Misterio de alteridad e identidad
por
Jutta Burggraf
Doctora en Pedagogía y en Teología
Vamos
a hablar de la sexualidad humana. Es un tema siempre presente en las noticias
que difunden los mass-media en todo el mundo. Estamos acostumbrados a que se
trate de un modo más bien impersonal, a veces agresivo y con ánimo de
escandalizar a quienes ya no puede perturbar casi nada. Digo “casi” nada,
porque sí que hay una cosa capaz de chocar en el ambiente cultural en el que
nos movemos. Es justamente lo que hacemos nosotros. Quien designa la
sexualidad como un “misterio” y habla del “misterio nupcial”, sin duda
va contra corriente, como contra corriente se encuentra cada persona que
proclama una visión cristiana de la vida.
¿Por qué la sexualidad es un misterio? Porque hace referencia a una voluntad
inefable de Dios.[1] Al crear al hombre como varón y mujer Dios quiso que el
ser humano se expresase de dos modos distintos y complementarios, igualmente
bellos y valiosos.[2] Ciertamente, Dios ama tanto a la mujer como al varón.
Ha dado a ambos la dignidad de reflejar su imagen, y llama a ambos hacia la
plenitud. Pero, ¿por qué les ha hecho diferentes? La procreación no puede
ser la única razón, ya que ésa sería también posible de forma
partenogenética o bien asexual, o por otras posibilidades como las que se
pueden encontrar, en gran diversidad, en el reino animal. Estas formas
alternativas son al menos imaginables y darían testimonio de una cierta
autosuficiencia.
La sexualidad humana, en cambio, significa una clara disposición hacia el
otro. Manifiesta que la plenitud humana reside precisamente en la relación,
en el ser-para-el-otro. Impulsa a salir de sí mismo, buscar al otro y
alegrarse en su presencia. Es como el sello del Dios del Amor en la estructura
misma de la naturaleza humana. Aunque cada persona es querida por Dios “por
sí misma”[3] y llamada a una plenitud individual, no puede alcanzarla sino
en comunión con otros. Está hecha para dar y recibir amor. De esto nos habla
la condición sexual que tiene un inmenso valor en sí misma. Ambos sexos
están llamados por el mismo Dios a actuar y vivir conjuntamente. Esa es su
vocación. Se puede incluso afirmar que Dios no ha creado al hombre varón y
mujer para que engendre nuevos seres humanos, sino que, justo al revés, el
hombre tiene la capacidad de engendrar para perpetuar la imagen divina que él
mismo refleja en su condición sexuada.
LA DIFERENCIA SEXUAL
La sexualidad habla a la vez de identidad y alteridad. Varón y mujer tienen
la misma naturaleza humana, pero la tienen de modos distintos. En cierto
sentido se complementan. “Ninguno de los dos puede ser por sí mismo todo el
hombre,” destaca el teólogo Von Balthasar, “ante él está siempre la
otra manera, para él inaccesible, de serlo.”[4] Sin el otro, la persona
humana se siente “sola”; experimenta su propia carencia.[5] Por esto, el
varón tiende “constitutivamente” a la mujer, y la mujer al varón.[6] No
buscan una unidad andrógena, como sugiere la mítica visión de Aristófanes
en el “Banquete”, pero sí se necesitan mutuamente para desarrollar
plenamente su humanidad.[7] La mujer es dada como “ayuda” al varón, y
viceversa, lo que no equivale a “siervo” ni expresa ningún desprecio.[8]
También el salmista dice a Dios: “Tú eres mi ayuda.”[9]
Tanto el varón como la mujer son capaces de cubrir una necesidad fundamental
del otro. En su mutua relación uno hace al otro descubrirse y realizarse en
su propia condición sexuada. Uno hace al otro consciente de ser llamado a la
comunión y capaz para convertirse en “don”, en mutua subordinación
amorosa.[10]
Se ha hablado de una “recíproca complementariedad” entre los sexos.[11]
Ambos existen, según el Papa Juan Pablo II, dentro de una relación
constitutiva de “unidad de dos”.[12] Sin embargo, sabemos desde nuestras
experiencias primarias que no se trata necesariamente de la relación entre un
único varón y una única mujer. La reciprocidad se expresa en múltiples
situaciones diversas de la vida, en una pluralidad polícroma de relaciones
interpersonales, como las de la maternidad, la paternidad, la filiación y
fraternidad, la colegialidad y amistad y tantas otras, que afectan
contemporáneamente a cada persona. Algunos destacan, por tanto, que se trata
de una “reciprocidad asimétrica”.[13]
¿Cuáles son, entonces, las diferencias sexuales? Como la persona entera es
varón o mujer, “en la unidad de cuerpo y alma”,[14] la masculinidad o
feminidad se extiende a todos los ámbitos de su ser: desde el profundo
significado de las diferencias físicas entre el varón y la mujer y su
influencia en el amor corporal, hasta las diferencias psíquicas entre ambos y
la forma diferente de manifestar su relación con Dios. En efecto, hasta la
última célula el cuerpo masculino es masculino y el femenino es femenino. Y
aunque no se pueda constatar ningún rasgo psicológico o espiritual
atribuible a sólo uno de los sexos, hay, sin embargo, características que se
presentan con una frecuencia especial y de manera pronunciada en los varones,
y otras en las mujeres. Es una tarea sumamente difícil distinguir en este
campo. Probablemente nunca será posible decidir con exactitud científica lo
que es “típicamente masculino” o “típicamente femenino”, pues la
naturaleza y la cultura, las dos grandes modeladoras, están entrelazadas,
desde el principio, muy estrechamente. Pero el hecho de que varón y mujer
experimentan el mundo de forma diferente, solucionan tareas de manera
distinta, sienten, planean y reaccionan de manera desigual, lo puede percibir
y reconocer cualquiera, sin necesidad de ninguna ciencia.
El varón y la mujer se distinguen, evidentemente, en la posibilidad de ser
padre o madre. La procreación se encuentra ennoblecida en ellos por el amor
en que se desarrolla y, precisamente por la vinculación al amor, ha sido
puesta por Dios en el centro de la persona humana como labor conjunta de los
dos sexos. Ahora bien, si afirmamos que la posibilidad de engendrar no puede
ser la única razón de la diferencia entre los sexos, no debemos centrarnos
exclusivamente en la paternidad común, aunque ésta, sin duda, muestra un
especial protagonismo y una confianza inmensa de Dios. Pero ser mujer, ser
varón, no se agota en ser respectivamente madre o padre.[15] Considerando las
cualidades específicas de la mujer, se ha reflexionado, a veces, sobre la “maternidad
espiritual”; el Papa Juan Pablo II precisa este concepto y habla más
oportunamente del “genio de la mujer”.[16] Constituye una determinada
actitud básica que corresponde a la estructura física de la mujer y se ve
fomentada por ésta. En efecto, no parece descabellado suponer que la intensa
relación que la mujer guarda con la vida pueda generar en ella unas
disposiciones particulares. Así como durante el embarazo la mujer experimenta
una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así también su naturaleza
favorece el encuentro interpersonal con quienes le rodean. El “genio de la
mujer” se puede traducir en una delicada sensibilidad frente a las
necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta de
sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede
identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de
un modo concreto.[17] Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de
la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las
personas son más importantes que las cosas. Significa romper el anonimato,
escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, mostrarse solidaria
y buscar caminos con ellos. A una mujer sencilla no le cuesta nada,
normalmente, transmitir seguridad y crear una atmósfera en la que quienes la
rodean puedan sentirse a gusto.[18]
Pero, evidentemente, no todas las mujeres son suaves y abnegadas. No todas
ellas muestran su talento hacia la solidaridad, ni mucho menos. No es raro
que, en determinados casos, un varón tenga más sensibilidad para acoger,
para atender que la mayoría de las mujeres. Y puede ser más pacífico que su
esposa.
Por cierto, donde hay un “genio femenino” debe haber también un “genio
masculino”. ¿Cuál es el talento específico del varón? Éste tiene por
naturaleza una mayor distancia respecto a la vida concreta. Se encuentra
siempre “fuera” del proceso de la gestación y del nacimiento, y sólo
puede tener parte en ellos a través de su mujer. Precisamente esa mayor
distancia le puede facilitar una acción más serena para proteger la vida, y
asegurar su futuro. Puede llevarle a ser un verdadero padre, no sólo en la
dimensión física, sino también en sentido espiritual.[19] Puede llevarle a
ser un amigo imperturbable, seguro y de confianza. Pero puede llevarle
también, por otro lado, a un cierto desinterés por las cosas concretas y
cotidianas, lo que, desgraciadamente, se ha favorecido en las épocas pasadas
por una educación unilateral.
Las diferencias sexuales comprenden puntos fuertes y flacos que se han
expresado de múltiples formas a lo largo de la historia. Han sido, a la vez,
objeto de apreciación diversa.[20] La primacía de la fuerza física ha “producido”
con frecuencia la prepotencia del varón y la minusvaloración de la
mujer.[21] Esta situación lamentable está cambiando desde la revolución
feminista. Enriquecidos por estas experiencias desafortunadas parece encontrar
nuestra generación un propio modo de vivir y convivir, un propio camino hacia
la madurez en el trato de los sexos, tanto fuera como dentro del matrimonio.
Pero este camino, en cuanto que realmente lleva a la plenitud, nunca puede
prescindir del amor.
Hoy en día se está descubriendo de nuevo una vieja intuición de la
sabiduría popular: el varón da amor para ser amado. La mujer, en cambio,
quiere ser amada para dar amor, para entregarse gozosamente y sin
reservas.[22] Y ambos, desde perspectivas distintas, llegan a la propia
felicidad sirviendo a la felicidad del otro.
APRENDER A CONVIVIR
Una persona humana sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es
aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es
bueno que existas.”[23] Hace falta la confirmación en el ser para sentirse
a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación
propia y abrirse a los demás. En este sentido se ha dicho que el amor
continúa y perfecciona la obra de la creación.[24] Amar a una persona quiere
decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza. Una persona
amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad:
“Te necesito para ser yo mismo.”[25]
Ciertamente, una persona da y recibe amor a muchos niveles distintos. Se
relaciona con otras personas en todos los sectores de la sociedad, en la
cultura y el arte, la política y la economía, la vida pública y privada. En
todos los ámbitos, los varones y mujeres están llamados a aceptarse
mutuamente y a construir juntos un mundo habitable.[26] Este mundo llegará a
su plenitud en el momento en el que ambos sexos le entreguen armónicamente su
contribución específica.[27]
Esto no siempre es fácil, porque descubrimos en nuestra naturaleza no sólo
la atracción del sexo opuesto, sino también una cierta tensión, una cierta
fisura de la imagen divina. Después del pecado, el hombre no siempre tiene
una mirada profunda e íntegra.[28] Esto puede llevar, por ejemplo, a que un
varón vea en una mujer no la otra persona, sino el otro cuerpo; o que una
mujer vea en un varón no la otra persona, sino un trampolín para la carrera
social o para la satisfacción de sus propias inclinaciones. Varón y mujer se
pueden rebajar y utilizar mutuamente,[29] lo que en la práctica ha llevado,
no pocas veces, a considerar al sexo femenino como pura decoración, puro
objeto de placer, idealizándolo quizá en la teoría.
Este peligro ha llevado a personas honestas, a veces, a evitar el trato con
mujeres. Hay una larga historia en la que las mujeres fueron consideradas como
tentadoras para la virtud de los varones. Las relaciones se volvieron,
consecuentemente, un tanto contraídas y poco naturales. Pero los que se
comportan de un modo “exclusivista” o discriminatorio con respecto a las
mujeres, curiosamente guardan la misma actitud de fondo que aquellos que se
dejan llevar por el hedonismo: reducen la persona a la sexualidad y la
sexualidad a una mera función. Así se considera a la mujer desde una
perspectiva muy estrecha, tan sólo como una eventual fuente de placer o
tentación, y se descuida su dignidad real. Esta conducta, afortunadamente
superada, constituye una profunda degradación de la mujer. Pero sale
perdiendo también el varón que se priva conscientemente de la “ayuda”
que Dios ha previsto para él.
Nuestro Señor Jesucristo, en cambio, no evitó el encuentro con mujeres.[30]
Amaba con amor de amistad a Marta y a su hermana María;[31] habló con una
mujer samaritana sobre los misterios más profundos de la fe,[32] se dejó
consolar por las mujeres camino del Calvario, permitió a la Verónica secar
su rostro y lo dejó estampado en su paño... Demostró en el trato con las
mujeres de su tiempo una gran libertad frente a las rígidas convenciones de
una sociedad regida por varones. Su comportamiento entero fue sencillo,
espontáneo, natural, un reflejo de la bondad de Dios. La gente se asombraba,
se desconcertaba y se escandalizaba, y hasta los discípulos “se admiraban”.[33]
Pero todo eso no preocupaba a Cristo, que había llegado para liberar a la
humanidad, y para mostrar que Dios ama tanto a sus hijas como sus hijos con un
amor muy grande, y no los ha creado a unos y otros como obstáculos mutuos
para su santidad.
Hoy en día hemos superado, en gran parte, los exclusivismos de los tiempos
pasados. Se inculca a los varones, en general, una actitud diferente y más
humana frente a las mujeres. Así se ha llegado, también en la Iglesia, a un
trato de colaboración con las mujeres. Estas no son concesiones semiforzadas
al espíritu de los tiempos, sino consecuencia clara de un conocimiento más
profundo del plan divino sobre la creación.[34]
Tal vez, no podríamos alcanzar esta nueva forma de convivencia social, si el
feminismo no hubiera tenido en el mundo la influencia tan grande de que ha
gozado en las últimas décadas. Durante la “era de las emancipaciones”,
la juventud se ha abierto a nuevas ideas y se ha empeñado en superar los
llamados viejos tabúes. En general se perdió el miedo frente a los temas
prohibidos. De este proceso de transformación de la sociedad muchos
cristianos han sabido sacar las consecuencias buenas, haciendo eco a la
enseñanza de Tomás de Aquino: puede existir lo bueno sin mezcla de malo;
pero no existe lo malo sin mezcla de bueno.[35] Francamente, no podemos negar
que en este proceso de apertura se cometieron abusos y se cayó en
innumerables excesos. Sin embargo, en lo que significa ver al otro sexo como
un auténtico “partner”, un “copartícipe“ de la acción,[36] el
cambio ha sido necesario e impregnado de sentido cristiano. El Santo Padre lo
sabe muy bien y por ello puede decir confiadamente a la juventud: “¡Vosotros
sois la esperanza del mundo, la esperanza de la Iglesia, sois también mi
esperanza!”[37]
Parece que hoy en día estamos llegando al fin de una fase en que se comienza
a respetar y a valorar las diferencias entre el varón y la mujer de modo más
profundo y más de acuerdo con la enseñanza de la revelación divina. En la
era de las emancipaciones, lo más importante era destacar la superioridad de
un sexo sobre el otro. Afortunadamente, en la actualidad, en lo que se refiere
a la relación entre el varón y la mujer, nos encontramos en camino hacia una
nueva etapa, que podríamos llamar la “etapa de una colaboración real”
que enriquece a ambos. Son cada vez más las personas que saben percibir las
diferencias sexuales como algo verdaderamente positivo, que da luz y calor a
la vida, y un especial atractivo a la convivencia. Y que afirman, después de
una larga época de discusiones vehementes y dolientes, que el reconocimiento
de la diferencia constituye precisamente la condición sine qua non para
lograr la felicidad en la vida de la comunidad. Un cristiano experimenta,
además, que la gracia divina quita el miedo y la indiferencia, también los
rencores, transforma el corazón humano y le hace capaz de amar con
responsabilidad, a todos los niveles y en las situaciones más diversas de la
vida.
COMUNIÓN DE VIDA Y AMOR
La situación de vida en la que es más intensa la convivencia entre personas
de distintos sexos, es sin duda el matrimonio.[38] Es un encuentro personal
entre un varón y una mujer, una comunidad de vida y de amor, la superación
de la soledad originaria y radical de la que sufre cada ser humano. La “ayuda”
que se prestan los cónyuges, no se refiere sólo a la procreación o al
cultivo del jardín.[39] Ambos, el varón y la mujer, pueden “ayudarse”
mutuamente para conseguir una vida más feliz, que no es ni la “mía” ni
la “tuya”, sino “nuestra vida”, una nueva unidad, una aventura común.
Los cónyuges, al confirmarse mutuamente en el ser, se hacen crecer,
despiertan en sí ánimos de superar las dificultades que haya, y disfrutar de
la vida. Al dar y recibirse mutuamente,[40] provocan cambios profundos, cada
uno en sí y en el otro, “creando” una nueva unidad existencial por su
amor, donde la vida se hace más llevadera y el mundo puede experimentarse de
un modo más bello y luminoso. Cada uno, de alguna manera, vive en el otro; y
cada uno se recibe de nuevo del otro. No deja de ser él mismo, pero es
profundamente marcado por el milagro del amor: “al mismo tiempo es más
joven y más viejo que de ordinario…; es fuerte y, sin embargo, es débil;
hay en él una armonía que rebota en su vida entera.”[41]
Antes de poder aceptar a otra persona, ciertamente, es necesario haberse
aceptado a sí mismo. Para poder profundizar en los pensamientos de los
demás, se tiene que disponer anteriormente de reflexiones propias. Tanto el
varón como la mujer tienen que hacerse capaces de discurrir y hacer planes
por su propia cuenta. Esta independencia es condición previa para la
capacidad auténtica de amar. Si dependo de alguien por incapacidad de ser
independiente, esa persona puede ser mi salvavidas, mi punto de apoyo, mi
orgullo y mi hogar, ¡pero nuestra relación jamás podrá llamarse amor!
Mientras yo no tenga mis propias convicciones, y mis propios actos sólo sean
reacciones a los actos ajenos y ecos suyos, no podré ser un verdadero amigo
de nadie.
El amor solamente es posible sobre la base de la libertad. Quien es libre, no
se opone a entregarse ni le molesta sentirse insignificante. No envidia en el
otro lo que él mismo tal vez no tiene, y frecuentemente, se alegra de que el
otro sea más importante que él.
Sin embargo, la convivencia común no siempre es gozo. Podemos experimentar
también las debilidades propias y ajenas. De una forma u otra, todo
matrimonio pasa por crisis, igual que toda persona humana, cuando crece, sufre
sus crisis de desarrollo. Es bastante normal que haya momentos duros en la
vida común y, en principio, no es aconsejable que se intente a toda costa
eludir cualquier conflicto. Si los cónyuges se acostumbran a callarlo todo,
previa conformidad tácita, tal vez puedan presumir durante un tiempo de una
aparente paz; pero pagarán finalmente un precio muy alto por ella, pues
pronto se aburrirán mutuamente con sus conversaciones superficiales.
Con frecuencia, marido y mujer no alcanzan la felicidad porque no se conocen
bien. Aquello que algunos cónyuges fieles llaman su cruz, no es tal, sino la
consecuencia de no haber aprendido de su diversidad. Dios no ha creado el
matrimonio como un via crucis, sino como un lugar de realización, de
plenitud. El marido y la mujer deberían saber cómo vivir la sexualidad, pues
se puede demostrar su cariño al otro cónyuge de diversas maneras. Si el
varón no tiene consideración con la mujer, la unión sexual puede llegar a
convertirse en una carga para ella quien puede incluso reaccionar con
aversión.[42] Es evidente que, tarde o temprano, esto puede ocasionar un
problema en la relación entre ambos cónyuges. El varón se quejará de
frialdad de parte de su mujer, y ella quizá de rudeza de parte de su marido.
Tal vez huyan de sí mismos y de su pareja hacia los hijos, el trabajo o
alguna aventura. La comunidad se perfecciona y llega a su plena realización
tan sólo si los cónyuges tienen en cuenta que son diferentes.
A menudo, la disposición de perdonar es la única esperanza en el camino
hacia un nuevo comienzo. Pero no es nada fácil adquirir esta disposición: se
trata de uno de los imperativos éticos más exigentes, que pertenece al
núcleo del mensaje cristiano. Implica comprender que cada uno necesita más
amor del que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y
todos somos débiles y podemos cansarnos. Implica también que uno reconozca
la propia flaqueza, los propios fallos (que, a lo mejor, han llevado al otro a
un comportamiento desviado), y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro. Si
ambos se esfuerzan por cumplir con las exigencias cristianas, convierten su
casa en un hogar al que se puede volver,[43] aunque se haya obrado mal.
Como consecuencia de la dinámica natural del amor, uno quiere buscar cada vez
más aceptación, más seguridad en el otro. Sin embargo, la capacidad de
apoyo de cualquier persona humana no puede ser sino limitada. Cuanto más se
exige del otro, más rápidamente se llegará a experimentar la decepción. El
otro puede ayudarme a aceptar la vida, puede animarme a saltar las barreras
que se me presenten, puede incluso ser la causa de que me olvide de mí y me
dedique a los demás, pero nunca puede darme el último amparo. Cada amor
humano tiene un margen. Una persona puede querer “con todas sus fuerzas”,
pero éstas no son infinitas. Así, en el centro mismo de la relación
amorosa, se puede descubrir la necesidad de “transcenderse”, de abrirse a
una realidad mayor donde se vislumbra un refugio más amplio y firme que acoge
al otro y también a mí. Los cristianos saben que allí los espera Dios: es
él quien ofrece a un ser humano la última “afirmación en el ser” y una
seguridad completa.
La relación con Dios no quita o disminuye nada del amor humano; es más bien
su garante poderoso. Los esposos cristianos se pueden amar “con todo el
corazón”, porque se saben amados por Dios. Se pueden dar seguridad, porque
se encuentran seguros en Dios. No esperan el último apoyo del otro, sino de
Dios. Esto les permite mirar al cónyuge con realismo, sin idealizarle, sin
sobrecargarle con unas expectativas exageradas. Son como unos montañeros bien
unidos entre sí por una cuerda fuerte que, a su vez, está amarrada en un
cimiento firme. Están unidos entre sí y descargados a la vez, porque ambos
están llevados por Dios.[44]
CON LA MIRADA EN DIOS
Llegamos a una reflexión final. El hombre no sólo está llamado a la
comunión con sus iguales. Desde su nacimiento, es invitado a un diálogo
amoroso con el mismo Dios.[45] Su existencia es vocación y respuesta a la
vez.
Muchas personas encuentran su camino hacia Dios en el matrimonio. Éste puede
ser una verdadera obra de arte del amor, que construyen, mejoran y renuevan el
varón y la mujer durante toda una vida. El misterio consiste en “perder la
vida”, por amor al otro, para “ganarla”.[46]
Pero el “Otro” por excelencia que está íntimamente presente en el
matrimonio cristiano, es el mismo Dios. A una relación conyugal profunda y
completa pertenecen tres. La promesa de dos cristianos ante Dios los une no
sólo a su pareja, sino que en cierta forma a través de él o de ella, se
unen al mismo tiempo a Jesucristo. No se entrega uno recíprocamente, se
entrega también a Cristo a través del otro, de la otra. Los cónyuges no
sólo viven para el otro. En realidad, viven juntos para Cristo; en su amor
conyugal, aman también a Cristo. Y mientras más unidos estén entre ellos,
más se unirán a El.
Sin embargo, para un cristiano, el amor entre un varón y una mujer es
importante, pero no es lo más importante; da felicidad, pero esa no es la
máxima felicidad; tiene sentido, pero ese no es el último sentido de la
vida. Es un camino para muchos, pero no el fin. Porque el fin de la vida es
solo Dios.[47]
Cabe también otra posibilidad para un cristiano: la posibilidad de que Dios
le llame a vivir en una intimidad especial sólo con Él. Si una persona
escucha esta llamada y está dispuesta a seguirla, renuncia por amor a Cristo,
libremente, al amor conyugal. Responde al amor divino con todas las energías
del alma y del cuerpo. Vive también una entrega completa a un Tú, una
relación directa entre Tú y yo, no a través de otra persona humana, sino en
una relación directa e inmediata sólo con Dios. Es ésa, según una
expresión del teólogo Scola, la cima más alta del misterio nupcial.[48]
Esta entrega “nupcial” a Dios no priva al cristiano ni de su masculinidad
o feminidad ni de la responsabilidad de colaborar con las personas del otro
sexo en la tarea de edificar un mundo más humano y por tanto más cristiano.
No debemos olvidar nunca más que el encargo de “cultivar la tierra” va
dirigido conjuntamente al varón y a la mujer. Ambos han de hacer fructificar
sus talentos específicos en una comunión auténtica, en todos los niveles de
la vida. Sólo así llevarán la creación a su plenitud.
Jutta Burggraf
[1]
Cf. Génesis 1,27: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen
de Dios le creó, varón y mujer los creó.”
[2] Cf. Blanca CASTILLA CORTÁZAR: Persona y género. Ser varón y ser mujer,
Barcelona 1997.
[3] Cf. Constitución Pastoral Gaudium et Spes (GS), 24, del Concilio Vaticano
II y la Carta Apostólica Mulieris dignitatem (MD), 7, 10, 13, 18, 20 y 30,
del Papa Juan Pablo II (15 de agosto de 1985).
[4] Hans Urs VON BALTHASAR: Teodrammatica II, Milano 1982, p.348; cit. en
Angelo SCOLA: Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Madrid 1989,
p.38.
[5] Cf. Génesis 2,18. MD, 7.
[6] Cf. Angelo SCOLA: ¿Qué es la vida? Madrid 1999, p.128.
[7] Cf. ibidem, p.129.
[8] Cf. MD, 10.
[9] Salmo 70,6. Cf. Salmo 115,9.10.11; 118,7; 146,5. JUAN PABLO II: El
compromiso por la promoción de la mujer, en Zenit, 24-XI-1999.
[10] JUAN PABLO II: Die Familie - Zukunft der Menschheit, Vallendar 1985,
p.218.
[11] Cf. Carlo CAFFARRA: Etica general de la sexualidad, Barcelona 1995,
p.118.
[12] MD, 7.
[13] Angelo SCOLA: ¿Qué es la vida? cit., p.129.
[14] GS 14.
[15] Cf. Carmen SEGURA: Diferencia e identidad, en Enrique BANÚS (ed.): El
espacio social femenino. Women’s social space, Pamplona 2000, pp.615-626.
[16] Cf. Jutta BURGGRAF: Juan Pablo II y la vocación de la mujer, en Scripta
Theologica 31 (1999/1), pp.139-155.
[17] Cf. MD, 30.
[18] Cf. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER: La mujer en la vida del mundo y de
la Iglesia, en IDEM: Conversaciones, Madrid 1968, pp.127-169.
[19] Paternidad espiritual supone liberarse del egocentrismo, “ser
conquistado por el amor”. Cf. Karol WOJTYLA: Radiation of fatherhood, en
IDEM: The Collected Plays and Writings on Theater, Berkeley 1987, p.355.
[20] Con respecto al desarrollo de la “cuestión femenina” en la teología
católica cf. la tesis interesante de Josep Ignasi Saranyana: La discusión
medieval sobre la condición femenina, Salamanca 1997.
[21] Cf. JUAN PABLO II: Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 3.
[22] Cf. los estudios de la psicóloga Elfi HORAK: Und sie gehören doch
zusammen. Vom Haben zum Sein in der Partnerschaft, Hamburg 1999.
[23] Josef PIEPER: Über die Liebe, München 1972, pp.38s.
[24] Cf. ibid., p.47.
[25] Cf. ibid., p.53.
[26] El Papa Juan Pablo II invita a “considerar integralmente la relación
mujer-hombre sin limitarla al matrimonio.” En el mejor de los casos, la
simpatía natural que existe entre ellos se desarrolla hacia la amistad: “Quiero
el bien para ti como lo quiero para mí.” Juan Pablo II (Karol Wojtyla):
Amor y responsabilidad, Barcelona 1996, pp.41 y 112.
[27] Con respecto al “nuevo feminismo”, que tiene en cuenta la aportación
en la construcción de la historia de la mujer en todas sus dimensiones, cf.
las palabras de Joseph RATZINGER: Fátima, el papel de María y de la mujer en
la historia. Una lectura ‘femenina’ del mensaje de la Virgen, en Zenit,
3-VII-2000.
[28] Cf. MD, 9.
[29] Juan Pablo II desarrolla los dos significados de la palabra “gozar”:
usar y disfrutar del amor. La persona humana está llamada a subordenar el
gozo al amor. Cf. JUAN Pablo II: Amor y responsabilidad, cit., pp. y 32-45.
[30] Cf. Lucas 8,1-3.
[31] Cf. Juan 11,5.
[32] Cf. Juan 4,7-26.
[33] Cf. Juan 4,27.
[34] Ello se debe, en gran parte, a las enseñanzas antropológicas del Santo
Padre Juan Pablo II, especialmente a la Teología del cuerpo, desarrollada
ampliamente en los discursos de las audiencias generales de los miércoles,
entre 1979-1984. Cf. JUAN PABLO II: Varón y mujer. Teología del cuerpo, 3ª
ed. Madrid 1996. IDEM: La redención del corazón, 2ª ed. Madrid 1996. Estas
enseñanzas son, según el biógrafo más destacado, “una de las
reconfiguraciones de la teología católica más audaces desde hace varios
siglos.” George WEIGEL: Testigo de esperanza. Biografía de Juan Pablo II,
Barcelona 1999, p.456.
[35] “Bonum potest inveniri sine malo; sed malum non potest inveniri sine
bono.” TOMÁS DE AQUINO: S.Th. I, q.109, a.1, ad 1.
[36] Cf. Juan Pablo II (Karol Wojtyla): Amor y responsabilidad, cit., p.43.
[37] Juan Pablo II, cit. en El Papa, los jóvenes, la esperanza, ed. por D.
Alimenti y A. Michelini, Madrid 1982, p.16.
[38] Cf. Juan Pablo II (Karol Wojtyla): Amor y responsabilidad, cit.,
pp.117-123.
[39] Cf. Génesis 2, 18-25.
[40] Cf. GS, 48.
[41] José Luis MARTÍN DESCALZO: Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid
1988, p.45.
[42] Cf. Juan Pablo II (Karol Wojtyla): Amor y responsabilidad, cit.,
pp.318-328.
[43] Cf. Rafael ALVIRA: El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la
familia, Pamplona 1998.
[44] Para profundizar en el tema cf. el análisis profundo de Pedro
RODRÍGUEZ: Sobre el amor y la correspondencia al amor. Punto de vista
teológico, en Padres y Adolescentes, Pamplona 1972, pp. 89-100.
[45] Cf. GS, 19: “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la
vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el
hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor
de Dios que lo creó y por el amor de Dios que lo conserva.”
[46] Cf. Mateo 10,39.
[47] Cf. las explicaciones acertadas de Andreas LAUN: Ehe und Partnerschaft
aus der Sicht der katholischen Kirche, 3ª ed. Eichstätt 1994.
[48] Cf. Angelo SCOLA: Il mistero nuziale, Roma 1998, p.113.
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