Por Jaime Balmes
La
sangre de los mártires.
Asiéntase el hecho histórico. Se propone una dificultad contra la fuerza de este argumento. Pasaje de Prudencio. Lo que puede el entusiasmo por una idea. Reflexiones sobre la exaltación de ánimo, según las causas de que procede y el objeto a que se dirige. La guerra. El duelo. El valor y la fortaleza. Régulo y Scévola. Los mártires. Situación horrible en que se encontraban. La persecución y el entusiasmo. Disípase un error muy dañoso. El perseguir una doctrina no es buen medio para propagarla. Pruebas tomadas de la filosofía y de la historia. Cotejo entre la propagación del cristianismo y la del protestantismo.
Ya
veo, mi estimado amigo, que me ha de ser muy difícil realizar el pensamiento
que en un principio me proponía de dar cierto orden a la discusión religiosa
que íbamos entablando, encerrándola en un cauce del cual no pudiese salir, sin
perjuicio de dirigirla por países amenos, y permitiéndole tortuosidades
caprichosas, que le quitasen la apariencia de la regularidad escolástica, y
diesen a la materia un aspecto agradable y entretenido. Inútiles son todos mis
conatos para hacerle entrar a V. en este plan; pues, según parece, le gusta
más el tratar puntos inconexos, divagando como abeja entre flores. Aun cuando
conozco muy bien los inconvenientes de este sistema de conducta, y, si mal no me
acuerdo, se los llevo ya indicados en una de mis anteriores, preciso se me hace
el seguirle a V. por el camino que le place señalarme, para que no le venga a
V. a la mente que trato de esquivar cuestiones delicadas, y que, envolviendo a
mi contrincante en una nube de autoridades y, de raciocinios teológicos, me
propongo ocultar puntos flacos, apartando de ellos el peligro de un ataque. Sin
embargo, esta necesidad fuera para mí más desconsoladora, si V. no se sirviese
advertirme que «no carece del conocimiento de las mejores obras que se han
escrito en defensa de la religión, y que, reservándose estudiarlas para cuando
haya más tiempo y paciencia, sólo intenta en la actualidad aclarar, por vía
de recreo y esparcimiento, algunos puntos difíciles, como quien quita la broza
que impide la entrada a un camino anchuroso».
A
decir verdad, no me desagrada que V. haya traído la discusión sobre el punto
de la sangre de los mártires, pues es asunto sobre el cual hay mucho
que decir, y en el que tarde o temprano hubiéramos tenido que entrar, si la
controversia hubiese seguido el curso que yo deseaba. Esta sangre es, a
no dudarlo, uno de los argumentos más firmes en apoyo de la verdad de nuestra
santa religión, y así, al examinar las razones que los cristianos podemos
alegar en defensa de nuestra fe, o, como suele decirse, los motivos de
credibilidad, tampoco hubiera yo olvidado el presentarle a V. ese prodigio,
en que personas de todas las edades, sexos y condiciones mueren con heroica
fortaleza, por no profanarse ni con un solo acto que no estuviese conforme con
la fe del Crucificado.
Pero,
antes de hablar yo, quiero que hable V.; y así, para no confundir las ideas, y
con la mira de que ni uno ni otro olvidemos el verdadero estado de la cuestión,
y de que, por consiguiente, la respuesta pueda ser más cabal y ajustada,
reproduciré lo que me dice V. en su apreciada. «Respeto como el que más la
fortaleza de ánimo dondequiera que la encuentro, y confieso ingenuamente que el
heroísmo del sufrimiento es a mis ojos mucho más sublime que el heroísmo del
combate. Con esto le ahorraré a V. no poco trabajo, pues que así conocerá
desde luego que no tiene necesidad de fatigarse en ponderarme ni el número de
los mártires, ni sus atroces tormentos, ni su invicta constancia, ni tampoco en
excitar mi entusiasmo, poniéndome delante de los ojos, caducos ancianos,
débiles mujeres, tiernos niños, marchando impávidos a morir por su fe. Dudo
mucho que en esta parte me exceda V. en sentimientos de respeto y admiración,
así como no tiene V. que recelar que mi escepticismo llegue hasta levantar
dudas sobre la inmensa muchedumbre de dichos mártires; no me agrada aguzar mi
ingenio para combatir hechos de tan probada verdad. Mis impotentes negaciones no
borrarían por cierto las páginas de la historia. Pero, dejando aparte y
confesando expresamente la verdad del hecho, no puedo convenir en que puedan
sacarse de él las consecuencias que Vds., los cristianos, pretenden; porque es
bien sabido que el entusiasmo por una idea puede producir semejantes efectos; y
en cuanto a la propagación de las creencias cristianas que resultó de la
persecución, bien sabe usted que el secreto de prosperar una causa es el
hallarse contrariada, combatida; el poderse presentar sus defensores con
honrosas cicatrices que acrediten profundas convicciones e invicta constancia el
sustentarlas.» No he querido cercenarle a V. ninguna parte de su argumento, ni
escatimarle en lo más mínimo el valor de la dificultad; pero también, me ha
de permitir V. que me extienda en la solución de la misma, cual reclama la
importancia de la materia.
Ante
todo, acepto de buena gana la confesión de que el número de nuestros mártires
es asombroso, no siéndolo menos las circunstancias de su martirio, ora se
atienda a los tormentos, ora a las personas que los sufren. Y cuando la acepto
con gusto, es solamente por la complacencia que me causa el ver que V. no trata
de empeñarse en combatir hechos de tan probada verdad; pero no porque sea ésta
una confesión a que yo no pudiese obligar a mi adversario: para lograr mi
objeto no hubiera debido hacer más que abrir las páginas de la historia; y,
como observa V. muy bien, esas páginas no se borran con impotentes
negaciones. Las actas de los mártires no son devotas leyendas, inventadas
para nutrir la piedad de los fieles; son documentos que han pasado por el crisol
de la crítica más severa. Ruinart, Mabillón, Natal Alejandro, Fleuri,
Tillemón, Papebroche, Holstenio, y otros críticos por cierto nada sospechosos
de excesiva credulidad, y cuya inmensa erudición y refinado discernimiento les
aseguran completa competencia, hubieran venido en mi ayuda, si V. no hubiese
tenido la prudente precaución de abstenerse de una contienda, en la que no
hubiera llevado ventaja, a pesar de toda la brillantez de su talento; ¿qué
valen los raciocinios contra hechos más claros que la luz del día? Sólo la
ciudad de Roma es un argumento irrefragable en confirmación de la inmensa
muchedumbre de los mártires. Se ha dicho que los subterráneos de la ciudad
eterna eran un gran sepulcro: ¡digna peana de la cátedra de San Pedro! «Vimos
en la ciudad de Rómulo, decía Prudencio, innumerables cenizas de santos: si
preguntas, oh Valeriano, por las descripciones de los túmulos y los nombres de
las víctimas, difícil se hace el responderte; ¡tan grande es el número de
los justos sacrificados por el furor impío de Roma idólatra! Hay en muchos
sepulcros algunas letras que nos indican el nombre del mártir o contienen breve
alabanza; pero hay mármoles mudos que encierran silenciosa muchedumbre y que
sólo significan el número. ¡Cuántos cúmulos de cadáveres sin ningún
nombre! Acuérdome que en solo un lugar vi las reliquias de sesenta, cuyos
nombres sólo conoce Cristo.»
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Innumeros
cineres sanctorum Romula in urbe |
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Vidimus,
o Christo Valeriane sacer: |
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Incisos
tumulis titulos, et singula quaeris |
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Nomina?
Difficile est, ut replicare queam, |
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Tantos
iustorum populos furor impius hausit |
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Quum
coleret patrios Troya Roma Deos, |
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Plurima
litterulis signata sepulcra loquuntur |
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Martyris
aut nomen, aut epigramma aliquod, |
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Sunt
et muta tamen tacitas claudentia turbas |
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Marmora,
quae solum significat numerum, |
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Quanta
virum iaceant congestis corpora acervis |
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Nosse
licet, quorum nomina nulla legas, |
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Sexaginta
illic defossas mole sub una |
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Reliquias
memini me didicisse hominum, |
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Quorum
solus habet comperca vocabula Christus. |
Así
hablaba en el siglo cuarto este insigne español; por donde se echa de ver que,
ya en aquellos tiempos, causaban los subterráneos de Roma la profunda y
religiosa admiración que producen en los viajeros de nuestra época. Diez
persecuciones cuenta la Iglesia bajo los emperadores gentiles, que son las de
Nerón, Domiciano, Trajano, Antonio Vero, Severo, Maximino, Decio, Valeriano,
Aureliano y Diocleciano; en todas se cometieron horrendas atrocidades: y es
necesario tener en cuenta que no se limitaba la persecución a pocos puntos,
sino que se extendía por todo el ámbito del imperio. Espanto causa el leer en
los autores contemporáneos las tremendas escenas que ofrecía a cada paso la
crueldad de los perseguidores luchando con la firmeza de los mártires: jamás
religión alguna se vio sometida a tan dura prueba: jamás se mostró con más
evidencia la humanidad elevada a una altura inmensamente superior a sus fuerzas.
El
entusiasmo por una idea dice V. que puede producir semejantes efectos; esta
dificultad exige una respuesta detenida. No negamos nosotros que puedan venir
casos en que una persona se exalte de tal suerte por una idea, afecto, o
interés, que sea capaz de sacrificar su existencia: los ejemplos no fueran
difíciles de encontrar en la historia de los tiempos pasados, y no faltan
tampoco en los nuestros. Pero no se trata aquí de saber hasta dónde pueden
llegar la fuerza y energía moral de este o aquel individuo, vivamente poseído
de un objeto; no se intenta disputar la posibilidad de dar gustoso la vida por
él, y hasta de sufrir atroces tormentos: la fuerza de nuestro argumento no
consiste en semejantes aserciones, desmentidas por la razón y la historia; lo
que decimos nosotros es que, atendida la humana flaqueza, no es posible sin
particularísima asistencia del cielo que por espacio de tres siglos, en todos
los puntos del orbe conocido, se hayan encontrado en tan asombroso número
personas de todas edades, sexos y condiciones, que hayan perdido alegres su
hacienda, su honor a los ojos del mundo, y acabado finalmente su vida entre los
tormentos más crueles, sólo por no querer abandonar la fe del Crucificado;
esto decimos, y a quien nos contradiga, le exigiremos que nos muestre en los
fastos de la humanidad un ejemplo semejante: no contentándonos con este o aquel
ejemplo aislado, le pediremos que nos lo presente a millares de millares como
podemos presentarlos nosotros; y, seguros de que no le ha de ser posible,
creeremos estar en nuestro derecho cuando afirmemos que nuestra religión tiene
un carácter de que están destituidas las otras.
Me
dice V. «que todo país ha tenido sus mártires, pues mártires pueden
apellidarse los que mueren por la independencia de su patria, sacrificando
generosamente su existencia a la felicidad de sus compatricios; y que, sin
embargo, no se ha creído nunca que para semejantes actos fuese necesaria una
gracia especial del cielo». Esta observación, mi estimado amigo, me hace
sospechar que V. no ha meditado mucho sobre el corazón humano en sus relaciones
con los sacrificios, pues que de tal manera confunde las ideas, y no distingue
cuáles son los que se nos hacen más costosos. ¿No ha pensado V. nunca en lo
que va de valor a fortaleza, en la inmensa distancia que media entre acometer
con denuedo un peligro o esperarle con calma, entre arrostrar un riesgo pasajero
y tolerar resignadamente una larga cadena de trabajos y tormentos? Los hombres
capaces de lo primero son en número muy crecido, pero son muy contados los que
alcanzan a lo segundo. La razón lo convence; la historia y la experiencia lo
atestiguan.
Es
bien sabido que uno de los principales resortes que hacen mover al hombre,
cuando obra en el orden puramente natural, son las pasiones; sin ellas, el
corazón está frío; la razón combina, pero el brazo no ejecuta. Y, cuando de
pasiones hablo, no me refiero tan sólo a inclinaciones malas, ni a movimientos
del ánimo hasta tal punto exaltado, que pierda de vista los principios de la
sana razón y los consejos de la prudencia. Bajo el nombre de pasiones,
comprendo también todos los sentimientos legítimos y generosos, todas las
afecciones del alma, aun las más tranquilas y templadas, con tal que no
penenezcan al orden de la pura razón, y a los actos de voluntad que sólo
dimanan de aquélla; comprendo todos los impulsos espontáneos que nos llevan a
un objeto como instintivamente, prescindiendo de la dirección del
entendimiento: en una palabra, y para expresarme en lenguaje menos exacto, pero
más llano y quizás más acomodado al común de los espíritus, por pasiones
entiendo todo lo que suele llamarse movimientos del corazón.
Sabemos
por la experiencia propia y la ajena que, cuando estos movimientos existen, nos
hallamos más dispuestos a obrar en el sentido en que ellos nos impulsan, y que,
cuando faltan, por más profundas que sean nuestras convicciones, y firme y
decidida la voluntad, estamos tocados de una debilidad, de una indolencia, que
necesitamos hacer grande esfuerzo para vencerlas, si la acción de que se trata
se opone en algo a nuestras inclinaciones naturales. Supónganse dos hombres
igualmente persuadidos del mérito de la beneficencia, en igualdad de medios
para ejercerla, en idéntica oportunidad para practicarla; pero de tal suerte,
que el uno esté dotado de un corazón compasivo y bondadoso, mientras el otro
lo tenga naturalmente frío. La parte superior del alma, es decir, la razón y
la voluntad, se hallan en el mismo estado en el primero que en el segundo; y,
sin embargo, ¿quién no ve que para aquél será un verdadero placer el
desprendimiento con que socorra el infortunio de sus hermanos, y que para éste
será un sacrificio? El uno tendrá una pasión, sentimiento, movimiento del
corazón, o llámese como se quiera, que le impulsa a la beneficencia;
padecerá, si no hace bien; la miseria del prójimo se le ha comunicado en
cierto modo, porque, dejando intacta su fortuna y su salud, le hace compartir el
sufrimiento del desgraciado: cuando le dispense el auxilio, experimentará un
desahogo, recobrará el bienestar perdido, renacerá en su alma la tranquilidad,
disipándose la angustia; percibirá la dulce satisfacción de haber cumplido un
deber, que sentía como una necesidad, en el fondo de su alma. Nada de esto se
verificará en el hombre de corazón frío, por más recta que sea su razón,
por más ajustada que a ella conserve la voluntad. Si socorre al infeliz, será
obrando conforme le dicta su conciencia; pero, obedeciendo los preceptos de
ésta, no sentirá aquella expansión, aquella ternura que inunda de gozo y de
placer un corazón compasivo; antes al contrario, se verá precisado a luchar
con la dificultad que, más o menos, siempre trae consigo el desprendernos de lo
propio para darlo a los otros.
Este
ejemplo hace sensible y, por decirlo así, palpable, la poderosa influencia que
sobre nuestros actos ejercen las inclinaciones del corazón. De esto inferiré
que, cuando nos encontramos en situaciones en que una pasión cualquiera está
vivamente desarrollada y activa, no es extraño que, preponderando sobre las
demás, y hasta sobre el instinto natural de la propia conservación, llegue al
punto de hacernos acometer arduas empresas, y arrostrar los mayores peligros.
Así, un militar en el campo de batalla, a la vista de sus compañeros de armas
testigos de su valor o de su cobardía, enardecido con el aparato guerrero, con
el son de las músicas marciales, de los tambores y clarines, sediento de
venganza contra un enemigo que está diezmando a sus inmediaciones a sus amigos
y compañeros, no debe parecer tan extraño que con denodado ímpetu se arroje a
la muerte gloriosa; mayormente, conservando como conserva siempre alguna
esperanza de evitarla, y conquistando con su valor el aprecio y la admiración
de cuantos le contemplan. Entonces vemos desplegados, el amor de la patria, el
de la gloria, la ambición halagada con el premio, obrando todos a la vez sobre
un ánimo exaltado por lo crítico de las circunstancias, por la presencia de un
riesgo inminente, estando, además, el cuerpo en la disposición más favorable
para mantener en viva actividad y efervescencia las pasiones, con la agitación
y el calor de la refriega. En casos semejantes, hay una verdadera lucha de
inclinaciones contra inclinaciones; y natural es que prevalezcan aquellas que,
estando más en harmonía con la situación, son más a propósito para ponerse
en vivo movimiento, influir sobre la voluntad, sofocar las demás que tiendan a
parar o moderar el impulso.
Estas
observaciones manifiestan cómo se verifica que muchos hombres desprecien la
vida en defensa de una causa, y no porque deba entenderse que para llegar a este
punto sea preciso que el ánimo se encuentre en la exaltación que acabo de
describir; pueden venir circunstancias en que, sin hacerse tan sensible el
fenómeno, se verifique de una manera más o menos semejante. Así, un joven que
se halla empeñado en uno de los lances que se apellidan de honor, no
está en el mismo caso de un militar en el campo de batalla; sin embargo, y por
más que en apariencia la situación se muestre muy distinta, no lo es tanto en
la realidad si la examinamos en sus relaciones con las causas que impelen al
desprecio de la vida. Una preocupación funestísima, pero que por esto no deja
de estar arraigada en muchos espíritus, le hace creer que, si no acepta el
duelo que se le ofrece, o si él a su vez no desafía a su adversario, según es
la ofensa recibida, se cubre de ignominia y baldón, y no podrá presentarse a
la sociedad sin la nota deshonrosa de cobarde. En el hombre constituido en esta
alternativa, no vemos ciertamente tan de bulto los motivos que le impulsan a
arrostrar el peligro, como los hemos visto en el soldado; no se nos muestra tan
patente la agitación del ánimo fluctuante entre el temor y la esperanza, entre
el amor de la vida y el del honor; pero no deja por esto de existir la lucha, y
tan viva quizás como existir puede en el campo de batalla. Por más vanidad que
entre muchas veces en el sentido de la palabra honor, no puede negarse
que ejerce sobre nuestro ánimo una influencia tan viva, tan mágica, que ni la
salud ni la fortuna producen en nuestro espíritu un efecto tan fuerte e
instantáneo. Dejando aparte el examen de las causas, consigno aquí el hecho,
para manifestar que en el caso supuesto hay también una verdadera exaltación
de ánimo, una pasión fuerte que sojuzga las demás, sometiéndolas a un
tiránico imperio, y arrastrando el corazón dominado, hasta el deplorable
extremo de poner la vida como cosa liviana.
Creo,
mi estimado amigo, que las observaciones que acabo de emitir son bastantes para
que se distinga el valor de la fortaleza, y para que resalte cuán diversas
cosas son el acometer intrépido un peligro, por inminente que se ofrezca, y el
sufrir con inalterable calma los mayores tormentos, marchando sereno a una
muerte segura, inevitable, erizada de los padecimientos más atroces. En el
primer caso, vemos unas pasiones contra otras, vemos el ánimo sostenido por mil
motivos que le impulsan, y que, al mismo tiempo, le distraen de lo que pudiera
apartarle de dar cima a la empresa. Padecimientos, o no los hay, o son muy
breves, o compensados con alternativas o esperanzas de recreo, de placeres, de
gloria. En el segundo, vemos la razón y la voluntad luchando con todas las
pasiones, vemos al hombre superior en oposición con el hombre inferior: aquél,
pertrechado con la idea del deber, con la esperanza de un grande objeto; éste,
con todos los atractivos, todas las amenazas, todos los temores, todas las
vicisitudes que se agitan en esa región tempestuosa que, no sabiendo cómo
apellidarla, le damos el nombre de corazón.
No
intento decir con esto que no pueda hallarse, en el orden puramente natural, un
desprendimiento asombroso, ni que en todos los actos que denominamos heroicos
deba suponerse una gracia sobrenatural; semejante asistencia no la tuvieron
ciertamente los gentiles, ni tantos otros héroes pertenecientes a falsas
sectas; sin embargo, encontramos en ellos rasgos sorprendentes que nos
entusiasman y admiran. Régulo volviendo a Cartago después de haber dado un
consejo que le había de costar la vida, Scévola con la mano en el brasero, y
otros rasgos que nos ofrece la historia antigua, son, en verdad, indicios
evidentes de lo que puede ejecutar el hombre abandonado a sus fuerzas naturales;
pero no destruyen el argumento que nosotros sacamos de nuestros mártires. Los
héroes de que estamos hablando, son muy contados; los nuestros son
innumerables; los héroes eran, por lo común, hombres formados, endurecidos con
los trabajos de la guerra, agrandado su espíritu con la intervención en los
negocios públicos, ávidos de gloria, colocados en circunstancias críticas, en
que el peligro de la patria daba vuelo a su entusiasmo y energía a su denuedo;
entre los mártires se ven ancianos, mujeres, niños, hombres de las condiciones
más humildes, que no habían ocupado jamás puestos distinguidos, y que, por
tanto, no habían podido adquirir aquel fiero orgullo que, siendo una de las
pasiones más poderosas de nuestro corazón, nos comunica a veces una firmeza de
que sin él no fuéramos capaces.
Para
formarnos idea del mérito de los mártires, acerquémonos a uno de aquellos
ilustres presos, tan desgraciados a los ojos del mundo, tan felices en
Jesucristo. Su nombre no se sabe, su categoría es obscura; ¿por qué se halla
detenido? Porque cree que un Hombre que murió ajusticiado en la Palestina, es
Hijo de Dios, y verdadero Dios, que tomó nuestra naturaleza para satisfacer por
nuestras deudas a la justicia del Eterno Padre. ¿Qué vemos en su alrededor? El
desprecio, o la compasión, o el odio de cuantos le contemplan; unos le miran
como insensato, otros le califican de fanático, éstos le apellidan iluso,
aquéllos le achacan los más feos crímenes. Ni un rayo de gloria mundana, ni
un consuelo sobre la tierra. No busquéis en su situación nada que pueda
confortarle, haciendo que su naturaleza obre por reacción contra los males que
le abruman. Todas sus pasiones se hallan amortiguadas con el abatimiento y
postración a que está reducido el cuerpo; y, si el orgullo quisiese levantar
su frente, nada ve en torno de sí que pueda halagarle ni sostenerle. ¿Qué
semejanza se encuentra entre el héroe de la religión y los héroes del mundo?
Se
me dirá que la esperanza de una vida mejor les hacía llevaderos los
padecimientos y agradable la muerte, es cierto, y esto no lo negamos los
cristianos; pero cabalmente en la misma resolución de sacrificar a lo futuro
todo lo presente, de sobreponerse a todas las inclinaciones naturales, de
menospreciar todo cuanto les rodeaba y hasta su propia existencia; en esta
resolución, repito, se descubre la acción sobrenatural de la gracia divina;
pues que a tanto no alcanza la flaqueza humana abandonada a sus propias fuerzas.
Ya en otra de mis anteriores hice notar que el hombre propende por la naturaleza
a dejarse llevar de las impresiones del momento, y que todo lo que mira en
lontananza, sea bien o mal, tiene para él escaso interés. Esto lo estamos
palpando por desgracia en buena parte de los cristianos, que, creyendo las
terribles verdades de nuestra Religión, viven tan olvidados de ellas, cual
hacerlo pudieran los gentiles. Por esta causa, al ver que un número tan
asombroso de personas de todas edades, sexos y condiciones se hace superior a
esta debilidad de nuestra naturaleza, contrariando sus inclinaciones con
decisión tan heroica, es preciso reconocer que hay aquí algo que se levanta
sobre la región natural, algo en que el Omnipotente se complace en manifestar
de cuánto es capaz lo débil, cuando su brazo todopoderoso se propone hacerlo
fuerte.
No
sé, mi estimado amigo, si estas reflexiones le habrán convencido a V.
plenamente; pero, atendido su buen juicio, me atrevo a esperar que sí. No puedo
persuadirme de que su claro entendimiento no vea la inmensa diferencia que va de
nuestros mártires a los héroes del mundo, sean del orden que fueren; V. no
ignora la historia; recapacite cuanto ha leído, y no encontrará nada que a
tamaño prodigio sea comparable. ¿Qué causas naturales puede V. imaginar para
explicarle? ¿El entusiasmo? Pero un sentimiento tan pasajero, ¿cómo es dable
que se sostenga por espacio de tres siglos? ¿cómo puede propagarse por todo el
mundo conocido? ¿La gloria humana? Pero tantos que perecían sin dejar siquiera
su nombre, ¿cómo podrá decirse que muriesen por la gloria? ¿Y qué clase de
gloria será ésta que así atrae al fogoso joven como al caduco anciano, a la
matrona como a la doncella, al adulto como al niño, al sabio como al ignorante,
al rico como al pobre, al magnate como al mendigo? Pongámonos de buena fe, y
será preciso reconocer que, por más poderoso que sea sobre nuestro corazón el
ascendiente de gloria, no alcanzó jamás a producir un efecto tan grande, tan
universal, en situaciones y personas tan diferentes; pongámonos de buena fe, y
descubriremos aquí el dedo de Dios.
Si
los cristianos hubiesen sido pocos, y habitado todos en países muy vecinos,
viviendo sujetos a las mismas influencias y durando su religión muy corto
tiempo, entonces no fuera tan contrario a razón el decir que se introdujo entre
ellos cierta exaltación del ánimo, y que se fue comunicando de unos a otros.
Pero, ¡por todo el mundo y por espacio de tres siglos, y siempre la misma
constancia! Reflexione V., mi estimado amigo, sobre esta última observación,
que ella sola basta para disipar todas las dificultades.
Paso
ahora al otro punto indicado en la apreciada de V., relativo a la fuerza que
puede tener el argumento fundado en la rápida propagación del cristianismo, a
pesar de la horrible persecución a que por tanto tiempo estuvo sujeto. Dice V.
que ya es cosa sabida que el mejor medio de hacer prosperar una causa y difundir
una doctrina, es emplear contra ellas la violencia; pues, desde el momento que
sus defensores llevan en sus frentes la aureola del martirio, excitan la
admiración y entusiasmo en cuantos los contemplan, y arrastran un mayor número
de prosélitos. Más de una vez he meditado sobre esto que V. y otros afirman
sobre la fuerza propagadora entrañada por la persecución; y confieso
ingenuamente que, ora haya escuchado los dictámenes de la filosofía, ora me
haya atenido a las lecciones de la historia, jamás he podido persuadirme de que
fuese un buen medio de apoyar una causa el perseguirla a sangre y fuego.
En
esta parte hay mucha confusión de ideas y de hechos, que es necesario aclarar.
Para lograrlo propondré separadamente algunas cuestiones de cuya resolución
depende el formar acertado juicio sobre la principal que se examina. ¿Es verdad
que la vista de la persecución excite entusiasmo o interés en favor del
perseguido? A esta pregunta no se puede responder sin distinguir. O el
perseguido es considerado como inocente, o como culpable: en el primer caso,
sí; en el segundo, no. Lo más que podrá inspirar será compasión; pero ésta
nada tiene que ver con el entusiasmo ni el interés de que se trata. En lo que
acabo de asentar no cabe duda, y de ello se infiere que, cuando se afirma en
general que la persecución honra, que ilustra, que excita simpatías, se dice
una verdad si se habla del que es mirado como inocente, y sólo con respecto a
los que le consideran como tal; sólo a los ojos de éstos es un verdadero
perseguido; a los de los otros, no tiene propiamente este carácter; no es una
víctima de la persecución, sino un objeto de la vindicta pública. Resulta de
lo dicho que, si en un país se suscita una persecución contra una causa o una
doctrina, si éstas son consideradas como justas y santas, los que por ellas
sufran serán respetados y admirados; pero, si son reputadas falsas, injustas,
contrarias al bien común, entonces el castigo de los criminales, lejos de
excitar semejante admiración y respeto, inspirará a lo más sentimientos de
estéril compasión en favor de los que se supongan ilusos, o, como suele
decirse, engañados de buena fe.
No
se hallaban por cierto los mártires cristianos en situación favorable, en
ninguno de los sentidos que acabo de indicar. Profesando una religión
diametralmente opuesta a todas las recibidas en la generalidad de los pueblos,
predicando que el culto tributado a los dioses reinantes no era más que
criminal idolatría, apartándose de las diversiones de los gentiles como de
abominaciones nefandas, eran mirados con aversión, con odio, con execración,
se los abrumaba de calumnias, se los consideraba como enemigos del resto de los
hombres, como perturbadores de la sociedad; y, para hacerles apurar las heces
del cáliz, se les achacaba que en la celebración de sus misterios cometían
horrendos crímenes. Nadie ignora el frenesí con que se pedía la sangre de los
confesores de Jesucristo: los cristianos a las fieras, los enemigos al fuego:
éste era el grito que se levantaba por todos los ángulos del mundo. Cubiertos
de insultos, de befa y de escarnio, mientras expiraban entre los tormentos más
atroces, teníase a gran dicha si en las tinieblas podían salir de sus
lóbregas moradas algunos hermanos que diesen sepultura al mutilado cadáver
entregado por pasto a los brutos carniceros. Ahora, al contemplarlos sobre los
altares, al oír que se les entonan himnos de alabanza, al saber que ciñen en
el cielo la inmarcesible corona cuyos resplandores se reflejan en los cultos que
se les tributan en la tierra, cuéstanos trabajo el concebir todo el horror de
la situación en que se hallaban, en los formidables trances de sus tormentos y
muerte. No, no veían en torno de sí ese respeto, esa admiración que nosotros
ahora les ofrecemos; veían, sí, el odio, el insulto, la calumnia, y lo que
quizás es más doloroso para el corazón humano, la burla y el desprecio. Sólo
Dios era su consuelo; sólo Dios era su esperanza; sólo Dios era su sostén en
aquellos terribles momentos en que, luchando con el mundo y consigo mismos,
arrostraban impávidos la muerte por confesar la fe del Crucificado. No bastan
para semejantes prodigios las causas naturales, no bastan los esfuerzos de la
débil humanidad; a quien no se contente con semejantes razones, le opondremos
el famoso dilema: o estaban sostenidos milagrosamente por el cielo, o no lo
estaban; si lo primero, entonces os halláis de acuerdo con nosotros; si lo
segundo, os diremos que éste es el mayor de los milagros, el hacer sin milagro
cosas tan milagrosas.
Inferiremos
de esto que la constancia de los mártires no pudo estar sostenida por el placer
de excitar admiración y entusiasmo; y así viene al suelo lo que pudiera
decirse: que los honores de la persecución, ilustrando a las víctimas,
contribuían a destruir el objeto que se proponía el perseguidor.
¿Es
cierto que el perseguir una doctrina sea buen medio para propagarla? La pregunta
parece ya algo extraña, a primera vista; sin embargo, esto es lo que a cada
paso se sustenta, contradiciendo abiertamente la filosofía y la historia. Si se
afirmase que la verdad se abre paso al través de la persecución, el aserto
sería muy diferente; pero pretender que la persecución misma haya de ser un
vehículo, es un absurdo; a no suponer que de este vehículo se sirva para sus
altos fines la infinita sabiduría del Todopoderoso.
El
hombre ama naturalmente el bienestar, tiene un fuerte apego a la vida, un grande
horror a la muerte; luego los tormentos y el patíbulo son poderosos resortes
para apartarle de una causa que le exponga al riesgo de sufrirlos. «Me habla
V., mi estimado amigo, de «la belleza del sufrimiento, de la brillante aureola
que circunda las sienes de la víctima que marcha serena a ofrecerse en
holocausto»; todo esto es verdad; pero temo mucho que no sea muy a propósito
para influir sobre la generalidad de los hombres; temo mucho que en la práctica
no se ha de presentar la cosa tan encantadora y atractiva como se nos muestra en
los libros. Y no me eche V. en cara que tenga el corazón poco sensible, que no
comprendo toda la sublimidad de las acciones heroicas; la siento y la comprendo
muy bien; pero, tratándose de examinar la realidad, y no las ficciones, se me
hace preciso atenerme a lo que estoy viendo en las páginas de la historia y me
están enseñando las lecciones de la experiencia. ¿Cuántos son los hombres
generosos que sacrifican su bienestar, su fortuna y su vida, por la causa de la
verdad y de la justicia? Son ahora, y fueron en todos tiempos, muy pocos; y la
misma admiración que nos inspiran es una prueba evidente de que tan heroica
fortaleza no es el patrimonio común de la humanidad. ¿Quiere V. partidarios?
Distribuya honores, prodigue riquezas, abreve de placeres; que, si no tiene otra
cosa que palmas de martirio, bien pronto se quedará V. con pocos rivales que le
disputen la aureola de una vida de padecimientos y de una muerte afrentosa.
A
decir verdad, no creía yo que debiese hallarme en la precisión de recordarle a
V. estas verdades, que, por tristes, no dejan de ser verdades; imaginábame que,
siendo V. escéptico, debía de ser algo más positivo; y que, viviendo
en época de vicisitudes habría aprendido a conocer mejor a los hombres, y a
formarse ideas más exactas sobre las inclinaciones de nuestro corazón.
El
buen sentido de la humanidad ha rechazado en todos tiempos esa invención
filosófica de las ventajas de la persecución: los tiranos se han engañado
algunas veces abusando desmedidamente del hierro y del fuego; pero en medio de
sus excesos andaban guiados de una idea verdadera, cual es, que, para destruir
una causa o sofocar una doctrina, es un excelente medio el erizarlas de peligros
y de males para cuantos intenten seguirlas. Yo ando buscando en la historia los
buenos efectos de la persecución en pro de la causa perseguida, y no los
encuentro. Hallo una excepción en el cristianismo; pero esto mismo me lleva a
pensar que la causa de la excepción está en la omnipotencia de Dios. El
apedreamiento de San Esteban inauguró una era de triunfos, abriendo el glorioso
catálogo de los mártires cristianos; pero la cicuta de Sócrates no veo que
les inspirase a los filósofos el deseo de morir: la prudencia ganó
mucho terreno: Platón, al anunciar ciertas verdades delicadas, cuida de
encubrirlas con cien velos.
Pasando
a tiempos posteriores, observo el mismo fenómeno; así, por ejemplo, la secta
de los Priscilianistas, contra la cual se desplegó mucho rigor, veo que se
encontró atajada en sus progresos hasta extinguirse casi del todo. Una de las
religiones que más extensión han alcanzado, fue sin duda la de Mahoma; y por
cierto que sus progresos no se debieron a la persecución, sino a las armas con
que arrolló a sus adversarios, y a los halagos con que arrastró gran núrnero
de prosélitos. Cuando las guerras religiosas del mediodía de Francia, en
tiempo de los Albigenses, tampoco veo que estos sectarios medrasen con la
contrariedad; muy al revés, fuéronse disminuyendo cada día, hasta llegar a un
estado de postración y casi aniquilamiento.
Me
dirá V. que el protestantismo cundió y se arraigó a pesar de todos los
contratiempos que tuvo que sufrir; y que, así como la llamada reforma se
extendió a pesar de las persecuciones, no es extraño que aconteciese lo propio
con respecto al cristianismo. Yo no sé dónde han encontrado ustedes estas
tremendas contrariedades y persecuciones sufridas por la malhadada reforma; no
parece sino que estamos hablando de las épocas de los jeroglíficos, pues que
de tal manera se trastornan los hechos, y se hacen comparaciones absurdas.
Echemos
una ojeada sobre la historia de los primeros tiempos del protestantismo, y
veremos que estuvo muy distante de deber sus progresos a las ponderadas
persecuciones. En Alemania, desde el momento de su aparición, contó de su
parte muchos y muy poderosos sostenedores: entre ellos algunos príncipes que lo
manifestaron abiertamente, ora protegiendo por varios medios la difusión y
arraigo de las nuevas doctrinas, ora apelando a las armas, cuando creyeron
llegado el caso de emplear la violencia. Lo que en Alemania, aconteció a poca
diferencia en los demás países del continente, más o menos infestados por el
protestantismo; sin exceptuar a Francia, donde es bien sabido que, a más de los
patronos que encontró en las clases elevadas, pudo contar, durante mucho
tiempo, con uno que valía por todos: Enrique IV. No es menester recordar la
historia de Enrique VIII de Inglaterra: nadie ignora de cuáles medios echó
mano este violento monarca para propagar y arraigar el cisma a que le lanzara su
ciega pasión; y el sistema de este perseguidor continuó en los reinados
siguientes, con igual, si no mayor, recrudescencia.
A
poco de haber nacido, el protestantismo ya tenía en su favor grandes
ejércitos, poderosos príncipes, naciones enteras; ¿qué punto de comparación
hay entre la propagación de la llamada reforma y la de la Religión cristiana?
Si no le faltaron algunos que se sacrificaron por ella, recuerde que en esto no
sucedió sino lo mismo que se verifica en todas las causas civiles: siempre de
uno y otro lado se ven fogosos partidarios que, o mueren peleando en el campo de
batalla, o tienen bastante aliento para arrostrar los cadalsos.
Figurémonos
que por espacio de tres siglos hubiese debido luchar con las horribles
persecuciones de que fue víctima el cristianismo: ¿dónde estaría
actualmente? ¿Queréis saberlo? Observad lo acontecido en los países donde se
le reprimió con mano fuerte. En Francia tuvo diferentes alternativas de
indulgencia y de rigor; pero tan pronto como se emplearon contra él las medidas
severas con alguna perseverancia, fue debilitándose, casi hasta llegar a
desaparecer. ¿A qué estaba reducido algún tiempo después de la revocación
del Edicto de Nantes? Jamás ha podido reponerse de los golpes que le descargó
Luis XIV; siendo de notar que aun en la actualidad, después de tantos años de
tolerancia, es todavía muy insignificante. En aquel país, la inmensa mayoría
está dividida entre el catolicismo y la incredulidad.
Lo
sucedido en España puede darnos una idea de la fortaleza del protestantismo
para hacer frente a la persecución. Sabido es que a mediados del siglo XVI
había alcanzado bastantes prosélitos, siendo tanto más peligrosos, cuanto
pertenecían a categorías distinguidas. La Inquisición, sostenida y alentada
por Felipe II, desplegó contra los sectarios el rigor que nadie ignora: al cabo
de poco, ya no se hablaba de partidarios de las nuevas doctrinas. ¿Era ésta la
conducta de los primeros cristianos? ¿Abandonaban tan fácilmente el terreno
donde habían logrado hacer algunas conquistas? Dígalo el mundo entero, dígalo
especialmente esta misma España, regada y fecundada con la sangre de tantos
mártires. Nada vale el alegrar el rigor de la Inquisición; este rigor no
podía, por cierto, compararse con el empleado por los procónsules del imperio;
por más horribles que se quieran pintar las penas aplicadas a los herejes, no
se las encontrará semejantes a las que sufriera San Vicente.
Lo
que se ha dicho de España, puede decirse de Portugal y de Italia, por manera
que el protestantismo no llegó a conservarse en ninguno de los países en que
se vio precisado a arrostrar una contrariedad sostenida. Donde se trató
seriamente de extirparle, fue extirpado; presentando un contraste notable con el
catolicismo, que aun en los reinos donde sufrió mayores quebrantos, se ha
conservado siempre, sin que sus perseguidores hayan alcanzado a lograr su
completa desaparición. En confirmación de esta verdad, recuérdese lo sucedido
en la Gran Bretaña.
Yo
no sé, mi estimado amigo, qué es lo que puede responderse a las razones que
acabo de exponer; paréceme que, después de haberlas leído, se le habrá
presentado a V. algo más robusto el argumento que se funda en la sangre de
los mártires. Examine V. con detención e imparcialidad este grande hecho,
que hace a la vez horrorosas y sublimes las primeras páginas de la historia de
la Iglesia; y no dude que verá en él algo maravilloso, que no es posible
explicar por causas naturales. Creo haber desvanecido las dificultades que le
impedían a V. el dar a nuestro argumento toda la importancia que se merece.
Como quiera, estoy seguro de que no podrá V. echarme en cara que haya esquivado
el tratar la cuestión bajo todos los aspectos, ni procurado disminuir en lo
más mínimo la fuerza de la dificultad, para no hallarme en la precisión de
deshacerla. Si no he podido avenirme con ideas que daba V. por recibidas,
tampoco me he tomado la libertad de rechazarlas sin aducir las razones en que me
apoyaba. Tratando uno con escépticos, es preciso no mostrarse crédulo en
demasía; y, por consiguiente, conviene no aceptar sin examinar, aun cuando sea
necesario contradecir autoridades filosóficas que pasan por respetables. Mucho
desearía que pudiésemos continuar discutiendo sobre los motivos de
credibilidad; pero, atendido el curso que va tomando la polémica, no sé si,
después de haber andado V., primero por el infierno, y después por los
cadalsos de los mártires, otro día se me plantará de un vuelo entre los
conciertos de los querubines. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este
su seguro servidor Q. B. S. M.
J. B.