ESPIRITUALIDAD

COLOQUIO 1 - AÑO I, N° 1

"NO ANTEPONER NADA AL AMOR DE CRISTO" (RB 4,21)
La liturgia, espacio y método de vida espiritual según la
Regla de San Benito

 

P. Abad Martín de Elizalde

La participación en los misterios divinos es fundamental para la vida espiritual del cristiano. Llamado a la santidad desde el bautismo, es alimentado con la eucaristía y son borrados sus pecados por el sacramento de la reconciliación, es incorporado a la vida divina y unido en la oración, la alabanza y los sacrificios de la Iglesia. De esta manera, la gracia que recibe por los sacramentos va acompañando los momentos importantes de su existencia. La liturgia es la expresión privilegiada de la comunión con Dios y de la comunión con los hermanos, y en ella se dan esos encuentros donde la realidad de la Encarnación y sus frutos alcanzan a nuestra naturaleza hasta en su corporeidad, y la trasforman para Dios.

La liturgia es una acción constante de Cristo en la Iglesia, por la persona del sacerdote y de los ministros, de los fieles, individualmente y en comunidad. Cristo se ofrece por nosotros, y nosotros con El. En la liturgia, entonces, nace y crece la espiritualidad verdadera, que es vida del Espíritu ‑ espiritualidad eclesial y sobrenatural, porque es comunión con Dios en la familia de los redimidos ‑; la cual, iniciada en el tiempo, aspira por su consumación en la eternidad, donde alcanzará su carácter definitivo lo que es ahora signo pasajero y sensible.

La liturgia es acción y es también espíritu ‑ porque el hombre es renovado en ella, donde su interioridad, su conciencia, sus actividades, se orientan y destinan a su fin sobrenatural. Las cosas pequeñas y sencillas ofrecidas a Dios no son nunca banales, porque son oblación de nuestro sacrificio, unido al de Cristo, y son los instrumentos de nuestro ministerio. La liturgia da sentido a nuestra vida, para que esta sea en realidad lo que la liturgia hace por el símbolo y la imagen, por el signo sacramental y el gesto ritual: una entrega plena y generosa a Dios.

La familiaridad con la liturgia termina por abrazar idealmente lo que somos naturalmente y lo que hacemos, y convierte todo ello en algo diferente, sin dejar de ser lo que era. La liturgia no es solo fuente, de donde mana la vida del Espíritu, y su ámbito propio, sino que constituye también una pedagogía que nos adiestra para el encuentro con Dios, un espejo que nos forma, trasmitiéndonos la imagen verdadera del Hombre nuevo, un modelo para aplicar siempre. En esta doble perspectiva, la que es propia del ámbito litúrgico y la que resulta de su extensión a las circunstancias de la vida, el cristiano enriquece su existencia, viviéndola en la gracia y ofreciéndosela a Dios. Es un sacerdocio otorgado al fiel, que trasciende el mero cumplimiento de las obligaciones de estado; que supera el mantenerse dentro de la ley, cumpliendo sí la ley divina y absteniéndose de obrar el mal, pero donde estuviera presente el ardor de la caridad y de la generosidad en la búsqueda de Dios y en la entrega. Es un paso más, si se puede hablar de este modo, que trasforma desde dentro y renueva desde el fundamento la vida del cristiano, como expresión de la caridad, del amor de Dios, en su dimensión más noble, para hacer cuanto está en e1 poder del hombre realizar, como una ofrenda dada a Dios, una consagración de su ser, de sus actos y pensamientos. La liturgia católica es la actualización de la caridad de Cristo, que se ofrece por la salvación del mundo. Participar en la liturgia es, para el cristiano, participar de la caridad de Cristo, y ofrecer a Dios frutos de santidad; y por consecuencia, poner en ejecución esa misma caridad para servir en el mundo a Dios y a los hermanos, con un sentido sacerdotal.

La espiritualidad es caridad aplicada, amor de Dios que alimenta la vida del cristiano, que lo motiva y lo asiste en el camino de la santidad. La liturgia lo pone en comunión en Dios, es la ocasión para recibir la vida divina, es un estímulo y un ejemplo para poner en práctica el evangelio.

En este breve ensayo deseo mostrar como la Regla de San Benito le propone al monje una vida litúrgica, por la práctica litúrgica intensa, pero también, por el indudable tono litúrgico, de oblación y de alabanza, que rodea toda su existencia. Vamos a exponerlo en sus tres aspectos principales: la santificación del tiempo, la presencia divina en nuestros hermanos, la sacramentalidad de los bienes. Y lo que San Benito propone al monje, en el espíritu de la Iglesia, todo cristiano puede practicarlo, y más aún si, como oblato de un monasterio benedictino, desea recorrer ese camino de santidad que es la doctrina de la Regla de monjes.

 

1. La santificación del tiempo

La liturgia cumple en la Regla de San Benito la función de santificar el tiempo, con la distribución de los oficios diurnos y nocturnos, con la importancia acordada a la celebración dominical, y con las pautas de observancia y de organización ofrecidas por las estaciones del año litúrgico.

a. El día y la noche están jalonados en la jornada benedictina por la convocatoria para la oración comunitaria, "en presencia de la divinidad y de sus ángeles" (RB 19,6). Las Vigilias son un oficio celebrado durante la noche, con una salmodia prolongada y lecturas tomadas de la Escritura y de los Padres (RB 8‑9). Su carácter es contemplativo, en esas horas más silenciosas, pero también apunta a la recitación meditada de la Palabra de Dios, como haciendo acopio de ese tesoro de vida y de doctrina. Las horas canónicas diurnas ‑ "siete veces al día te alabé", del salmo 118,164 (RB 16,1) ‑: Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, aunque no se menciona respecto de ellas el simbolismo que les atribuye Casiano (Inst. IIL3.2‑'>), son para San Benito expresión de la vocación del monje, de acuerdo a la tradición más antigua (RB 18,20‑25). La exigencia de puntualidad en la celebración de los oficios (RB 43), a la que se le atribuye tanta importancia que se confía al abad la responsabilidad de convocar a los hermanos ` para que todo se haga a su debido tiempo " (RB 4'7,1), y la recomendación insistente de rezar las horas en los lugares de trabajo, si es lejos del monasterio, y en camino, cuando están de viaje (RB 50), testimonian de la actualización de la memoria de Dios, así como de la consagración de cuanto se emprende y realiza, para gloria de Dios, a quien se alaba y ruega en la oración que se sucede con tan breves intervalos.

b. El domingo tiene su propia estructura celebrativa, puesta de relieve en el ordenamiento general de la jornada, en la distribución de los oficios y en los textos empleados en estos, por ejemplo, los salmos de Vísperas, comenzando con el salmo 109 (RB 18,12), y en Vigilias con el salmo 20 (RB 18,6), que se refieren evidentemente al Señor resucitado. En lo que hace al empleo del tiempo, el domingo deben los hermanos abstenerse de trabajar: "dedíquense todos a la lectura" (RB 48,22), excepto aquellos que no sean capaces de hacerlo, por negligencia, pereza o falta de instrucción. La dedicación más plena del día del Señor al reposo, en un espíritu de recogimiento y de oración, indica en el ritmo semanal, la ofrenda de un día especial, señalado comunitariamente para Dios, y que es además el designado para la comunión eucarística (RB 38,2) y para la rotación de los hermanos que se suceden en los servicios comunes: los que asisten en la cocina y las mesas (RB 35,15) y el lector de semana (RB 38,1).

c. Finalmente, los tiempos del año litúrgico se encuentran entre los elementos aptos para definir el ritmo de la vida de oración y trabajo en el monasterio. Tanto para los horarios de las comidas (RB 41) como para fijar la duración del oficio nocturno (RB 10,2), las características de la estación estival, por ejemplo, son tenidas en cuenta. Pero se encuentra un énfasis notable en una consideración más espiritual, dependiente justamente de los tiempos litúrgicos; para la comida, por razón del ayuno, es más severo el régimen en Cuaresma (RB 41,7) que en Pascua (RB 41,1), y el horario prevé mayor dedicación a la lectura en los cuarenta días de preparación a la Resurrección del Señor (RB 48,14), con muchas otras prescripciones referidas a la disciplina espiritual de este período (RB 49). La doctrina de la oración que ese expone en RB 20, es reproducida fielmente en RB 49,4, indicando el ánimo con que el monje debe acompañar interiormente el mayor esfuerzo y sacrificio de la penitencia y el recogimiento cuaresmales, "con gozo del Espíritu Santo ", para llegar a la Pascua "con alegría espiritual" (RB 49,6‑7).

Con estas rápidas indicaciones, que se deberían completar con una lectura atenta de la Regla, basta para hacerse una idea de como San Benito desea establecer una estructura de vida, apoyada en la liturgia y constantemente referida a ella y asistida por ella, que santifica el tiempo. No se trata de una plegaria u oración para tener ocupada la mente ni para repetir con los labios, tampoco es una fórmula que bendiga y ofrezca tal o cual momento o emprendimiento, sino de un estado de apertura a la presencia de Dios, de comunión con El, de ofrecimiento constantemente renovado, esto es "no apartándonos nunca de su magisterio, y perseverando en su doctrina hasta la muerte, participemos de los sufrimientos de Cristo por la paciencia, a fin de merecer también acompañarlo en su reino. Amén" (RB, pról. 50). Esta conclusión nos muestra la continuidad que existe entre los esfuerzos de esta vida en el tiempo, hechos por Dios y en su presencia, y la vida eterna, como la liturgia de alabanza de la Iglesia, es reflejo de la liturgia celestial y anticipo de nuestra participación en ella.

2. Las personas que representan a Cristo

Desde el comienzo de la Regla, Sari Benito presenta al abad como quien ocupa el lugar de Cristo (RB 2,2), es decir, ejerce las funciones de maestro y de guía y, lo que es menos frecuente en nuestro vocabulario de hoy, aplicado a Cristo, de padre (RB 2,3). Este modo de presencia significa una comprensión dinámica: el abad representa a Cristo por la función que le ha sido confiada. La comunidad lo elige porque cree interpretar así la voluntad de Dios; es 1a comunidad la que hace al abad eligiendo a un monje para ese servicio, y en quien ve, por su mirada de fe, la representación de Cristo. En efecto, del abad ha de recibir la doctrina y el ejemplo, para llegar a la santidad en su llamada monástica. Y tal reconocimiento tiene su realización en la liturgia ‑ el abad es quien preside las celebraciones y proclama el evangelio el domingo (RB 11,9‑10), pero sobre todo, significativamente, el que recita en alta voz el Padre Nuestro, la oración del Señor, en los oficios de Laudes y de Vísperas, tomando la representación de toda la comunidad, por aquello de ` perdónanos como nosotros perdonamos ", a causa de las espinas de los escándalos (RB 13,13).

La presencia de Cristo a través del abad, decíamos, tiene una expresión litúrgica, como la tiene también su presencia en los huéspedes (RB 53,1), especialmente en los pobres y peregrinos (RB 53,15), y en los enfermos (RB 36,1). De esta manera no solo se nos recuerda que el Señor está en medio de nosotros, sino que se indica igualmente la modalidad con que nos relacionamos con quienes lo representan: al abad se le dice "Señor y abad,‑ mas, atención ‑ no para que se engría, sino por el honor y el amor de Cristo" (RB 63,13); el trato entre los hermanos es respetuoso, signado por una veneración religiosa: "Los jóvenes honren a sus mayores, y los mayores amen a los más jóvenes. Al dirigirse a alguien, nadie llame a otro por su solo nombre, sino que los mayores digan hermanos a los más jóvenes, y los más jóvenes díganle nonos a sus mayores, que es expresión que denota reverencia paternal... Dondequiera que se encuentren los hermanos, el menor pida la bendición al mayor. Al pasar un mayor, levántese el más joven y cédale el asiento, sin atreverse a sentarse junto a él si su anciano no se lo manda, cumpliendo así lo que está escrito: Adelantaos para honraros unos a otros " (RB 63,10‑12.15‑17). El honor y el afecto son tributados a la imagen de Cristo, manteniendo el espíritu de una verdadera fraternidad, donde son todos miembros de un solo cuerpo, con una única cabeza, el propio Cristo. La misma cita de la carta a los Romanos (12,10) que acabamos de leer se encuentra en RB 72, 4; seguido de un mandamiento de exquisita caridad: "Tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales". La dignidad de hijos de Dios no impide que la condición heredada del pecado y las limitaciones de toda creatura, hagan difícil la vida común, por lo que este principio de paciencia y de misericordia acompaña con justicia el reconocimiento de una representación de Cristo.

En el ritual de recepción de los huéspedes, se demuestra la misma actitud de reverencia, con gestos particularmente significativos: beso de paz, postración, lectura bíblica, ágape o refección, lavado de manos y de pies (RB 53,3‑14). También, cuando se incorpora un nuevo miembro a la comunidad, en un marco más propiamente litúrgico, se puede ver esa misma fe. El hermano que ingresa es incorporado a la familia de Cristo y se entrega a Cristo: "Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; y no me confundas en mi esperanza" (RB 58,21, citando el salmo 118,116); sobre el altar se compromete con El y reviste la cogulla del servicio divino, incompatible con la apostaría. Es decir, que la profesión ‑ acto litúrgico ‑ lo coloca en una condición nueva frente a Dios, que deberá tener presente durante toda su vida.

Por último, una imagen altamente simbólica es la del portero del monasterio, que, como dice San Benito en el final provisorio de la Regla (RB 66), debe ser un anciano discreto y maduro, y que al recibir a los que acuden, es como la primera visión de la caridad que acoge al visitante "cum fervore caritatis " (RM 66,4), transfigurado por, una liturgia de caridad, como si fuera el rostro de Dios, abierto y amable para el que lo busca.

 

3. Los medios e instrumentos materiales

Utilizando la imagen de las herramientas de un taller, San Benito se refiere al trabajo del espíritu con los distintos instrumentos que lo elevan, lo purifican, lo afinan, para que reine la caridad y se haga la voluntad de Dios, comenzando por los mandamientos de la ley divina y del evangelio, y concluyendo con una esperanzada mención de la misericordia del Padre, para alcanzar el premio prometido (RB 4). Esta analogía ilustra admirablemente lo que San Benito quiere expresar a través de la consideración y el cuidado con que se han de tratar las herramientas materiales (y no solo las espirituales): el arte espiritual tiene sus instrumentos, los oficios manuales tienen los suyos, con los cuales se ejerce, en las tareas cotidianas, un servicio de Dios y de los hermanos que se aproxima al culto tributado en la liturgia. En efecto, otra imagen, ciertamente audaz, de San Benito, recomienda al mayordomo que "mire todos los utensilios y útiles del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar"(RB 31,10; cfr. 32,4). Faltar, rompiendo o tratando con descuido alguna cosa, es pasible de un castigo, con el mismo procedimiento que las faltas referidas al oficio divino o la vida fraterna (RB 46,1‑4). Los trabajos que el monje realiza en el monasterio son otras tantas ocasiones para ir a Dios, para ver en ellos los medios a su alcance para hacer la voluntad divina, ofrecerle sus esfuerzos, servir a los hermanos ejerciendo la caridad, progresar en las virtudes. Por ello la Regla establece que los servidores de la mesa y de la cocina, al empezar y terminar su semana, reciban una bendición especial y den gracias a Dios, en un breve pero significativo acto comunitario en el oratorio (RB 35); que el lector también, en presencia de todos, implore la gracia necesaria para su servicio, pero sobre todo, atendiendo al bien espiritual, ` para que Dios aparte de él el espíritu de vanidad" (RB 38,2); que los que deben cantar y leer en la liturgia y en el refectorio, lo hagan de modo que "edifiquen a los oyentes "(RB 38,12). El trabajo de los monjes artesanos se debe realizar con la misma perspectiva sobrenatural, de humildad y servicio, para beneficio y edificación de los hermanos que pueden llegar a necesitar o adquirir esos bienes (RB 57). Este ambiente, pues, donde todo se refiere a Dios, donde nada comienza sin pedir su gracia (RB, pról. 4), es todo él un gran ámbito litúrgico, el cual, es verdad, tiene sectores más específicamente dedicados a lo sacro, como el oratorio (RB 52), pero que en su conjunto es una oblación de vida y obras al Señor.

Recientemente, el P. Adalbert de Vogüé comparaba la ubicación respectiva de los capítulos referidos al oficio divino en la Regla del Maestro y en la Regla de San Benito: este le concede un lugar de honor, situándolo a continuación de la sección que corresponde al arte espiritual. Y menciona la impactante frase: "Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios" (RB 43,3), expresión que había sido empleada ya en la Segunda Regla de los Padres, y concluye: "Después de trazar el camino que conduce hasta el Señor a cada monje, la Regla no ha pensado sino en instituir el programa de las horas de oración, en las cuales la comunidad entera se presenta delante de Dios ". (1)

Pero conviene resaltar algo más, y es el empleo del mismo verbo praeponere, en un contexto similar, pero de mayor densidad teológica. Leemos, en efecto, "No anteponer nada al amor de Cristo" (RB 4,21), y: "Nada absolutamente antepongan a Cristo" (RB 72,11). Relacionando estos dos últimos pasajes con el citado en el párrafo precedente, aparece a primera vista una desproporción, ya que Cristo y su amor deben tener un lugar infinitamente superior al de la Obra de Dios; pero cabe señalar que el Opus Dei se presenta aquí como el símbolo de la dedicación a Cristo y a su amor, la expresión de una vida entera para el Señor, ofrenda de caridad que eleva y consagra todos los momentos. El monje, en la Obra de Dios, santifica el tiempo, confiesa la presencia soberana de su Señor, le dedica sus esfuerzos. La Obra de Dios, la liturgia, es el signo de lo que es la vida monástica en su conjunto: no anteponer nada a ella, es justamente hacer una opción clara y generosa por Cristo y por su amor. Con el tejido litúrgico de los días y las estaciones, la permanencia en el oratorio, la fidelidad perseverante en la plegaria y la lectura, los monjes santifican el trabajo y orientan el conjunto de sus actos, hacia su fin que es Dios. La liturgia transfiere a la disciplina monástica, al ejercicio concreto del seguimiento de Cristo según el espíritu y la letra de la Regla benedictina, su carácter simbólico y 1a vuelve elocuente, proclamando la alabanza divina, transformándolo todo "para que en todo sea Dios glorificado" (RB 57,8; cit. de I Pe 4,11).

 

Notas

(1) VOGÜÉ, A. De: Genése de la Régle bénédictine, en: Coll. Cisterciensia 59 (1997), 3, p. 237.