S. ROMUALDO 06-19

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1. DOMINICOS 2003

Unos, mas que hombres; otros, ni siquiera hombres
Todos los humanos fuimos formados a partir, simbólicamente, de la arcilla, pero insuflando a ésta espíritu comunicativo, creativo, transformador de las cosas. En lo esencial todos los hombres coincidimos, y por ello nos reconocemos mutuamente.

Pero hay ocasiones en que, al ver ciertos hombres o mujeres se saltan todo tipo de control ‘racional’, y ante ellos nos sentimos muy turbados, bien porque sus rostros, pasiones, almas, gestos, no parecen de humanos sino de brutos, bien porque se elevan como ángeles.

¡Qué terrible es contemplar, por ejemplo, el rostro y la mirada de un ser vengativo, que lleva encendido el odio en la pupila y en el alma! En él se pierde la figura. Y ¡qué admirable, aunque parezca también terrible, es el rostro sereno, placentero, pero abatido, de quien –por obra de la gracia- cuando lo van a martirizar, se pone en manos de Dios, como un santo, y pide perdón para sus verdugos! Esos límites señalan la cumbre de lo sublime y el abismo de lo degradado.

Hoy en la liturgia no nos corresponde reflexionar sobre esos tipos humanos excepcionales por su degradación sino de otros que, salpicando la historia con su gracia y sangre, nos llenan de admiración.

Su nombre es Romualdo, y vivió a caballo entre los siglos X y el XI (951-1027).

Nació en Ravena, Italia, hijo de familia socialmente muy noble, pero que fue desdichada. Su madre era de carácter suave, sencillo, silencioso, pacífico. Pero su padre tenía golpes de genio muy duros, casi brutales. En una ocasión se enzarzó tan fuertemente con un enemigo que se retaron a duelo. Y como él era más robusto y certero, salió triunfador.

Su hijo Romualdo contempló esa escena y quedó horrorizado. Era un espectáculo de sangre y saña, literalmente brutal. Y este hecho provocó tal reacción en el joven de corazón noble que sin tardanza decidió alejarse de su hogar paterno y emprender una auténtica peregrinación espiritual y corporal por caminos, regiones y actitudes no contaminadas.

Caminos de aislamiento, soledad, pobreza, desprecio del mundo pasional, y búsqueda de acogida en las entrañas de Dios Padre, único al que llamaría cada día y cada hora desde su indigencia y súplica de misericordia.

Comenzó a cultivar sin demora una vida de estrictísima austeridad en alimento, vestido, sueño, silencio, trabajo, caridad. Sediento de amor y cruz, fue asomándose a varios monasterios, por si en ellos había lugar para su ánimo, y todos le parecieron demasiado confortables.

Por ello, rondando ya los 40 años, se decidió a abrir nuevas sedes de recolección y vida ascético-mística donde el amor a Dios y a los hombres estuviera acompañado del desprecio al propio cuerpo con sus pasiones. Así tuvo su inicio lo que, tras numerosas fundaciones de monasterios, se llamaría la “Camáldula”, donde el seguimiento de Cristo con pleno despojo de uno mismo tiene su hogar. Había nacido en el seno de la Iglesia un nuevo estilo de seguimiento de Cristo.

ORACIÓN:

Jesús, Señor nuestro, al conocer los acontecimientos, rupturas y ascetismo de san Romualdo, uno siente el escalofrío de la flagelación y soledad. ¡Admirable camino! Mas, como no a todos nos llamas por esa vía de florecimiento del alma, con conversión y amor, concédenos la gracia de apreciar y asumir en nuestra existencia la parte de gozo y dolor, exigencia y libertad, que a cada nos corresponda, según tus designios. Amén.