Santa Mónica, madre de san Agustín

08-27

SANTORAL

1. DOMINICOS 2003

Un hijo de muchas lágrimas

Mónica era africana, de Tagaste, región tunecina, nacida el año 331. Hija de familia cristiana noble, pero pobre, fue educada inicialmente en la piedad, ascesis y letras por una criada solícita.

En su juventud formó parte de la comunidad de creyentes que vivió duras experiencias de persecuciones contra los cristianos, y muertes martiriales. ¡En aquellos tiempos pocos males se podían temer tanto como las crueldades de una persecución impía!

A sus veinte años contrajo matrimonio con el joven Patricio, un hombre pagano en religión e infiel en moral, que la hizo pasar sufrimientos desmedidos. Pero afortunadamente, vencido por la honradez de Mónica, murió después de recibir el bautismo. Tuvieron tres hijos: dos de ellos no les crearon problemas; pero el tercero, Agustín,  fue amor y espina de dolor de su madre por sus devaneos culturales, religiosos, familiares.

Tras no pocas peripecias, un día Agustín, maestro en artes, se marchó de Tagaste a Roma, y dejó a su madre en Tagaste. Ella, que vivía con el corazón del hijo, siguió sus pasos, y acabó dando con él en Milán. Cuando eso sucedía, Agustín había cambiado ya mucho, y se estaba volviendo más reflexivo sobre sí mismo. Entonces Mónica buscó al Pastor de la diócesis, y tuvo la oportunidad de ponerlo en contacto con san Ambrosio. Éste trabajó amablemente con Agustín y Agustín se convirtió a Cristo. Recibió el bautismo en abril del año 387.

En esas favorables circunstancias, Mónica, cumplida la misión de salvar a su hijo, volviéndolo sinceramente a Cristo, intensificó su profunda entrega a Dios y a la oración, dando gracias y preparando su encuentro con el Padre. Falleció santamente ese mismo año 387.

ORACIÓN:

Señor, Dios nuestro, Tú inspiraste a san Ambrosio estas bellas palabras, ‘¡No puede  perderse un hijo de tantas lágrimas!; Tú convocaste a Agustín para que retornara de la infidelidad a la gracia; Tú coronaste de gloria a una madre que vivía sólo para Ti y para tus hijos. Concédenos a nosotros la gracia del amor, del dolor, de las lágrima, de la conversión definitiva a Ti. Amén.

 

Palabra de salvación

Primera carta a los tesalonicenses 2, 9-13:

“Hermanos: recordad nuestros esfuerzos y fatigas, pues estuve trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, y proclamamos el Evangelio de Dios entre vosotros.

Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros los creyentes, pues trabajamos personalmente con cada uno de vosotros, como un padre con sus hijos... También, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis cual es, como palabra suya...”

Tenemos a la vista el comportamiento de un apóstol fiel: va de la mano de Dios, vive inmerso en la vida y preocupación de los hermanos, trabaja con absoluta lealtad; y da gracias a Dios porque la Palabra fructifica.

Evangelio según san Lucas 7, 11-17:

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la ciudad, acababan de enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.

Al verla, a Jesús le dio lástima y le dijo: No llores. Jesús se acercó al ataud (los que lo llevaban se pararon) y dijo: ¡Muchacho, a ti te digo, levántate!.

El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entrego a su madre...”

La liturgia utiliza este pasaje evangélico relacionando la actitud de la madre-viuda que llora por su hijo con la actitud de santa Mónica que llora por Agustín. Las lágrimas de fe y amor dan su fruto.

 

Momento de reflexión

Conversación final de san Agustín con su madre, Mónica:

 ‘Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, Señor, y que nosotros ignorábamos—, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos.

Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres Tú, cómo sería la vida eterna de los santos...., y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras. Sin embargo, tú sabes, Señor, que cuando hablábamos aquel día de estas cosas...,  ella dijo:

‘Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en  esta vida.

Qué es lo que hago aquí, y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolonga­ra por algún tiempo: el deseo de verte cristiano católico,  antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este  mundo?’

No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero  al cabo de cinco días o poco más cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el  sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación: ‘¿Dónde estaba?’

Después, viendo que estábamos aturdidos por la tris­teza, nos dijo: ‘Enterrad aquí a vuestra madre...                                                   

‘Confesiones’ lib. 9,cc. 10.11


2. CLARETIANOS 2002

La Iglesia recuerda hoy a una gran mujer: Santa Mónica, madre de San Agustín. La tradición e incluso el arte la recuerda como la madre sufriente, que con sus lágrimas consiguió la conversión de Agustín. Sin duda, mucho amor y mucha fe tenían que llevar estas lágrimas. Más aún, mucha confianza tuvo que depositar esta mujer en el hijo que ella veía alejarse cada vez más de Dios y de sí mismo. Este es el gran milagro: ver en las personas mucho más de lo que resulta evidente, creer en ellos más allá de lo que parecen poder dar de sí. Mónica lo supo ver con Agustín, hasta el punto que él mismo afirmaba que su vida y vocación no hubieran sido posibles sin ella. Seguramente, cada uno de nosotros podríamos poner delante de Dios hoy rostros concretos de personas que, como Mónica, creyeron en nosotros y, por qué no, incluso quizá en algún momento lloraron por nosotros y, misteriosamente, son hoy garantes, testigos, cimientos de nuestra propia vocación, de nuestro ser quien es cada uno.


3. DOMINICOS 2004

 Señora, no es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas (S. Ambrosio a santa Mónica)
Grande ha sido el esfuerzo de vuestro amor y también el aguante de vuestra esperanza (Pablo a los tesalonicenses)

Mónica era africana, de Tagaste, región tunecina, nacida el año 331, hija de familia cristiana noble y pobre. Educada en la piedad, ascesis y letras por una criada, formó parte de la comunidad de creyentes que vivió la dura experiencia de persecuciones contra cristianos, y muertes. Recordemos que en aquellos días pocos males se podían temer tanto como las crueldades de una persecución impía.

A sus veinte años contrajo matrimonio con un joven, Patricio, pagano en religión e infiel en moral. Patricio la hizo pasar por sufrimientos desmedidos, pero, al fin, fue convencido por la honradez de Mónica, y murió después de recibir el bautismo.

En el matrimonio tuvieron tres hijos: dos de ellos no les crearon problemas, pero Agustín, el más pequeño, fue como espina clavada en el corazón de su madre, no tanto en el de su padre, por sus devaneos culturales, religiosos, familiares. Pasados años de estudio, y realizadas numerosas peripecias, Agustín, culto y buen retórico, se escapó a Roma, dejando a su madre en Tagaste. Pero ella fue a buscarlo y dio con él en Milán.

Para entonces, Agustín había cambiado ya mucho y estaba mucho más receptivo y reflexivo, y Mónica lo puso en contacto con san Ambrosio, personaje santo que medió intensamente en su conversión a Cristo.

En abril del año 387, Agustín recibió el bautismo, y con ello Mónica estimó que se había cumplido la misión que tenía asignada, salvar a su hijo. Ese mismo año, entregada a Dios y a la oración, falleció santamente en manos de Agustín.


4. SANTA MONICA

LA VIUDA DE TAGASTE QUE RESUCITA A SU HIJO AGUSTÍN

Por Jesús Martí Ballester

TAGASTE Y SU MATRIMONIO

Cuando finalizaba ya el Imperio Romano, nace Mónica en Tagaste, de padres ricos venidos a menos. Como cristianos la educaron en la fe, pero quien mas influyo en su educación fue una criada que ya había educado a su mismo padre. A los veinte años se casó con Patricio, pagano y de temperamento muy violento y dominado por las pasiones. Mónica es modesta, suave, recatada... El primer año de casada le nace Agustin, y a éste le seguirá Navigio y Perpetua. Navigio no abandonará nunca a su madre. Perpetua se casará y quedará viuda pronto. Cuando su hermano Agustin ya sea sacerdote ingresará en un monasterio de Africa donde vivirá toda su vida.

UNA ESPOSA CON PROBLEMAS QUE VENCE CON SUS VIRTUDES

Pronto empezaron los problemas con su esposo. Pero la prudencia y bondad de Mónica hace que todo se quede en casa y no airea nada desagradable, como acostumbran tantas esposas hoy que viven en la televisión basura de propalar sus martirios conyugales. Mónica se dedica a formar a sus hijos con toda su alma. Los dos pequeños no le causan problemas: son dóciles, sencillos y no gozan de las cualidades extraordinarias de su hermano mayor quien desde pequeñín tiene una recia personalidad.

LA SUEGRA

La madre de Patricio es parecida a él, mejor, él ha salido a su madre, ¡ay los genes!: colérica, de muy mal carácter, autoritaria. Mónica poco a poco se la gana con su dulzura y buenos modales procurando darle gusto en todo cuanto ella quiere. Se la ganó "con atenciones y perseverando en sufrirla con mansedumbre". Buen modelo de nueras. A pesar del carácter y de las infidelidades de su esposo nunca le contestó ni con obras ni con palabras. Tenía una paciencia enorme con él: "Porque esperaba, Señor, que vuestra misericordia viniese sobre el, para que creyendo en Vos, se hiciese casto", dice ella, como así sucedió.

SEGUIMIENTO DE AGUSTIN POR MONICA

Agustín había viajado a Milán, donde encuentra a San Ambrosio, que ha conseguido que se haga catecúmeno. Mónica le ha seguido por mar y tierra y sabe que su hijo ya no es maniqueo pero tampoco católico. No es lo que ella espera pero sigue rezando y llorando, visitando las tumbas de los mártires y visitando a San Ambrosio, que descubrió en Mónica un alma excepcional y privilegiada.

LAS LÁGRIMAS DE MÓNICA

“No se puede perder hijo de tantas lágrimas”, había profetizado un obispo africano. Ella veía a su hijo Agustín ricamente adornado por el Señor, pero desviado y desorientado. Le seguía a todas partes. Ha hecho cuanto ha podido por la conversión de su hijo. Y por fin salta de gozo "aquella noche en la que yo me partí a escondidas; y ella se quedo orando y llorando", dice Agustin. Sus lágrimas dieron su fruto. “Los que siembran con lágrimas cosechan entre cantares”. Cuando tenía 56 años y Agustin 33 tuvo el inmenso consuelo de verle cristiano y en camino de santidad. No se había equivocado. Si hubiera más madres que lloraran a sus hijos muertos como la viuda de Naím, enterrarían a menos hijos resucitados por las lágrimas de sus madres. ¡Ya podía morir tranquila! Y para esto meditamos las vidas de los santos, porque siguieron a Cristo y nos enseñan el camino, que todos han recorrido con dificultades y nos han dejado su vida como ejemplo, a la vez que interceden por sus hermanos, nosotros, que aún peregrinamos en la tierra.

ASOMADOS A LA VENTANA

En Ostia, esperando embarcar para Africa, asomados a la ventana, Agustín y su madre conversaban dulcísimamente, olvidados de todo lo pasado y reflexionando sobre el futuro, preguntándonos cómo será aquella vida eterna, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni saboreó el corazón del hombre, y suspiraban por aquella sabiduría, contemplando aquella felicidad inmutable. Fue un verdadero éxtasis común. Se contagiaron. Mónica era feliz, su hijo, ya era cristiano, para ella sólo quedaba la esperanza de la vida eterna.

Estas son las palabras de Mónica, que San Agustín refiere en sus Confesiones: "¿Qué hago ya en este mundo? Enterrad este cuerpo donde queráis, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mi ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallareis". Así decía poco antes de morir a sus hijos Santa Mónica, modelo de esposas, madres, suegras y nueras.

SU MUERTE

Por fin, Mónica, acompañada por sus hijos, en el año 387, despertó para el cielo. "Yo le cerré los ojos, escribe San Agustín en sus Confesiones. Una inmensa tristeza inundó mi corazón que se resolvió en lágrimas, pero mis ojos, bajo el mandato imperioso de mi voluntad, las contenían hasta el punto de secarse... Mas el joven Adeodato, cuando mi madre dio el último suspiro, comenzó a llorar a gritos. En mi corazón se había abierto una nueva llaga, aunque la muerte de mi madre no tenía nada de lastimoso y no era una muerte total: la pureza de su vida lo atestiguaba, y nosotros lo creíamos con una fe sincera y por razones seguras" (Conf. IV, 9).