Juan Pablo II: La sangre de
Cristo, el don más grande de Dios
Meditación sobre el cántico del
primer capítulo de la Carta a los Efesios
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 18 febrero 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la meditación que pronunció Juan Pablo II en la audiencia general
de este miércoles dedicada a comentar el cántico del primer capítulo de la
Carta de san Pablo a los Efesios (3-10), «El Dios salvador».
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
1. El espléndido
himno de «bendición», con el que comienza la Carta a los Efesios y que es
proclamado cada lunes en la Liturgia de las Vísperas, será objeto de una serie
de meditaciones a lo largo del itinerario que estamos siguiendo. Por el
momento, nos contentaremos con echar una mirada al conjunto de este texto
solemne y bien estructurado, como un majestuoso edificio, destinado a exaltar
la maravillosa obra de Dios, actuada en Cristo por nosotros.
Comienza con un «antes» precedente al tiempo y a la creación: es la eternidad
divina en la que ya toma vida un proyecto que nos sobrepasa, una
«predestinación», es decir, el designio amoroso y gratuito de un destino de
salvación y de gloria.
2. En este proyecto trascendente, que engloba la creación y la redención, el
cosmos y la historia humana, Dios había establecido, «en su benevolencia»,
«recapitular todas las cosas en Cristo», es decir, restablecer el orden y el
sentido profundo de todas las realidades, las del cielo y las de la tierra
(Cf. 1,10). Ciertamente Él es «cabeza suprema de la Iglesia, que es su
Cuerpo», pero también el principio vital de referencia del universo.
El señorío de Cristo se extiende, por ello, tanto al cosmos como al horizonte
más específico que es la Iglesia. Cristo desempeña una función de «plenitud»
para que en él se revele el «misterio» (1, 9) escondido en los siglos y toda
la realidad realice --en su orden específico y en su grado-- el designio
concebido por el Padre desde la eternidad.
3. Como tendremos oportunidad de ver a continuación, esta especie de Salmo del
Nuevo Testamento se concentra sobre todo en la historia de la salvación, que
es expresión y signo vivo de la «benevolencia» (1,9), del «amor» (1,6) divino.
A continuación presenta la exaltación de «la redención» alcanzada «por medio
de su sangre», «el perdón de los delitos», la abundante efusión de «la riqueza
de su gracia» (1,7), la adopción divina del cristiano (Cf. 1, 5), al que le ha
dado a conocer «el misterio de la voluntad» de Dios (1,9), por el que se entra
en la intimidad de la misma vida trinitaria.
4. Tras haber repasado en su conjunto el himno con el que comienza la Carta a
los Efesios, escuchamos ahora a san Juan Crisóstomo, maestro extraordinario y
orador, agudo intérprete de la Sagrada Escritura, quien vivió en el siglo IV y
llegó a ser obispo de Constantinopla, en medio de dificultades de todo tipo,
sometido incluso a la experiencia del exilio.
En su Primera Homilía sobre la Carta a los Efesios, al comentar este Cántico,
reflexiona con reconocimiento sobre la «bendición» que hemos recibido «en
Cristo»: «¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te ha hecho libre,
hijo, justo, hermano, coheredero, reinas con él, con él eres glorificado. Se
te ha dado todo y --como está escrito-- "¿cómo no nos dará con él todas las
cosas?" (Romanos 8, 32). Tus primicias (Cf. 1 Corintios 15, 20.23) son
adoradas por los ángeles, por los querubines, por los serafines: ¿qué te puede
faltar ahora?» (PG 62, 11).
Dios ha hecho todo esto por nosotros, sigue diciendo san Juan Crisóstomo,
«según el beneplácito de su voluntad». ¿Qué significa esto? Significa que Dios
desea apasionadamente y anhela ardientemente nuestra salvación. «Y, ¿por qué
nos ama hasta llegar a este punto? ¿Por qué nos quiere tanto? Sólo por su
bondad: la "gracia", de hecho, es propia de la bondad» (ibídem, 13).
Precisamente por este motivo, concluye el Padre de la Iglesia, san Pablo
afirma que todo se cumplió «para alabanza de la gracia que se nos ha dado en
su Hijo amado». Dios, de hecho, «no sólo nos ha liberado de los pecados, sino
que nos ha hecho también dignos de ser amados...: ha embellecido nuestra alma,
la ha hecho deseable y amable». Y cuando Pablo declara que Dios lo ha hecho
mediante la sangre de su Hijo, san Juan Crisóstomo exclama: «No hay nada más
grande que esto: la sangre de Dios ha sido derramada por nosotros. El que ni
siquiera haya perdonado la vida de su Hijo (Cf. Romanos 8, 32) es algo más
grande que la adopción divina como hijos y que los demás dones; el perdón de
los pecados es algo grande, pero más grande es todavía el que esto haya tenido
lugar mediante la sangre del Señor» (ibídem, 14).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de
la audiencia, un colaborador del Papa hizo este resumen de su intervención en
castellano y presentó a algunos de los grupos de peregrinos procedentes de
América Latina y España].
Queridos hermanos y hermanas:
El himno de bendición con el que empieza la Carta a los Efesios es un texto
solemne y bien estructurado que resalta la maravillosa obra de Dios, llevada a
cabo por Cristo. Este proyecto divino, preestablecido por Dios en su
benevolencia, es el de recapitular todas las cosas en Cristo. Su señorío se
extiende a todo el universo y Él revela el misterio escondido en los siglos
para que todo el cosmos lleve a término el proyecto concebido por Dios antes
de la creación del mundo.
La obra de Cristo, con la remisión de los pecados, la efusión de las riquezas
de su gracia, la filiación divina del cristiano y el dar a conocer el misterio
de su voluntad, hacen que se pueda entrar en el misterio íntimo de la misma
vida trinitaria.
2.
Juan Pablo II: Cristo, auténtico liberador
Comentario al cántico de inicio de la Carta a los Efesios
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 13 octubre 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la reflexión pronunciada por Juan Pablo II este miércoles durante
la audiencia general sobre el cántico con el que comienza la Carta a los
Efesios (1, 3-10), himno a «Dios salvador».
Bendito sea
Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
1. Nos encontramos ante el solemne himno de bendición con el que comienza la
Carta a los Efesios, una página de gran densidad teológica y espiritual,
admirable expresión de la fe y quizá de la liturgia de la Iglesia de los
tiempos apostólicos.
En cuatro ocasiones, durante todas las semanas en las que se divide la
Liturgia de las Vísperas, se presenta este himno para que el fiel pueda
contemplar y apreciar esta grandiosa imagen de Cristo, corazón de la
espiritualidad y del culto cristiano, así como principio de unidad y de
sentido del universo y de toda la historia. La bendición se eleva de la
humanidad al Padre que está en los cielos (Cf. versículo 3), gracias a la
obra salvífica del hijo.
2. Comienza con el eterno proyecto divino, que Cristo está llamado a
cumplir. En este designio brilla ante todo el hecho de que seamos elegidos
para ser «santos» e «irreprochables», no tanto a nivel ritual --como
parecerían sugerir estos adjetivos utilizados en el Antiguo Testamento para
el culto sacrificial--, sino «por el amor» (Cf. versículo 4). Se trata, por
tanto, de una santidad y de una pureza moral, existencial, interior.
Para nosotros, sin embargo, el Padre tiene una meta ulterior: a través de
Cristo nos destina a acoger el don de la dignidad filial, convirtiéndonos en
hijos en el Hijo y hermanos de Jesús (Cf. Romanos 8, 15.23; 9,4; Gálatas 4,
5). Este don de la gracia se difunde a través del «Hijo amado», el Unigénito
por excelencia (Cf. versículos 5-6).
3. Por este camino el Padre realiza en nosotros una transformación radical:
una plena liberación del mal, pues con la sangre de Cristo «hemos recibido
la redención», «el perdón de los pecados» a través del «tesoro de su gracia»
(versículo 7). La inmolación de Cristo en la cruz, acto supremo de amor y
solidaridad, infunde en nosotros un sobreabundante haz de luz, de «sabiduría
y prudencia» (Cf. versículo 8). Somos criaturas transfiguradas: cancelado
nuestro pecado, conocemos en plenitud al Señor. Y dado que en el lenguaje
bíblico el conocimiento es expresión de amor, éste nos introduce
profundamente en el «misterio» de la voluntad divina (Cf. versículo 9).
4. Un «misterio», es decir, un proyecto trascendente y perfecto, que tiene
como objeto un admirable plan salvífico: «recapitular en Cristo todas las
cosas del cielo y de la tierra» (versículo 10). El texto griego sugiere que
Cristo se convirtió en el «kefalaion», es decir, en el punto cardinal, el
eje central hacia el que converge y en el que encuentra sentido todo ser
creado. El mismo vocabulario griego hace referencia a otro término
particularmente apreciado por las cartas a los Efesios y a los Colosenses: «kefale»,
«cabeza», indicando la función cumplida por Cristo en el cuerpo de la
Iglesia.
Ahora el panorama se hace más amplio y cósmico, abarcando al mismo tiempo la
dimensión eclesial más específica de la obra de Cristo. Él ha reconciliado
consigo «todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que
hay en la tierra y en los cielos» (Colosenses 1, 20).
5. Concluyamos nuestra reflexión con una oración de alabanza y de gratitud
por la redención operada por Cristo en nosotros. Lo hacemos con las palabras
de un texto conservado en un antiguo papiro del siglo IV.
«Te invocamos, Señor Dios. Tú lo sabes todo, nada se te escapa, Maestro de
verdad. Has creado el universo y velas por todos los seres. Tú guías por el
camino de la verdad a los que caminaban en tinieblas y sombras de muerte. Tú
quieres salvar a todos los hombres y hacerles conocer la verdad. Todos
juntos te ofrecemos alabanzas e himnos de acción de gracias».
La oración sigue diciendo: «Nos ha redimido con la sangre preciosa e
inmaculada de tu único Hijo, de toda desviación y de la esclavitud. Nos has
liberado del demonio y nos has concedido gloria y libertad. Estábamos
muertos y nos has hecho renacer, alma y cuerpo, en el Espíritu. Estábamos
sucios y nos has purificado. Te pedimos, por tanto, Padre de las
misericordias y Dios de todo consuelo que nos confirmes en nuestra vocación,
en la adoración y en la fidelidad».
La oración concluye con esta invocación: «Fortalécenos, Señor benigno, con
tu fuerza. Ilumina nuestra alma con tu consuelo... Concédenos la gracia de
ver, buscar y contemplar los bienes del cielo y no los de la tierra. De este
modo, con la fuerza de tu gracia, será glorificada la potestad omnipotente,
santísima y digna de toda alabanza, en Cristo Jesús, Hijo predilecto, con el
Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén» (A. Hamman, «Oraciones
de los primeros cristianos» - «Preghiere dei primi cristiani», Milán 1955,
pp. 92-94).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis de su
intervención en castellano]
Queridos hermanos y hermanas:
El Cántico que hemos escuchado nos invita a contemplar el maravilloso icono
de Cristo, centro de la espiritualidad y del culto cristiano, pero también
principio de unidad y del sentido del universo y de toda la historia. En
este proyecto divino todos somos elegidos para ser «santos e
irreprochables... por el amor».
El Padre, por medio de Cristo, nos concede la dignidad de ser hijos en el
Hijo y hermanos de Jesús. Por Él realiza en nosotros una transformación
radical. Liberados del mal del pecado, mediante la «sangre» de Cristo,
podemos conocer en plenitud al Señor, que nos introduce en el «misterio de
su voluntad». Este «misterio» es un proyecto trascendental y perfecto, que
tiene como objeto «recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la
tierra».
3.
Benedicto XVI: La obra de salvación de Dios en
Cristo
Comentario al cántico del primer capítulo de la carta a los Efesios
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 noviembre 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Benedicto XVI en la audiencia de este miércoles
dedicada a comentar el cántico del primer capítulo de la carta de san Pablo a
los Efesios (3-10), «El Dios Salvador».
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
1. Cada semana, la Liturgia de las Vísperas presenta a la oración de la
Iglesia el solemne himno de apertura de la Carta a los Efesios, texto que
acaba de ser proclamado. Pertenece al género de las «berakot», es decir, las
«bendiciones» que ya aparecen en el Antiguo Testamento y que tendrán una
ulterior difusión en la tradición judía. Se trata, por tanto, de una constante
cadena de alabanza elevada a Dios, que en la fe cristiana es celebrado como
«Padre de nuestro Señor Jesucristo».
Por este motivo, en nuestro himno de alabanza, es central la figura de Cristo,
en la que se revela y se cumple la obra de Dios Padre. De hecho, los tres
verbos principales de este largo y compacto «Cántico» nos conducen siempre al
Hijo.
2. Dios «nos eligió en la persona de Cristo» (Efesios 1, 4): es nuestra
vocación a la santidad y a ser adoptados como hijos suyos y, por tanto, a la
fraternidad con Cristo. Este don, que transforma radicalmente nuestro estado
de criaturas, se nos ofrece «por obra de Cristo» (versículo 5), se trata de
una obra que forma parte del gran proyecto salvador divino, «por pura
iniciativa» (versículo 5) del Padre, que el apóstol está contemplando con
conmoción.
El segundo verbo, después de elegir («nos eligió»), designa el don de la
gracia «que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo» (ibídem).
En griego, nos encontramos dos veces con la misma raíz, «charis» y «echaritosen»,
para subrayar el carácter gratuito de la iniciativa divina que es anterior a
toda respuesta humana. La gracia, que el Padre nos concede en el Hijo
unigénito, es, por tanto, manifestación de su amor que nos envuelve y
transforma.
3. Llegamos así al tercer verbo fundamental del cántico paulino: vuelve a
tener por objeto la gracia divina que sido «derrochada» sobre nosotros
(versículo 8). Nos encontramos, por tanto, ante un verbo de plenitud,
podríamos decir --según su sentido original-- de exceso, de entrega sin
límites ni reservas.
Llegamos así a la profundidad infinita y gloriosa del misterio de Dios,
abierto y revelado por la gracia a quien ha sido llamado por gracia y por
amor, siendo esta revelación imposible de alcanzarse únicamente con la
inteligencia y las capacidades humanas. «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al
corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a
nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Corintios 2, 9-10).
4. El «misterio de su voluntad» divina tiene un eje que está destinado a
coordinar todo el ser y toda la historia, llevándoles a la plenitud querida
por Dios: «es el plan» de «recapitular en Cristo todas las cosas» (Efesios 1,
10). En ese «plan», en griego «oikonomia», es decir, en este proyecto armónico
de la arquitectura del ser y del existir, destaca Cristo, jefe del cuerpo de
la Iglesia, pero también eje que recapitula en sí «todas las cosas del cielo y
de la tierra». Se superan la dispersión y los límites y se configura ese
«momento culminante», que es la verdadera meta del proyecto que la voluntad
divina había preestablecido desde el principio.
Nos encontramos, por tanto, ante una gran representación de la historia de la
creación y de la salvación que meditamos y profundizamos ahora con las
palabras de san Irineo, gran doctor de la Iglesia del siglo II, quien, en
algunas páginas magistrales de su tratado «Contra los herejes», había
desarrollado una articulada reflexión precisamente sobre la recapitulación
realizada por Cristo.
5. La fe cristiana, afirma, reconoce que «hay un solo Dios Padre y un solo
Jesucristo, nuestro Señor, que vino con su plan y recapituló en sí todas las
cosas. Entre todas ellas está también el hombre, plasmado por Dios. Por tanto,
recapituló también al hombre en sí mismo, haciéndose visible, Él que es
invisible, comprensible, Él que es incomprensible y hombre Él que es el Verbo»
(3,16,6: «Già e non ancora», CCCXX, Milano 1979, p. 268).
Por este motivo, «el Verbo de Dios se hizo hombre» realmente, no en
apariencia, pues entonces «su obra no hubiera sido auténtica». Sin embargo,
«Él era lo que parecía: Dios que recapitula en sí su antigua criatura, que es
el hombre, para acabar con el pecado, destruir la muerte y dar vida al hombre.
Y por este motivo sus obras son verdaderas» (3,18,7: ibídem, pp. 277-278). Se
constituyó en jefe de la Iglesia para atraer a todos hacia sí en el momento
adecuado. Según el espíritu de estas palabras, recemos: sí, Señor, atráenos
hacia ti, atrae al mundo hacia ti y danos la paz, tu paz.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Santo Padre saludó a los peregrinos en varios idiomas. En
catellano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El himno de la carta a los Efesios que se ha proclamado hoy es una alabanza a
Cristo, el Hijo de Dios, en el que se cumple el designio del Padre. En efecto,
en Él hemos sido elegidos y por Él se nos ha dado y se nos da la gracia,
revelando así el amor divino que nos transforma en nuevas criaturas y nos
colma de una plenitud inalcanzable con las solas fuerzas humanas.
De este modo, Cristo recapitula todas las cosas de la creación y de la
historia, superando todo límite y dispersión y reuniéndolas en su última meta
querida por Dios. Entre todas las realidades, destaca el ser humano, creado a
su imagen. Ahora, en el Verbo Encarnado, la antigua imagen se hace visible,
recapitulando la antigua criatura, que es el hombre, para destruir el pecado y
darle nueva vida.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de
Nuestra Señora de la Consolación que participan en su Capítulo General. Que el
Señor os ayude a seguirle con fidelidad, junto con todas vuestras Hermanas.
También saludo a los grupos del Colegio-Seminario diocesano de Ibiza y del
Instituto de los Misioneros del Espíritu Santo, de México, así como a los
demás peregrinos venidos de España y Latinoamérica. Deseo para todos la gozosa
experiencia de sentirse verdaderamente hijos de Dios, en Cristo Jesús.
Muchas gracias por vuestra visita.