La
Salvación y felicidad de las criaturas
1. La Creación, al anunciar la gloria de Dios y en cuanto que está al servicio de esta gloria, afirma y aumenta su propia gloria y perfección, así como la felicidad que en ellas se basan. En cuanto que honra a Dios, la Creación fomenta su propia dignidad y su bienestar. Mediante la glorificación del Señor adquiere la Creación su propia gloria, adorando a Dios se honra a sí misma. Sólo en el servicio de Dios y mediante este servicio el hombre adquiere la Salvación. El señorío de Dios significa Salvación; la orgullosa autocracia humana es perdición. Por provenir de Dios el hombre lleva en sí mismo un sello divino. Por consiguiente. sólo puede afirmarse y comprenderse a sí mismo a condición de afirmar en sí mismo esta impronta y, por tanto, al Dios vivo, es decir, sometiéndose a la voluntad del Señor. Al someterse a Dios se mantiene fiel a su propio ser. Cuando injuria a Dios, injuria al mismo tiempo la dignidad humana, que proviene de Dios. La felicidad de la criatura es el fin secundario de la Creación.
El hombre no alcanza su perfección y complemento, la seguridad de la existencia y la riqueza de la vida encerrándose en sí mismo, sino trascendiéndose a sí mismo, entregándose a Dios y poniéndose a la disposición del Señor y, viceversa, en el pecado se destruye a sí mismo al rebelarse contra la voluntad de Dios. El pecado es un "no" lanzado contra Dios. Mediante el pecado, el hombre niega que Dios es el Señor. Con ello niega simultáneamente el núcleo más íntimo de su personalidad, cuya esencia consiste en proceder de Dios y estar en camino hacia El. Cuando el hombre niega a Dios desobedeciéndole y buscando orgullosa y rebeldemente su propia gloria y grandeza, cuando sólo se conoce a sí mismo y gira en torno de su propio yo, violenta la esencia de su ser íntimo. La negación de Dios y el odiar al Señor son actos de autodestrucción (locura mental). El infierno es la forma más radical de la autodestrucción que implica el pecado.
2. A partir del Renacimiento se ha ido generalizando la idea de que el afirmar que la glorificación de Dios es el fin último de la creación implica una indignante humillación de la criatura, especialmente de la criatura humana, y una desfiguración de la verdadera idea de Dios. No Dios, sino el hombre, su perfeccionamiento y su felicidad son el fin último de la Creación. Sobre todo Hermes (muerto en 1831) ha expuesto con toda claridad esta opinión, influenciado no solamente por Kant, Fichte y otros filósofos, sino también por ciertas tendencias de la teología católica de aquel tiempo. Su teología está totalmente inspirada por la idea fundamental de la Ilustración, por la idea de la dignidad del hombre. El respeto de nosotros mismos, la manifestación y el mantenimiento de la dignidad humana es, según él, el precepto supremo de nuestra existencia y de nuestra naturaleza racional. De ello deduce que el hombre es de por sí un fin autónomo, más aún, que la razón obliga directamente al hombre a admitir que Dios ha querido que sea un fin autónomo. Hermes opina que no se puede defender la opinión de la antigua teología, según la cual la gloria del Señor será el fin principal de la Creación. Antes bien, el hombre es el único ser para el cual Dios ha creado el mundo; y la felicidad moral del señor del mundo, es decir, del hombre, es la única finalidad de la Creación visible. Según Gunther (muerto en 1863), Dios sería un ser vanidoso si en la creación buscase su propio honor y gloria.
Estas opiniones olvidan que la dignidad del hombre es una dignidad creada y que sólo puede ser comprendida y mantenida como tal, es decir, en cuanto que es una dignidad que tiene su fundamento en Dios y que depende de El. El yo personal del hombre está íntimamente orientado hacia el conocimiento y el amor de Dios. El hombre es esencialmente una imitación de Dios.
Por consiguiente, para que el hombre pueda obtener su perfección esencial es preciso que obre de acuerdo con esta semejanza. Toda tentativa orientada a emanciparse, a autonomizar la existencia humana, es un comportamiento que se opone a las exigencias ontológicas, es decir, una violentación de la naturaleza humana, e implica necesariamente un envilecimiento final. La historia de la Época Moderna nos ofrece la mejor prueba experimental. La Humanidad se ha esforzado por tomar en las manos las riendas de su destino creyendo solamente en sí misma, impulsada por un desenfrenado deseo de libertad ha querido ser igual a Dios; más aún, ha querido ser atea. El resultado es bien conocido; a pesar de que se han activado todas las fuerzas del hombre, obteniéndose éxitos enormes en todos los sectores de la existencia humana, la libertad del hombre ha ido disminuyendo y casi ha llegado a desaparecer y extinguirse. La Historia demuestra que el ateísmo impío es inhumanidad. Una de las más terribles consecuencias de la tendencia del hombre a rebelarse contra Dios, a fundamentar la existencia humana prescindiendo de Dios, consiste en el hecho de que el hombre llega a ser considerado como mera ruedecilla de una gigantesca máquina, siendo despojado de su personalidad y de su yo. La Historia misma ha demostrado, pues, la absurdidad de los esfuerzos de todos los que pretenden fundar y conseguir en el ateísmo la dignidad humana. La absurdidad de este deseo queda de mostrada, de otra parte, por el terrible sentimiento de soledad en que incurre el hombre que vive sin Dios (véase el sentimiento del abismo en Dostoyewski y Baudelaire, la muda inseguridad en Rilke, el sentimiento de destierro en Nietzsche. En el mundo ateo, el hombre se halla colocado frente a la fría indiferencia de las cosas con su marmóreo silencio.
La expresión moderna de la soledad desesperada y de la absurdidad de la existencia emancipada de Dios se halla en las formas de la filosofía existencialista representadas por Heidegger, Jaspers y, sobre todo, Sartre. Su pensamiento es absolutamente antropocéntrico. He aquí lo que escribe Jaspers: "Esta "desdeización" del mundo no es la incredulidad de los particulares, sino la posible consecuencia de un desarrollo, que en este caso conduce efectivamente a la nada. Ahora se siente por todas partes una aridez de la existencia antes no conocida, comparada con la cual presenta un aspecto de seguridad y refugio la más extrema incredulidad de la Antigüedad con la plenitud plástica de una realidad mítica nunca abandonada." Es bien significativo el hecho de que en esta filosofía se dice que el miedo es el eterno compañero de la existencia humana. Aunque se soporte con heroísmo trágico la absurdidad de la existencia humana, más aún, aunque la inercia y la autosuficiencia espiritual del que disfruta del orden heredado con absoluta despreocupación puedan comunicar al incrédulo el sentimiento de superioridad (Pfliegler), aparece aquí, no obstante, con toda evidencia, que la vida sin Dios es una cosa intolerable.
La realización práctica de un ser humano independiente de Dios la ofrecen el comunismo y colectivismo ateos, nacidos ambos de un colectivismo falso. Ellos se arrogan inexorablemente aquel valor religioso y veneración que sólo corresponde a Dios. Aunque se presentan como portadores de un mensaje de redención, lo cierto es que ellos arrebatan a los hombres su dignidad humana, en cuanto que debilitan su personalidad y sólo le consideran como un medio para la colectividad y sólo precisan su valor y su vida en función a esta colectividad.
En realidad, el servir a Dios no destruye la dignidad humana, sino que la hace posible y la asegura. El hombre que reconoce el señorío de Dios, comportándose según las exigencias ontológicas, crece y se desarrolla en la dirección de su propia perfección. El yo personal del hombre sólo puede afirmarse y comprenderse en la ligazón que le une con el Dios personal. "Dios no puede humillarnos tan profunda e inhumanamente como el hombre puede humillar al hombre. Eso es lo que nos enseña la Escritura con la parábola del hijo pródigo. ¿O es que el hombre, en lugar de afirmar su propia esencia, preferirá ser destruido por el hombre, para seguir poseyendo en la autodestrucción el orgulloso sentimiento de que es dueño de sí mismo?" (Pfliegler.).
Cuanto más se esfuerce el hombre por realizar en el mundo el señorío de Dios, con tanta más facilidad realizará la debida estructuración y orden del mundo. Para ser debidamente homo faber, homo oeconomicus y homo rationalis, tiene que ser al mismo tiempo un verdadero homo orans. Si sólo quiere ser lo primero, sin preocuparse de ser lo segundo, quedará convertido en un enterrador no sólo de su propia vida, sino también del mundo. (·SCHMAUS-2.Pág. 126-130) ........................................................................
2. La criatura dotada de dignidad personal, es capaz y está obligada a vivir como persona, es decir, a vivir como criatura que se posee a sí misma y es responsable de sus acciones y decisiones, sirviendo al "tú", al mundo y a Dios. La autoposesión implica la fidelidad para consigo mismo, para con la esencia propia que procede de Dios y es semejante a Dios.
Esta fidelidad sólo puede actualizarse bajo la forma de servicio y abnegación en la comunidad y ante Dios. En la fidelidad, el hombre mantiene y desarrolla su propia esencia, y debido a ella es más poderoso que todo el resto de la creación. Esta podrá aplastar al hombre, pero no puede destruir su mismo "yo", pues no hay fuerza alguna capaz de obligar al hombre a ser infiel a sí mismo, es decir, no hay poder terreno alguno que pueda obligar al hombre a obrar contra su conciencia y a destruirse de este modo a sí mismo. Sólo el hombre es capaz de ejecutar esta obra destructora, cuya víctima sería él mismo. Tampoco Dios destruye el "yo" humano. Si el hombre se decide a realizar la fidelidad a sí mismo de un modo opuesto a la voluntad divina -caricatura de la fidelidad para consigo mismo-, Dios no se lo impide. Resulta, pues, que, en cierto modo, el hombre es más poderoso que Dios, pues Dios quiere que el hombre sea libre y no quiere poner trabas a su libertad, aun cuando ésta se desarrolle indebidamente.
El hombre, cada hombre, es un ser autónomo de un modo singular e irrepetible. Ninguno de los hombres es un mero ejemplar del género "hombre". Ninguno, pues, puede ser sustituido por otro. Todos tienen una importancia y una misión insustituibles. Que hubiese uno más o uno menos, aun cuando se tratase del más insignificante, la historia humana sería totalmente distinta de lo que es. Aunque no sea capaz de comprender esto el que sólo ve los aspectos exteriores y superficiales de la historia humana, el creyente, aquel a quien Cristo ha abierto los ojos para que pueda ver la profundidad y enigmas del mundo, lo percibe con toda claridad.
Resulta, pues, que la personalidad constituye el punto de vista desde el cual se puede comprender debidamente al hombre y se puede vivir según las exigencias que emanan del propio ser humano. No obstante, esta verdad no ha sido conocida con claridad fuera del ámbito de la Biblia. En el pensamiento griego, por ejemplo, el hombre no es más que una parte de la Naturaleza. Esta y no la persona es la realidad superpuesta. El hombre se halla dentro de un orden absolutamente natural.
(·SCHMAUS-2.Pág. 304) ........................................................................
3. Una de las consecuencias de la semejanza divina del hombre es, según la narración bíblica, su posición de soberanía dentro del mundo. El hombre es imagen y semejanza de Dios, y por eso es el apoderado de Dios sobre la tierra. La Sagrada Escritura dice: ver Gn 1, 24-29.
a) De este texto se deduce que Dios no ha dado al mundo su forma definitiva. Dios ha entregado al hombre su obra para que la continuase. El hombre ha de continuar lo que Dios ha comenzado. Dios ha manifestado que tiene gran confianza en el hombre al encomendarle la misión de completar su obra. El hombre es responsable del estado en que pueda encontrarse el mundo.
b) El hombre ha sido nombrado por Dios señor del mundo. El hombre es señor del mundo. Dios le manda que viva como señor y dueño del mundo. Dios ha encargado al hombre la misión de someter la tierra a su servicio. La tierra ha sido creada para el hombre (Is. 2, 45, 1). La tierra ha de concederle lo que necesita para su vida. Al espíritu ha de revelarle la gloria de Dios. El hombre está destinado a recibir esta revelación y a tomar parte con su voz, con sus palabras en el mudo himno de alabanza de la creación. El hombre ha de reconocer las grandes obras de Dios en la creación y ha de alabarle a causa de ellas (30 y 105). En lo que concierne al cuerpo, la tierra ha de darle lo que necesita para comer, vestirse y habitar. Según la voluntad de Dios, el hombre no ha de sufrir las penalidades del hambre, de la desnudez y de la falta de albergue. El hombre ha de cultivar la tierra, para que pueda extenderse por ella. Una de las presuposiciones de la procreación, ordenada por Dios, es el cultivo del suelo. El suelo ha de producir lo que el hombre necesita para vivir y procrearse.
Cuando el hombre cultiva la tierra, le comunica su propia imagen. Lo mismo que el hombre lleva el signo de Dios, así también la tierra lleva el signo del hombre, su señor. El cultivo de la tierra es obediencia al mandato divino. El hombre debe cumplir su misión terrena en una actitud de consciente obediencia. El hombre no es propietario de la tierra, sino su administrador. El propietario es siempre Dios. El hombre no puede hacer lo que quiera en el mundo. Antes bien, es responsable ante Dios. El hombre es al mismo tiempo homo faber y homo orans. Qué es homo faber, lo atestigua, por ejemplo, Job 28, o Gen. 4, 17-22. No puede ser lo uno sin lo otro. La primacía la tiene su calidad de homo orans. H/FABER: El libro de la Sabiduría describe la conexión entre homo faber y homo orans /Sb/09/01-12:
c) Como quiera que según la voluntad de Dios el hombre ha de ser señor de la tierra, el estado en que ésta es señora del hombre no es solamente una desgracia sino también una culpa. Dios quiere que el hombre sea libre y no esclavo. Dios ama la libertad y rechaza la esclavitud. La servidumbre del hombre; sea el señor el estado, la máquina, el dinero o cualquiera otra cosa, está en contradicción con la voluntad de Dios y es, por consiguiente, signo y expresión del pecado.
d) Cuando los hombres se apartaron de Dios, queriendo ser homo faber y no homo orans, comenzó un desarrollo a lo largo del cual el hombre ha ido convirtiéndose en esclavo de la tierra, cuyo señor había de ser según la voluntad de Dios. Cristo ha comenzado la obra de la liberación, que quedará terminada cuando aparezcan la tierra y el cielo nuevos. Además, Cristo ha asumido la servidumbre provocada por el pecado, pues quería soportar y tolerar el destino total del hombre. Ha sufrido, pues, hambre, desnudez y falta de albergue, penalidades que según el plan primitivo de la creación no habían de afectar al hombre. De este modo Cristo ha quebrantado el poder del pecado. En la resurrección ha quedado libre de toda clase de servidumbre. Cristo es el Kyrios, el Señor a quien sirve el mundo entero. A la falta de albergue ha sucedido la seguridad de la existencia; al hambre, la plenitud de la vida; a la desnudez, la gloria de Dios. Cristo se ha revelado como rey. Hacia este estado final caminan todos los que se dejan guiar por Cristo. En sus milagrosas obras nos ha mostrado el futuro, un futuro en el cual el mundo entero servirá al hombre y en el que éste será el Señor del mundo. Tales obras son: la multiplicación de los panes, la conversión del agua en vino, al caminar sobre el mar, y también la promesa de moradas celestiales.
e) De este modo, la estructuración del mundo encomendada al hombre por Dios hace referencia al perfeccionamiento final del mundo. El cultivo de la tierra, entre el comienzo y el fin de los tiempos, es un comienzo de la figura definitiva del mundo que Dios producirá cuando haya llegado la hora señalada para ello.
f) La semejanza de Dios se ha de manifestar en la actividad, en la participación en la actividad creadora de Dios. El predicado de "muy bueno", que caracteriza las obras de Dios, puede aplicarse también a las del hombre, en cuanto que son participación en la actividad creadora de Dios. "De este modo se encomienda a todos los hombres una misión común, proclamada por un dictado divino: la sumisión de la tierra y el dominio sobre todas sus criaturas. Con razón se ha observado que este pequeño número de palabras encierra todo un programa para la historia cultural del género humano. Este programa es tanto más valioso cuanto que no excluye el valor moral del trabajo humano. Porque la repartición de la actividad creadora entre todos los días de la semana, exceptuando un sólo día de descanso (Gen. 2, 1-3), que desde ahora en adelante había de ser orden permanente, expresa que el hombre no existe para disfrutar sin preocupación alguna los placeres que puede ofrecer el mundo, como se dice en innumerables mitos de la humanidad primitiva sino, que ha de desarrollar sus capacidades y fuerzas trabajando debidamente, para de este modo llegar a poseer una imagen de la actividad creadora divina y de la correspondiente alegría" (Eichhordt, 1. c. II, 64 y sigs).
Tenemos, pues, que según la sagrada Escritura, el trabajo es una misión divina encomendada al hombre, no una maldición ni una deshonrante ocupación de esclavos, como era considerado por la Antigüedad. No obstante, es cierto que las penalidades y la infertilidad del trabajo se derivan del pecado. El día de descanso evita que el hombre sea completamente acaparado, absorbido y consumido por el trabajo, y le conserva la libertad de poder alegrarse de su obra, siguiendo el ejemplo de Dios. También en lo que concierne al trabajo, el hombre ha de ser señor y no esclavo. Dios mismo ha implantado en el corazón del hombre un sentimiento de orgullo, que nace de su parentesco divino, y sentimientos de humildad inspirados por la dependencia en que se halla con respecto a la tierra, como lo demuestra la oración que contiene el salmo octavo arriba citado. Otra de las consecuencias que se derivan del parentesco divino, la principal de todas consiste en la posibilidad de ser llamado por Dios y de responder a la llamada divina. El hombre está obligado a percibir la palabra de Dios, a aceptarla y a obedecerla. Dios se acuerda y cuida del hombre (Ps. 8, 5; Ecle. 17, 8; Act. 1, 24). Al crear al hombre, Dios se ha creado un "tú" humano y se ha convertido en último "tú" del hombre. Quiere entrar en conversación con el hombre, y éste está obligado a conversar con Dios. La peculiaridad más esencial del hombre, la que le distingue de todas las otras criaturas, es la capacidad de poder hablar con Dios. No hay animal alguno que pueda hablar con Dios. En cuanto que es homo orans, el hombre es una criatura de singular importancia y el centro de la Creación. Su destino consiste en hablar con Dios, ensalzando la gloria divina y su resplandor en la Creación y dando gracias a Dios por ello.
(·SCHMAUS-2.Pág. 308-312) ........................................................................
4. Sólo hay una verdadera comprensión del hombre, cuando el hombre no intenta entenderse exclusivamente desde sí mismo, sino que permite que Dios le diga qué es y quién es.
(·SCHMAUS-7.Pág. 40) ........................................................................
5. Nietzsche y Kierkegaard
Contra la desvalorización hegeliana del individuo a favor de la totalidad hicieron frente, durante el siglo XIX sobre todo, Nietzsche y Kierkegaard. El uno intentó dar su dignidad al individuo abriéndole el camino hacia el superhombre, cierto que situándolo a la vez ante la nada, el otro, llevándolo ante la presencia de Dios. La acentuación del individuo parece a primera vista ser favorable al conocimiento de la historicidad del hombre. Sin embargo, no tienen plena comprensión de la historicidad humana, pues Nietzsche la desconoce totalmente, y Kierkegaard no le ve clara.
Esto no impide suponer que Nietzsche, como la mayoría de los filósofos importantes del siglo XIX, fue un escatologista encubierto. La meta de su doctrina secularizada del último fin no se llama Dios ni Estado, ni cultura, sino superhombre. Toda la historia humana está al servicio de la evolución del superhombre. El superhombre es aquel que tiene ánimo y fuerza para romper todas las tablas anteriores por las que se haya orientado la humanidad y crearlas nuevas en todos los terrenos. Tienen validez porque el superhombre las crea. Da una nueva verdad. Es verdadero lo que él declara verdadero, y lo es porque él determina que lo sea. Es bueno lo que él declara bueno, y lo es porque él establece que es bueno. También en el terreno de lo histórico tiene validez lo que él declara histórico. Para sustraerse a la objeción de que la realidad histórica no está en manos del hombre, de que el hombre vuelve la vista a la historia como a un dato inmutable pero no puede producirla, Nietzsche introduce la doctrina del eterno retorno de las cosas. "Todo pasa, todo vuelve; eternas vueltas da la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer; eternamente se construye la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente se es fiel el anillo del ser." "Tú enseñas -dicen los animales a Zaratustra- que hay un gran año del devenir, un enorme gran año: como un reloj de arena tiene que dar continuamente vueltas para que de nuevo se acumule y fluya... Y si quisieras morir, ahora también sabemos cómo te hablarías a ti mismo: ahora muero y desaparezco y en el ahora soy una nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos. Pero vuelve el nudo de las causas en que he sido devorado, que me volverá a crear." Lo pasado retorna por tanto. Y así llega, aunque ha pasado, a la mano del superhombre, y éste puede someterlo a su mandato. El pensamiento de Nietzsche es, por lo tanto, escatológico. Pero su escatología tiene una medida de mundanización que apenas puede ser superada. Pues la meta es el hombre individual, descrito de tal manera que en él se vuelven a encontrar muchos rasgos del verdadero Dios. Es una usurpación de Dios. Esta escatología, lograda en la cumbre de la secularización, es fundamentada por la doctrina del eterno retorno de las cosas. Al superhombre se le concede valor absoluto. Todo lo demás es radicalmente desestimado. En eterno círculo, en eterna repetición unísona, se mueven todas las cosas y los hombres hacia el superhombre o en torno suyo sin tener valor propio. Esta escatología es, por tanto, individualista y colectivista a la vez. Pero sobre todo es atea. En Nietzsche se ve manifiestamente que el hombre que se libera de Dios sólo puede sustraerse al sin sentido de la vida divinizándose a su semejanza y esclavizándose al Dios que él mismo se ha creado.
La idea del eterno retorno nos sale al paso también en el monismo filosófico del siglo XIX. En su matiz mecanicista supone un eterno retorno de la materia, y en su matiz biológico un eterno retorno de la vida celular (por ejemplo, L. A. Feurbach, Darwvin, Haeckel). La doctrina del eterno retorno significa en último término una renuncia al sentido definitivo de la historia.
También el teólogo protestante Kierkegaard proclamó el mensaje del valor del individuo, y no sólo, como Nietzsche, el valor de un individuo, sino el de cada uno. La salvación de cada uno es el anhelo fundamental de Kierkegaard. Se logra decidiéndose incondicionalmente por Dios. Sólo en Dios se logra el hombre a sí mismo; quien pierde a Dios se pierde también a sí mismo. La mundanización, la divinización de lo indiferente es una de las muchas formas de desesperación descritas por Kierkegaard. A pesar de la fuerte acentuación del individuo y del carácter decisivo de su acción, Kierkegaard no vio con claridad la historicidad del hombre. Por una parte, explica: "La dignidad eterna del hombre es, en efecto, su capacidad de adquirir una historia; lo divino de él es que, si quiere, puede dar hasta continuidad a esta historia." Por otra parte, parece que limita esta historia a la intimidad. En el interior del hombre ocurre la decisión a favor o en contra de Dios, a favor o en contra de sí mismo. Kierkegaard no quiere unir la decisión contra Dios; el pecado, con el pecado de Adán. El pecado del individuo no empieza al comienzo de la historia humana, sino en el individuo mismo. El pecado original no tiene, por tanto, significación fundamental para cada hombre. Cierto que se puede decir que la pecaminosidad del género humano tiene una historia en cuanto que el género humano no empieza en cada uno, sino que se continúa desde Adán a través de todas las generaciones. Pero los pecados y los pecadores no están unidos por una continuidad que los abarque. Cada hombre representa en su decisión por Dios o contra Dios un nuevo comienzo. Cada uno decide su destino como individuo, no como miembro de una serie. Más aún, el destino de cada uno está en la punta del momento en que ocurre la decisión. La decisión tiene que ser encontrada de nuevo a cada momento dentro de la situación impuesta al hombre. Por rechazar la continuidad histórica, Kierkegaard no llega a una plena comprensión del carácter histórico del cristianismo. Cierto que acentúa frente a la infravaloración hegeliana del individuo que Dios se reveló en Cristo en un punto de la historia, que la salvación se funda en la relación con el Cristo histórico. Pero su concepción es estático-puntual. No puede explicar cómo el individuo puede unirse al Cristo histórico porque no hay ningún puente que conduzca desde el ahora al entonces. En lucha contra Hegel, acentuó unilateralmente el permanente carácter decisivo de la historia y pasó por alto la continuidad entre el entonces y el hoy.
(·SCHMAUS-7.Pág. 44-46) ........................................................................
El «homo augustinianus» es un hombre profundamente inquieto, con un permanente desasosiego en el alma, que le lleva a exclamar: «nos has creado, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta volver a descansar en ti» (Confesiones 1,1); volcado hacia el interior, en su constante empeño por dar con la verdad que anhela su alma, convencido, como está, de que sólo en la interioridad, «en el hombre interior, reside la Verdad» (La verdadera religión 39,72; El Maestro 11,38); inquieto peregrino y buscador incansable de la verdad, a la que llega, de algún modo, a vislumbrar, pero nunca a alcanzar (Sermón 169,15,18). Esta situación anímica le impulsa a «buscar como buscan los que han de encontrar; y encontrar como encuentran los que han de seguir buscando. Porque se ha dicho que el hombre que llega al final, no hace más que empezar» (La Trinidad 1,1); humano: con la acogida, pródiga comprensión y tolerancia hacia los demás, que le produce la honda conciencia que tiene de «ser hombre, y no considerar nada de lo humano ajeno a él» (Carta 78,8; Sermón 233,2); fiel amigo y compañero de camino y de búsqueda de todos cuantos persiguen la verdad (Sermón 292,1; El Maestro 11,38), dispuesto siempre a dar y a servir; solidario con todos cuantos seres humanos caen dentro del radio de su acción, y precisan de su acogida y ayuda, pues, aparte de tener a todos los hombres por su «prójimo» (Comentarios a los Salmos 118,8,2; 25,2,2), es, además, experimentado sabedor de que «todos necesitamos de los demás, para ser nosotros mismos» (Comentarios a los Salmos 125,13); comunitario, dispuesto a «anteponer las cosas comunes a las propias» (Regla 5,2), convencido de que «la comunión en los mismos ideales» (La Ciudad de Dios 19,24), y el trato amistoso entre todos los miembros del grupo, es el mejor medio y modo de encontrar la paz y felicidad social, ya que «la caridad/amistad crea la cohesión, la cohesión produce la unidad, y la unidad la comunidad» (Comentarios a los Salmos 30,2,1; Sermón 103,4). Naturalmente, en esa interrelación siempre hay que distinguir lo que es esencial o necesario en lo que hay que mantener siempre la unidad, de lo que es accesorio o discutible, campo donde debe reinar la libertad; libre, hasta el extremo de hacer de la misma necesidad un ejercicio de libertad, cuando se lo pide la responsabilidad, pues parte del principio de que «la verdadera libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana, sino en hacer lo que tenemos que hacer, porque nos da la gana» (Sermón 344,4: LBT/QUE-ES); sincero, con la autenticidad que le pide el evangelio y su estrecha relación y compromiso con la Verdad, que le exige «armonizar las palabras con las obras» (Sermón 88,12; 166,2); esforzado, porque, aparte estar convencido de que «Dios sólo ayuda a quien se ayuda a sí mismo» (Cartas 147,2), y que «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermón 169,11,13), sabe por propia experiencia que «por muy lejos que hayamos llegado, el ideal está siempre más allá» (Comentarios a los Salmos 38, 14), desprendido y generoso, persuadido, por propia y ajena experiencia, de que «no es más feliz el que más tiene, sino quien menos necesita» (Regla); equilibrado, portador de la mesura y armonía, que reporta a la persona la posesión de la sabiduría, esa virtud «medida del hombre, por la que el hombre se mantiene en equilibrio, sin intentar lo imposible, ni contentarse con lo insuficiente» (La vida feliz 4,43,34); trascendente, no sólo porque está intelectualmente convencido de que el origen de las cosas y el destino de los hombres es Dios, su Creador (La Trinidad 9,10,13; 12,14,23; 14,8,11), sino también porque, en su interior, está honda y permanentemente acuciado por la inquietud de sentirse separado de su Origen, al que se siente imperiosamente arrastrado como único destino capaz de apaciguar su inquieto corazón.
Es evidente que el perfil aquí delineado apunta a la «imagen ideal» o «arquetipo» de hombre agustiniano. Todos sabemos el gran trecho que siempre media entre el ideal y la realidad. Por eso, el paradigma de hombre agustiniano aquí perfilado, no indica otra cosa que la meta hacia la que deben dirigirse constantemente nuestros pasos y, por tanto, la tensión en que debe desarrollarse nuestra existencia como consecuencia de andar siempre persiguiendo unos objetivos tan altos, que pertenecen al mundo de la utopía. Sabemos, y el mismo Agustín lo dejó escrito, que «por muy lejos que hayamos llegado, el ideal está siempre más allá» (Comentarios a los Salmos 38,14). Pero, para que no cunda el desaliento y se mantenga siempre tenso el arco del empeño, también hay que estar constantemente recordando que sólo persiguiendo lo imposible es realizable lo posible. Se ha llegado a escribir que de no haber sido por el tirón de la utopía, el hombre seguiría llevando todavía una vida cavernícula.
(·DÍEZ-DEL-RIO-ISAÍAS. _RL-Y-CULTURA/198-99. Pág. 472 s.) .........................................................
Somos limitados. No somos in-finitos. En alguna parte acaba nuestra salud, habilidad, inteligencia... No siempre somos lúcidos sobre esta realidad. A veces tanteamos como los ciegos los bordes de nuestra persona, y llegamos a las áreas más oscuras y desconocidas. Tal vez ahí inútilmente nos torturamos y deprimimos. Nuestra sed de infinito puede rebelarse contra las fronteras donde acaba nuestro territorio. Quisiéramos ensanchar nuestro territorio, mover las cercas que limitan nuestro yo como terratenientes insaciables. Pero ése es un camino equivocado. Sólo somos infinitos en el encuentro con el Infinito, no en la posesión de los amos. La plenitud no es una posesión mía, sino que reside en el encuentro que me acoge con los brazos abiertos y no me disuelve en el abrazo, sino que me llama por mi propio nombre para siempre.
Somos amados como somos, no como pensamos que debiéramos ser. Podemos sentir la mirada de Dios, que se posa con cariño sobre nosotros, como la sintió María en el canto del Magnificat (Lc 1,48) y como la sintió Jesús en el bautismo (Lc 3,22). De la misma manera sintieron muchos pecadores pobres, y enfermos la mirada de Jesús en Galilea. Esta experiencia de Dios, que nos acepta como somos, es el fundamento de nuestra aceptación. «Miró la pequeñez de su esclava» (Lc 1,48), nos dice María. Nos miramos también como somos, sin dejar que los límites se apoderen de toda nuestra persona, como una mancha de tinta que desde el borde se extiende por todo el papel. En este caso, el límite pequeño se iría adueñando de toda la persona en dinamismos de miedo y confusión. Pero tampoco lo ignoramos ni lo camuflamos, porque, sepultado en nuestra intimidad oscura, crecería y nos asaltaría a traición en muchos de nuestros comportamientos y decisiones.
Nos permitimos sentir el miedo, la tristeza, la ira, el dolor de las heridas pasadas, la impotencia para transformar personas y situaciones. No tenemos nada que esconder. Somos amados como realmente somos. Sobre nuestros limites se posa la mirada de Dios, y sobre nuestra ceguera la mano de Jesús que nos devuelve la vista con el lodo de cualquier camino (Jn 9,6).
Hemos sido encontrados por la Plenitud. No la podemos abarcar, pero sí podemos sentir cómo pasa a través de nosotros. Y en esa corriente, nosotros mismos vamos siendo transformados y conducidos a un encuentro sin orillas que ahora ya nos abraza en la discreción de nuestra existencia limitada. La plenitud no es una posesión, sino un encuentro. El final de la historia son unos brazos abiertos.
Benjamín Gonzalez Buelta. ICTYS/90-09)