EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO EN SUS RELACIONES CON LA CIVILIZACIÓN EUROPEA


Balmes comprendió mejor que ningún otro español moderno el pensamiento de su nación, le tornó por lema, y toda su obra está encaminada a formar, en religión, en filosofía, en ciencias sociales, en política. Durante su vida, por desgracia tan breve, pero tan rica y tan armónica, fue, sin hipérbole, el doctor y el maestro de sus conciudadanos. España entera pensó con él, y su magisterio continuó después de la tumba. ¡A cuántos preservaron sus libros del contagio de la incredulidad! ¡En cuántos entendimientos encendió la primera llama de las ciencias especulativas! ¡A cuántos mostró por primera vez los principios cardinales del Derecho público, las leyes de la Filosofía de la Historia, y sobre todo las reglas de la lógica práctica, el arte de pensar sobrio, modesto, con aplicación continua a los usos de la vida, con instinto certero de moralista popular! Por la forma clarísima de sus escritos, reflejo de la lucidez de su entendimiento, por la templanza de su ánimo libre de toda violencia y exageración, por el sano eclecticismo de su ciencia hospitalaria, Balmes estaba predestinado para ser el mejor educador de la España de su siglo, y era tal concepto no le aventajó nadie. "El Criterio", el "Protestantismo", la misma "Filosofía fundamental" eran los primeros libros serios que la juventud de mi tiempo leía, y por ellos aprendimos que existía una ciencia difícil y tentadora llamada Metafísica y cuáles eran sus principales problemas. Si hay algún español educado en aquellos días que afirme que su inteligencia nada debe a Balmes, habrá que compadecerle o dudar de la veracidad de su testimonio.

La filosofía moderna, aun en lo que tiene de huís opuesto a la doctrina de nuestro pensador, el idealismo kantiano y sus derivaciones en Fichte y Schelling (puesto que de Hegel alcanzó poca noticia) entraron en España principalmente por las exposiciones y críticas de Balmes, que fueron razonadas y concienzudas dentro de lo que él pudo leer. Su vigoroso talento analítico suplió en parte las deficiencias de la desinformación, y le hizo adivinar la trascendencia de algunos sistemas que sólo pudo conocer en resumen y como en cifra.

No poseía la lengua alemana, ni apenas la inglesa: tuvo que valerse de las primeras traducciones francesas, que distaban mucho de ser buenas y completas; si con tan pobres recursos alcanzó tanto, calcúlese qué impulso hubiera dado a nuestra enseñanza filosófica, viviendo algunos años más. ; ¡Qué distinta hubiera sido nuestra suerte si el primer explorador intelectual de Alemania, el primer viajero filósofo que nos trajo noticias directas de las universidades del Rin, hubiese sido D. Jaime Balmes y no D. Julián Sanz del Río! Con el primero hubiéramos tenido una moderna escuela de filosofía española, en que el genio nacional, enriquecido con todo lo bueno y sano de otras partes, y trabajando con originalidad sobre su propio fondo, se hubiese incorporado en la corriente europea, para volver a elaborar, como en, mejores días, algo sustantivo y cristiano.

Con el segundo caímos bajo el yugo de una secta lóbrega y estéril, servilmente adicta a la palabra de un solo maestro, tan famoso entre nosotros como olvidado en su patria.

Para su, gloria, Balmes hizo bastante. "Consuininatus in brevi explevit tenzpora multa". Fue el único filósofo español de la pasada centuria cuya palabra llegó viva y eficaz a nuestro pueblo, y le sirvió de estímulo y acicate para pensar. Fue el único que se dejó entender de todos, porque profesaba aquel género de filosofía activa, que desde el gran moralista cordobés es nota característica del pensamiento de la raza. No fue un pirro metafísico, un solitario de la ciencia, sino un combatiente intelectual, un admirable polemista.

Sus facultades analíticas superaban a las sintéticas: quizá eso ha dejado una construcción filosófica que pueda decirse enteramente suya, pero tiene extraordinaria novedad en los detalles y en las aplicaciones.

Santo Tomás, Descartes, Leibnitz, la escuela escocesa, muy singularmente combinados, son los principales elementos que integran la «Filosofía fundamental", y, sin embargo, este libro es un organismo viviente, no un mecánico sincretismo. Balmes se asimila con tanto vigor al pensamiento ajeno, que vuelve a crearle, le infunde vida propia y personal y le hace servir para nuevas teorías.

Ocasiones hay en que parece llegar a las alturas del genio, sobre todo cuando su fe religiosa y su talento metafísico concurren a una misma demostración. Pero estos relámpagos no son frecuentes: lo que sobresale en él es la pujanza dialéctica, el grande arte de la controversia, gire en manos tan honradas corno las suyas no degenera nunca en logomaquia ni en sofistería.

No es la "Filosofía fundamental", a pesar de su título, un tratado completo de la ciencia primera, sino una serie de disertaciones metafísicas, a cuyo orden y enlace habría gire poner algunos reparos. Pero tal como está parece un prodigio si se considera que fue escrita por un autor de treinta años y en el ambiente menos propicio a la serena y elevada especulación intelectual, como lo era el de España al salir de la primera guerra civil.

Y no sólo conserva esta superioridad respecto de los raquíticos arbolillos que luego hemos visto levantarse trabajosamente de nuestro agostado suelo, sino que hace buena figura en los anales de la ciencia, al lado o enfrente de las filosofías incompletas y transitorias que entonces escribían los pensadores de raza latina: la de Cousin y Jouf froy, en Francia; las de Galuppi, Rosmini y Gioberti en Italia, obras todas más caducas hoy que la de nuestro doctor ausetano.

Balmes escribió antes de la restauración escolástica, y sólo en sentido muy lato puede decirse que su libro pertenezca a ella, porque en realidad es una independiente manifestación del espiritualismo cristiano. Pero no cabe duda que conocía profundamente la doctrina de Santo Tomás, y que la había tenido por primero y nunca olvidado texto.

Exponiéndola y vindicándola, no sólo en la esfera ideológica, sino en lo tocante a la filosofía de las leyes, hizo más por el tomismo que muchos tomistas de profesión, y mereció el nombre de discípulo del Doctor Angélico más que muchos serviles repetidores de los artículos de la "Suma"; aunque se apartase de ella en puntos importantes, aunque interpretase otros conforme a la mente de Suárez y otros grandes maestros de la escolástica española, aunque hiciese a la filosofía cartesiana concesiones que hoy nos parecen excesivas.

Lo que había de perenne y fecundo en la enseñanza tradicional de las escuelas cristianas tomó forma enteramente moderna en sus libros. Si hubiese alcanzado los progresos de las ciencias biológicas, ocuparía en el movimiento filosófico actual una posición análoga a la de la moderna escuela de Lovaina, de la cual es indudable precursor.

Como padre de una nueva ciencia en muchas cosas distinta de la Escolástica está considerado nuestro autor en una reciente tesis latina de la Facultad de Letras de París, cuyo autor, discípulo del insigne Boutroux, procura refutar en parte, y en parte acepta y corrige, la doctrina de Balmes acerca de la certeza ("De facultare veritin assequendi secunduzn Balmesiuni", por A. L eclér, 1900). Las ideas de Balmes prosiguen siendo objeto de discusión en Europa, mientras en su patria no faltan osados pedantes que le desdeñen. Es el único de nuestros filósofos modernos que ha pasado las fronteras y que ha obtenido los honores de la traducción en diversas lenguas. No digo gire haya sido el único que lo mereció, aun sin salir de Cataluña, donde la psicología escocesa encontró una segunda patria y donde el malogrado Comellas trazó un surco tan original en su dirección al ideal de la ciencia.

Otros hubo muy dignos de recuerdo en varias partes de España y aun en la América española, pero ninguno entró en el comercio intelectual del mundo más que Balmes. La reputación de Donoso Cortés fue grande y universal, pero mucho más efímera, ligada en parte a las circunstancias del momento, y debida más bien a la elocuencia deslumbradora del autor que a la novedad de su doctrina, cuyas ideas capitales pueden encontrarse en De Maistre, en Bonald y en los escritos de la primera época de Lamennais.

Balmes parece un pobre escritor comparado con el regio estilo de Donoso, pero a envejecido mucho menos que él, aun en la parte política. Sus obras enseñan y persuaden, las de Donoso recrean y a veces deslumbran, pero dada edifican, y a él se debieron principalmente los rumbos peligrosos que siguió el tradicionalismo español durante mucho tiempo.

Balmes hizo cuanto pudo para divulgar la ciencia filosófica y hacerla llegar a las inteligencias más humildes. Sus tratados elementales, demasiado elementales par las condiciones del público a quien se dirigía, no son indignos de su nombre, especialmente el de Ética y Teodicea; pero su gloria como filósofo popular es "El Criterio", una especie de juguete literario que pueden entender hasta los niños, una lógica familiar amenizada con ejemplos y caracteres, una higiene del espíritu formulada en sencillas reglas, un código de sensatez y cordura, que bastaría a la mayor parte de los hombres para recorrer sin grave tropiezo el camino de la vida. Las cualidades de fino observador y moralista ingenioso que había en Balmes campean en este librito, que puede oponerse sin desventaja a los mejores de pensamientos, máximas y consejos de que andan ufanas otras literaturas, con la ventaja de tener "El Criterio" un plan riguroso y didáctico, en medio de la ligereza de su forma y de la extrema variedad de sus capítulos.

Con ser Balmes filósofo tan señalado, todavía vale mas como apologista de la religión católica contra incrédulos y disidentes. Prescindo de las "Cartas a un escéptico", de los excelentes artículos de "La Sociedad", de Idus de "La Civilización", todavía no coleccionados, y de otros opúsculos de menos importancia; porque toda la atención se la lleva "El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea", que es la obra más célebre de Balmes, la mas leída en su tiempo, y ahora la que interesa a mayor número de espíritus cultos, la que por su carácter mixto de historia y filosofía abarca un círculo mas vasto y satisface mejor los anhelos 13 de la cultura media, que no gusta de separar aquellas dos manifestaciones de la ciencia y de la vida.

El instinto certero de los lectores no se ha equivocado sobre la verdadera trascendencia de la obra de Balmes, cuyo título no da exacta idea de su contenido. No es una refutación directa del Protestantismo ni una historia de sus evoluciones, asunto de poco interés en España, donde la teología protestante es materia de pura erudición, que entonces sólo cultivaba algún bibliófilo excéntrico, como don Luis Usoz. Balmes había estudiado a los grandes controversistas católicos, especialmente a Belarmino y Bossuet, pero le fueron inaccesibles los primitivos documentos de la Reforma, las obras de los heresiarcas del siglo XVI, y para su plan le hubieran sido inútiles, porque no escribía como teólogo, sino como historiador de la civilización, y no estudiaba el protestantismo en su esencia dogmática ni en la variedad de sus confesiones, sino en su influjo social.

No hay, pues, que buscar en el libro lo que su autor no pudo ni quiso poner. Las grandes demostraciones apologéticas de la doctrina ortodoxa contra sus disidentes han nacido donde debían nacer, es decir, en las escuelas católicas de Alemania e Inglaterra, únicas que conocen a fondo el enemigo a quien combaten y con quien parten el campo. Un libro como la "Simbólica" de Moehler, hubiera sido imposible en España, y para nada hubiera servido. Los liberales del tiempo de Balmes no habían pasado de las "Ruinas de Palmira", y cualquier cosa podían ser, menos protestantes.

El fracaso de la romántica propaganda del célebre misionero bíblico Jorge Borrow, que se vio reducido a buscar adeptos entre los presidiarios y los gitanos y acabó por traducir el Evangelio de San Lucas al "caló", basta para evidenciarlo. Balmes, entendimiento positivo y práctico, conocía el estado de su pueblo y no luchaba con enemigos imaginarios. Sólo como un mero fermento de incredulidad podía obrar el protestantismo sobre la masa española, y aun este riesgo parecería entonces muy lejano.

El adversario que verdaderamente combate Balmes en aquel libro, sin salir del Campo de la Historia, es la escuela ecléctica, y su expresión mas concreta, el doctrinarismo político, que se había enseñoreado de las inteligencias mas cultivadas de España. El partido moderado, del cual fue Balmes juez mas o menos benévolo, pero nunca cómplice ni siquiera aliado, había convertido en oráculo suyo a un seco y honrado hugonote, gran historiador de las instituciones todavía mas que de los hombres, y muy mediano filósofo de la historia porque su rígido y abstracto dogmatismo, aspirando a simplificar los fenómenos sociales, le hacía perder de vista muchos de los hilos con que se teje la rica urdimbre de la vida.

El que por espíritu sectario o por estrechez de criterio pretendió borrar de la historia de la civilización europea el nombre de España no parecía muy calificado para ser maestro de españoles, y, sin embargo, aconteció todo lo contrario. Ese primer curso de Historia de la Civilización, que hoy nos parece el más endeble de los libros de Guizot y el que menos manifiesta sus altas dotes de investigador crítico, fue en algún tiempo el Alcorán de nuestros publicistas y hombres de estado.

Refutar algunos puntos capitales de estas "Lecciones", ya en lo que toca a la acción civilizadora de la Iglesia durante los siglos medios, ya al influjo atribuido a la Reforma en el desarrollo de la cultura moderna, fue el primer propósito de Balmes, y sin duda el germen de su obra.

Pero el plan se fue agrandando en su mente, y Guizot y el protestantismo vinieron a quedar en segundo término. Así, lo que había empezado con visos de polémica adquirió solidez y consistencia de obra doctrinal, y se convirtió en uno de los más excelentes tratados de Filosofía de la Historia que con criterio católico se han escrito, sin caer en el misticismo vago y nebuloso de Federico Schlegel y los románticos alemanes, ni en la apología ciega e inconsiderada de las instituciones de la Edad Media que puede notarse en muchos autores franceses de la llamada escuela neocatólica.

Los capítulos que Balmes dedica a analizar la noción del "individualismo" y el sentimiento de la dignidad personal, que Guizot consideraba característico de los invasores germánicos; las páginas de noble elevación donde expone la obra santa de la Iglesia en dulcificar primero y abolir después la esclavitud, en dar estabilidad y fijeza a la propiedad, en organizar la familia y vindicar la indisolubilidad del matrimonio, en realzar la condición de la mujer, en templar los rigores de la miseria, en fundar el poder público sobre la base inconmovible de la justicia divina, conservan el mismo valor que cuando se escribieron, salvo en la parte de erudición histórica, que no era el fuerte de Balmes, y en que no pudo adelantarse a su tiempo.

Pero tampoco incurre en error grave, y "El Protestantismo", mas que ninguna de sus obras, manifiesta una lectura extensa y bien digerida, que no se pierde en fútiles pormenores y sabe interpretar los hechos verdaderamente significativos en la historia del linaje humano, mostrando no vulgar conocimiento de las fuentes.

Contiene, además, esta obra insigne un caudal de Materiales apologéticos, que pueden considerarse como estudios y disertaciones sueltas, aunque todos tengan natural cabida dentro del vasto programa que Balmes fue desenvolviendo con tan serena y majestuosa amplitud.

Uno de los temas que con más extensión y acierto trata, hasta el punto de formar por sí solo una tercera parte de la obra, es la Filosofía católica de las Leyes, Materia de singular importancia en los tiempos de confusión política en que Balmes escribía.

No puede decirse que la admirable doctrina de Santo Tomás sobre el concepto de la ley, sobre el origen del poder civil y su transmisión a las sociedades, estuviese olvidada, puesto que entre otros la había expuesto y defendido con gran penetración y notable vigor dialéctico el dominico sevillano Fr. Francisco Alvarado.

Pero ni los liberales ni los absolutistas habían querido entenderla, y con sus opuestas exageraciones, fanáticamente profesadas, habían llenado de nieblas los entendimientos y de saña los corazones.

Balmes tuvo la gloria de restablecer la verdadera noción jurídica que es uno de los mejores timbres de la Escuela, sobre todo en la forma Magistral que la dieron nuestros grandes teólogos del siglo XVI, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y el eximio Suárez.

Balmes, que en este punto se enlaza con la ciencia nacional más que en ningún otro, reivindica estos precedentes y los de otros varios políticos y moralistas españoles. Entre los modernos ninguno mostró tanto tino como él en acomodar la doctrina escolástica "de legibus" y "de justitia et jure" a las condiciones didácticas del tiempo presente, y en concordarla con las ideas de otros publicistas, no tan apartadas corno pudiera creerse de aquella sabiduría tradicional.

Balmes, que en ciencias sociales tuvo intuiciones y presentimientos que rayan con el genio, no era un político meramente especulativo: era también un gran ciudadano, que intervino con su palabra y su consejo en los más arduos negocios de su tiempo y ejerció cierta especie de suave dominio sobre muy nobles y cultivadas inteligencias. No era hombre de partido, pero fue el oráculo de un grupo de hombres de buena voluntad, de españoles netos que, venidos de opuestos campos, aceptaban, no una transacción sino una fusión de derechos, una legalidad que amparando a todos hiciese imposible la renovación de la guerra civil y trajese la paz a los espíritus. La fórmula de Balmes no triunfó, acaso por ser prematura, pero de la pureza de sus móviles e intenciones no dudó nadie, ni tampoco de la habilidad con que condujo aquella memorable campaña. No falta quien lamente que en ella emplease tanta parte de su energía mental para cosechar al fin desengaños y sinsabores que entristecieron sus últimos anos.

Hay quien opina que Balmes hubiese filosofado más y mejor si no hubiera pensado tanto en la boda del Conde de Montemolín y en otros negocios del momento. Pero no reparan los que tal dicen, que Balmes no era de aquella casta de pensadores que se embebecen en el puro intelectualismo, sino de aquellos otros que hacen descender la filosofía a las moradas de los hombres y ennoblecen el arte de gobernar enlazándole con los primeros principios.

Fichte fue mas grande en sus "Discursos a la nación alemana" después de la derrota de Jena que en su trascendental idealismo. La metafísica de Balmes no fue obstáculo para que su política tuviese una base real y positiva, en la cual consiste su fuerza. Sus conclusiones son análogas a las de la escuela histórica que ya contaba prosélitos en Cataluña cuando él comenzó a escribir, pero desciende de mas alto origen y bien se ve que no han sido elaboradas al tibio calor de la erudición jurídica.

Otros habían penetrado mucho mas adelante que él en el examen de las antiguas instituciones nacionales: bastaría el gran nombre de Martínez Marina para probarlo. Pero la pasión política les ofuscó a veces en la interpretación, haciéndoles confundir la libertad antigua con la moderna y la democracia privilegiada del municipio con el dogma de la soberanía del pueblo. Balmes, que conocía mucho menos el texto de las franquicias de los siglos medios, entendió mejor el sentido de nuestra constitución interna, aunque a veces le formulase con demasiado apresuramiento.

Como periodista político Balmes no ha sido superado en España si se atiende a la firmeza y solidez de sus convicciones, a la honrada gravedad de su pensamiento, al brío de su argumentación, a los recursos fecundos y variados, pero siempre de buena ley, que empleaba en sus polémicas, donde no hay una frase ofensiva para nadie.

Su gloria sería tan indiscutible corno lo es la de Larra en el periodismo literario y satírico si le hubiese acompañado el don del estilo, el admirable talento de prosista que encumbra a Larra sobre todos sus coetáneos. Los artículos de Balmes son un tesoro de ideas que no se han agotado todavía, pueden considerarse además corno la historia verídica y profunda de su tiempo; pero la forma es redundante, monótona, descuidada.

La prosa de Balmes tiene el gran mérito de ser extraordinariamente clara, pero carece de condiciones artísticas, no tiene color ni relieve. Suponen algunos que esto procede de que no escribía en su lengua nativa y tenía que vaciar su pensamiento en un molde extraño. Pero creo que se equivocan, porque precisamente las cualidades que más le faltan son el nervio y la concentración sentenciosa, que son característica de los autores genuinamente catalanes, sea cualquiera la lengua en que hayan expresado sus conceptos. Balmes hablaba y escribía con suma facilidad la castellana y nunca había empleado otro instrumento de comunicación científica, fuera del latín de las escuelas. Tiene muchas incorrecciones, pero la mayor parte no son resabios provinciales (como entonces se decía), sino puros galicismos, en que incurrían tanto o más que él los escritores castellanos de mas nombradía en aquel tiempo, salvo cuatro o cinco que por especial privilegio o por la índole particular de sus estudios salieron casi inmunes del contagio. Balmes procuró depurar su lenguaje, y en parte lo consiguió, con la lectura de nuestros clásicos, especialmente de Cervantes y Fr. Luís de Granada, cuyas obras frecuentó mucho; pero no llegó a adquirir, ni era posible, las dotes estéticas que le faltaban.

Tuvo además la desgracia de prendarse, en la literatura contemporánea, de los modelos menos adecuados a su índole reposada y austera, y cuando quiere construir prosa poética a estilo de Chateaubriand o de Lamennais fracasa irremediablemente. Pero en sus obras la retórica es lo que menos importa, y sólo en prueba de imparcialidad se nota esto.

Fue el Dr. D. Jaime Balmes varón recto y piadoso, de intachable pureza, de costumbres verdaderamente sacerdotales, de sincera modestia que no excluía la conciencia del propio valer ni la firmeza en sus dictámenes; meditabundo y contemplativo, pero no ensimismado; algo esquivo en el trato de gentes, pero pródigo de, sus afectos en la intimidad de sus verdaderos amigos que naturalmente fueron pocos; tolerante y benévolo con las personas, pero inflexible con el error; operario incansable de la ciencia hasta el pinito de haber dado al traste con su salud, que nunca fue muy robusta; previsor y cuidadoso de sus intereses, no por avaricia, como fingieron sus émulos, sino por el justo anhelo de conquistar con su honrado trabajo la independencia de su pensamiento y de su pluma, que jamás cedieron a ninguna sugestión extraña. Su vida interior, que fue grande, se nutría con la oración y con la lectura de libros espirituales, sobre todo con la del Kempis, que revisaba diariamente.

Tal fue, aunque dibujado por mí en tosca semblanza, el grande hombre cuyo primer aniversario conmemoramos hoy. Quiera Dios que su inteligencia simpática y generosa continúe velando sobre esta España que tanto amó, que le debió la mejor parte de su pensamiento en el siglo XIX y que por él vio renacer sus antiguas glorias filosóficas.

MARCELINO MENENDEZ Y PELAYO

Estas páginas de Menéndez y Pelayo, que hemos juzgado el mejor prefacio para esta edición, forman parte de un discurso que pronunciara el ilustre polígrafo santanderino en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Apologética, celebrado el 11 de septiembre de 1910. (N. del E.).