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La cultura de lo femenino

 

 

LITERATURA Y VIDA
En cuatro mujeres llamadas Teresa
Teresa de Ávila
Teresa de Lisieux
Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)
Teresa de Calcuta

por HELENA OSPINA DE FONSECA
Catedrática
Facultad de Letras
Universidad de Costa Rica.

 

Congreso “Individuo, comunidad y nuevos estilos de vida”
Fundación Interamericana Ciencia y Vida (FICV)
Universidad Internacional de Verano Ciencia y Vida (UIVCV)
Universidad Latina de Costa Rica
25-28 de julio de 2001
San José, Costa Rica


La cultura de lo femenino –el cultivo de lo femenino– en cuatro mujeres. Cuatro siglos. Las cuatro, Teresa de nombre. La primera, de Ahumada. La segunda, florecilla de Lisieux. La tercera, judía cremada en Auschwitz. Y la cuarta, la del sari blanco, de Calcuta. Las cuatro: indomables defensoras de principios que desafiaron su tiempo y revelaron el genio de la mujer en sus múltiples facetas.

Teresa de Ávila, guerrera, organizadora de empresas, combatió las licencias de su tiempo que pretendían cambiar al Señor de los Señores por los señores del mundo. Teresa de Lisieux, adolescente enamorada, quebró la regla caminando a Roma –tierna en el amor– para obtener permiso para su oblación. Teresa Benedicta de la Cruz, filósofa alemana, discípula de Husserl, sedienta de verdad encontró su Fuente al leer –de un tirón– la biografía de la de Ávila. Y Teresa de Calcuta, infatigable menesterosa de menesteres divinos, rescató el rostro mancillado de Dios de las cloacas del mundo.

¿Feminismo? Sí. En su veta más genuina, más radical, más comprometida y comprometedora; feminismo revelador del verdadero talante de la mujer, el que sabe descubrir la especificidad de su don y lo pone en juego, al jugarse el todo por el todo en la totalidad de su persona.

¿Literatura? Sí. La primera, Teresa de Ávila, gloria del Siglo de Oro, inquisidora de la psicología femenina ante quien quedan pálidos los descubrimientos del fundador del psicoanálisis. La segunda, Teresita del Niño Jesús, fragancia y quintaesencia de “la pluma hecha oblación” como la definió Jean Guitton. La tercera, Benedicta de la Cruz, única por su estudio –Ciencia de la Cruz– sobre el más santo de todos los poetas y el más poeta de todos los santos, como calificó Dámaso Alonso a San Juan de la Cruz. Y la cuarta, Teresa de Calcuta, una vida entera cuajada en obras…, lo cual nos lleva a una pregunta interesante: ¿La literatura por la literatura? ¿El arte por el arte? ¿O el arte como expresión de la persona?…, como resplandor diáfano, transparente de una lucha que se desvive por aquistar el señorío de “la unidad de vida” –de la espléndida realidad del alma y del cuerpo unidos–, vertido todo ello con sangre en la pluma, y que lo comunica –como búsqueda y como donación– de lo singular, de lo irrepetible, de lo auténtico en la andadura de cada persona.

¿Esperaban ustedes una disertación sobre género? ¿Sobre la lucha de los sexos para eliminar el patriarcado? ¿Sobre la desigualdad existente porque se proviene del costado del varón y no del limo de la tierra?

La igualdad fundamental fue entregada por el Creador a la criatura en el principio de los tiempos. Pero fue supeditada –como podía supeditarla el Dador de toda igualdad– al respeto de una norma –la que le correspondía establecer como legislador que es– sobre la objetividad moral del bien y del mal.

Dadas así las cosas, pudo más la seductora oferta del eritis sicut dei del ángel de la luz, sucumbiendo Eva –y haciendo caer también a Adán– ante la hojarasca lustrosa, maliciosa del tentador. Pero no se quedó atrás la Trinidad. Cambióse la primer caída en felix culpa, trayendo al género humano la Encarnación del Hijo de Dios.

¿Pero en qué quedó –en este nuevo orden de la Redención– la tan ansiada igualdad de mujer y de varón, de varón y de mujer? Quedó supeditada a la ardua conquista –con la ayuda de la gracia– del pecado de origen, que se ha manifestado –se manifiesta y se seguirá manifestando hasta el final de los tiempos con los altos y bajos que le otorgue el amor– en dos formas devoradoras que acechan constantemente –y por igual– tanto a calcañar de mujer como de varón: el afán de dominio y el desorden concupiscible del apetito sexual.

A estas dos flaquezas –que “la chispa que salió de Polonia” señaló como la raíz de toda fuente de desigualdad existente en la relación entre los sexos en Carta memorable que dirigió a la mujer sobre su dignidad y que constituye el documento más agudo del siglo XX sobre la antropología de mujer y de varón–, los expertos en la ambigüedad semántica –intencionalmente solapada y heredada del “padre de la mentira”– las denominan de diversas maneras. Se habla de “machismo” y de “patriarcado”... De “lucha de clases y de sexos”... De “asignación cultural” de papeles masculinos y femeninos... De “género” versus “sexo”... De una “nueva construcción cultural” frente a “la imposición biológica de la naturaleza” del sexo femenino o masculino... De la “imposición psicológica subliminal” de la heterosexualidad...

La agenda mundial sobre género –discutida en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Pekín en 1995– llegó a postular como “persona humana”, “algo” indeterminado sexual y biológicamente. Quiso proclamar como derecho a constituir una familia, no la unión entre un varón y una mujer, sino la de “familias” para legitimar entre ellas las uniones de lesbianas y de homosexuales.

Cultura de lo femenino… Literatura y vida… Feminismo y Literatura… ¿En qué quedamos? Volvamos a nuestras cuatro mujeres, las que señalé al principio, las que tuvieron conciencia de su dignidad –de su fundamental igualdad– y que no cejaron –en su empeño– por reivindicar esta realidad en un mundo que no estaba listo para comprender y captar la hondura de la revolución con que sellaron –para siempre– la historia de la cultura.

TERESA DE ÁVILA, empresaria, organizadora, andariega como ella sola, decanta y difunde la nobleza de una verdad. Encarna la exigencia de un ideal frente al deterioro cómplice y muelle de unas costumbres mundanas que se habían filtrado hasta el tuétano mismo del cal y canto de sus muros. Representa una faceta interesante del auténtico feminismo: la de la menor vulnerabilidad de la mujer hacia la corrupción; la de saber ir contra corriente para defender el honor de un Amor. ¡Cuánto podríamos aprender de estas virtudes, para vivir “a contrapelo” las coartadas que nos tiende el enemigo a todas horas y en el cultivo de todos los campos.

TERESA DE LISIEUX, proclamada recientemente Doctora de la Iglesia, la tercer mujer en la historia en recibir este honor después de Teresa de Ávila y Catalina de Siena. ¿Doctora en qué? Su doctorado no es de los que confiere este mundo. Su doctorado es el del Amor, el del Amor que no conoce límites porque su gloria consistió en no tener cálculo ni medida en el Amor. Ambicionó el carisma mejor: ser –en el “corazón” de la Iglesia– el amor. Su poema –“Vivre d’Amour”– es la síntesis de sus escasos veinticuatro años, con los que coronó la carrera que muchos tardamos en descubrir, y que cuando la descubrimos tardamos en vivir: la del Amor. Faceta ésta, nuevamente interesante para la mujer del nuevo milenio: la de descubrir que en la entrega –en el Amor– está la realeza de su dignidad, y proclamarla –a los cuatro vientos– en una sociedad que ha calcificado en la persona su capacidad de sacrificio y de entrega. En el coloquio internacional celebrado en Lisieux, con ocasión de la apertura de su centenario, se confrontó la sencillez contemplativa de Teresa del Niño Jesús con dos actitudes filosóficas del mundo secularizado típicas de nuestro siglo: el agnosticismo y el antropocentrismo radical ateo. Esta joven experimentó –en sus “noches oscuras”– los desgarramientos profundos de la condición humana, dando –desde su juventud y su fe– una respuesta esclarecida al miedo de la soledad eterna de Camus, a la angustia de Freud y de Dostoievski, al abismo de la locura de Nietzsche, al ábsurdo del existencialismo de Sartre, anclada –con una confianza “obstinada y rebelde”– en la misericordia divina.

TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ. Edith Stein, judía de nacimiento –una de las inteligencias más privilegiadas de este siglo– inspiró a Karol Wojtyla sus primeras reflexiones sobre el genio de la mujer. El estudio que ella hizo sobre San Juan de la Cruz muestra la perennidad de lo perenne cuando la reflexión filosófica sabe abrirse a lo trascendente para escudriñar –fenomenológicamente– el núcleo vital de la persona humana en su ámbito dialógico más decisivo: el de la relación del alma con su Dios. El descubrimiento que esta judía conversa hizo del Misterio Pascual –como centro y raíz del cristianismo– constituye la faceta decisiva de esta mujer magnánima que supo vivir la realeza de la Cruz. Lleva la aristocracia del Amor de la de Lisieux a la aristocracia de la inteligencia, cuando asienta en Dios la fuente de la Verdad tan arduamente buscada en su itinerario intelectual. Providencialmente es elegida para ser mártir –hostia viva– en la hoguera más criminal de exterminio que haya conocido la humanidad, sellando con el holocausto de su carne lo que ya había conquistado con su inteligencia.

TERESA DE CALCUTA. Hablábamos feminismo y literatura…¿En qué queda, entonces ahora, la literatura, con esta Teresa de Calcuta? ¡En la vida!... Carlos Bousoño afirma del poeta español, Bartolomé Llorens, que en un sólo poema cristalizó toda su existencia. No necesitó escribir “obra magna” porque en un breve espacio –veinticuatro años tronchados por la tuberculosis en 1946– alcanzó su cénit poético y el más decisivo y profundo de todos: el de su vida. Esto nos da qué pensar: ¿Arte y persona? ¿Literatura sin vida? ¿Literatura que es sólo artificio del lenguaje y no el resplandor vital de la persona? Esta diminuta mujer nacida en Macedonia, ejemplo indomable de voluntad férrea, movida sólo por el Amor a Jesucristo, con un corazón espiritual que excedió la capacidad biológica del marcapasos encarnó –con su vida gastada en el servicio a los pobres– la obra literaria más elocuente, respuesta eficaz y sorprendente a todos los programas que –sobre los Derechos Universales de la Persona– las Naciones Unidas hubiesen podido soñar desarrollar en el espacio de su vida mortal.

Dirán ustedes: cuatro mujeres excepcionales. Sí. Pude haber escogido otras y no necesariamente aquellas que reciben el carisma específico de la entrega del amor humano al Amor con mayúscula. Pienso, por ejemplo en la inglesa Victoria Gillick, madre de familia, artista, que ganó un pleito en la Corte, al defender el derecho de los padres de familia para educar en la afectividad a sus hijos, frente a la imposición de programas de educación sexual en la escuela.

Pienso también en Mary Ann Glendon, profesora de Derecho Comparado en la Universidad de Harvard, primera mujer en presidir una misión diplomática de la Santa Sede. Esta mujer, portavoz de la delegación vaticana en la Conferencia Internacional de Pekín sobre la Mujer, expuso la defensa de un nuevo feminismo basado en la igualdad de derechos de la persona humana y de la dignidad de la mujer. En su reciente conferencia sobre “Feminismo y transformación de la democracia” analizó el papel crucial que desempeñan las mujeres en el éxito o el fracaso de los experimentos democráticos en la historia, y cómo estos experimentos dependen, para su éxito, de la moral. Este nuevo feminismo trata a la mujer y al varón como compañeros más que como antagonistas, y procura encontrar la mejor manera de combinar la vida familiar y el trabajo, afirmando que un progreso “hecho a espaldas de los hijos” es un progreso construido sobre polvo y cenizas. Este feminismo tiene que ser radical porque ha de “ir a la raíz” de las cosas y extender –en los órdenes político, económico y social– los beneficios de la cultura a todo el mundo, ayudando al individuo –varón y mujer– a desarrollar sus talentos y dones de acuerdo con su dignidad. Esta actitud incluye combatir posturas de desdén hacia el trabajo en casa, vengan del varón o de la mujer. Incluye ir a la raíz del materialismo de las sociedades socialistas y capitalistas. Incluye mejorar el destino de esas mujeres mal remuneradas en su lugar de trabajo y minusvaloradas en casa. Es una tarea que contempla nada menos que una completa transformación cultural que pide un cambio personal y social tanto en varones como en mujeres.

Volviendo al tema. ¿Por qué escogí a las cuatro mujeres que mencioné al principio? Porque representan cualidades específicas del don de la feminidad que, hoy por hoy, están ridiculizadas.

Primero: hoy día se piensa que la capacidad de lucha que tiene la mujer ha de emplearse únicamente en una sola dirección –en contra del varón–, como si de la lucha de sexos pudiese surgir una solución dialéctica mágica que nos devolviera “el paraíso perdido” y resolviera –de una vez por todas– el problema de la desigualdad.

Segundo: hoy día se ve, en la capacidad de entrega –propia del amor oblativo– una expresión de debilidad de la mujer, propia de una “cesión de terreno” en una tesis ideológica implacable que sólo quiere hablar de derechos y no de deberes.

Tercero: hoy día se canaliza toda la capacidad intelectual de la mujer en un sólo reduccionismo –el de un liberalismo e individualismo egoísta a ultranza–, incapaz de contemplar la complejidad del problema y la raíz ontológica y teológica del mismo, al no querer reconocer la herida que dejó –en la naturaleza– el pecado de origen que pone bajo una dimensión diferente –a través de la historia– la relación entre varón y mujer.

Cuarto: hoy día se desprecia toda acción humanitaria –que vaya en la línea de aliviar las cargas de las lacras que el pecado lleva consigo– para “teorizar” en el desarrollo y defensa de entelequias que la sóla razón –sin la ayuda del corazón– no puede igualar.

Estas cuatro mujeres dieron la batalla en esos cuatro puntos cardinales de la feminidad: el de la rebeldía ante lo que disminuye la altura de un ideal; el de la capacidad de oblación propia del amor; el de la genialidad de la inteligencia de lo específicamente femenino; y el de la defensa de la dignidad inalienable de la persona en los más desposeídos de ella. Todas estas facetas son representativas del elogio que Juan Pablo II hace –en la Mulieris dignitatem– sobre la dignidad de la mujer: Dios ha querido confiar la humanidad –tanto la del varón como la de la mujer– a la mujer. Allí, en esta confianza –depositada en el seno de la inteligencia y del corazón de la mujer– radica lo esencial y lo insustituible de su dignidad, de su vocación, de su misión y de cualquier proyecto personal de su realización como mujer. Cuando ella olvida esto y canaliza todas sus armas en sentido contrario, no sólo acaba con su capacidad de ternura –como afirma el psiquiatra catalán Rof Carballo– sino que se convierte, ella misma, en arma mortífera que acabará arrasando la humanidad.

Las cualidades de la feminidad –que estas cuatro mujeres encarnaron existencialmente– no son patrimonio exclusivo del claustro. Pueden ser encarnadas en el mundo por mujeres que viven en el mundo –sin ser mundanas–, y que son del mundo, del mundo de nuestros días, del que nos toca –hoy por hoy– apasionadamente vivir, para tener la valentía de denunciar siempre la desigualdad –donde sea que la haya–, y la sabiduría y el tino para poder transformarla. Pude hablar, por ejemplo, de mi madre, de la madre de mi madre, de la madre de mi esposo, de mi hija..., y del sinnúmero de mujeres que conozco de toda raza, condición social y credo, que “no hacen prensa” ni salen en el telediario, pero que sí saben en qué consiste su valía, sí saben dónde está su lugar, sí saben callar cuando tienen que callar, y hablar –cuando deben, como deben y ante quien deben– para defender sus derechos y sustentar sus deberes.