Ascética y mística de la libertad
Del
libro "Para una idea cristiana del hombre. Aproximación teológica a la
Antropología."
pp. 109-137.
Juan
Luis Lorda
Ed. Rialp, 1999.
1. Acontecimientos que invitan a pensar
2. Reconocimiento de una conquista cultural
3. La amenaza del aburrimiento (un reto para occidente)
4. Una cultura de la libertad (ascética de la libertad)
5. El sentido de la libertad (mística de la libertad)
1.
Acontecimientos que invitan a pensar
Desde 1989, estamos en una situación histórica nueva que afecta a la vida,
las aspiraciones y las ideas de muchos millones de personas. El comunismo ha
fracasado, primero como ideología y también como sistema de poder
establecido, y ha dejado un inmenso vacío.
Nunca ha existido una oferta ideológica y política tan fuerte y tan
universal. El enorme poder del comunismo consistía en esa combinación
leninista de ideología marxista, pretendidamente científica, y de maquinaria
política al servicio de la ideología: afirmaba la ideología con la
autoridad absoluta de la ciencia, e imponía sus criterios con todo el peso de
sus estructuras políticas; una concentración de poder jamás vista. Por eso
también ha ejercido una opresión incomparable.
Durante decenios, en los países donde ha dominado, el comunismo ha sido la
única doctrina posible sobre la sociedad; y casi en el resto del mundo, la
"otra" alternativa; que operaba como una tentación constante,
impulsada por grupos activos más o menos iluminados y por concienzudas
estrategias de propaganda. Las demás doctrinas y fuerzas políticas se han
visto obligadas a definirse, total o parcialmente, a favor o en contra. Así
ha determinado, directa o indirectamente, casi todo el panorama ideológico y
político mundial. Por eso, su desaparición crea un enorme vacío: el espacio
ideológico y político se ha liberado, de repente, de esa presencia obsesiva
e invasora.
Hay que adaptarse a la nueva situación y hay que desprenderse de las
deformaciones que ha producido tanta presión ideológica y política. Entre
otras, hay que desprenderse del hábito de "simetría" política e
ideológica (izquierda/derecha) que el comunismo generó, por su
interpretación dialéctica de la historia, y también por motivos simplemente
estratégicos. Es sencillamente falso que durante el siglo XX hayan combatido
en el mundo "dos" ideologías, que podríamos llamar comunismo y
capitalismo o liberalismo(1). El comunismo no ha tenido un rival de la misma
naturaleza, porque no ha existido nunca un sistema ideológico y político tan
compacto como él. Es verdad que en los países occidentales no comunistas
existe un pensamiento liberal y también unas prácticas capitalistas. Pero no
forman un sistema comparable con el comunismo, ni desde el punto de vista
ideológico ni, mucho menos, desde el punto de vista de las estructuras del
poder.
La ideología comunista creía poseer la explicación científica global del
mundo al postular las leyes fundamentales y necesarias de la materia y de la
historia. Entendía la sociología -la ciencia de las sociedades- como si
fuera una ciencia natural, como la física o la química, dominada por leyes
necesarias y generales, que podían ser conocidas y controladas por la razón.
Quienes gobernaban debían ocuparse de la aplicación técnica de esa ciencia
totalitaria. Así se han permitido horribles operaciones de lo que se ha
llamado "ingeniería social"(2).
Hay que aprender de la historia. Pero hay que aprender bien, leyendo con
cuidado lo sucedido. El dato que se deduce de la triste historia del siglo xx
no es que ha fracasado "uno" de los sistemas ideológicos posibles,
sino que todo sistema ideológico que pretenda abarcar la entera realidad es
inhumano(3). Y es inhumano, aparte de otros muchos errores, porque desconoce
la fuerza creativa de la libertad de cada persona. Esa propiedad singular y
admirable, fácilmente reconocible y obvia para el análisis fenomenológico,
hace de cada hombre una fuente de la historia, un acontecimiento nuevo sobre
la tierra.
La libertad de las personas es una de las causas irreductibles de los hechos
sociales. No se puede reducir ni a los procesos de la naturaleza ni a la
estadística de los grandes números. Es la prueba de que existe un ámbito de
la realidad que está más allá de la materia, porque tiene leyes distintas.
Por eso, es necesario, como formuló Düthey, dividir metodológicamente las
ciencias al menos en dos grupos: ciencias de la naturaleza, dominadas por la
necesidad de la materia, y ciencias del espíritu donde interviene ese
fenómeno irreductible, que es la libertad.
Las ciencias sociales -la historia, la sociología o la economía- pertenecen
a este segundo grupo y deben tener en cuenta la libertad personal como un
fenómeno originario y característico de su construcción científica. Toda
explicación mecanicista y necesaria de los procesos sociales es errónea,
precisamente porque no la tiene en cuenta. Y es una grave violencia -un
despropósito- intentar transformar cualquier sociedad de un modo técnico o,
mucho peor, mecánico, sin emplear los resortes propios de la libertad; es
decir, la motivación y la persuasión mediante el ejercicio de una autoridad
legítima y razonable, con el debido respeto a las conciencias.
Por eso, es necesario acostumbrarse al vacío ideológico dejado por el
comunismo. Hay que acostumbrarse a no tener una ideología que lo intente
explicar todo y que asegure técnicamente su transformación. Ese es el marco
público de la libertad.
Estamos en una situación nueva. Es el momento de redescubrir la política;
que no es, de ninguna manera, el campo de aplicación de los sistemas
ideológicos, como ha sido en los regímenes totalitarios, ni tampoco el campo
de combate entre ideologías contrarias, como ha sucedido en los regímenes
parlamentarios por la tremenda distorsión que producía en ellos la presencia
marxista. La política no se guía por maximalismos ideológicos, sino
precisamente por el ejercicio de la prudencia. Es un arte y no una técnica.
Las sociedades no necesitan ideologías para progresar, sino experiencia,
sentido común y honradez: sabiduría para gobernar a las personas y
experiencia para gobernar las cosas. Y hoy es tarea de los intelectuales
recordarlo.
2. Reconocimiento de una conquista cultural
Todos los países donde el comunismo ha desaparecido se han visto obligados a
cubrir el hueco, y han asumido en mayor o menor medida, las instituciones del
liberalismo económico (libre mercado) y político (sistema de libertades y
democracia parlamentaria).
Pero es muy importante que no permanezcan entre los esquemas mentales, los
viejos y malos hábitos de la simetría. Hay que acostumbrarse a vivir sin
"ideologías". La política no las necesita. El liberalismo no es
una ideología como el comunismo. No hay que pretender que lo sea. Se trata de
algo mucho más modesto y también más maduro.
Al hablar de liberalismo, hay que distinguir tres cosas: los programas de los
partidos liberales, las doctrinas de los pensadores liberales, y las
instituciones políticas liberales. Aquí no hablaremos de los partidos
políticos, donde la etiqueta "liberal" puede incluir desde partidos
tradicionales hasta libertarios.
En cuanto a las doctrinas, y a pesar de algunos intentos teóricos, el
liberalismo carece de unidad(4). En realidad, se pueden distinguir, como
propone Hayeck(5), dos grandes grupos: la tradición ilustrada continental,
sobre todo francesa (Roussseau, Condorcet), y la filosofía política
británica, escocesa e inglesa (Hume, A. Smith, A. Ferguson, W Pales). La
primera está marcada por el racionalismo y tiende a la construcción
racionalista del Estado; a la segunda, más pragmática, le basta con proponer
unas reglas de juego. Esta división no es muy firme pues hay autores que
podrían considerarse intermedios (Montesquieu, J.S.Mill) y otros, cambiados
del lugar que les correspondería por su origen geográfico (según Hayeck,
por ejemplo, cabría situara Tocqueville en la mentalidad liberal británica,
y, en cambio, a Hobbes y Paine en la continental).
Basta esto para mostrar que no existe una doctrina común liberal. Sólo
existe una cierta concordancia de aspiraciones y de principios. Como decía
Benjamin Constant en el siglo pasado, el liberalismo es un sistema de
principios(6). Pero su mérito principal no es especulativo. La justificación
y los desarrollos teóricos de las diversas doctrinas liberales suelen
parecernos insuficientes y, muchas veces, ingenuos (el contrato social de
Rousseau, etc.). Y con razón, pues las ciencias humanas han progresado mucho
desde entonces y nos dan una visión de la realidad mucho más rica y
matizada.
En realidad, la aportación principal del liberalismo político no es
especulativa, sino más bien política y educativa. A pesar de sus
ingenuidades y de sus simplificaciones, ha conseguido expresar jurídicamente
y dar carta de naturaleza en el ámbito político a algunos principios de
derecho natural, como la dignidad, libertad y la igualdad fundamentales de los
hombres. Y en parte por deducción de esos principios y, en parte por la
evolución de la praxis política, ha conseguido crear un conjunto de
instituciones (separación y equilibrio de poderes, democracia parlamentaria,
reconocimiento de derechos fundamentales) y unas costumbres sociales que
proporcionan el marco para una convivencia real y pacífica. Su gran logro es
que unos principios teóricos verdaderos y fundamentales hayan llegado a
configurar profundamente la mentalidad y los hábitos de muchas sociedades.
El Estado de derecho creado por los principios liberales, con el
reconocimiento constitucional de la igualdad fundamental entre los ciudadanos,
de las libertades individuales y políticas, de la división de los poderes, y
de las garantías jurídicas, ha proporcionado un nivel de ejercicio de
libertad y de protección frente a muchas formas de violencia (y especialmente
a la violencia arbitraria que pueden ejercer quienes detentan el poder), que
no encuentra parecido en toda la historia de la humanidad. El liberalismo
político ha creado ámbitos completamente nuevos de libertad social. Es
preciso reconocerlo.
Es verdad que resulta un poco ridículo hacer de los principios liberales una
especie de religión, como, a veces, sucede en la tradición ilustrada y en la
retórica parlamentaria. Es verdad que en su compleja y variada historia se
han mezclado a veces prejuicios y motivos menos nobles. Es verdad que tiene
unas expresiones filosóficas algo ingenuas y simplistas. Pero es de justicia
reconocer la bondad de sus logros. Por ellos el liberalismo se ha impuesto
como la forma política habitual de los países desarrollados. Hoy no es
pensable el Occidente sin esta notable y variada creación jurídica y
cultural.
Así, el liberalismo no es una ideología como el comunismo, sino un conjunto
principios que toman su fuerza del derecho natural y de instituciones
jurídicas enriquecidas por la experiencia. Por eso, puede resultar
culturalmente empobrecedor convertirlo en una posición doctrinal, con
definiciones ideológicas o caracterizarlo con las oposiciones doctrinales del
pasado (como el laicismo, por ejemplo)8. No tiene sentido ser "partidario
del liberalismo" con un grado de adhesión intelectual y afectiva
semejante a la que podía tener un comunista respecto a su ideología. Esto
sería hacer pervivir los fantasmas del pasado. Hay que superar la dialéctica
de las etiquetas que no hacen más que confundir la vida intelectual y
política. Lo que interesa es la adecuada formulación de los principios, que
sirven para educar, y la eficacia de las instituciones, que sirven para
gobernar.
Pero no todo son ventajas. La experiencia ha puesto de manifiesto al menos
cinco deficiencias del liberalismo, que conviene tener muy presentes
precisamente ahora, en momentos de transformación política.
a) La primera es su individualismo. Al exaltar las libertades individuales, la
tradición liberal tiende a olvidar los lazos naturales y las obligaciones que
vinculan a los hombres entre sí, que no han encontrado una, expresión
jurídica suficiente. Tiende a pensar todo en términos de individuos y de
Estado y desconoce todo lo demás. La mentalidad liberal continental, que es
fuertemente estatalista, ha chocado con las llamadas "instituciones
intermedias" (matrimonio, corporaciones, asociaciones), porque presiente
que limitan las libertades individuales, sin comprender bien su naturaleza, ni
su contribución a la vida personal y social.
b) La segunda es su insolidaridad. Aunque jurídicamente se afirma la
igualdad, los individuos de hecho no son iguales ni en sus capacidades ni en
sus medios de fortuna. Por eso, en un régimen de libertad plena se producen
graves desequilibrios, debidos a los procesos de acumulación de poder
económico y de marginación; y los débiles pueden quedar en manos de los
fuertes. De hecho se ha hecho necesaria la intervención del Estado para
equilibrar las diferencias más graves, garantizar la solidaridad y promover
la igualdad de oportunidades en el acceso a los bienes comunes, especialmente
los de la cultura
c) En tercer lugar, la tradición liberal, precisamente por su individualismo,
no ha conseguido una fórmula satisfactoria para encuadrar las relaciones del
trabajo con el capital, o mejor, para la participación del trabajador en la
sociedad en que trabaja. Se ha impuesto la fórmula jurídica de la sociedad
anónima, que es la clave del capitalismo. A pesar de su simplicidad que la ha
hecho tan operativa, consagra al capital como verdadero agente de la vida
económica, dándole personalidad jurídica. En cambio, el trabajo es tratado
prácticamente como un bien que se compra en el mercado. En la misma fórmula
jurídica no se contemplan ni su valor humano ni los vínculos personales a
que da lugar. Los abusos prácticos han provocado, en los dos últimos siglos,
la formación de sindicatos y otras organizaciones profesionales, y la
intervención reguladora y arbitral del Estado. Así se ha desarrollado una
doctrina jurídica que protege las condiciones del trabajo y de la
jubilación.
d) La cuarta debilidad del liberalismo es que la afirmación de la tolerancia
como principio de respeto de todas las formas del pensar, y de la democracia
como principio de decisión y fuente de verdad jurídica, tienden a crear una
mentalidad relativista. Se confunde el derecho que cualquier persona tiene
para expresarse libremente con el supuesto de que todas las opiniones que se
expresan valen lo mismo. Y al afirmar incondicionalmente la libertad, se acaba
recelando de toda verdad, porque puede imponer límites a la libertad.
e) La quinta debilidad ahonda en esta paradoja. En la medida en que todos los
principios se relativizan y pueden ser negados, la libertad que el sistema
liberal quiere proteger puede volverse contra el propio sistema. Las
democracias occidentales han tenido y tienen graves problemas frente a grupos
violentos con fuerte identidad, como ya sucedió en la ascensión democrática
de Hitler al poder.
Hay que reconocer que, en el Estado liberal, la libertad ha encontrado una
expresión jurídica y social mejor que la igualdad y la fraternidad. La
historia ha demostrado el acierto de las fórmulas políticas liberales para
crear un régimen externo de protección de libertades. Pero también ha
demostrado que la libertad no puede ser considerada
como el único principio que configura la vida social. Por eso, en todos los
países de tradición liberal se han introducido correcciones prácticas a las
ideas liberales, creando un Estado intervencionista.
Este Estado ha crecido intentando proporcionar cada vez más servicios al
ciudadano y se ha convertido en el llamado Estado de bienestar. Hoy se
advierten los síntomas y problemas de un crecimiento excesivo. Los Estados
modernos parecen inmensos autómatas administrativos. La complejidad legal y
burocrática ha superado las posibilidades reales de control de los propios
dirigentes, que no son capaces de dominar bien sus resortes y gobernarlos con
eficacia. Además, las inmensas concentraciones de poder atraen la avidez de
los ambiciosos. Y las dificultades de control de un aparato tan complejo,
facilitan la corrupción. El Estado escapa a sus propios controles y, desde
luego, al control de los ciudadanos, que lo conocen desde lejos y sólo
intervienen votando ocasionalmente. El equilibrio de poderes y el espíritu
democrático que propugnaba la doctrina liberal se han difuminado.
Por eso corren hoy vientos tan fuertes en favor de la reducción del Estado.
Es el momento de una sociedad más activa. Pero no se puede lograr sólo
legislando, sobre todo cuando el sistema legal está sobresaturado. Es más
bien un problema educativo. Se necesita un cambio de mentalidades, al que
están llamados a contribuir todos los agentes de la cultura, para aumentar la
responsabilidad ante el bien común. Por eso, es tan oportuna una reflexión
sobre el sentido de la libertad y sobre el modo de difundir una auténtica
educación de la libertad.
3. La amenaza del aburrimiento (un reto para occidente)
El extraordinario desarrollo de las ciencias y de las técnicas a lo largo del
siglo xx ha creado nuevos espacios de libertad. Nunca ha existido tal dominio
sobre la materia. Las nuevas técnicas de explotación, inspiradas por la
ciencia y estimuladas por el comercio, han permitido multiplicar la
producción y cubrir sobradamente las necesidades materiales de la sociedad.
Jamás han estado las sociedades tan liberadas de los agobios de la necesidad.
Aunque no estén a salvo de las sorpresas de la biología (como hemos podido
ver con el SIDA), ni de las grandes catástrofes naturales, que
periódicamente se producen.
Debido al uso masivo de maquinaria, la productividad de un trabajador actual
es equivalente a la de docenas de trabajadores del siglo xix y quizá a la de
cientos de la Edad Media. Por poner un ejemplo, en condiciones normales, un
trabajador del campo actual puede cosechar en pocas horas y cómodamente una
inmensa extensión que antes habrían cosechado varias docenas de trabajadores
trabajando de sol a sol. Y además, la productividad del terreno es mucho
mayor por el mejoramiento de las técnicas de roturado, de abono, de
previsión y combate de las plagas. Y lo mismo sucede en todos los sectores de
la industria: unos pocos empleados en una fábrica textil consiguen producir
la misma cantidad de tela que cientos de antiguos telares artesanos, donde
consumían su vida tantas personas trenzando hilo tras hilo.
El inmenso crecimiento de la producción ha tenido un gran impacto social y
cultural con efectos diversos: ha cambiado las formas de vida en muchos
países, ha originado un grave problema ecológico y ha dado lugar también a
tres fenómenos nuevos en la historia de la humanidad, que afectan
directamente a la libertad.
En primer lugar, por primera vez en la historia, la producción lleva la
delantera a las necesidades del consumo: nunca se habían producido tantos
excedentes. Esto ha originado el vigor de la publicidad, que intenta crear
nuevos y más extensos hábitos de consumo, y nuevas necesidades para poderlas
abastecer. Toda la economía moderna gravita sobre ella. Y es el factor más
característico de la nueva forma de sociedad, que llamamos sociedad de
consumo. Nunca se habían utilizado tantos medios para provocar y condicionar
los gustos del público. Probablemente no existe ninguna otra instancia
educativa moderna que ponga tanto interés y reúna tantos medios para
transmitir mensajes. La publicidad está creando el clima social de los
países desarrollados, envolviéndolo en un caparazón artificial difícil de
superar. Tiende a manejar y absorber todos los resortes de la motivación
humana, reclamando constantemente y por todos los medios la atención. Es
preocupante su capacidad de modelar las mentalidades y de crear un clima de
opinión. Aparte de que las depuradas técnicas de condicionamiento que
descubre y usa pueden emplearse para otro tipo de manipulaciones.
En segundo lugar, la mecanización de las tareas agrícolas ha liberado
extensos estratos de población. Y ha permitido el trasvase a otros tipos de
trabajos industriales y de servicios. Se han diversificado las tareas. Frente
a un pasado donde la mayor parte de la población ha estado atada, en diversos
grados, a la tierra, hoy la inmensa mayoría está emancipada y puede dirigir
su actividad más o menos a su gusto. La sociedad es más compleja y mucho
más variadas las posibilidades de elección profesional. Hay más libertad
para elegir la orientación de la propia vida.
En tercer lugar, se ha generado mucho tiempo libre. Los tiempos de trabajo se
han reducido, en parte como conquista laboral, y en parte también como
consecuencia necesaria de la mecanización masiva. Las empresas tienden a
reducir sus plantillas y a trabajar menos horas a la semana. Esto ha producido
una revolución en las costumbres, es decir, una revolución cultural. Se ha
dicho que vivimos en una "civilización del ocio", aunque también
hay que lamentar que no se emplee toda la mano de obra disponible y el azote
del paro se haga sentir.
La multiplicación del tiempo libre es uno de los cambios culturales más
importantes de este siglo en los países desarrollados. Los espacios de tiempo
libre, o, por usar el titulo de la famosa novela de Ishiguro, "Los restos
del día", han crecido y se han convertido en la parte principal de la
vida de muchos millones de personas. A veces, se crea una contraposición: por
un lado el tiempo dedicado al trabajo y a las obligaciones; por otro, los
tiempos libres. Los primeros se soportan, y se viven como una esclavitud. En
cambio, los tiempos de ocio son considerados como la verdadera vida, donde se
espera la realización personal. Así se crea un juego de expectativas e
insatisfacciones, de lo que es una muestra la llamada "neurosis del fin
de semana".
Los grandes filósofos griegos -Sócrates, Platón, Aristóteles- consideraban
el ocio, junto con la política, como la actividad fundamental de los hombres
libres. Pero entendían que debía dedicarse al cultivo de la contemplación
filosófica(9). Esta concepción, que ya entonces era elitista, está, desde
luego, muy lejana a nuestra experiencia cultural. Una cultura basada en el
consumo se muestra incapaz de dar otras respuestas masivas que no sean las del
entretenimiento y la evasión.
Ante la creciente demanda, la industria ha reaccionado ofreciendo nuevas
posibilidades (turismo, juego, deporte, espectáculos), a lo que hay que
añadir las posibilidades inmensas y todavía apenas exploradas de la realidad
virtual (videojuegos). Las medias de consumo de televisión oscilan entre tres
y cinco horas diarias en los países industrializados. Además del efecto de
irrealidad (acostumbrarse a vivir en un contexto irreal), todos los
entretenimientos tienen necesariamente un rendimiento decreciente y acaban
cansando. Esto provoca la búsqueda de emociones más fuertes, especialmente
entre los jóvenes y tiene también efectos negativos: aumento de "Kamikazes"
y juegos de riesgo, evasión dura (nuevas drogas) y opciones radicales, que
son más emocionantes que las normales. Frente a la oferta de evasiones, la
vida cotidiana y normal, puede parecer anodina y sin interés.
Así el tiempo libre se ha convertido en una victoria y también en un
problema(10). El aburrimiento, síntoma del vacío existencial, se ha
convertido en la enfermedad colectiva de la cultura occidental(11). Esta
cultura que ha sido capaz de superar los graves límites de la necesidad,
tropieza con la amenaza del aburrimiento, porque no tiene respuestas sobre el
sentido de la libertad. Es curioso, por ejemplo, el desgaste del concepto de
eternidad. Desde su experiencia vital, muchos miran con recelo un tiempo sin
límite, y algunos como una tortura, porque no conciben cómo evitar el
aburrimiento (12).
Nunca tantas personas han podido disponer en tanta medida de sí mismas. Nunca
ha existido, para tanta gente, un espacio real tan amplio para el ejercicio de
su libertad, en las grandes elecciones de la vida (profesión, vivienda,
matrimonio) y en el empleo concreto de su tiempo. Pero esto reclama criterios
sobre el sentido de la libertad(13). La tradición liberal no puede darlos
porque no quiere tener una respuesta sobre el sentido de la vida humana. En
cierto modo, piensa que, si existiera, limitaría la libertad". Sólo se
ocupa de defender los aspectos formales y externos de la libertad,
especialmente las libertades políticas (libertad de). El sentido de la
libertad personal (libertad para qué) hay que obtenerlo de otras fuentes.
4. Una cultura de la libertad (ascética de la libertad)
Si, buscando respuestas, acudiéramos a las distintas tradiciones sapienciales
de la humanidad nos encontraríamos con un dato sorprendente y casi unánime,
pero muy olvidado entre nosotros. Tanto en la tradición filosófica
platónica, aristotélica y estoica, como en la tradición budista y en las
antiguas religiones orientales, como en el judaísmo, el cristianismo, y el
Islam, encontraríamos una advertencia semejante. En fuerte contraste con la
tendencia consumista de Occidente, todas las tradiciones sapienciales afirman
que el hombre, en primer lugar, debe ser libre ante sus deseos. Ésta es la
primera dimensión de la libertad: la libertad interior.
Todas las tradiciones sapienciales han experimentado que, en el interior del
hombre, hay fuerzas centrífugas y solicitaciones opuestas, que a veces se
oponen violentamente entre sí. Todas conocen la agitación de las pasiones;
tienen experiencia del daño que se hace a sí mismo y a los demás el hombre
que no sabe dominar sus impulsos; y desean la paz de una conducta prudente,
guiada por la razón. Es necesario que la razón logre imponerse sobre todas
las fuerzas centrífugas que se mueven en el interior del hombre.
La tradición de la filosofía occidental llegó a la conclusión de que el
ejercicio de la racionalidad es el presupuesto y el marco de la libertad. El
hombre libre es el que se conduce por los dictados de su prudencia, el que es
razonable. El ser humano está inclinado por naturaleza a vivir de acuerdo con
su razón, pero sólo lo logra cuando domina los demás resortes de la
psicología, principalmente la imaginación, los sentimientos y los deseos.
Por eso, la libertad interior es una conquista que cada persona debe realizar.
Debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiendo en su conducta la regla de
la razón. Esto es la virtud.
En una de sus felices síntesis, Max Scheler ha dicho que el hombre es un
"animal ascético""4; su espíritu sólo aparece en la cumbre
cuando logra sobresalir y poner orden en los estratos inferiores,
especialmente en la afectividad, en el mundo de los deseos. Sin ascética, sin
la práctica del dominio de sí, el espíritu humano apenas puede manifestarse
y desarrollarse normalmente. Resulta sorprendente que este principio tan
importante de la sabiduría universal se haya evaporado prácticamente de
nuestra cultura. La historia moderna de la reclamación de las libertades
parece haber olvidado prácticamente las condiciones internas de la libertad,
que sin embargo, estaban presentes en sus inicios.
A primera vista, las causas son variadas. Por una parte la ingenuidad
ilustrada, de corte roussoniano, que piensa que basta que un hombre sea
educado para que sea virtuoso. Por otra, la confusión irracionalista y
romántica entre libertad y espontaneidad, que tiene raíces muy largas, y que
cree que cada uno lleva dentro algo importante que ha de expresar sin
cortapisas. Por otro, influye un exagerado respeto por la libertad ajena
privacy-, que lleva a no poder enjuiciar serenamente la motivación de los
distintos tipos de conducta.
Así, frente a las presiones de grupos libertarios, que suelen ser muy
beligerantes, la cultura democrática se encuentra sin argumentos. Y va
desfigurando y desgastando sus ideales humanistas, logrados por la afortunada
combinación de la filosofía griega, el civismo romano y la moral cristiana.
Por miedo a herir, no se atreve a señalar qué conducta es racional y cuál
no. Pero, sin criterio y sin ejemplos, no se puede educar. De este modo, la
educación pública ha dejado de transmitir la idea de que sea necesario
refrenar y someter los deseos, que es una de las columnas de la sabiduría
universal.
El principio ascético sapiencial de que el hombre debe dominar sus deseos
para ser libre, está unido a la determinación de una escala de valores, que
distingue entre bienes superiores e inferiores, bienes del alma y bienes del
cuerpo. Hay que dominarse en lo inferior para poder alcanzar lo superior. Los
bienes superiores no pueden ser alcanzados sin una accesis rigurosa que libere
del excesivo y a veces engañoso atractivo de los bienes inferiores. Esto
contrasta con la mentalidad consumista secuestrada por la publicidad, que
desconoce la existencia de tales bienes.
En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la
salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte, danza) para
mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que
recordar que el espíritu también necesita ejercicio para mantenerse sano.
Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad. Hoy forma parte de
la tarea de un intelectual hacer brillar los ideales humanistas en el seno de
una sociedad que los olvida(15).
5. El sentido de la libertad (mística de la libertad)
La doctrina estoica y otras tradiciones sapienciales, como el budismo, han
dejado una valiosa experiencia sobre el dominio de sí, que proporciona ánimo
y ejemplos. Pero no ofrecen una respuesta suficientemente positiva sobre el
sentido de la libertad. Están limitados por sus presupuestos doctrinales.
Las doctrinas estoicas se conforman con salvar el decoro del hombre racional,
por encima de las pasiones y de los males de la vida. Les basta lograr una
"aurea mediocritas", un equilibrio vital, porque son
fundamentalmente pesimistas con respecto a las posibilidades de la vida. Por
su parte, el budismo piensa que todos los deseos, sin distinción, son
aspiraciones vanas y causas de dolor. Ve en la tendencia a la acción, el
origen del desorden del mundo y se esfuerza en eliminarla. La "apatheia"
de la sabiduría griega y, en mayor medida, el "nirvana" budista, a
pesar de sus muchos valores, resultan demasiado próximos a la anulación. Y
no pueden dar satisfacción a las aspiraciones de felicidad y realización
personal.
Es evidente que el sentido de la libertad se juega en la pregunta por si
existe o no una realización personal. Cuestión muy difícil si tenemos en
cuenta que el ser humano es mortal y está sometido al ciclo biológico de
maduración y envejecimiento. Las aspiraciones humanas, en sí mismas, son tan
vagas y variadas que no dan respuesta suficiente sobre su sentido. La
experiencia enseña que pueden tomar direcciones muy diversas y que, con
frecuencia, nos engañan, causando muchas frustraciones y sufrimientos. De
ahí el prudente escepticismo estoico o budista.
La doctrina platónica tiene una respuesta positiva y señala que la
realización personal consiste en alcanzar los bienes invisibles, mediante el
desprendimiento de los bienes visibles. Platón promete al alma inmortal gozar
del mundo inmaterial de la verdad y la belleza, que está por encima de este
mundo corporal transitorio. La ascética platónica está animada por una
mística de la contemplación (el eros platónico). Pero todavía resulta
insatisfactoria. Por un lado reduce la realización al aspecto noético,
cognoscitivo o estético. Por otro, no valora en absoluto las condiciones
temporales e históricas en las que se desarrolla la vida humana. Todo lo que
no sea medio para la contemplación no le interesa. Es demasiado trascendente.
La tradición de pensamiento cristiano, que reconoce el valor de la ascética
platónica, ha ido más lejos. Y ha encontrado una formulación especialmente
lúcida y solemne sobre el sentido de la libertad humana, en la Constitución
Pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II. A imagen de la Trinidad,
que es comunión de personas, el hombre es un ser social por naturaleza.
Realizarse significa, sobre todo, desplegar esa dimensión: en relación con
Dios y en relación con los demás. Por eso, el sentido de la libertad y su
plenitud se alcanzan en la donación de sí mismo: "Esta semejanza (con
la Trinidad) demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios
ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás"(16).
Vale la pena repetirlo por la importancia de lo que se dice: "No puede
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los
demás". Esta formulación tan escueta encierra una enseñanza
fundamental. La realización del hombre y el sentido de su libertad culminan
en el mandamiento del amor, entendido en un sentido nuevo específicamente
cristiano. Esta deducción no es fruto del pensamiento especulativo, sino de
una revelación. Pero una vez revelada y una vez presente en la cultura, la
razón es capaz de reconocer la bondad de esta doctrina y de asombrarse ante
la belleza de sus expresiones, que son testimonio de su verdad.
El amor cristiano es un amor personal, de comunión o ágape, y se distingue
netamente del deseo, que las tradiciones estoica y budista rechazan. Resulta
útil recordar, en este sentido, la vieja distinción escolástica entre amor
concupiscentiae y amor benevolentiae". Entre el amor-deseo o
amor-necesidad, que tiende a apropiarse de aquello a lo que aspira; y el
amor-donación, donde el amante se entrega a lo que ama. El segundo participa
del carácter creativo del amor de Dios. Y es exactamente lo contrario de una
mentalidad consumista, que tiende a poseer -a consumir- todo lo que desea.
Porque el hombre es un ser necesitado", no puede dejar de desear los
bienes que necesita para su pervivencia y desarrollo. Pero su relación con el
mundo es mucho más rica. Junto a los bienes que necesita consumir (uti),
puede reconocer la existencia de otros bienes que no se consumen, sino que se
contemplan y se gozan ( frui): la verdad y la belleza. Esta es la esfera del
ecos platónico.
El cristianismo añade una tercera dimensión que exige una nueva actitud;
además de los bienes que necesitamos consumir y de los que merecen nuestra
contemplación, están las personas, que merecen nuestro amor. El platonismo
no llegó a captar el universo personal. La noción de persona es una noción
cristiana, forjada en la historia. Usando una terminología fenomenológica,
el pensamiento cristiano ha llegado a la conclusión de que el valor de la
persona exige una respuesta adecuada, que es el amor. Es lo que Juan Pablo II
ha llamado "norma personalista"18. Un principio de extraordinaria
importancia, tanto desde el punto de vista moral como educativo. Encierra
todos los ideales del humanismo cristiano, expresándolos de un modo nuevo.
El eros platónico se mueve en el universo impersonal e intemporal de la
verdad y de la belleza, mientras que el amor cristiano se mueve en un universo
personal e histórico -se realiza en el tiempo presente-. El ágape cristiano
es un amor de comunión que se expresa, confirma y realiza en acciones reales
e históricas, porque se refiere a Dios y a las personas concretas que viven
en la historia. Y se realiza en la donación a los demás de las capacidades
reales, de la atención, del tiempo, de todos los talentos y los bienes. En
definitiva, se manifiesta en actos de entrega y servicio.
El amor-entrega es la respuesta cristiana al sentido de la libertad. Es
también la respuesta al malestar de la sociedad de consumo, al aburrimiento
vital, que no sabe emplear las propias capacidades. Sería erróneo
entenderlas de un modo egoísta, cuando, por naturaleza, son talentos que
deben ser empleados en servicio a los demás. La persona humana se realiza a
través de su trabajo cuando lo entiende como un servicio a los demás; y se
realiza en el ocio, cuando lo entiende como el descanso necesario y ocasión
de dedicarse a la contemplación y a la relación con los demás. Y cuando le
sobran capacidades o el aburrimiento amenaza, la propuesta cristiana no es la
evasión, sino la entrega de esas energías a tantas tareas que lo merecen. El
aumento reciente del voluntariado es un signo esperanzador en este sentido.
La realización del amor cristiano se expresa en el doble mandamiento de la
caridad: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos
enseñó. Y sigue un criterio de proximidad: hay que amar al prójimo; esto da
una prioridad razonable a los lazos humanos ya establecidos. Pero no se
encierra allí, ya que, como ilustra la parábola del buen samaritano, otras
personas se cruzan, quizá ocasionalmente, en nuestras vidas, y se hacen
entonces prójimos. Hoy son muchos más debido a los medios de comunicación
que nos acercan las tragedias y necesidades de todo el mundo. Pero en este
punto conviene ser claros, por el peso que todavía tienen algunas
deformaciones de tipo ideológico: el amor cristiano se realiza no tanto
mediante el compromiso con "ideas", sino mediante la entrega real e
histórica con "personas".
Nuestra sociedad de consumo necesita que se le recuerde la importancia de la
accesis, para que no quede anegada por las exigencias del amor-deseo. Necesita
que se le abran los ojos a los bienes que se pueden contemplar y gozar: la
verdad (ciencias y sabiduría) y la belleza (estética y moral). Y necesita
también que se le ayude a descubrir el plano de los bienes personales:
descubrir el amor, como comunión y entrega a Dios y al prójimo. Esta es la
mística de la libertad. Las circunstancias culturales nos invitan hoy a
desarrollar la norma personalista y la idea mística del amor-donación, con
la ascética que necesita, para dar un criterio sapiencial, profundo y
práctico, al sentido de la libertad.
Hay que poseerse para darse. "Hermanos -escribe San Pablo-,vuestra
vocación es la libertad, no una libertad para que se aproveche la carne; al
contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se
concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti
mismo""(19).
Notas:
1.- Jean François Revel, El conocimiento inútil, Planeta,
Barcelona 1989.
2.- Cfr. P. Johnson Tiempos modernos, Vergara, Buenos Aires 1988.
3.- Cfr. H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid
4 John Gray intenta definirlo por las características esenciales, en
Liberalismo, Alianza, Madrid 1986.
5 F. A. Hayek, The constitution of Liberty, Routledge and Kegan Paul, London
1960.
6 Cfr. D. Negro Pavón, voz Liberalismo, en Gran Enciclopedia Rialp, XIV,
295-302.
7 Estos principios, a pesar de las polémicas del siglo pasado muchas veces
desenfocadas, en mucha parte son principios culturalmente cristianos; virtudes
que, a veces, se han vuelto locas, como dice Chesterton en Ortodoxia (Orthodoxy),
aunque lo refiere a un ámbito más amplio.
8 Son todavía útiles las observaciones de J. Maritain en Cristianismo y
democracia.
9 J. Pieper ha dedicado a esto algunos ensayos breves, Glück und
kontemplation y Musse und Kult, recogidos y traducidos al castellano en El
ocio y la vida intelectual Rialp, Madrid 1983 (5a).
10 Un análisis del aburrimiento como la principal frustración moderna, en el
cap. VI de V. E. Frankl, Das Leiden am sinnlossen Leben, Herder, Freiburg 1977
[tr. esp. Ante el vacío existencial, Herder, Barcelona 1994 (7a)].
11 Albert Camus representa en La Chute, esa vida superficial que sólo intenta
huir del aburrimiento: "Je ne peut supporter de m"ennuyer et je
n"apprécie dans la vie que les récréations" Gallimard, Paris
1989, 64. "Je vivais donc sans autre continuité que celle, au jour le
jour, du moimoi-moi... J"avan~ais ainsi á la surface de la vie, dans les
mots en quelque sorte, jamais dans la réalité. Tous ces livres á peine lus,
ces amis á peine aimés, ces villes á peine visitées, ces femmes á peine
prises! Je faisais des gestes par ennui, ou par distraction" (Ibidem,
55).
12 El horror de un tiempo sin límite aparece reflejado, por ejemplo, en el
cuento de Jorge Luis Borges, Los inmortales, recogido en El Aleph.
13 Los pensadores liberales suelen moverse en los aspectos formales y externos
de la libertad y no en su proceso interno, donde aparece su relación con la
verdad. Piensan que lo segundo -la verdad- es subjetivo y se conforman con
actuar sobre lo objetivo. Isaiah Berlin, por ejemplo, interpretando a J. S.
Mill, distingue dos acepciones de la libertad: libertad negativa (libertad de)
que es la libertad de coacción, el espacio de libertad que crean los derechos
del individuo: que permiten a cada uno desarrollarse según sus ideas propias;
y libertad positiva (libertad para), que es la soberanía o el poder necesario
para ejercer la propia libertad realizándola en la vida social. Four Essays
on Liberty, Oxford University Press 1969 (tr. esp. Cuatro ensayos sobre la
libertad, Alianza Madrid 1988).
14 En El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires 1984 (17), 72.
15 Es de notar el reciente interés sobre este concepto fundamental de la
ética, entre algunos estudiosos norteamericanos, sobre todo A. MacIntyre,
After Virtue. Como divulgación, es significativa la recopilación de textos
del ex-Secretario de Educación William J. Bennett, The Book of Virtues, Simon
& Schuster, New York 1993 (tr. esp. El libro de las virtudes, Vergara,
Buenos Aires 1995).
16 Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 24
17 Una bella versión moderna de esta distinción es la que da C. S. Lewis en
su The four Loves (tr. esp. Los cuatro amores, Rialp).
18 En el epígrafe sobre "El mandamiento del amor y la norma
personalista", capítulo I de Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid
1978 (2a), 36-41, especialmente, 38.
19 Gal 5,13-14
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL