LA MUJER EN LA IGLESIA
Situación de la mujer en el movimiento de Jesús (29).
Se denomina así el grupo formado por Jesús y sus discípulos, que continúa en Palestina,
una vez muerto éste, hasta la primera guerra contra Roma en el 70. Las características de
este grupo, y el mensaje sobre el reino de Dios que proclama Jesús, hacen comprensible la
importancia y la participación de las mujeres en él.
El movimiento de Jesús, sociológicamente, se puede definir como un grupo de renovación,
intra-judío, que cuestionaba las instituciones centrales del sistema socio-religioso, la ley y el
templo, y su pretensión de ser las mediaciones principales de acceso a Dios, a diferencia de
otros movimientos del tiempo, como el de los esenios de Qumrán, restringido a una elite de
puros, apartados del resto. Era un movimiento inclusivo: en él tenían cabida todos, y sobre
todo los que el sistema socio-religioso, centrado en la ley y el templo, excluía
considerándolos «pecadores» (publicanos, mujeres, «leprosos»...), sancionando así,
religiosamente, su exclusión social(30). En el movimiento de Jesús todos pueden acceder a
Dios, y son los más discriminados los que experimentan con mayor
profundidad esta liberación gozosa y dignificante.
Las mujeres viven esta acogida y reconocimiento en cuanto mujeres, puesto que el
anuncio del reino de Dios que trae Jesús incluye la superación de las estructuras y las
relaciones patriarcales que la subordinaban despersonalizándola al tratarla como un objeto
o como un ser permanentemente menor de edad, valorada tan sólo como madre o esposa,
y reducidas sus funciones a las del hogar. Jesús valora a la mujer, por encima de todo,
como persona, y jamás restringe su misión a la tarea del hogar y a la maternidad. En el
movimiento de Jesús se establece una nueva forma de relación y vinculación entre hombre
y mujer, ya sea como pareja, o como miembros de una comunidad.
Desde esta perspectiva hay que entender la prohibición del divorcio (Mc 10,11; Mt 5,32;
19,9; Lc 16,18), o la discusión con los saduceos sobre a quién pertenecería, después de la
resurrección, la mujer tomada por siete maridos en cumplimiento de la ley del levirato (Mc
12,18-27). La misma formulación de las dos preguntas está indicando la mentalidad
patriarcal de quienes las hacen. Jesús cambia, por completo, la clave interpretativa. En el
caso del divorcio, Jesús denuncia una ley injusta que menospreciaba a la mujer, pero no da
una nueva. El varón que abandona a una mujer y se casa con otra no peca porque ofenda
al propietario de esta última, sino por su injusticia al tratar a la primera como un objeto. De
la misma forma habría que entender la discusión con los saduceos. Jesús denuncia la
institución patriarcal del levirato que usaba a la mujer y el matrimonio para garantizar las
posesiones. La mujer, una vez más, era un objeto que se tomaba o dejaba a conveniencia.
La alusión a la condición angélica en la respuesta de Jesús, más que a-sexualidad o
ausencia de diferenciación sexual en el mundo de Dios, como ha solido interpretarse,
parece indicar que, en el ser escatológico, el matrimonio patriarcal y las relaciones creadas
por él, cuya función es conservar una estructura económica y religiosa del mismo tipo, no
existirá(31). Jesús introduce una novedad al proponer unas relaciones personales y
recíprocas entre varón y mujer, que nacen de que son iguales como personas y ante Dios.
Pero, además, en el movimiento de Jesús se crean unas relaciones y unas formas de
vinculación entre sus miembros, varones y mujeres, que constituyen una alternativa crítica
a las de la sociedad del momento. Todos ellos, también las mujeres (Mt 12,36-50), forman
una hermandad de iguales donde las relaciones patriarcales no tienen cabida, donde no
existen los padres. En /Mc/10/29-30, cuando Jesús enumera lo que se deja por el reino, y
lo que se recibe a cambio, entre lo primero aparecen los padres, pero no están entre
aquello que se recibe: «Jesús respondió: Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa,
hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y el evangelio quedará sin
recibir el ciento por uno: ahora, al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos,
hacienda con persecuciones; y en el tiempo venidero, vida eterna».
Esta fraternidad es posible porque Dios es el único Padre, lo que constituye una crítica
radical a todas las estructuras de dominación patriarcal, y a la pretensión de cualquiera de
arrogarse su autoridad. Este poder sólo pertenece a Dios, y ninguno de los «hermanos»
puede reclamar el derecho de ejercerlo. Esto supone una crítica fortísima y radical a la
estructura posterior de la Iglesia, donde abundan los «padres». El apelativo no carece de
importancia, porque está reflejando la realidad de una Iglesia donde las relaciones
patriarcales criticadas por Jesús se han vuelto a instaurar, donde los laicos y las mujeres
son minusvalorados e infantilizados, y donde algunos hermanos varones se han arrogado la
autoridad del Padre.
Esta visión crítica alternativa de Jesús pertenece al núcleo de su mensaje sobre el reino,
en el que se invierten los valores hegemónicos (Mc 10,42-45; Mt 20,26-27; Mc 9,35-37; Lc
9,48).
MUJER/SEGUIMIENTO: En los evangelios existen testimonios decisivos del seguimiento
y la participación de las mujeres en el movimiento de Jesús. Se menciona explícitamente un
grupo de mujeres en los relatos de la pasión, cuyos nombres se mantienen estables, sobre
todo el de María Magdalena(33), que se adivina muy importante en él. Son definidas como
discípulas, pues se utilizan los verbos típicos del discipulado: seguir y servir (akolouthein,
diakonein). Ellas han seguido a Jesús desde el principio, desde Galilea (Mc 15,41; Mt
27,55), algo que confirma Lc 8,1-3 desde otras fuentes. Por tanto podemos deducir que han
acompañado a Jesús en su predicación del reino, aceptando su misma vida desinstalada,
asistiendo a su enseñanza, a sus curaciones, y no le abandonan cuando está en la cruz.
Ellas son testigos de su crucifixión cuando los discípulos varones han huido. Testigos de su
sepultura (Mc 15,47 y par), son las primeras en descubrir el sepulcro vacío y en recibir el
anuncio pascual (Mc 16,1-8 y par). María Magdalena es la primera receptora de una
aparición del Resucitado (Jn 20,14-18; Mt 28,9-10). Aun sin ser mencionadas
explícitamente, algo propio del lenguaje inclusivo, estas mujeres están presentes en el
grupo de discípulos reunidos a los que el Resucitado confía la misión y entrega el Espíritu
(Lc 24,36ss; Hch 1,14; 2,1-21; Jn 20,19-22).
El protagonismo de estas mujeres no puede ser desechado como inventado,
porque está atestado múltiples veces, y porque está en discontinuidad tanto con lo habitual
en el judaísmo, como en la Iglesia posterior. Es decir, que cumple los criterios de la crítica
histórica. Aunque, ciertamente, la restricción del protagonismo de las mujeres en el origen
comenzó pronto, favoreciéndose por el contrario el de los apóstoles, jamás se justifica en
las palabras de Jesús. Si bien el proceso se puede detectar ya en los evangelios(34), pues
están redactados en una época en que la patriarcalización estaba ya en marcha, no se
puede hallar nunca en boca de Jesús un dicho o palabra que minusvalore o justifique la
subordinación de la mujer. El comportamiento patriarcal de la Iglesia posterior para con la
mujer no pudo basarse ni en Jesús ni en su actitud.
El protagonismo de la mujer se mantuvo en el movimiento misionero primitivo. Se
entiende por ello, el momento en el que el cristianismo comienza a extenderse más allá de
Palestina, ya antes de Pablo. La fórmula bautismal de Gál 3,28: «Ya no hay judío ni griego,
esclavo ni libre, hombre y mujer...», proclamaba la autocomprensión de este movimiento y
su conciencia de ruptura con lo anterior, a la vez que explica las relaciones y
comportamientos alternativos que se daban en su seno.
En este momento, las mujeres aparecen activas, participando codo con codo, al mismo
nivel de los varones, ejerciendo funciones misioneras, de enseñanza, de liderazgo de las
comunidades. A pesar de la selección androcéntrica, han quedado bastantes datos de este
protagonismo en las cartas de Pablo. En ellas se nos transmite el nombre de algunas de
aquellas mujeres que, una vez convertidas al cristianismo (Hch 17,4), fundaron y
sostuvieron Iglesias en sus casas(37): así Ninfa de Laodicea (Col 4,15); Apia que, junto a
Filemón y Arquipo, dirige otra iglesia en Colosas (Flm 1,2); Lidia en Filipos (Hch 16,15).
Pablo menciona a Febe, a quien llama «diácono» y «patrona» o «presidente» de la
iglesia de Cencreas (Rom 16,15). Los prejuicios androcéntricos de los intérpretes han
intentado rebajar la importancia de tales títulos, pero la raíz del término prostatis
(presidente) la utiliza Pablo cuando se refiere a las tareas de los que gobiernan la
comunidad (1 Tes 5,12; 1 Tim 3,4; 5,17). En cuanto al título de diácono, que en época de
Pablo implicaba el oficio eclesial de misionar y enseñar, no puede interpretarse, como suele
hacerse, a la luz de la función posterior y subordinada de las diaconisas, reducida ya a la
tarea de atender a los enfermos y de ayudar a las mujeres a desvestirse en el bautismo. De
María, Trifena, Trifosa y Pérside dice que «han trabajado mucho en el Señor», utilizando el
mismo verbo griego (kopiao) que usa para definir su trabajo pastoral o el de sus
colaboradores (Rom 16,6-12).
Además hay que hacer notar que Pablo menciona muchos matrimonios misioneros que
colaboraban con él o ya estaban en la misión a su llegada. Este último caso es el de Prisca
y Aquila, constructores de tiendas como él. Aparecen en Roma, Efeso y Corinto, donde
fundaron varias Iglesias, además de instruir a Apolo. De las siete veces que son
nombrados, en cuatro Prisca aparece en primer lugar, lo que denota que era importante y
conocida (1 Cor 16,19; Rom 16,3-5; 2 Tim 4,19; Hch 18,1-3.18-26). Están también Filólogo
y Julia, Nereo y su «hermana», probablemente matrimonio. Asimismo, Cefas y otros
misionaban acompañados de sus esposas (1 Cor 9,5). Por último menciona a Andrónico y a
Junias, quien comparte con su esposo el título de «apóstol», y a quien los intérpretes
androcéntricos convirtieron pronto en varón (Rom 16,7).
Se puede concluir que en este momento las mujeres trabajan y colaboran, en igualdad
con los varones, en todos los ámbitos y ministerios eclesiales. Ellas estaban antes de llegar
Pablo, y éste las respeta, a la vez que reconoce y admira su labor.
Podemos preguntarnos cuándo comenzó, entonces, el proceso de patriarcalización, si lo
hizo con Pablo, y cuál fue la actitud del apóstol.
La preocupación central de Pablo, desde donde abordaba todo lo demás, era la
expansión del cristianismo. Desde ahí es desde donde se debe entender su ambigüedad
respecto a la posición de la mujer o a las relaciones con el entorno social. El problema
surgiría en el desarrollo y utilización posterior de su doctrina, que llegó a dar la vuelta a lo
que Pablo dijo.
En su primera carta a los Corintios aborda dos temas en los que se manifiesta esta
ambigüedad: la relación entre los sexos, y el papel de la mujer en la comunidad. En el
primer caso, frente a posiciones radicales nacidas de un entusiasmo extremo plasmado en
la ruptura de las convenciones sociales, que defendían bien el ascetismo, bien la
promiscuidad sexual (5,1-8; 6,12-20; 7; 11,2-16), Pablo defiende tanto el celibato como el
matrimonio.
Pablo defiende el celibato por razones de eficacia misionera (1 Cor 7,7.32-34), aunque
no puede dejar de advertirse cierta contradicción con la realidad, a la que él mismo alude:
la de los matrimonios misioneros dedicados a la extensión del evangelio. Pero, por otra
parte, el celibato, en aquel contexto, subvertía el orden del imperio que había legislado la
obligatoriedad del matrimonio a fin de fortalecer el sistema patriarcal. Así, pues, no parece
que en las palabras de Pablo se refleje un desprecio por la relación sexual, sino una
propuesta alternativa a las relaciones patriarcales.
De hecho, Pablo no desprecia el matrimonio, y también propone en la forma de vivirlo
una alternativa liberadora al sistema patriarcal vigente. Pablo defiende el matrimonio de las
posturas ascéticas que comenzaban a surgir (1 Cor 7,5), y lo concibe como una relación de
reciprocidad e igualdad entre varón y mujer, con lo que recoge las tradiciones de Jesús (1
Cor 7,3-5.10-11.12-14.16).
PABLO/MUJER: Pero cuando Pablo alude a Gál 3,28, tanto en 1 Cor 7, como en 1 Cor
12,13 o Col 3,9-11, evita mencionar la superación de las diferencias varón-mujer que se
anunciaban allí, porque se da cuenta de las consecuencias problemáticas, de cara a la
sociedad, que comienzan a surgir como resultado de haberlo tomado en serio y puesto en
práctica. Uno de estos problemas es el que se manifiesta en el culto (1 Cor 11,2-16). Las
mujeres profetizan como dirigentes en el culto (1 Cor 11,5), y lo hacen con el pelo suelto,
expresando así su conciencia de esa libertad e igualdad que les daba la fe en Jesucristo.
Esto parece que escandalizaba a algunos no cristianos que visitaban de vez en cuando la
comunidad (1 Cor 14,23). Pablo no les pide que dejen de orar o profetizar, sino que lo
hagan cubiertas, que no rompan aquellas convenciones sociales, como lo habían hecho
hasta entonces. Su argumento, un tanto confuso, se apoya en Gn 2-3, con una exégesis
tan forzada que él mismo se da cuenta de la debilidad de su argumento (1 Cor 11,16). De
hecho, le era imposible apoyarse en palabras de Jesús para ello. La orden: «las mujeres
que se callen en las asambleas...» pertenece, más bien, a otra mano. Un análisis literario
de 14, 33b-35 muestra signos de que se trata de una interpolación posterior sin coherencia
con su contexto y en contradicción con el papel que Pablo reconoce a la mujer
Pablo pone por encima de todo la construcción de la comunidad y la expansión del
cristianismo. Reconoce la igualdad entre varón y mujer y las funciones dirigentes de las
mujeres, pero exige prudencia táctica ante los que no son cristianos. Inflexible en cuanto a
ceder un ápice en la no distinción entre judío-gentil, pide, sin embargo, a las mujeres que
transijan y se sometan a ciertas normas patriarcales para no escandalizar a aquellos que se
acercaban al cristianismo 39.
Esta posición se desarrollaría poco después en un sentido menos ambiguo y más
patriarcal por la tradición que reclama el nombre de Pablo, y en la que es necesario
distinguir dos momentos: la tradición postpaulina y la tradición deuteropaulina.
La tradición postpaulina está compuesta por escritos procedentes del círculo de sus
discípulos, pero no del mismo Pablo. Son las cartas a Col, Ef, 1P, y en ellas se encuentran
los llamados «códigos domésticos», donde se propone la sumisión al «paterfamilias» por
parte de la mujer, los hijos y los esclavos: «Mujeres, sed sumisas a vuestros
maridos...Hijos, obedeced...Esclavos, obedeced...» (Col 3,18-4,1; Ef 5,21-6,9; 1 P
2,18-3,7). La reciprocidad que proponen se vuelve inocua ante la fuerza de la creciente
legitimación teológica de la obligación de sumisión de mujeres, hijos y esclavos; así se
pone en parangón la relación varón/mujer, con la de Cristo/Iglesia, para llegar a pedir la
sumisión de la mujer al marido «como al Señor» (Ef 5,22).
El contexto en el que deben ser entendidos es la tradición griega sobre la buena
administración de la casa (oikonomia), que reflejaba y legitimaba la realidad social
jerárquica de la casa patriarcal, centrada en la figura del oikodespotes o «paterfamilias». La
casa patriarcal era el núcleo del Estado, por eso la relación del cristianismo frente a éste se
decidía en su actitud respecto a aquélla.
La intención de los códigos es evitar las críticas que se le podían hacer al cristianismo de
subvertir el Estado, de no respetar las instituciones proponiendo costumbres extrañas. En 1
e se pide a las mujeres que sean sumisas a sus maridos (3,5-6), a los esclavos con sus
amos (2,18-20); y a todos que sean respetuosos con las instituciones y se sometan a las
autoridades (2,13). Deben aceptar el orden patriarcal para evitar críticas y acusaciones de
los no cristianos, y así éstos lleguen a alabar a Dios (2,11-12).
Sin embargo, es necesario recordar que, a la vez que se escribía Colosenses, se
redactaba el evangelio de Marcos, con su recuerdo constante de los valores centrales del
mensaje de Jesús, contrarios y superadores del patriarcado, y el recuerdo del protagonismo
de las mujeres.
La tradición deuteropaulina. Con este nombre se designa a aquellos escritos que
reclaman la autoridad de Pablo, pero que reflejan una situación eclesial muy posterior,
donde el proceso de institucionalización eclesial y de patriarcalización estaba muy
avanzado. Son las llamadas Cartas Pastorales (1 Tim; 2 Tim; Tit). Si en las anteriores se
pedía respeto para el orden de la casa patriarcal, justificándolo, en estos últimos escritos se
toma la casa patriarcal como modelo autocomprensivo y organizativo de la Iglesia. La
Iglesia pasa a llamarse «casa de Dios», y el obispo ha de ser elegido entre aquellos
«paterfamilias» que han demostrado que saben dirigir su casa como conviene (1 Tim 3,2- 7;
Tit 1,7-9).
En la Pastorales ya no se dan recomendaciones sobre el comportamiento que el
«paterfamilias» debe tener con su mujer, sus hijos o esclavos. La mujer sigue perdiendo la
relevancia que tenía, y se la somete a ese orden patriarcal. Aunque estas cartas son
escritas en nombre de Pablo, dos son los temas referidos a las mujeres y su papel en la
comunidad que contradicen lo que aquél había dicho al respecto.
«La mujer escuche la instrucción en silencio, con plena sumisión. No consiento que la
mujer enseñe, ni domine al marido, sino que ha de estar en silencio» (/1Tm/02/11-12). La
justificación de esta orden se apoya en una exégesis patriarcal de Gn 2-3: «Pues primero
fue formado Adán, y luego Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que,
seducida, incurrió en transgresión» (1 Tim 2,13-14). No se puede hacer aquí la
comparación con Pablo, pero éste jamás vio a la mujer como tentadora, ni como
responsable del pecado. Véase Rom 5,12-14. Pablo no pide que la mujer se calle, o
escuche la instrucción en silencio. 1 Cor 11,33b-35: «..las mujeres guarden silencio... no les
está permitido hablar. Si quieren aprender algo, pregunten a sus maridos..» se entiende
ahora mucho más claramente como una interpolación en una carta de Pablo realizada por
la misma corriente que escribió las Pastorales, con cuyo pensamiento presenta más
afinidades. La finalidad restrictiva sobre el protagonismo de la mujer es clara.
El segundo tema que choca con lo que decía Pablo es la reducción de la función de la
mujer a la maternidad y el cuidado del hogar. «Se salvará, sin embargo, por su condición de
madre» (1 Tim 2,15). En 2 Tim 2,3-5 se dice que las ancianas deben enseñar a las jóvenes
a «amar a sus maridos y a sus hijos, a ser reservadas, honestas, mujeres de su casa,
buenas y sumisas a sus maridos». El proceso de aceptación del orden patriarcal está
avanzado, y el protagonismo de la mujer aparece en retroceso, siendo recluida, cada vez
más, en el hogar y en las tareas de madre y esposa. La alternativa propuesta por Jesús y
su mensaje se ha ido diluyendo hasta casi disolverse.
Sin embargo, todo esto no se produjo sin un movimiento de resistencia al proceso de
patriarcalización. Hay rastros de ello en las mismas Cartas Pastorales, en los escritos de
los llamados «heresiólogos», y en los escritos apócrifos o extracanónicos, aquellos que no
entraron en el canon y que sin embargo conservan datos muy interesantes para conocer el
proceso al que estamos aludiendo.
Ya en las Pastorales (I Tim 5,2-16; Tit 2,3-5) se plantea el problema de las «viudas», que
parecen ser un grupo de mujeres, viudas auténticas o vírgenes, que tenían un cierto
reconocimiento y protagonismo eclesial. Se puede ver que se trata de controlar su número,
al mandar que se casen las jóvenes; y sus actividades, al pedirles que enseñen a las
jóvenes, no «cuentos de viejas», sino a ser buenas esposas sumisas, y madres.
Por escritos extracanónicos como los Hechos apócrifos de los apóstoles, se puede
ver que la resistencia de las mujeres a perder protagonismo fue fuerte, sobre todo en Asia
Menor. Las mujeres, cuando a las casadas se las sometió al marido, optaron por
permanecer célibes, lo que les daba una mayor posibilidad de participación eclesial. A esa
luz hay que entender la llamada a una vida continente, a la renuncia del matrimonio, hecha
por y para mujeres, que se ve en muchos de estos escritos (Hechos de Pablo y Tecla;
Hechos de Felipe...). Sin embargo, muy pronto también estos grupos de mujeres célibes
fueron controlados por varones.
Algunos grupos que quedaron al margen de la gran corriente de la Iglesia mantuvieron
una praxis más radical respecto a la participación de la mujer, aunque su doctrina sobre la
creación y sobre el principio femenino fueran negativas. Por los escritos de Tertuliano,
Ireneo, Epifanio o Cipriano, sabemos de la existencia de algunos de ellos dirigidos por
mujeres, en los que éstas bautizaban, enseñaban, misionaban, eran obispos, o celebraban
la eucaristía(42).
Así como las Pastorales reclamaban la autoridad de Pablo para apoyar y legitimar una
doctrina y una praxis patriarcal, bastante distinta de las ideas de Pablo, y de la praxis de
Jesús, también algunos de estos grupos la reclamaban para apoyar su propia praxis, por
ejemplo Los Hechos de Pablo y Tecla. Otros grupos reclamaban, a su vez, la autoridad
de varios discípulos y discípulas de primera hora, en los que basaban su origen o su
doctrina: Tomás, Salomé, Felipe, María Magdalena
En textos como Evangelio de Tomás, Evangelio de Felipe, Pistis Sofía o Evangelio
de María (s. II-IV), por citar sólo unos pocos, se encuentran vestigios de la confrontación
entre diversos sectores de la Iglesia. Estos grupos están personificados en un discípulo o
discípula de primera hora. Sus diálogos denotan los problemas que les enfrentaban, y uno
de ellos era, sin duda, el papel de la mujer.
En el Evangelio de Tomás (s. II), Pedro llega a decir de María Magdalena: «Señor, que
María salga de entre nosotros, porque las mujeres no merecen la vida (114)» 44. En el
Evangelio de María (s. II), Cristo resucitado acaba de desaparecer dejando a los
discípulos desconsolados. María Magdalena les consuela y, a petición de Pedro, les
descubre la revelación que Jesús le dijo sólo a ella. Cuando acaba, Andrés dice: «Yo no
creo que el Salvador pudo decir esas cosas». Pedro, a su vez, dice: «¿Es que el Salvador
ha podido hablar con una mujer sin saberlo nosotros? ¿Es que tenemos que escucharla
como si fuera preferida a nosotros?». Leví responde: «Pedro, observo que eres colérico,
tratas a las mujeres como si fueran el enemigo. Si el Señor la ha hecho digna, ¿quién eres
tú para rechazarla? Ciertamente el Señor la conoce bien. Por eso la ama más que a
nosotros...» (15- 18).
Parece evidente que un sector de la Iglesia reclamaba la autoridad de Pedro y pedía la
salida de la mujer del círculo de decisión; sin embargo, otro sector defendía el
protagonismo de la mujer como un rasgo del auténtico seguimiento de Jesús.
Con esta reconstrucción no se trata de acudir a un fundamentalismo estéril, de repetir
miméticamente comportamientos, sino de comprender las causas de los procesos históricos
y de recobrar las oportunidades perdidas y las realidades alternativas sofocadas en espera
de momentos más propicios. Se trata de recobrar la historia, para poder proyectar un futuro
mejor, comenzando por construir el presente con las lecciones aprendidas del pasado. Si el
protagonismo de la mujer y su colaboración codo a codo con el varón en los comienzos del
cristianismo es una de esas posibilidades sofocadas, uno de los tributos pagados en aquel
momento para que el cristianismo se pudiera expandir sin consumirse en un grupúsculo
cerrado, es hora ya de avivarla y recuperarla, máxime cuando los signos de los tiempos lo
están urgiendo.
El peligro de este tercer modo de acercamiento a la Escritura puede ser que, al descubrir
el profundo enraizamiento del patriarcado y el androcentrismo de grandes porciones del
material bíblico, y al constatar que la Iglesia ha enfatizado, muchas veces, éste y otros
matices opresivos para la mujer, la Biblia llegue a aparecer como inútil. El esfuerzo de las
mujeres por la liberación frente al patriarcado aparece como una contracorriente pequeña, y
surge de nuevo el problema del criterio de lo que es autoritativo. ¿En base a qué puede
considerarse esta contracorriente, esta historia silenciada como autoritativa para juzgar al
resto del material y sus interpretaciones más usuales? La respuesta parece estar en la
encarnación misma y en sus consecuencias. Surge de tomarse en serio la constitución
histórica de la creación y del hombre, que va descubriendo progresivamente, y en su
caminar, que es lo más que se adecúa a la intención salvífica de Dios.
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29 Se puede consultar para este apartado: E. S. Fiorenza, En memoria de ella. Una reconstrucción histórica
feminista de los orígenes del cristianismo. DDB, Bilbao 1988; Id., La presencia de la mujer en el primitivo
movimiento cristiano: Concilium 111 (1976) 9-25, R. Aguirre, La mujer en el cristianismo primitivo: Iglesia Viva
126 (1986) 513-545.
30 La misma disposición arquitectónica del templo evidenciaba las diferencias de la sociedad judía, sus
exclusiones y las diversas discriminaciones. Estaba construido mediante una serie de patios cualificados como
más o menos santos según su cercanía al lugar más sagrado y nuclear: el Santo de los Santos, donde residía la
gloria de Yahvé. Así, los gentiles sólo podían acceder al más exterior (atrio de los gentiles, donde se hallaba el
pórtico de Salomón); le seguía el atrio de las mujeres que como su nombre indica, era donde permanecían las
mujeres judías; los hombres de Israel podían acceder al atrio de los hijos de Israel, más cercano al Santo de los
Santos, desde donde asistían a los sacrificios y ofrenda del incienso. Los sacerdotes tenían su lugar propio en el
Santo, y era sólo el Sumo Sacerdote el que, una vez al año, entraba al Santo de los Santos para ofrecer
incienso. Se sancionaba religiosamente la triple segregación: judíos / paganos, hombres / mujeres, sacerdotes /
laicos. También la ley, signo como el templo de la pertenencia del pueblo de Israel a Yahvé, contribuía a esta
segregación de la mujer: ella no podía acceder a la circuncisión, que había llegado a ser considerada como la
señal de pertenencia al pueblo de Yahvé. Las leyes de pureza regulaban su vida de tal forma que hacían, en la
práctica, imposible su acceso a Dios y a lo sagrado. Leyes por las que también muchos otros eran excluidos de
este acceso a Dios.
31 E. S. Fiorenza, En memoria de ella, 192.
33 Sobre la figura de María Magdalena, se pueden consultar dos monografías, que tienen en cuenta también
el resto de las mujeres discípulas: C. Bernabé, María Magdalena en el Cristianismo Primitivo. Se trata de una
tesis doctoral defendida en 1991, y que próximamente será publicada por Verbo Divino, Institución san Jerónimo.
También C. Ricci, María di Magdala e le molte oltre Donne sul cammino di Gesù, M. D Auria Editore, Nápoles
1991. Esta obra se centra sobre todo en el pasaje de Lc 8,1-3.
34 Así en Lc 8,1-3 se dice del grupo de mujeres que «seguían a Jesús sirviéndole con sus bienes», por su
utilización característica del verbo servir, y la adición del término con «sus bienes» (uparchontos), reduce el
alcance que tenía este verbo en Mc y Mt. y las define como las matronas helenísticas de su comunidad. Lc 14,26
introduce a la mujer entre aquello a lo que hay que renunciar para seguir a Jesús, con lo que parece que el grupo
que le sigue está compuesto de varones solos. En Lc 24,1s, cuando las mujeres van a contar a los apóstoles
(24,11), utilizando un término restrictivo, el hallazgo del sepulcro vacío y el anuncio hecho por el ángel, no son
creídas «porque les parecían tonterías...». En fin,los ejemplos se podrían multiplicar y extender al resto de los
evangelistas. Lucas es el evangelista que muestra un mayor grado de patriarcalización. Esta opinión es
compartida por la mayoría de las autoras citadas en este trabajo.
37 En sus orígenes, el cristianismo estaba organizado en Iglesias domésticas. Una mujer o un varón que
tenía una casa grande la ponía al servicio de un grupo de creyentes de la misma localidad, para reunirse, leer las
Escrituras, celebrar la cena del Señor. Generalmente, el dueño o la dueña de la casa era el presidente de esta
comunidad que se reunía en su casa. Véase, al respecto, R. Aguirre, La casa como estructura base del
cristianismo: las Iglesias domésticas, en Del Movimiento de Jesús a la Iglesia Cristiana. DDB, Bilbao 1987,
65-83.
39 El tema del velo no es baladí, sino que tiene un gran significado simbólico. El velo hace a la mujer
públicamente invisible, la esconde, la silencia. Se asocia con la modestia y el anonimato. La mujer sólo se puede
quitar el velo para su marido. En el exterior, el velo la defiende (¿o defiende a su marido?) de la codicia de los
otros varones. No es casualidad que, en momentos de involución y repliegue, de tendencias fundamentalistas y
de recrudecimiento de las actitudes patriarcales, en cualquiera de las tres religiones proféticas se insista en el
uso del velo, o un sustituto de éste, por parte de las mujeres, y que los que más lo hagan sean los varones. Esta
observación la hace R. Aguirre en la nota 45, 538, de su artículo La mujer..., y es fácilmente constatable a poco
que se haya vivido en un país de cultura oriental. También se puede observar en occidente aunque el fenómeno
se ponga de manifiesto de forma más estilizada y figurada.
42 Es imposible detallar aquí todos estos textos, pero se pueden citar: Tertuliano, De baptismo, 17; Id., Adv,
Marc., I 14; III, 22; Epifanio, Adv. haer, 42, 3.4 hablan de grupos donde las mujeres bautizaban y tenían funciones
oficiales. Ireneo, Adv. haer., 1, 13, 2; Cipriano, Ep. 4, 10-11 aluden a mujeres que celebraban la eucaristía. Otros
textos que testimonian la existencia de estas polémicas, que no se hubieran dado de no existir las prácticas son:
Didascalia Apostolorum, 25. 26 Cánones Eclesiásticos de los Apóstoles, 57, 5-10. En este último se da la
siguiente razón por la que las mujeres no pueden celebrar la cena del Señor (razón que se pone en boca de
María Magdalena, una de las primeras discípulas, a cuya autoridad apelaban algunos de estos grupos para
fundamentar sus prácticas): «... porque el Señor dijo que lo más débil (la mujer) se salvaría por lo más fuerte (¿el
varón?)». Argumento parecido a aquel otro que da Epifanio en Adv. haer., 49, 2, para denunciar las prácticas de
un grupo fundado por la profetisa Quintila donde las mujeres eran obispos y presbíteros, «como si no hubiera
diferencia de naturaleza». Sobre todos estos textos, se pueden consultar mi obra: Las tradiciones de María
Magdalena...; también el libro de E. S. Fiorenza, En memoria de ella; la obra colectiva, La historia de las mujeres,
o el artículo de R. Aguirre, La mujer en el cristianismo primitivo.
(·BERNABE-CARMEN._10-MUJERES.Págs. 38-53)
Carmen Bernabé Ubieta
Diplomada en trabajo social y doctora en teología por la U. P. de Deusto, en donde
enseña Nuevo Testamento y dirige un seminario sobre las tradiciones de María Magdalena.
Es miembro fundador de la Asociación de Teólogas Españolas.
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