SAN ISIDRO LABRADOR 05-15

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1. CLARETIANOS 2003

Con mucha frecuencia me desplazo a la ciudad donde nació, vivió y murió San Isidro Labrador: Madrid. Por eso lo siento como un santo de casa. Su cuerpo está enterrado en la Real Colegiata de San Isidro, en el casco antiguo de la ciudad.
 

Reconozco que este santo tan alto (¡medía 1,90!), tan antiguo (¡nació a finales del siglo XI!), tan sencillo (¡fue un labrador!), tan santamente familiar (¡su esposa y su hijo están canonizados!) me cae simpático. En la archidiócesis de Madrid en la que vivo, hoy es un día especial. Para la ciudad de Madrid, es el día de su fiesta grande.
 

De todos los aspectos que la historia, unas veces, y la tradición, otras, nos han transmitido acerca de Isidro, quiero acentuar solo uno: su condición laical y seglar. Esto lo hace particularmente atractivo, porque la mayor parte de los cristianos son laicos y seglares y, sin embargo, la mayoría de los santos canonizados pertenece al clero o a la vida religiosa. Isidro encuentra y alaba a Dios en los dos territorios en los que se desenvuelve la vida de un cristiano seglar: la familia y el trabajo.

¿Qué discurso sobre la familia cristiana hoy no comienza refiriéndose a la crisis por la que atraviesa? Somos especialistas en diagnosticar la crisis de todo: de la fe, de los sacramentos, de la iglesia, de la pastoral. Y, sin embargo, los que nos ayudan no son tanto los “doctores de las crisis” cuanto las personas que abren nuevos caminos. Para Isidro, la familia fue lugar de revelación del amor de Dios. En su matrimonio con María de la Cabeza descubrió el Amor más grande y, juntos, lo acogieron.

El sentido cristiano del trabajo no parece gozar tampoco de buena salud. Y, sin embargo, en el trabajo estamos prolongando la creación de Dios. Hoy resultan actualísimas las sugerentes aportaciones de Teilhard de Chardin para vivir de un modo nuevo el trabajo, no como el peaje que pagamos por nuestra condición pecadora; tampoco como el ídolo de la sociedad capitalista al que tenemos que sacrificar todo.

A todos los madrileños y a los que, sin serlo, vivís en Madrid, os deseo un feliz día de fiesta. También a los que trabajáis en el campo. Tenéis la suerte de contar con una vigoroso modelo y con un gran intercesor.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


2. CLARETIANOS 2004

Queridos amigos y amigas:

Hoy la liturgia nos presenta a un santo de “a pie”; una vida humilde y sencilla que pone la santidad al alcance de todos. Una vida oculta con Cristo en Dios que arrastra a quien sabe mirarla (www.archimadrid.es).
¡Qué bien entendió Isidro estas palabras de Jesús: “No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán”! Durante su vida se vio a menudo rodeado de críticas y calumnias que él, con serena fortaleza, convertía en plegaria y en un mayor sentido de responsabilidad y fidelidad al amo de las tierras que cultivaba. Y, a fuerza de amar y de perdonar, su corazón se convirtió en un fino sensor del Espíritu de Dios, tanto que hacía de toda su vida una continua alabanza de la Gloria del Padre. No hizo nada extraordinario, fue sencilla y llanamente, un humildísimo labriego, que realizó con extrema fidelidad cuanto tenía que hacer.
¿Dónde radica su grandeza y el secreto de que después de tantos siglos, aún siga siendo un modelo válido para todos los cristianos? La respuesta la sabemos: con una fe sin alharacas, fue capaz de esconderse con Cristo en Dios. Dios era todo en su vida, lo llenaba todo… Isidro oraba mientras hundía el arado en la madre tierra, rezaba su tarea y labrando la tierra se encendía en amor y así consiguió hace algo que hoy necesitamos más que nunca: “… que el trabajo de cada día, humanice nuestro mundo” ¡Cuánto lo necesitamos!
¿El trabajo al que dedicamos tantas horas de nuestra vida nos humaniza y humaniza realmente el pequeño mundo en el que nos movemos?
Toda la historia tiende hacia la Resurrección aún cuando sus protagonistas no lo sepan o no acierten a formularlo. La historia del hombre, de todo hombre o mujer, es la historia de una tensión hacia Dios, aún cuando muchas veces se tienda hacia los ídolos.

En ti amanece Dios
y viene a revelarte
que el oscuro misterio de la noche
se hace luz familiar en tus pupilas.

Este mundo cuajado de hermosura,
es su aliento, su brillo y su mirada,
donde puedes perderte y anegarte,
mecido por un mar de transparencias.
(Miguel Combarros. Oficio de la Luz)

Vuestra hermana en la fe,

Carolina Sánchez, Filiación Cordimariana (carolinasasami@yahoo.es)


3.1.- SAN ISIDRO LABRADOR, PATRON DE MADRID
Por Jesús Martí Ballester

Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurisconsulto, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos llenos de polvo y sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro.

COMO ANTE EL NIÑO EN EL ESTABLO DE BELEN

Ante su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron templos y los poetas le dedicaron sus endechas. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espinel, Guillén de Castro, escribieron sus poemas a este amable trabajador madrileño, que no había hecho nada extraordinario ni espectacular en su vida. El historiador Gregorio de Argaiz le consagró un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por San Isidro". Justo. Esa fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles despiadados del verano y estremecido por los hielos de los largos y crueles inviernos. El campo. El campo quedó para siempre iluminado, fogueado, y fecundado por su paciencia, por su inocencia, por su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.

ORA ET LABORA. LA ORACION

Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las mismas faenas eran una oración. Labrando la tierra su rostro sudaba y su alma se iluminaba; las gotas de sudor, se mezclaban con las gotas de fe, las lágrimas de amor; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando amorosamente la cruz, aprendió a empuñar la mancera. Ese fue el misterio de aquella vida tan sencilla y alegre, como el canto de la alondra, que revolaba alrededor de los mansos bueyes y el vuelo vertiginoso de los mirlos audaces.

LA POBREZA

Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. Y, luego, las horas del esforzado tajo; un trabajo sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades; ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.

SUS LIBROS

¡El Cielo y la tierra! Eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Y entonces el criado de Juan Vargas se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Lull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta como él castellano: “¡Oh montes y espesuras – plantados por las manos del Amado – oh prado de verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha pasado!. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.

VIDA DE FAMILIA

Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa, Santa María de la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, - pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, - quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; días incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo.

SUS MILAGROS

Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca; puede rezar con tranquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la corona del rey San Fernando!, exclama el poeta. Con la pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así es como la villa y corte, centro de España, tiene por patrón a un labrador inculto, sin discursos, ni escritos, ni hechos memorables, sólo con una vida escondida y vulgar de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se llamaba Madrid, recién reconquistada de las manos del Islam. Acababa en 1083 Alfonso VI de entrar por la cuesta de la Vega, conquistando aquella plaza amurallada del Manzanares. El contraste es tan fuerte como instructivo y no sólo dice algo de provecho para la capital de España, sino que proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.

LAS FUENTES DE SU BIOGRAFIA

Lo que sabemos de su vida se debe a aquel diácono San Andrés, que conoció a su paisano y cabe en media docena de páginas. ¿Quién es capaz de extender más la descripción de un labriego sencillísimo que cruza por esta vida sin ninguna aventura externa y sin más complicación que la personalísima de ser santo a los ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era una pequeña ciudad rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parroquias, sus estrechas calles retorcidas y en cuesta, su alcázar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Vargas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San Andrés, a cuyo servicio estaba Isidro. En San Isidro hay todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infantil aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera la boda del Príncipe heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España.

3-2. 2004

1. Cuarenta años antes de que ocurriera, había escrito Cicerón: “De una tienda o de un taller nada noble puede salir”. Unos años después, en el año primero de la era cristiana, salió de un taller de carpintero el Hijo de Dios. Las mismas manos que crearon el sol y las estrellas y dibujaron las montañas y los mares bravíos, manejaban la sierra, el formón, la garlopa, el martillo y los clavos y trabajaban la madera. Desde entonces, ni la azada ni el arado ni la faena de regar y de escardar tendrían que avergonzarse ante la pluma ni ante el manejo de los medios modernos de comunicación, ni ante las coronas de los reyes. El patrón de aquella villa recién conquistada a los musulmanes, Madrid, hoy capital de España, no es un rey, ni un cardenal, ni un rey poderoso, ni un poeta ni un sabio, ni un jurisconsulto, ni un político famoso. El patrón es un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos llenos de polvo y sucios de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escar-pines y con callos en las manos. Es un labrador, San Isidro. Como el Padre de Jesús, cuyas palabras nos transmite Sn Juan en el evangelio de hoy, 15,1: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”.

2. Ante su se-pulcro se postraron los reyes, los arquitectos le construyeron tem-plos y los poetas le dedicaron sus endechas. Lope de Vega, Calderón de la Barca, Burguillos, Espi-nel, Guillén de Castro, escribieron sus poemas a este amable trabajador madrileño, que no había hecho nada extraordinario ni espectacular en su vida. El historiador Gregorio de Argaiz le consagró un gran libro: "La soledad y el campo, laureados por San Isidro". Justo. Esa fue su misión, laurear el campo, frío, duro, ingrato, calcinado por los soles despiadados del verano y estremecido por los hielos de los largos y crueles inviernos. El campo. El campo quedó para siempre iluminado, fogueado, y fecundado por su paciencia, por su inocencia, por su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe.

3. Fue un héroe que cumplió el “Ora et labora” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las mismas faenas eran una oración. Labrando la tierra su rostro sudaba y su alma se iluminaba; las gotas de sudor, se mezclaban con las gotas de fe, las lágrimas de amor; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando amorosamente la cruz, aprendió a empuñar la mancera. Ese fue el misterio de aquella vida tan sencilla y alegre, como el canto de la alondra, que revolaba alrededor de los mansos bueyes y el vuelo vertiginoso de los mirlos audaces.

4. Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: "Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?" Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. Y, luego, las horas del esforzado tajo; un trabajo sin impaciencias ni agobios, pero sin debilidades, esperando el fruto de la cosecha “Tened paciencia, hermanos, como el labrador que aguanta paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía” Santiago 5, 7. Así, todo el trabajo duro y constante, ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra.

5. ¡El Cíelo y la tierra! Eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Y entonces el criado de Juan Vargas se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción, con la jaculatoria del poeta místico Ramón Lull: "¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!". O del mínimo y dulce Francisco de Asís, el Poverello: “Dios mío y mi todo”. “Loado seas mi Señor por todas las criaturas, por el sol, la luna y la tierra y el agua, que es casta, humilde y pura”. O también con el sublime poeta como él castellano: “¡Oh montes y espesuras - plantados por las manos del Amado - oh prado de verduras, de flores esmaltado - decid si por vosotros ha pasado!!!. “El que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante” Juan 15,5. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. Bajaban las sombras de las colinas. Colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y entraba en la villa, siguiendo la marcha cachazuda de la pareja de bueyes.

6. Empezaba la vida de familia. A la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia era también una santa, Santa María de la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero. Era su hijo, que lo era doblemente, porque después de nacer, Isidro le libró de la muerte con la oración. Luego arregla los trastos, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre, pues, según la copla castellana: “Como amigo y jornalero, - pace el animal el yero, - primero que su señor; - que en casa del labrador, - quien sirve, come primero”. Hasta que llega María restregándose las manos con el delantal: "Pero ¿qué haces, Isidro, no tienes hambre? -le dice cariñosamente-. Ya en la mesa, la olla de verdura con tropiezos de vaca. Pobre cena pero sabrosa, condimentada con la conformidad y animada con la alegría, la paz y el amor. Y eso todos los días; dias incoloros pero ricos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo. “Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin” Salmo 1,1. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” Juan 15,6

7. Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca, porque: “Mucho puede hacer la oración intensa del justo...Elías volvió a orar, y el cielo derramó lluvia y la tierra produjo sus frutos” Santiago 5, 17. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y se realizará” Juan 15, 7. Ya puede Isidro rezar con traquilidad entre los árboles aunque le observe su amo, porque los ángeles empuñan el arado. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro, sois inmortales como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidoro y la corona del rey San Fernando!, exclama el poeta. Con la pluma de Santa Teresa habéis subido a los altares. Así es como la villa y corte, centro de España, tiene por patrón a un labrador inculto, sin discursos, ni escritos, ni he-chos memorables, sólo con una vida escondida y vulgar de un aldeano, hombre de aquella pequeña villa que se llamaba Madrid, recién reconconquistada de las manos del Islam. Acaba-ba en 1083 Alfonso VI de entrar por la cuesta de la Vega, conquistando aquella plaza amurallada del Manzanares. El contraste es tan fuerte como instructivo y no sólo dice algo de provecho para la capital de España, sino que proclama el estilo de Dios cuando nos regala sus santos. “Escondiste estos secretos a los sabios, y los revelaste a las gentes sencillas”. San Isidro labrador era un simple; reconocerlo es admirar los planes de Dios.

8. Lo que sabemos de su vida se debe a aquel diácono San An-drés, que conoció a su paisano y cabe en media docena de pá-ginas. ¿Quién es capaz de extender más la descripción de un labriego sencillísimo que cruza por esta vida sin ninguna aventura externa y sin más compli-cación que la personalísima de ser santo a los ojos de Dios? Fue un hombre sencillo, su villa era pequeña. Madrid era una pequeña ciudad rica en aguas y en bosques, con su docena de pequeñas parro-quias, sus estrechas calles retorcidas y en cuesta, su alcá-zar junto al río, su morería y sus murallas. Un puñado de familias cristianas, entre ellas, la de los Var-gas, que era la más rica, alrededor de la parroquia de San An-drés, a cuyo servicio estaba Isidro. En San Isidro hay todo un programa de vida sencilla, de honrada laboriosidad, de piedad infan-til aunque madura, de caridad fraterna, ejemplo para esta sociedad compleja, y llena de mundo, de vida callejera, de codicia y de egoísmo, que lamenta hoy el zarpazo del terrorismo atroz y espera la boda del Príncipe heredero. Ambos acontecimientos, tan dispares, laten en el corazón celeste de San Isidro, en su calidad de Patrón de Madrid que lo es, en cierto modo, de España.

JESÚS MARTÍ BALLESTER


4. ARCHIMADRID 2004

LOS BUEYES

Hoy es la solemnidad de San Isidro en la Diócesis de Madrid, lo lamento por los que rezáis con estos comentarios y sois de otras partes, pero los santos son de toda la Iglesia, así que ponte la gorra de chulapo o el mantón de Manila, y a rezar.
Hoy es el típico día dentro del año litúrgico en que los feligreses te preguntan: ¿Hoy es día de precepto?, ¿Es obligatorio ir a Misa?, Vivo en Madrid pero paso el día en la sierra de Guadarrama ¿Tengo que escuchar Misa? Y un sin fin de variantes sobre el mismo tema. Yo les suelo responder preguntándoles si un esposo tiene obligación de amar a su mujer cuando está de viaje de negocios por Teruel (no, no es ironía, en Teruel también hay empresas) o si, según cierra la puerta de casa, puede sentirse un solterón.
A San Isidro se le representa con dos bueyes tirando del arado. Los bueyes son pequeñitos (si fuesen a tamaño natural no habría quien pusiera una imagen del santo en su parroquia) y parecen indiferentes a las oraciones de los fieles que imploran la intercesión del patrón. Me gusta la figura de los bueyes, están haciendo su trabajo, confiados en que tienen buen amo y, aunque nadie se fije en ellos, continúan arando la tierra. “Llamaos dichosos a los que tuvieron constancia” nos dice el Apóstol Santiago, a pesar de las dificultades, de la falta de aprecios o de halagos. Los bueyes no se enfadan con San Isidro y le piden que la tierra se roture ella sola o por lo menos que sea más blanda o desaparezcan los guijarros y pedruscos. Desde luego la tradición que dice que San Isidro rezaba en una esquina y los bueyes trabajaban el campo ellos solos no tiene ningún fundamento. San Isidro rezaba, pero detrás del arado y sudando la gota gorda y desde luego no azuzaría a los bueyes con blasfemias y maldiciones.
Así es nuestra vida, empujados y guiados, suave pero firmemente, por el labrador, que es Cristo. No nos evitará el peso del día y del calor, los pedruscos, la dureza de la tierra, el ir y venir, pero Él no estará en una esquina contemplando nuestro trabajo, sino detrás, guiándolo, por decirlo así: sudando con nosotros.
¿Hay que ir a Misa? Y dónde vas a ir mejor, ¿dónde vas a encontrar tan buen amo?, ¿Te vas a convertir en un Buey salvaje abandonado por los montes, devorado por los lobos a la segunda noche?, ¿O cambiarás de amo por otro que primero te hará dos lisonjas y cuatro falsas promesas y al poco te hará trabajar sobre un campo infértil movido por latigazos e improperios mientras el señorito se toma agua, azucarillos y aguardiente a la sombra de una encina?.
“Mucho puede hacer la oración intensa del justo.” No sé si es una herejía el decir que los bueyes rezan, pero al menos, aunque sea sin enterarse, participaban de la oración de San Isidro. No sé si es una herejía el decir que tú y yo rezamos (¿quiénes somos nosotros para dirigirnos al mismo Dios?), pero participamos de la oración de Cristo que como Hijo siempre se puede dirigir al Padre, y la Santa Misa es la mayor oración de Jesucristo en su Iglesia.