26 DICIEMBRE
SAN ESTEBAN
1. FLUVIUM
La
contemplación de Dios para ser fuertes
Nos ofrece en la Iglesia, nuestra Madre, al día siguiente de la solemne
celebración del nacimiento del Hijo de Dios entre los hombres, la fiesta de san
Esteban. Según narra con bastante detalle el libro de los Hechos de los
Apóstoles, Esteban derramó su sangre hasta la muerte por declarar su fidelidad a
Jesucristo, mientras fue brutalmente apedreado. Los enemigos de Jesucristo no se
conformaron con la muerte del Hijo de Dios, sino que quisieron acabar también
con sus seguidores, los cristianos. Pero no podían resistir la sabiduría y el
Espíritu con que hablaba –afirma el libro sagrado a propósito de Esteban–.
Sobornaron entonces a unos hombres que dijeron:
—Nosotros le hemos oído proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios.
En efecto, cuando los hombres no quieren, en modo alguno, aceptar la verdad como
fuerza que impuse sus vidas, acaban empleando la violencia: la fuerza de la
mentira. Ante todo y primeramente sucede esto en el propio interior,
contraviniendo los dictados de la conciencia personal; luego con los demás que
son justos y leales con la verdad, que se hacen intolerables: se convierten en
un enemigo insufrible, pues su inapelable virtud los pone en evidencia ante el
mundo y es preciso acabar con ellos.
Mirad, veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios.
Estas palabras de Esteban, que garantizaban su sinceridad de conciencia ante
Dios, resultaron inadmisibles para sus enemigos y precipitaron su ejecución.
Unos momentos después estaba gozando de la intimidad con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Los argumentos de Esteban se apoyaron para su defensa en la
Escritura revelada, que todo judío conocía bien y aceptaba. Por eso, entonces
clamaron a voz en grito, se taparon los oídos y se lanzaron a una contra él. Es
el ímpetu de la violencia que arrasa la serenidad verdadera. ¿No nos sucede –en
otro orden de cosas– algo así de vez en cuando a nosotros? ¿No hacemos "oídos
sordos" a las acusaciones inapelables de nuestra conciencia, a las necesidades
evidentes de algunos que nos rodean, a Dios mismo presente en el sagrario?
En estos días del Tiempo de Navidad nos resulta, si cabe más fácil, la
contemplación de Dios en su misterio. Nos basta fijarnos en José y en María,
que, admirados de la grandeza divina, que quiso esconderse en el Recién Nacido,
se desviven en adorarle y amarle. Ciertamente no se les ahorró ni la fatiga ni
el abandono de los hombres. Nadie, sin embargo, como ellos ha podido gozar de la
dicha inmensa –en medio del dolor, hay que recalcarlo– de saberse con la mayor
riqueza posible, tan inmensa que la mente humana no es capaz de imaginar. Valía
la pena cualquier pérdida, cualquier fatiga, cualquier desprecio, cualquier
dolor..., con tal de tener a ese Niño, con tal de entregar segundo a segundo la
vida por Él.
Así serían los pensamientos de Esteban. Así deben ser los nuestros de ordinario,
ya que en todo momento podemos estar en oración –debemos estarlo–, contemplando
a Dios que nos contempla, y contemplando asimismo esa circunstancia que nos toca
vivir: que debemos convertir, –como se reza en la oración para la devoción san
Josemaría– en ocasión de amar a Dios, y de servir con alegría y con sencillez a
la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la
tierra con la luminaria de la fe y del amor. Nada es pequeño para un alma de fe
y coherente; no hay fracasos si aquello se hizo buscando agradar Dios.
Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en
sus sinagogas, y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía,
para que deis testimonio ante ellos y los gentiles. Jesús advierte a sus
discípulos de la fuerte oposición que encontrarán. Se trata de una realidad
habitual, de todos los tiempos. No han cambiado en absoluto esas circunstancias
a la vuelta de veinte siglos. También hoy, en diversos lugares del mundo, hay
mártires, que confiesan con su sangre, a costa de su vida terrena, la fe en
Jesucristo. Pues, Nuestro Señor, no nos advierte del peligro para que
–temerosos– nos escondamos; sino, más bien, para lo contrario, en cierto
sentido. Nos previene para que no nos parezca extraño que muchos se opongan
decididamente a su Persona y a su Doctrina, al Evangelio. Es lo que podemos
observar hoy, como corriente ideológica establecida, en bastantes sectores de la
sociedad.
Ese ambiente hostil ha sido y será siempre un estímulo para el discípulo de
Cristo: la realidad palpable de que tiene mucho por hacer. Sigue pues siendo
actual, quizás más actual que nunca, el mandato animante de nuestro Maestro: Id,
pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os
he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo. Los cristianos de hoy no tenemos derecho a contemplar a san Esteban como
si fuera un personaje del pasado y extraño del todo a nuestra cultura, a nuestro
modo actual de vivir. Su fortaleza y su coherencia con la fe –su amor a
Jesucristo– son hoy tan necesarios como hace veinte siglos, no han perdido
vigencia y nos toca hacer de ellos una realidad que ilumine el mundo. Que no nos
importe que pueda parecer un destello deslumbrante para muchos, como lo fue la
vida de los primeros cristianos.
Nos encomendamos a José y María, para que nos enseñen a contemplar más y más a
ese Dios que no quiere apartarse nunca te nuestro lado.
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