
resucitar el sistema de Espinosa, se han desviado de las huellas de su ilustre
antecesor. No ignoro que los escritores alemanes a quienes aludo, conservan
todavía la abstracción y el sentimentalismo propios de su nación, y que no
participan de la ligereza y trivialidad que ha caracterizado a los incrédulos
de la escuela francesa; pero es preciso no olvidar que el sentimiento no basta
cuando no está enlazado con la convicción, y que el corazón ejerce muy mal
sus funciones cuando éstas son contrarias al impulso de la cabeza.
Además,
si la Alemania continúa en sus ideas impías, al fin se resentirá de ellas el
carácter; y el sentimiento religioso, ya muy debilitado por el protestantismo,
vendrá a extinguirse en manos de la impiedad. Disfrácese como se quiera la
doctrina del panteísmo, entraña la negación de Dios; es el ateísmo puro,
sólo que toma otro nombre. Si todo es Dios, y Dios es todo, Dios será nada; lo
único que existirá será la naturaleza con su materia, y sus leyes, y sus
agentes de diversos órdenes; todo lo cual lo admiten muy bien los ateos, sin
que por esto entiendan que han abjurado su sistema. Si la criatura piensa que es
una parte del mismo Dios, o Dios mismo, por el mismo hecho niega la existencia
de un Dios que le sea superior y pueda pedirle cuenta de sus obras; la divinidad
será para él un nombre vano, y podrá adherirse al dicho del alemán que, al
levantarse de un banquete, exclamaba: «todos somos dioses que hemos comido muy
bien.»
La
religiosidad de Leibnitz era por cierto más sólida y profunda. Véase cómo
desenvuelve sus ideas en el lugar arriba citado. «El olvidar en esta vida el
cuidado de la venidera, que está inseparablemente unida con la divina
Providencia, y el contentarse con cierto inferior grado de derecho natural, que
también puede tenerlo un ateo, es mutilar la ciencia en sus más bellas
partes, y destruir muchas buenas acciones. ¿Quién correrá el peligro de
su fortuna, dignidad y vida, por sus amigos, por su patria, por la república,
ni por la justicia y la virtud, si, arruinados los demás, él puede continuar
viviendo entre los honores y la opulencia? Porque, el posponer los bienes
verdaderos y positivos a la inmortalidad del hombre, a la fama póstuma, es
decir, a un rumor del cual nada nos llegaría, ¿no fuera una virtud de un
brillo bien falso?»
No
me propongo examinar todas las opiniones de los filósofos alemanes, ni
deslindar hasta qué punto sean admisibles; sólo me limitaré a hacer resaltar
algunos de sus errores principales, citando el autor que las haya inventado o
prohijado, y sin pretender que caiga la responsabilidad sobre los pensadores de
dicha nación que no sigan en la misma senda.
Kant
no llevó tan adelante sus errores con respecto a Dios, al hombre y al universo,
como lo han hecho algunos de sus sucesores; pero menester es confesar que,
intentando promover una especie de reacción contra la filosofía sensualista,
dejó tan en descubierto las principales verdades, que nada le tiene que
agradecer la filosofía verdadera con respecto a la conservación de ellas. En
efecto: quien afirma que las pruebas metafísicas en defensa de la inmortalidad
del alma, de la libertad del hombre y de la duración del mundo le parecen de
igual peso que las que militan en contra, no es muy a propósito para dejar bien
establecidas esas verdades, sin las que serán un nombre vano todas las
religiones. Enhorabuena que demos mucha importancia al sentimiento y a las
inspiraciones de la conciencia, que conozcamos la debilidad de nuestro
raciocinio y no exageremos sus alcances; pero conviene también guardarnos de
destruirle, de matar la razón a fuerza de desconfiar de ella, extinguiendo esa
antorcha que nos ha dado el Criador, y que es un bermoso destello de la
Divinidad.
Sucede
a veces, mi apreciado amigo, que la abnegación de la razón no proviene de
humildad, sino de un excesivo orgullo, de un exagerado sentimiento de
superioridad que se desdeña de examinar, y que cree suficiente mirar para ver,
sin necesidad de discurrir. No me encontrará V. en el número de aquellos que
en todo apelan al raciocinio, y que nada conceden al sentimiento, nada a
aquellas súbitas inspiraciones que nacen en el fondo de nuestra alma sin que
nosotros mismos sepamos de dónde nos han venido; conozco, y se lo he dicho a V.
mil veces, que nuestra razón es débil en extremo, que es excesivamente
cavilosa, que todo lo prueba, que todo lo combate; pero de aquí a negarle su
voto en las altas cuestiones de metafísica, y desecharla como incompetente para
discernir en ellas entre la verdad y el error, hay una distancia inmensa. Est
modus in rebus.
Si
Kant llevó la sobriedad de la razón hasta un extrerno reprensible,
señalándole límites estrechos en demasía, no faltaron otros que exageraron
las fuerzas de la misma, pretendiendo explicar con su sola ayuda el universo
entero. Sabido es que Fichte se entregó a un idealismo tan extravagante, que,
dándolo todo al alma, llega, por decirlo así, al anonadamiento de todos los
objetos exteriores; su sistema conduce a la negación de la existencia de todo
cuanto no sea el yo que piensa. A pesar de las dañosas consecuencias a
que puede conducir semejante doctrina, no son éstas más peligrosas, e
inmediatamente destructoras de toda religión y moral, que las de Schelling,
quien, no obstante todos los velos con que encubre su sistema, al fin viene a
parar al panteísmo de Espinosa. Poco me importa que en la escuela de Schelling
se me hable de cualidades íntimas que no perecerán cuando yo muera, sino que
volverán a entrar en el vasto seno de la naturaleza; cuando al propio tiempo se
me añade que el individuo, es decir, el ser particular, el alma, se anonada.
Poco me importa que se me hable de espiritualismo y que se condene el
materialismo, si al fin no se me consuela con el pensamiento de la inmortalidad,
si en último resultado se me dice que la inmortalidad es una quimera, y que, si
algo queda de mí después de la disolución del cuerpo, no será yo mismo que
pienso y quiero, sino ciertas cualidades que no sé lo que son, y que poco me
han de importar cuando yo no exista.
No
falta quien ha dicho que Aristóteles había dejado algo obscuros ciertos
pasajes de sus obras, con la mira de que, ofreciendo lugar a interpretaciones
diversas, diesen pie a sus discípulos para defenderle contra sus adversarios.
Sea lo que fuere de semejante conjetura, es preciso convenir en que los
filósofos alemanes han dejado muy atrás en esta parte al filósofo de Estagira
pues han sabido envolver en tan espesa nube sus ideas, que ni aun los iniciados
en el secreto han podido lisonjearse de penetrar sus profundidades. «En sus
tratados de metafísica, dice madama Staël hablando de Kant, toma las palabras
como cifras y les da el valor que le acomoda, sin pararse en el que tienen por
el uso.» Lo mismo puede afirmarse de los más famosos filósofos de la misma
nación; nadie ignora el misterioso lenguaje de Fichte y de Schelling, por lo
tocante a Hégel, él mismo ha dicho: «no hay más que un hombre que me haya
comprendido»; y temiendo, sin duda, que esto era ya demasiado, añadió: «y ni
aun éste me ha comprendido».
Bien
podrá suceder que V. se fatigue, si le presento algunas muestras de esta
filosofía tan ponderada; pero creo muy del caso arrostrar el ligero
inconveniente, pues de esta manera lograré que V. no se deje fácilmente
engañar por encomiadores que ensalzan lo que no comprenden. No dudo que V.
está ya en la convicción de que los filósofos alemanes se pasean por un mundo
imaginario, y que quien forme empeño en seguirlos, es menester que se despoje
de todo lo que se parece a los pensamientos comunes; pero yo creo poderle
demostrar algo más; yo creo poderle demostrar que no basta el desentenderse de
los pensamientos comunes, sino que es preciso olvidarse hasta del sentido
común. Si encuentra V. la palabra demasiado dura, no me culpe de temerario
hasta haberme oído; entre tanto, no olvide V. que tratamos de hombres que han
manifestado un soberano desprecio de todo lo que no era ellos, que han
pretendido enseñar a la humanidad a manera de infalibles oráculos, y que, bajo
apariencias misteriosas y enfáticas, han llevado su orgullo mucho más allá
que todos los filósofos antiguos y modernos.
Hégel,
este hombre a quien, según afirma él mismo, nadie comprendió, nos asegura que
ha fijado los pnincipios, arreglado el sistema y determinado el límite de toda
filosofía. Él lo ha descubierto todo: después de él nada queda por
descubrir; la humanidad no debe hacer más que desarrollar las teorías del
sublime filósofo, y aplicarlas a todos los ramos de los conocimientos. Esto no
fuera tan intolerable, si se tratase de objetos de escasa importancia, si Hégel
no llamara a su tribunal al hombre, a la humanidad, a todas las religiones, a
Dios mismo, y no fallase sobre todo con indecible orgullo. «Hégel, ha dicho
Lerminier, se glorifica en sí mismo; se sienta como árbitro supremo entre
Sócrates y Jesucristo; toma al cristianismo bajo su protección, y parece que
piensa que, si Dios ha criado el mundo, Hégel lo ha comprendido.»
Estas
soberbias pretensiones las encontrará V. en otros filósofos, y no escasean de
ellas los franceses que han bebido en las mismas fuentes y cuyos nombres se nos
citan a veces con misterioso énfasis. Así creo que no será perdido el tiempo
que se emplee en dar una idea de esos delirios, que tal nombre merecen, por más
que se envanezcan con las ínfulas de la ciencia. Como esta carta va tomando
demasiada extensión, no me es posible presentarle a V. los comprobantes de las
aserciones emitidas; pero lo haré sin falta en las inmediatas. No dudo que V.
se quedará profundamente convencido de que esa nueva filosofía que tanto se
nos pondera, no es más que la repetición de los sueños en que se ha mecido en
todos tiempos el espíritu humano, siempre que, en la embriaguez de su orgullo,
se ha desviado de los principios de eterna verdad.
Afortunadamente,
hay en España un fondo de buen sentido que no permite la introducción, y mucho
menos el arraigo, de esas monstruosas opiniones, que tan fácil y benévola
acogida encuentran en otros países; y, por este motivo, no es tan temible que
los errores de que estoy hablando, causen entre nosotros los males que en otros
países han producido. Pero en cambio tenemos que, habiéndose descuidado mucho
en España los estudios filosóficos, siendo muy pocos los que se hallan al
nivel del estado actual de la ciencia, sería fácil que, sin advertirlo los
hombres de sana doctrina y recta intención, se apoderasen de la enseñanza
innovadores alucinados, que extraviasen a la incauta juventud. Digo esto, porque
me temo que a otros suceda lo que, según veo, le estaba sucediendo a V., de
creer que las modernas escuelas alemanas y francesas caminaban nada menos que a
la restauración de un espiritualismo puro, cual lo tenían nuestros mayores, y
cual lo profesan todavía los verdaderos cristianos y los filósofos juiciosos.
De
las demás cartas que pienso escribirle a V. sobre este objeto, sacará V. otro
provecho, cual es, el formarse ideas algo más claras de las que debe tener
ahora, sobre una cuestión importantísima que agita en la actualidad a la
Francia y llama la atención de Europa: hablo de las desavenencias suscitadas
entre el clero francés y la Universidad. Sea cual fuere el juicio que V. forme
sobre la mayor o menor templanza con que haya ventilado la cuestión este o
aquel periódico, y sobre las medidas que hayan creído conveniente adoptar
algunos obispos, al menos se quedará V. convencido de que los católicos del
vecino reino no se alarman sin razón; que hay aquí algo más de lo que nos
quieren dar a entender algunos; que lo que en el fondo se agita es algo más que
la ambición del clero, pues están envueltas en el negocio gravísimas
cuestiones de doctrina. Con esto se me ofrecerá excelente oportunidad de
manifestarle a V. cuán poco caso debe hacerse de esos fallos magistrales que se
leen a cada paso sobre los asuntos de más importancia, y con cuánta injusticia
acusan algunos la intolerancia del clero, cuando son ellos los verdaderos
intolerantes. Hombres hay que, en tratándose de negocios de religión, o no
beben sino en determinadas fuentes, o no consultan más que sus arraigadas
preocupaciones. Ya que no puedo esperar de V. mucho celo religioso, a lo menos
me prometo la imparcialidad. Entre tanto, viva V. seguro del afecto de este S.
S. S. Q. B. S. M.
J.
B.