EL JUSTO SOLIDARIO DE LOS PECADORES.
REDENCION/QUE-ES J/SALVADOR
REDENCION/SV:
El pensamiento cristiano no cesa de escrutar este misterio que está en el centro de su fe.
¿Cómo se cumple esta salvación mediante la Cruz? ¿Qué significa: «murió por nosotros,
derramó su sangre por nuestros pecados?». ¿Cómo la muerte de uno solo puede ser salvación
para todos? Siguiendo a Pablo, a la carta a los Hebreos, al Apocalipsis, reflexionando sobre los
datos evangélicos, la teología se orientará en dos vías divergentes y complementarias para
obtener una comprensión más profunda de esta muerte y resurrección de Cristo por nosotros.
El primer camino es el de la «sustitución»: murió «por nosotros», es decir, «en lugar nuestro»; el
segundo es el de su «solidaridad» murió «por nosotros» porque, por amor, El no forma más que
uno con nosotros. Explorar estos dos caminos es descubrir una luz nueva acerca de lo que será
la entraña del proyecto de Dios y el centro de la historia de los hombres: la realización de la
salvación de todos mediante la Cruz de Cristo.
La línea de la sustitución
Esta línea de búsqueda teológica nos viene sugerida por las palabras mismas que Jesús
emplea en los evangelios para anunciar y esclarecer su muerte en la Cruz: «Dar su vida
como rescate por la multitud» (Mc 10,45). «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que
va a ser derramada por la multitud» (Mc 14,24).
Todo permite pensar que estas palabras son «palabras mismas» del Señor. Tales
palabras orientan ya la reflexión cristiana hacia dos modos de expresión: el lenguaje cultual
y el del derecho penal. Uno y otro se hallan profundamente enraizados en el Antiguo
Testamento.
El lenguaje del culto: Cristo derramó
su sangre como sacrificio por nosotros
La sangre de Cristo derramada por la multitud es la sangre del Cordero sin mancha, en
razón de la cual Dios preserva en Egipto las casas de los israelitas. Jesús toma una de las
tres copas de bendición que circulaban durante la comida pascual que conmemoraba la
salida de Egipto por parte de los judíos y su comentario explicativo hace de ella la copa de
su sangre derramada por todos. Junto con Juan y la primera carta de Pedro, antes del
Apocalipsis, Pablo recogerá este tema de la sangre del Cordero ofrecido en sacrificio de
expiación por la salvación de todo el pueblo. Jesús murió «como sacrificio por el pecado»
(Rm 8,3) porque «Dios le destinó a que sirviera de expiación por su propia sangre» (Rm
3,25). En efecto, «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo a Dios por nosotros como
ofrenda y víctima de suave aroma» (/Ef/05/02).
J/MU/POR-NOSOTROS Pero he aquí que nos vuelven a la memoria las palabras con las
que Jesús mismo anunció e interpretó su muerte: murió por nosotros. «Porque el Hijo del
Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la
multitud» (Mc 10,45). Y en la hora misma de su pasión, al instituir la Eucaristía, que la
realiza entre nosotros hasta el fin de los tiempos, dice: «Este es mi cuerpo, que se entrega
por vosotros» (/1Co/11/24), y también: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que
será derramada por la multitud» (Mc 14,24). Cuando dice «por vosotros», «por la multitud»,
significa por todos. San Pablo resume esta certeza de fe escribiendo a los Corintios: «Cristo
murió por nuestros pecados» (/1Co/15/03). «El término por nosotros (en griego: hyper)
tiene en estos textos un triple significado: 1) a causa de nosotros; 2) por nosotros, en favor
nuestro; 3) en lugar nuestro. Los tres significados están presentes y son pretendidos
porque se trata de afirmar que la solidaridad de Jesús es verdaderamente el centro de su
humanidad» (1). Jesús murió por todos y nos salvó mediante su Cruz porque su sangre
derramada como sacrificio a Dios fue aceptada por El como expiación por los pecados del
mundo (cfr. Rm 5,9; Col 1,20; Ef1,7).
Este tema fundamental tiene la ventaja inmensa de ligar el misterio de salvación en
Jesucristo a toda la liturgia sacrificial del Antiguo Testamento, a la Pascua judía, y de
introducir maravillosamente la realización y la superación de todos estos sacrificios en la
Eucaristía, como demostrará la carta a los Hebreos.
El lenguaje del derecho: Cristo da su vida
como rescate por la multitud
Por rico que sea el tema que hemos considerado de la ofrenda expiatoria de la sangre de
Jesús por la salvación de todos, no dice todo y no agota la riqueza del misterio. Hay otro
lenguaje, tomado esta vez del derecho penal, que acabará por ser preponderante y por dar
su nombre al conjunto del misterio, que vendrá a denominarse en el lenguaje teológico «la
redención».
Una frase del propio Jesús abre la investigación en este sentido, cuando dice que El ha
venido para dar «su vida como rescate por la multitud» (Mc/10/45).
También esta expresión trae a la memoria el Antiguo Testamento. Y en primer lugar, los
grandes textos de Isaías: «No temas, gusano de Jacob, oruga de Israel..., tu redentor es el
Santo de Israel (Is 41,14). «Habiendo pagado con su persona, mi Siervo... llevó los pecados
de las multitudes y por los pecadores vino a interponerse» (Is 53,11-12). Estos textos
evocan en sí mismos la primera «redención», la de Egipto, cuando Dios se interpone para
liberar a su pueblo (Ex 6,6; Sal 74,2). San Pablo recoge este tema en la carta a los
Romanos: «Todos los que creen en El... son gratuitamente justificados por su gracia en
virtud de la redención (apolytrosis) realizada en Cristo Jesús» (Rm 3,24). Aquí el término
evoca a la vez «la redención de la esclavitud egipcia otorgada por Dios a su pueblo..., pero
también el precio pagado por la redención de un prisionero o el rescate de un cautivo» (2).
Los términos «remisión», o rescate, o «redención», son, pues, de una gran riqueza de
sentido y poder de evocación. En el plano colectivo es la liberación de un pueblo de la
esclavitud; en el plano personal es la liberación de un esclavo. «Frente a un viviente caído
en la miseria o en la esclavitud, el redentor paga sus deudas o le rescata él mismo» (cfr.
Lev. 27) (3).
Todavía hay más: cuando Pablo escribía, la esclavitud causaba todavía estragos y
ocurría, como se vería en tiempos de las Cruzadas, que un cristiano se entregaba a sí
mismo como esclavo para libertar a un hermano caído en esclavitud. Se entregaba, pues,
en el sentido más fuerte de la palabra, como «rescate», a fin de liberarle. ¿Cómo imaginar
una expresión más fuerte del amor que ese entregar la propia libertad en favor de la
liberación de otro hermano?
Todo ese conjunto tan rico de realidades espirituales es el que evoca para siempre el
término redención. Caídos bajo la esclavitud del pecado y de la muerte, nosotros éramos
incapaces para siempre de liberarnos a nosotros mismos, como esclavos que no poseen
nada propio para pagar el rescate de su liberación. Llegó Jesús, el único Justo que no tenía
ninguna deuda que pagar por sí mismo, tomó sobre sí todas nuestras deudas y pagó
nuestro rescate, no a precio de oro ni de plata, sino al precio de su sangre, es decir,
dándose a sí mismo en lugar nuestro, para reconciliarnos con Dios. De este modo, renueva
en su sangre la Alianza y nos da la señal del amor más perfecto: «Porque no hay mayor
amor que el dar la propia vida por los que uno ama» (Jn 15,13).
Sin embargo, estas expresiones del misterio de la salvación conforme al registro del
derecho penal, con sus términos de redención o de rescate, tienen sus límites y hasta sus
inconvenientes.
Partiendo de esos datos escriturísticos, la tradición teológica se preguntó indefinidamente
a quién había podido Jesús crucificado entregar el precio de nuestra redención.
SATISFACCION/EXPIACION: Llegaron algunos a imaginar un tipo de
retención por parte del demonio sobre la Humanidad a partir del pecado original, un
derecho que habría adquirido sobre el hombre por el pecado de éste. En ese caso, Cristo
entregaría su sangre en la Cruz y daría su vida al diablo como rescate por la liberación de
los hombres. Esta teoría de los «derechos del demonio», cuya fuente se ha querido ver en
San Ireneo, está desprovista de fundamento escriturístico; las refutaciones de San Gregorio
Nacianceno y de San Juan Damasceno la desacreditaron definitivamente.
La teología de la «satisfacción», elaborada por ·Anselmo-SAN, tendrá mayor vigencia y
continúa inscrita en muchas conciencias cristianas. El hombre pecador ha menoscabado el
honor de Dios, cuya dignidad es infinita. El es incapaz de reparar el mal que fue capaz de
hacer. Dios, entonces, en su misericordia, y para respetar los derechos de su justicia, envía
a su Hijo, quien se encarna entre los hombres, para pagar en nombre de éstos el precio de
su redención mediante su sangre derramada en la Cruz. El peso de su sufrimiento inocente
compensará y superará el peso del pecado. He ahí por qué «Dios se hizo hombre», «Cur
Deus homo», y cómo su sangre fue entregada por la multitud (4).
Una teología de este género tiene la ventaja de una perfecta racionalidad. ¡Parece tan
perfectamente clara que se llega con ella a una especie de explicación del misterio!
No obstante, se escapa en ella lo esencial. El espeso velo del juridicismo oculta para
siempre, a la mirada del creyente, el verdadero rostro de Dios.
Para reparar la injuria sufrida por el Padre, el Hijo sufre y muere. ¿Qué Padre es éste,
encolerizado contra sus propios hijos, que no se aplaca si no es recibiendo, en la debida
forma, la sangre del Hijo único derramada en la Cruz? Tal intercambio en forma de contrato
reduce la Alianza a una cuenta de «debe» y «haber» entre el hombre y Dios. ¡Con la
muerte de Cristo, Dios obtiene su cuenta y queda «satisfecho»!
En tal perspectiva es sólo la pasión la que salva, la sangre derramada que paga por el
pecado. Semejante manera de concebir las cosas dejará por mucho tiempo en la sombra el
valor salvífico de la resurrección de Cristo y el significado fundamental del misterio pascual
como paso por la muerte para entrar en la Vida. Estamos apenas saliendo de la gran
tiniebla que tales teorías proyectaron sobre la esencia misma del misterio de la salvación,
SUFRIMIENTO/SV: Tales deformaciones no han
dejado de tener consecuencias prácticas extremadamente graves. De ahí proviene esa
búsqueda del sufrimiento físico y de los derramamientos de sangre en los monasterios de
otros tiempos. De ahí también esa tranquila y casi satisfecha indiferencia de tantos
superiores ante el sufrimiento de sus hermanos o de sus hermanas. De ahí esa resignación
fácil ante el sufrimiento de los pueblos y esa apatía colectiva para luchar contra el mal del
hombre y el sufrimiento de los pobres. Teresa del Niño Jesús encontrará todavía en el
Carmelo de su tiempo, expresadas y vividas, las secuelas de tales mentalidades doloristas.
Ella traerá al Carmelo y a toda la Iglesia una verdadera liberación espiritual al revelarnos,
en la luz de Jesús, que «sólo el Amor salva».
Efectivamente, un grave daño causado a la Iglesia por tales teorías es el haber ocultado
casi por completo, durante siglos, el verdadero lenguaje en que ha de expresarse el
misterio de la salvación mediante la Cruz, que es el de la solidaridad por amor
El lenguaje del amor: el justo se
hace solidario de los pecadores
Escribe Walter Kasper: «El futuro de la fe dependerá en gran parte de la forma en que
se logre conciliar la idea bíblica de representación y la idea moderna de solidaridad» (5).
Desde esta perspectiva, es toda la vida de Jesús, todo su misterio desde su encarnación
en el seno de la Virgen María hasta su exaltación para siempre a la derecha del Padre,
pasando por su muerte y su resurrección, los que son para nosotros y para todos fuentes
de salvación. En todo su ser, en todo su obrar, en toda su misión, El es el Salvador.
Sin embargo, sigue siendo verdad que si se quiere captar en un momento preciso de su
historia y en un acto determinado de su vida la realización del misterio de la salvación, es al
pie de la Cruz donde hemos de detenernos.
La Cruz: solidaridad de Cristo
con los pecadores
Nos resulta difícil actualmente darnos cuenta de lo que la Cruz, el
suplicio de la Cruz, representaba para los contemporáneos de Jesús. Parece ser que Jesús
tomó conciencia bastante rápidamente durante su ministerio público, sobre todo después
de la muerte sangrienta de Juan Bautista y de la amenaza de muerte que pesaba sobre El.
Nada permite afirmar que todos los anuncios de la pasión que se encuentran en los
evangelios se hayan añadido posteriormente. Desde el momento de la profesión de fe de
Pedro de Cesarea, Jesús habla de ello a sus discípulos: «Desde entonces comenzó Jesús
a manifestar a sus discípulos que El debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser condenado a muerte y resucitar al
tercer día» (Mt 16,21; cfr. Mc 8,32; Lc 9,22).
Pero se puede pensar que El prevé para sí la muerte de los profetas, la lapidación. Se
situaba a sí mismo en la descendencia de los profetas. A sus compatriotas de Nazaret que
rehúsan creer en El, Jesús les dice: «Un profeta sólo en su tierra y en su casa carece de
prestigio» (Mt 13,57). Anuncia persecuciones a sus discípulos porque es la suerte de los
profetas: «De la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 12;
cfr. Mt 23,30-31).
El profeta acaba su misión siendo mártir: su sangre derramada apela a la justicia de Dios:
«Desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien
matasteis entre el Santuario y el altar» (Mt 23,35). La muerte del profeta, bajo los golpes de
quienes le abaten, es una muerte violenta, pero se convierte en seguida en una muerte
gloriosa. Dios justifica a aquellos a quienes los hombres condenaron; los hijos de sus
verdugos les levantan mausoleos. Es una especie de ley de la historia. Los fariseos la
conocen bien: «Hipócritas, que edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los
monumentos de los justos» (Mt 23,29). La lapidación es casi el término normal de la misión
de un profeta y también el cumplimiento y casi la consagración de esa misión. Su martirio
completa, cierra su mensaje, y Dios mismo ratifica la misión que el mártir ha sellado con su
sangre.
No ocurre lo mismo con la Cruz. Jesús no tendrá la muerte de los profetas, sino la de los
bandidos. Será entregado a los romanos para sufrir el suplicio más infamante, el que un
judío no puede imponer a otro judío, ni un romano hacer padecer a otro ciudadano romano,
el reservado a los malhechores y a los esclavos. Aparecerá desnudo a los ojos de todos,
clavado en el patíbulo de la infamia, a las puertas de la ciudad, con el motivo de su
condena inscrito encima de su cabeza.
CZ/MALDICION/GLORIFICACION:Y algo peor aún. El clavado en el madero de la
cruz no sólo es despreciado de todos, sino que es maldito de Dios. Todo el mundo conoce
el texto del Deuteronomio: «Maldito el que pende del madero» (/Dt/21/23). La crucifixión de
Jesús es, al parecer de todos, la desaprobación de Dios: es maldito. Este hombre que
anunciaba una religión nueva, una superación de la ley, este hombre que se oponía a las
más altas autoridades religiosas, a las instituciones más venerables, al sábado, al templo,
pudo, por un instante, ser tenido como un enviado de Dios, debido a los signos que hacía.
Se pudo pensar que era un nuevo profeta, el profeta. Era tal su prestigio, que hasta el
último momento cupo esperar que se levantara un testigo de descargo o se produjera una
intervención de Dios en su favor, como antaño en favor de Daniel. Pero no se levantó nadie
y Dios no intervino. Le han cogido y El no se ha soltado; le han condenado y nadie le ha
justificado; le clavaron en la cruz entre dos malhechores y no hubo señal alguna de que
Dios le protegiera. Por lo tanto, se acabó. Se acabó todo. Sus enemigos triunfan; es Dios
mismo quien les da la razón: «Los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos,
se burlaban de El diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse...; que baje de la
cruz y creeremos en El. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de
verdad le quiere, ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (/Mt/27/43). Pero nada, ninguna respuesta
a este desafío. A excepción de unos pocos fieles, entre los que se encuentra María, su
madre, sus discípulos están desconcertados. Está en cruz, ha muerto en cruz, despreciado
de los hombres, rechazado por Dios: ¡nos hemos equivocado!
Es a la luz de la resurrección como la Iglesia naciente descubrirá el significado de la
Cruz. No hace falta endulzar el escándalo: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado:
escándalo para los judíos, locura para los paganos, pero para los llamados, tanto judíos
como griegos, es Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,23). De este Jesús
crucificado, de este Salvador mediante una cruz, hace Pablo el centro y como el todo de su
predicación. Escribe a los Corintios: «He decidido no saber nada entre vosotros más que a
Jesucristo crucificado» (1 Co 2,2). Y a los Gálatas: «En cuanto a mí, Dios me libre de
gloriarme más que de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo (Ga 6,14 ) .
A su vez, nosotros necesitamos entrar hoy en esa «sabiduría de Dios» que es la
realización de la salvación de todos mediante Jesucristo crucificado «expuesto a nuestros
ojos» (Ga 3,1).
No es preciso retroceder ante la paradoja de esta «maldición» del Salvador. Hay que
asumirla por completo y hacer que brote de ella una luz maravillosa. No es casualidad que
los discursos de Pedro en los Hechos de los Apóstoles evoquen la muerte de Jesús bajo
este aspecto, el más desconcertante del «maldito sobre el madero»: «El Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habíais ejecutado colgándole del madero» (Hech
5,30). Y en casa de Cornelio habla también de Jesús en estos términos: «A El, a quien los
judíos suprimieron colgándole del madero Dios le resucitó al tercer día» (Hech 10,39; cfr. 1
Pe 2,24).
Con mayor fuerza aún, dice Pablo a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la
ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros pues dice la Escritura. Maldito todo el que
está colgado de un madero» (/Ga/03/13). Y de forma más paradójica aún, a los Corintios:
«A quien no había conocido pecado, por nosotros le identificó con el pecado, a fin de que,
por su medio, viniéramos a ser justicia de Dios (/2Co/05/21). Jesús maldito por nosotros
identificado con el pecado por nosotros. Ese es, para terminar, el misterio de la salvación
mediante la Cruz. Todas las etapas de su suplicio cobran valor a esta luz que nos revela el
desconcertante designio de Dios sobre El: «fue entregado en manos de los pecadores»,
«fue colocado en la categoría de los malhechores», murió entre dos bandidos, al nivel
mismo que ellos, el de la cruz. Se cumplió así en El lo que Isaías anunciaba del Siervo
sufriente:
No tenía apariencia ni presencia;
ni aspecto que pudiésemos apreciar.
Despreciable y deshecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias...
Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.
Pero El ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas...
y con sus cardenales hemos sido curados (Is 53,2-5)
.
El Cordero que lleva
el pecado del mundo
J/CORDERO: Nos quedaríamos en la superficie de las cosas si hiciéramos un viacrucis
que nos llevara a contemplar solamente los sufrimientos físicos de Jesús y aun
simplemente su humillación humana en el plano social. El misterio es interior. Así como la
resurrección no es sólo una victoria sobre la muerte física en orden a una renovación de
vida biológica, sino una victoria sobre el pecado en orden a una vida nueva en la justicia
con Dios, así en su pasión Jesús no paga únicamente el tributo del sufrimiento físico en sus
miembros y en su cuerpo, en participación con todo el sufrimiento humano de la tortura y de
la abyección de los hombres, sino que, más todavía, se hace solidario del sufrimiento más
oculto, el más atroz, el más insuperable, el sufrimiento mismo del pecado.
Tal es la paradoja de la salvación: el que es inocente llevó en su carne y en su corazón,
en su alma y en su espíritu, el indecible sufrimiento de los pecadores. Y esto, no en virtud
de una imputación jurídica que haría cargar al inocente con la pena de los culpables, sino
por una solidaridad de amor que hace que el que ama se identifique por amor con aquel a
quien ama, aunque sea miserable por ser pecador. Tal es la lógica del amor, la revelación
del misterio de Dios.
:Hay dos grandes momentos de la pasión que nos hacen presentir este
misterio de la solidaridad de amor de Jesús con los pecadores: su agonía y su oración en la
Cruz.
Algunos exegetas, tanto protestantes como católicos, han querido hacer de Cristo
crucificado «un condenado» en el sentido más fuerte de la palabra: Cristo rechazado de
Dios, el Hijo maldecido por el Padre. Semejante pensamiento es absolutamente aberrante.
Jamás estuvo Jesús tan unido a su Padre en el Espíritu de amor filial como en el Huerto de
Getsemaní, cuando ora: «Abba, Padre, no mi voluntad, sino la tuya», o cuando en la cruz
dice: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Afirmar lo contrario es tan insensato
como pretender que Teresa del Niño Jesús perdió la fe al final de su vida. Jamás la fe de
Jesús fue tan ardiente y tan viva como en aquella noche. Tiene razón el P. Feuillet al
escribir:
«Hay que rechazar absolutamente la idea de que Cristo fuera realmente abandonado por
Dios y mirado por El como el mayor de los pecadores. Es imposible que aquel que hasta en
la escena de la agonía atestigua su conciencia de ser el Hijo de Dios en un sentido único,
cuando exclama: «¡Abba, Padre!», haya podido estar ni un solo instante separado de Dios»
(6).
J/PASION-MU:Pero es muy cierto afirmar que el Señor Jesús en su agonía no sólo sufrió
por el pecado, sino que sufrió muy profundamente el pecado. No sólo tomó sobre sí de
manera jurídica la pena del pecado, que habría expiado mediante sus sufrimientos físicos y
su sangre derramada en la Cruz; experimentó en sí mismo todos los sufrimientos de los
pecadores, aun aquellos mismos -los más crueles- que nacen de su alejamiento de Dios. El
no fue pecador, pero antes que Teresa, y más que ella, se hizo solidario del sufrimiento de
los pecadores. El no fue condenado, pero aun permaneciendo perfectamente unido al
Padre, padeció el sufrimiento de los réprobos. En el Huerto de los Olivos «Jesús estaba
más unido al Padre que nunca, pero en la angustia y el sudor de sangre, en la experiencia
del desamparo...» (7). Les dice a sus discípulos: «Mi alma está triste hasta morir de esa
tristeza» (Mt 26,38). Como escribe también el P. A. Feuillet: «Parece que en el curso de su
Pasión, primero en Getsemaní y quizá más todavía en el Calvario, Jesús, para expiar los
pecados de la Humanidad, quiso voluntariamente experimentar en su humanidad la
angustia y la soledad de los hombres separados de Dios por sus pecados» (8), es decir, el
sufrimiento mismo de los réprobos.
Como escribe el P. Urs von Balthasar: «La angustia del monte de los Olivos es una
solidaridad en el sufrimiento con los pecadores» (9).
Es este, sin duda, el aspecto más profundo, el más atroz, pero también, en definitiva, el
más salvífico de la Pasión de Jesús. Fue por nosotros, pecadores, por lo que El sufrió la
congoja del pecado en lo que de más cruel tiene esa angustia: la soledad de parte de los
hombres y la soledad misma de parte de Dios. Agonía: misterio de la soledad de Jesús,
misterio de Jesús abandonado.
¿No es eso también lo que Jesús quiere hacernos entender con el gran grito que lanza
desde lo alto de la cruz?» «A partir del mediodía hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta las
tres. Hacia las tres, exclamó Jesús con fuerte voz: Eli, Eli lamá sabactaní», es decir: «¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). El evangelio de Mateo nos
transmite la versión aramea de las palabras de Jesús, como si aquel grito del Crucificado se
hubiera grabado para siempre en el corazón de los discípulos o como para garantizar su
absoluta autenticidad.
Se ha dicho que, en el mundo judío, citar el primer verso de un salmo es evocarlo
completo. Jesús ora desde lo alto de la cruz con el primer verso del Salmo 22, que acaba
con la acción de gracias y con el gozoso anuncio del triunfo final. Es cierto.
Pero es seguro que Jesús hizo suya la llamada angustiosa del salmo: vivió ese
abandono. Además, el mismo salmo prosigue con la expresión de ese inmenso sufrimiento
físico, moral y espiritual que Jesús sintió en la Cruz:
¡Lejos de mi salvación las voces de mi rugido!
Dios mío, de día clamo, y no respondes,
también de noche y no hay reposo para mí...
Y yo, gusano, que no hombre,
vergüenza de lo humano, asco del pueblo... (Sal 22 2-7).
P/MALICIA:Sí, realmente Jesús descendió al fondo del abismo, abismo de todos los
sufrimientos humanos, los del cuerpo y los del alma, desamparado de sus amigos,
rechazado por su Pueblo y como abandonado del mismo Dios. Todos los sufrimientos que
vinieron por el pecado, hasta los más extremos, los tomó sobre sí, los vivió en sí mismo, por
solidaridad de amor con todos los pecadores para salvarlos a todos. Ante este abismo de
sufrimiento hemos de permanecer en silencio, con María y Juan, al pie de la Cruz. Esta
solidaridad de amor de Jesús con los pecadores supera cuanto podamos imaginar,
concebir o experimentar: en El todos los sufrimientos de todos los pecadores.
Más aún, es mucho más y algo totalmente distinto. El corazón del pecador, debido al
peso mismo de su pecado, permanece ofuscado aun acerca de la malicia de su pecado y la
inmensidad de su desdicha. No ama a Dios lo bastante, no le conoce suficientemente como
para descubrir plenamente el atroz error y miseria del pecado que le separa de El. Sólo
Jesús, Hijo de Dios, Hijo muy amado del Padre, sufre todo el mal del hombre, toda la
malicia de todo el pecado del mundo, en la luz de Dios y en la plenitud del amor. Es el
Inocente que gusta voluntariamente toda la amargura y la aversión, la tristeza y el horror de
los pecadores; el Justo abatido por la iniquidad de los impíos, el Cordero de Dios que lleva
el pecado del mundo. Como dice Pascal: «Un suplicio de una mano no humana, sino
omnipotente, que hay que ser omnipotente para sostener» (10). Sólo la omnipotencia del
amor le permite aceptar y ofrecer el abismo de la prueba.
Esta dimensión espiritual de la Pasión nos revela su significado último. Debemos releerla
entera centrados en esta luz: toda ella por entero es la expresión de esa solidaridad de
amor de Jesús con los pecadores. El fue «contado entre los malhechores», visiblemente,
socialmente condenado con los condenados de derecho público, ejecutado entre dos
ladrones, preferido para la cruz al criminal liberado Barrabás. Todo ello es algo más que
una historia que se desarrolla un día en Jerusalén, entre el palacio de Herodes y el de
Pilatos.
En lo más íntimo de su entraña, es el misterio de Jesús, que bebió hasta las heces «la
copa de la ignominia, el cáliz» de los sufrimientos de todos los pecadores, porque quiso ser
como uno de ellos. El gustó la muerte y no sólo el amargo sabor de nuestra muerte física, el
anonadamiento de la sepultura y de la bajada al sheol, sino más todavía el indescriptible
sufrimiento de la muerte espiritual, la de los reprobados. Todo cuanto asume en su cuerpo
en solidaridad con el sufrimiento y la soledad de los muertos, nos revela todo lo que sufrió
en su corazón en solidaridad con el sufrimiento y la soledad de los pecadores. Una
solidaridad que nos salva...
La solidaridad que nos salva SV/SOLIDARIDAD:
He aquí un inicio de respuesta a la pregunta que planteábamos al principio: ¿qué
lenguaje emplear pare revelar al hombre de hoy el misterio de los fines últimos?
Con el lenguaje de la solidaridad es como mejor podremos anunciar hoy el misterio de la
salvación. Murió y resucitó por nosotros, esa es la realidad inagotable que jamás habremos
acabado de expresar. Las expresiones de este misterio en términos de «sacrificio
expiatorio» o en términos de «rescate» en favor de los pecadores y de «redención», son
ricos de significado, pero se refieren a un ambiente histórico y a un mundo cultural
superados. Los creyentes están acostumbrados a ellas -¡tal vez demasiado!-, pero no
llegan sino con dificultad al espíritu y al corazón de las masas, por falta de referencias
humanas. Se puede hablar de la Eucaristía en términos de comida o de fiesta, porque es
una realidad rica en valor y sabor humanos para todas las gentes del mundo. Se puede
hablar de la penitencia en términos de reconciliación, porque es una realidad humana
grande y magnífica para todos los hombres.
Hablar del misterio de la salvación en términos de «solidaridad» es también tocar una
realidad humana siempre actual, es un vocablo de todos los días, una realidad de todos los
países. ¿Quién no vive de solidaridades? ¿Quién no ha oído hablar de solidaridad?
Solidaridad, acto de amor humano
Es tal vez una de las realidades más bellas que conocemos: solidaridad familiar,
solidaridad obrera, solidaridad étnica, solidaridad africana. El mundo entero aspira a una
solidaridad universal que sería la prenda de la paz mundial.
La solidaridad humana es a la vez un dato y una elección. Yo he nacido en una familia,
en un medio social, en una patria, y por ese mismo hecho soy solidario de ellos. Pero vivir
estas solidaridades es una gran opción. Así, en los momentos difíciles, en las horas
dolorosas, acepto ser solidario con mi familia: cuando uno de sus miembros se ve
amenazado, me expongo por él, doy mis bienes y hasta mi vida por él, me hago solidario.
No soy sino una unidad con él por la sangre y no quiero sino ser uno con él por el amor.
Así, la solidaridad étnica en África: si uno de los miembros de la gran familia es amenazado,
todos se hacen solidarios para defenderle. Así, la solidaridad obrera: si un trabajador se ve
golpeado por la desgracia, todos se vuelven solidarios para acudir en ayuda de su familia:
si es víctima de una injusticia, se solidarizan todos para defenderle. ¡Cuántos hechos
vienen a nuestra memoria!
Eso es verdaderamente solidarizarse, hasta el punto de que no formemos más que uno
con los otros por amor. Lo que les afecta me afecta; lo que les hiere me hiere; lo que les
alegra constituye mi alegría. Estoy pronto a exponerme por defenderlos y a dar mi vida para
que ellos vivan. «No hay mayor amor que dar la propia vida por aquellos a los que uno
ama» (Jn 15,13). La solidaridad es el amor vivido.
Esto todo el mundo lo sabe y todo el mundo lo siente: ser solidario por amor es lo que
hay de más humano en el hombre.
Jesucristo, hombre solidario
J/SOLIDARIO:Jesús es el hombre solidario. Como proclama el Credo, vino al mundo
«por nosotros los hombres y por nuestra salvación». El da su vida, derrama su sangre «por
nosotros y por la multitud». «Es el hombre para los demás: el solidario» (11).
Esta línea de solidaridad es la clave de interpretación de toda su existencia humana y de
su valor para nosotros.
Se hizo hombre por ser uno de los nuestros, miembros de la familia humana, solidario de
la Humanidad entera. San Mateo y San Lucas recuerdan largamente la rama de sus
antepasados, uno hasta llegar a Abraham y el otro hasta Adán, para situarle claramente en
el tejido humano. San Pablo dice simplemente: «Nacido de una mujer, sometido a la ley»
(/Ga/04/04).
Es solidario de un pueblo, el pueblo judío, por su sumisión a la ley; y solidario de la
Humanidad entera en cuanto nacido de una mujer, plenamente «humano».
No trampeará con la condición humana. No huye al desierto. Vivirá como todo el mundo,
con los demás, en medio de ellos.
Crecerá como todos los niños. Trabajará para ganarse la vida como todos los hombres
de todos los tiempos; treinta años es la duración media de una vida humana en su época.
Tendrá penas y alegrías como todo el mundo. Tendrá amigos y enemigos. Irá por los
caminos y se sentirá cansado. Se gozará con la belleza de las flores, con la gracia de los
niños, con la generosidad de los pobres. Sufrirá la incomprensión de los jefes religiosos, la
dureza de los corazones, la traición de un amigo. Es humano.
Este hombre vive la solidaridad humana. Se hace solidario. Ha optado por ser solidario
con todos. Solidario de los pobres y de los oprimidos contra las injusticias de los
poderosos; solidario de los extranjeros, de los samaritanos, de los leprosos; los trata, come
con ellos. Se manifiesta solidario del pecador, de la mujer adúltera, de la prostituta, de los
publicanos. Vive la solidaridad con todos aquellos a quienes se rechaza, se menosprecia,
se excluye. Es el hombre para todos. Por eso, en definitiva, esa solidaridad con los
rechazados le lleva a ser rechazado El mismo. Es detenido, juzgado y condenado.
Experimenta el sufrimiento del cuerpo y del corazón. Muere la muerte de un hombre,
solidario con todos los condenados a muerte, es decir, con todos los hombres: «He ahí el
Hombre».
Esta solidaridad nos salva
Esta realidad de la solidaridad de Jesús con todos los hombres es profundamente
humana. Fue vivida en el curso de una vida de hombre, situada en la historia, cuyo
desarrollo y peripecias conocemos por los evangelios.
Pero al mismo tiempo es un misterio que descubrimos en la fe. Esa solidaridad humana
es, al mismo tiempo, una solidaridad divina. La solidaridad de este hombre Jesús con todos
los hombres es en El la solidaridad del Hijo de Dios con la Humanidad entera. Se llama
Emmanuel, Dios-con-nosotros. He ahí a Dios mismo que ha entrado en la trama de las
generaciones humanas, en el tejido humano. La sangre de Dios corre por las venas del
hombre. Esto cambia todo. Esa solidaridad es la que nos salva.
Solidaridad de amor. La solidaridad de Cristo con la Humanidad no puede reducirse a las
que brotan de la familia, de la raza, de la nación, «de la carne y de la sangre». Viene de
Dios. Es el amor lo que le hace solidario de todos. Por Amor se desposa con la humanidad
entera y no forma más que uno con ella. Es el Espíritu quien lo encarna en María.
A partir de entonces todo es nuevo. Comienza una Humanidad nueva, una creación
nueva. Hay un lazo indisoluble, una Alianza de amor sellada entre Dios y el hombre en
Cristo Jesús. Con El, por El, en El, la Humanidad entera, de la que El es solidario, entra en
comunión con Dios.
Unión de amor, intercambio de amor entre Dios y la Humanidad: en Jesucristo no forman
más que uno. La Humanidad le da todo lo que ella es, todo lo que tiene: la condición
humana, el cuerpo y el alma, la familia, la paz y la ciencia, la muerte y el peso enorme del
pecado del mundo. Dios da todo: su Amor, su Presencia, su Vida, su Espíritu.
Ese es el misterio de la salvación, misterio de solidaridad y de unión por amor entre Dios
y el hombre. Con su venida a nosotros hasta asumir en sí mismo nuestra condición
humana, nuestra miseria, nuestro pecado y la muerte que éste acarrea consigo, Cristo nos
lleva en sí y no forma más que uno con nosotros, hasta arrastrarnos en su resurrección, su
glorificación, su vida en Dios para siempre. Hecho solidario de la humilde condición humana
y de la miseria misma del pecado, nos hace solidarios para siempre de su entrada en la
gloria. Nos arrastra en su Pascua.
La solidaridad en Cristo nos adentra
en la intimidad del Padre, mediante
el Hijo, en el Espíritu
Sería desconocer la más profunda fuente del misterio de la salvación, no manifestar su
nexo con la vida trinitaria. El principio y el término de todo es la vida de Dios en Dios, la
intimidad de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu.
Todo viene de la iniciativa del Padre. El creó todo por amor. Y a pesar de su miseria, de
sus pecados, sus caídas -¿habrá que decir que precisamente a causa de ello?-, ama con
un amor demasiado grande a los hijos de los hombres: «Tanto amó Dios al mundo...».
J/ESPOSO/ALIANZA: Como un esposo incansablemente amante,
viene El en busca de la esposa que le ha engañado, para unirse a ella de nuevo y renovar
su Alianza. Se une a ella mediante la encarnación de su Hijo. Este se llamará Jesús, que
quiere decir «Yahvé salva» .
En El, la Humanidad entera vuelve al Padre en el impulso mismo del amor del Hijo hacia
su Padre. En El la Humanidad entera queda renovada como hija de Dios mediante el don
del Espíritu.
El lugar, la manifestación, el cumplimiento de este intercambio de amor que nos salva, es
la Cruz.
En la Cruz, en el instante mismo de su muerte, Jesús da todo a su Padre y recibe todo de
El en un intercambio de Amor. Jesús da su sangre, sus sufrimientos, su vida: «Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y el Padre, en ese mismo instante, le da
una vida nueva. Victorioso de la muerte, ésa es su victoria sobre la primera muerte; más
aún, le da la salvación del mundo y del universo desde lo más profundo de los infiernos
hasta lo más alto de los cielos: victoria sobre la segunda muerte. La primera victoria no es
sino el signo y el anuncio de la segunda: su infiernos hasta lo más alto de los cielos: victoria
sobre el pecado y la liberación del sepulcro donde se deposita a los muertos concluye en la
liberación de los infiernos donde están encerrados los pecadores. Cae la piedra del
sepulcro y son quebrantadas las puertas del infierno: es la hora de la salvación.
Dar la vida, recibir la vida, comunicar la vida; Viernes Santo, Pascua, Pentecostés: un
solo misterio. El intercambio de amor del Padre y del Hijo en el Espíritu pasa hoy al corazón
de este hombre, Jesús. En El, en la Cruz, la Humanidad entera se da al Padre en el Espíritu
del Hijo; en El el Padre nos introduce para siempre, junto con todo el universo, en su gloria
eterna.
Puesto que ese instante es la irrupción en el tiempo de la vida misma de Dios en Dios, ha
venido a ser el centro de toda la historia humana que recapitula todo su pasado y
transforma todo su futuro para hacer de ella la historia de la salvación.
Desde lo más alto
de los cielos,
a lo más profundo
de los infiernos
La proclamación de fe: «Descendió a los infiernos», vista a esta luz, reviste un significado
nuevo. «Descender a los infiernos» quiere decir, al término de nuestra meditación sobre la
Pasión, que Jesús, por amor, se hizo solidario de todos los sufrimientos humanos que
proceden del pecado, de todos los sufrimientos de los pecadores, no sólo los sufrimientos
de la tierra, sino los que penetran en las tinieblas de los infiernos; no sólo los de los vivos,
sino también los de los muertos: no sólo los de su tiempo, sino los de todos los tiempos, no
sólo los de los justos, sino los de los réprobos. En su solidaridad con el hombre ha ido
hasta el final hasta la solidaridad con los pecadores, en su solidaridad con los pecadores
ha ido hasta el final, llegando al fondo del abismo; en su solidaridad con su creación ha ido
hasta el final, solidarizándose con todos y con todo, desde lo más alto de los cielos hasta lo
más profundo de los infiernos. ¡Qué misterio!
No lo olvidemos, este misterio es un misterio de salvación: el misterio de la salvación.
Cristo, glorificado como Salvador en los infiernos
Tal vez hayáis advertido cómo en el himno de la carta a los Filipenses, para expresar el
triunfo perfecto de Jesús, se dice que «al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los
cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2,10). Quizá no sea más que una forma de
enumeración por contraste, que significa sólo la total irradiación de la gloria de Jesús. O
puede referirse ya al comienzo de su glorificación «en los abismos», es decir, bajo tierra, es
decir, «en los infiernos».
Porque la bajada a los infiernos, al igual que la propia Cruz, puede considerarse como un
aspecto de su abajamiento y como una manifestación de su glorificación. En la entraña del
proyecto salvífico de Dios existe esta solidaridad de amor con el hombre pecador; y he aquí
que en Cristo se realiza en la tierra e incluso en los infiernos.
El gran principio cristológico establecido por los Padres de la Iglesia a partir de San
Ireneo, para manifestar la integridad corporal y espiritual de la humanidad de Jesús, es que
Cristo salva solamente aquello que asume, pero todo lo que asume: «Lo no asumido no
queda sanado; lo unido a Dios queda salvado» (12); o también: «No habría sido salvado el
hombre entero si El no hubiese asumido al hombre entero». Con ayuda de estos principios
lucharon entonces firmemente contra toda forma de docetismo que negase a Cristo la
plenitud de vida humana. Nuestro cuerpo no habría sido salvado si Cristo no hubiese
tomado un verdadero cuerpo humano de la misma naturaleza que el nuestro. Nuestra alma
no estaría salvada si Cristo no hubiera asumido un alma plenamente humana, si la Persona
del Verbo hubiera reemplazado al alma en la naturaleza humana de Cristo. Todo lo que
asume lo salva, porque todo lo que no forma más que uno con el Hijo Amado, el Padre lo
recibe para siempre en su vida dichosa y no puede rechazar nada de cuanto llega a El en
su Hijo.
Este principio fundamental de soteriología encuentra aquí una aplicación nueva y
decisiva. La humanidad de la que Jesús se hace solidario por amor es la humanidad
pecadora. El asume nuestra condición de pecador, no sólo un cuerpo y un alma semejantes
a los nuestros, sino todas las consecuencias del pecado, todas las esclavitudes y
sufrimientos de la humanidad pecadora: su muerte dolorosa, sus padecimientos, sus
divisiones, sus incomprensiones, sus torturas y hasta las congojas de la agonía, la atroz
soledad que proviene de la ausencia de Dios, las tinieblas que invaden el espíritu y el
hastío que inunda el corazón y, en fin, el desconsuelo del infierno. Todo lo tomó sobre sí:
«Cordero de Dios, que llevas el pecado del mundo.»
Y porque lo ha tomado, lo ha salvado todo: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del
mundo.»
Porque todos esos sufrimientos y miserias, que eran las señales y consecuencias del
pecado, y la misma muerte ignominiosa del pecador condenado, y la soledad y los suplicios
del infierno, lo ha convertido para siempre dentro de su corazón en una ofrenda de amor
para la gloria del Padre. Asumió todas las consecuencias que para el hombre suponía su
autosuficiencia orgullosa e hizo de ellas el lugar mismo de la expresión de su obediencia
filial llena de amor.
En su corazón, ardiente con el fuego del amor, es donde todo cambió de signo y de valor
y donde el mundo del pecado basculó por entero hacia El horizonte de la salvación. Y la
razón es que El pudo remontar la escala más alta de los tiempos hasta los orígenes del
pecado, y pudo descender al más profundo de los abismos, hasta el más bajo fondo de los
infiernos, y asumió en sí mismo todo lo que al hombre y a su pecado corresponde, y lo
transformó todo en El en una ofrenda de amor. Por eso en El empieza una historia nueva
para la Humanidad entera y, con toda verdad, una creación nueva.
El misterio del Sábado Santo
Tal es el misterio de la Cruz celebrado el Viernes Santo, el Sábado Santo y el día de
Pascua.
El Sábado Santo contemplamos la realización del misterio de la salvación en las
profundidades: profundidades de la historia, profundidad de los abismos, donde yacen los
muertos, profundidades del pecado.
Debido a un admirable designio de Dios, en lo más profundo de los infiernos, ante la
solidaridad de Cristo con el extremo desamparo de los reprobados, brota súbitamente la luz,
estalla la Buena Noticia y se cumple el misterio de la salvación, cuya aurora despertará a la
tierra entera en la mañana de Pascua.
Es el triunfo en los abismos, al final de la bajada de Jesús a los infiernos, que contemplan
maravillados los Padres de la Iglesia. Para Santo Tomás de Aquino es «una toma de
posesión»: el infierno pertenece en adelante a Cristo. Llega allá como Salvador, «a fin de
que, habiendo tomado sobre sí toda la pena del pecado, puede de este modo expiar todo
pecado» (13). Entra como Rey libertador en los abismos más profundos abiertos por el
pecado. «Hoy ha llegado a la prisión como Rey, hoy ha roto las puertas de bronce y el
cerrojo de hierro; El, que como un muerto corriente fue engullido, ha aniquilado el infierno
en Dios» (14).
Habiendo bajado a los infiernos, transformó en camino lo que era prisión. Victorioso de la
segunda muerte, ha abierto en lo más profundo del abismo, por el poderío de su amor, una
salida hacia la luz. Explorador divino que tiene en su mano el universo, ha abierto en lo más
profundo de los infiernos un camino hacia el cielo. Su exploración de las últimas
profundidades transformó lo que era una prisión en un camino. Y así Gregorio el Grande
declara: «Cristo bajó a las últimas profundidades de la tierra cuando fue al más profundo
infierno para llevar las almas de los elegidos... (Así) Dios hizo de este abismo un camino»
(15).
Y esto no ha ocurrido sólo ante nosotros sino por nosotros y en nosotros. No ayer; hoy y
todos los días asume Jesús a la Humanidad entera con su enorme peso de miserias y de
pecados, para hacerla entrar, mediante su muerte y su resurrección, en la vida misma de
Dios. Hoy es cuando baja a los infiernos, a los abismos que abre en nosotros el pecado de
los hombres, para abrir allí un camino hacia el cielo. El mismo es ese Camino abierto que
une para siempre el abismo de los muertos y el Reino de Dios.
(Págs. 79-113)
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NOTAS
(1) W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, p. 326.
(2) Traduction Oecuménique de la Bible, N.T., p. 458, nota x.
(3) Ibid., p. 834, nota a. Lo dicho en los últimos párrafos corresponde a lo que se lee en el texto griego o en el
texto latino de la Biblia El texto hebreo es mucho más rico. En repetidas ocasiones emplea un término
(Goel) que abre perspectivas completamente diferentes. En efecto, la palabra Goel
evoca una costumbre
hebrea que no tiene equivalente ni en las civilizaciones europeas ni en las semitas (distintas de la bíblica),
de ahí la imposibilidad de traducir este término. El Goel es un pariente que interviene en favor de un
miembro de su familia para liberarle de la esclavitud, o para pagar sus deudas, o para suscitarle
posteridad, o para ser el «vengador de sangre». Es un protector providencial que realiza esta función por
ser de la misma familia. Pues bien, los autores bíblicos nos dicen que Dios mismo asume la función de
Goel. «Tu Goel es el Santo de Israel: Is/41/14); Dios es el Goel de su pueblo; es el pariente rico, poderoso,
amante, que libera a los suyos de la esclavitud y de la deportación; reivindica el derecho de los oprimidos y
vela por su herencia. El termino Goel y su verbo correspondiente son particularmente frecuentes (23
veces) para hablar de Dios en Isaías 40-66. Desgraciadamente, esta expresión, una de las más bellas y
sabrosas, una de las que mejor hablan del amor de Dios, era intraducible (El Protector, la Providencia
serían traducciones insuficientes, puesto que no evocan la connotación de parentesco). Las traducciones
griega, latina y otras europeas han suprimido el espíritu familiar y afectuoso, casi visceral, que posee el
término en hebreo. Con ello, la teología del Goel tomó únicamente el sentido de «rescate».
(4) Acerca del nexo existente entre esta teología de San Anselmo y el marco feudal germánico de principios de
la Edad Media, cfr. W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, pp. 331 ss.
(5) W. KASPER, Ibid., p. 335.
(6) A. FEUILLET, L'agonie de Gethsémani, Gabalda, p. 194.
(7) JACQUES MARITAIN, De la grâce et de l'humanité du Christ, París, Brujas, 1967 p. 64.
(8) Cfr. A. FEUILLET, op. cit., p. 198.
(9) URS VON BALTHASAR, «Le mystere pascal», en Mysterium Salutis, vol. III, t. II, p. 207. Cristiandad,
Madrid, 1971.
(10) PASCAL, El misterio de Jesús, Cf. A. FEUILLET, op. cit., p. 266.
(11) W. KASPER, op. cit. en la nota 6 del cap. 1, p. 327.
(12) Cfr. J. JEREMIAS, op. cit. en la nota 1 del cap. 5, p. 45.
(13) TOMAS DE AQUINO, In. 3 Sent. d. 22, q. 2, a. 1; cfr. U. v. BALTHASAR, op. cit. en la nota 9 del cap. 6, p.
250.
(14) PROCLO DE CONSTANTINOPLA, Sermo VI, n. 1 (PG 65, 721). (Citado por U. v. Balthasar en op. cit., p.
259)
(15) GREGORIO MAGNO, Moralia 29 (PL 76 480). (Citado por U. v, Balthasar, en op. cit., p. 259).
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A la búsqueda de Adán
Para sostener nuestra marcha hacia las realidades más espirituales necesitamos de
imágenes. La Biblia está llena de símbolos. Jesús nos habla a través de hechos que son
signos.
El universalismo de la salvación se representa, en la revelación, a través de dos grandes
series de imágenes: en el espacio y en el tiempo.
En la clave del espacio, según acabamos de ver, la salvación de Jesucristo se plasma
desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de los abismos. Es el registro de
imágenes seguido en el gran himno de la carta a los Filipenses. El misterio de la salvación
se nos presenta, por parte de Pablo, como una gran bajada seguida de una subida triunfal:
desde lo más alto hasta lo más bajo; de lo más profundo a lo más sublime: «El cual, siendo
de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí
mismo tomando condición de siervo... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo
nombre...» (Flp 2,6-10).
J/ALFA-OMEGA: Más allá de ese movimiento que nos adquiere la salvación, Jesús
aparece como aquel que llena todo con su presencia. Ahí está, Salvador desde lo más alto
de los cielos a lo más profundo de los infiernos, y así es como es glorificado, manifestado
para siempre como Hijo de Dios.
En orden a revelar el mismo misterio, el Apocalipsis empleará preferentemente el registro
del tiempo. Jesús Salvador nos es revelado como el principio y el fin de todo. «Yo soy el
Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso»
(Apoc 1,8). El es principio de todo: «El principio de la creación de Dios» (Apoc 3,14). El está
al final de todo: «El Primero y el Ultimo, el principio y el fin» (/Ap/22/13). El llena todo el
espacio intermedio, es decir, toda la historia del mundo, porque «todo ha sido creado por El
y para El, porque plugo a Dios que habitase en El toda la plenitud» (Col 1,18-19).
J/ADAN: En la confluencia de estos dos grandes ríos de imágenes obtenemos el
encuentro de Cristo y de Adán, tema bíblico inscrito en toda la tradición cristiana y cuya luz
sigue siendo maravillosamente actual. Adán, el primer hombre, es, a la vez, el sepultado en
lo más profundo del abismo de los muertos y el más lejanamente situado en los orígenes de
la Humanidad.
Allí va a buscarle Jesús en su bajada a los infiernos, para que la salvación que El trae
remonte el curso de los tiempos hasta su más primitivo origen y atraviese el universo entero
hasta en sus últimas profundidades y salve a la Humanidad del pecado hasta en sus
últimas raíces.
Las grandes imágenes
Nos vemos obligados a partir de representaciones.
En toda la tradición oriental los grandes iconos de la Resurrección nos muestran a Cristo
bajando a los infiernos. Se cuartean las rocas para abrir el camino de los abismos, el soplo
del Espíritu alza sus vestidos, le rodea un nimbo de gloria, las puertas bien aseguradas se
vienen abajo, el diablo huye. Y tendidas hacia El las manos, aparece la muchedumbre
innumerable de los muertos, de los santos y de los pecadores, de los profetas y los
patriarcas, descubriendo todos en El al Salvador. Su luz atraviesa las tinieblas y transfigura
ya sus rostros. Y al final del abismo, Adán, el primer hombre, el primer padre, el primer
pecador, que tiende los brazos hacia su Salvador.
El P. Urs von Balthasar escribe: «Para el Oriente, la imagen de la Redención es la bajada
de Jesús a los infiernos: la apertura violenta de la puerta eternamente cerrada, la mano del
Redentor tendida al primer Adán»(1).
No sólo para Oriente es esto verdad. A su manera, Occidente conoce una tradición
iconográfica no menos elocuente.
Todos hemos visto esos Cristos de marfil del siglo XVII ó XVIII. Al pie del Crucificado
aparecían habitualmente un cráneo y dos tibias entrecruzadas. Durante mucho tiempo, tal
vez, no les prestamos atención o no entendimos la riqueza de ese símbolo que hunde sus
raíces en el arte de la Edad Media. Según una tradición, Jesús habría muerto en el mismo
sitio en que Adán había sido enterrado. Los restos de esqueleto al pie de la cruz significan
aquel mutuo encuentro. «La idea de que Jesús es el nuevo Adán escribe Emilio Male era
tan familiar a los hombres de la Edad Media que la presentaron bajo todas las formas
posibles... Se seguía creyendo, a pesar de ciertos doctores escrupulosos, que Jesucristo
había muerto en el preciso lugar en que Adán había sido enterrado, de forma que su sangre
había corrido sobre los huesos de nuestro primer padre» (2).
La representación de la bajada de Jesús a los infiernos ilustrará este encuentro de Jesús
con Adán de forma sorprendente. Tanto más cuanto que la Edad Media alimenta su visión
de los infiernos con el relato de un maravilloso apócrifo atribuidos a dos muertos
resucitados el Viernes Santo, Carino y Leucio. He aquí lo que éstos cuentan:
«Estando nosotros con todos nuestros padres en el fondo de las tinieblas de la muerte,
nos vimos de pronto envueltos en una luz dorada como la del sol y un fulgor regio nos
iluminó... Y al punto, Adán, el padre de todo el género humano, se estremeció de alegría,
así como los patriarcas y los profetas, y dijeron: «Esta luz es el Autor de la luz eterna, que
nos prometió transmitirnos una luz que no tendrá ocaso ni término...»
Pero el infierno se inquietaba, el príncipe del Tártaro temblaba al ver llegar a aquel que
había desafiado ya su poder resucitando a Lázaro...
Y el príncipe del infierno dijo a sus impíos ministros: «Cerrad las puertas de bronce,
empujad los cerrojos de hierro y resistid con valentía.»
Entonces se oyó una voz como la de los truenos que decía: «Alzad, príncipes, vuestras
puertas y elevaos, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria...»
Y apareció el Señor de majestad en forma de un hombre e iluminó las tinieblas eternas y
rompió las ligaduras; y su poder invencible nos visitó, a nosotros, que estábamos sentados
en las profundidades de las faltas y en la sombra de muerte de los pecados...
Entonces el Rey de la gloria, aplastando en medio de su majestad a la Majestad bajo sus
pies, y agarrando a Satanás, privó al infierno de todo su poder y condujo a Adán a la
claridad de su luz» (3).
Este es uno de los elementos de la tradición que inspira el arte, el pensamiento y la
piedad del pueblo cristiano en Occidente.
La tradición oriental sigue de cerca, y casi en los mismos términos, este gran tema
teológico: Cristo a la busca de Adán. Esta convergencia es significativa. EL P. Urs von
Balthasar cita un texto del Pseudo-Epifanio: homilía para el Sábado Santo:
«¿Qué es esto? Un gran silencio reina hoy sobre la tierra... Dios se ha dormido por un
breve espacio de tiempo y ha despertado del sueño a los que moraban en los infiernos.
El va a buscar a Adán, nuestro primer padre, la oveja perdida... Quiere ir a visitar a todos
los que se sientan en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Va a liberar de sus dolores
a Adán en sus ataduras y a Eva, cautiva con él, Aquel que es a la vez su Dios y su hijo...
¡Descendamos con El! Allí se encuentra Adán, el primer padre y, como primer creado,
enterrado más profundamente que todos los condenados...
Así como en su advenimiento el Señor quería penetrar en los lugares más inferiores,
Adán, como primer mortal retenido cautivo más profundamente que todos los otros, oyó el
primero el ruido de los pasos del Señor.
Reconoció la voz del que avanzaba en la prisión y dirigiéndose a los que estaban con él
encadenados desde el principio del mundo, dijo: «Oigo los pasos de alguien que viene
hacia nosotros.» Y estando él hablando, entró el Señor...
Y habiéndole tomado de la mano, le dijo Cristo: «Levántate, tú que dormías, surge de
entre los muertos y Cristo te iluminará. Levántate porque no te he creado para que habites
aquí en el infierno. Levántate, tú, obra de mis manos, tú, efigie mía hecha a mi imagen.
Levántate y vayámonos de aquí porque tú estás en mí y yo en ti...
Mira mis manos que estuvieron fuertemente clavadas al árbol por causa tuya, que en otro
tiempo extendiste torcidamente las tuyas a otro árbol... El sueño de muerte te hace salir
ahora del sueño del infierno. Levantate y partamos de aquí; de la muerte a la vida, de la
corrupción a la inmortalidad, de las tinieblas a la luz eterna. Levantaos, partamos de aquí,
del dolor a la alegría, de la prisión a la Jerusalén celestial, de las cadenas a la libertad, de
la cautividad a las delicias del paraíso, de la tierra al cielo... El reino de los cielos que
existía antes de todos los siglos os espera» (4).
Los dos Adanes
Gustosamente nos detendríamos en el esplendor de estas imágenes y de estos textos
para dejarnos simplemente seducir por su belleza. Otros tal vez se sientan irritados por la
candidez de semejantes leyendas. ¿A qué viene dejarnos acunar con mitos de una edad
pre-crítica? No tienen ya nada que enseñar al hombre de nuestro tiempo.
MITO/SIMBOLO: Pero ahora sabemos mejor que los mitos pueden ser
en sí mismos portadores de verdades profundas sobre el hombre y sobre Dios.
Desmitologizar no es arrancar páginas enteras de la Biblia o de la Tradición como vacías
de sentido y sin valor, sino que es descubrir su sentido, según el consejo del Concilio:
«Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que
atender cuidadosamente a las formas nativas de pensar, hablar y narrar vigentes en los
tiempos del hagiógrafo, y las que se solían emplear en el trato mutuo de los hombres en
aquella época» (_Dei-Verbum, 12 ) .
Las raíces de esa vinculación misteriosa entre Adán y Cristo las encontraríamos ya en la
Escritura, en San Pablo.
Para él, el paralelismo a la vez de semejanza y de oposición entre el que él denomina
«primer Adán» y Cristo, «último Adán», proyecta una luz decisiva sobre el misterio de la
salvación. Se puede decir que toda la historia del mundo está dominada por esas
relaciones entre estos dos polos del misterio humano, los dos Adanes.
El primer Adán es el hombre que Dios moldeó con el polvo tomado de la tierra (Gn 2,7).
Lo que hay de común entre él y Cristo es que uno y otro son «primero» de toda la
generación humana. Ambos son comienzo o principio de la Humanidad. Y ello en una doble
forma: en primer lugar, porque uno y otro son fuente de vida e incluso de toda vida. Pero
también porque, por el hecho mismo de ser principio de vida, son como el arquetipo inicial,
el prototipo conforme al cual es formada la Humanidad que ellos lanzan al mundo.
Dependencia y semejanza ligan a toda la Humanidad, tanto con uno como con otro. Eso
basta para que ambos puedan ser denominados «Adán».
Ahí acaban las semejanzas y empiezan las diferencias e incluso, en San Pablo, los
contrastes. Como escribe el P. Lyonnet:
«El apóstol establece una comparación que continúa sistemáticamente hasta el final del
capítulo, oponiendo la obra de Cristo a lo que podría denominarse «la causalidad
adámica»; por un lado, las fuerzas del mal desencadenadas en el mundo por el pecado del
primer hombre y que actúan sobre todos los hombres sin excepción; por otro, el poder de la
gracia que tiene su fuente únicamente en la muerte voluntaria de Cristo: de un lado, el reino
de la muerte, del otro, el reino de la vida» (5).
«Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así
la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...» (Rm 5,12). Cabría
esperar el otro miembro de la comparación: «Así por un solo hombre, Cristo...». Pero no, la
frase queda en suspenso... El contraste que los pone, por así decir, en igualdad: uno fuente
de pecado y de muerte y el otro principio de gracia y de vida, no basta. Es preciso decir
más, mucho más. Porque la gracia que nos ha llegado en Jesucristo no es solamente
reparación del pecado y la vida que se nos ha otorgado en Cristo no es sólo la que
habíamos perdido en Adán. ¡Se trata de algo muy distinto y muy superior! «Porque si por el
delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios otorgada por un solo
hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos» (Rm 5,15). «Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Donde perdimos una vida mortal, se nos da en Cristo
una vida eterna. De este modo, el contraste es perfecto entre los dos Adanes: «El primer
hombre Adán fue un ser animal dotado de vida; el último Adán, un ser espiritual que da la
Vida... y así como hemos revestido la imagen del hombre terreno, revestiremos también la
imagen del celeste» (1 Co 15,45-47).
Por eso, podemos cantar con la liturgia pascual: «¡Oh, feliz culpa!» Sí, dichoso pecado
que nos ha valido tan gran Redentor y tan magnífica redención.
He ahí cómo esta Luz ilumina desde arriba todo el designio de Dios sobre la historia de
los hombres. Sí, desde los orígenes de la Humanidad se trata de un designio de salvación
que se realiza en Cristo.
Tenemos que releer el capítulo 3 del Génesis a la luz del capítulo 5 de la carta a los
Romanos.
«La Escritura no habla nunca del pecado sin evocar al mismo tiempo el remedio previsto
por Dios, ya que Dios no permitió el pecado sin prever al mismo tiempo el remedio al
pecado, y un remedio que no se contenta con reparar los daños: mirabilius reformasti,
porque el pecado no fue permitido sino con vistas al remedio» (6).
Es lo que San Pablo afirma al decir que Adán, el primer hombre pecador, preparaba a
Jesús porque: «Adán es figura del que había de venir» (Rm/05/14).
Desde los orígenes, desde el Génesis, el designio creador de Dios estaba orientado
hacia su realización en Cristo Jesús. El primer Adán prepara el último; el nuevo Adán va a
la búsqueda del primero para revelarle, en su luz de resucitado, el sentido último de su vida,
de su pecado y de su muerte. La historia de la Humanidad se convierte en la historia de su
salvación en Cristo. La creación nos revela la bondad infinita de Dios en el don que hace
de la vida a aquel que ha hecho a su imagen; pero la historia de la salvación nos revela la
bondad infinita de Dios en su perdón a todos aquellos a quienes ha hecho sus hijos en
Cristo.
La solidaridad universal
Pero es preciso llegar más lejos aún. En el designio de Dios no sólo es la aventura de la
Humanidad, sino también la historia del universo, lo que constituye la historia de su
salvación en Cristo.
En el designio de Dios todo tiene su consistencia: el mundo y el hombre, todo hombre y
todos los hombres, el mundo y todos los hombres en Cristo. Si queremos revelar a nuestros
contemporáneos el misterio de lo que la tradición llama «el pecado original», habrá que
expresarlo a la luz de lo que Cristo nos ha revelado de la solidaridad universal. La
solidaridad de los hombres y del universo en el mal no es, en el designio de Dios, más que
el anverso y la preparación de su solidaridad en la salvación en Jesucristo. El pecado
original es una dimensión del misterio de la salvación, una preparación de la reunión
universal en Cristo. Es preciso que lo iluminemos hasta que se convierta en un misterio
cristiano. No será una Buena Noticia si sólo se le considera a la negra luz del primer Adán;
entra en la Buena Noticia porque nos conduce según Dios hacia Cristo.
El universo entero es humano
Aun a nivel científico es cada vez más observable que en el mundo todo tiene su
consistencia. De un extremo al otro del mundo, desde lo infinitamente grande a lo
infinitamente pequeño, se descubren los mismos elementos y las mismas leyes. Esa unidad
posibilita la ciencia. El universo entero es coherente y esta racionalidad del mundo le liga,
mediante una secreta armonía, a la inteligencia humana.
A nivel filosófico, la reflexión sobre los datos de la ciencia nos descubre un mundo
orientado hacia el hombre. El estudio paleontológico de las formas animales no permite ya
dudar que éstas constituyan la aparición, en la historia de la vida, de un «ascenso» largo y
a tientas hacia el hombre. La tierra es la cuna del hombre, pero, como decía con gracia el
P. Teilhard: «No es el hombre el que desciende del mono, sino más bien el mono el que
asciende del hombre». En el dinamismo de la antropogénesis es la orientación hacia el
hombre lo que dirige la evolución de las formas del mundo animal y de los mamíferos
hasta nuestros antepasados. Esta actitud de espíritu que sitúa la finalidad en el corazón de
la Naturaleza es ya una luz, aunque no todos la admiten.
El nivel de la revelación es coherente con estos datos de la ciencia o con esa reflexión de
la filosofía, pero no se confunde con ellos; descubre lo que está oculto, el designio de Dios.
H/FIN-DE-LA-CREACION: Sí, en el designio de Dios todo está orientado hacia el
hombre. El relato del Génesis da testimonio de ello. La totalidad de la creación está
orientada hacia el hombre; y de una forma doble. Los cinco primeros días preparan el sexto:
el hombre. Adán es sacado del limo de la tierra. Eso quiere decir que todo el universo
material prepara la vida y que toda la subida de la vida prepara la venida del hombre. La
tierra no es sólo la cuna del hombre; es su madre: su trascendencia le viene del soplo de
Dios. Así, el universo es humano porque precede y prepara al hombre. Pero aún hay más:
lo anuncia ya. El universo entero, en el proyecto de Dios, es solidario del hombre: si le
aporta los elementos de su vida, le revela, por ese mismo hecho, que él es el sentido de su
existencia. Es solidario de su destino. El pecado del hombre repercute en el mundo. El
primer pecado del primer hombre pecador hace de él un mundo pecador.
No hay que intentar racionalizar este misterio en un plano jurídico por imputación del
pecado de uno solo a todos los demás; ni en un plano biológico mediante no sé qué
herencia desdichada que transmitiera en los cromosomas los gérmenes del pecado. Lo que
hay que hacer es descubrir el significado del misterio en el plano de la solidaridad del
universo entero con el hombre. Cuando el hombre se separa de Dios debido al orgullo de
su suficiencia y la desobediencia del pecado, todo el universo lleva su señal y anuncia sus
funestas consecuencias. Por eso puede escribir San Pablo que «por el pecado entró la
muerte» (/Rm/05/12). Esto ilumina la extrema ambigüedad de la «naturaleza»; criatura de
Dios, refleja su magnificencia y su belleza: «Los cielos proclaman su gloria»; orientada
hacia el hombre, es solidaria de su destino y lleva la señal de su miseria, de sus pasiones,
de su caducidad y de la espera de su gloria. El starets Silvano decía:
«El Señor ha entregado a los animales irracionales y a todo el resto de la creación a la
ley de la corrupción, porque no debía ésta quedar libre de dicha ley mientras el hombre,
para el cual había sido ella creada, se había hecho esclavo de la corrupción a causa de su
pecado.
Por eso, toda criatura sufre y se halla en conflicto, al igual que el hombre, en la espera de
la revelación de los hijos de Dios» (7).
Ahí es donde hay que llegar. Porque, como hemos visto en San Pablo, la solidaridad del
mundo con la miseria del hombre a causa de su pecado está llamada a ser solidaria con la
Humanidad salvada en Cristo. Por eso, dice San Pablo, la creación entera aguarda con una
especie de impaciencia esa salvación de todos que será, con la irradiación de Cristo, la
salvación de todo.
Porque si es cierto que el universo entero está orientado al hombre para lo mejor o para
lo peor, es mas cierto todavía que está orientado hacia Cristo por su salvación. Si es cierto
que el mundo entero es humano porque está hecho para el hombre, es más cierto aún que
es cristiano, porque todo ha sido hecho por El y para El. El proyecto de Dios ha sido, y es
todavía, crear el mundo como solidario del primer Adán pecador para hacerle solidario del
segundo Adán Salvador. Cuando Jesús baja a los infiernos en busca de Adán, la naturaleza
entera se estremece porque una nueva creación empieza en El.
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(1) H. URS VON BALTHASAR, Dieu et l'homme d'aujourd'hui, Cerf, Paris, p. 258.
(2) E. MALE, L'art religieux du XlIIe siècle en France, t. 2, Livre de poche A. Colin, p. 107.
(3) Ibid. pp. 165-166.
(4) PSEUDO-EPIFANIO, Homilia para el Sábado Santo, PG 43, 440-464.
(5) S. LYONNET, Le message de l'èpitre aux Romains, Cerf, París, 1969, p. 91.
(6) Ibid., p. 92.
(7) ARCHIMANDRITA SOFRONIO, El «starets» Silvanio, p. 122.
(Págs. 114-128)
LOUIS
LOCHET
LA SALVACION LLEGA A LOS INFIERNOS
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 16.SANTANDER-1980