Jn 20, 24-29
1. CLARETIANOS 2002
A pocos días de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, celebramos hoy la fiesta del apóstol Santo Tomás. Se suele decir que es el apóstol que mejor refleja nuestro talante moderno de hombres y mujeres incrédulos. A mí Tomás no me parece un modelo muy presentable. Le tengo simpatía, me reconozco a menudo en sus dudas, pero no pertenece al grupo de aquellos que son dichosos porque creen "sin haber visto", como María.
Al fin y al cabo, siempre creemos sin haber visto. Ya sé que esta es una herejía cultural en un tiempo en el que parece que sólo se puede aceptar lo que cabe en nuestro diminuto -y un pelín engreído- computador cerebral. Pero no siempre ha sido así y no siempre será. Cuanto más maduremos en nuestro conocimiento de la realidad más humildes seremos. Y más cerca estaremos de aquellos que han creído y creen sin haber visto, pero sintiéndose amados. Me encanta la manera como lo dice la primera carta de Pedro: "Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la salvación, que es el objetivo de vuestra fe" (1 Pe 1,8-9).
Mientras se nos
concede la gracia de engrosar el grupo de los creyentes humildes, podemos
caminar de la mano de Tomás, podemos meter nuestros dedos en las muchas heridas
que el Crucificado sigue teniendo hoy. Y, curados del escepticismo por la fuerza
del sufrimiento, tal vez podamos rendirnos al misterio del Señor que se niega a
revelarse en una ecuación matemática, pero que se siente muy a gusto escondido
en las células agresivas de un cáncer terminal y en los repliegues de una
depresión que se resiste al Prozac.
Gonzalo Fernández , cmf (gonzalo@claret.org)
2. DOMINICOS 2003
Si no lo veo, no lo
creo
Tomás, hemos visto al Señor... Pues yo si no veo en sus manos la herida de sus
llagas, no creo...
Este santo apóstol, Tomás, podría ser muy bien patrono de muchos que dicen hoy
mismo con él: “si no lo veo, no lo creo”. ¿Cómo sería en verdad la actitud
negativa de Tomas? Pudo ser una actitud escéptica ante los anuncios de la
resurrección de Cristo o una simple duda ante las formas como se producían esos
acontecimientos.
Para nosotros, lo importante es observar su cambio de actitud: Tomás tardó en
comprender que su postura ante la palabra de los compañeros no había sido
razonable, pues tenía ante sí testimonios muy fidedignos, por ejemplo, en la
Magdalena y en los discípulos camino de Emaús. Pero se hizo esperar.
Por fortuna, o mejor por gracia, al final, entró en él la luz de forma para él
inesperada, a la luz de todos, con una plasticidad enorme. Junto a la
plasticidad de poner el dedo en la llagas, se dio en él una expresión emocionada
que a todos conmueve: ¡Señor mío y Dios mío! Es la más alta y clara confesión de
fe que aparece en el cuarto Evangelio.
Ese Tomás, primero frío y luego ardiente, fue quien, según la tradición, predicó
en la India, donde sufriría el martirio. Los cristianos de allí, de rito
malabar, se dicen discípulos “de santo Tomás”. Y los cristianos de aquí, de rito
romano, debemos mostrarnos muy agradecidos y deudores a su confesión de fe, amor
y servicio.
ORACIÓN:
Señor Jesús, al celebrar hoy con admiración y alegría la fiesta de santo Tomás,
te pedimos que nosotros –tus discípulos- y cuantos nos rodean y no te conocen
por la fe experimentemos tu presencia en nuestras vidas mostrándote llagado y
resucitado, predicador del Reino y pastor de ovejas perdidas, salvador y amigo.
Amén.
Palabra de Dios
Carta de san Pablo a los efesios 2, 19-22:
“Hermanos: ya no sois extranjeros ni forasteros sino que sois ciudadanos del
pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo es la piedra angular.
Por él todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un
templo consagrado al Señor.
Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada
de Dios, por el Espíritu”.
Amigos de Jesús, no extraños; hijos de Dios, no advenedizos; servidores del
Reino y no ovejas perdidas; piedras o miembros en la construcción de la
comunidad eclesial; voceros de Dios y silencio interior de adoración. Todo eso
es nuestra vida de apóstoles.
Evangelio según san Juan 20, 24-29:
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino
Jesús.
Los otros discípulos le decían: hemos visto al Señor. Pero él contestaba: si no
veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los
clavos, y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos, y Tomás con ellos.
Llegó Jesús..., se puso en medio y dijo: paz a vosotros. Luego dijo a Tomás:
trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no
seas incrédulo sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!... Dichosos
los que crean sin haber visto”.
Palabra por palabra, este párrafo se escribió para facilitarnos una experiencia
profunda de la vida en Dios, por fe y amor. Repitamos varias veces el texto
pausadamente, y coloquémonos en lugar de Tomás.
Momento de reflexión
Familiares de Dios, apóstoles de Cristo.
San Pablo nos recuerda que Cristo instituyó con sus discípulos y amigos una
Comunidad de fe (Iglesia) poniendo como pilares del edificio a los apóstoles.
Ante Dios y en la sangre de Cristo, todos somos Iglesia, todos somos iguales;
pero cada cual ha de asumir su propia función, ministerio o servicio, y ha de
hacerlo en comunión con los demás.
Sin fe, esta comunión no se da. Sin creyentes no hay comunión, y sin
coordinadores o animadores de la comunión, no hay continuidad de vida y
organización. Todos somos necesarios en la vida, amor. Y ninguno es
indispensable. Cultivemos, pues, la vida en comunión y compromiso de fidelidad a
Cristo y a los hermanos.
¡Señor mío y Dios mío!
En función de ese servicio apostólico, los Doce apóstoles (y todos los apóstoles
posteriores en la historia) hemos de sentirnos y hemos de vivir en plenitud de
entrega por fe y amor. De lo contrario, los apóstoles, como columnas, serían
demasiado frágiles para el edificio que sostienen.
Mas esa fe y ese amor que ellos y nosotros hemos de tener y vivir debe ser muy
consciente, clarificada, probada.
Por eso hemos de agradecer la lección de Tomás y no ser demasiado ingenuos.
Tomás dijo algo que sentían también sus compañeros, pues era tan sublime la
verdad de que Cristo vivía, tras la muerte, que bien valía la pena cerciorarse
lo más posible de que todo era verdad, no un sueño.
¡Gracias, Tomás, porque supiste pasar de tus exigencias a las exigencias del
Amor, Cristo!
3. CLARETIANOS 2003
Los cristianos de la India no dudan de que su fe se remonta al apóstol Santo Tomás, igual que los cristianos de España hablamos de Santiago como el portador de la fe a nuestro país. La “cimentación apostólica” se entiende de una manera inmediata, directa, casi ingenua. Sin embargo, su sentido teológico va más allá del simple enganche histórico. Los apóstoles son cimiento de la iglesia en el sentido de que han acogido el misterio de Cristo y lo proponen con el testimonio de su vida y con su palabra.
¿Cómo nos propone Tomás a Cristo? Nos lo propone como un Señor vivo ... “con heridas”. Sin saberlo, el descreído Tomás (perfecto símbolo de todos nosotros) nos ha mostrado un itinerario de fe que se sale de lo imaginado. A Jesús no lo reconocemos mediante argumentos impecables. Ni siquiera a través de milagros llamativos. A Jesús lo reconocemos ... por sus heridas. Sólo cuando metemos la mano en ellas reconocemos que está vivo, que no es un cuento.
¿De qué heridas
estamos huyendo? ¿Por qué caminos falsos estamos buscando al Resucitado? ¡Para
que luego digamos que los apóstoles no “sirven” para nada!
Gonzalo (gonzalo@claret.org)
4. 2001
COMENTARIO 1
vv. 24-29: Mellizo (24), cf. 11,16: parecido con Jesús por su prontitud para
acompañarlo en la muerte. Los Doce, en Jn, la comunidad cristiana en cuanto
heredera de las promesas de Israel (6,70); esta cifra no designa a la comunidad
después de la muerte-resurrección de Jesús, cuando las promesas se han cumplido
(cf. 21,2: siete nombres, comunidad universal). Tomás no había entendido el
sentido de la muerte de Jesús (14,5); la concebía como un final, no como un
encuentro con el Padre. Separado de la comunidad (no estaba con ellos), no ha
participado de la experiencia común, no ha recibido el Espíritu ni la misión.
Es uno de los Doce, con referencia al pasado.
La frase de los discípulos (Hemos visto al Señor, cf. 20,18) formula la
experiencia que los ha transformado. Esta nueva realidad muestra por sí sola que
Jesús no es una figura del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos.
Tomás no acepta el testimonio. No admite que el que ellos han visto sea el mismo
que él había conocido. Exige una prueba individual y extraordinaria.
Ocho días después (26): el día permanente de la nueva creación es «primero» por
su novedad y «octavo» (número que simboliza el mundo futuro) por su plenitud. En
él va surgiendo el mundo definitivo. Dentro, en la esfera de Jesús, la tierra
prometida. Las puertas atrancadas ya no indican temor; trazan la frontera entre
la comunidad y el mundo, al que Jesús no se manifiesta (14,22s). Llegó, lit.
«llega»; ya no se trata de fundar la comunidad (20,19: “llegó”), sino de la
presencia habitual de Jesús con los suyos. Jesús se hace presente a la
comunidad, no a Tomás en particular. Jn menciona solamente el saludo (Paz con
vosotros), que en el episodio anterior abría cada una de las partes. No siendo
ya éste el primer encuentro, el saludo remite al segundo saludo anterior
(20,21): cada vez que Jesús se hace presente (alusión a la eucaristía), renueva
la misión de los suyos comunicándoles su Espíritu.
Luego (27) divide la escena; ahora va a tratarse de Tomás. Unido al grupo
encontrará solución a su problema. Jesús, demostrándole su amor, toma la
iniciativa y lo invita a tocarlo. La insistencia de Jn en lo físico (dedo,
manos, mano, meter, costado) subraya la continuidad entre el pasado y el
presente de Jesús: la resurrección no lo despoja de su condición humana anterior
ni significa el paso a una condición superior: es la condición humana llevada a
su cumbre y asume toda su historia precedente. Ésta no ha sido solamente una
etapa preliminar; ella ha realizado el estado definitivo.
Respuesta (28) tan extrema como la incredulidad anterior. El Señor es el que se
ha puesto al servicio de los suyos hasta la muerte (13,5.14); es así como en
Jesús ha culminado la condición humana (19,30). La expresión Señor mío reconoce
esa condición. Tomás ve en Jesús el acabamiento del proyecto divino sobre el
hombre y lo toma por modelo (mío).
Después del prólogo (1,18: «Hijo único, Dios«) es la primera vez que Jesús es
llamado simplemente Dios (cf. 1,34.49, etc.: «el Hijo de Dios«; 3,16.18, etc.:
«el Hijo único de Dios«). Con su muerte en la cruz ha dado remate a la obra del
que lo envió (4,34): realizar en el Hombre el amor total y gratuito propio del
Padre (17,1). Se ha cumplido el proyecto creador: «un Dios era el proyecto«
(1,1). Tomás descubre la identificación de Jesús con el Padre (14,9.20). Es el
Dios cercano, accesible al hombre (mío).
La experiencia de Tomás no es modelo (29). Jesús se la concede para evitar que
se pierda (17,12; 18,9): a él no se le encuentra sino en la nueva realidad de
amor que existe en la comunidad. La experiencia de ese amor (sin haber visto) es
la que lleva a la fe en Jesús vivo (llegan a creer).
Síntesis: La fe de la comunidad reconoce en Jesús al Hombre-Dios; tal es la
formulación de su experiencia. Toda generación cristiana puede participar de
ella por la comunicación del Espíritu/vida.
COMENTARIO 2
Uno de los elementos comunes de todas las apariciones de Jesús descritas o
citadas en los evangelios es que se trata de encuentros personales; para los
destinatarios fueron una vivencia objetiva. En ella pudieron experimentar que
Jesús no era un espíritu. Era el crucificado, no cabría duda: vieron la marca de
la cruz en su cuerpo. Y, paradójicamente, era distinto: su corporeidad no estaba
sujeta a las limitaciones propias del tiempo y del espacio. En cualquier caso,
sólo se le puede reconocer si él se da a conocer.
El evangelista pone de relieve la continuidad existente entre el Jesús
resucitado que toma la iniciativa de revelarse a quien quiere y el Jesús terreno
que había elegido a los discípulos que él quiso. Se trata de la misma persona,
pero transfigurada por la realidad de la resurrección. Los discípulos se alegran
al ver al Señor; lo han reconocido cuando les ha mostrado las señales de la
pasión, las manos y el costado. Sin embargo parece que el reconocimiento no
resulta fácil. Tomás, que no estaba con ellos, quiere pruebas y pone condiciones
para creer: quiere comprobarlo con sus propios ojos.
Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar la resurrección, sino
que además, ofrece resistencias, pues no acepta el testimonio de los discípulos,
y exige pruebas. Y éstas van en escala: "ver la señal de los clavos", "meter el
dedo en la señal de los clavos", "meter la mano en el costado". A Tomás no le
bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesario la aparición de Jesús,
que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo
pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las
pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La
respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada
de afecto: "Señor mío y Dios mío". En ella manifiesta no sólo su fe en la
resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que
la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su
condición divina.
1. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)
2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)
5. 2002
El evangelista pone
de relieve la continuidad existente entre el Jesús resucitado que toma la
iniciativa de revelarse a quien quiere y el Jesús terreno que había elegido a
los discípulos que él quiso. Se trata de la misma persona, pero transfigurada
por la realidad de la resurrección. Los discípulos se alegran al ver al Señor;
lo han reconocido cuando les ha mostrado las señales de la pasión, las manos y
el costado. Sin embargo parece que el reconocimiento no resulta fácil. Tomás,
que no estaba con ellos, quiere pruebas y pone condiciones para creer: quiere
comprobarlo con sus propios ojos.
Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar la resurrección, sino
que además, ofrece resistencias, pues no acepta el testimonio de los discípulos,
y exige pruebas. Y éstas van en escala: “ver la señal de los clavos”, “meter el
dedo en la señal de los clavos”, “meter la mano en el costado”. A Tomás no le
bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesario la aparición de Jesús,
que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo
pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las
pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La
respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada
de afecto: “Señor mío y Dios mío”. En ella manifiesta no sólo su fe en la
resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que
la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su
condición divina.
Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)
6. ACI DIGITAL 2003
25. La defección de
Tomás recuerda las negaciones de Pedro después de sus presuntuosas promesas.
Véase 11, 16, donde Dídimo (Tomás) hace alarde de invitar a sus compañeros a
morir por ese Maestro a quien ahora niega el único homenaje que El le pedía, el
de la fe en su resurrección, tan claramente preanunciada por el mismo Señor y
atestiguada ahora por los apóstoles.
29. El único reproche que Jesús dirige a los suyos, no obstante la ingratitud
con que lo habían abandonado todos en su Pasión. Veáse Mat. 26, 56 y nota: "Pero
todo esto ha sucedido para que se cumpla lo que escribieron los profetas".
Entonces los discípulos todos, abandonándole a El, huyeron.
¡Todos!. Es muy digno de observar el contraste entre esta fuga y la escena
precedente (v. 51 - 54). Allí vemos que se intenta una defensa armada de Jesús,
es decir, que si El la hubiese aceptado, obrando como los que buscan su propia
gloria (Juan 5, 43), los discípulos se habrían sin duda jugado la vida por su
caudillo (Juan 11, 16; 13, 37). Pero cuando Jesús se muestra tal cual es, como
divina Víctima de la salvación, en nuestro propio favor, entonces todos se
escandalizan de El, como El se lo tenía anunciado (v. 31 ss.), y como solemos
hacer muchos cuando se trata de compartir las humillaciones de Cristo y la
persecución por su Palabra (13, 21). Algo análogo había de suceder a Pablo y
Bernabé en Listra, donde aquél fue lapidado después de rechazar la adoración que
se les ofrecía creyéndolos Júpiter y Mercurio (Hech. 14, 10 - 18).), es el de
esa incredulidad altamente dolorosa para quien tantas pruebas les tenía dadas de
su fidelidad y de su santidad divina, incapaz de todo engaño. Aspiremos a la
bienaventuranza que aquí proclama Él en favor de los pocos que se hacen como
niños, crédulos a las palabras de Dios más que a las de los hombres. Esta
bienaventuranza del que cree a Dios sin exigirle pruebas, es sin duda la mayor
de todas, porque es la de María Inmaculada: "Bienaventurada la que creyó". (Luc.
1, 45). Y bien se explica que sea la mayor de las bienaventuranzas, porque no
hay mayor prueba de estimación hacia una persona, que el darle crédito por su
sola palabra. Y tratándose de Dios, es éste el mayor honor que en nuestra
impotencia podemos tributarle. Todas las bendiciones prometidas a Abrahán le
vinieron de haber creído (Rom. 4, 18), y el "pecado" por antonomasia que el
Espíritu Santo imputa al mundo, es el de no haberle creído a Jesús (Juan 16, 9).
Esto nos explica también por qué la Virgen María vivía de fe, mediante las
Palabras de Dios que continuamente meditaba en su corazón (Luc. 2, 19 y 51; 11,
28). Véase la culminación de su fe al pie de la Cruz (19, 25 ss. y notas). Es
muy de notar que Jesús no se fiaba de los que creían solamente a los milagros
(véase 2, 23 s.), porque la fe verdadera es, como dijimos, la que da crédito a
Su palabra. A veces ansiamos quizá ver milagros, y los consideramos como un
privilegio de santidad. Jesús nos muestra aquí que es mucho más dichoso y grande
el creer sin haber visto.
7. DOMINICOS 2004
Sto. Tomás, apóstol
incrédulo
¡Señor mío, y Dios mío!
Porque has visto, has creído, Tomás.
Dichosos quienes crean sin haberme visto (Jesús)
Este santo apóstol, Tomás, puede ser tomado por patrono de muchos que hoy dicen
lo mismo que él: “si no lo veo, no lo creo”. La actitud de Tomás fue una
negativa a aceptar la resurrección de Cristo, por considerarla carente de
‘signos’. Pero pronto vio que esa actitud no era razonable, pues estaban
presentes los testimonios de compañeros, de la Magdalena, de los discípulos
camino de Emaús...
Una cosa buena tenía a su favor Tomás: la de no haber abandonado la comunidad de
discípulos, a pesar del aparente fracaso de la Cruz, ni negarse a ver la luz.
Por eso, al final, entró en él la luz. Y su expresión iluminada y emocionada,
¡Señor mío y Dios mío!, es la más alta confesión de fe que aparece en el cuarto
Evangelio.
Tomás, según la tradición, predicó en la India, donde sería martirizado. Los
cristianos de allí, de rito malabar, se dicen discípulos “de santo Tomás”.
La luz de Dios y su mensaje en la Biblia
Carta de san Pablo a los efesios 2, 19-22:
“Hermanos: ya no sois extranjeros ni forasteros sino que sois ciudadanos del
pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el
cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo es la piedra angular.
Por él todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un
templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la
construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”
Evangelio según san Juan 20, 24-29:
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino
Jesús. Y los otros discípulos le decían: hemos visto al Señor.
Pero él contestó: si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el
dedo en el agujero de los clavos, y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos, y Tomás con ellos.
Llegó Jesús..., se puso en medio y dijo: paz a vosotros. Luego dijo a Tomás:
trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no
seas incrédulo sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!... Dichosos
los que crean sin haber visto”.
Reflexión para este día
Somos Iglesia de apóstoles y profetas.
Cristo Jesús, según san Pablo, ha instituido una Iglesia o Comunidad de fe
tomando como pilares del edificio a los apóstoles.
Pero todos los creyentes en Cristo somos Iglesia; cada cual en su lugar,
asumiendo su función, ministerio o servicio en comunión. Sin fe no hay comunión;
sin creyentes no hay comunión, sin coordinadores o animadores de la comunión, no
hay continuidad de vida y organización. Todos somos necesarios en la vida, en el
amor, en el servicio.
Alegrémonos de ello y seamos felices de participar en la obra común de vida,
santidad y salvación. En esa comunión de fe y vida, encarece Jesús a los Doce
apóstoles que se sientan llamados a vivir en plenitud de entrega, por amor. Si
no lo hacen, ellos mismos se sentirán, como columnas, demasiado frágiles para el
edificio que sostienen.
8. CLARETIANOS 2004
Llevamos una semana
muy apostólica, empezamos con Pedro y Pablo, ayer veíamos la vocación de Mateo,
hoy se nos propone el camino de fe de Tomás: del no creer porque no ha visto, al
ver creyendo, y más aún al creer sin necesidad de ver. Celebramos esta fiesta no
tanto por pura admiración hacia el santo apóstol, sino “para que tengamos vida
abundante en nosotros por la fe en Jesucristo a quien Tomás reconoció como su
Señor y Dios”. (Oración colecta de la Eucaristía)
La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y
profetas. Cristo Jesús es la piedra angular: él es objeto de la fe y el que la
posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el Bautismo nos incorporamos
a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte
de la misma familia de Dios. ¿No te parece extraordinario?
Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la
construcción de un templo consagrado al Señor. Si no vivimos como tales
consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es la Iglesia está
abierta a todos judíos y gentiles, y quiere ser morada de Dios por el Espíritu.
Tú y yo somos piedras vivas en este edificio.
¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido
la fe...! Éstos siguieron el mandato del Señor: id al mundo entero, proclamad el
Evangelio a todas las naciones, a toda criatura, que se entere bien la tierra.
¿Continúas la cadena en el anuncio evangélico o piensas que es mejor estar
calladito, calladita...?
La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha
valido para los cristianos de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa
que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios mío” cristificando el nombre de Dios
del AT.
Repite esta confesión muchas veces a lo largo del día,
pero no superficialmente sino con fe y devoción profunda,
haz memoria en todo momento de Jesucristo el Resucitado,
y verás por qué es tan preciosa.
Vuestra hermana en la fe
Consuelo Ferrús, Misionera Claretiana
(rmiconsueloferrus@telefonica.net)
9.
Comentario: Rev. D.
Joan Serra i Fontanet (Barcelona, España)
«Señor mío y Dios mío»
Hoy, la Iglesia celebra la fiesta de santo Tomás. El evangelista Juan, después
de describir la aparición de Jesús, el mismo domingo de resurrección, nos dice
que el apóstol Tomás no estaba allí, y cuando los Apóstoles —que habían visto al
Señor— daban testimonio de ello, Tomás respondió: «Si no veo en sus manos la
señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi
mano en su costado, no creeré» (Jn 20,25).
Jesús es bueno y va al encuentro de Tomás. Pasados ocho días, Jesús se aparece
otra vez y dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20,27).
—Oh Jesús, ¡qué bueno eres! Si ves que alguna vez yo me aparto de ti, ven a mi
encuentro, como fuiste al encuentro de Tomás.
La reacción de Tomás fueron estas palabras: «Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).
¡Qué bonitas son estas palabras de Tomás! Le dice “Señor” y “Dios”. Hace un acto
de fe en la divinidad de Jesús. Al verle resucitado, ya no ve solamente al
hombre Jesús, que estaba con los Apóstoles y comía con ellos, sino su Señor y su
Dios.
Jesús le riñe y le dice que no sea incrédulo, sino creyente, y añade: «Dichosos
los que no han visto y han creído» (Jn 20,28). Nosotros no hemos visto a Cristo
crucificado, ni a Cristo resucitado, ni se nos ha aparecido, pero somos felices
porque creemos en este Jesucristo que ha muerto y ha resucitado por nosotros.
Por tanto, oremos: «Señor mío y Dios mío, quítame todo aquello que me aparta de
ti; Señor mío y Dios mío, dame todo aquello que me acerca a ti; Señor mío y Dios
mío, sácame de mí mismo para darme enteramente a ti» (San Nicolás de Flüe).
10. FLUVIUM 2004
Un permanente acto
de fe
En estos días de la historia que nos han tocado, parece imponerse, con una
fuerza cada día más imperiosa, la teoría de que debemos vivir únicamente de cara
a la realidad palpable. El ámbito estrictamente humano de los fenómenos
constatables por el propio hombre sería el único relevante para nosotros. Lo que
no se puede medir, aquello de lo que no se puede tener una experiencia sensible,
por mucho que se afirme y aunque haya sido aceptado antes por innumerables
generaciones, en realidad hoy es para muchos irrelevante. El hombre del siglo
XXI, para no ser tachado de iluso, ignorante o retrasado debe olvidar –dicen– la
palabra a creer. La falta de fe es una actitud que pretenden imponer hoy algunos
en ciertos sectores culturales.
Los relatos evangélicos quedan, por tanto, sin sentido; descartados para esa
moderna concepción de la vida humana y del mundo. Se argumenta que –con
independencia de si están cargados de razón y de justicia– como narran sucesos
extraordinarios, nada convincentes para la razón humana, no se pueden aceptar.
Los Evangelios serían falsos puestos que contienen relatos que el hombre no
puede comprender cómo sucedieron. Pero, claro, si se acepta la afirmación
anterior el hombre se coloca a sí mismo como árbitro absoluto evaluador de toda
realidad y verdad y, en rigor, todo terminaría entonces donde acaban las
capacidades humanas. Es la consecuencia necesaria si sólo es real lo compresible
para el hombre.
Nada más insólito, por alejado de la experiencia, que la vida actual de quien
estuvo muerto y enterrado. Pero, sin embargo, Tomás no se pudo negar a la
resurrección de Jesús: lo estaba contemplando con sus ojos y palpando con sus
propias manos. Y el apóstol convencido se desdice públicamente ante los demás,
que habían sido testigos hacía poco de su engreída seguridad: si no le veo en
las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y
meto mi mano en el costado, no creeré, había declarado.
Pero esa lección de Cristo, con ocasión de la incredulidad del apóstol, parece
haber sido olvidada por algunos que se dicen en nuestros días maduros. Con una
pretendida elocuencia y sabiduría, que más bien parece ingenuidad infantil,
afirman tozudamente: "si no lo veo, no lo creo". Y Jesús, que tiene "palabras de
vida eterna", para la Eternidad y para todos nuestros días, sigue diciéndonos
hoy: bienaventurados los que sin haber visto hayan creído y no seas incrédulo
sino creyente. ¿Acaso podrían engañar a Tomás de modo unánime el resto de los
Apóstoles? Nada más absurdo ¿No podría por sí mismo haber comprobado que el
sepulcro estaba vacío? Sin duda y con poco esfuerzo. María también –la Madre de
Jesús– le hubiera confirmado de inmediato, llena de gozo, la Resurrección de su
Hijo, de haberle preguntado; pero no lo hizo.
También ahora algunos parecen muy convencidos, con la seguridad que les brinda
su exclusivo criterio y alentados en ello por algunos que pasan la vida viviendo
de la incredulidad de la gente ... En realidad, no es precisamente de hoy ese
apego desmesurado al propio modo de pensar y de juzgar, que impide al sujeto
reconocer lo verdadero y valioso de lo demás. Pero la pérdida que supone esa
triste actitud es especialmente lamentable cuando el otro, a quien no se
atiende, anuncia con verdad a Dios.
Se hace muy necesaria en nuestros días una vida humana de fe. Necesita el hombre
vivir libre del prejuicio de que la fe empequeñece, recorta la libertad
intelectual, disminuye el señorío propio, resta capacidad de iniciativa, nos
convierte en elementos informes de una masa impersonal, etc. Muy por el
contrario, conocer a Dios, creer a Dios, y más en concreto cuanto ha revelado
acerca de los hombres, eleva al creyente sobremanera respecto a los que
desconocen cuanto a Dios y al hombre desde Dios se refiere.
Los imperativos de la fe, esos compromisos que reconoce el creyente al aceptar a
Dios como Padre, condicionan ciertamente –he aquí el problema inconfesable– la
vida personal de todos. Por lo mismo que el que tiene fe considera decisivo
reconocer a Dios y es bien consiente de la tremenda laguna intelectual que
supone para el hombre no advertir su presencia: sólo el que cree y vive la fe
sabe –por ejemplo– de la paz de tener a Dios como Padre; por eso mismo, el
hombre fe nota la "carga" de creer: tener que someter inteligencia y voluntad,
no ser ya señor de uno mismo.
No supone, sin embargo, pérdida alguna esa dependencia plena y libremente
asumida. Y menos aún frente a esa otra actitud de pretendida autonomía
librepensadora de algunas, que no tiene razón de ser a poco que se intenta
razonadar con pausa y objetividad sobre nuestra humana condición, reconociéndose
entonces que casi nada de lo personal depende de la persona. Habría, pues, que
asumir la mentira del "señorío" absoluto y absurdo del hombre sobre el hombre
para gozar luego las ventajas de la autonomía librepensadora.
El creyente se siente seguro –y con razón– porque está en la realidad. No le
importa notar que no se debe a sí mismo. Pero es consciente de que Dios lo ha
hecho capaz de llevar a cabo acciones relevantes ante Él –de categoría divina–
con sólo cumplir su voluntad. Lo que condiciona, pues, la vida del creyente en
cuanto tal, más que como requisitos condicionantes negativos, se contempla a los
ojos de la fe como ocasiones de auténtico engrandecimiento y acceso a la
divinidad, y permanente ocasión de alegría y agradecimiento. Siendo como Dios ha
querido, el hombre que fe es a la manera de Dios: triunfa en él el plan divino
de que llegue a ser hijo de Dios.
La Madre de Dios y de los hombres, maestra de fe, de esperanza y de amor, nos
colme de su alegría –le pedimos–, para saber contagiar a otros –a muchos– del
entusiasmo inigualable de creer en Dios.
11. 2004.
Comentarios Servicio Bíblico Latinoamericano
Estudio de los textos
Hoy celebramos la fiesta de Santo Tomás Apóstol. La primera lectura está tomada
de la carta de San Pablo a los Efesios. El libro de los Hechos dice que el
apóstol se detuvo un breve espacio de tiempo en esta ciudad durante su segundo
viaje (Hech 18, 19-21), pero durante el tercero permaneció allí unos tres meses
(Hech 20, ). Como ocurre con Romanos respecto a Gálatas, la carta a los Efesios
parece ser la elaboración sistemática de la doctrina que fluye de manera más
espontánea en Colosenses. El escrito, una síntesis teológica sobre Cristo y la
Iglesia, se dirige a una comunidad de origen judío a donde han llegado gentes
provenientes del mundo gentil. Puede dividirse en cuatro partes, en 1, 1-2 se
encuentra el saludo inicial. La sección doctrinal la tenemos en 1, 3-3, 21, aquí
aparecen las ideas más importantes, el deseo de crear un nuevo pueblo en Cristo
ya estaba en la mente de Dios desde el origen del mundo, el ministerio de Pablo
es un designio divino, y por último, los efesios deben captar y experimentar
todo lo que esto significa. La parte tercera, la contenida en 4, 1-6, 20, es una
exhortación a perseverar en la unidad y en el cumplimiento de los deberes
propios de cada estado o circunstancia. Y 6, 21-24 es el epílogo. La carta
tradicionalmente ha sido considerada como la primera de las de la cautividad
(Filipenses, Colosenses, y Filemón), sin embargo, presenta algunas dificultades.
En primer lugar, el título “a los Efesios” falta en los manuscritos más
importantes y en algunos de ellos ha sido añadido al margen (hubo autores que la
titularon “a los laodicenses”, basados en Col 4, 16), ¿se trataría de una carta
circular que permitiese escribir el nombre de la iglesia donde se fuera a leer?
No sabemos, pero no están atestiguadas este tipo de prácticas en la antigüedad.
En segundo lugar, la carta contiene una sola alusión personal (Tíquico, en 6,
21), es muy extraño si tenemos en cuenta que Pablo estuvo personalmente en Éfeso,
parece más bien que su autor no estuviera relacionado con sus destinatarios. Un
tercer punto en discordia es el uso del lenguaje, 42 vocablos son exclusivos de
este escrito y su estilo es muy recargado y ampuloso. También se encuentran
grandes diferencias con la doctrina paulina que se refleja en otras cartas
tenidas como auténticas, por ejemplo, apenas si se alude al Cristo que ha de
venir, sólo al resucitado, la imagen de la iglesia es muy universal, no hay
referencias a la iglesia local, la polémica que parece reflejarse (gnosticismo)
no es la de los primeros tiempos, en muchos momentos da la impresión de que se
trata de un escrito compuesto por un cristiano de segunda generación. De todos
modos, no hay argumentos contundentes ni a favor ni en contra de la autoría
paulina de este escrito, de ahí que los investigadores hablen del año 60 o del
siglo II cuando proponen la fecha de su composición.
El texto de la liturgia de hoy pertenece a la parte doctrinal. Tras el himno
inicial Pablo agradece a los efesios su fe y les comunica el contenido de su
oración por ellos. Continúa recordándoles su proceder anterior. A continuación
tenemos nuestro texto y después el apóstol da razón de su ministerio. En los
versículos propuestos San Pablo, haciendo uso de la imagen del templo consagrado
al Señor, habla del nuevo pueblo formado por Dios a través de Cristo y del
Espíritu. Su esquema de pensamiento es el mismo con el que abría la carta, el
designio de Dios se cumplió en su Hijo quien dio a conocer a los creyentes su
proyecto de salvación. Podemos dividirlo en dos partes, la primera comprende la
idea principal, que el creyente no es extranjero, sino ciudadano del pueblo de
Dios, la segunda la explica con más detalle.
La primera parte expresa que los miembros gentiles de la comunidad son
ciudadanos del pueblo de Dios, se entiende, junto con los que proceden del
judaísmo. Todos son hijos de Dios, formando una sola familia por la adopción
divina realizada en Cristo. La idea completa la expresada un poco más arriba (2,
14-18), que Cristo vino a unir a los dos pueblos que estaban separados por la
Ley y el odio. Con la imagen del edificio llegamos a la segunda parte. Ahora el
centro de la narración es Cristo. Pablo afirma que los creyentes están
edificados sobre “el cimiento de los apóstoles y profetas”. No está claro el
significado que pueda tener la expresión, dado que no aparece en ninguno de sus
escritos (siempre se refiere a sí mismo como apóstol y edificador), sólo Ef 4,
11 ofrece una pista, se refiere a los comienzos de la Iglesia universal. Son,
pues, los profetas del NT (Hech 11, 27) junto con los apóstoles (Lc 11, 49; Mt
23, 34), los primeros testigos de la revelación del plan de Dios (Ef 3, 5).
Cristo es identificado con la piedra angular (cfr. Is 28, 16), expresándose así
su función de cimiento (1Cor 3, 10s.), mejor dicho, quien unifica y da cohesión
a este edificio que se está levantando (cfr. 4, 12.16.29; Rom 14, 19; 1Cor 14,
12; 2Cor 10, 8). Desde este centro los efesios contribuyen al crecimiento mutuo
y al de todo el edificio que es la Iglesia (curiosamente en 1Pe 2, 25 los
miembros que componen el cuerpo de Cristo son descritos como piedras vivas).
El salmo responsorial es el 116, que se corresponde con el 117 de la Biblia
Hebrea. Se trata del salmo más breve de todo el salterio, la liturgia no ha
tenido que seleccionar versos en este caso (al contrario de lo que ocurría con
el de ayer, que es el más largo y curiosamente es el que viene después). Los
versos están formados por dos hemistiquios que expresan la misma idea en
paralelo. El primero es una invitación a todas las naciones a la alabanza al
Señor, y el segundo la motivación de aquélla, su misericordia y su fidelidad con
su pueblo. Los investigadores no están de acuerdo en si estamos ante un salmo
completo o solo una parte de otro que se ha perdido, o si se trata de una
antífona que servía para otros salmos o himnos. El detalle más llamativo es que
la primera parte se dirige a toda la humanidad, mientras que la segunda
(recordemos, la motivación) la protagoniza un nosotros. ¿De qué se trata? ¿Es
que todas las naciones han de alabar al Dios de Israel por las acciones
realizadas con su pueblo? Probablemente lo mejor sea interpretarlo al modo como
entendíamos el salmo del martes pasado (33, 2-9), aunque aquí de manera
colectiva, es decir, como una exultación de gozo por los beneficios recibidos.
La alegría es desbordante, por eso su horizonte son todos los pueblos.
Y haciendo honor a la fiesta de hoy, el evangelio nos presenta la historia de
Tomás. El relato está tomado del evangelio de San Juan. Por determinadas
características esta obra no puede encuadrarse dentro de los sinópticos. Hagamos
una breve referencia a las más importantes. En primer lugar, la composición. El
cuarto evangelio difiere notablemente de la presentación de Jesús que hacen los
sinópticos. Se puede dividir en cuatro partes perfectamente delimitadas, prólogo
(1, 1-18) donde se presentan los grandes temas que desarrollará más tarde. El
libro de los signos (1, 19-12, 50), que recoge la actividad de Jesús antes de su
pasión y muerte. Está organizado en torno a siete signos (que los sinópticos
llaman milagros): conversión del agua en vino en Caná de Galilea (2, 1-12),
curación del hijo del funcionario real (4, 46-54), curación de un paralítico (5,
1-18), multiplicación de los panes (6, 1-15), Jesús caminando sobre las aguas
(6, 16-21), curación de un ciego (9, 1-7) y resurrección de Lázaro (11, 1-46).
Algunos de estos signos tienen sus paralelos en los otros evangelios, lo más
importante es que dan pie a los largos discursos de Jesús (recurso tan típico de
Juan ). La tercera parte la constituye el libro de la gloria (13, 1-20, 31), se
narra de forma muy extensa la última cena (caps. 13-17), de nuevo con largos
discursos de Jesús, también encontramos los acontecimientos de la pasión,
crucifixión, muerte y resurrección. Y por último el epílogo (cap. 21) que más
bien parece un añadido, donde tenemos la aparición de Jesús a los discípulos en
el mar de Galilea y la conclusión. Otra característica de este evangelio es el
tipo de lenguaje y estilo utilizados. Ya hemos dicho que elabora grandes
discursos puestos en boca de Jesús. Si en los otros tres evangelios encontramos
gran número de historias, personajes, viveza, aquí el ritmo es monótono, grandes
monólogos, en muchos casos no sabemos cuándo ha dejado de hablar un personaje o
ha empezado a hacerlo otro. Además, palabras que para los sinópticos son
fundamentales (como evangelio, reino, llamar, parábola) aquí apenas si hay
rastro, y al revés, en Juan tenemos términos que para aquellos no tienen
relevancia (por ejemplo, verdad, conocer, mundo, judíos, testimonio, luz). Es
llamativo que el cuarto evangelio narre cuatro viajes de Jesús a Jerusalén. Los
recursos literarios más empleados son las controversias (2, 13-22; 5, 16-47; 7,
14-24), los diálogos (2, 23-3, 21; 4, 7-42; 11, 17-44) y relatos de la
exaltación de Jesús (2, 13-22; 6, 26-59; 12, 18, y sobre todo, el libro de la
gloria). La tercera característica importante es la presentación de Jesús y su
teología, sintetizando podemos decir que para los sinópticos Jesús es el que
cumple las promesas veterotestamentarias y con sus palabras y acciones
manifiesta el Reino de Dios, mientras que para Juan es el que exige la adhesión
total del creyente. Teológicamente Juan configura su evangelio en tres núcleos,
el Padre, el Hijo y el Espíritu, aunque todos se organizan en torno al Hijo,
podemos decir que su teología es cristología, hablar de Dios es hablar de Jesús
como revelador, y hablar del Espíritu es también hacerlo de Jesús como quien
facilita a las personas la posibilidad de aceptarlo como Dios. Para la fecha de
composición del evangelio normalmente se piensa en los años 80 y 90. En cuanto
al lugar la opinión de los investigadores varía, aunque en los últimos años se
piensa más en ambiente jerosolimitano. Es cuestión muy debatida la del autor.
Una parte de la tradición, la que ha llegado a nosotros, ha identificado a Juan,
el de Zebedeo, con el Discípulo Amado, que es quien está detrás de la
composición de esta obra. Los estudios actuales si de algo están seguros es que
estamos ante dos personajes distintos, pero la identidad de este discípulo aún
está sin descubrir.
La aparición de Jesús a Tomás la tenemos casi al final del evangelio, antes del
epílogo. Pertenece a la sección dedicada a la resurrección. Tras la llegada de
Pedro y el otro discípulo al sepulcro, se encuentra la aparición de Jesús a
María Magdalena, y después a los discípulos. Luego viene nuestro texto y la
primera conclusión del evangelio. El autor parece pensar en el relato como el
final de la obra, después de haber narrado los misterios de la vida, muerte y
resurrección de Jesús y haber expuesto una historia (la precedente) para
consolidar la vida de los discípulos con el envío del Espíritu Santo, concluye
con el testimonio de fe más explícito de todo el evangelio. Se puede decir que
estamos ante un quiasmo temático con un quiebro final, de este modo, discípulos:
hemos visto al Señor (ver-creer)/Tomás: si no veo no creo (no ver-no
creer)/Tomás ve y cree (ver-creer)/Jesús: dichosos los que crean sin ver (creer
sin ver). Toda la escena está construida en función del final, la profesión de
fe de Tomás y la sentencia de Jesús. Analicemos los detalles más importantes.
Los acontecimientos se presentan una semana después, se insiste en que tiene
lugar el día del Señor, seguramente el domingo ya había pasado a ser el día de
la celebración de los cristianos. La alusión a las manos y al costado contiene
un significado simbólico, la resurrección no es simplemente una experiencia
individual, ni un convencimiento de que Jesús habría sobrevivido a la muerte, lo
más importante es que se trata del regreso del mismo Jesús con el que habían
convivido los discípulos (1Jn 1, 1-3), de ahí la insistencia en los detalles
concretos como la herida del costado y la marca de los clavos (por cierto, que
esta es la única prueba que ofrece el evangelio de que Jesús fue clavado en la
cruz y no atado, como se hacía normalmente). Jesús se dirige a Tomás para que lo
toque (contrariamente a la prohibición a María Magdalena en 20, 7), no sabemos
si llegó a hacerlo, lo que sí aparece en sus labios es la mayor declaración de
la identidad de Jesús de todo el evangelio, Señor y Dios (términos que la LXX
utiliza para traducir el nombre de Dios en el AT, Yhwh-Elohim). Esta fórmula
pasará en el futuro a formar parte de la confesión de fe cristiana (cfr. Hech 2,
36; Tit 2, 13; Heb 1, 8s.). Termina el relato con unas palabras de Jesús
dirigidas a los cristianos de todos los tiempos (cfr. 1Pe 1, 8). ¿En qué sentido
hemos de comprenderlas? Las pruebas históricas de la resurrección pueden servir
de ayuda a la fe, pero lo verdaderamente importante es la Palabra misma y el
testimonio (cfr. 4, 48; 10, 38).
Comentario teológico
La celebración de Santo Tomás nos presenta algunas notas interesantes. La más
importante y que engloba las demás es la descripción del camino de la fe: el
paso de “no creer” a “creer”. Los discípulos se encuentran reunidos, Jesús se
les aparece. Después lo comunican a Tomás. Él no cree en su testimonio, se
deduce que tampoco en la resurrección. A partir de entonces el protagonista pasa
a ser otro, Jesús. Él es quien indica cuál es el verdadero itinerario de la fe:
“creer sin ver”. La sentencia hemos de comprenderla en el contexto en que se
expresa, hay un testimonio que el discípulo rechaza y hay unas pruebas (las
manos y el costado) que posibilitan el cambio de actitud. Insistimos, el objeto
de la fe es Jesús, lo central es la profesión de fe “Señor y Dios”. Es
secundaria, aunque importante, la lección última. ¿Por qué nuestro empeño?
Durante siglos se ha puesto el énfasis en las palabras finales de Jesús,
llegándose a extrapolar su sentido, precisamente por sacarlo de contexto. “Creer
sin ver” se ha aplicado a aquellas realidades misteriosas de la fe, pero sobre
todo, se ha utilizado cuando determinadas declaraciones o comportamientos no
eran comprendidos por los creyentes, habían de creerse, ser aceptados, sin ver,
sin saber su sentido. A lo más que se llegaba era a que doctores tiene la
Iglesia para explicar lo que no se entiende. Lejos se encuentra esto de exponer
a Jesús como objeto de la fe. Eso es comprender, no creer, la fe está en otro
nivel, precisamente en lo que va aparejado a la declaración de Tomás: el
testimonio de los otros discípulos y la fe en el mismo Jesús que convivió con
ellos. Otra nota importante es la que ya hemos señalado con ocasión de las
fiestas de San Pedro y San Pablo, el pasado 29 de junio, o la del nacimiento de
San Juan Bautista, el 24 de junio. La celebración de los santos no es para los
creyentes simplemente un motivo de admiración, sino un ejemplo y un compromiso.
El primero nos sitúa ante una misma realidad, que todos somos humanos. El
segundo ante la realidad de los otros a quienes se dirige nuestra existencia.
Las lecturas nos abren otra perspectiva de pensamiento. La carta a los Efesios
presenta como cimiento de la fe a Cristo, a los apóstoles y a los profetas. El
objeto de la fe que antes decíamos, aquí es quien la posibilita, junto a los
otros. El estudio del texto revelaba que en su origen pudo haber sido concebido
como la exposición de una doctrina general dirigida a toda la comunidad de
creyentes. Por tanto, la comunidad de personas provenientes del mundo judío y
del ámbito gentil llamadas a formar un solo pueblo, puede tomarse como un
programa permanente de la gran comunidad de cristianos de todos los tiempos. Se
habla de unidad que parte del mismo Cristo y está orientada a la construcción de
la ”morada de Dios”. No hay que olvidar que en todas las comunidades de todos
los tiempos y lugares la raíz es El, junto con los apóstoles y profeta, no de
una parte de creyentes, como tantas veces se ha interpretado. Tampoco ha de
pasar desapercibida otra característica importante, se trata de unidad
enriquecida con la pluralidad (judíos y gentiles), no de uniformidad. El salmo
responsorial, ya lo decíamos en el estudio del texto, también habla de
pluralidad de naciones y un Dios. El objeto es la alabanza y el motivo la
alegría basada en su misericordia y fidelidad, lo decíamos antes también, el
objeto de la alegría no es un pueblo, sino las acciones de Dios. Del evangelio
ya hemos destacado las características más importantes. También aparece una
alusión directa a la universalidad de los creyentes, creer sin haber visto”
(repetimos, en el mismo Jesús que fue crucificado, por el testimonio de otros),
e indirectamente se entronca con la fe de otro grupo religioso, los judíos (en
el estudio del texto descubríamos que la declaración de fe de Tomás traduce el
nombre de Dios del AT).
Una conclusión, los textos están constantemente jugando con la imagen de dos
elementos que llevan a uno: gentiles-judíos que forman el edificio de Dios,
naciones-nosotros que alaban a Dios, y creyentes-no creyentes que se dirigen a
Jesús como Señor y Dios. La pluralidad parece ser un elemento intrínseco de las
comunidades, la concomitante división se supera en la tarea de la construcción,
de la alabanza y de la fe en Jesús.
12.
Dichosos los que no
han visto y han creído
Fuente: Catholic.net
Autor: P José Rodrigo Escorza
Reflexión
"Dichosos aquellos que crean sin haber visto". Parece mentira que uno de los
elegidos del Señor, no crea la palabra de los apóstoles, sino que al contrario
busque creer solamente por los signos sensibles.
Tomás parece una persona de nuestro tiempo porque solamente cree aquello que le
presenten los sentidos.
Los sentidos son muy buenos, porque nos ayudan a aprender más cosas, a saborear,
oler, contemplar, sentir..., pero en el campo de la vida espiritual, estos nos
estorban, como le sucedió a Santo Tomás, que no quería creer hasta no ver ni
tocar.
Aquí es donde viene la bendición de Dios para aquellos que sin ver crean. La
bencidión de la fe es también para nosotros, los que estamos a dos mil años de
distancia de los apóstoles. Para nosotros vendrán las bendiciones de Dios, si
creemos en todo lo que Él nos ha prometido. Pidamosle que aumente nuestra fe,
para que seamos dignos de recibir tales bendiciones.
13. Tomás,
perseguido por Cristo
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Juan J. Ferrán
El Apóstol llamado Tomás en los Evangelios (Mt 10, 3; Mc 3,18, Lc 6,15) es
apodado "Dídimo" que significa "gemelo" (Jn 11,16). Entra casi en el Evangelio
de una forma silenciosa. Sus primeras palabras afirman en una ocasión su deseo
de morir con Jesús (Jn 11, 16).
Posteriormente se manifiesta con un estilo racionalista ante las palabras de
Jesús, asombrándose de cómo se puede conocer un camino, no sabiendo a dónde se
va (Jn 14,4). Finalmente conocemos su incredulidad ante el hecho de la
Resurrección ( Jn 20, 24-29) y su presencia en la aparición de Jesús en el lago
de Tiberíades (Jn 2, 1-14).
Tras la Ascensión lo contemplamos en Jerusalén con los demás apóstoles. La
tradición le asigna como actividad misionera Persia y la India. La ciudad hindú
de Calamina, donde se supone que murió, no ha sido identificada. Santo Tomás
murió mártir Sus restos fueron traslados a Edesa.
Vamos a contemplar la figura de Sto. Tomás a la luz de ese amor de Dios que
siempre persigue al hombre para que se salve y llegue al conocimiento de la
verdad. Es una de las formas más bellas de ver la misericordia divina.
Dios siempre persigue al hombre cuando éste se sale del camino del amor y de la
verdad que él le ofrece. La misericordia no es tanto una actitud pasiva de Dios,
siempre dispuesto a perdonar, cuanto una acción de Dios positiva consistente en
buscar la oveja perdida una y otra vez. El Evangelio está lleno de imágenes
bellísimas de este estilo de Dios. Desde el buen Pastor que abandona el rebaño a
buen recaudo para ir a buscar a la oveja perdida, hasta ese Cristo que
providencialmente se hace presente siempre allí donde alguien le necesita, la
realidad es que Dios persigue al hombre una y otra vez ofreciéndole su Corazón
abierto para que vuelva.
La misericordia divina, -un atributo precioso de Dios-, se convierte así en esa
larga persecución de Dios al hombre a lo largo de toda la vida por medio de
innumerables gracias que respetan indudablemente la libertad del hombre. No se
resigna a perder a nadie. Dios no abandona a nadie, a no ser que alguien le
abandone a él.
Desde el momento en que Dios crea a cualquier ser humano, esa persona se
convierte en objeto inmediato del amor de Dios. A partir de ahí Dios se hace
garante de un compromiso destinado a lograr, respetando la libertad humana, la
salvación del hombre. Jamás desiste Dios de este compromiso, suceda lo que
suceda y pase lo que pase. Es tal el amor de Dios hacia el hombre que, aun
rechazado, olvidado, abandonado, blasfemado, Dios sigue llamando a las puertas
del corazón una y otra vez, hasta el último momento de la vida. Este
comportamiento divino se encierra en una palabra: "alianza". Dios ha hecho una
alianza de amor con el hombre que él siempre respetará.
Desgraciadamente el hombre con frecuencia toma a broma este amor de Dios. Cree
que la misericordia divina consiste en burlarse del amor de Dios que siempre
terminará perdonando, incluso sin que medie la petición de perdón. Así muchos
seres humanos juegan inconscientemente a lo largo de la vida con la misericordia
divina, olvidándose de aquellas palabras de S. Pablo: "Trabajad con temor y
temblor por vuestra salvación". En esta actitud se da un equívoco de fondo. Nada
tiene que ver la Misericordia infinita de Dios con la certeza de que el hombre
va a estar dispuesto a pedir perdón un día. La Misericordia divina siempre
estará asegurada; no así la petición de perdón del hombre. La Misericordia
divina necesita la actitud humilde del hombre que reconoce su mentira, su
equivocación, su deslealtad al amor de Dios.
A pesar de los pecados cometidos, una y otra vez, nunca hay motivo o razón para
dudar de la Misericordia divina. El amor de Dios es más grande que nuestros
pecados, por terribles que fueran. Ahí tenemos a Pedro, a Zaqueo, a la mujer
adúltera, a tantas personas pecadoras con quienes Cristo se encontró. Nunca
encontraron en él el reproche amargo, el rechazo cruel, la crítica amarga. Al
revés, todos los pecadores, que reconocieron su pecado, encontraron en Cristo el
perdón, el aliento, el ánimo, la esperanza que tanto les ayudó a encontrar el
camino de la paz y del bien. No deja de tener un significado muy consolador esa
imagen del Crucificado, en la que Cristo, clavado en la Cruz, tiene los brazos
abiertos para siempre, convirtiéndose así en la imagen de ese Dios que siempre
espera, que siempre acoge, que siempre abraza.