"Mujeres trabajadoras"

Por Juan Manuel DE PRADA

En ABC, lunes, 8 de marzo de 1999

 

 

ESPERO que algún día no muy lejano no haya que celebrar a las mujeres, ni a los niños, ni a los viejos (a estos últimos, a la vez que se los celebra, se los insulta con el eufemismo ignominioso de «mayores»). Espero que algún día no muy lejano nos conformemos con celebrar que todos somos hombres, y que con nuestra humanidad basta, y que el mayor motivo de exultación y regocijo lo constituye, precisamente, nuestra existencia sin etiquetas ni adscripciones a una determinada raza o sexo o edad o cofradía. Espero que algún día las festividades reivindicativas desaparezcan, porque para entonces la justicia campeará con naturalidad y nadie tendrá que colgarse medallas ni exigir reconocimientos para subrayar su condición de exiliado en los márgenes. Pero permítanme que, mientras esa utopía se alcance, me oponga a esta conmemoración redundante de la «mujer trabajadora», donde el epíteto se configura por exclusión, como si hubiese mujeres que no trabajan o mujeres ociosas o mujeres meramente ornamentales. Las clasificaciones, que en botánica pueden resultar clarificadoras, cuando atañen al hombre suelen pecar de reduccionismo, porque ese amasijo de barro y alma que
somos no admite esclusas ni compartimentos.

Celebremos a la mujer, ese espejo complementario del hombre, ese modelo sobre el que el hombre se refleja, pero no caigamos en la debilidad de añadirle el colgajo de «trabajadora». Durante muchos siglos, el trabajo de las mujeres se ha desarrollado en las trastiendas del hogar, y todavía son hoy muchas las que siguen brindándonos calladamente ese heroísmo que no trasciende a las estadísticas macroeconómicas, pero que sigue siendo el cimiento fecundo sin el cual nuestra sociedad no habría sido posible. Yo he tenido la suerte de que mi madre fuera una de estas trabajadoras discretas que se extenúan de sol a sol sin aguardar otro salario que la felicidad de quienes las rodean, y me duele que en estas conmemoraciones queden relegadas, como armatostes anacrónicos o reliquias de otra época que conviene ir dejando en la cuneta. Gracias a esas mujeres que hicieron del sacrificio una gozosa rutina, hemos conseguido que las nuevas generaciones puedan dedicarse al estudio y alcanzar una formación más igualatoria, porque con su trabajo nos han
brindado alas para iniciar el vuelo. Sin su ejemplo de abnegación y entusiasmo, sin su lealtad a la familia, sin sus
voluntarios desvelos y postergaciones, ¿qué habría sido de nosotros?

Los políticos de salón se regodean hoy enumerando conquistas y vislumbrando finisterres que acabaran por hacer inservible la distinción entre sexos, pero se olvidan de homenajear el esfuerzo generoso de tantas y tantas mujeres que hicieron del hogar un paraíso habitable y nos enseñaron a los hombres que ese paraíso debía de ser compartido, si queríamos alcanzar un mundo verdaderamente digno. Todavía hoy, cuando la equiparación de roles parece alcanzar visos de realidad, siguen siendo las mujeres las que, a la vuelta de la oficina, enjugan el llanto de sus hijos y les preparan la cena y les ayudan a conciliar el sueño. Las estadísticas, ese abuso de la matemática aplicado a la cotidianidad, demuestran que las mujeres siguen siendo la viga maestra sobre la que se apoya la arquitectura frágil y complejísima del hogar: por esas horas cedidas gratuitamente, por esas horas que no figuran ni en la nómina ni en el convenio colectivo, por esas horas de obstinado amor en las que la sangre sustituye las obligaciones contractuales, debemos dar gracias a las mujeres. Añadirles el epíteto de «trabajadoras» resulta tan redundante como calificar a Dios de inmortal.

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