5 de noviembre
SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
(1846-1932)
Ángela nació en Sevilla el año 1846, de familia numerosa y pobre, trabajadora y
piadosa. Desde muy joven trabajó en un taller de zapatería, a la vez que se
entregaba al servicio de los más pobres y marginados. Bajo la guía de un experto
confesor, el P. Torres, intentó hacerse religiosa, hasta que comprendió que el
Señor la llamaba a fundar una congregación, la Compañía de Hermanas de la Cruz,
que, viviendo en gran austeridad, atendían a enfermos y menesterosos. A pesar de
no tener estudios, dejó escritos de gran profundidad. Su vida y espiritualidad
tienen rasgos franciscanos muy marcados. Murió el 2 de marzo de 1932 en Sevilla.
Juan Pablo II la beatificó el 5 de noviembre de 1982 y la canonizó en 2003.
Nació en las afueras de Sevilla el día 30 de enero de 1846. Fue bautizada el 2
de febrero siguiente en la parroquia de Santa Lucía. Su padre, Francisco, era
cocinero del convento de los Trinitarios, y su madre, Josefa, costurera allí
mismo. Tuvieron catorce hijos, de los que solamente seis llegaron con vida a la
mayoría de edad. Como tantas niñas pobres sevillanas de su tiempo, fue poco al
colegio, aprendiendo a escribir, sin dominar la ortografía, algunas nociones de
aritmética y catecismo. Su pobreza no le impedía, desde niña y adolescente,
compartir con los más pobres los bienes que tenían en la familia, pues les
llevaba mantas de su casa cuando no tenían ellos para todos.
En el hogar aprendió a rezar el rosario y las oraciones del mes de mayo dedicado
a la Virgen María. Con su padre acudía al rosario de la aurora y su madre se
prestaba a ser madrina de los niños del barrio que lo necesitaban. Hizo la
primera comunión en 1854 y recibió la confirmación en 1855. A los doce años tuvo
que ponerse a trabajar para ayudar a su familia como aprendiz en la zapatería
Maldonado, donde también se rezaba diariamente el rosario, y tuvo sus primeras
experiencias místicas. Ella misma se puso a enseñar el oficio a otras niñas,
como oficiala de primera, en una institución llamada «Las Arrepentidas», en
aquella Sevilla que entonces tenía rango de Corte por la presencia en el palacio
de San Telmo de los duques de Montpensier.
El canónigo que confesaba a Angelita, el padre Torres, le ayudó a encontrar lo
que Dios le pedía: ser monja. En 1865, acompañada de su hermana Joaquina, llamó
a las puertas del Carmelo que había fundado en Sevilla santa Teresa de Jesús,
pero, a pesar de su gran capacidad para la vida contemplativa, no fue admitida
porque no tenía suficiente salud para la vida tan austera del Carmelo. En 1868
entró como postulante en las Hijas de la Caridad del hospital central de
Sevilla, pero por su salud quebrantada fue trasladada a Cuenca, por si le
sentaba mejor aquel clima. En 1870 tuvo que dejar definitivamente a las Hijas de
la Caridad, a pesar de su entrega y fidelidad generosa.
Resignada a vivir como «monja sin convento», volvió a su trabajo y se sometió en
obediencia a su director espiritual, escribiendo todos los pensamientos y deseos
de su alma, hasta que en 1875 vio durante la oración el monte Calvario con una
cruz frente a la de Cristo crucificado: «Al ver a mi Señor crucificado deseaba
con todas las veras de mi corazón imitarle; conocía con bastante claridad que en
aquella otra cruz que estaba frente a la de mi Señor debía crucificarme, con
toda la igualdad que es posible a una criatura...». En una ocasión, después de
escuchar las quejas de los pobres que sufren, escribe al padre: «Si, para
aconsejar a los pobres que sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es
preciso llevarla, vivirla, sentirse pobre... ¡qué hermoso sería un instituto que
por amor a Dios abrazara la mayor pobreza!», recibiendo así la inspiración de
fundar una «Compañía».
En sus Papeles íntimos, páginas asombrosas para una mujer iletrada, con faltas
ortográficas pero con una identidad cristiana y eclesial admirable, redactó su
proyecto de Compañía, con una dimensión caritativa y social a favor de los
pobres y con un impacto enorme en la Iglesia y en la sociedad de Sevilla, por su
identificación con los menesterosos: «Hacerse pobre con los pobres». No quería
hacer la caridad «desde arriba» sino ayudar a los pobres «desde dentro».
Escribía y lo vivía: «La primera pobre, yo...».
El día 2 de agosto de 1875 el padre Torres celebraba la Eucaristía en la iglesia
del convento jerónimo de Santa Paula, a la que asistían, con Ángela, que era
terciaria franciscana, otras tres mujeres, Juana, Josefa y otra Juana,
dispuestas a desentrañar el misterio de la cruz en la oración y en el servicio a
los pobres. Acabada la misa, se trasladaron a vivir a un cuarto alquilado en la
calle de San Luis, n. 13, en el que había una mesa, unas sillas y unas esteras
de junco que servían de colchón y de almohada, un crucifijo y un cuadro de la
Virgen de los Dolores. Estaban naciendo las Hermanas de la Cruz.
La fundadora imprimió a su Compañía un ambiente de limpieza, de saludable
alegría y de contenida belleza, de tal forma que sus conventos tendrían
esplendor a base de cal, estropajo, dos esterillas y cinco macetas. Su estilo
sería el de mujeres sencillas, verdaderamente populares, apartadas de la
grandiosidad, impregnando de tal forma el aire de dulzura, que la gente
agradecía aquel nuevo modo de querer a Dios y a los pobres.
Luego pasaron a la calle Hombre de Piedra, junto a la parroquia de San Lorenzo,
donde ejercía el ministerio Marcelo Spínola, quien llegaría a ser el arzobispo
llamado «mendigo», recientemente beatificado. Empezaron a recoger niñas
huérfanas de los enfermos a quienes atendían, por eso pasaron a otra casa más
grande en la calle Lerena, donde ya pudieron contar con la presencia de la
Eucaristía. Atendían a las personas que estaban solas y enfermas en sus casas.
Con una mano pedían limosna y con la otra la repartían.
En 1879 el arzobispo fray Joaquín Lluch aprobó las primeras Constituciones de la
Compañía de las Hermanas de la Cruz, en una síntesis de oración y austeridad,
contemplación y alegría en el servicio a los pobres. Las Hermanas de la Cruz
fueron extendiéndose por Andalucía y Extremadura, La Mancha, Castilla, Galicia,
Valladolid, Valencia y Madrid, las Islas Canarias, Italia y América. En Sevilla
se trasladarían a lo que después sería la casa madre en la calle de Los
Alcázares.
En 1894 sor Ángela, «madre Angelita» o simplemente «madre» como se le llamaba ya
en Sevilla, viajó a Roma para asistir a la beatificación del maestro Juan de
Ávila y fray Diego de Cádiz, pudiendo entrevistarse con el Papa León XIII, quien
más tarde concedió el decreto inicial para la aprobación de la Compañía, que
firmaría en 1904 san Pío X.
En 1907 sor Ángela asumió el gobierno y la responsabilidad de su instituto
religioso como primera madre general, reelegida cuatro veces. Aunque tenía fama
de «milagrera», destacaba por su naturalidad y sencillez.
En 1928, a pesar de la exposición iberoamericana, en Sevilla continuaba habiendo
pobres y necesidades; por eso las Hermanas de la Cruz rondaban por los barrios
más pobres, santificándose especialmente con la virtud de la mortificación, al
servicio de Dios en los pobres, haciéndose pobres como ellos.
Sor Ángela aceptó la decisión del arzobispo y, al no continuar siendo madre
general, se puso a disposición de la nueva, aconsejando a sus hermanas y a
cuantas personas acudían a pedirle ayuda, atraídas por sus virtudes.
Las Hermanas de la Cruz, de entonces y de ahora, siguen a rajatabla las normas
de mortificación establecidas por sor Ángela: comen de «vigilia», duermen sobre
una tarima de madera las noches que no les toca velar, duermen poquísimo, pues
quieren estar «instaladas en la cruz», «enfrente y muy cerca de la cruz de
Jesús», renunciando a los bienes de este mundo y acudiendo sin tardanza donde
los pobres las necesiten.
El 7 de julio de 1931 la madre Ángela tuvo una trombosis cerebral que, nueve
meses después, la llevaría a la muerte. Estuvo paralizada de medio cuerpo, pero
continuó resplandeciendo en su virtud de la humildad, tratando de agradar y
nunca molestar.
Después de una larga agonía y de haber recibido los últimos sacramentos, murió
en Sevilla, en su tarima de dormir, el 2 de marzo de 1932. Sevilla entera pasó
durante tres días enteros por la capilla ardiente hasta que, por privilegio
especial, fue sepultada en la cripta de la casa madre.
Fue beatificada en Sevilla por el Papa Juan Pablo II el 5 de noviembre de 1982,
y canonizada por el mismo en Madrid el 4 de mayo de 2003. Su cuerpo incorrupto
reposa en su capilla de la casa madre y su memoria litúrgica se viene celebrando
el día 5 de noviembre.
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 2-V-03]
* * * * *
VIDA, OBRA Y CARISMA
DE SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
por Manuel Ruiz Jurado, s.j.
Familia, infancia y juventud
Ángela de la Cruz Guerrero nace en Sevilla el 30 de enero de 1846, hija de
padres honrados y pobres. Su padre, José Guerrero, había venido a Sevilla, de
Grazalema, pueblo de la serranía de Ronda, entre aquellas oleadas de emigrantes
a las grandes ciudades en busca de mejor colocación, que suelen acompañar al
desarrollo de la civilización industrial.
Casado en Sevilla con la joven Josefa González, cuyos padres eran también
procedentes de Arahal y Zafra. Los dos esposos, Francisco Guerrero y Josefa
González, piadosos cristianos, llegaron a tener hasta catorce hijos, de los
cuales sólo seis, tres hijos y tres hijas, sobrevivieron hasta edad adulta.
Ambos trabajaban para el convento de Padres Trinitarios, poco distante de la
calle Santa Lucía, 13, donde ellos tenían su casa cuando nació Angelita. El
padre hacía de cocinero y la madre lavaba, cosía y planchaba la ropa de los
frailes. La niña fue bautizada en la parroquia de Santa Lucía, el 2 de febrero,
con el nombre de María de los Ángeles, pero para los que la conocen será siempre
Angelita.
El padre, hombre aficionado a la lectura de libros piadosos, se hizo querer y
respetar de sus hijos. En el barrio tenía buena estimación. Llevará consigo a la
niña aún pequeña a los rosarios de la aurora. La madre, bondadosa, vivaracha,
imaginativa como buena sevillana, trabajadora y limpia, tenía a su cuidado un
altar de la parroquia, lo cual facilitará a la niña Angelita entrar con
frecuencia en la iglesia y postrarse a los pies de la Virgen de la Salud, donde
la encontraban de niña rezando de rodillas.
En su casa aprendió los buenos ejemplos de piedad, pero también el celo de su
madre, que cuidaba con sus pocos recursos que fueran bautizados cuanto antes los
niños pobres del barrio, haciendo de madrina de muchos. En una habitación de la
casa ponía un altar a la Virgen en el mes de mayo, y allí se rezaba el rosario y
se obsequiaba particularmente a la Virgen.
Angelita fue siempre bajita, vivaz y expresiva. A los ocho años hizo sua primera
comunión. A los nueve fue confirmada. Asistiendo pocos años a la escuela,
aprendió los elementos de gramática, cuentas, leer y escribir lo suficiente para
comunicarse, pues aun en su mayor edad lo hará con faltas de ortografía. Llegada
a la edad de poder trabajar, sus padres la colocaron como aprendiz en un taller
de zapatería, con todas las garantías para que en el mundo del trabajo no
perdiera su inocencia y virtud cristiana. La maestra de taller, doña Antonia
Maldonado, era dirigida espiritual del canónigo don José Torres Padilla, que
tenía en Sevilla fama de preparar santos, le llamaban «el santero» por el tipo
de personas que con él se confesaban y dirigían. Con él pondrá en contacto doña
Antonia a la ferviente discípula Angelita Guerrero. Allí se organizaba
diariamente el rezo del rosario entre las empleadas y se leían las vidas de
santos.
Cuando Angelita conoció al p. Torres Padilla, tenía 16 años. Tres años después
pedirá su entrada como lega en el convento de las carmelitas descalzas del
barrio de Santa Cruz. No la consideraron con la salud y energías físicas
suficientes para los trabajos de lega y no la admitieron en el convento. Por
aquel tiempo se declaró la epidemia de cólera en Sevilla y Angelita tuvo
ocasión, bajo la dirección del p. Torres, de emplearse con generosa entrega al
servicio de los pobres enfermos hacinados en los corrales de vecindad, las
víctimas más propicias de esa enfermedad.
Su vocación
Sus deseos de vivir sólo para Dios y para el servicio en una consagración total
de su persona en la vida religiosa aumentaban. Bajo el consejo del p. Torres
intentó hacer el postulantado en el hospital de las Hijas de la Caridad de
Sevilla. Lo comenzó en el año 1868. Y, aunque su salud era precaria, las
religiosas hicieron esfuerzos por conservarla, procurando enviarla a Cuenca y a
Valencia para ver si se fortalecía. Tuvieron que devolverla a Sevilla para
probar de nuevo con sus aires natales, siendo novicia; pero todo fue inútil, sus
vómitos frecuentes no le permitían retener la comida. Tuvo que salir del
noviciado. Y lo más doloroso para ella es que todo esto sucedía cuando su
director, el p. Torres, se encontraba en Roma, como consultor teólogo del
concilio Vaticano I. En su casa la acogieron de nuevo con gran cariño, y en poco
tiempo el Señor permitió que recobrara su salud. También volvió al taller de
zapatería.
Regresó pronto el p. Torres, al tener que suspenderse el Concilio en 1870.
También él la acogió con todo cariño y siguió guiándola por los caminos
difíciles por los que Dios quería conducirla. Ambos preveían que Dios la quería
para algo que no adivinaban aún. El 1 de noviembre de 1871 Angelita prometió en
un acto privado, a los pies de Cristo en la cruz, vivir conforme a los consejos
evangélicos.
En 1873 tendrá la visión fundamental que le definirá su carisma en la Iglesia:
subir a la cruz, frente a Jesús, del modo más semejante posible a una criatura,
para ofrecerse como víctima por la salvación de sus hermanos los pobres. Bajo la
guía y mano firme de su director espiritual, irá recibiendo de Dios los
caracteres específicos del instituto que Dios deseaba inaugurar por su medio en
la Iglesia, la Compañía de las Hermanas de la Cruz. Ella siguió trabajando en el
taller como «zapaterita», a la vez que, por encargo de su padre espiritual,
dedicaba su tiempo libre a recoger las luces que Dios le daba sobre su vocación
y futuro instituto, hasta que recibió la orden de dejar el taller y dedicar todo
su tiempo a la fundación.
La fundación
En junio de 1875 tenía ya otras tres que deseaban seguir la aventura de esa vida
que el Señor inspiraba a Angelita. El 2 de agosto de ese mismo año se inauguraba
la vida de comunidad en un cuartito con derecho a cocina, alquilado con el
dinero que dejaba la mayor de las tres primeras compañeras, en la casa número 13
de la calle San Luis. Desde aquel día comenzaron sus visitas y asistencias a los
pobres, con tal fervor que aquel día se olvidaron de preparar la propia comida.
De aquella pobre habitación, en sucesivas etapas, irán pasando primero a una
casa del barrio de San Lorenzo, donde encontrarán la protección del párroco
(después cardenal, actualmente beato) don Marcelo Spínola. Luego, a la calle
Lerena. Más tarde, en 1881, a la calle Cervantes y finalmente, en 1887, a la
calle Alcázares (hoy denominada Sor Ángela de la Cruz), donde morirá sor Ángela.
En 1877 se había fundado la primera casa filial en Utrera, de la provincia de
Sevilla. En 1878 falleció el p. Torres Padilla, que había conducido hasta
entonces, como primer director, la Compañía. Ese mismo año es nombrado segundo
director el p. don José María Álvarez y se inaugurará otra casa en Ayamonte
(Huelva). En 1879 el señor arzobispo de Sevilla aprueba las Constituciones de la
Compañía, redactadas por el p. Álvarez, en conformidad con los papeles e ideas
recibidas por el p. Torres de las inspiraciones y conversaciones con sor Ángela.
En 1880 se fundará la casa de Carmona (Sevilla). Y aún seguirán 23 fundaciones
más en vida de sor Ángela de la Cruz. Entre otras, la de Málaga, propiciada
particularmente por su obispo, don Manuel González, hoy también ya beato, y la
de Madrid.
A la vez que las fundaciones, se multiplicaban las vocaciones de almas
generosas. Los ejemplos de sacrificio, caridad y humildad de las Hermanas de la
Cruz llegaron a ser un elemento connatural con el paisaje ciudadano de Sevilla.
Tan querido que, aun en época de persecución, los sevillanos decidieron que a
las Hermanas de la Cruz no se las tocaba, mientras se llegaron a quemar otros
conventos e iglesias. Su ejemplo de caridad, pobreza y humildad se extendió por
Andalucía, Extremadura y, poco a poco, a otras regiones de España. También a
Argentina e Italia.
La Madre acudía a las fundaciones, trataba con los fundadores bienhechores,
procuraba que las casas fueran de acuerdo con el espíritu de la Compañía: pobres
y austeras, con lo necesario para su ministerio propio. Lo mejor, para la
capilla. El resto, desprovisto de todo adorno y lo más propio de pobres y
penitentes. Una vez establecida la superiora y las hermanas, exhortándolas a
vivir según el Instituto, las dejaba en las manos de Dios y se comunicaba
maternalmente con ellas por cartas, para fomentar ante todo su espíritu y
responder a las cuestiones que se presentaban.
Así se inició una correspondencia epistolar de tal calidad espiritual, que la
pobre «zapaterita, negrita, y tontita», como se consideraba ella ante Dios, ha
dejado un verdadero tesoro de enseñanza espiritual. Pocos autores espirituales
se le podrán comparar en la capacidad de penetración en las almas, la sintonía y
luz que ofrece para encarnar la sabiduría de la cruz en la vida concreta.
En 1898 León XIII dio el «decretum laudis» del Instituto y san Pío X en 1904 su
aprobación pontificia. La madre Angelita, como la llamaban con cariño en
Sevilla, se convirtió también con su palabra hablada, de conversación sencilla y
profunda, en una institución. La consultaban grandes y pequeños, y le pedían su
consejo y bendición. Cuanto más se ocultaba y se humillaba, tanto más la
buscaban.
En todos los capítulos celebrados durante su vida la reeligieron. Las hermanas
no concebían otra cosa posible. Pero en el de 1928, cuando ya tenía 82 años de
edad, la Santa Sede remitió el asunto de la confirmación de su elección a la
discreción del cardenal, para que se eligiera otra religiosa distinta de la
fundadora. Cuando se leyó, ante todas, que habría que elegir esta vez otra
religiosa, quedaron consternadas las demás. La Madre se arrodilló ante los pies
del visitador, se los besó y añadió una expresión originalísima suya: «Dios se
lo pague a Dios», para indicar que agradecía a Dios la manifestación de su
voluntad y que era lo que ella deseaba. Salió elegida la hermana Gloria. La
Madre quedó oficialmente como superiora general honoraria y consejera espiritual
de todas.
Su última enfermedad y muerte
A los 85 años de edad, en junio de 1931, se presentaron los primeros síntomas de
su última enfermedad: tuvo una embolia cerebral gravísima. En julio perdió el
habla y, después de nueve meses clavada en la cruz, desde su tarima alzó el
busto, levantó los brazos al cielo, abrió los ojos y sonrió dulcemente, suspiró
tres veces y se apagó su respiro en este mundo, cayendo recostada sobre su
tarima. Su espíritu estaba desde hacía tiempo en las manos del Señor.
Sus hijas espirituales se han transmitido como testamento sus últimas palabras:
«No ser, no querer ser, pisotear el propio yo». Pero hacía ya tiempo que había
escrito para sí misma con toda autenticidad: «La nada calla, la nada no se
disgusta, la nada todo lo sufre... La nada no se impone, la nada no manda con
autoridad, la nada, en fin, en la criatura es la humildad práctica». Había
vivido particularmente iluminada como maestra en la práctica de la virtud.
El carisma de sor Ángela
Su alma caminó de claridad en claridad, a través de las pruebas interiores más
terribles, apoyada en la clarividencia y firmeza de su director, hasta las
cumbres del desposorio espiritual con Cristo. El 22 de marzo de 1873 comienza a
descubrir con nitidez su carisma personal de ser ante Dios y la Iglesia Ángela
de la Cruz. Tuvo una visión del Calvario con dos cruces, una frente a la otra y
muy cerca. En una estaba Jesús crucificado. Se sintió llamada por él a
crucificarse de modo semejante a él en la otra, «con unos deseos tan vivos y un
ansia tan vehemente y un consuelo tan puro, que no me quedaba duda que era Dios
quien me invitaba a subir a la Cruz».
De ahí en adelante, no volverá atrás en la dirección indicada por esa gracia: la
pobreza, el desprendimiento de todo lo terreno a imitación de san Francisco, y
la santa humildad, su característica más típica, traducida en humillación: «Que
no haya otro estado tan bajo, tan despreciable, tan humillante, al que yo no
pertenezca», y eso hasta después de su muerte. Había encontrado el tesoro, que
se le descubrirá como la voluntad de Dios de crear un Instituto de víctimas que
se quieran unir a Jesús en la cruz por la salvación de sus hermanos pobres.
Las luces y gracias recibidas de Dios en ese tiempo le fueron descubriendo no
sólo el espíritu del nuevo Instituto, sino también, con luces y energías
espirituales extraordinarias en la historia de la espiritualidad, los caracteres
que convenían a sus casas, a sus capillas, portería, dormitorio, y hasta la
distribución ordinaria del tiempo en sus comunidades.
Se le descubría la necesidad de rebatir con la vida de estas nuevas religiosas
la corrupción de su siglo. Los librepensadores del tiempo piensan en las
religiosas como en gente que no quiere trabajar y buscan una vida cómoda; y de
las que se dedican a la caridad, no saben sino mandar sin que a ellas les falte
nada. La regla de estas religiosas había de demostrar con el ejemplo que, por
sólo amor de Dios, se abrazan con todo lo contrario. Había de reunir en una sola
vida la penitencia de los padres del desierto con la caridad de san Vicente de
Paúl, la contemplación y pobreza de la más oculta religiosa con la vida
laboriosa de quien trabaja para aumentar el socorro de los pobres.
Pensaba en jóvenes desprendidas de todo lo terreno, hasta de ellas mismas, sin
nada terreno más que la ropa puesta y esta de limosna, «sin flores ni estampas
ni ninguna clase de animalitos, para que en nada pueda apegarse el corazón»,
ocultas y desconocidas, y sin ninguna apariencia que las haga especiales, una
comunidad de vida extraordinaria por su penitencia, obediencia y mortificación
en todo. De oración continua a imitación de los ángeles, que bajan del cielo
para aliviar a sus hermanos los hombres sólo cuando Dios se lo manda.
Silenciosas por las calles, lo único que debería distinguirlas es la modestia,
compostura y dulzura con que habían de tratar a todos.
El Instituto ayer y hoy
En la casa había de reinar un profundo silencio, con sus paredes blancas y toda
muy limpia. En el corredor ningún mueble, más que de trecho en trecho un
cuadrito sencillo con la estación del vía crucis. El ajuar basto y limpio. Todo
había de ayudar y convidar a la oración, al desprendimiento de todo, sugerir la
limpieza de cuerpo y de espíritu, predicar la pobreza sólo con su estilo y el
seguimiento de Cristo crucificado.
Veía a las hermanas como ángeles volar con diligencia a la asistencia de los
pobres enfermos a domicilio, para evitarles el desconsuelo de verse abandonados,
o apartados de la familia, porque no tienen quién se ocupe de ellos. Las
hermanas visitan de día y asisten a la vela nocturna del enfermo que tiene
necesidad de ello, llevan a los pobres la ayuda que recaban de quien tiene
posibilidades, colocan a las jóvenes (hasta abrieron una escuela para las
huérfanas solas); preparan a los moribundos y amortajan a los difuntos.
Separadas del mundo, se encierran en su casa como ermitañas, después de haber
consolado a los pobres y enfermos. No se dedican a relaciones con el mundo; pero
siempre hay alguna al cuidado de la puerta para atender al pobre que llame. Pero
están dispuestas a salir de su retiro, si se trata de algo urgente, como llevar
un confesor a un moribundo o algo semejante.
El estilo y espiritualidad de sor Ángela de la Cruz se ha conservado así en
nuestro tiempo. El pueblo ama y admira a las Hermanas de la Cruz así como son.
Durante la crisis de vocaciones religiosas en su ambiente, las Hermanas
siguieron teniendo 30 ó 40 jóvenes aspirantes en el noviciado. Hoy tienen más de
40. La fundadora consideraba que la vocación que Dios le había hecho concebir y
lanzar en la Iglesia era para pocas. Hoy son unas ochocientas religiosas,
distribuidas sobre todo en pueblos, pero también en ciudades grandes, en casi
todas las regiones de España, incluso en Canarias, y en otros países como Italia
y Argentina, de donde también llegan al noviciado de Sevilla muy buenas
vocaciones.
La vida y la obra de sor Ángela de la Cruz siguen realizando en el mundo las
palabras de san Pablo: «Porque lo que parece locura de Dios, es más sabio que
los hombres» (1 Co 1,25). Su Santidad Juan Pablo II en 1982, en la ceremonia de
beatificación de sor Ángela, había dicho: «La renuncia a los bienes terrenos y
la distancia de cualquier interés personal colocó a sor Ángela en aquella
actitud de servicio que gráficamente define llamándose expropiada para utilidad
pública. La existencia austera de las Hermanas de la Cruz nace de su unión al
misterio redentor de Jesucristo... y ello supone una gran reserva de fe para
inmolarse sirviendo sin pasar factura, quitando importancia al sacrificio
propio» (AAS 75 [1983/1] 301-302). Y añadió: «Su ejemplo es una prueba
permanente de la caridad que no pasa» (id., 395).
Con motivo de la anunciada canonización de sor Ángela de la Cruz, el arzobispo
de Sevilla, mons. Carlos Amigo, ha escrito una pastoral a sus diocesanos, en la
que afirma entre otras cosas: «Ángela de la Cruz está entre las figuras más
resplandecientes de la historia de nuestra diócesis. Ella brilla por su
fidelidad constante a la voluntad de Dios; por la humildad que llenaba de
grandeza su incondicional amor a su Señor; por la alegría en la pobreza, que era
glorificación de la bondad del Creador; por la caridad sin medida en la que
Cristo era honrado en los más pobres y desvalidos. Con las mismas palabras que
usaba nuestra ya próxima santa, acudiremos a la santísima Virgen María: "Madre
mía, Señora mía, Reina mía, maestra de la mansedumbre y de la humildad,
enséñame, que yo no deseo otra cosa que aprender de Vos, purísima, limpísima,
hermosísima, blanquísima, bellísima, santa María, mi esperanza, mi consuelo, mi
felicidad, mi dicha...».
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 9-V-03]
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PERFILES BIOGRÁFICOS DE SOR ÁNGELA
por José Luis Gutiérrez García
Al definir a las Hermanas de la Cruz, su fundadora, sor Ángela de la Cruz, se
autodefinió a sí misma. Sin pretenderlo. Pero dejó el retrato moral acabado de
su persona y de su espíritu: «Cuando pregunten quiénes son las Hermanas de la
Cruz, se debe contestar, sin que se expongan a equivocarse: esta comunidad es
una comunidad de muertas». Muertas al mundo y muertas a sí mismas, pero vivas,
vivísimas, para adorar a Dios y para servir a los hombres.
Vivió Ángela de la Cruz, en lo eclesiástico, desde Pío IX hasta Pío XI. En lo
civil, desde el reinado de Isabel II hasta la segunda República española. Larga
y fecunda vida, a lo largo de la cual la fundadora de las Hermanas de la Cruz
sigue una trayectoria rectilínea sin titubeos ni zigzags. Adviértese en ella la
constante, nunca quebrada, de una concentración total de su persona en lo divino
y, consiguientemente, de una dedicación ininterrumpida a los pobres. Tras los
tanteos naturales, perfectamente controlados por su director espiritual, el
Padre Torres Padilla, pronto se centró la vida de sor Ángela en lo que había de
ser el centro focal absorbente de su vida y de la congregación de las Hermanas
de la Cruz.
Hay en ella un acusado paralelismo con San Francisco de Asís. El "Poverello"
dudó si entregarse por entero a la contemplación o dedicarse también al
apostolado. La respuesta, en el segundo sentido, fue dada inequívocamente por
Santa Clara. Ángela de la Cruz también tuvo su momento de sabia duda. Y también
alcanzó con claridad intensa la respuesta de que debía unir la contemplación con
la entrega al apostolado. La congregación de Hermanas de la Cruz es una
congregación dedicada al apostolado.
Adviértese en sor Ángela y en sus hijas todo un paradigma para los hombres de
nuestro tiempo. Quien lee la biografía de la fundadora, queda maravillado ante
el catálogo aleccionador de las grandes virtudes que resumen su espíritu:
penitencia increíble, oración intensa, sencillez suma, amor iluminado a la
pobreza evangélica, humildad asombrosa, obediencia absoluta. Con el aditamento
de que tuvo que superar también las incomprensiones y las críticas de los buenos
mediocres. Pues bien, ese catálogo, que podría haber derivado hacia una vida
interior puramente contemplativa, constituyó el horno que mantuvo la tensión
espiritual de una vida dedicada por entero al servicio de los pobres.
Sor Ángela vive como coetánea de Teresa de Lisieux. Dos caminos al parecer
distintos y sin embargo animados por un mismo afán. Sor Ángela asiste al
desarrollo de toda la problemática social contemporánea. No hizo teorías, ni
participó en movimientos sociales. Pero, en cambio, consagró todas sus energías
al servicio de los enfermos, de los desvalidos y de la infancia desasistida.
Combinó el rigor de la vida con la amabilidad cordial en la entrega a los demás,
e hizo de la combinación de estos dos elementos el quicio fundacional de la obra
que nos ha legado como fundadora. He dicho que tiene valores paradigmáticos,
porque reitera, una vez más, en nuestra sociedad actual, atenazada por el
egoísmo materialista, dos valores imperecederos, que son el de la entrega a Dios
a fondo y el de la consiguiente entrega a fondo a los demás.
Hija de padres pobres, experta en los efectos reales de la pobreza, dotada de
escasa cultura -algo de ortografía, un poco de aritmética y el catecismo en
plenitud-, Ángela de la Cruz se educó en la escuela interior del Espíritu; de
ella aprendió la divina sabiduría que hoy la levanta a los altares. Y en ella se
cumple la palabra evangélica que el misterio de lo divino se revela con
facilidad a los sencillos y queda oculto, en cambio, a los soberbios. Su vida
mística fue el hontanar poderoso de un apostolado fecundísimo que tuvo que ser
reconocido, incluso oficialmente en ocasión solemne, por quienes no participaban
en la fe que sostenía a sor Ángela de la Cruz.
Y en esa vida interior profunda, ella topó con la suprema realidad de la
historia humana, realidad que se alza por encima de nubes, tempestades y
granizos, como altísimo faro único puesto en escollo eminente: el calvario y la
cruz. Sor Ángela se asoció al misterio redentor y de la palabra "muerte" hizo la
clave de la palabra "vida" y del calvario hizo fuente secreta para una vida de
dedicación indeficiente a los demás.
La congregación de las Hermanas de la Cruz, nacida del carisma de sor Ángela,
constituye hoy predicación altísima, la propia de las obras, no de las solas
palabras, ante un mundo secularizado, esclavo del dinero y del placer, víctima y
verdugo de sí mismo. En la vida de sor Ángela ese mundo esclavizado puede
encontrar, si quiere, la llave secreta para abrir la caja de la liberación
profunda, única, del hombre, que está en el sometimiento a Dios y, por tanto, en
la entrega a los demás. Todos los santos son demostración palpable de esta
profunda realidad del cristianismo. Ahora, sor Ángela, desde el coro de las
almas beatificadas por la Iglesia, pregona viva, después de su muerte, con su
ejemplo y con el ejemplo de sus hijas, la verdad del cristianismo como servicio
sacrificado a los hermanos.
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 31-X-82]
DE LA HOMILÍA DE JUAN PABLO II
en la misa de beatificación
(Sevilla, 5-XI-1982)
Queridos hermanos y hermanas:
1. Hoy tengo la dicha de encontrarme por vez primera bajo el cielo de Andalucía
(...).
2. En este marco sevillano, envuelto como vuestros patios por la "fragancia
rural" de Andalucía, vengo a encontrar a las gentes del campo de España. Y lo
hago poniendo ante su vista una humilde hija del pueblo, tan cercana a este
ambiente por su origen y su obra. Por eso he querido dejaros un regalo precioso,
glorificando aquí a sor Ángela de la Cruz.
Hemos oído las palabras del Profeta Isaías que invita a partir el pan con el
hambriento, albergar al pobre, vestir al desnudo, y no volver el rostro ante el
hermano (cf. Is 58,7); porque «cuando des tu pan al hambriento y sacies el alma
indigente, brillará tu luz en la oscuridad, y tus tinieblas serán cual mediodía»
(Is 58,10).
Parecería que las palabras del Profeta se refieren directamente a sor Ángela de
la Cruz: cuando ejercita heroicamente la caridad con los necesitados de pan, de
vestido, de amor; y cuando, como sucede hoy, ese ejercicio heroico de la caridad
hace brillar su luz en los altares, como ejemplo para todos los cristianos.
Sé que la nueva Beata es considerada un tesoro común de todos los andaluces, por
encima de cualquier división social, económica, política. Su secreto, la raíz de
donde nacen sus ejemplares actos de amor, está expresado en las palabras del
Evangelio que acabamos de escuchar: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y
el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt 16,25).
Ella se llamaba Ángela de la Cruz. Como si quisiera decir que, según las
palabras de Cristo, ha tomado su cruz para seguirlo (cf. Mt 16,24). La nueva
Beata entendió perfectamente esta ciencia de la cruz, y la expuso a sus hijas
con una a imagen de gran fuerza plástica. Imagina que sobre el monte Calvario
existe, junto al Señor clavado en la cruz, otra cruz «a la misma altura, no a la
mano derecha ni a la izquierda, sino en frente y muy cerca». Esta cruz vacía la
quieren ocupar sor Ángela y sus hermanas, que desean «verse crucificadas frente
al Señor», con «pobreza, desprendimiento y santa humildad» (Escritos íntimos,
Primeros escritos, fol. 1, pág. 176). Unidas al sacrificio de Cristo, sor Ángela
y sus hermanas podrán realizar el testimonio del amor a los necesitados.
En efecto, la renuncia de los bienes terrenos y la distancia de cualquier
interés personal, colocó a sor Ángela en aquella actitud ideal de servicio, que
gráficamente define llamándose «expropiada para utilidad pública». De algún modo
pertenece ya a los demás, como Cristo nuestro Hermano.
El ejercicio heroico de la caridad
al servicio de los pobres más pobres
La existencia austera, crucificada, de las Hermanas de la Cruz, nace también de
su unión al misterio redentor de Jesucristo. No pretenden dejarse morir
vacíamente de hambre o de frío; son testigos del Señor, por nosotros muerto y
resucitado. Así el misterio cristiano se cumple perfectamente en sor Ángela de
la Cruz, que aparece «inmersa en alegría pascual». Esa alegría dejada como
testamento a sus hijas y que todos admiráis en ellas. Porque la penitencia es
ejercida como renuncia del propio placer, para estar disponibles al servicio del
prójimo; ello supone una gran reserva de fe, para inmolarse sonriendo, sin pasar
factura, quitando importancia al sacrificio propio.
3. Sor Ángela de la Cruz, fiel al ejemplo de pobreza de Cristo, puso su
instituto al servicio de los pobres más pobres, los desheredados, los
marginados. Quiso que la Compañía de la Cruz estuviera instalada «dentro de la
pobreza», no ayudando desde fuera, sino viviendo las condiciones existenciales
propias de los pobres. Sor Ángela piensa que ella y sus hijas pertenecen a la
clase de los trabajadores, de los humildes, de los necesitados, «son mendigas
que todo lo reciben de limosna».
La pobreza de la Compañía de la Cruz no es puramente contemplativa, les sirve a
las hermanas de plataforma dinámica para un trabajo asistencial con
trabajadores, familias sin techo, enfermos, pobres de solemnidad, pobres
vergonzantes, niñas huérfanas o sin escuela, adultas analfabetas. A cada persona
intentan proporcionarle lo que necesite: dinero, casa, instrucción, vestidos,
medicinas; y todo, siempre, servido con amor. Los medios que utilizan son su
trabajo personal, y pedir limosna a quienes puedan darla.
De este modo, sor Ángela estableció un vínculo, un puente desde los necesitados
a los poderosos, de los pobres a los ricos. Evidentemente, ella no puede
resolver los conflictos políticos ni los desequilibrios económicos. Su tarea
significa una "caridad de urgencia", por encima de toda división, llevando ayuda
a quien la necesite. Pide en nombre de Cristo, y da en nombre de Cristo. La suya
es aquella caridad cantada por el Apóstol Pablo en su primera Carta a los
Corintios: «Paciente, benigna..., no busca lo suyo, no se irrita, no piensa
mal..., todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera" (1 Cor
13,4.5.7).
4. Esta acción testimonial y caritativa de sor Ángela, ejerció una influencia
benéfica más allá de la periferia de las grandes capitales, y se difundió
inmediatamente por el ámbito rural. No podía ser menos, ya que a lo largo del
último tercio del siglo XIX, cuando sor Ángela funda su instituto, la región
andaluza ha visto fracasar sus conatos de industrialización y queda sujeta a
modos de vida mayoritariamente rurales.
La doctrina de la Iglesia sobre la justicia social
en defensa del hombre del campo
Muchos hombres y mujeres del campo acuden sin éxito a la ciudad, buscando un
puesto de trabajo estable y bien remunerado. La misma sor Ángela es hija de
padre y madre venidos a Sevilla desde pueblos pequeños, para establecerse en la
ciudad. Aquí trabajará durante unos años en un taller de zapatería.
También la Compañía de la Cruz se nutre mayoritariamente de mujeres vinculadas a
familias campesinas, en sintonía perfecta con la sencilla gente del pueblo, y
conserva los rasgos característicos de origen. Sus conventos son pobrecitos,
pero muy limpios; y están amueblados con los útiles característicos de las
viviendas humildes de los labriegos.
En vida de la Fundadora, las hermanas abren casa en nueve pueblos de la
provincia de Sevilla, cuatro en la de Huelva, tres en Jaén, dos en Málaga y una
en Cádiz. Y su acción en la periferia de las capitales se despliega entre
familias campesinas frecuentemente recién venidas del campo y asentadas en
habitaciones miserables, sin los imprescindibles medios para afrontar una
enfermedad, el paro, o la escasez de alimentos y de ropa.
5. Hoy, el mundo rural de sor Ángela de la Cruz ha presenciado la transformación
de las sociedades agrarias en sociedades industriales, a veces con un éxito
impresionante. Pero este atractivo del horizonte industrial, ha provocado de
rechazo un cierto desprecio hacia el campo, «hasta el punto de crear entre los
hombres de la agricultura el sentimiento de ser socialmente unos marginados, y
acelerar en ellos el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad,
desgraciadamente hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras» (Laborem
exercens, 21). (...)
7. Queridos andaluces y españoles todos: La figura de la nueva Beata se alza
ante nosotros con toda su ejemplaridad y cercanía al hombre, sobre todo al
humilde y del mundo rural. Su ejemplo es una prueba permanente de esa caridad
que no pasa (cf. 1 Cor 13,8).
Ella sigue presente entre sus gentes con el testimonio de su amor. De ese amor
que es su tesoro en la eterna comunión de los Santos, que se realiza por el amor
y en el amor.
El Papa que ha beatificado hoy a sor Ángela de la Cruz, confirma en nombre de la
Iglesia la respuesta de amor fiel que ella dio a Cristo. Y a la vez se hace eco
de la respuesta que Cristo mismo da a la vida de su sierva: «El Hijo del hombre
ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada
uno según sus obras» (Mt 16,27).
Hoy veneramos este misterio de la venida de Cristo, que premia a sor Ángela
«según sus obras».
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 14-XI-82]
* * * * *
SOR ÁNGELA DE LA CRUZ,
MAESTRA DE ESPIRITUALIDAD
por Manuel Ruiz Jurado, s.j.
Uno de los milagros reconocidos recientemente por la Iglesia, que abre las
puertas de la canonización a una nueva santa, es el atribuido a sor Ángela de la
Cruz, realizado en favor de un muchacho que, afectado por un prolongado
vasospasmo de la arteria retínica del ojo derecho, recobró repentinamente la
vista.
Sor Ángela fue una pobre obrera en una fábrica de zapatos de Sevilla. El 2 de
agosto de 1875 fundó las Hermanas de la Compañía de la Cruz. Murió en Sevilla el
2 de marzo de 1932.
En 1982, una vez superadas todas las fases del proceso, la Iglesia reconoció que
sor Ángela de la Cruz era digna del culto de los beatos. La ceremonia de
beatificación tuvo lugar en Sevilla el 5 de noviembre de 1982, con ocasión del
primer viaje de Juan Pablo II a España, ante una multitud inmensa, calculada
aproximadamente en un millón de personas.
Hoy la veneración a sor Ángela y el recurso a su intercesión se ha hecho
universal. Sus devotos, desde diversas partes de España, pero también desde
Estados Unidos, Colombia, Venezuela, Alemania, Francia, Suiza, etc., nos
refieren gracias obtenidas por su intercesión.
Sor Ángela de la Cruz quiso servir a los pobres por amor a Cristo crucificado.
Envió a los barrios más pobres a sus hijas, las Hermanas de la Compañía de la
Cruz, para que ayuden a los más abandonados: «Si para aconsejar a los pobres que
sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es preciso llevarla, vivirla,
¡qué hermoso sería un Instituto que por amor a Dios abrazara la mayor pobreza,
para de este modo ganar a los pobres y subirlos hasta él» (Escritos íntimos).
Por ello -escribía en agosto de 1875- «la principal ocupación de la Compañía,
tocante a sus hermanos, será: primero, asistir a los enfermos en sus casas; esos
enfermos que si se llevan al hospital se mueren más pronto, con una gran
amargura; y si se les socorre y consuela sin apartarlos de sus hijos, la
amargura se convierte en una dulce tranquilidad, y mueren dando a Dios pruebas
de su agradecimiento» (ib.).
Sor Ángela enseña a acercarse a la miseria tal como es, donde se encuentre, sin
reservas ni titubeos, según el ejemplo del buen samaritano. Se hace más pobre
que los pobres para transmitir a los pobres el espíritu de las bienaventuranzas
que la colma, con su mirada de fe. De él recibe la consolación y la alegría que
desea comunicar a los pobres y a los que sufren, con quienes entra en contacto.
Y lo hace con la sinceridad maternal de una mujer del pueblo que irradia, en su
caminar por la vida, la sabiduría vivida de la cruz de Cristo.
Esta pobre obrera, ignorante en letras humanas -casi no sabía escribir-, sin
saberlo ni quererlo, se convirtió en una de las más grandes escritoras
espirituales de nuestros tiempos. Las personas que han tenido la posibilidad de
leer sus Escritos íntimos, publicados por la universalmente famosa editorial BAC
(Biblioteca de autores cristianos) de Madrid (próximamente, la editorial Città
Nuova publicará la traducción italiana), pueden confirmar la verdad de esta
afirmación. Esta obra cuenta ya con varias ediciones, pero las numerosas obras
de sor Ángela de la Cruz, publicadas hasta ahora en ediciones para uso privado
del Instituto, cobrarán relieve público cuando sean divulgadas con motivo de la
canonización, que Dios mediante tendrá lugar pronto [tuvo ya lugar en Madrid el
4 de mayo de 2003].
Son una joya de la espiritualidad cristiana. En muchos aspectos, y de manera
especial por lo que atañe a las consecuencias prácticas del misterio de la cruz
en la vida de santidad, con el paso del tiempo podrá compararse, a mi parecer, a
los más grandes maestros de espiritualidad que la han precedido. Sabía
descubrir, con los trazos inseguros de su pluma, los tesoros ocultos en el
misterio de la cruz del Salvador con una penetración desacostumbrada incluso
entre los grandes teólogos y escritores espirituales.
Su doctrina no es sistemática; más bien, es la aplicación constante de la
sabiduría de la cruz tanto a las circunstancias de la vida ordinaria, suya y de
las hermanas, como a los acontecimientos extraordinarios. Esa aplicación nace de
la persuasión eficaz, iluminada, que, después de que Cristo se anonadó hasta
dejarse crucificar por nosotros, el camino de la santidad cristiana pasa por la
humillación, la abnegación, o sea, nuestra crucifixión con Cristo. Cada acto
concreto de humillación es para sor Ángela una exigencia de la sabiduría de la
cruz que ha invertido la dirección de la sabiduría del siglo: a la luz de esta
sabiduría, bajar es subir a los ojos de Dios. Subir y exaltarse a sí mismo es
bajar, porque «el que se humilla será exaltado, y el que se exalta será
humillado» (Lc 14,11).
«Hasta los mayores talentos -dirá sor Ángela- sufren confusión, y aun los
hombres grandes cometen muchos desaciertos como castigo de su presunción y para
que se rindan a su Creador de quien lo han recibido todo. (...) Dios mío, por la
humildad suspiro y es mi mayor deseo. ¿Cuándo la alcanzaré? (...) Poner cara
agradable a los que de algún modo nos han rebajado» (Máximas espirituales).
Otro día hizo este propósito: «Alegrarme de que a otras atiendan y a mí me
desprecien» (ib.). Y al día siguiente: «Alegrarme de que no parezca bien lo que
yo diga y, en cambio, acepten lo que otras expongan» (ib.). Y también: «Dar
gracias a Dios cuando no me den la razón en nada» (ib.).
Con el amor y la minuciosidad propios del servicio femenino, delicado, y con la
viveza de su temperamento andaluz, ve en toda circunstancia el homenaje exigido
por Dios, mediante la sabiduría de la cruz, de la que el Señor la ha dotado.
Cuando se acerca la Navidad, juntamente con sus religiosas, prepara al Niño
Jesús una canastilla espiritual constituida por la práctica de diversas virtudes
y sobre todo por el amor a la cruz y a la santa indiferencia con respecto a los
trabajos que se le encomiendan, la casa a la que la obediencia la destina y,
sobre todo, el desempeño del cargo de madre general, para ella tan costoso. Ser
indiferentes a todo para que Jesús pueda descansar dulcemente en nuestros
brazos. Arde en deseos de que se difunda por doquier el amor a la cruz y, de
modo particular, entre las que han sido llamadas a esta sublime vocación: las
Hermanas de la Compañía de la Cruz. «Un solo amor debe reinar en su corazón y ha
de ser el amor a la cruz, a Jesús crucificado, que se esconde en los pobres y en
los que sufren».
Con esta canastilla espiritual exhortaba a sus religiosas a prepararse para
vivir con un amor intenso y sincero las fiestas de Navidad. Estas son sólo
algunas expresiones del alma enamorada de sor Ángela, pero en su lenguaje nos
parece escuchar un eco de los ardores de san Ignacio de Antioquía: «Mi Amor está
crucificado».
Estas expresiones sencillas de su amor no nos hacen pensar que sor Ángela
quedara enredada en una maraña de pequeñeces. Contemplaba la sociedad de su
tiempo, orgullosa de su sabiduría humana, y comprendía la necesidad que esa
sociedad tenía de un testimonio basado en la sabiduría de la cruz, vivida en la
realidad de cada día, de modo patente, sin ostentaciones, pero sí real y
auténtico.
Tanto las acciones ordinarias como las extraordinarias, que no se deben imitar
sin una moción especial de Dios, como la de apoyar los labios y chupar una llaga
llena de pus de una enferma, llevándola así a su curación total, sin tener que
sufrir la grave intervención quirúrgica pronosticada por los médicos, brotaban
de aquella invitación que escuchó en la oración dentro de su alma: «Al ver a mi
Señor crucificado deseaba, con todas las veras de mi corazón, imitarle, conocía
con bastante claridad que en aquella cruz que estaba en frente a la de mi Señor
debía crucificarme con toda la igualdad que es posible a una criatura» (Escritos
íntimos). Esta contemplación la impulsó a llamarse Ángela de la Cruz.
Sus raíces de inspiración evangélica se remontaban al ejemplo del PobreciIlo de
Asís, y se alimentaban cada año en la fuente de los Ejercicios espirituales de
san Ignacio de Loyola: «Ser pobres efectiva y afectivamente al pie de la cruz,
para servir a nuestro Instituto». No harán viajes por turismo, no asistirán a
las fiestas de sociedad, «ni tendrán siquiera hábitos nuevos, si con ello
podemos escandalizar o simplemente parecer al pueblo menos pobres». Sólo así los
pobres, a los que sor Ángela y sus religiosas asisten, podrán decir: «Me
aconsejan lo que practican».
Este es su mensaje: ser en el mundo un desprendimiento, de pobreza, de humildad,
que llame la atención entre tanto egoísmo, lujo y despilfarro.
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 24-I-2003]
Fuente: Santoral Franciscano