10. DICHOSO EL SENO QUE TE LLEVÓ


A) MARÍA, LA PRIMERA CREYENTE

María es la tierra buena, preparada por Dios, para sembrar en ella su Palabra. María acogerá esta Palabra con fe: "Hágase en mí según tu palabra". María no ha reído como Sara, no ha dudado como Zacarías: ha acogido en la fe de Abraham "la palabra que le fue dicha de parte de Dios" (Le 1,45). Como hija de Abraham, "no vaciló en su fe al considerar su cuerpo..., sino que, ante la promesa divina, no cedió a la duda con la incredulidad; más bien, fortalecido(a) en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido" (Rm 4,19-21; Lc 1,37).

María es, en verdad, la primera cristiana, la verdadera creyente que, predestinada por la gracia divina, entra en su plan de salvación por la total ofrenda de su ser, por la obediencia alegre y la plena confianza en la palabra de Dios. Dios no obra a pesar de María y su pobreza, sino en ella y con ella, dándole por gracia la posibilidad de unirse y de asentir con una fe pura a la verdad de la Buena Nueva. En esto, María es la bienaventurada creyente, la primera cristiana, la madre de los creyentes.

La vida de María quedó determinada por la hora de la Anunciación. Esta se convirtió en el centro vivo de su existencia, desplegándose y ahondándose cada vez más. En esta hora comenzó su relación con el Hijo de Dios, hecho carne en sus entrañas. En la convivencia posterior con su Hijo, María hizo y sintió todo lo que hace y siente una madre. Pero, por otra parte, Jesús era el Hijo de Dios y transcendía, por tanto, toda posibilidad de relación meramente humana (2Co 5,6). Por eso, en la relación con su Hijo, en medio de la más entrañable confianza, hubo siempre una cierta distancia, una cierta falta de comprensión, que también nos manifiestan los evangelios. María creció en la fe, es decir, en la relación con su Hijo: "Ellos no comprendieron las palabras que Él les dijo" (Lc 2,50). Continuamente las palabras, acciones y gestos de Jesús, su manera de vivir y actuar, van más allá de la comprensión de María.

En vida de Jesús seguramente María no había reconocido todavía en Él al Hijo de Dios en el sentido pleno de la revelación cristiana. Él era el Hijo de Dios y como tal estaba en la vida de ella y, paso a paso, iba cobrando vigencia en ella. Con respeto y confianza sobrellevó ese misterio palpable, perseveró en él, avanzó en el fe, hasta llegar a la altura de una comprensión que sólo le fue otorgada plenamente en Pentecostés, cuando Él ya no estaba exteriormente a su lado. También para María valen las palabras de Jesús a sus discípulos: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito... Cuando Él venga os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16,7.13). En Pentecostés se le iluminarían a as las palabras y hechos de Jesús que había ido "guardando en su corazón".

La imagen del perfecto discípulo se da en primer lugar en María. En todo el Nuevo Testamento María es el modelo de la apertura atenta, de la docilidad fiel y de la adhesión virginal a Dios y a su Hijo. "Por ese motivo es proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplo acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad" (LG 53). En frase de K Rahner: "María es la realización concreta del cristiano perfecto. Si el cristianismo, en su forma acabada, es la pura recepción de la salvación del Dios eterno y trinitario que aparece en Jesucristo, entonces es María el cristiano perfecto, puesto que ella ha recibido en la fe del Espíritu y en su bendito seno -por tanto en cuerpo y alma y con todas las fuerzas de su ser- la Palabra eterna del Padre". 1

El evangelio de Marcos sólo presenta dos textos en relación a María:

Llegaron su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, lo mandaron llamar. La gente estaba a su alrededor, y le dijeron: ¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan. Él les responde: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y, mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (3,31-35).

Jesús afirma, en primer lugar, la prioridad de los discípulos respecto a cualquier relación de sangre. La familia según la carne tiene que ceder el puesto a la nueva familia "escatológica". También la madre es invitada a pasar a la fe con relación a su Hijo. Así María percibió cómo su Hijo se apartaba de ella, empujándola a una nueva relación, más elevada, con Él. María asumió este hecho con su actitud peculiar: perseverando en la fe, guardando en su corazón lo que no entendía, aguardando hasta que Dios se lo iluminara. En segundo lugar, Jesús nos dice que todo el que, bajo el impulso del Espíritu, abre su corazón a la palabra de Dios se hace madre de Jesús, tabernáculo de su presencia, pues "si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y herremos morada en él" (Jn 14,23).

El segundo texto de Marcos sobre María está en la misma línea. La predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret suscita el asombro de sus oyentes, que se preguntan: "¿No es éste el carpintero, el hijo de María?" (Mc 6,3). Pero el asombro se transforma en escándalo, provocando la observación de Jesús, "sorprendido por la falta de fe": "Un profeta sólo es despreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa" (v 4.6).

Es la única vez que el Nuevo Testamento usa la expresión: "el hijo de María".2 Esta expresión en labios de sus paisanos incrédulos puede reflejar los rumores malévolos que circulaban en Nazaret, eco de lo que afirmaban algunos judíos: "Nosotros no somos hijos ilegítimos" (Jn 8,41), que equivaldría a decir "a diferencia de ti". María estaba incluida en el recelo que sentían sus paisanos contra su Hijo. María, unida a su Hijo, participa también de la incomprensión, hostilidad y sospechas que sufrió Jesús. También María debe entrar progresivamente en la revelación de Jesús como Mesías y Siervo sufriente. Es la "noche" de la fe, que supone una "kénosis", como afirma la Redemptoris mater:

María sabe que lo ha concebido y dado a luz sin conocer varón, por obra del Espíritu Santo... Pero no es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a una especie de noche de la fe..., avanzando en su itinerario de fe... Por medio de esta fe, María está unida perfectamente a Cristo en su kénosis... Es ésta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad... Jesús es realmente "signo de contradicción" y, por ello, a "ella misma una espada la atravesará el corazón" (RM 17-18).

Las palabras que Jesús destina a su madre nos delinean el perfil interior de María, la primera creyente. Jesús parece que aleja a su madre de Él, pero lo que quiere es mostrar cómo se realiza la verdadera intimidad con Él: "cumpliendo la voluntad de Dios". Y María es la que, desde el día en que aceptó ser la madre de Cristo hasta la hora de la cruz, se ha mostrado fiel cumplidora de esa voluntad, como "sierva del Señor". La Virgen es presentada en la liturgia bizantina como la inocente Cordera que sigue al Cordero de Dios: "La cordera María, viendo al propio Hijo conducido al matadero, lo seguía".3

El testimonio de la Escritura nos muestra cómo María supo aceptar y vivir su relación con Cristo en la fe. Creyendo en Cristo, entra en la comunidad de los discípulos, unida a ellos en el seguimiento de Cristo, fiel más que ellos en la hora de la cruz, es testigo con ellos de la experiencia del Espíritu Santo. María aparece en el evangelio "no como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo (Jn 2,1-12) y cuya función maternal se dilató asumiendo en el calvario dimensiones universales" (MC 37). Se puede decir que "si por medio de la fe María se ha convertido en madre del Hijo que le ha sido dado por el Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la misiva fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica" (RM 20). A partir de su concreta e intensa relación de madre, María fue avanzando en la fe hasta participar, con su amor de madre, en la misión universal de su Hijo.

La fe de María es al mismo tiempo vinculación a su Hijo y distancia. Jesús, en la medida que avanza en su camino, se aleja de su madre. María ve que Jesús, su Hijo, vive del misterio de Dios, su Padre, distanciándose de ella. Jesús va saliendo de su familia como ámbito de su existencia para vivir desde su Padre, entregado a la misión encomendada, cuyo punto culminante será la "hora" de la glorificación en la cruz. Éste es el tiempo del distanciamiento, pero también de la vinculación de María a la obra salvadora de su Hijo. María "con la fatiga del corazón" avanza en la fe, aceptando y asociándose a la misión de su Hijo. "No sin designio divino" (LG 58) se hallará presente "junto a la cruz de Jesús" (Jn 19,25). El fíat de la Anunciación, mantenido en fidelidad y silencio, llega en la cruz a su manifestación plena. Allí es proclamada por Cristo la fecundidad de su fe. Si por su fe "Abraham recibió una gran descendencia", por su fe, en la hora de la cruz, María recibió como hijos a todos los redimidos por su Hijo. Con fidelidad, María ha acompañado el despliegue de la obra salvífica del Hijo. Si con su consentimiento participó en el inicio de la salvación, su presencia junto a la cruz es la consumación de su condición de Madre del Salvador. De aquí brota su solicitud constante por los que en la "hora" de Jesús ha recibido como hijos. María creyó el anuncio del ángel y concibió al Salvador; en la fe acompañó los pasos de Jesús. En la fe participó en la realización de la salvación y, como Madre del Salvador, acompaña maternalmente el camino de los hombres, por quien su Hijo entregó su vida.

Si María hubiera sido solamente la madre física del Señor, no la podríamos llamar "bendita entre las mujeres". El Señor mismo rechaza secamente esta opinión. Pero María, escuchando la palabra y guardándola en su corazón, se convirtió en verdadera Madre de Cristo. En esto María se une a la Iglesia y se hace el "tipo excelso de la Iglesia", en cuanto Virgen, Esposa y Madre. La maternidad física fue un privilegio singular de María. Pero más importante, fundamento de dicha maternidad física, es su maternidad en la fe. Y ésta la comparte con toda la Iglesia. En efecto toda la Iglesia es la virgen esposa de Cristo, prometida y desposada con Él. De este modo, toda la Iglesia vive para formar a Cristo en ella, haciéndose madre de Cristo.

Miembro de la Iglesia, la Virgen es al mismo tiempo su imagen y modelo, precisamente a partir de su condición virginal de "perfecta adoradora": "Tal es María. Tal es también la Iglesia nuestra madre: la perfecta adoradora. Aquí está la cumbre más alta de la analogía que hay entre ambas".4 En la Virgen María, como en la virgen Iglesia, la virginidad consiste ante todo en guardar pura la fe, que las hace acogedoras del misterio divino de Jesús, y vivir plenamente su obediencia creyente al Dios vivo y santo. Como dice San Agustín en una homilía de Navidad: "Hoy la santa virgen Iglesia celebra el nacimiento virginal. Porque el Apóstol le ha dicho: `Os he desposado con un hombre para conduciros a Cristo como virgen pura'. ¿Por qué como virgen pura, sino por la incolumidad de la fe en la esperanza y en el amor? La virginidad que Cristo quería en el corazón de la Iglesia, la fomentó primero en el cuerpo de María. La Iglesia no podría ser virgen si no hubiese encontrado al esposo, a quien debía ser entregada, en el Hijo de la Virgen".5 Igualmente, el Vaticano II ve en María, en su fíat, el icono y arquetipo de la Iglesia:

En el misterio de la Iglesia, que con razón es también llamada madre y virgen, precedió la santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre... La Iglesia contemplando su prolunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad... y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y, a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera (LG 63-64).

María, la primera creyente, nos muestra siempre a Cristo. Siguiendo los pasos de su vida, meditando en el corazón como hacía ella, aprendemos a vivir con Cristo y para Cristo en la cotidianidad de la vida. Contemplando la existencia de María aprendemos a vivir en la disponibilidad constante a las llamadas de Cristo en cada instante. Las devociones marianas, como el Ave María, el Ángelus y el Rosario, nos llevan a vivir en esta proximidad con el Señor, a penetrar en el misterio de su redención.6

 

B) DICHOSO EL QUE ESCUCHA LA PALABRA

Jesús se encuentra en casa de Pedro; ante la puerta se ha reunido una muchedumbre, que ha venido para escucharle. Lc comunican que su madre y sus hermanos están fuera y desean verle. Jesús, entonces, responde: "Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Me 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que cumplen la voluntad del Padre.

La palabra de Jesús, como una espada, proclama que la obediencia a la voluntad del Padre está por encima de todo lazo carnal. María es invitada a caminar en la fe, renunciando a sus afectos, para entregar a su Hijo al Padre y acompañarlo en su misión hasta el final. Sierva de la Palabra, en obediencia al designio del Padre, caminará en la fe hasta la cruz. Jesús la invita a fundar su alegría no sobre lo que ha vivido en el pasado, sino abierta al futuro desconocido que le marque la Palabra del Padre. En fidelidad a esa Palabra, es decir a Dios, María pasará de Madre de la Palabra a discípula de la Palabra. Jesús mismo se encarga de purificar a María en su fe y en su memoria, para que ella viva, lo mismo que Él, de la voluntad del Padre, de toda palabra que sale de su boca.

En Lucas (11,27-28) -sin paralelos- se evoca una vez más a María en su cualidad de creyente, modelo del verdadero discípulo: "Mientras Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron. Pero Jesús dijo: Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan". Jesús transfiere el elogio desde el plano natural al plano de la fe. Ya Lucas había unido los dos aspectos en el relato de la visitación: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre", pero, sobre todo: "¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,42.45). La verdadera bienaventuranza no está en engendrar físicamente, sino en creer en la palabra.

La leche de que habla la mujer es claramente la de la madre que nutre a su hijo de su seno. Pero Jesús cambia el acento de la dicha, aludiendo a otra leche, la de la palabra de Dios. La tradición hebrea considera frecuentemente a la Torá con una madre que amamanta a su hijos. Las palabras de la Torá son comparadas a la leche materna. En el Cantar de los Cantares, la Esposa dice al Esposo: "¡Ah, si tú fueras mi hermano, amamantado al pecho de mi madre!" (Ct 8,1). El Targum arameo lo parafrasea, diciendo: "En aquel tiempo, el rey Mesías se manifestará a la asamblea de Israel, y los hijos de Israel le dirán: ven y sé con nosotros como un hermano nuestro. Subamos a Jerusalén, y mamemos contigo las palabras de la Torá, como un lactante mama al pecho de su madre".7

También San Pablo escribe a los Corintios: "Como a niños en Cristo os di a beber leche y no alimento sólido pues no lo podíais soportar" (1Co 3,1-2). Y San Pedro escribe esta exhortación: "Ésta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a vosotros... Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno" (1P 1,25-2,3).

En conclusión, quien escucha la palabra de Dios es semejante a un niño que se alimenta de la leche del seno materno. Jesús es fiel a su convicción de que la verdadera relación familiar con Él no es la carnal sino la que nace de la acogida en la fe de su palabra. Esto lo dice para todos los que le están escuchando. Pero se refiere también a su Madre. Ella ha respondido con el fíat a la palabra de Dios, que conserva en su corazón incluso cuando no la comprende, y "ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor" (Lc 1,45). María, como tierra buena que acoge la semilla, "ha escuchado la Palabra, la ha conservado con corazón bueno y recto y ha dado fruto con perseverancia" (Lc 8,15). "María, si fue dichosa por haber concebido el cuerpo de Cristo, lo fue mucho más por haber creído en Cristo. Ningún valor hubiera tenido para ella la maternidad divina, si no hubiese llevado a Cristo en el corazón".8 Maravilloso fue para María haber amamantado al Hijo de Dios, pero mucho más maravilloso fue para ella el haberse nutrido de la leche espiritual, que es la palabra de Dios.

La Lumen gentium afirma que "en el decurso de la predicación de su Hijo, su Madre recibió las palabras con las que, elevando el reino de Dios por encima de los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchaban y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente" (LG 58). Y Juan Pablo II comenta este texto, diciendo:

Hallándose al lado del Hijo, bajo un mismo techo y manteniendo fielmente la unión con su Hijo, avanzaba en la peregrinación de la fe. Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (Mc 3,21.35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: ¡Feliz la que ha creído! (RM 17).

Si los discípulos (Mt 12,49) y los que siguen a Jesús (Mc 3,34) son llamados por Jesús "mi madre y mis hermanos", quiere decir que son invitados a formar con Él, en el Espíritu Santo, la familia del Padre que está en los cielos. En esta familia, las nuevas relaciones, creadas por el Espíritu Santo, superan todos los lazos anteriores, fundados en la carne (Mt 7,21). Esto vale para María como para todo discípulo de Cristo. Ésta es la cruz personal que María debe llevar cada día para seguir a su Hijo. Fiel a Cristo hasta el momento de su cruz, María le sigue con la cruz de su maternidad divina. A la elección singular de María corresponde la singularidad de su cruz. En esa fidelidad, que la mantiene en pie junto a la cruz, se manifiesta la singular santidad de la Madre. La santidad de la "toda santa" no consiste únicamente en la ausencia de pecado, sino en su consagración total a Dios, con un corazón sin división alguna, íntegro para Dios, fiel sierva suya desde el principio al foral.

Jesús, que "sabía lo que iba a hacer" (Jn 6,6), busca con sus milagros suscitar y elevar, purificando, la fe de sus discípulos. Como en el signo de Caná, tipo de todos los demás, el fin que pretende Jesús es "la manifestación de su gloria", para que "los discípulos crean en Él" (Jn 2,11). No es el milagro en sí lo que cuenta. Jesús reprochará frecuentemente a quienes sólo buscan "signos y prodigios" (Jn 4,48), a los que le siguen "no porque han visto signos, sino porque han comido y se han saciado de pan" (Jn 6,26). Por eso insiste: "Buscad, no el pan que perece, sino el que da vida eterna, el que el Hijo del hombre os dará" (Jn 6,27).

Jesús, partiendo del significado material, pasa a las realidades espirituales, de las que aquellas son signo: del templo de Jerusalén al templo de su cuerpo (Jn 2,19-22); del nacimiento en el seno materno al renacer del agua y del Espíritu (Jn 3,3-5); del agua del pozo de Jacob al agua de la palabra y del Espíritu (Jn 4,10ss); del pan material al pan de la voluntad de Dios (Jn 4,31-34); del sueño del reposo al sueño de la muerte (Jn 11,11-14)... Así Jesús se alegra de que "Lázaro haya muerto sin estar Él allí, para que vosotros creáis" (Jn 11,15), pues "si creen, verán la gloria de Dios" (Jn 11,40). Ésta es la pedagogía que usa también con su Madre en el itinerario de su fe. María es la primera en el camino de la fe:

A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella novedad de la maternidad, que debía constituir su papel junto al Hijo... María Madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: Sígueme, antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (RM 20).

María, discípula de su Hijo, es la primera creyente, figura de todo discípulo de Cristo. A través de ella nos dice Jesús: "Mi misma madre, a la que llamáis feliz, lo es porque guarda en su corazón el Verbo de Dios, no porque en ella se encarnó el Verbo para habitar entre nosotros, sino porque ha custodiado dentro de sí ese mismo Verbo por el cual ella misma fue creada, y que luego en ella se hizo carne".9

A la iniciativa de la gracia de Dios responde la santidad de María mediante su obediencia en la fe. "Su santidad es enteramente teologal. Es la perfección de la fe, de la esperanza y de la caridad. La esclava del Señor se oculta delante de Aquel que ha reparado en su pequeñez. Ella mira su poder y celebra su misericordia y su fidelidad. Ella se alegra sólo en Él. Ella es su gloria". 10 La existencia de María es por entero un itinerario de fe, un perseverar en la radicalidad del abandono al Dios vivo, dejándose conducir dócilmente por Él en la obediencia a su palabra. Bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de las palabras del Señor, ella acoge en la fe la revelación del misterio, en la fe da testimonio de él, celebra las maravillas del Eterno, iniciadas en ella a favor del mundo entero, en la fe medita en el silencio de su corazón, viviendo "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3), en la fe participa de la vida y muerte de su Hijo, en la fe vive la experiencia pascual y el comienzo de la Iglesia (RM 12-19).11

 

C) MARÍA GUARDABA ESTAS COSAS EN SU CORAZÓN

La Virgen Madre es el modelo del discípulo, oyente profundo y no superficial de la Palabra. Mientras quienes "escuchaban lo que decían los pastores se quedaban admirados" (Lc 2,18), pero sin que sepamos ya nada de ellos, "María, por su parte, guardaba estas palabras y las meditaba en su corazón" (2,19). Lo mismo se repite al final del capítulo: "Su Madre guardaba estos recuerdos (palabras, hechos) en su corazón" (Lc 2,51). La repetición, al final de los relatos de la infancia, rubrica la continuidad de esta actitud de María.

Lo que recibe, María lo conserva en su corazón. Ella da vueltas a las cosas, las compara, las relaciona unas con otras. Ya en el momento del anuncio del ángel, "ella se pregunta qué significa semejante saludo" (Lc 1,29). Lo que pasa es tan misterioso que le es necesario escrutar incansablemente su sentido y, a fuerza de sondear su profundidad, su corazón se dilata, a la medida del Espíritu, que "lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2,10). Las palabras oídas, como los hechos vividos, la sobrepasan. El Hijo, que ha sido su alegría, crece y se vuelve su tormento: es la espada que le atraviesa el alma. Ésta no sólo la traspasó de dolor en el momento del Calvario. Durante toda su vida, María vive el martirio de la fe, muriendo a sí misma. Hasta el día pascual, en el que la muerte se muda en resurrección, en el que no se necesita ya hacer preguntas (Jn 16,23), en el que la madre puede creer en la alegría luminosa del Espíritu, que le "enseña todas las cosas" Un 14,29), María camina en la fe, con la "fatiga del corazón".

Desde Pentecostés, María no necesita ya conservar todas las cosas en su corazón. Desde entonces es a Cristo mismo a quien lleva en el corazón. Para María valen las palabras dirigidas a los apóstoles: "Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20). Pablo dice de sí: "Cristo está en mí" (Ga 2,20); pero lo afirma también de todos los creyentes: "Cristo en vosotros" (1Co 1,30). Nacido de María por el Espíritu Santo, Jesús está de nuevo presente en ella, inefablemente, por el mismo Espíritu por el que el Padre resucita al Hijo en el corazón de los fieles. Como Pablo, y más que él, ella puede decir: "Cristo vive en mí".

En conclusión, la fe de María establece entre ella y el Hijo una relación más estrecha que la misma maternidad física. Ella fue "la primera y la más perfecta seguidora de Cristo", "que en sus condiciones concretas de vida se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio" (MC 35).

Así María es la imagen del hombre creado y redimido, que responde en fidelidad al diálogo con Dios. María se presenta realmente en su situación de creyente ante la llamada de Dios, interpelada por Él. En el fíat de María, fruto de la gracia, resplandece la gratuidad creadora de Dios y el asentimiento de la libertad humana al proyecto divino. El Señor, que elige a María y recibe su consentimiento en la fe, no es el rival del hombre, sino el Dios que nos ha creado por amor y para el amor. Dios elige y llama gratuitamente, y el hombre, elegido y llamado, responde en la libertad y gratitud con su asentimiento. De esto es figura realizada María. Ella, Virgen fiel, imagen de la acogida del Hijo, es la creyente que en la fe escucha, acoge, consiente; ella, Madre fecunda, imagen de la paternidad de Dios, es la que engendra vida, la que en el amor da, ofrece, transmite; ella, Esposa casta, figura de la nupcialidad del Espíritu, es la criatura que en la esperanza une el presente de los hombres con el futuro de la promesa de Dios.

 

D) EL CRISTIANO, MADRE DE CRISTO

Los textos comentados subrayan el carácter espiritual del Reino de Dios, inaugurado por Cristo. A este Reino no se accede a través de vínculos naturales, sino mediante la fe. Frente a Cristo caen todos los privilegios de la descendencia de Abraham y los mismos derechos familiares; ni siquiera su madre puede sentirse "dichosa por haberlo llevado en su seno". Por muy excepcional que sea la gloria conferida a la Virgen por su maternidad divina, este privilegio permanecería fuera de la realidad de la vida cristiana si María no hubiera acogido a Cristo en la fe. El hecho de haber concebido al Hijo de Dios no es para María la fuente de la bendición divina. Ésta está ligada al hecho de que María es la fiel oyente de la Palabra, desde la Anunciación hasta la hora de la Cruz. Al llegar la "hora" de Jesús, el Hijo y la Madre se encontraron en una total comunión. "María fue llamada entonces a compartir en su corazón la pasión del Hijo, comulgando del deseo que había empujado a Jesús a cumplir la voluntad del Padre hasta su suprema inmolación (Jn 4,34; 14,31; 15,31). María pasó a ser madre, no ya solamente en virtud de la concepción virginal, sino en razón de su participación, totalmente espiritual y al mismo tiempo totalmente materna, en la victoria de su Hijo".12

También la Iglesia es madre, que engendra a Cristo. Y cada fiel engendra a Cristo. María ha engendrado, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios encarnado; el cristiano es llamado a engendrar a Cristo en su interior por la gracia del Espíritu Santo, hasta poder decir: "No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). Lo que se dice en singular de María y en general de la Iglesia, se afirma en particular de cada creyente: "Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios... Si según la carne es única la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo cuando acogen la palabra de Dios". 13 "Cristo nace siempre místicamente en el alma, tomando carne de quienes son salvados y haciendo del alma que lo engendra una madre virgen". 14 Isaac de Stella, en la Edad Media, recogiendo toda esta Tradición, escribe:

Por su generación divina, los cristianos son uno con Cristo. El Cristo solo, el Cristo único y total, es la cabeza y el cuerpo. Él es Hijo único, en el cielo, de un Dios único; y en la tierra, de una Madre única. Es muchos hijos y un solo Hijo juntamente. Como la cabeza y los miembros son un solo Hijo, siendo, al mismo tiempo, muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, ambas son vírgenes; ambas conciben virginalmente del Espíritu Santo. Ambas dan a luz, para Dios Padre, una descendencia sin pecado. María dio a luz a la cabeza sin pecado del cuerpo; la Iglesia da a luz por el perdón de los pecados al cuerpo de esa cabeza. Ambas son madres de Cristo, pero ninguna de las dos puede, sin la otra, dar a luz al Cristo total. Por eso, en las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María; y lo que se entiende de modo especial de María, virgen y madre, se entiende de modo general de la Iglesia, virgen y madre. También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma Sabiduría de Dios, que es la Palabra del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, de modo especial de la Virgen María, e individualmente de cada alma fiel... Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos. 15

Así lo entendió San Francisco de Asís: "Somos madre de Cristo cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo por medio del amor divino y de la conciencia pura y sincera; lo engendramos a través de las obras santas, que deben resplandecer como testimonio para los demás".16 Y también San Agustín: "La Madre lo llevó en el seno; llevémoslo nosotros en el corazón; la Virgen se hizo grávida por la encarnación de Cristo, se transforme en grávido nuestro corazón por la fe en Cristo; ella dio a luz al Salvador; dé a luz nuestra alma la salvación y la alabanza. Que no sean estériles nuestras almas, sino fecundas para Dios". 17

La experiencia de ser "madre de Cristo" es intrínseca al proceso de gestación de la fe que se da en todo hombre evangelizado por la Iglesia. "El que escucha mi palabra y la pone en práctica es mi madre". Todo hombre que escucha el Kerigma de la Iglesia, recibe como María el anuncio del ángel, del enviado de Dios: "Alégrate, el Señor está contigo, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús". Ante este anuncio, el hombre se sorprenderá seguramente como María, constatando la esterilidad del propio corazón, por lo que el apóstol tendrá que repetir las palabras del ángel: "No será obra humana, el Espíritu Santo descenderá sobre ti y la fuerza de Dios te cubrirá con su sombra. Por eso lo que ha de nacer será santo y será llamado Hijo del Altísimo". Ante este anuncio maravilloso, que se hace posible en el Espíritu de Dios, el hombre necesitado de salvación, consciente de su impotencia, podrá responder con María: "He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y en él se gestará un ser nuevo, en él se formará Cristo por la acción del Espíritu Santo.

El nacimiento virginal de Jesús, signo de la gratuidad absoluta de la Encarnación, constituye la base y el modelo de nuestro nuevo nacimiento como hijos de Dios. La concepción y el nacimiento virginales de Jesús son, pues, un signo de la acción plena de la gracia de Dios respecto a nosotros. La Encarnación es el don gratuito, la gracia por excelencia, sobre la que el hombre no tiene poder alguno. Puede, simplemente, recibirla (Jn 1,16). Cristo es el don del Padre a los hombres. "De su plenitud, nosotros recibimos gracia por gracia". En otros términos, para formar a Cristo en nosotros debemos hacer aquello que María hizo respecto de Jesús: "Es necesario que, por un prodigio maravilloso, nuestra Cabeza naciera corporalmente de una Virgen: quería dar a entender que sus miembros deben renacer, según el Espíritu, de la Iglesia Virgen". 18

María, primera creyente, marca el camino de todo creyente en Cristo. Ella ha acogido el anuncio, ha llevado en su seno a Jesús y lo ha dado a luz para el mundo. Esta maternidad es dada al cristiano por obra del Espíritu Santo en la Iglesia. La maternidad de María le llevará a acompañar al Hijo en su misión, a darlo constantemente a los hombres. En el amor materno de María a su Hijo está incluido el amor hacia nosotros, los pecadores. De la misma manera, el cristiano, en cuyo espíritu habita Cristo, está llamado a amar a Cristo y a acompañarlo en su misión, a participar de su misión, amando a los pecadores, amando la misión de Cristo. Esta maternidad en toda su profundidad no se acaba con la gestación o el parto, sino que se prolonga en toda la vida de María. El cristiano será también educado progresivamente en esta maternidad a lo largo de un camino de fe continuo. Cristo mismo a través del Espíritu dará al cristiano esas entrañas maternas para acoger a los hombres y llevarles al amor del Padre.

La liturgia, cuando exhorta a los fieles a acoger la palabra del Señor, les propone con frecuencia el ejemplo de la Bienaventurada Virgen María, a la cual Dios hizo atenta a la palabra, y que, obediente cual nueva Eva a la palabra divina, se mostró dócil a las palabras de su Hijo. Por ello la madre de Jesús es saludada con razón como "Virgen creyente", "que recibió con fe la palabra de Dios" (MC 17). A la manera de la Bienaventurada Virgen "actúa la Iglesia, puesto que, sobre todo en la sagrada liturgia, oye y recibe la palabra de Dios, la proclama y la venera; y la imparte a los fieles como pan de vida" (Ibídem). 19

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1 K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona 1967,p.45.

2 En el texto paralelo de Mateo (13,53-58), Jesús es llamado "el hijo de José", subrayando su ascendencia davídica, como hace siempre Mateo.

3 Comienzo de un himno de ROMANO EL MELODE.

4 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1984, p.295.

5 SAN AGUSTÍN, Sermo 178,4: PL 38,1005.

6 Ver el comentario al Ave María en CEC 2878-2877.

7 U. NERI, El Cantar de los Cantares. Antigua interpretación hebrea, Bilbao 1988. A. SERRA, Maria de Nazaret. Una fede in cammino, Milán 1993.

8 SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate 3.

9 SAN AGUSTÍN, In Jon ev. trac. X,2.

10 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, p. 294.

11 J. ALFAR0, María, colei che é beata perché ha creduto, Casale Monferrato 1983.

12 F M. BRAUN, La Mére des fideles. Eessi de théologie johannique, Tournai-Paris 1954, p.92.

13 SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio de Lucas II,28.

14 SAN MÁXIMO CONFESOR, Comentario del Padrenuestro: PG 90,889.

15 ISAAC DE STELLA, Discurso 51: PL 194, 1863.1865. Cfr. Oficio de lecturas del sábado de la II semana de Adviento.

16 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Carta a los fieles 1.

17 SAN AGUSTÍN, Sermo 189,3TL 38,1006.

18 SAN AGUSTÍN, De sancta vírginitate 6: PL 40,399.

19 Prenotandos al Leccionario de las Misas de la Virgen María, n.9.