«Ve a la tierra que yo te mostraré...»
(Gn 12,1)


Dolores ALEIXANDRE
Religiosa del Sagrado Corazón
Profesora de Sagrada Escritura
en la Universidad de Comillas
Madrid



Como la de Abraham, como la de los profetas, como la de 
cualquiera de aquellos que un dia, allá en Galilea, se pusieron en 
marcha para seguir a Jesús, la historia de la vida religiosa está 
marcada desde su origen por los desplazamientos: Antonio, el gran 
padre de los monjes, salió de una sociedad que había comenzado a 
ser cristiana, al menos de nombre, y se adentra en el desierto 
buscando un modo de vida extremo que recordara a la Iglesia la 
preferencia absoluta por Cristo. 

En la Edad Media, la vida religiosa, que había emprendido su 
peregrinación por toda Europa, se había integrado en el tejido 
social de la Iglesia, y la vida de los monasterios lindaba con las 
fronteras de la cristiandad. 

Domingo y Francisco inventaron nuevas formas, provocaron 
nuevos desplazamientos e hicieron posible que se adaptara a las 
necesidades apostólicas de una sociedad en cambio. Nació una 
vida conventual que salía al encuentro de los hermanos a través de 
la predicación y de la vida mendicante. 

La propuesta de Ignacio fue radicalmente diferente, tanto 
respecto al monaquismo como a la vida conventual: la misión 
pasaba a ser el lugar de ascesis, la ocasión de oración y de 
práctica comunitaria. La itinerancia se convertía en la situación 
habitual. 

La intuición de estos tres grandes fundadores no pudo ser 
realizada en plenitud: ni la sociedad ni la Iglesia tenían suficiente 
flexibilidad ni capacidad institucional para proporcionarles las 
estructuras necesarias. La itinerancia quedó limitada, y las nuevas 
órdenes se vieron obligadas a hacerse cargo de los servicios y 
urgencias a los que la sociedad no podia atender. 

A partir del siglo XVI y hasta nuestros dias, la mayor parte de las 
congregaciones de vida apostólica se comprometieron en una red 
de instituciones, principalmente educativas y hospitalarias, que, a la 
vez que aseguraban un verdadero servicio humano, permitían a la 
VR apostólica tener una inserción social, un punto de apoyo tanto 
para la formación de sus miembros como para su trabajo con vistas 
al Reino. 

La VR tomó un rostro nuevo: frente a los monasterios y a los 
conventos de las Ordenes mendicantes, se presentaba como una 
institución de servicio social. Pero, paradójicamente, las nuevas 
casas llamadas de «vida activa» tenían toda la apariencia de 
monasterios en los que el cuidado de los enfermos o la enseñanza 
ocupaban el lugar del oficio coral. Esta situación correspondía a las 
necesidades y posibilidades de la época y era una manera 
auténtica, aunque limitada, de poner por obra la intuición 
fundadora. 

Este tipo de vida extendió su presencia de una manera 
espectacular, especialmente en la Europa del siglo XIX. El servicio 
que prestaba era inmenso, pero la contrapartida era que la VR era 
percibida como un medio para prestar un mejor servicio y tenía 
tendencia a identificarse con lo que hacia. 

El siglo xx trae otros acentos y otros desplazamientos: surgen los 
institutos seculares; aparecen nuevas formas de ministerios para los 
que desean servir en la Iglesia; los jóvenes encuentran otras 
posibilidades abiertas, y las vocaciones religiosas comienzan a ser 
menos, al añadirse a estos factores la disminución demográfica y la 
reducción del número de cristianos activos. 

Otro fenómeno ha venido a acentuar la tensión: la sociedad civil 
se va haciendo cada vez más suficiente a la hora de atender los 
servicios sociales, y muchos religiosos/as pasan por la dolorosa 
impresión de que se necesita menos su presencia para tareas que 
habían considerado esenciales dentro de su vocación1. A la crisis 
de reclutamiento se suma la crisis de identidad... 

Una vez más, la VR se encuentra en trance de cambio y de 
emprender o continuar su vocación de peregrino que escudriña los 
signos de los tiempos para saber hacia dónde tiene que ir, para 
salir, como Abraham, de tierras que le son conocidas y caminar 
obedientemente allí donde su Señor le señale. 

Este rasgo del desplazamiento, que no es necesariamente 
geográfico, pero que tiene mucho de simbólico, es una invitación a 
buscar en la Biblia personajes en trance de itinerancia, gente en 
movimiento de acá para allá, cambiando de lugar y en relación con 
adverbios de movimiento. 

Es verdad que los tiempos cambian y no se repiten de nuevo, 
pero los modos de afrontarlos pueden tener rasgos muy comunes, y 
por eso los personajes bíblicos son hoy palabra «antigua» de Dios 
para nosotros que se convierte en fuente constante de inspiración y 
sabiduría. 

He intentado focalizar cuatro desplazamientos-tipo realizados por 
cuatro personajes del AT: 

JONÁS: ir más allá. 
RUT: estar más cerca. 
ELÍAS: descender más abajo. 
JACOB: entrar más adentro. 

Y en cada uno de ellos tratar de descubrir dos elementos que 
están presentes en el dinamismo de cada desplazamiento: el 
elemento ruptura y el elemento vinculación. 


1. Jonás: ir más allá 

JONAS/MAS-ALLA: El libro de Jonás se abre con un mandato de 
desplazamiento dirigido por Dios a su profeta: «'Levántate y vete a 
Nínive, la gran ciudad, y proclama en ella que su maldad ha llegado 
hasta mi'. Se levantó Jonás para huir a Tarsis, lejos del Señor; bajó 
a Jaffa y encontró un barco que zarpaba para Tarsis, pagó el precio 
y embarcó para navegar con ellos a Tarsis, lejos del Señor» (Jon 
1,1-3). 

Jonás vivía tranquilo y ordenado y tenía, como el hijo mayor de la 
parábola de Jesús, las fronteras muy claras sobre los que son 
buenos y los que son malos; los que tienen derecho a la alianza y a 
la bendición del Señor y los que no. Y sobre los sitios en los que 
hay que ejercer el ministerio profético y aquellos a los que no hay ni 
que asomarse, porque no se lo merecen, o porque no son 
rentables, o porque allí no se le ha perdido nada a un israelita como 
Dios manda. 

Jonás también tenía, gracias a Dios, muy claras las ideas y muy 
aprendidos los dogmas y muy bien formadas las imágenes sobre 
Dios. Y sabía estupendamente en qué consistía su voluntad y 
cuáles eran sus designios inmutables y cómo tenía que ser el 
contenido doctrinal de una buena predicación. 

En definitiva, Jonás estaba preparadísimo para ser un buen 
profeta, un profeta voluntarioso y cumplidor, y estaba decidido a 
continuar la tradición profética más segura, más acreditada y más 
en la línea de lo que siempre se había hecho. 

Y, de pronto, Dios irrumpió en su vida como un vendaval y le 
desbarató las fronteras y los límites: «Levántate, vete a Nínive, la 
gran ciudad, y proclama lo que yo te diga». Era una invitación a 
asomarse al borde de ese abismo que es el apasionamiento de Dios 
por su mundo, su deseo de acogerle y hacerle llegar su misericordia 
entrañable. 

Nínive, «la gran ciudad», era símbolo de todos los alejados, de 
todos los separados. Jonás sintió que se le confiaba la misión de 
llamarlos a la conversión, de recordar a toda aquella gente, tan 
perdida que las puertas del gran hogar paterno estaban abiertas de 
par en par, que a Dios le corría prisa que volvieran, porque su 
perdón estaba impaciente, y el pan de su ternura les estaba 
esperando. 

Jonás se asomó a aquel abismo y le entró vértigo. Salió huyendo. 
Dios le mandaba a Nínive, y él se embarcó rumbo a Tarsis: 
exactamente en dirección contraria. 

Pero en su huida todo se vuelve obstáculos: hay una tempestad, 
los marineros le echan la culpa y le tiran por la borda, un pez se lo 
traga. Y es que a Jonás, que se sabía de memoria toda la suma 
teológica, se le había olvidado lo insistente que puede ser Dios. Y 
es que allí donde a nosotros se nos acaba, le empieza a él la 
paciencia; y, cuando a nosotros nos invade el escándalo ante la 
dureza del corazón del profeta rebelde, la voz de Dios resuena 
tranquila, nacida de unas entrañas que, a pesar de todo, siguen 
esperando. 

«Por segunda vez fue dirigida la palabra del Señor a Jonás en 
estos términos: 'Vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama lo que yo 
te diga'» (4,1). Como si no hubiera pasado nada, como si fuera la 
primera vez... 

Y Jonás se fue a Nínive y predicó allí. Y cuando Nínive se 
convirtió, Jonás se disgustó mucho y se quejó a Dios, cosa que a 
nosotros, tan deseosos de éxitos apostólicos, nos parece 
extrañísimo: 

«¡Ay, Yahvé! ¿No es esto lo que yo decía cuando estaba todavía 
en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis. Porque bien 
sabía yo que tú eres un Dios entrañable y misericordioso, tardo a la 
cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal...» 

Esas palabras son el nudo que revela todo el secreto del relato y 
cuál fue la ruptura que se le pidió a Jonás: tenía que dejar atrás 
todas sus ideas sobre Dios y vincularse a alguien que le llevaba 
más allá de sus fronteras y le dejaba en una intemperie 
amenazadora y vacía de seguridades. 

A eso se resistía Jonás, porque no era a Nínive a quien temía, 
sino a Dios; y no era su cólera lo que le atemorizaba, sino su amor 
incontrolable y desmesurado. 

Pobre Jonás, o dichoso Jonás, a quien Dios quiso elegir como 
compañero de juego y le fue ganando, una a una, todas las 
partidas, hasta darle un jaque mate en el que, misteriosamente, fue 
el vencido quien salió ganando...! 

De Tarsis a Nínive 

Seguramente no nos resulta difícil indentificarnos con Jonás en 
mucho de lo que hemos vivido en la vida religiosa a partir del 
Concilio. También a nosotros nos crujieron entonces muchas de 
nuestras viejas ideas sobre Dios, y sobre la manera de servirle, y 
sobre los lugares en que hacernos presentes. Se nos tambalearon 
las seguridades, y el sistema de creencias que creíamos inamovible 
se reveló incapaz de sostenernos. Se nos pidió una ruptura difícil, 
realizamos un enorme esfuerzo, supimos de crisis y de sacudidas, y 
mucha gente se nos quedó por el camino. Y, a lo mejor, después de 
la tormenta, creímos que al fin estábamos seguros en el vientre de 
la ballena, y pensamos: «gracias a Dios, ya ha pasado el alboroto 
de la renovación, ya hemos alcanzado la estabilidad, ya nos han 
aprobado las nuevas Constituciones y ya casi no nos calificamos 
unos a otros de 'tradicionales' o 'progresistas'». 

Pero, de pronto, puede sorprendernos la evidencia de que 
aquello no había sido más que una etapa, y que ahora la ballena 
nos ha vomitado en la Nínive de un mundo técnico y secularizado en 
el que Dios parece estar ausente y al que las palabras que nosotros 
pronunciamos le son prácticamente indescifrables y los valores que 
tratamos de anunciar le resultan arcaicos e irrelevantes. 

Nuestros hábitos culturales se sienten amenazados; no ejercemos 
como antes el liderazgo moral; tenemos delante problemas para los 
que desconocemos la respuesta; nos resistimos a ser tragados por 
la «invisibilidad social»... 

Por eso nos acomete la tentación de huir a una «Tarsis» que 
puede tener muchos nombres y llamarse refugio en nuevas 
sacralizaciones, restauracionismo, individualismo, fuga hacia el 
espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, 
instalación, repetición de esquemas ya fijados, dogmatismo, 
nostalgia, pesimismo, vuelta a las normas... 

Pero, lo mismo que Jonás, podemos escuchar una llamada 
persistente que vuelve a invitarnos a correr la aventura de Nínive, a 
aceptar el riesgo de una vinculación nueva a un Dios 
desconcertante que nos empuja a ir más allá de lo conocido, que 
está queriendo desplazarnos más allá, hacia los desiertos, las 
periferias y las fronteras, allí donde está su humanidad más herida y 
donde sus hijos, por debajo de la apariencia de la intrascendencia y 
del divertimento, viven la brecha abierta de la pregunta por el 
sentido y el silencio vacío que espera una Palabra. 

Son ninivitas bastante reacios a convertirse en objeto de nuestro 
apostolado y no parecen necesitar mucho de nuestras instituciones, 
nuestras enseñanzas, nuestra predicación o nuestras respuestas; 
pero con ellos podemos hablar el lenguaje del servicio, de la 
presencia, del diálogo, del testimonio, del anuncio gratuito, de la 
disponibilidad para hacer camino con ellos y aguantar juntos la 
incertidumbre y la dureza de la vida. 

Quizá nos estamos resistiendo a todo eso que nos aleja de un 
territorio que nos era familiar; pero muchas de las insatisfacciones 
que sentimos y de los problemas de los que nos quejamos 
(«estamos tan mayores, no tenemos vocaciones, hay muchas 
dificultades comunitarias...») pueden ser como la tormenta, la 
ballena, el gusano que secó el ricino de Jonás o el viento solano 
que le abrasó la cabeza. Y, lo mismo que para él, pueden tener la 
función pedagógica de forzarnos a dar la vuelta de nuestros Tarsis, 
decidirnos a entablar diálogo con Nínive y, sobre todo, perderle el 
miedo a ese Dios que asedia nuestra vida a través de los extraños 
caminos de su gracia. 


2. Rut: estar más cerca 

RUT/CERCANIA: El destino de esta preciosa figura femenina, 
protagonista de una de las narraciones didácticas más bellas del 
AT, está también atravesado por el símbolo del desplazamiento: 
cuando Noemí, su suegra, después de perder a su marido y a sus 
dos hijos, en tierras de Moab, decide volver a Belén, su pueblo de 
origen, Rut, en contra de toda lógica y de toda previsión, toma una 
decisión arriesgada e insensata: quedarse cerca de su suegra, 
acompañarla en su futuro incierto, adherirse a ella para lo bueno y 
para lo malo, permanecer a su lado en cualquier circunstancia. «No 
insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú 
vayas, yo iré; donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo, y 
tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, moriré, y allí seré enterrada. 
Sólo la muerte nos separará» (/Rt/01/16-18). 

El relato comienza introduciendo motivos de muerte: hambre, 
miseria, emigración forzosa, muerte, esterilidad, carencia de tierra... 
El final es esplendoroso: la bendición de Yahvé se hace presente 
otorgando fecundidad a un matrimonio feliz, abundancia, alegría. 
Una extranjera se injerta en el tronco de Israel, y de su 
descendencia nacerá David. Su nombre ha atravesado las barreras 
del tiempo y ha conseguido aparecer en la genealogía de Jesús 
según Mateo. 

La presencia de Dios en la narración es discreta y silenciosa: no 
sucede nada milagroso ni extraordinario ni llamativo. El escenario es 
el de los trabajadores del campo, el ritmo de las estaciones, la 
sencilla cotidianeidad... Yahvé aparece como un Dios cercano que 
actúa en la esfera humana como una corriente subterránea que la 
fecunda. No aparece en la superficie, pero está presente y activo a 
niveles profundos. Se trata de una presencia no reservada al 
ámbito de lo sacro, sino que irriga toda la existencia humana 
silenciosamente, infundiendo valor, impulsando hacia la lealtad y la 
generosidad. Es una presencia que camina con los hombres y 
mujeres en la cotidianeidad. 

Por los caminos de la cotidianeidad 

Éste es un desafío que hoy está llamando a las puertas de la VR: 
cómo pensar la vida cotidiana como lugar de la presencia del Señor, 
como lugar y espacio para vivir radicalmente el Evangelio . Pero hay 
unos cuantos factores que amenazan ese entronque y con los que 
tendríamos que establecer ruptura para acceder a esa vinculación a 
la vida cotidiana como lugar normal de insertar la vida religiosa: 

—Uno de esos elementos con los que necesitamos romper sería 
nuestra concepción secreta de la vida religiosa como «estado de 
excepción». Durante demasiado tiempo nos hemos creído 
autoeximidos (¿será por aquello de que la vida religiosa está 
«exenta»...?) de pasar por aquellas situaciones de normalidad que 
vive la inmensa mayoría de la gente: conseguir un trabajo, disponer 
de una vivienda, estirar un sueldo para llegar a fin de mes, asegurar 
la enfermedad y la vejez... Darnos por supuesto que, si estamos 
liberados de todas esas preocupaciones, es para que nada nos 
distraiga de nuestra entrega al Reino; pero, en bastantes casos, 
¿no es mucho suponer? ¿No tenemos que reconocer que hemos 
hecho de esas «coberturas» una confortable instalación que nos 
mantiene a salvo de muchos problemas, pero que no se traduce en 
el pretendido espacio de libertad que haría de nosotros servidores 
incondicionales del Evangelio? ¿No tendríamos que preguntarnos 
cómo vivir el seguimiento de Jesús sin estar al margen de todo eso 
que le ocurre a la gente cotidianamente? 

—Podemos vivir convencidos de que estamos llamados a la 
exquisitez del cristianismo, algo así como el filtiré3 de la 
espiritualidad, y nos habituamos a un vocabulario de uso interno 
lleno de palabras rotundas: Opción, Misión, Contemplación, 
Inserción, Inculturación... Y son realidades importantísimas, pero 
que necesitarían estar avaladas por el comprobante de que las 
vamos traduciendo modestamente en los valores elementales de la 
gente: no escapar de los aspectos conflictivos de la vida; 
mantenerse en la palabra dada; aguantar en los momentos duros; 
estar ahí cuando los amigos pasan una mala racha; adaptarse a los 
ritmos que impone una persona mayor viviendo en casa, soportar, 
sin hacerse la víctima, las inclemencias de pertenecer, simplemente, 
al colectivo humano que aguanta pacientemente el turno del 
ambulatorio, la llegada del autobús, la cola del mercado, el sofión 
en la ventanilla de cualquier trámite, o la noche sentado en una silla 
mientras se vela a un enfermo. 

—Podemos vivir encantados diciendo que nuestro voto de 
pobreza consiste en «un radical vaciamiento ante el misterio 
insondable del Ser», y poner luego el grito en el cielo si en la 
comunidad se llega al acuerdo de que hay que bajar la cuenta del 
teléfono. Y nuestra castidad y obediencia serán, sin duda, 
«desposeimiento gozoso que expresa nuestra fascinación por el 
Absoluto», pero a veces, de puro fascinados y desposeídos, ni 
siquiera nos enteramos de lo que les pasa a los de nuestro 
alrededor, o les hacemos insufrible el trabajar o el convivir con 
nosotros. 

—Otro factor que nos aleja de la cotidianeidad es fruto de nuestra 
pertenencia a una generación que ha sido iniciada a la VR a partir 
de una cierta «lógica del héroe», con unos valores de generosidad, 
de sacrificio y de deseo de grandes empresas por el Reino que el 
postconcilio nos hizo vivir con entusiasmo. Pero el presente que 
ahora vivimos no parece tener casi nada que ver con los valores en 
que nos formaron ni con las experiencias que emprendimos. Las 
palabras fuertes de antes ya no resuenan, los proyectos históricos 
están en crisis, y no sabemos desenvolvernos en el ámbito modesto 
y gris del cada día. 

¿No experimentamos en estos momentos una llamada a 
redescubrir el ser; a reconciliarnos con la oscuridad del «cada día»; 
a no intentar ser superhombres o supermujeres, sino personas 
cercanas y fraternas, dispuestas a reconocer sus limitaciones y sus 
pobrezas, capaces de pedir ayuda y de dejarse completar y 
confrontar? 

—Nos pierde a veces también lo que podríamos llamar una 
«celulitis laboral»: nos sentimos mesiánicamente responsables de lo 
que consideramos «trabajos transformadores», pero a veces los 
llevamos a cabo de manera que nos deshumanizan y pierden su 
objetivo, que era el de conseguir un mundo más humano y más 
vivible. Nos acecha el peligro de que nuestra vida esté regido por 
nuestros quehaceres, y tenemos una tendencia malsana a 
identificarnos con lo que hacemos (¿no habrá algo que esto en la 
manera como a veces nos presentamos: «Me llamo... y TRABAJO 
en...)? 

¿No estaremos necesitando un cambio profundo en nuestro 
ritmos de vida para llegar a poner a las personas por encima de los 
proyectos, para volver a las relaciones esenciales, y que, poco a 
poco, los trabajos se redimensionen y sean expresión de la vida 
humana, de sus ritmos, necesidades y urgencias? 

Nos haría falta un noviciado que nos iniciara en el aprendizaje de 
la «compañía solidaria» de la gente; que nos esenñara a 
relacionarnos sencillamente con los otros, sin el tinte iluminista y de 
inconfesada superioridad de fases anteriores. Necesitamos corregir 
la idea, aún arraigada en algunos, de que la vida religiosa puede 
perder su carisma si se mezcla demasiado con grupos o personas 
que tienen alternativas de vida diferentes. En el fondo, lo único que 
haríamos con ello sería insertarnos en la tradición bíblica de un 
pueblo que, desde el exilio, aprendió a dialogar con los no judíos 
como condición necesaria para que su fe se universalizara. 

Una gracia del momento presente es que estamos siendo 
atraídos progresivamente a vivir la vida como una reciprocidad 
sagrada de dones; a no considerarnos los bienhechores que dan 
generosamente a los que no saben o no pueden o no tienen, sino a 
entrar en unas relaciones mutuas en las que vayamos sabiendo en 
qué consiste aquello que decía S. Agustín: «Con vosotros soy 
cristiano». 

Es totalmente distinto entrar en contacto con un grupo humano 
para ayudarlo a que crezca, aprenda o acoja el Evangelio desde 
nuestras pautas, que convivir con él escuchando y participando 
desde la propia diferencia. En el primer caso, el religioso/a controla 
las reglas del juego, es el experto, el paradigma y, aunque esté en 
la periferia, sigue viviendo en su mundo, juzga y propone desde sus 
propios parámetros. Nos cuesta salir del propio ámbito, aceptar 
otras reglas y que sean otros quienes tengan el control; pero, en 
realidad, sólo entonces nos hacemos capaces de «acoger el 
Evangelio que nos viene al encuentro, no hacerle sombra ni con 
nuestra cultura, ni con nuestro protagonismo, ni con nuestro miedo» 
(Pedro Casaldáliga). 

Y supone también una llamada a re-crear y re-fundar nuestra vida 
comunitaria, porque podemos llegar a manifestar cercanía y 
compasión hacia los pequeños de fuera y tener endurecidas las 
entrañas hacia los de dentro. La vida comunitaria es más que una 
«ventaja» para la vida apostólica, y tenemos mucho que crecer por 
ahí. Podríamos decir, en clave de humor, que si Rut y Noemí, a 
pesar de ser nuera y suegra, fueron capaces de entenderse tan 
bien, la con-vocación y con-vivencia comunitarias son posibles. 


3. Elías: descender más abajo

ELIAS/DESCENSO: En las narraciones que nos conservan el 
recuerdo de Elías (I Re 172 Re 2) aparece insistentemente el tema 
de los desplazamientos del profeta: se dirige al encuentro del rey (1 
Re 17, I ), pero inmediatamente Dios le dice que se marcha al otro 
lado del Jordán, y luego a Sarepta de Sidón (1 Re 17,3-10), a casa 
de la viuda. En el capítulo 18 lo vemos en lo alto del monte Carmelo 
desafiando a los sacerdotes de los baúles y bajando después, en 
una carrera triunfal delante del carro del rey, hasta llegar a Yezreel 
(1 Re 18). Pero enseguida lo encontramos huyendo hacia el 
desierto y adentrándose allí por miedo a las amenazas de Jezabel 
(1 Re 19,1-4). El camino que recorre Elías es el mismo que recorrió 
Moisés, pero en dirección inversa: su peregrinación al Horeb, «el 
monte de Dios», es un retorno a las fuentes del yahvismo, un 
intento desesperado de volver a hacer en nombre de su pueblo la 
experiencia de la Alianza. 

Pero el desierto es duro y amenazador, y Elías, que vive en él un 
momento de desesperación y agotamiento en el que se desea la 
muerte, recibe, junto con el pan, una palabra que le recuerda su 
debilidad: «el camino es demasiado largo para tus fuerzas» (1 Re 
195-7); y comer aquel alimento le permite reemprender la marcha 
durante cuarenta días con sus noches, hasta alcanzar 
penosamente la cima del Horeb. Allí tiene lugar un encuentro con el 
Señor, que ya no se comunica con su profeta en las claves que 
eran familiares para Elías (el fuego, el viento, la tormenta), sino en 
una brisa tenue como la que escucharon Eva y Adán en el jardín. 

A lo mejor, él habría deseado, como Pedro en el Tabor, quedarse 
allí; pero de nuevo recibe de Dios el reenvío hacia la misión 
profética, y un poco más allá le encontramos de nuevo 
enfrentándose con el rey a propósito de la viña y la vida 
arrebatadas a Nabot (1 Re 21). 

Una característica de todos los desplazamientos del profeta es lo 
que podríamos llamar el «movimiento descendente»: Elías, como 
expresa su nombre—«Mi Dios es YHWH>>, es el hombre del 
absoluto de Dios. Su existencia está tocada por la gloria y la 
presencia del Señor, subyugada por su mano, fascinada por su 
trascendencia. Y ese Dios, a quien únicamente quiere servir, lo va a 
ir conduciendo, desde la esfera del trato con el rey, al escenario 
ínfimo de la casa de una viuda pobre y, además, pagana; desde el 
triunfo de su desafío a los adoradores de Baal en el Carmelo y su 
éxito en hacer llover después de tres años, al contacto con sus 
propios límites en la soledad amenazadora del desierto; del paisaje 
grandioso de la cumbre del Sinaí y su maravillosa teofanía, al 
conflicto, al parecer minúsculo, del robo de unas viñas a un 
campesino de Samaria... 

Dios tiró de Elías hacia abajo, y él se dejó conducir, aunque, 
quizá como Jonás, realizara a regañadientes ese itinerario 
descendente. 

Un «kairós» de descenso 

Pienso qu el tema del descenso de la vida religiosa hacia el 
mundo de los pobres es algo irreversible. La inserción entre los 
pobres y marginados es, indudablemente, uno de los síntomas de 
una VR que mira hacia adelante y su signo profético más claro. Es 
verdad que, junto a eso, hay muchas voces que señalan con alarma 
la existencia de cierta instalación y atonía y ven la VR aprisionada 
en el ambiente acomodado-burgués al que mayoritariamente se 
está abriendo. 

De todos maneras, el punto de vista que voy a tomar para 
reflexionar sobre este descender más abajo que hemos visto en 
Elías, va a ser el de los aspectos de la vida religiosa que están hoy 
en situación descendente o, por decirlo con lenguaje más familiar, 
«en horas bajas»4, en momento de rupturas: 

—Durante siglos, la VR tuvo visibilidad social, fuerza de atracción 
y una gran capacidad de «significar» la experiencia cristiana para la 
Iglesia y para la sociedad. Podía ser reconocida e identificada como 
lugar referencial de sentido. Hoy, en cambio, su «rostro» no está lo 
suficientemente nítido, y su «figura» no es ni lo convincente ni lo 
significativa que podría esperarse después del esfuerzo de 
renovación posconciliar. 

—Tenemos una sensación de impasse, como si intuyésemos que 
el proceso de renovación de la VR habría dado de sí todo lo que 
era posible, y no por la limitación de las personas o por falta de 
espíritu, sino porque una determinada «figura histórica» de VR 
parece haber llegado a su fin. En palabras de C. Palacio: 

«La configuración actual de la VR es el resultado de un proceso 
histórico; por eso podemos hablar de una 'figura histórica'. Figura 
no es sólo el conjunto de elementos que configuran la visibilidad de 
una persona o de una institución, sino la unidad interna de los 
mismos, lo que les da sentido y armonía, lo que hace que ellos se 
vuelvan significativos. La figura de la VR traduce el espíritu de su 
proyecto de vida. Pero los elementos que la componen no son 
eternos, sino que llevan la huella del tiempo que los vio nacer y 
desarrollarse. Lo que es la VR no se agota en sus expresiones, 
pero es innegable que ella acaba por ser en sí misma aquello que 
se hace para nosotros. Cuando se trata de una experiencia 
encarnada, es difícil, si no imposible, separar el 'espíritu' del 
'cuerpo', las expresiones visibles de aquello que las anima y les da 
sentido. Es la grandeza y la miseria de toda 'figura histórica': 
cuando ella entra en crisis, arrastra consigo toda una manera de 
ver y de vivir la VR. Algo tiene que morir, sin que eso signifique 
condenar a muerte a la misma VR. 

Lo que le ocurre hoy a la VR en su conjunto es que una 
determinada 'figura histórica' parece haber llegado a su fin. La 
coherencia de esa figura reposaba sobre su capacidad de codificar 
una serie de elementos recibidos de la tradición y sedimentados a lo 
largo de la historia (p.ej., los votos o la vida comunitaria...), en la 
seguridad pedagógica y psicológica que transmitían las estructuras 
creadas para sustentar todo tipo de prácticas (espirituales, 
comunitarias, etc.) que alimentaban la experiencia y la transposición 
jurídica de esa experiencia teológico-espiritual, que acabaría por 
dar a la VR la sensación de haber alcanzado su expresión definitiva. 
Este conjunto articulado, coherente, armónico, encontró su 
expresión teórica y su justificación en la teología tradicional de la VR 
como 'estado de perfección'. 

Existen muchos indicios de que estamos viviendo un momento de 
ruptura con ese modelo. Es una ruptura que se transparenta en la 
creciente conciencia crítica con relación a la situación real de la VR 
(no de su idealización), en la búsqueda inquieta y polivalente de 
otras formas y en las tensiones generadas por ese conflicto de 
concepciones y opciones. 

Esta ruptura no significa abandono de la tradición; al contrario: 
los momentos creadores en la historia de la VR no se han hecho sin 
rupturas profundas. Y quizá sea éste uno de esos momentos criticos 
de la historia en los que la VR ha sido recreada en su totalidad»5. 

Constatar todo esto provoca en nosotros un sentimiento de 
desamparo, de incertidumbre y hasta de pesimismo. Como Elías, 
después de haber vivido momentos de fuerza y de esplendor en el 
Carmelo, hemos sido adentrados en la aridez del desierto y 
estamos, como él, sin tener claro el rumbo, sentados debajo de la 
retama sin ánimos de seguir adelante. Podríamos calificar esta 
situación de la VR como un «kairós de descenso», en el que 
estamos necesitando tocar fondo en esta conciencia de nuestra 
pobreza y de nuestros límites y, desde lo hondo, gritar al Señor. 

Y quizá recibamos entonces la visita del ángel, que nos trae ese 
pan que es la Palabra de Dios y que nos recuerda que tenemos una 
cita en el Horeb para vincularnos de nuevo con un Dios que nos 
espera, pero que nos sorprenderá siempre; que nos arrancará 
fuera de las cuevas y rincones en los que huimos de su presencia; 
un Dios que siempre estará más allá de donde solíamos colocarle y 
al que tendremos que aprender a reconocer en la «oscura noticia» 
de su libertad imprevisible. 


4. Jacob: entrar más adentro

JACOB/MAS-ADENTRO: Pero para adentrarnos en esa 
oscuridad necesitamos la compañía de un cuarto personaje bíblico, 
Jacob, el hombre que se adentra en la noche en un combate con el 
mismo Dios. Escuchemos el relato: 

«Aquella misma noche se levantó Jacob, tomó a sus dos mujeres 
con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboq. 
Les tomó y les hizo pasar el río e hizo pasar también todo lo que 
tenía. Y se quedó Jacob solo. 

Y alguien estuvo luchando con él hasta el amanecer. Pero, viendo 
que no le podía, le tocó en la articulación del fémur y se dislocó el 
fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: 'Suéltame, 
que ha amanecida'. Jacob le respondió: 'No te suelto hasta que me 
hayas bendecido'. Dijo el otro: '¿Cuál es tu nombre?' 'Jacob'. 'En 
adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte 
contra Dios, y a los hombres los podrás'. Jacob le preguntó: 'Dime, 
por favor, tu nombre' . '¿Para qué me preguntas mi nombre?' Y le 
bendijo allí mismo. 

Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues se dijo: 'He visto a Dios 
cara a cara y tengo la vida a salvo'. Al amanecer había pasado 
Penuel y cojeaba del muslo» (Gn 32,23-32). 

Estamos ante un texto misterioso y oscuro en el que encontramos 
palabras clave: solo, noche, lucha, amanecer, nombre, bendición. 

«Jacob se quedó solo»: todo lo que posee (mujeres, hijos, 
siervas, ganado), todo aquello que era el fruto de la bendición que 
había arran
cado con engaños a su padre ciego, lo ha dejado en la otra orilla. 
Y, lo mismo que Moisés cuando se dejaba envolver en la densidad 
de la nube para encontrarse con Dios, Jacob se adentra solo en la 
noche y comienza aquella lucha con el personaje misterioso que al 
principio no habla. La oscuridad se hace aún más terrible cuando 
no hay palabras y cuando no es posible identificar a través de ellas 
al agresor. 

Pero Jacob no se rinde; continúa luchando hasta que consigue 
entrar en diálogo con el desconocido y hacerle hablar. Antes del 
amanecer, las palabras pronunciadas son la primera luz proyectada 
sobre la escena. Al combate sucede un intercambio de palabras, y 
en ellas Jacob reconoce a alguien capaz de bendecirle y de darle 
un nombre nuevo. 

Luchando en medio de la noche 

Como a Jacob, nos han tocado tiempos oscuros (¿hubo otros que 
no lo fueran?); tiempos en que las cosas «no están claras» y nos 
sentimos rodeados de muchas sombras que entenebrecen nuestra 
vida. Eberhard Jüngel, comentando este textos, dice que es una 
historia para personas «agredidas» y «asaltadas», una 
«bienaventuranza» veterotestamentaria que declara dichoso a 
alguien que no está maravillosamente protegido, sino atrozmente 
maltratado por potencias oscuras y que, a pesar de estar medio 
paralizado, no abandona el combate hasta que le es concedido 
reconocer el rostro de Dios más allá del poderÍo de las tinieblas, 
precisamente en el momento en que amanecía. 

Pienso que, en momentos oscuros, nuestra tentación puede ser 
la de huir hacia la trivialidad, escapar hacia la superficie para 
quedar fuera del alcance de un Dios que nos invita a luchar con él 
en medio de la noche. Preferimos vivir entretenidos, atareados, 
enredados en nuestros pequeños problemas, transfugados hacia 
zonas de alta seguridad donde no nos alcance el dolor de los otros, 
la gravedad del misterio de Dios, el recuerdo peligroso del 
Evangelio. 

«La atención está vinculada al deseo. No a la voluntad, sino al 
deseo. O, más exactamente, al consentimiento», decía Simone 
Weil7; pero, si nuestra atención está tibia y adormecida, dispersa en 
mil preocupaciones banales que nos absorben, podemos pasar los 
días vagamente distraídos, vegetando entre la indiferencia y la 
rutina. Ser religioso/a se convierte entonces en una apacible 
manera de pasar la vida, en una instalada incoherencia entre lo que 
afirmamos y lo que experimentamos realmente8. 

Juan de la Cruz, experto en noches, habla de las «menudencias 
que nos reparten la voluntad»9, del «hilo delgado que tiene asido al 
pájaro»10, del Dios que «no consiente a otra cosa morar consigo 
en uno»11; y en la sinceridad de nuestra conciencia sabemos 
cuánto nos aferramos a mil ajetreos que nos distraen, a las prisas 
que nos anestesian, a ocultas adquisiciones que nos satisfacen, a 
pequeñas seguridades que nos tranquilizan. 

Pero Dios puede ser un adversario peligroso, un luchador terco e 
incansable, decidido a perseguirnos hasta darnos alcance. Acecha 
por las cerraduras de nuestras puertas, se asoma por nuestras 
celosías, nos asalta en las encrucijadas de nuestros caminos, se 
empeña, una y otra vez, en arrancarnos de la distracción de 
nuestros pequeños jardines y llevarnos al desierto para hablarnos 
al corazón. 

Y en esta conducción Dios tiene «aliados»: el emigrante sin 
papeles, el chaval apaleado en la cárcel, los niños y jóvenes con el 
futuro cerrado, aquella dominicana explotada, la familia del 
adolescente enganchado, la gente sobre la que recae un exceso de 
sufrimiento... Y también la urgencia sentida de luchar por el 0,7% o 
de pertenecer a alguna plataforma de contacto con el Sur, o de 
ponernos a discurrir cómo implicar en esa dirección a la gente con 
la que trabajamos. A través de todo eso se nos acerca el Dios que 
habita misteriosamente esas ausencias de donde pueden brotar la 
blasfemia o la invocación. 

Por eso tenemos que preguntarnos por dónde nos movemos, a 
quiénes tratamos, a quiénes sentamos a la mesa de nuestro tiempo, 
qué leemos...; porque hay relaciones, trabajos, lugares y lecturas 
que nos mantienen en la intrascendencia, y otros que nos empujan 
hacia las orillas del Yabbok, que nos adentran en el terreno de las 
situaciones límite, allí donde se plantean las preguntas 
fundamentales, las preguntas por la vida, la muerte, la felicidad, lo 
humano, lo bueno... Allí donde quedamos expuestos al alto riesgo 
de que Dios nos dé alcance para combatir con nosotros. 

No será una experiencia nueva. Cada uno de nosotros, como 
Jacob, guardamos una historia secreta de seducción, una 
experiencia fundante de vinculación a Alguien que «nos atañe 
incondicionalmente» y que tiene una pretensión de totalidad sobre 
nosotros. Podemos empeñarnos en olvidar esa presencia que nos 
amenaza como un río desbordado o como un fuego; pero estamos 
marcados para siempre por la atracción obstinada de un amor que 
quiere sumergirnos e incendiarnos. Es nuestra circulación 
dislocada, la cicatriz de una herida que nos ha dejado señalados 
para siempre. 

Estamos a tiempo de atravesar el río y de disponernos a la lucha. 
A tiempo de enderezar toda nuestra atención, toda la intensidad de 
nuestra mirada y de nuestra escucha, toda la avidez de nuestras 
manos tendidas hacia esa presencia que a veces no 
experimentamos más que como una ausencia ardiente12. 

Tenemos que aprender a exponernos al peligro de un encuentro 
en medio de la noche y a permanecer en ella suplicando a Aquel 
que combate con nosotros que nos bendiga y nos revele su 
nombre. 

Quizá cuando amanezca, y aunque caminemos cojeando, 
habremos recibido de él un nombre nuevo. 

Dolores ALEIXANDRE
SAL-TERRAE/94/06 Págs. 431-447


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1. Cf. A. DEMOUSTIER, «La vie religieuse: une parabole de son histoire»: 
Christus 138 (Abril 1988)135-148. 
3. Labor delicadísima consistente, como su mismo nombre indica, en tirar 
de algunos hilos del tejido de manera que queden cuadritos formando un 
dibujo y bordando encima. Prmclpiantes abstenerse. (Para profundizar en 
el tema, cf. Enciclopedia de las Labores, Madrid 1990, p. 89). 
4. Sigo aquí la reflexión de Carlos PALACIO en «El sacrificio de Isaac. Una 
parábola de la VR»: CL4R XXI/3 (Marzo 1993) 16-27. 
5. C. PALACIO, o.c., pp. 19-20.
6. «La lutte avec Dieu. Au gué du Yabbok, Gen 32,23-32»: Christus 138 
(Abril 1988) 243-253. 
7. Simone WEIL, La Pessanteur et la grace, Presses Pocket, p. 134.
8. Nos quejamos con frecuencia de lo difícil que nos resulta rezar, pero 
tendríamos que preguntarnos si no estaremos infectados del virus 
ambiental del horror al silencio. Porque, a lo mejor, lo que nos ocurre es 
que el espacio en el que tenía que resonar la voz del «dulce huésped del 
alma» está previamente ocupado por las voces de José Mª. García o de 
Luis del Olmo... 
9. Subida, Libro I, cap. 10,1. 
10. Subida, Libro I, cap. 11,4. 
11. Subida, Libro 1, cap. 5,8. 
12. La kavaná de la tradición judía no es más que ese enderezamiento, esa 
orientación de todo el ser hacia Dios, el acto que recoge todas las faenas 
dispersas del yo. «La religión nace del fuego, de una llama que consume 
las escorias de la mente y del alma, pero corre el riesgo de vivirse al 
margen del fuego. 'El Señor habló a Moisés: Esto es lo que ha de dar 
cada uno: medio siclo en siclos del santuario' (Ex 30,13). Rabí Meir decía: 
'El Señor mostró a Moisés una moneda de fuego y le dijo: esto es lo que 
pagaréis» (Citado por A. HESCHEL, God in Search of Man, New York 
1955, p. 341). 
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