San Juan María Vianney, Cura de Ars
1.
DOMINICOS 2003
Un modelo de sacerdote
En España, los sacerdotes tienen por patrono a san Juan de Ávila, insigne
maestro, predicador y escritor del siglo XVI. Está en proceso su declaración
solemne de Doctor de la Iglesia. Pero en la Iglesia universal los sacerdotes
fijan hoy más su mirada en el humilde cura de Ars (1786-1859) cuya estampa
humana y sobrehumana en el siglo XVIII nos admira y confunde.
Estampa humana: Es la de un joven lionés tosco, pastor, analfabeto hasta los 17
años. Aprendió tardíamente las letras con el propósito de solicitar su ingreso
en el Seminario, como lo consiguió. Pero a sus 27 años, juzgado inepto para el
servicio ministerial, fue despedido. Parecería que sólo una especial gracia de
Dios era capaz de cambiar esa imagen rústica en una talla de calidad. Y el Señor
hizo el milagro.
Estampa sobrehumana: Es la del mismo joven que, a los 29 años, tras duros
sacrificios, reincorporado a los estudios y pastoral, fue, por fin, ordenado
sacerdote, sueño cumplido. En ejercicio de su ministerio, a los 32 años recibe
en encomienda la parroquia de Ars, y, ¡oh milagro!, allí es donde comienza a
realizarse el prodigio de la gracia, de su humilde servicio de amor, de la
aceptación, admiración y gloria del santo cura.
El que parecía humanamente inútil se muestra profundo hombre oración y
penitencia, de caridad y consejo; realiza milagros de conversiones, hace obras
providenciales, atrae peregrinaciones, y famosos predicadores (que antes
pudieron despreciarlo) se esconden entre los fieles para escuchar sus sermones.
Al final, el triunfo del hombre y de Dios: la gloria y honores que ahora el
mundo, arrodillado a sus pies, no le puede negar. No fue santo porque fuera
sabio, sino porque aprendió la verdadera sabiduría, la de Dios, en su camino de
fidelidad.
Escuchemos de sus labios unas frases sobre la oración:
“Hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra sino en el
cielo. Por eso, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí,
donde está nuestro tesoro. El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y
amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.
La oración no es otra cosa que la unión con Dios.
Quien tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una
suavidad y dulzura que lo embriaga; se siente como rodeado de una luz admirable.
En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno
solo, que ya nadie puede separar”.
2. DOMINICOS 2004
San
Juan María Vianney. Todos lo conocemos popularmente como ‘el santo Cura de Ars’,1786-1859.
Esas fechas, siglo XVIII-XIX, son años de revoluciones, crisis religiosa, olvido
de Dios. Pero son también época de santos, de muchos y selectos amigos de Dios.
Y algunos, como Juan María Vianney, son amigos excepcionales de Dios, para
confusión de los hombres de poca o ninguna fe.
Era francés, pero no ilustrado, sino humilde pastor de ovejas en tierras de
Lyón, y hasta los 17 años no se inició en la cultura. Pero entonces lo hizo con
amor y empeño. Y cuando ya supo leer, escribir y comprender los juegos mentales,
a los 20 años inició sus estudios preparatorios para ser cura.
Con intención de probar su ingenio –reconocido como menguado- a los 27 años lo
recibieron en el Seminario, y muy pronto lo despidieron, como inepto para
estudios superiores. Pero pronto rectificaron esa actitud casi despectiva, pues
él hizo auténticos esfuerzos por superarse, con una vida ejemplar, heroica, y a
los tres años lo ordenaron sacerdote.
Juan María tenía pinta de santo, no de sabio. Y con buen criterio lo destinaron
a una pequeña parroquia, la de Ars, pensando en que –cerca del pueblo- su
testimonio de vida supliría cualquier otra deficiencia.
¡Buena la hicieron!
Empezó a remover las conciencias; los feligreses descubrieron en él un tesoro de
caridad y de prudencia; la iglesia comenzó a atraer gentes necesitadas de
conversión; sus predicaciones y su confesonario fueron concurridísimos; y en 34
años sucesivos de acción apostólica todo cambió en su entorno. Hasta le hicieron
‘canónigo honorario’, y Napoleón III le hizo ‘Caballero de la Legión de honor’.
Pero, sobre todo, fue reconocido como gran santo, altísimo amigo de Dios.