Tomás de Aquino, biografía y semblanza.

por Santiago Fernández-Burillo

 

 

Los Aquino de Roccasecca

Tomás de Aquino nació a finales de 1224 en el castillo de Roccasecca en la provincia de Nápoles, hijo y nieto de la nobleza guerrera. Sus padres, Landolfo de Aquino y Teodora de Teate, eran de origen lombardo y normando. Landolfo prestó servicios al emperador Federico II y llegó a ser Justicia de la Tierra de Labor, del reino de Sicilia, dignidad equivalente a Gran Canciller, señor de toda la administración civil y judicial. Tuvo seis hermanos varones, guerreros y políticos y cuatro hermanas, tres casaron con condes y Marotta, la mayor, fue benedictina y abadesa. Reinaldo, un hermano de Tomás, es el primer poeta en lengua italiana, precursor del “dolce stil nuovo”.

El señorío de Aquino era vecino de Monte Casino, abadía benedictina desde cuya altura se domina el acceso al norte de Italia, gobernada por un abad con atributos feudales. Landolfo lo envió allí con 5 años, en calidad de “oblato” (aspirante a monje), soñando un futuro para él y para el peso social de la familia, y Tomás se formó en humanidades, música y religión en Monte Casino hasta los 14 años.

Entre el Emperador y el Papa

En 1239 Federico II Hohenstaufen (1194-1250), rey de Sicilia y emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, entró en los Estados Pontificios, movido por la am­bición de hacer de Roma la capital de su Imperio. Sus tropas quemaron conventos, asesinaron frailes y se apoderaron de bienes eclesiásticos. Aquel emperador dos veces excomulgado, declaró repetidamente la guerra a la Liga Lombarda y al papa; emprendió una extraña cruzada y se coronó a sí mismo rey de Jerusalén, aunque a cambio fundó una co­lonia musulmana en el sur de Italia, y le erigió una mezquita; había fundado también la Universidad civil de Nápoles, para competir con las eclesiásticas, adoptaba atuendos y costumbres orientales y llevaba en su corte ambulante eunucos, bayaderas y esclavos, además de un exótico “zoológico” de animales africanos y asiáticos. Quería ser el dueño absoluto del Occidente cristiano. Había iniciado las hostilidades el año de su coronación (1220), y desde entonces, los papas residieron en diversas ciudades de los Estados Pontificios: Anagni, Orvieto, Viterbo y Perugia. La Curia romana se convirtió en una corte itinerante, hasta la derrota del nieto de Federico por Carlos I de Anjou, hermano de Luis IX (1268) y el posterior establecimiento de los papas en Aviñón (1309).

Landolfo de Aquino servía al emperador, por eso en 1239 Tomás abandona la abadía y se matricula en la Universidad de Nápoles, en “artes liberales”. Allí conoció la filosofía y la Orden de predicadores. Pero los Aquino no querían un fraile mendigo en la familia, sino un abad o un obispo; la oposición era muy clara. No obstante, muerto su padre a finales de 1243, y con los 18 años que requerían los estatutos, toma el hábito y se traslada a Roma, el General de la Orden, Juan de Wildeshausen, el Teutónico, decide llevarlo a Bolonia para que haga el noviciado y luego a París a continuar estudios.

Mientras, vasallos de la familia llevan la noticia entre lágrimas a Teodora de Teate; ésta viaja tras su hijo de Nápoles a Roma y ya no lo encuentra allí. “Entonces envió a sus hijos mayores que estaban en la corte del emperador, acampada en Aquapendente, un mensajero —narra el cronista G. de Tocco—, el cual, con la bendición materna, les pedía que se apoderaran de Tomás, a quien los Predicadores habían vestido el hábito de su Orden y hacían que huyera del reino. Ejecutando la orden de su madre, los hijos de Teodora expusieron al emperador la orden recibida y, con su consentimiento, enviaron exploradores a reconocer rutas y caminos”. Tomás fue apresado y enviado al castillo familiar de Montesangiovanni, y luego a Roccasecca.

La madre hizo todo por persuadirlo a volver a la vida seglar o a Monte Casino. Pero durante año y medio, el joven se aferró al hábito mendicante. Sus hermanos lo trataron con más dureza y, en una ocasión, le llevaron una joven de costumbres ligeras para seducirlo. Todo en vano. Con el tiempo la oposición familiar cedió, Tomás hacía vida de estudio y oración, y arrastró con su ejemplo a su hermana Marotta a la vida religiosa. De acuerdo con otros frailes, se fuga, completa el noviciado y es enviado al Studium Generale de la Orden dominicana en Colonia. Allí enseñaba a la sazón el maestro Alberto.

El buey mudo de Sicilia

Las anécdotas de su época de estudiante nos informan del aspecto y el temperamento de Tomás, era callado y prudente, pero todo un Aquino: grueso y de 1,90 de estatura; sus compañeros lo apodaron “el buey mudo de Sicilia”. Alberto de Bollstädt (san Alberto Magno), descubrió el talento de aquel alumno y lo convirtió pronto en su discípulo. Dicen que Alberto anunció a los condiscípulos de fray Tomás: “Lo llamáis buey mudo, pero os digo que su mugido resonará en el mundo entero”. Tomás fue el continuador del proyecto de Alberto: conciliar el naturalismo de Aristóteles con el espiritualismo de San Agustín. Se trataba de formular la síntesis de razón y fe. La convicción de fondo de Alberto Magno y Tomás de Aquino era esta: la ciencia no está contra la fe; son dos fuentes de luz para ilustrar al hombre, cuyo origen común es el Creador.

Mientras Tomás se preparaba para la ordenación sacerdotal y la docencia, su familia cambió de bando; los hermanos se conjuraron contra Federico II, en 1246, Reinaldo fue ejecutado y los otros desterrados; perdieron el señorío de Roccasecca y sólo les quedaba Montesangiovanni en los Estados Pontificios. A instancias de la madre, el Papa Inocencio IV le ofreció la abadía de Monte Casino, para apoyar económicamente a su familia. Más tarde Clemente IV le propuso el arzobispado de Nápoles. Aquello consonaban con la mentalidad feudal pero no con la de un fraile y Tomás era fraile mendicante, entregado al estudio y la docencia; él rechazó la mitra abacial, como Francisco de Asís las riquezas burguesas. Era una nueva mentalidad, una forma literal y austera de entender la pobreza evangélica.

La Universidad de París

La “inteligencia” de la Cristiandad, estaba organizada como un importante gremio y dotada de leyes propias: era como “otra” ciudad, dependía del del papa y el rey. No respondía a la imagen de una Edad Media pacíficamente cristiana, en la que no pasa nada, sino que durante 25 años estuvo siempre amenazada por la huelga general, frecuentemente sacudida por alborotos, choques entre estudiantes y fuerzas del orden y una sorda, pero feroz, lucha intestina por el poder.

Al apacible muchacho que llamaban “buey mudo” lo puso Alberto allí, en medio de las más ásperas controversias. La primera tuvo carácter “político”, la promovió Guillermo de Saint-Amour, contra las órdenes mendicantes y su presencia en la Universidad. Este profesor secular publicó un librito difamatorio contra las nuevas órdenes religiosas, presentándolas como el peligro moderno (De periculis novissimorum temporum), y trabajó para expulsar a franciscanos y dominicos de la Universidad. En el Convento de Saint-Jacques (Les jacobins) se llegó a agresiones físicas a los alumnos asistentes y éstos abuchearon a un rector que pretendía cerrar el Centro. A pesar de huelgas y comienzos de curso con el recinto acordonado de arqueros del rey, allí los maestros eran serenos y de ciencia sólida. Junto a Los Jacobinos está aún “Place M’Aubert” (Plaza del Maestro Alberto), donde enseñaba porque los alumnos no le cabían en el aula. Lo mismo sucedió con fray Tomás: “En su enseñanza suscitaba nuevos temas; encontraba un modo nuevo y claro de afrontarlos; aducía nuevas razones...” Era todo novedad, algo atractivo para un joven: aristotelismo no pagano; una inteligencia osada que trataba la “pagina sacra” no como mera alegoría piadosa, sino como teología, “ciencia”, conocimiento por causas.

Vivió el pensamiento. Pensó la vida,...a pie.

La segunda gran discusión no fue por el poder, sino por las cosas sublimes. Se discutía sobre lo más elevado y menos tangible: ¿Hay un alma inmortal?, ¿ha creado Dios el mundo, o la materia es eterna? ¿Es igual “tiempo infinito” que eternidad? En aquella época de las “escuelas” se hizo verdadera filosofía y no sólo teología. Lo más filosófico fue el atrevimiento de las preguntas. Hubo innovadores que querían deshacerse de la fe tradicional y hallar para todo una explicación científica, seguidores de los sabios griegos y musulmanes como Aristóteles, Avicena y Averroes. Y hubo conservadores o, incluso, reaccionarios que querían deshacerse de la ciencia griega y abrazar una fe pura; como si fueran los intérpretes de los Padres de la Iglesia. Tomás de Aquino no fue amigo de tensiones desesperadas: «¿los sentidos o la razón?, ¿la mente o el corazón?» No. La diversidad no es ruptura y conflicto, sino orden; en él predomina la aceptación de los diversos legados históricos y su armonía. Chesterton expresó acertadamente cómo la clave de la síntesis tomista es una afirmación, clarividente y positiva a la vez: «Si el morboso intelectual del Renacimiento es el que dice ‘Ser o no ser, he ahí la cuestión’, el macizo doctor medieval responde con voz de trueno: ‘Ser, ésta es la respuesta’».

La biografía de Tomás sigue el hilo de estancias en distintas ciudades y la redacción de gruesos escritos. Considerando la serie de títulos en latín, fechas y ciudades distintas, los encargos de su Orden, las consultas de papas, clérigos, nobles, reyes, etc., uno se pregunta de dónde sacó el tiempo para escribir obras tan complejas y hermosas como la Suma contra Gentiles, o la Suma Teológica; sólo comparables, en belleza y grandiosidad, a una catedral gótica cuya elevación y luz hacen olvidar que es de piedra.

Llegó a París de profesor ayudante; accedió a la plaza oficial con sólo 31 años, y empezó a enseñar y a escribir obras profundas, obtuvo una cátedra, y todo de 1254 a 1259. Llamado a la Curia pontificia, residió en tantas ciudades como los papas itinerantes.La etapa italiana (1259-1268) es la más fecunda en escritos; además organizó el sistema educativo de los dominicos y fundó su Estudio General de Roma. Su madurez se reparte entre una segunda estancia en París (1269-1272) y la vuelta a su Nápoles natal, con el encargo de organizar el Estudio General o Universidad de los dominicos.

Para un intelectual, una serie de contrariedades: ¿cuántas veces cambió de casa?, ¿cuántos viajes atravesando Europa a pie?, ¿cuántas reuniones, cuántos encuentros crispados? ¡Cuánto tiempo perdido y qué pocos libros! Bibliotecas escasas, en abadías perdidas en el campo. Su vida fue leer, memorizar y meditar, a la vez que caminaba. Disculpamos así su carácter absorto: meditaba caminando. Más que escribir, dictaba. A veces, dictaba tres libros distintos a la vez. Aún así, su única salida de tono fue una exclamación de alegría, sentado a la mesa del rey de Francia, pues no pudo evitar el compromiso, ni dejar en casa sus cavilaciones. En medio de la conversación, los comensales olvidaron al silencioso fraile, de pronto se oyó un recio puñetazo sobre la mesa: “¡Y esto acaba con los maniqueos!” Todos miraron con horror al rey Luis que, con una sonrisa, hizo llamar a su secretario: “Tome usted nota de lo que le va a dictar fray Tomás, ¡es muy importante!”

Los sabios paganos afirmaron que sólo es feliz quien contempla las verdades eternas y se separa de la muchedumbre, movida por las pasiones. Tomás escribió: Es mejor transmitir a los demás las cosas estudiadas, que contemplar solo. «¡Transmitir a los demás!». Este es su lema. Al ideal griego de la sabiduría unió con naturalidad el ideal cristiano del amor: es mejor dar que recibir. Se debe estudiar y saber para enseñar, no para ser un “selecto”. Quiso ser fraile predicador, quiso saber para comunicar.

Il buon fra Tommaso!

Fray Tomás unía el tacto del corpulento aristócrata, un corazón ardiente de poeta enamorado, que exclama ante la Eucaristía: “Adoro te devote, latens deitas!” La unión en un solo hombre de una inteligencia superdotada, la flema de un buey de arar y la pasión con que se aferró a la pobreza y al amor divino, hacían de él un “todo terreno” para las luchas universitarias. El tiempo dio la razón a Alberto. El rey Luis IX (san Luis de Francia) también se percató de la categoría del fraile y se aconsejaba de él, antes de tomar decisiones importantes. El Papa Urbano IV lo llamó a su lado y lo convirtió en teólogo de la Casa Pontificia, le encargó libros y el oficio de la fiesta del Corpus Christi, para la que compuso Tomás algunos de los himnos litúrgicos más conocidos, sensibles y profundos: “Pange lingua”, “Lauda Sion”... A su muerte, el Rector y la Facultad de Artes de París escribieron una sentidísima carta al capítulo general de Lyón, pidiendo el cuerpo de quien había sido honor de la Universidad, luz de las inteligencias. Se había ganado a los belicosos parisinos.

El “ojo crítico” de Tomás fue extraordinario: señaló que algunos libros atribuidos a Aristóteles eran obras platónicas y la filología moderna le ha dado la razón. De ahí la necesidad de textos fiables, y Guillermo de Moerbeke, tradujo Aristóteles al latín, para él, directamente de manuscritos griegos.

Se piensa en los genios como seres fríos y distantes; pero fray Tomás era próximo. Sus estudiantes le llamaban il buon fra Tommaso; solían rodearlo y hablar con él. Volviendo de un paseo a Saint-Denis, a la vista de París, uno le dijo: “¡Qué ciudad, maestro! ¿No le gustaría gobernarla?” “No hijo, que no tendría tiempo para pensar. Lo que querría es poder leer los comentarios del Crisóstomo a San Mateo”. Los libros eran raros y carísimos, hechos a mano. Tomás tenía el hábito de memorizar lo que leía, se ha comprobado que citaba de memoria la Biblia y a los Padres de la Iglesia.

Murió con 49 años, mientras acudía, enfermo, al Concilio de Lyón, en la hospedería del convento cisterciense de Fosanova, sufragáneo del castillo de Maenza, de su sobrina Francisca, en su tierra natal, el 7 de marzo de 1274.

El pensamiento de Tomás de Aquino, hoy

Fue canonizado por Juan XXII, en Aviñón, en julio del 1323. Pío V lo proclamó Doctor de la Iglesia, en 1567. De forma ininterrumpida todos los Papas y Concilios han recomendado la doctrina y el estilo de Santo Tomás a los estudiosos católicos. Ya en 1323 Juan XXII lo presentaba como modelo de sabiduría: «en cuyos libros aprovecha más el hombre en un año, que en los de los otros en toda una vida». La recomendación insistente de enseñar a Sto. Tomás, llegó al máximo en la encíclica Aeterni Patris (1879), con que León XIII salió al paso del moderno subjetivismo e idealismo, tendentes a disolver toda certeza. Los papas y Concilios del s. XX, lo prescriben como criterio de pensamiento católico. En eso han insistido Pablo VI en 1974 y Juan Pablo II, especialmente en las encíclicas Veritatis splendor (1993) y Fides et ratio (1998).

Algunas valoraciones modernas

«No es la originalidad, sino el vigor y armonía de la construcción lo que encumbra a Santo Tomás sobre todos los escolásticos. En universalidad de saber, le supera San Alberto Magno; en ardor e interioridad de sentimiento, San Buenaventura; en sutileza lógica, Duns Escoto. Pero él los sobrepuja a todos en el arte del estilo dialéctico y como maestro y ejemplar clásico de una síntesis de meridiana claridad» (Étienne Gilson).

«Ante todo Santo Tomás es el más eminente filósofo del sentido común. Todos los demás grandes filósofos, al menos a partir de Descartes, han comenzado por pedirnos que creamos en algo que (a juzgar por las apariencias) es ridículo; tal como que la materia no existe o que no existe nada más que la materia, o que no se puede conocer nada fuera de uno mismo o, incluso, que el hombre no dispone d elibre albedrío. Desde puntos de partida así, avanzan luego diciendo varias cosas muy inteligentes. Sin embargo, cierto aire irreal, dulcemente lunático, invade todo lo que dicen. Santo Tomás al menos tiene los pies sobre el sano y democrático terreno del sentido común, sobre el principio, si se quiere, de que la luz verdadera ilumina a todo hombre que nace en este mundo y no sólo a los pocos inteligentes. Existen, sí, las ilusiones ópticas; ustedes y yo podemos ser engañados, podemos cometer errores. Sin embargo, Santo Tomás tiene una fe tranquilizante en que el mundo está realmente ahí y que es, más o menos, como lo vemos: que podemos afirmar cosas verdaderas a su respecto, sacar conclusiones y alcanzar certidumbres de manera segura»

(Christopher Derrick)

«Para empezara entender la filosofía tomista, o la católica, se debe caer en la cuenta de que su elemento primero y fundamental radica enteramente en la alabanza de la Vida, en la alabanza del Ser, en la alabanza de Dios como creador del mundo. Todo lo demás viene mucho después, y está condicionado por múltiples complicaciones, como la Caída o la vocación de ser héroes» (Gilbert K. Chesterton).

Cómo estudiar

(Carta exhortatoria a fray Juan)

Puesto que me preguntaste, Juan carísimo en Cristo, de qué modo debes aplicarte para adquirir el tesoro de la ciencia, este es el consejo que te doy:

1º que por los riachuelos y no de golpe al mar procures introducirte, ya que conviene ir a las cosas difíciles a través de las más fáciles.

2º Por tanto, este es mi consejo y tu instrucción. Sé tardo para hablar e incorpórate tarde a los coloquios;

3º depura tu conciencia.

4º No abandones el tiempo dedicado a orar;

5º ama permanecer en tu celda, si quieres ser introducido donde está el vino añejo.

6º Muéstrate amable con todos;

7º no pretendas conocer con todo detalle las acciones de los demás.

8º con nadie te muestres muy familiar, porque las familiaridades originan desprecios y suministran materia para sustraerse al estudio;

9º en lo que dicen o hacen los mundanos no te impliques de ninguna manera;

10º apártate del discurso que pretende explicarlo todo;

11º no dejes de imitar los ejemplos de los santos y hombres buenos;

12º sin importarte a quién oigas, encomienda a la memoria lo que se diga de bueno;

13º lo que leas y oigas, esfuérzate en entenderlo;

14º acerca de los asuntos dudosos, cerciórate;

15º y preocúpate de guardar cuanto puedas en el cofre de la mente, como quien ansía llenar un recipiente;

16º no pretendas lo que es más alto que tú.

Siguiendo esas indicaciones, echarás ramas y darás frutos útiles en la viña del Señor Altísimo, mientras vivas. Si sigues estos consejos, podrás alcanzar aquello a lo que aspiras”

(Fray Tomás de Aquino).

El amor a la verdad

Abramos con cuidado la puerta del aula y escucharemos su diálogo con un alumno que se siente perplejo:

—“Maestro; ¿Cómo podemos saber qué es la verdad? Conozco a un hombre que duda de todo.

—“Es imposible. No podéis conocer a un hombre así. Un hombre que dudase de todo tendría que dudar también de que duda de todo. Tendría que dudar hasta de su propia existencia, lo que no le permitiría dudar... Y tendría que admitir que su vida es una constante contradicción, porque du­dando de que existan alimentos, comería; dudando de que exista el sueño, dormi­ría... La postura del escéptico total es completamente absurda. Por eso, tales es­cépticos no existen en realidad. Hay, desde luego, personas que pretenden que es imposible conocer la verdad, pero es por­que reconocer que la verdad existe les llevaría a sentirse obligados moralmente. Poncio Pilato preguntó: «¿qué es la ver­dad?» Decía no saberlo, pero, acto se­guido, condenó a muerte a un Hombre cuya inocencia él mismo había proclamado...

(...)

—“Maestro: ¿Cómo definiría la ver­dad?

—“La verdad es la adecuación o conformidad entre la visión intelectual y el objeto considerado. El error, la no conformidad.

—“Pero, ¿podemos conocer la verdad total?

—“No. Sólo Dios —dijo fray Tomás, como si lamentase tener que decirlo—. Pero eso no quiere decir que nuestro cono­cimiento, aunque sea parcial, tenga que ser falso”.

(Louis de WOHL, La luz apacible. Novela sobre Santo Tomás de Aquino y su tiempo, 2ª edición, Madrid, 1984).

La polémica anti-averroísta y la “unidad del intelecto agente”

El realismo, frente a los espiritualismos “extraterrestres”

Tomás participó de manera especialmente intensa en una polémica, de carácter “espiritual”, que provino del intento de vuelta al paganismo, liderado por el maestro Siger de Brabante, frente al cual reaccionaron los teólogos de inspiración agustiniana con un intento de signo contrario, esto es, de cierre a la razón y las humanidades.

El siglo XII había traído el descubrimiento de la ciencia griega, a través de traduc­ciones provenientes del mundo árabe (Toledo), la impresión que produjo en los intelec­tuales de entonces el descubrimiento del “corpus” aristotélico puede calificarse de “im­pacto”. Quedaron deslumbrados ante la más racional concepción de la realidad nunca vista; tanto por su rigor lógico, como por su amplitud de miras, el aristotelismo arrastra­ba: se proponía como tema “todo lo que hay” y, distinguiendo cuidadosamente el méto­do que a cada ciencia corresponde, según su objeto, procedía al estudio del mundo, del hombre y de Dios. A los ojos de muchos estudiosos del siglo XIII, Aristóteles “era” la ciencia. Así lo había visto también Averroes, el sabio musulmán que no quiso ser otra cosa que “El Comentador”, puesto que sólo Aristóteles habría sido, a su entender, “el Filósofo” en el sentido acabado y definitivo de la palabra.

Siguiendo a Averroes, Siger y los averroístas parisinos alzaban tanto la inteligencia sobre la materia que afirmaban la existencia de una única Inteligencia, la “Humanidad” abstracta. Esa Inteligencia era espiritual, inmortal, luminosa y separada de la tierra, co­mo la Luna; pero el hombre de carne y huesos era material, mortal, esclavo de los senti­dos y pasiones. Ni la inmortalidad era personal ni las decisiones libres, eso arruinaba la ética griega y la idea cristiana de redención del pecado. Además, aseguraban que la materia era eterna y el mundo no había sido creado. Dios existía, pero no intervenía. El fin último del hombre inteligente y educado era el saber; el del hombre vulgar, el placer. Los hombres quedaban irremediablemente clasificados. Según los averroístas había una “doble verdad”: la religiosa, para las buenas gentes sencillas y la racional, para el sabio.

Tomás de Aquino se dio cuenta de que Aristóteles y el cristianismo coincidían en su sentido de lo concreto y no en ese espiritualismo exagerado, desencarnado, de las sectas que ponían la “humanidad” en los astros. Los averroístas concedían a la razón una com­petencia propia, cierta autonomía respecto de la fe teologal. Eso era razonable. Para que una filosofía sirva a la teología, antes debe ser buena filosofia. En ese sentido, goza de autonomía. La razón no sería buena para hacer teología (para pensar las cosas sobrena­turales), si no fuera buena para pensar las naturales. Pero los averroístas latinos se equi­vocaban “como filósofos”, por eso hacían mala teología. ¿No era un sinsentido afirmar que la verdad es doble? ¿No era absurdo que la “Humanidad” sea inmortal, y el hombre singular no? ¿No eran seguidores de Aristóteles, y no había enseñado éste que el alma es la forma sustancial del cuerpo? Entonces, ¿cómo podían afirmar que “Otro” ejecuta mi acto de entender y “yo mismo” entiendo, a la vez? «Si alguien quisiera sostener —escribe fray Tomás que el alma intelectiva no es la forma del cuerpo humano, debería hallar la manera de explicar que esta acción que es entender sea la acción de este hom­bre» (Summa Theologiae, 1, q. 76, a. 1). Tomás de Aquino confia en la razón, más que los seguidores de Averroes, que creen en los puntos de vista de “El Comentador” más que en su propio sentido común. Antes que herejes, eran malos filósofos.

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