III. LA DIMENSIÓN SUPRACÓSMICA DEL SER HUMANO

Por Antonio Orozco-Delclós

 

 

MÁS ALLÁ DEL TIEMPO

El tiempo es, junto con el espacio (la extensión). La otra coordenada de la materia. Agustín de Hipona decía que cuando pensamos en alguna verdad eterna ya no estamos en este mundo. Tomás de Aquino afirmó que la operación del entendimiento por la cual comprende lo inteligle de las cosas, se realiza "sin estar sometido al tiempo, ni a condición alguna de las cosas sensibles"

"El intelecto está más allá del tiempo" . "Los actos de libre albedrío no son temporales sino relativamente, en tanto que tienen relación con las potencias corporales, a partir de las cuales la razón recibe la ciencia y la voluntad es inclinada por las pasiones"

Los actos de entender y querer no están totalmente inmersos en la materia, como tampoco lo está el alma. "Existe un punto supratemporal en el hombre; allí se inicia el tiempo para él; y si la conciencia se temporaliza sin perder su unidad es exactamente porque, en su fuente viva, ella excede al tiempo y se une al acto eterno. Por mi cuerpo animado yo estoy en el tiempo; por mi espíritu no lo estoy, es el tiempo el que está en mí y por mí; y esto porque mi espíritu participa del Espíritu Eterno" (J. Mouroux). Cada instante consciente es vivir ya la eternidad junto con el tiempo, o quizá mejor dicho: cada instante consciente es una eternidad incoada.

Karl Jaspers decía que la existencia humana tiene la posibilidad "de realizar y vivir en el instante la fusión del tiempo y de la eternidad"

("Sensus autem non cognoscit esse nisi sub hic et nunc; sed intellectus aprehendit esse absolute et secundum omne tempus. Unde omne habens intellectum naturaliter desiderat esse semper. Naturale autem desiderium non potest esse inane": Tomás de Aquino)

Los sentidos sólo conocen lo que es, el existir, limitado al aquí y ahora, por eso sólo pueden desear el existir en el instante presente: esse ut nunc. Pero si lo que se conoce como es el caso del entendimiento, trasciende el espacio y el tiempo, entonces es preciso concluir que la facultad correspondiente trasciende tanto el espacio como el tiempo y desea naturalmente ser siempre.

Las cosas que conocen y captan el ser eterno ansían con deseo natural este ser. Esto sucede en todas las sustancias espirituales. Todas ellas ansían, por eso, con deseo natural, el ser eterno. Por eso nunca jamás pueden dejar de existir . Este argumento adquiere toda su fuerza cuando ya se ha demostrado que Dios existe y es autor de mi naturaleza. Siendo El el responsable de mi ser, es indudable que no puede obrar esa contradicción que sería un ser naturalmente aspirante a la inmortalidad que fuese mortal en un sentido absoluto.

Es cierto que no podríamos sostener con firmeza la existencia del espíritu inmortal, si previamente no hubiéramos comprobado la existencia del Espíritu absoluto, por y para el cual he sido creado. Pero la existencia de Dios se ha demostrado ya mil veces a lo largo de la Historia y podemos hacerlo en cuanto nos plazca, con tal de que argumentemos con rigor sobre el ser y la contingencia de las cosas de nuestra experiencia.

Pues, bien, si sabemos que Dios - Verdad, Sabiduría, Amor - es nuestro Autor, podemos concluir que siendo la naturaleza de nuestra alma espiritual y esencialmente referido a lo eterno, necesariamente ha de permanecer eternamente.

CONCIENCIA DEL TIEMPO Y DE LA ETERNIDAD

Que a nuestra naturaleza pertenece la condición supratemporal, es claro, precisamente a partir de la experiencia del tiempo. Si nuestro ser estuviera totalmente inmerso en el tiempo, ¿podríamos ser conscientes del paso del tiempo? ¿podríamos medir el tiempo? Esta conciencia del tiempo que pasa, de lo móvil como móvil, implica una referencia implícita a un punto fijo trascendente al devenir. Es preciso que me sitúe en un observatorio invisible para poder juzgar el paso de las cosas (...) Más simplemente, el hecho de que "yo" pueda conjugar un verbo en todos los tiempos del pasado y del futuro testimonia con evidencia que mi enraizamiento en la duración se alía a una emergencia no menos cierta. Una aguda punta de mi ser culmina en el polo supremo e inmóvil. Mi conciencia del tiempo es también conciencia de la eternidad. Heme aquí, pues, situado en el instante, pero no cautivo de su movilidad; implicado en el presente inestable pero sin dejarme engullir por él. En cada uno de los puntos de la duración que me lleva hacia la horizontal, permanezco erguido en la vertical, fuerte en mi postura erguida y mantengo mi cabeza alzada hasta el cenit. Estoy atraído hacia dos polos contrarios, extremadamente tenso, hasta el sufrimiento, por su oposición, pero no dejo de reconicliarlos en mi persona, de darlos el uno al otro, de reunirlos en el acto indiviso de mi conciencia. Así, el instante se me presenta como la punta móvil por la que lo eterno se introduce, se inscribe, se actualiza en el registro móvil de la duración

Sólo el que está más allá del tiempo puede sentir su paso implacable, vivir del pasado y anticipar el futuro, como la persona hace, porque trasciende el tiempo, no se identifica con él.

EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

El conocimiento de la verdad, aunque se trate de una verdad tan insignificante como el hecho de que yo ahora mismo esté escribiendo (o leyendo) algo (casualmente sobre la intemporalidad y la índole extracósmica del principio vital humano), revela la trascendencia del entendimiento humano, porque el conocimeinto de la más "pequeña" verdad nos sitúa ya en un "siempre": siempre será verdad que ahora estoy escribiendo (o leyendo).

Los entendimientos despiertos se han dado cuenta de esto: "estamos en contacto inmediato, en este mundo, en esta vida, con la eternidad, por un agujero, si se quiere, por una rendijita, pero con un mundo que no cambia, ni muere, ni se pudre, con la eternidad. En el alma se juntan la eternidad y el tiempo. ¿Cómo es esto posible? Aquí nos confrontamos con el misterio de nuestro propio ser. Un misterio, pero al mismo tiempo realidad positiva. No podemos esclarecerlo, pero su presencia nos esclarece aquellas otras palabras de Dios, cuando decía que somos dioses y todos hijos del Altísimo"

Las cosas mismas todas, terrenas, temporales, nos conducen como de la mano al reino de lo eterno. Bastantes versos de Juan Ramón Jiménez lo ilustran, como éstos:

Hojita verde y con sol
Tú sintetizas mi afán
Afán de gozarlo todo
De hacerme en todo inmortal.

Sucede que todas las cosas, por insignificantes que parezcan tienen algo que sólo el hombre lo descubre, cuando las mira atento: las cosas son, y su ser, aunque sea ínfimo y exiguo basta para exhalar el viento sutil que hincha las alas del espíritu, para remontar el vuelo hasta el reconocimiento y contemplación del Ser infinito, eterno. ¿Cómo, si no, pueden brotar de un corazón humano estos gritos de Juan Ramón:

Tarde última y serena, / corta como una vida, / fin de todo lo amado, / yo quiero ser eterno! / Atravesando hojas, / el sol, ya cobre, viene / a herirme el corazón. / Yo quiero ser eterno! /Belleza que yo he visto, / no te borres ya nunca! / Porque seas eterna, / Yo quiero ser eterno!

¿Qué extraña ilusión podría fabricar esa ansia incontenible de eternidad? ¿Puede un ser mortal inventar la inmortalidad?

VALOR TRASCENDENTE DE CADA ACTO HUMANO

Si el alma es inmortal, por ser incorruptible, por ser espiritual, por carecer de partes, de composición, y ser en sí, existir de suyo desde el momento de la creación, entonces todos sus actos libres, "personales" tienen también una dimensión de eternidad. Cada uno de nuestros actos, que sucedan ahora, en el tiempo, gravitarán decisivamente sobre nuestra eternidad.

Ciertamente, estimula y asombra saber que hay algo de eterno en nuestras acciones: que, dentro de la historia, somos capaces de apresar la eternidad; lo que crecemos en conocimiento y amor de Dios, y por Dios y en Dios a todas las criaturas, queda, si nosotros mismos no lo destrozamos, para la eternidad. La persona humana es pues el ser que está compuesto de cuerpo material y de alma espiritual, con entendimiento capaz de conocer la verdad objetiva, la verdad en sí misma, y con voluntad para amar el bien en sí mismo, con libertad que le permite llegar a ser "dueño de sí", señor de sí mismo, dueño de sus actos y de su eterno destino. Su valor supera el de todo el universo irracional. Impedir el desarrollo de ese señorío personal (de cada persona concreta), o distorsionarlo de algún modo, o anularlo, es indudablemente, un atentado de lesa Humanidad, es causar un daño de valor supracósmico y supratemporal. Es cargar sobre sí con una responsabilidad tremenda, asumir por toda la eternidad, una conducta criminal, que sólo podrá ser redimida por la misericordia de Dios atraída por una contrición profunda y una penitencia de algún modo proporcionada.

LIBERTAD, PRUEBA DE LA ESPIRITUALIDAD

La libertad es una manifestación de la índole espiritual del alma humana. El acto supremo en el que la libertad se manifiesta es aquél en el que demuestra su trascendencia y dominio sobre el cuerpo. No está en el mero hecho de escoger, o en el que el hombre «se proyecte según sus posibilidades», como dice Heidegger. El hombre, al elegir o al proyectarse, puede seguir más o menos conscientemente mil condicionamientos que le son extrínsecos; elige, por ejemplo, ser médico o ser abogado quizá porque su padre o alguno de sus parientes próximos ejerce ésta o aquélla profesión. Pero existe la libertad suprema, signo de la espiritualidad del alma: la libertad de decir que no, aun a contracorriente de mi corporeidad y contra todos los condicionamientos imaginables.

Mi cuerpo, lo que en mí es pura materia, puede estar arrojado a un calabozo inmundo, mis manos y mis pies encadenados, pero a pesar de ello yo sigo siendo libre, y aun cuando no sea dueño de mi corporalidad siempre podré decir que no a lo que se me pide. El hombre es libre porque su espíritu está por encima de todos los poderes terrenos, y son muchos los seres humanos que han demostrado así la victoria del espíritu sobre el cuerpo, el triunfo de lo que no es visible en su ser, sobre aquello que podemos percibir con nuestros sentidos. Escribe Sartre una frase en la que, sin darse cuenta, afirma la existencia del espíritu: «torturar a otro es obligarlo a renegar identificándose con su cuerpo que sufre»; es un intento de cosificación.

Pero mi yo, mi alma, que es la que da vida a mi cuerpo informándolo, siempre puede decir que no y si acaso la tortura u otra fuerza extraña me vence, tengo la impresión de haber traicionado mi ser, lo mas íntimo de mí mismo, y en el fondo, aun vencido y humillado, continuo para mis adentros diciendo ¡no!. Y si aconteciera que este decir no, me llevara a la muerte, marcharía hacia ella no como quien va a terminar su existencia, sino con la íntima e intensa satisfacción de que al desligarse de la corporeidad, cuando mi cuerpo se convierta en un cadáver, mi espíritu se verá libre de las ataduras temporales. Sé que lo que no es materia sobrevivirá, como lo han sabido de un modo u otro - pero siempre - los hombres de todas las civilizaciones que nos han precedido. Si yo soy ser espiritual, no puedo morir del todo. Heráclito decía, con mucha razón, que si el sol fuese consciente de su ocaso, sería inmortal.

EL SER PERSONAL TRASCIENDE LA DIMENSIÓN BIOLÓGICA

¿Podría subsistir el ser humano en el mundo si fuese mera vida biológica? ¿Hubiera podido llegar a multiplicarse y formar una pluralidad de miembros, si fuese un producto meramente intracósmico? Es un lugar común la inferioridad de condiciones en que nace el hombre en comparación con otras especies inferiores. Si fuese sólo animal no hubiera podido subsistir. El hombre es el único ser que no se vale por sí sólo. No nace, como otros animales sabiendo localizar el alimento y distinguir lo comestible de lo letalmente indigesto. Ya en el siglo IV antes de Jesucristo, Platón escribió en Protágoras el mito de Epimeteo y Prometeo, que son la descripción de la inviabilidad del ser humano como mera biología. La experiencia histórica no ha hecho más que confirmar la intuición del filósofo griego.

De otra parte, la facultad intelectiva no puede entenderse enteramente como resultado evolutivo de formas inferiores de vida, por lo mismo que la forma de vida del hombre no hubiese logrado subsistir más que un breve tiempo, insuficiente a todas luces para el largo periodo que una evolución semejante requeriría.

La pervivencia biológica del hombre sólo se explica si él es fundamentalmente espíritu, ser extra cósmico (es decir, substancia irreductible a materia), que no tanto se adapta al medio, como hacen los brutos, sino que lo transforma y convierte en habitable lo que no lo era.

LA SUPERSTICIóN MATERIALISTA

Es de advertir que esta concepción del hombre como trascendente al cosmos es muy razonable, aunque haya quienes no la comprendan. Me parece obvio que hay muchas razones para sostenerla. En cambio -como escribe el premio Nobel de Medicina Sir John Eccles- «el materialismo carece de base científica, y los científicos que lo defienden están, en realidad, creyendo en una superstición. El materialismo lleva a negar la libertad y los valores morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. El materialismo niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por eso, Karl Popper, uno de los pensadores actuales de más prestigio, ha podido decir que Freud ha sido uno de los personajes que más daño han hecho a la humanidad en el último siglo. Popper trabajó hace muchos años en una clínica de Viena donde se aplicaba el método freudiano y tuvo ocasión de comprobar que el método de Freud no era científico. El materialismo, si se lleva a las últimas consecuencias (que es lo que tiene que hacer cualquiera si científico pretende serlo), niega las experiencias más relevantes de la vida humana. Si el materialismo fuera verdad, "nuestro mundo" personal sería imposible», no habría podido llegar a ser.

Quien conserve un cierto sentido metafísico - por lo demás, natural al ser humano desde que despierta al uso de razón -, puede entender perfectamente lo que dice seguidamente John Eccles: «Del alma podemos conocer muchas cosas: los sentimientos, las emociones, su percepción de la belleza, la creatividad, el amor, la amistad, la libertad, los valores morales, los pensamientos, las intenciones... Es decir, todo "nuestro mundo"; en otras palabras: lo más específicamente humano. Porque todo esto que acabo de mencionar se relaciona con la voluntad. Y es en la experiencia de la voluntad donde se estrella el materialismo y cae por su base. El materialismo no puede explicar el hecho de que yo quiera hacer algo y lo haga.

»De una parte, la actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo automático. Hay mucho automatismo en nuestra conducta. Pero también es claro que existe un nivel de conciencia en el que la originalidad de la decisión es patente. Por ejemplo, cuando camino, "quiero" ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la conciencia: "quiero" andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada movimiento...»

Sobre la fácil pero falsa reducción del alma a cerebro es también ilustrativo lo que dice el eminente científico: «Hasta hace poco, nada sabíamos de ondas electromagnéticas y de áreas cerebrales, y hay gente que no lo sabe tampoco ahora. Pero todos, y desde antiguo, sabemos de "nuestra vida". Y nuestra vida la expresamos en palabras y acciones, para lo cual necesitamos obviamente el cerebro, pero también necesitamos muchas veces de la laringe o de los músculos de la mano; y ni la laringe ni la mano son el origen o la explicación de "nuestra vida". Tampoco lo es el cerebro. El cerebro no explica qué es y cuál es el origen de "nuestra vida" humana, personal, inteligente y libre. Desde luego es muy importante investigar sobre la físico química cerebral, pero quien sabe de "nuestra vida" es nuestro "yo", no el cerebro. Y nuestro "yo" no es en modo alguno un producto físico químico».

CONCEPTO DE "ESPIRITU"

Este es un concepto que, según Zubiri y la mayoría de los historiadores, escapó a la filosofía griega. Es, sin embargo, el concepto con el que comienza la especulación metafísica en el Occidente europeo. La filosofía cristiana lo ha depurado y caracterizado, tanto desde el punto de vista positivo como negativo.

a) negativamente:

El "espíritu" o "sustancia espiritual" no es un ser extenso, espacial, sensible ni meramente psíquico;

tampoco es temporal, aunque viva en el tiempo: sobrepasa y está mensurada por una duración superior al tiempo;

es una vida que trasciende a las leyes físicas y a las operaciones biopsíquicas de crecimiento, metabolismo e instintos.

b) positivamente:

Es una sustancia simple, y por ello indivisible de suyo: constituye un todo en sí misma;

es de suyo subsistente: subsiste en sí y por sí, con independencia de la materia;

sus operaciones principales -entender y querer libremente- puede ejercerlas al margen del cuerpo.

En consecuencia: es incorruptible e inmortal, y, para existir ha de ser creada por Dios.

CÓMO SE PUEDE DEMOSTRAR LA ESPIRITUALIDAD DEL ALMA

Precisamente partiendo de sus operaciones principales podemos concluir que el alma humana es espiritual, por serlo sus operaciones: conocimiento intelectual y volición libre, irreductibles e independientes de la materia.

Ahora bien, esta demostración no podrá ser de tipo físico o biológico, en una palabra, empírico. La ciencia empírica no tiene autoridad - ni método ni objetivo - para pronunciar algún veredicto sobre la existencia o inexistencia de un alma espiritual, precisamente porque, por definición, lo que sea espiritual no puede entrar en el campo de observación de las ciencias que experimentan magnitudes cuantificables de un modo material. Las ciencias naturales sólo alcanzan objetos materiales y sensibles.

Los buenos científicos comprenden bien que las ciencias naturales no puede decir nada sobre la sustancia espiritual; que es natural que el hombre no reduzca su conocimiento a lo que puede ser conocido, observado y experimentado por la ciencia natural (física, biología, etcétera); que es muy plausible la afirmación de la espiritualidad del alma humana.

No se tambalean las pruebas de la espiritualidad del alma cuando algún científico la niega. También lo niegan algunos labradores y poetas, con el mismo grado de competencia que ellos en este asunto. Esto no es nuevo. En el siglo XIII Tomás de Aquino se refiere a «la creencia de muchos que pensaban que lo que no es cuerpo no tiene ser, los cuales no tuvieron valor para trascender la imaginación, que versa únicamente sobre lo corpóreo. Opinión que el libro de la Sabiduría (Sab 2, 2) atribuye a los "insensatos" (insipientium), que dicen del alma: "humo y aire es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del latido de nuestro corazón"»

Sin embargo, los científicos empíricos son personas, y como tales gozan de entendimiento y libre voluntad, por lo que -como todo ser humano-, si quieren, son capaces de pensar también al modo del filósofo y comprender que hay una dimensión humana que es imposible explicar por medio de la ciencia empírica. Por ejemplo, en el simposio de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias celebrado en Bruselas el año 1980 se trató el tema de "lo corporal y lo mental". De ahí salió la obra colectiva Le mental et le corporel. Allí la mayoría de los científicos y filósofos asistentes -todos especialistas conocidos- admitían la existencia del espíritu humano, al extremo que provocó cierta irritación en el pequeño grupo que lo negaba.

Por lo demás, la superación del materialismo no va unido necesariamente a creencias religiosas. Importantes pensadores sin ninguna creencia religiosa afirman la existencia de dimensiones humanas irreductibles a lo material. Por ejemplo, tanto Shopenhauer como Popper entienden que el materialismo radical es la filosofía de un sujeto que ha olvidado tenerse en cuenta a sí mismo.

QUÉ SIGNIFICA "SER LIBRE"

Ser libre quiere decir, pues:

a) que no sólo se es capaz de optar o no optar y de elegir entre diversas opciones. Esta libertad, meramente psicológica, seguramente también la tiene en cierto grado el famoso asno de la fábula - falsamente atribuida al escolástico Buridán. Dice que si un asno hambriento estuviera ante dos montones de paja exactamente iguales moriría de hambre, porque ambos montones le atraerían con idéntica fuerza, lo cual para un ser carente de capacidad de autodeterminación supondría una mortal perplejidad. No lo creo, de ninguna manera. El asno también es libre de escoger entre dos montones de paja iguales, no moriría de hambre en semejante coyuntura; seguro que elegiría uno u otro. ¡Hasta ahí es capaz de llegar el asno!.

b) Lo que no tiene el asno es el dominio de sus actos, y el hombre sí. El hombre es dueño de sus actos en tanto que se encuentra radical y operativamente abierto a la totalidad del ser, de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello. Con sus operaciones de entender y querer -si bien imperfectamente- lo puede abarcar todo, incluso, como ya hemos anotado, de alguna manera, a Dios, al que fácilmente llega si discurre correctamente, guiado por una voluntad que aspira no tanto a bienes particulares como al Bien absoluto. Esa apertura tensa de la subjetividad - sin perder intimidad - a todo el horizonte del ser, es lo que confiere a la persona la superioridad esencial y la dignidad eminente en el mundo; y revela un ser trascendente al mismo, radicalmente extra cósmico.

La apertura al Bien absoluto origina una natural "tensión" de la voluntad a ese Bien, que no puede "descansar" en ningún bien particular, finito o limitado. Por eso ninguno de éstos es capaz de dominar o determinar nuestra voluntad, que ante lo limitado permanece siempre dueña de sí. No por indiferencia ante los bienes parciales, sino porque goza de una tensión más vigorosa al Bien total que le deja dueño de sus naturales inclinaciones a todo lo que, siendo atractivo, no es el Bien absoluto. Al hombre puede atraerle mucho cualquier bien finito, pero como su ser es "tendencialmente infinito" nunca queda determinado - atrapado, encadenado - del todo por lo finito.

Esta superioridad viene dada por la categoría, "densidad" o, si se prefiere, "intensidad" de la sustantividad de su ser, que le sitúa por encima de todas las posibilidades de los seres irracionales, por evolucionados que sean, por perfectos que hayan llegado a ser. La perfección de la persona no es sólo un grado más de una supuesta evolución perfectiva, sino una perfección esencialmente trascendente a todo el cosmos. La persona tiene un principio y un desarrollo vital extra cósmicos.

Gracias a este dominio sobre sus propios actos, el hombre puede llegar a dominar a los demás seres del universo. El Génesis es ilustrativo, y aun cuando no se considere aquí su carácter de libro inspirado por Dios, preciso es reconocer que acierta cuando dice que Dios creó al hombre - macho y hembra los creó - y les dijo: "llenad la tierra y dominadla".

INTIMIDAD E INTERSUBJETIVIDAD

La persona se experimenta como individuo único e irrepetible: incomunicable en cuanto al ser pero comunicable en cuanto al conocer y el querer. Es comunicabilidad la aptitud para la relación intersubjetiva, es decir, la facultad de entrar en relación cognoscitiva y afectiva con todo cuanto existe y muy especialmente con los otros "yo". El yo, de alguna manera, puede apropiárselo todo mediante el conocimiento. Puede salir en cierto modo de sí mismo y penetrar en la realidad de las cosas, "intus-legere", leer "dentro" de ellas, descubrir su verdad, desvelarla y distinguirla de lo irreal; identificarse cognoscitivamente con todo lo que no es el yo y volver de nuevo adentro de sí y establecer una especie de diálogo consigo mismo en un espacio íntimo, interior, en el que puede vivir como a solas consigo mismo. La intimidad es autopresencia y supone la capacidad reflexiva. El hombre, la persona, se revela como dotado de una intimidad radical que no es hermética, al contrario, desde ella puede interiorizar todo el mundo. Por lo cual Aristóteles afirmó sin restricciones que "el alma (humana) de alguna manera lo es todo".

Aquí se manifiesta ya de una manera muy clara la excelencia del ser personal, que quiere expresar la palabra "dignidad". El hombre es el único ser verdaderamente libre, íntimamente libre, que hay en nuestro universo material. Y esto es así, es posible, porque nuestro horizonte no tiene límite, es estrictamente hablando irrestricto: todo lo que de algún modo "es", incluso el Ser que Es por Esencia (Dios) puede ser objeto de nuestro conocimiento.

EXCELENCIA DEL SER PERSONAL

Tomás de Aquino afirma que persona significa lo que hay de más perfecto en la naturaleza. Es lo que participa más plenamente en el ser; es el más alto grado que puede darse de participación en el ser. La persona es "más ser" que los demás seres no personales, hasta el punto de que no puede derivar de nada anterior. La persona es de tal entidad que sólo puede tener un origen divino, es decir, sólo puede proceder por creación "ex nihilo" (de la nada), por la omnipotencia de Dios.

LA PERSONA ES MÁS QUE INDIVIDUO DE UNA ESPECIE

La persona es, pues, mucho más que un "simple - individuo - de - una-especie". Ya hemos dicho que posee "interioridad", capacidad de "reflexión" y por ello de "autodeterminación", de "dominio de sí". Es un sujeto "sui iuris", como de antiguo se dice. Su "yo" es singular, insustituible, intransferible e irrepetible. Nadie puede decir "yo" en su lugar.

LLegamos así al punto que nos habíamos propuesto desde el principio y que considerámos de enorme interés. Quizá no se había llegado a una formulación precisa y coherente de ello hasta estos últimos lustros. Y ha pasado al dominio general de los estudiosos gracias, principalmente, a la antropología filosófica y teológica de Juan Pablo II. Con su magisterio, ha hecho posible que ya nadie pueda pensar que ofende a Dios si dice que la persona es un fin en sí misma.

No hay dialéctica entre la gloria de Dios y la gloria del hombre, al contrario, la gloria de Dios es - como dice un Padre de la Iglesia - precisamente "que el hombre viva"; en otros términos, que el hombre llegue a ser todo lo que deba ser, que aparezca con toda la dignidad que le corresponde por ser criatura, hecha por Dios a su imagen y semejanza. Es Dios quien esta interesado en subrayar la dignidad de la persona humana, de modo que no le hacemos ofensa, al contrario, cuando nosotros la subrayamos. Lo absurdo, o si se prefiere, lo "in-sostenible" sería - es - presentar esa dignidad desvinculada de la dignidad de Dios creador. Este fue el pecado de Eva y de Adán: quisieron ser como Dios, pero no como los hijos se asemejan a sus padres, sino como dioses autónomos y autosuficientes; como si pudiesen organizarse una existencia estupenda al margen de Dios, como si ellos pudieran sostener por sí mismos su ser y su dignidad. Esto es el pecado, ésta es la gran mentira.

Nuestra dignidad es prestada, como nuestro ser. Lo que sucede es que Dios nos da el ser, y con el ser la dignidad que le corresponde, y lo hace con tan generosa perfección, - por decirlo de algún modo -, tan suavemente, que lo que es suyo - el ser y la dignidad - pasa a ser, por participación, verdaderamente nuestro. De manera que mi yo sin Dios no es nada, pero por El y sobre todo con El y ante El, mi yo es tan mío que es - si nos está permitido hablar así - enteramente mío y yo mismo. Mi vida es un don divino, tan divino que parece autosuficiente, tan divina que cabe sentir la tentación de querer "ser Dios".

Es ciertamente algo tan divino la persona, que Dios me quiere por mí mismo. "El hombre - enseña el Concilio Vaticano II y repite incansablemente Juan Pablo II -, es la única criatura que Dios ha querido por sí misma", es el único ser de este universo que Dios quiere por sí mismo. Dios me ha creado no para servirse de mí. ¿En qué podría yo servir a Dios, en el sentido de aportar algo a su Vida? ¿Hay algo que Dios no tenga que yo le pueda dar? Dios me ha creado para darse El a mí, para que yo - querido por mí mismo - sea eternamente feliz con El, en El y por El, con su Amor, en su Amor, por su Amor.


Antonio Orozco

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