17. LEYES DEL SALARIO MÍNIMO

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Hemos examinado anteriormente algunos de los perniciosos resultados que producen los arbitrarios esfuerzos realizados por el Estado para elevar el precio de aquellas mercancías que desea favorecer. La misma especie de daños derívanse cuando se trata de incrementar los sueldos mediante las leyes del salario mínimo. Esto no debe sorprendernos, pues un salario es en realidad un precio. En nada favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de que ambos son gobernados por los mismos principios.

Las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal apasionamiento y quedan tan influidas por la política, que en la mayoría de las discusiones sobre el tema se olvidan los más elementales principios. Gentes que serían las primeras en negar que la prosperidad pueda ser producida mediante un alza artificial de los precios y no vacilarían en afirmar que las leyes del precio mínimo, en vez de proteger, perjudican las industrias que tratan de favorecer, abogarán, no obstante, por la promulgación de leyes de salario mínimo e increparán con la máxima acritud a sus oponentes.

No obstante, debería quedar bien sentado que una ley de salario mínimo, en el mejor de los casos, constituye arma poco eficaz para combatir el daño derivado de los bajos salarios y que el posible beneficio a conseguir, mediante tales leyes, sólo superará el posible mal en proporción a la modestia de los objetivos a alcanzar. Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios, tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos beneficiosos.

Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a encontrar empleo. No se puede sobrevalorar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación equivalente.

La única excepción se registra cuando un grupo de obreros recibe un salario efectivamente por debajo de su valor en el mercado. Esto puede ocurrir sólo en circunstancias o lugares especiales donde las fuerzas de la competencia no funcionen libre o adecuadamente; pero casi todos estos casos especiales podrían remediarse con igual efectividad, más flexiblemente y con menor daño potencial, a través del actuar de los sindicatos.

Cabe pensar que si la ley obliga a pagar mayores salarios en una industria dada, pueda ésta elevar sus precios de tal suerte que el incremento pase a gravitar sobre los consumidores. Sin embargo, tal desviación no es tan hacedera ni se escapa con tanta sencillez a las consecuencias de una artificiosa elevación de sueldos. Muchas veces no es posible aumentar el precio de sus productos, pues quizá se induzca al consumidor a la búsqueda de un sustitutivo. O bien, si continúan adquiriéndolo, los nuevos precios les obliguen a comprar menos cantidad. En su consecuencia, aunque algunos obreros de la industria en cuestión se han beneficiado del alza de salarios, otros por ello perderán sus empleos. Por otra parte, si no se aumenta el precio del producto, los fabricantes marginales son desplazados del negocio. En realidad se habrá provocado una reducción en la producción y el consiguiente paro, recorriendo camino distinto.

Cuando se mencionan estas consecuencias, siempre hay alguien que replica: «Perfectamente; si para conservar la industria X es ineludible pagar salarios ínfimos, justo es que los salarios mínimos obliguen a su cierre.» Ahora bien, tan audaz afirmación prescinde de ciertas realidades. En primer lugar, no advierte que los consumidores han de soportar la pérdida del producto. Olvida también que los obreros que trabajaban en la industria en cuestión quedan condenados al paro. Finalmente, ignora que por bajos que fueran los emolumentos abonados, eran los mejores entre todas las posibilidades que se ofrecían a los obreros de la tantas veces aludida industria X, pues de lo contrario habrían acudido a otra. Por lo tanto, si la industria X es suprimida por una ley de salarios mínimos, quienes en ella trabajaban se verán constreñidos a aceptar empleos que reputaron menos interesantes que los que por fuerza han de abandonar. Su demanda de trabajo hará descender todavía más los salarios de las ocupaciones alternativas que ahora les son ofrecidas. No cabe eludir la consecuencia: siempre que se imponen salarios mínimos se provoca un incremento del paro.

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Además, los programas de asistencia destinados a aliviar el paro originado por la ley del salario mínimo crean un serio problema. Mediante un salario mínimo de 75 centavos por hora, verbigracia, se prohibe a cualquiera trabajar cuarenta horas semanales por menos de treinta dólares. Supongamos ahora que se ofrece una asistencia de sólo dieciocho dólares semanales. Ello equivale a haber prohibido que una persona emplee su tiempo eficazmente ganando, por ejemplo, veinticinco dólares semanales, manteniéndole en cambio inactivo percibiendo un subsidio de dieciocho dólares a la semana. Hemos privado a la sociedad del valor de sus servicios; al hombre, de la independencia y dignidad que se derivan de la autosuficiencia económica, incluso a bajo nivel, separándole de la tarea más de su agrado, y, al propio tiempo, recibe una remuneración menor a la que podía haber ganado por su propio esfuerzo.

Estas consecuencias se producirán siempre que el socorro sea inferior en un centavo a los treinta dólares. Sin embargo, cuanto más elevado sea el mismo, tanto peor será la situación en otros aspectos. Si se ofrece un subsidio de treinta dólares, se facilita a muchos igual cantidad sin trabajar que trabajando. En fin, cualquiera que sea la cantidad a que ascienda el subsidio, provoca una situación en la que cada cual trabaja sólo por la diferencia entre su salario y el importe del socorro. Si éste, por ejemplo, es de treinta dólares semanales, los obreros a quienes se ofrece un salario de un dólar por hora o cuarenta dólares a la semana, ven que de hecho se les pide que trabajen por diez dólares a la semana tan sólo, puesto que el resto pueden obtenerlo sin hacer nada.

Cabría pensar en la posibilidad de escapar a estas consecuencias ofreciendo ese socorro en forma de trabajo remunerado, en lugar de hacerlo a cambio de nada; pero esto es tan sólo cambiar la naturaleza de las repercusiones. La asistencia en forma de trabajo significa pagar a los beneficiarios más de lo que el mercado hubiera ofrecido libremente. Por tanto, sólo una parte del salario de ayuda proviene de su actividad (ejercida, por lo general, en trabajos de dudosa utilidad), mientras que el resto es una limosna disfrazada.

Probablemente hubiera sido mejor, en todo evento que el Estado, inicialmente, hubiera subvencionado francamente el sueldo percibido en las tareas privadas que ya venían realizando. No queremos alargar más este asunto, pues nos llevaría al examen de cuestiones que de momento no interesan. Ahora bien, conviene tener presentes las dificultades y consecuencias de los subsidios al considerar la promulgación de leyes del salario mínimo o el incremento de los mínimos ya fijados.

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De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método aparentemente sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del poder público es el camino peor y más equivocado.

Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena voluntad tal objetivo ha de darse por descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión, no el lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.

La mejor manera de elevar, por lo tanto los salarios es incrementando la productividad dei trabajo. Tal finalidad puede alcanzarse acudiendo a distintos métodos: por una mayor acumulación de capital, es decir, mediante un aumento de las máquinas que ayudan al obrero en su tarea; por nuevos inventos y mejoras técnicas; por una dirección más eficaz por parte de los empresarios; por mayor aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el individuo, tanto más acrecienta la riqueza de toda la comunidad. Cuanto más produce, tanto más valiosos son sus servicios para los consumidores y, por lo tanto, para los empresarios. Y cuanto mayor es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los salarios reales tienen su origen en la producción, no en los decretos y órdenes ministeriales.

18. ¿ INCREMENTAN LOS SINDICATOS LOS SALARIOS?

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E1 poder de los sindicatos obreros para elevar los salarios con carácter permanente y en relación con la totalidad de la población trabajadora ha sido notablemente exagerado. Tal exageración es, principalmente el resultado de no reconocer que los salarios fundamentalmente evolucionan en función de la productividad del trabajo. Por esta razón los salarios fueron en los Estados Unidos incomparablemente más elevados que en Inglaterra y Alemania durante las décadas en que el «movimiento sindical» en estos dos países estaba mucho más avanzado.

A pesar de la abrumadora evidencia de que la productividad laboral es el factor fundamental determinante de los salarios, la conclusión es generalmente olvidada o menospreciada por los jefes sindicales y por ese numeroso grupo de economistas teorizantes que buscan una reputación de «liberales», imitándoles como papagayos. Pero esta conclusión no se basa, como ellos suponen, en la hipótesis de que los empresarios son, en general, hombres amables y generosos, ansiosos de hacer lo justo. Básase en el supuesto absolutamente distinto de que el empresario anhela incrementar hasta el máximo sus propios beneficios. Si existen gentes dispuestas a trabajar a cambio de una cantidad menor de lo que piensan que merecen recibir, ¿por qué no ha de aprovecharse de ello todo lo posible? ¿Por qué ha de limitarse a contemplar cómo otro empresario obtiene dos dólares de ganancia cada semana, empleando a determinado obrero, y no ha de procurar conseguir los servicios de tal obrero mediante ofrecerle un dólar más a la semana, aun cuando su ganancia se reduzca también a un solo dólar por semana? Y en tanto existan situaciones análogas, la competencia entre los empresarios por el trabajo de los obreros originará una poderosa tendencia a que éstos sean remunerados con la totalidad del valor económico de sus servicios.

Con esto no quiero decir que los sindicatos no persigan finalidades legítimas ni desempeñen ninguna función útil. La misión más importante que pueden llenar es la de cerciorarse de que todos sus miembros obtienen por sus servicios el verdadero valor de mercado.

La competencia entre obreros por los empleos, y entre los empresarios por el trabajo de los obreros, no funciona a la perfección. Ni unos ni otros pueden hallarse plenamente informados respecto a las condiciones existentes en el mercado laboral. Un trabajador aislado, sin la ayuda del sindicato o el conocimiento de las «tarifas sindicales», carece de elementos para fijar el adecuado precio de sus servicios según el mercado, e individualmente se halla en una posición mucho más débil para negociar. Sus errores le resultan mucho más caros que a un empresario. Si éste, equivocadamente, rehusa tomar un empleado de cuyos servicios hubiese podido obtener ventaja, se limita a perder el beneficio neto que pudiera haber logrado empleando a esa persona; pero tal empresario quizá emplee en dicho momento cien o mil obreros. Ahora bien, si un trabajador rechaza erróneamente un empleo en la creencia de que puede obtener fácilmente otro que le reportará más ingresos, su error puede costarle caro. Se está jugando, generalmente, su único medio de vida. No sólo es posible que fracase en sus esfuerzos por encontrar con urgencia nuevo empleo que ofrezca mejor remuneración; puede darse el caso que, durante algún tiempo al menos, le sea imposible hallar otro empleo aun peor remunerado. El tiempo, en la mayoría de los casos, es la esencia del problema, porque tanto él como su familia han de comer. Por ello es posible que se vea tentado a aceptar un salario que le consta es inferior al «valor económico real» de sus servicios, antes de afrontar los indicados riesgos. Sin embargo, cuando todos los obreros de una empresa conciertan con su patrono un contrato laboral colectivo y estipulan el «salario base» y las demás condiciones con que cada clase de actividad ha de prestarse, se consigue que la discusión se lleve en plan de igualdad y el riesgo de cualquier posible error quede virtualmente eliminado.

Sin embargo, los sindicatos suelen extralimitarse con facilidad, según ha demostrado la experiencia sobre todo cuando cuentan con el apoyo de una legislación laboral partidista que sólo establece obligaciones para los empresarios, en cuyo caso van más allá de su cometido, actúan sin ninguna responsabilidad y adoptan una política antisocial y de cortos alcances. Actúan así, por ejemplo, siempre que pretenden elevar los salarios de sus miembros por encima del nivel fijado por el mercado. Tal intento fatalmente provoca paro. Pero de hecho sólo se consigue implantar aquel tipo de salario empleando de alguna manera la coacción o la intimidación.

Así, en ocasiones se restringe el número de miembros del sindicato imponiendo condiciones de afiliación que no se basan en la destreza o habilidad profesional probadas. Tal restricción puede adoptar muchas formas: exigir a los obreros unas cuotas de entrada excesivas; fijar arbitrarios requisitos para ingresar; establecer discriminaciones, abiertas o disimuladas, fundadas en motivos religiosos y en diferencias raciales o de sexo; señalar un límite absoluto del número de miembros o declarar el boicot, empleando en su apoyo la fuerza si fuere necesario, no sólo a mercancías producidas en empresas que emplean obreros no sindicados, sino incluso a empresas que emplean obreros afiliados a sindicatos rivales o que radican en otras ciudades o regiones.

E1 caso más obvio de empleo de la fuerza y la intimidación para elevar o mantener los salarios de los miembros sindicados por encima de los tipos reales registrados en el mercado es la huelga. La huelga no implica necesariamente violencia; su empleo pacífico es un arma legítima del trabajo, aun cuando debería usarse con moderación y siempre en última instancia. Si un grupo de obreros interrumpe su trabajo, quizá logre hacer recapacitar a un terco empresario que hasta entonces les había venido pagando miserablemente, haciéndole ver que no conseguirá sustituirlos por otros de condiciones semejantes, dispuestos a aceptar el salario que los primeros rechazaron. Ahora bien, desde el momento en que los obreros utilizan intimidaciones o violencias para que sus demandas sean aceptadas, desde que se valen de piquetes para impedir que cualquiera de los empleados continúe en sus tareas o para evitar que el empresario tome a otros para que sustituyan permanentemente a los huelguistas, su causa se hace dudosa. Porque los piquetes no se emplean en realidad contra los empresarios, sino contra otros obreros. Estos desean ocupar los puestos que han quedado vacantes y percibir los salarios rechazados por los huelguistas. Este hecho prueba que las ocupaciones alternativas que se ofrecían a estos nuevos obreros no son tan buenas como las que rechazan los que van a la huelga. Por consiguiente, si los antiguos empleados consiguen por la fuerza impedir que los nuevos obreros ocupen sus puestos, impídenles escoger la mejor de las alternativas, obligándoles a optar por la peor. Los huelguistas se hallan en una posición privilegiada y emplean la fuerza para mantenerla contra los otros asalariados.

Si el precedente análisis es correcto, el indiscriminado odio al «esquirol» no aparece justificado. Si el «esquirol» es un simple agitador profesional que amenaza usar de la violencia, siendo incapaz de realizar el trabajo, o si recibe durante algún tiempo un sueldo más elevado para que simule estar trabajando y obligue a los huelguistas a desistir de sus pretensiones. entonces el odio puede estar justificado. Pero si se trata simplemente de hombres y mujeres que buscan un empleo permanente y desean aceptarlo con los sueldos antiguos que los huelguistas rechazan, en tal caso son trabajadores a los que se obliga a aceptar empleos peores para que los huelguistas puedan disfrutar de otros mejores. Esta posición privilegiada de los antiguos trabajadores sólo puede ser mantenida de hecho mediante la constante amenaza de apelar a la violencia.

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La economía apasionada ha dado origen a teorías que un sereno examen no puede justificar. Una de ellas es la de que el trabajo está generalmente mal pagado. El aserto es de igual naturaleza al que pretende que en el mercado libre los precios, en general, son crónicamente demasiado bajos. Otra curiosa teoría, pero persistente, proclama que los intereses de los obreros de una nación son idénticos y que un incremento en los salarios de determinada agrupación sindical puede ayudar por algún proceso misterioso a elevar los del resto de los trabajadores. No sólo carece esta idea de fundamento, sino que sucede precisamente todo lo contrario: si un sindicato logra, mediante coacción, unos salarios superiores a como valora realmente el mercado sus servicios, perjudicará a los demás trabajadores, como daña a otros miembros de la comunidad.

Con el fin de ver con mayor claridad cómo ocurre esto, imaginemos una comunidad en la que los datos numéricos estén extraordinariamente simplificados. Supongamos que la comunidad consta exactamente de media docena de grupos de trabajadores y que estos grupos son originalmente iguales entre sí, tanto con referencia a los salarios totales que perciben como al valor en e] mercado de las mercancías que producen o de los servicios que prestan.

Imaginemos que estos seis grupos se componen de: 1.°, obreros agrícolas; 2.°, dependientes de comercio; 3.°, obreros textiles; 4.°, mineros de carbón 5.°, obreros de la construcción, y 6.°, ferroviarios. Sus salarios medios, fijados sin ninguna especie de coacción, no son necesariamente iguales; pero cualesquiera que sean, asignemos a cada uno el número índice original cien como base. Ahora supongamos que cada grupo forma un sindicato nacional capaz de imponer sus aspiraciones, no en proporción a su productividad económica, sino en función de su poder político y posición estratégica. Imagínese que en definitiva los obreros agrícolas no consiguen el menor aumento en sus salarios, mientras los dependientes logran un incremento del 10 por 100, los obreros textiles del 20 por 100, los mineros del 30 por 100, los de la construcción el 40 por 100 y los ferroviarios el 50 por 100.

Sobre tales supuestos, resulta que se ha producido un incremento medio en los salarios del 25 por 100. Imaginemos también, en aras de la sencillez aritmética, que el precio de la mercancía fabricada por cada grupo de obreros aumenta en la misma proporción que los respectivos salarios. (Por varias razones, incluido el hecho de que los costos de la mano de obra no son los únicos, el precio no aumentará exactamente de ese modo y, desde luego, no lo hará en corto período. Pero, no obstante, esas cifras servirán para ilustrar el principio básico de que se trata.)

Nos encontraremos entonces ante una situación en la que el costo de la vida se ha elevado como promedio en un 25 por 100. Los obreros agrícolas, aunque sus salarios no han sido reducidos, su capacidad adquisitiva habrá quedado notablemente disminuida. Los dependientes de comercio, a pesar del aumento del ].0 por 100 conseguido, estarán peor que antes de comenzar la carrera de precios y salarios. Incluso los obreros textiles, con su aumento del 20 por 100, vivirán peor que antes de obtenerlo. Los mineros, gracias a su aumento del 30 por 100, habrán mejorado en muy pequeña medida. Los dos restantes grupos habrán salido indudablemente ventajosos, aun cuando su ganancia sea mucho menor en la realidad que en la apariencia.

Ahora bien, incluso tales cálculos parten del supuesto de que el forzado incremento de salarios no ha producido paro. Esto sólo ocurrirá si tal aumento ha ido acompañado por un incremento equivalente del dinero y del crédito bancario, e incluso así es improbable que tales distorsiones en los tipos de salario puedan llevarse a cabo sin crear focos de paro, particularmente en las industrias en que mayor alza hayan experimentado los salarios. Si no concurre esta correspondiente inflación monetaria, los forzados aumentos de sueldo traerán consigo un extenso paro.

En términos de porcentaje, el paro no será necesariamente mayor entre los sindicatos que hayan obtenido las más importantes mejoras en sus salarios; su distribución variará, respondiendo a la mayor o menos elasticidad de la demanda para las distintas clases de trabajo y en relación con las circunstancias que dominen la demanda conjunta de muchos tipos de empleo Sin embargo, después de hacer todas estas concesiones, incluso los grupos cuyos salarios mejoraron más, resultarán en definitiva perjudicados también si se compara el número de obreros colocados y sin colocación. Y en cuanto a bienestar, la pérdida sufrida será, desde luego, mucho mayor que la expresada por los números, porque el malestar de los sin empleo superará con mucho al bienestar psicológico de quienes han logrado un pequeño aumento en su poder adquisitivo.

Tampoco puede rectificarse la situación concediendo subsidios por paro. Tal subsidio, en primer lugar, es pagado en gran parte, directa o indirectamente, con los salarios de los que trabajan. Reduce, por consiguiente, esos salarios. Además, según hemos visto, un socorro «adecuado» provoca paro. Esto ocurre de diversas formas. Cuando en el pasado las poderosas uniones sindicales habían de sostener a sus miembros sin empleo, reflexionaban mucho antes de decidirse a solicitar unos salarios que darían lugar al paro de parte de sus afiliados. Pero cuando existe un sistema de subsidios en virtud del cual es el contribuyente quien sostiene a los obreros sin empleo, consecuencia de los excesivos aumentos de salarios, aquella prudencia en las exigencias de los sindicatos desaparece. Además, según hemos indicado ya, un socorro «adecuado» invitará a muchos a no buscar trabajo alguno y hará que otros piensen que se les está pidiendo que trabajen no por el salario ofrecido, sino sólo por la diferencia entre dicho salario y el importe del socorro Y un paro extenso significa que se produce menos, que la colectividad se empobrece y que todos tendremos menor cantidad de bienes a nuestra disposición.

Los que ven en el sindicalismo una panacea para resolver toda suerte de problemas, intentan a veces dar otra respuesta al problema que acabo de presentar. Puede que sea cierto, admitirán, que los miembros de los sindicatos poderosos exploten actualmente, entre otros, a los trabajadores no sindicados; pero el remedio es elemental: sindicar a todos los trabajadores. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. En primer lugar, a pesar de las enormes presiones políticas (en algunos casos bien pudiera hablarse de coacción) en favor de la sindicación que contienen la ley Wagner y otras disposiciones legales, no es casual que sólo aproximadamente una cuarta parte de los obreros ventajosamente empleados en este país estén sindicados. Las condiciones propicias para la sindicación son mucho más complejas de lo que generalmente se cree. Pero aun cuando pudiera efectuarse la sindicación general, los sindicatos no podrían ser todos igualmente poderosos y entre ellos se registrarían análogas diferencias a las que presenta la actual realidad. Unos grupos de trabajadores ocupan posiciones estratégicas muy superiores a las de otros, ya sea debido a su mayor número, a la vital función que en la economía del país corresponde a la mercancía que elaboran o al servicio que prestan, a la mayor dependencia de otras industrias en relación con la propia o a su mayor habilidad en el empleo de métodos coactivos. Pero imaginemos que esto no fuese así. Pensemos, a pesar de ]a propia contradictoriedad de la suposición, que todos los trabajadores pudiesen elevar sus salarios mediante procedimientos coercitivos en igual porcentaje. A la larga, como a continuación se examina, esta forzada elevación de salarios no habrá significado mejora alguna para nadie.

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Esto nos lleva al meollo de la cuestión. De ordinario se supone que todo aumento de salarios se obtiene a expensas de los beneficios de los empresarios. Desde luego, esto puede ocurrir durante cortos períodos o en circunstancias especiales. Si se elevan los salarios en una empresa determinada que compite con otras de tal manera que no le es posible elevar sus precios, tal aumento de salarios habrá de extraerse de los beneficios. Sin embargo, esto es más difícil que ocurra si el incremento de salarios tiene lugar en toda una industria. En tal caso, la industria aumentará casi siempre sus precios y repercutirá el incremento de salarios sobre los consumidores. Como éstos serán en su mayor parte obreros, verán sus salarios reales reducidos al tener que pagar más por un producto determinado. Cierto que como resultado del aumento de precios, las ventas de esa industria pueden descender, de manera que el volumen de beneficios de la misma quede reducido; pero el número de empleados y la nómina total de la industria en cuestión serán también reducidos, con toda probabilidad, en la misma proporción.

Es posible, sin duda, imaginar un caso en que los beneficios de toda una industria se reduzcan sin la correspondiente mengua en el número de sus empleados; en otras palabras: se trataría de un caso en que un aumento de sueldos trajera consigo un aumento correlativo en las nóminas y en que el costo total lo soportarían los beneficios, sin que ello implicara la ruina de ninguna de las empresas del ramo. Tal resultado no es verosímil, pero sí concebible.

Supongamos que tomamos como ejemplo una industria como la de ferrocarriles, que no siempre puede derivar las alzas de salarios sobre el público elevando las tarifas, por prohibirlo la reglamentación estatal. (Realmente, la gran elevación de tipos de salarios en los ferrocarriles se ha visto acompañada de las más drásticas consecuencias para sus empleados; en los ferrocarriles americanos de primera categoría se alcanzó un máximo de empleo en 1920, con 1.685.000 operarios remunerados con el salario medio de 66 centavos por hora; en 1931, esa cifra había descendido a 959.000, con sueldo medio de 67 centavos la hora, en 1938, había disminuido hasta 699.000, con salarios medios de 74 centavos la hora. Pero podemos prescindir de circunstancias reales para facilitar la argumentación y razonar como si se tratara de un caso hipotético.)

Es ciertamente posible que los sindicatos consigan sus ventajas de modo inmediato a expensas de empresarios y accionistas. Estos disponían, por ejemplo, en otro tiempo, en el negocio de ferrocarriles, de fondos líquidos que han invertido, convirtiéndolos de esta suerte en vías y coches-cama, vagones de mercancías y locomotoras. En un principio su capital podía haberse invertido de mil maneras, pero hoy está ya «cautivo», por así decir, en un negocio concreto. Los sindicatos ferroviarios pueden forzarles a aceptar dividendos más pequeños sobre este capital ya inmovilizado. A los accionistas les interesará más que el ferrocarril continúe funcionando mientras consigan beneficios por encima de los gastos de explotación, incluso si no exceden de la décima parte del 1 por 100 de su inversión.

Pero esto tiene su inevitable corolario. Si el dinero invertido en ferrocarriles produce ahora menos que el que pueden invertir en otros negocios, los capitalistas no destinarán un centavo más a transportes ferroviarios. Puede que todavía reemplacen el material o las instalaciones que se desgasten por el uso para prolongar el pequeño rendimiento del restante capital; pero a la larga ni siquiera se molestarán en sustituir los elementos anticuados o deteriorados. Si el capital invertido dentro del país produce menos que el invertido en el extranjero, situarán su dinero más allá de las fronteras, y si no pueden hallar en ninguna parte una remuneración bastante que compense los riesgos, dejarán de invertir en absoluto.

De este modo la explotación del capital por el trabajo, en el mejor de los casos, sólo puede ser temporal. Rápidamente cesará y no tanto por lo indicado en nuestro hipotético ejemplo, sino a causa del hundimiento de las empresas marginales, de la extensión del paro y el reajuste forzado de salarios y beneficios, hasta el punto en que la perspectiva de ganancias normales (o anormales) conduzca a una reanudación en el empleo y la producción. Pero mientras tanto, como resultado de aquel intento de explotar al capital, se habrá extendido el paro y disminuido la producción, provocando un empobrecimiento general. Aun cuando durante algún tiempo el sector laboral haya conseguido una mayor participación relativa en la renta nacional, ésta disminuirá en términos absolutos, de modo que las mejoras relativas del elemento laboral en estos cortos períodos suponen victorias pírricas y pueden también significar que los asalariados perciban ahora un total menor en términos de poder adquisitivo real.

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Llegamos así a la conclusión de que los sindicatos, aunque pueden asegurar durante cierto tiempo un aumento de salarios a sus miembros —en parte a expensas de los empresarios y más todavía a expensas de los trabajadores no sindicados—, no incrementan, en manera alguna los salarios reales a largo plazo y para la totalidad de los obreros.

La creencia contraria se apoya en una serie de ilusiones. Una de ellas es la falacia del post hoc ergo propter hoc, que percibe la enorme alza de salarios en el último medio siglo, debida principalmente al aumento de capital invertido y al progreso científico y técnico, y la atribuye a los sindicatos, por cuanto actuaron también intensamente durante el período. Ahora bien, el error que más contribuye a mantener la referida ilusión se centra en considerar tan sólo lo que una elevación de salarios, lograda en virtud de las demandas de los sindicatos, significa a corto plazo para los obreros que conservan sus empleos, al tiempo que no se toman en consideración las repercusiones de tal mejora sobre el empleo, la producción y el costo de la vida para todos los trabajadores, incluidos los que lograron el aumento.

Se puede ir más allá de esta conclusión y suscitar el tema de si los sindicatos no han impedido en realidad, a la larga y para la totalidad de los trabajadores, que los salarios reales se eleven al nivel que de otro modo hubiesen alcanzado. Ahora bien, es lo cierto que en realidad han presionado en el sentido de mantenerlos bajos o reducidos, por cuanto su efecto, en definitiva, ha sido disminuir la productividad, lo que no cabe siquiera discutir.

De todas suertes, en orden a la productividad del trabajo, justo es añadir que la política sindical cuenta también en su haber con una labor constructiva. En ciertas ramas ha defendido módulos para aumentar el nivel de destreza y capacitación profesional. Y en sus comienzos los sindicatos realizaron una gran labor en la protección de la salud de sus afiliados. Cuando la oferta de trabajo era abundante, determinados empresarios veían la posibilidad de obtener mayores beneficios exigiendo un esfuerzo continuado a sus obreros y obligándoles a largas jornadas, sin preocuparse demasiado por las consecuencias de tal conducta sobre su salud, ya que podían ser fácilmente reemplazados por' otros. Y en ocasiones, empresarios ignorantes o de cortos alcances redujeron sus propios beneficios al exigir un trabajo excesivo a sus empleados. En todos estos casos, los sindicatos, al reclamar condiciones razonables, aumentaron con frecuencia el bienestar y mejoraron la salud de sus miembros, al tiempo que elevaron sus salarios reales.

Pero en los últimos tiempos, a medida que ha ido creciendo su poder y una equivocada simpatía pública llevara a la tolerancia o apoyo de prácticas antisociales, los sindicatos se han extralimitado en sus objetivos. La reducción de la semana laboral de 70 horas a 60 constituyó una victoria no sólo para la salud y el bienestar de los trabajadores, sino también, a la larga, para la misma producción. Implicó un logro para la salud v el descanso la reducción a 48 horas de la semana de 60. También fue una mejora para la salud y el reposo la reducción de la semana de 48 horas a 44; pero ya no lo fue para la producción y renta nacional. Los beneficios de acortar la semana laboral a 40 horas son bastante menores para la salud y el descanso, en tanto que la disminución de la producción y renta nacional aparecen más evidentes. Pero en la actualidad los sindicatos propugnan y con frecuencia exigen la implantación de la semana laboral de 35 horas e incluso de 32, y niegan, sin embargo, que tal medida pueda y deba reducir la producción y renta nacional.

Pero no sólo al disminuir la jornada de trabajo ha conspirado la política sindical contra la productividad. De hecho se trata de uno de sus métodos menos nocivos, pues ha tenido al menos clara compensación. Ahora bien, muchos sindicatos han insistido en establecer rígidas subdivisiones del trabajo, que han elevado los costos de producción y han dado lugar a costosas y ridículas disputas «jurisdiccionales». Se han opuesto a la retribución basada en la producción y eficiencia y han propugnado el mismo salario hora para todos sus miembros, prescindiendo de las diferencias de productividad. Han insistido en el ascenso por antigüedad y no por méritos. Han dado aliento a deliberadas morosidades en el trabajo con el pretexto de combatir supuestas «aceleraciones en la producción». Han denunciado, presionando para que fueran despedidos y a veces cruelmente maltratados, a hombres que rendían más en el trabajo que sus compañeros. Se han opuesto a la introducción o perfeccionamiento de maquinaria. Han impuesto normas para la «extensión del trabajo», con el objeto de hacer necesarias más personas o más tiempo para llevar a cabo determinada tarea. Incluso han obligado, con la amenaza de arruinar a los empresarios, a emplear personas que no eran necesarias en absoluto.

La mayoría de estas políticas se basaron en el supuesto de que sólo existe una cantidad fija de trabajo a realizar, un determinado «fondo laboral» que ha de repartirse entre tantas gentes y horas como sea posible, a fin de no consumirlo demasiado pronto. Esta creencia es totalmente falsa. No hay en realidad límite alguno al trabajo a realizar. E1 trabajo crea trabajo. Lo que A produce origina la demanda de lo que produce B.

productividad por debajo del nivel que de otro modo se hubiera alcanzado. Por consiguiente, su efecto a largo plazo y para todos los grupos de trabajadores ha sido relucir los salarios reales, es decir, los salarios en relación con las cosas que pueden comprar. La verdadera causa del tremendo incremento experimentado por los salarios reales en el último medio siglo (especialmente en los Estados Unidos) ha sido, repitámoslo, la acumulación de capital y el enorme avance de la técnica que tal acumulación ha hecho posible.

La reducción del incremento de los salarios reales no es, por supuesto, consustancial a la naturaleza de los sindicatos. Ha sido el resultado de una política poco perspicaz. Todavía estamos a tiempo de cambiarla.

19. «SUFICIENTE PARA ADQUIRIR EL PRODUCTO CREADO»

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Los escritores de economía no profesionales están pidiendo siempre precios «justos» y salarios «justos». Estos conceptos nebulosos de la justicia económica nos llegan desde los tiempos medievales. Por el contrario, los economistas clásicos elaboraron un concepto diferente, el de precios funcionales y salarios funcionales. Precios funcionales son aquellos que estimulan un máximo volumen de producción y ventas. Salarios funcionales son aquellos que tienden a crear el máximo volumen de empleo y las más crecidas nóminas.

E1 concepto de salarios funcionales ha sido adoptado, en una forma adulterada, por los marxistas y aquellos de sus discípulos inconscientes que integran la escuela del poder adquisitivo. Ambos grupos dejan a mentes menos alambicadas la cuestión de si los existentes salarios son «justos». La cuestión real—insisten—es si serán eficaces o no. Y los únicos salarios eficaces —nos dicen—, los únicos salarios que evitarán una inminente catástrofe económica son aquellos que permitan al trabajo «adquirir el producto que crea». Los marxistas y las escuelas del poder adquisitivo atribuyen toda depresión del pasado al hecho de no haberse pagado nunca tales salarios. E independientemente del momento en que hablan, hállanse seguros de que los salarios no son todavía suficientemente elevados para que pueda adquirirse el producto elaborado.

Esta doctrina ha resultado particularmente eficaz en mano de los dirigentes sindicales. No confiando en su habilidad para despertar el interés del público o para persuadir a los empresarios (malvados por definición) de la necesidad de ser «justos», se han aferrado a una calculada dialéctica para apelar a los motivos egoístas del público e incitarle a que exija de los empresarios la satisfacción de sus demandas.

Sin embargo, ¿cómo vamos a saber precisamente si el trabajo cuenta con «lo suficiente para comprar el producto creado»? O bien ¿cuándo tiene más de la cuenta? ¿Cómo vamos a determinar exactamente la cantidad adecuada? Los defensores de la doctrina no parecen haberse molestado gran cosa en contestar a tales interrogantes, por lo que habremos de tratar de hacerlo nosotros mismos.

Algunos patrocinadores de la teoría parecen propugnar que los trabajadores de cada industria han de recibir lo suficiente para poder adquirir el producto particular que elaboran. Ahora bien, parece seguro que con ello no pretenden que los obreros productores de ropas baratas reciban lo indispensable para poder comprar ropas baratas y los que fabrican abrigos de visón lo necesario para poder adquirirlos, o que los operarios de la empresa Ford obtengan lo suficiente para comprar automóviles Ford y los de la firma Cadillac para adquirir automóviles Cadillac.

Sin embargo, interesa recordar que los sindicatos de la industria automovilística, en una época en que la mayoría de sus miembros figuraba ya en el tercio superior de los asalariados del país y en la que su salario semanal, según las cifras oficiales, era ya un 20 por 100 más elevado que el salario medio pagado en las factorías y casi el doble del que se abonaba en el comercio al por menor, demandaban un incremento del 30 por 100 a fin de que pudiesen, según uno de sus portavoces, «apuntalar nuestras posibilidades, en rápido proceso de debilitamiento, para absorber los artículos que nuestra capacidad nos permite producir».

¿Qué decir entonces del obrero fabril medio y del empleado del comercio al por menor? Si bajo tales circunstancias los obreros de la industria del automóvil necesitaban un incremento del 30 por 100 para evitar el colapso de la economía, ¿hubiese sido suficiente sólo un 30 por 100 para los demás? ¿O hubiesen requerido aumentos del 55 al 160 por 100 para proporcionarles igual poder adquisitivo per capita que a los obreros de la industria automovilística? (Podemos estar seguros, si la historia de la negociación salarial, aun dentro de cada sindicato, representa alguna guía, de que los obreros del automóvil habrían insistido, caso de haberse implantado esta última pretensión, en el mantenimiento de las diferencias existentes, pues la pasión por la igualdad económica, lo mismo entre los miembros sindicados que entre el resto de los humanos, con la excepción de raros filántropos y santos, impúlsanos a pretender tanto como lo que ya alcanzaron los que están situados por encima de nosotros en la escala económica; pero no a facilitar a los que están por debajo lo mismo que obtenemos nosotros. Ahora bien, es la lógica y la consistencia de una determinada teoría económica, en lugar del estudio de tan lamentables debilidades de la naturaleza humana, lo que por el momento nos interesa.)

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La afirmación de que el trabajo debe recibir lo suficiente para adquirir el producto elaborado no es otra cosa que un aspecto particular de la teoría general del «poder adquisitivo». El salario de los obreros, se afirma muy razonablemente por cierto, constituye su poder adquisitivo. Pero también es exacto que los ingresos de los restantes miembros de la colectividad —tenderos, propietarios, empresarios— constituyen sus respectivos poderes adquisitivos para comprar lo que otros han de vender. Y una de las cosas más importantes para la que los demás han de encontrar compradores es su trabajo.

Además, todo ello ofrece también contraria perspectiva. En una economía de mercado, la renta de cada uno de sus componentes figura necesariamente como costo en la contabilidad de algún otro miembro. Cualquier incremento en los salarios hora, a menos o hasta que se vea compensado por igual incremento en la productividad por hora, supone un aumento de los costos de producción. Un aumento en los costos de producción, cuando el Estado controla y prohibe toda subida de precios, absorbe los beneficios de los productores marginales, causa su ruina económica, implica un descenso en la producción y determina un aumento del paro. Aun en el caso de ser posible un aumento de precios, su elevación desanima a los compradores, contrae el mercado y da lugar también al paro. Si un incremento del 30 por 100 en los salarios hora concluye por forzar un aumento del 30 por 100 en los precios, los trabajadores no pueden obtener el producto en mayor cantidad que antes, por lo que es imposible salir del círculo vicioso.

Indudablemente, muchos rechazarán la afirmación de que un incremento del 30 por 100 en los salarios puede determinar igual porcentaje en el incremento de ]os precios. Cierto que este resultado sólo puede producirse a largo plazo y si la política monetaria y crediticia da lugar a ello. Si el dinero y el crédito son tan inelásticos que no aumentan cuando se elevan los salarios (y si suponemos que los salarios más elevados no están ¡justificados por la productividad laboral en términos de dólares), entonces el principal efecto de elevar los tipos de salarios consistirá en forzar el paro.

Y en tal caso es probable que el total de nóminas tanto en dólares como en poder adquisitivo real, sea inferior que antes, toda vez que un aumento del paro (producido por la política sindical y no resultado transitorio de los avances técnicos) significa necesariamente una producción más reducida de artículos para todos. Y no es verosímil suponer que este descenso en el volumen total de la producción quede compensado por el mayor porcentaje que el sector laboral adquiere de la menor cantidad de bienes que ahora se produce. Paul H. Douglas, en los Estados Unidos, tras analizar una gran cantidad de estadísticas, y A. C. Pigou, en Inglaterra, aplicando métodos casi puramente deductivos, llegaron por separado a la conclusión de que la elasticidad de la demanda de trabajo se halla entre —3 y—4, aproximadamente. Esto significa, en lenguaje menos técnico, que «una reducción del 1 por 100 en el valor real del salario, normalmente incrementa la demanda global de trabajo en proporción no inferior al 3 por 100» (1). 0 para exponerlo de otra forma, «si los salarios son aumentados por encima del nivel de la productividad marginal, el descenso en el número de empleos será normalmente tres o cuatro veces mayor que el incremento en el importe del salario hora» (2), de manera que el ingreso total de los obreros quedaría correspondientemente reducido.

(1) A. C. Pigou, The Theory of Unemployment (1933), página 96.

(2) P. H. Douglas, The Theory of Wages (1934), pág. 501.

Aun cuando estas cifras representaran solamente la elasticidad de la demanda de trabajo en determinado período del pasado y no fueran aplicables al futuro, rnerecerían, sin embargo, ser objeto de seria meditación.

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Pero ahora partamos del supuesto que el alza de salarios va acompañada o seguida de un suficiente incremento del dinero y crédito, evitándose de tal suerte que se registre un considerable paro. Si suponemos que la anterior relación entre salarios y precios era «normal» a largo plazo, en tal caso es muy probable que un forzado incremento en los salarios, pongamos del 30 por 100, dé lugar finalmente a un aumento en los precios de análogo porcentaje.

La creencia de que el aumento de precios sería inferior al indicado se apoya en dos errores principales. E1 primero consiste en suponer que los salarios que se pagan a los obreros de determinada empresa o industria representan todo el coste de la mano de obra necesaria para la producción de la mercancía acabada. Pero cada industria representa no sólo una sección del proceso productivo considerado «horizontalmente», sino también una sección del mismo proceso considerado «verticalmente». Así, el costo de la mano de obra directamente empleada en las fábricas de la industria automovilística puede ser inferior, pongamos por caso, al tercio de los costos totales de fabricación de los automóviles, circunstancia que puede inducir a los incautos a creer que un incremento del 30 por 100 en los salarios daría lugar a un aumento de sólo un 10 por 100 o menos en los precios de los automóviles. Ahora bien, tal razonamiento implicaría prescindir de los costos indirectos de los salarios invertidos en las materias primas y piezas adquiridas en otras factorías, en los transportes, en nuevas fábricas o maquinarias, o del margen de utilidad del vendedor.

Los cálculos oficiales muestran que en el período de quince años que va de 1929 a 1943 inclusive, los sueldos y salarios representaron en los Estados Unidos un promedio del 69 por 100 de la renta nacional; estos sueldos y salarios, naturalmente, hubieron de pagarse extrayéndolos de la producción nacional. Aunque habría que efectuar tanto adiciones cómo sustracciones a esa cifra para obtener un cálculo exacto de lo que absorbe «el trabajo», podemos estimar sobre tal base que los costos de la mano de obra no pueden ser inferiores a dos tercios, aproximadamente, de los costos totales de producción, pudiendo llegar a superar los tres cuartos (según la definición que demos al «trabajo») Si adoptamos el menor de estos dos cálculos y también suponemos que permanezcan invariables los márgenes de beneficios en dólares, es evidente que un incremento del 30 por 100 en los costos de personal, para toda la industria en general, supondría un aumento aproximado del 20 por 100 en los precios.

Pero tal cambio significaría que el margen de beneficios en dólares que representa la renta de los accionistas, directores de empresas y comerciantes individuales, contaría con sólo un 84 por 100, pongamos, del anterior poder adquisitivo. Su efecto a largo plazo sería provocar una disminución en nuevas inversiones y empresas, con la forzada transferencia de aquellos empresarios que figuraban al pie de la escala empresarial a las categorías más elevadas del grupo asalariado, hasta que se hubiesen restablecido relaciones similares a las anteriores. Pero esto es sólo un modo distinto de decir que un incremento del 30 por 100 en los salarios, en las condiciones supuestas, terminaría por implicar también un incremento del 30 por 100 en los precios.

De cuanto queda expuesto no se desprende necesariamente que los asalariados no experimentarían mejora relativa alguna. Sin duda la obtendrían, pero otros sectores de la población sufrirían pérdidas equivalentes durante el período de transición. Ahora bien no es probable que esta relativa ganancia signifique una ganancia absoluta, pues la clase de cambio en la relación de costos y precios que aquí se plantea difícilmente podría tener lugar sin originar paro y desequilibrar, interrumpir o restringir la producción; de manera que aun cuando el trabajo pudiera obtener durante el período de transición y reajuste a un nuevo equilibrio una porción mayor de un pastel más pequeño, es dudoso que ésta excediera en tamaño absoluto (y bien pudiera resultar menor) a la anterior porción que recibía de un pastel más voluminoso.

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Esto último nos conduce al examen del verdadero significado y alcance del equilibrio económico. salarios y precios en equilibrio son aquellos que consiguen igualar la oferta y la demanda. Si se intenta c levar los precios, ya sea por intervención estatal o coacción privada por encima de su nivel de equilibrio, la consiguiente reducción o eliminación de los beneficios supondrá un descenso de la oferta y de la nueva producción. En consecuencia, cualquier intento de forzar los precios por encima o debajo de su nivel de equilibrio (hacia el que constantemente tiende a llevarlos un mercado libre) contribuirá a hacer descender el volumen total del empleo y de la producción por debajo del nivel que de otro modo se habría alcanzado libremente.

Volvamos ahora a la doctrina de que el trabajo debe obtener «lo suficiente para adquirir el producto creado». La producción nacional, esto es evidente, no la crean ni la compran tan sólo los obreros pertenecientes al sector de la industria. La compran todos —empleados de oficina, profesionales, accionistas, tenderos, carniceros, pequeños comerciantes, etcétera.—, en una palabra, todos los que contribuyen de un modo u otro a su creación.

En cuanto a los precios, salarios y beneficios que deben determinar la distribución de aquella producción, los precios mejores no son los más elevados, sino aquellos que estimulan el mayor volumen de producción y de venta. Los mejores tipos de salarios no son los más elevados, sino los que permiten una amplia producción, empleo total y el sostenimiento de las mayores nóminas. Los mejores beneficios, desde el punto de vista no sólo de la industria, sino también del trabajo, no son los más bajos, sino aquellos que estimulan a más gentes a convertirse en empresarios o a proporcionar nuevos empleos.

Si tratarnos de orientar la economía en beneficio de un grupo o clase aislado, perjudicaremos o destruiremos los demás grupos, sin excluir los miembros del sector que aspirábamos a beneficiar. Es necesario orientar la economía en beneficio de todos.

20. LA FUNCIÓN DE LOS BENEFICIOS

La indignación que muestra mucha gente hoy en día ante la sola mención de la palabra «beneficios» indica la escasa comprensión que generalmente existe de la vital función que desempeñan en nuestra economía nacional. Para clarificar las ideas es forzoso insistir otra vez sobre aquellos aspectos de la materia ya tratados en el capítulo XIV, al hablar del mecanismo de los precios, si bien analizando el tema desde ángulo diferente.

En realidad, los beneficios no representan una gran cantidad en nuestra total economía. La ganancia neta de las empresas mercantiles en los quince años que van de 1929 a 1943, para dar una cifra ilustrativa, arrojó un promedio inferior al 5 por 100 de la renta nacional Sin embargo, los «beneficios» representan el aspecto de la renta que concita mayor hostilidad, siendo significativo que exista una palabra, «usurero», para estigmatizar a quienes al parecer obtienen excesivos beneficios, sin que dispongamos de palabras equivalentes para calificar a quienes obtienen salarios excesivos o experimentan crecidas pérdidas. No obstante, los beneficios del propietario de una barbería pueden constituir un promedio muy inferior no sólo al salario de un actor cinematográfico o del director de una sociedad anónima, sino incluso al salario medio del trabajador especializado.

La materia se halla empañada por toda suerte de falsos conceptos. Con frecuencia se alude a los beneficios totales de la General Motors, la empresa industrial más grande del mundo, como si aquéllos representaran la regla en lugar de la excepción Pocos son los que conocen los índices de mortalidad de las empresas mercantiles. La mayoría ignora (según referencia de los estudios del TNEC) que «si prevaleciesen en los negocios las condiciones que por término medio mostró la experiencia de los últimos cincuenta años, aproximadamente tan sólo siete de cada diez ultramarinos que abriesen hoy sus puertas sobrevivirían hasta su segundo año de existencia, y de ellos únicamente cuatro podrían celebrar su cuarto aniversario». Desconocen que durante todos los años comprendidos en el período 1930-1938, el número de sociedades mercantiles que sufrieron pérdidas superó, según referencia de las estadísticas del impuesto de utilidades, al número de las que lograron beneficios.

¿A cuánto ascienden, por término medio, los beneficios? No se ha hecho cálculo con las debidas garantías, que abarque los distintos tipos de actividades —tanto entre sociedades mercantiles como entre empresarios individuales—, ni tampoco un número suficiente de años prósperos y adversos. Pero algunos eminentes economistas creen que si tomamos en consideración un período de tiempo suficientemente amplio y tenemos en cuenta la totalidad de las pérdidas experimentadas por todos los negocios, después de conceder un margen de beneficio al capital invertido, a un tipo de interés mínimo relativamente seguro, y atribuir una remuneración razonable, a modo de salario, a los servicios de quienes dirigen sus propios negocios, puede ocurrir que no quede beneficio alguno e incluso que se produzcan pérdidas. Ello en manera alguna obedece a la circunstancia de que los iniciadores de negocios sean deliberadamente filántropos, sino a que su optimismo y confianza en sí mismos les inducen con excesiva frecuencia a aventuras de las que no pueden salir airosos (1).

(1) F. H. Knight, Risk, Uncertainty and Profit, 1921.

Es inconcuso, en todo caso, que cualquier persona que invierte un capital corre el riesgo no sólo de no obtener beneficio alguno, sino de perderlo. En el pasado, el atractivo de unos elevados dividendos en determinadas empresas o industrias indujo a afrontar tan grave riesgo. Ahora bien, cuando los beneficios, pongamos por caso, quedan limitados al 10 por 100 u otro porcentaje análogo, en tanto que el riesgo de pérdida de todo el capital se mantiene, ¿cuál ha de ser el probable efecto sobre el aliciente de la ganancia y su repercusión, por tanto, en relación con el empleo y la producción? E1 impuesto de tiempo de guerra sobre beneficios extraordinarios fue suficiente demostración de la medida en que tales limitaciones pueden influir en el relajamiento de los índices generales de producción y rendimiento industrial.

Sin embargo, la política estatal tiende actualmente casi en todas partes a suponer que la producción proseguirá su curso a pesar de cuanto se haga por desalentarla. Uno de los mayores peligros actuales para la producción deriva de la política estatal de regulación oficial de precios. No sólo tal política paraliza la producción de un artículo tras otro, al quitar incentivo para su fabricación, sino que sus efectos a largo plazo impiden alcanzar el equilibrio de producción según la demanda real de los consumidores. Si la economía fuera libre, la demanda actuaría de forma que algunas ramas de la producción obtendrían beneficios que los funcionarios gubernamentales sin duda considerarían «no razonables» o «excesivos». Pero ello precisamente no sólo intensificaría al máximo la productividad de los negocios en el sector en cuestión, juntamente con la reinversión de aquellos beneficios en nueva maquinaria y empleos, sino que además atraería de todas partes a empresarios y personas dispuestas a invertir su dinero en tales empresas, hasta que la producción en la industria fuese suficientemente grande para satisfacer la demanda, con lo que los beneficios descenderían al antiguo nivel general.

En una economía sin trabas, en la que salarios, costos y precios quedan a merced del libre juego de la competencia, las perspectivas de beneficios deciden cuáles serán los artículos que se produzcan, en qué cantidades y cuáles los que no han de producirse en absoluto. Si no se registra beneficio en la fabricación de un artículo, es señal que el trabajo y el capital a él destinados se hallan mal invertidos, por cuanto el valor de los recursos que han de ponerse a contribución para elaborar el producto es superior al precio del artículo en cuestión.

En resumen, constituye función propia de los beneficios guiar y canalizar el empleo de los factores de la producción de tal manera que su utilización aporte al mercado miles de mercancías distintas en las cantidades precisas que la demanda solicita. Ningún funcionario oficial, por genial que sea, puede resolver este problema de manera arbitraria. Precios y beneficios libres elevarán al máximo la producción y remediarán la escasez con mayor rapidez que ningún otro sistema. Los precios y beneficios arbitrariamente fijados sólo pueden prolongar la escasez y reducir no sólo la producción, sino también el número de empleos.

Finalmente, la función de los beneficios consiste en provocar un constante e indeclinable estímulo en la dirección de todo negocio conducente a introducir una mayor economía y eficacia, no obstante el nivel anteriormente alcanzado. En las épocas de prosperidad, la dirección obra así para incrementar todavía más los beneficios; en las épocas normales, para aventajar a los competidores, y en los tiempos adversos, para poder sobrevivir. Porque los beneficios no sólo pueden descender a cero; pueden convertirse rápidamente en pérdidas, y una persona realizará mayores esfuerzos para librarse de la ruina que para mejorar simplemente su posición.

Resumiendo, los beneficios derivados de las relaciones entre costos y precios no sólo nos indican cuáles son los artículos de cuya producción se desprende mayor provecho económico para todos, sino también cuáles son los medios más económicos de fabricarlos. Estos problemas se presentan igualmente bajo un régimen de economía socializada y también entonces, como en los regímenes capitalistas, es necesario hallar soluciones; en realidad, cualquier sistema económico imaginable tendría que enfrentarse con ellos y para la inmensa mayoría de mercancías y servicios económicos las soluciones que ofrece el sistema de beneficios y pérdidas, bajo un régimen capitalista de empresa privada en competencia libre de trabas, son incomparablemente superiores a las que podrían obtenerse mediante cualquier otro sistema.

21. EL HECHIZO DE LA INFLACIÓN

1

He considerado necesario advertir al lector, una y otra vez, que determinada política económica provocaría fatalmente ciertos resultados, «a condición de que no se produjera inflación». En los capítulos que tratan de las obras públicas y del crédito estatal hube de referirme a la conveniencia de aplazar el estudio de las complicaciones que la inflación introduce en esas cuestiones. Ahora bien, los problemas relacionados con el dinero y la política monetaria constituyen una parte tan intima, y en algunos casos tan consustancial, del proceso económico, que aquella separación era muy difícil, incluso a efectos de la exposición; por esa razón, en los capítulos en que se examinan las consecuencias de diversas políticas estatales o sindicales, en orden a salarios, empleos, beneficios y producción, fue obligado analizar sin aplazamientos algunas de las repercusiones que origina la adopción de políticas monetarias distintas.

Antes de iniciar el estudio de las repercusiones de la inflación en casos concretos, conviene analizar las de carácter general. E incluso previamente estimo todavía preferible indagar los motivos que han inducido siempre a los gobernantes a acudir a la inflación, que disfruta, por otra parte, desde las más remotas épocas, de un raro atractivo para las masas populares; el porqué, en fin, su canto de sirena ha hechizado a una nación tras otra en su caminar hacia el desastre económico.

E1 error más fácil de evidenciar y, sin embargo, tan antiguo y constante, es aquel que al confundir «dinero» y «riqueza», confiere sorprendente vigor al hechizo que emana de la inflación. «Que la riqueza consiste en dinero, es decir, en oro y plata —escribía Adam Smith hace casi dos siglos— es una noción popular que naturalmente se desprende de la doble función del dinero como instrumento del comercio y como medida de valor... Hacerse rico es adquirir dinero; para ser breves, diremos que riqueza y dinero son considerados en el lenguaje común, bajo todos los aspectos, como conceptos sinónimos.»

La verdadera riqueza consiste, por supuesto, en aquello que se produce y consume: alimentos, ropas que vestimos, viviendas que habitamos. Representan riqueza los ferrocarriles, las carreteras y automóviles barcos, aviones, fábricas; los libros, pianos y cuadros de arte. Es tan poderosa, sin embargo, la ambigüedad verbal que confunde dinero y riqueza, que incluso quienes en ocasiones perciben claramente la confusión existente en el constante trasiego de ambos conceptos vuelven a caer en ella posteriormente en el curso de sus razonamientos. Todos sabemos que si dispusiéramos de más dinero podríamos adquirir mayor número de bienes; con triple cantidad de dinero, nuestra «riqueza» sería tres veces mayor. Para muchos resulta indiscutible que si el Estado emitiese más dinero, distribuyéndolo equitativamente entre la población, la riqueza de todos nosotros aumentaría con la cuota que nos hubiera correspondido en el reparto.

Estos son, sin duda, los más ingenuos partidarios de la inflación. Otros, más cautos, reconocen que si todo fuera tan sencillo como creen los primeros, el Estado podría resolver la totalidad de los problemas económicos emitiendo simplemente billetes. Presienten la existencia de un obstáculo y piensan que el Estado debería limitar; de una u otra forma, la cantidad de dinero adicional a emitir. Emitiría justamente lo indispensable para dominar alguna que otra supuesta «deficiencia» o «laguna».

E1 poder adquisitivo, razonan, es crónicamente insuficiente porque la industria, de un modo u otro, no distribuye bastante numerario entre los productores al objeto de que puedan adquirir como consumidores el producto elaborado. En algún punto debe existir un «escape» misterioso. Y hay quienes tratan de «probarlo» mediante ecuaciones algebraicas. En el primer miembro de aquéllas consignan, una sola vez, determinada cantidad, mientras que en el segundo miembro la incluyen, sin apercibirse de ello, algunas veces más de la cuenta. De esta suerte provocan alarmante diferencia entre lo que llaman «pagos A» y lo que denominan «pagos A + B». Agrúpanse, visten el uniforme verde del movimiento inflacionista y requieren al Gobierno para que emita dinero o conceda «créditos» que permitan hacer realidad el pago del valor numérico de esa diferencia representada por la letra B en la expresión algebraica.

Los más toscos partidarios de lo que denominan «crédito social» pueden parecernos ridículos; pero son innumerables las escuelas de barnices más alambicados que pretenden haber elaborado «planes científicos» para emitir o conceder, en cantidades exactas, el dinero o créditos adicionales indispensables para colmar supuestas «deficiencias» o «lagunas» de carácter crónico o periódico, cuyo alcance y extensión aseguran poder calcular mediante diversos procedimientos no revelados con exceso.

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Los inflacionistas mejor preparados no dejan de reconocer que cualquier incremento sustancial en el volumen de dinero en circulación lleva consigo la reducción del poder adquisitivo de la unidad monetaria; en otras palabras, conduce a un aumento en el precio de las mercancías. Pero tal repercusión no les preocupa. A] contrario, precisamente por ello desean la inflación. Algunos aseguran que de esta suerte mejorará la situación de los deudores pobres frente a los acreedores ricos. Otros piensan que la apuntada medida estimulará las exportaciones y reducirá las importaciones. E incluso hay quienes sostienen que la inflación es absolutamente necesaria para superar las depresiones, «poner de nuevo en marcha a la industria» y alcanzar el pleno empleo».

El hecho de que el incremento de dinero circulante (incluyendo el crédito bancario) repercuta en los precios ha dado lugar al nacimiento de las más variadas teorías. En primer término, como acabamos de ver, aparecen los que imaginan posible aumentar el volumen dinerario en cualquier medida, sin que resulten afectados los precios. Ven sencillamente en tal mecanismo la manera de aumentar «el poder adquisitivo» de toda la población, de suerte que podrán comprar más cosas que antes. O bien son incapaces de comprender que la colectividad no puede adquirir doble cantidad de bienes que antes, a menos que su producción se duplique, o imaginan que lo único que impide el incremento indefinido de la producción no es la escasez de mano de obra y las limitaciones del horario laboral y de los restantes factores de la producción, sino tan sólo la escasez de medios de pago; si la gente —añaden— desea adquirir los productos y dispone de dinero suficiente para comprarlos, los artículos de consumo surgirían casi automáticamente.

Por otra parte, destacan —y entre ellos algunos eminentes economistas— los que propugnan una rígida teoría en relación con los efectos de la oferta de dinero sobre los precios de las mercancías. Todo el dinero de una nación, aseguran, está siendo ofrecido constantemente por sus poseedores a cambio de la totalidad de las mercancías que se producen. Por consiguiente, el valor de la cantidad total de dinero multiplicado por su «velocidad de circulación, ha de ser siempre igual al valor de la cantidad total de mercancías adquiridas. Y en consecuencia (suponiendo que no se produzca ningún cambio en la «velocidad de circulación»), el valor de la unidad monetaria variará en sentido inverso, guardando siempre exacta proporción con la cantidad de dinero puesta en circulación. A doble cantidad de dinero y crédito bancario corresponderá exactamente un «nivel de precios» doblemente elevado; a triple cantidad, nivel de precios triplemente elevado. En una palabra, si multiplicamos por n la cantidad de dinero en circulación, el nivel de precios quedará automáticamente elevado n número de veces.

No nos es posible, en razón a su extensión, desenmascarar aquí todas las falacias contenidas en este razonamiento aparentemente convincente (1). En lugar de ello trataremos de examinar de modo sistemático por qué causas y en qué forma cualquier incremento en el volumen de dinero en circulación eleva los precios.

(1) El lector interesado en su análisis deberá consultar los siguientes textos: B. M. Anderson, The Value of Money (1917; nueva edición, 1936); Ludwig von Mises, The Theory of Money and Credit ( edición norteamericana, 1935).

E1 aumento del volumen dinerario se origina siempre de un modo específico. De ordinario se produce porque el Estado realiza más gastos de los que puede o desea afrontar mediante impuestos (o emisiones de deuda pública, cubiertas por la gente con sus ahorros). Supongamos, por ejemplo, que el Estado imprime papel moneda para cubrir gastos dimanantes del programa de defensa nacional. El primer efecto de estos gastos consistirá en una elevación del precio de los suministros de aquellas primeras materias que tengan aplicaciones para fines de guerra y en el aumento de las disponibilidades dinerarias de los contratistas de material bélico y de las de sus empleados y operarios. (Así como en el capítulo destinado al estudio de la regulación estatal de precios hubimos de aplazar el examen de algunas complicaciones originadas por la inflación, al considerar ahora la inflación, conviene, por idéntica razón, pasar por alto las complicaciones derivadas de las medidas estatales en su pretensión de fijar los precios. Si reflexionamos sobre esto, veremos que aquéllas no alteran esencialmente nuestro análisis. Simplemente conducen a una especie de inflación contenida que consigue aminorar u ocultar algunas de sus primeras repercusiones tan sólo a expensas de agravar las funestas consecuencias de su potente manifestación final.)

Resulta, en definitiva, que los contratistas de material bélico y sus empleados y operarios obtendrán mayores sumas de dinero. Lo invertirán en mercancías o servicios de los cuales deseen disfrutar. La incrementada demanda de estas mercancías o servicios permitirá elevar el precio a sus vendedores. Aquellos que obtienen ahora mayores ingresos en dinero preferirán abonar precios más elevados a quedarse sin lo que desean adquirir, ya que sus actuales disponibilidades dinerarias les inclinarán a conceder un valor subjetivo menor a la unidad monetaria.

Llamemos grupo A a los contratistas del programa de defensa, junto con sus empleados y operarios, y grupo B a aquellos a quienes los primeros efectúan sus actuales adquisiciones de mercancías y servicios. Los componentes del grupo B, como resultado del aumento conseguido en precios y ventas, comprarán ahora, a su vez, mayor cantidad de mercancías y servicios a un nuevo grupo C. También éstos podrán elevar sus precios, obtener más ingresos y adquirir mayor cantidad de mercancías y servicios a otro grupo D, y así sucesivamente hasta que la elevación de precios e ingresos monetarios se haya extendido virtualmente por todo el país. Cuando se haya cerrado el círculo, casi todos contarán con mayores ingresos dinerarios. Pero (suponiendo que no se haya verificado un aumento equivalente en el volumen de mercancías y servicios producidos) se habrá provocado un alza correlativa en los precios en general y la nación no será ahora más rica que antes.

Esto no significa, sin embargo, que la riqueza absoluta o relativa de cada individuo y su renta conserven las mismas proporciones anteriores dentro de la economía general. Por el contrario, con toda certeza el proceso inflacionario afectará de distinta forma a los diferentes grupos de intereses económicos. Los primeros grupos en recibir dinero adicional serán los que obtendrán mayores ventajas. Los ingresos en dinero del grupo A, por ejemplo, habrán aumentado antes de que se produzca el alza en los precios, permitiéndoles adquirir una cantidad de mercancías casi proporcional al nuevo incremento dinerario de que ahora disponen. Los ingresos en dinero del grupo B aumentarán más tarde, cuando ya se había iniciado la elevación de precios; pero no obstante, también ellos obtendrán ventajas en cuanto al mayor número de mercancías que podrán adquirir. En tanto que los restantes grupos, cuyos ingresos en dinero no han experimentado avance alguno, se verán forzados a abonar precios más elevados por los mismos bienes que necesiten adquirir, significando para ellos tener que conformarse con un nivel de vida inferior al que anteriormente disfrutaban.

Podemos aclarar ideas haciendo uso de una serie de cifras hipotéticas. Supongamos que la población se halla arbitrariamente dividida en cuatro grupos principales de intereses económicos: A, B, C y D, que obtienen, por ese mismo orden, las ventajas iniciales de unos mayores ingresos dinerarios. Cuando los ingresos en dinero del grupo A han aumentado ya en un 30 por 100, todavía no se ha iniciado ningún alza en los precios. En el momento en que los ingresos del grupo B han aumentado en un 20 por 100, los precios no han subido, por término medio, más que un 10 por 100. En tanto que cuando los ingresos del grupo C han ascendido solamente en un 10 por 100, los precios han sido elevados ya en un 15 por 100. Y cuando los ingresos del grupo D no han experimentado aún aumento alguno, los precios que ha de pagar por los bienes que normalmente compra han sido elevados ya en un promedio del 20 por 100. En otras palabras, las ventajas logradas por el grupo primero, derivadas del aumento de precios o salarios provocadas por el proceso inflacionario, se obtienen necesariamente a expensas de las pérdidas sufridas (como consumidores) por los componentes de los últimos grupos en conseguir elevar sus salarios o el precio de sus mercancías.

Es posible que si se consigue detener la marcha ascendente de la inflación al cabo de unos pocos años, el resultado final sea un incremento medio, pongamos por caso, del 20 por 100 en los ingresos dinerarios y una elevación de igual magnitud en el nivel general de precios, distribuidos ambos equitativamente entre los diferentes grupos de intereses económicos. Pero este nuevo equilibrio no dejará canceladas las ganancias y pérdidas experimentadas durante el período de transición. El grupo D, por ejemplo, aun cuando haya conseguido finalmente un aumento del 25 por 100 en el precio de las mercancías que ofrece o servicios que presta, tal aumento en sus actuales disponibilidades dinerarias no le permitirá comprar mayor número de mercancías o servicios del que normalmente adquiría antes de iniciarse el proceso inflacionario. Nunca le serán compensadas las pérdidas que tuvo que soportar durante el período de transición, cuando sus ingresos permanecían estacionados y se veía forzado a abonar un aumento del 30 por 100 en los precios de los servicios y mercancías que compraba a los otros grupos A, B, y C.

3

De lo expuesto se desprende que la inflación es un mero ejemplo adicional de nuestra lección central. Puede, en efecto, beneficiar durante breve período a los sectores favorecidos, aunque sólo a expensas de otros grupos. Y a largo plazo engendra consecuencias desastrosas para la comunidad entera. Basta una inflación relativamente suave para desarticular la estructura de la producción, favoreciendo la expansión excesiva de unas industrias a expensas de las restantes. Todo ello implica malinversión y derroche de capital. Cuando la inflación se derrumba o es detenida, la equivocada inversión de capital—en máquinas, factorías o edificios—aparece incapaz de producir beneficios suficientes y pierde la mayor parte de su valor.

Tampoco es hacedero detener la inflación de manera suave, evitando de tal suerte la subsiguiente depresión. Una vez embarcados en la nave de la inflación, ni siquiera es posible detenerla con arreglo a previsores planes, ni cuando los precios alcanzan el nivel preestablecido, pues las fuerzas políticas y económicas escaparían fatalmente a cualquier clase de control. No cabe argumentar en pro de la subida del 25 por 100 en los precios, sin que alguien alegue que tal razonamiento doblemente induce a un aumento del 50 por 100 y otro asegure que es cuatro veces más convincente para llevar a cabo un incremento del cien por cien. Los grupos políticos influyentes que se beneficiaron de la inflación se opondrán a que se le ponga término.

Es imposible, además, controlar el valor del dinero en épocas de inflación, pues como hemos visto, en este orden de cosas la relación de causa a efecto no responde a leyes meramente mecánicas. No cabe, por ejemplo, predecir que un aumento del cien por cien en el volumen de dinero en circulación implicará un descenso del 50 por 100 en la cotización de la unidad monetaria. El valor del dinero depende, según ya hemos visto, de las valoraciones subjetivas de quienes lo poseen. Y estas evaluaciones no son consecuencia tan sólo de la cantidad de dinero que cada persona tiene a su disposición, sino también de la calidad de ese dinero.'En tiempo de guerra, la cotización de las divisas de una nación subirá en el extranjero con la victoria y descenderá con la derrota, independientemente del aumento o disminución de su volumen. La valoración actual dependerá a menudo del volumen que la gente imagine existirá en el futuro. Y como ocurre en la especulación mercantil, la evaluación asignada por cada persona a una divisa monetaria queda influida no sólo por lo que ella estima debe ser su valor actual, sino también por lo que supone va a ser la evaluación que todos los demás le asignarán en el futuro.

Ello explica por qué tan pronto queda abiertamente implantada la superinflación, el valor de la unidad monetaria desciende a un ritmo muy superior al de la cantidad de billetes emitidos o que puedan adicionarse a los ya en circulación. Cuando se inicia esta etapa, el desastre es casi completo y la bancarrota se anuncia.

paz de aprovechar la experiencia de otros y ninguna generación de escarmentar ante las adversas enseñanzas legadas por sus antepasados. Cada generación y cada nación son víctimas de idéntico espejismo. Todos pugnan por alcanzar el mismo fruto del Mar Muerto, que luego se torna polvo y ceniza en sus bocas. Pues característica esencial de la inflación es infundir aliento a miles de engañosas ilusiones.

En nuestros tiempos, la argumentación más persistente presentada en favor de la inflación consiste en afirmar que «pondrá en movimiento las ruedas de la industria», evitará las irreparables pérdidas que se derivan del ocio involuntario provocado por la paralización mercantil e industrial y facilitará «pleno empleo». Esta argumentación, en su más elemental exposición, se apoya en la inmemorial confusión existente entre dinero y riqueza. Da por supuesto que mediante tan burdo mecanismo se puede crear «nuevo poder adquisitivo» y que sus efectos se expandirán en círculos cada vez más anchos, como las ondas que produce una piedra al caer en un estanque. Es evidente que quienes así arguyen no se han detenido a considerar que lo único que tiene verdadera capacidad de compra para «adquirir» mercancías es el ofrecimiento de otras mercancías a cambio de aquéllas. Lo que fundamentalmente ocurre en una economía de mercado es que las mercancías producidas por A son canjeadas por las que produce B (1).

(1) Confróntese John Stuart Mill, Principles of Political Economics (libro 3, capítulo 14, párrafo 2); Alfred Marshall, Principles of Economics (libro VI, capítulo XIII, sección 10) y Benjamín M. Anderson «A refutation of Keynes’ Attak on the Doctrine that Aggregate Demand», en Financing American Prosperity.

Lo que la inflación realmente hace es provocar mutaciones en las relaciones entre precios y costos. Se persigue a través de ella principalmente una elevación del nivel general de los precios de las mercancías con relación al nivel general de los actuales salarios, al objeto de restaurar los decaídos beneficios de las empresas, y de esta forma, al haber restablecido un equilibrio viable en la relación entre precios y costos, estimular la recuperación de la producción en aquellos sectores de la economía donde existan actualmente recursos ociosos.

Debería quedar fuera de toda discusión que tal objetivo podría ser alcanzado de modo más directo y honesto mediante la reducción de salarios. Pero los más sutiles partidarios de la inflación opinan que tal medida no puede ser adoptada hoy en día por razones políticas. En ocasiones van más lejos y aseguran que toda propuesta, cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes para reducir directamente los salarios al objeto de aminorar el paro, es «antilaboral». Pero lo que ellos proponen, expuesto con toda crudeza, es defraudar a los trabajadores, reduciendo los salarios reales (es decir, expresados en términos de capacidad de compra) mediante un alza en los precios.

Olvidan que el propio sector laboral ha mejorado mucho sus conocimientos en la materia; que los grandes sindicatos disponen de economistas especializados en asuntos laborales que vigilan con atención las variaciones en los números índices y a quienes no se engaña fácilmente. Es muy improbable, por tanto, que en las actuales circunstancias la inflación consiga alcanzar ninguno de sus objetivos políticos o económicos. Son precisamente los sindicatos más poderosos, cuyos salarios más elevados habrían de ser necesariamente minorados para que tuviera éxito la medida, los que primeramente insistirán en que aquéllos sean elevados, cuando menos en proporción con los aumentos del índice del costo de vida. Si prevalece la demanda de los sindicatos, el actual equilibrio en la relación entre estos salarios clave y los costos, considerado poco viable para la pronta reanudación de los negocios, permanecerá inalterado. Es muy probable, sin embargo, que se originen aún mayores distorsiones en la estructura de los actuales salarios, pues el alza de precios hará que la gran masa de trabajadores no sindicados, cuyas retribuciones, aun antes de iniciarse la inflación, no rebasaban los tipos normales de salario (e incluso es posible que estuvieran indebidamente deprimidos por efecto del exclusivismo sindical), sufra mayores menoscabos todavía durante el período de transición.

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Los más sutiles defensores de la inflación son insinceros. No exponen su pensamiento con lealtad y terminan por engañarse a sí mismos. Comienzan de pronto a hablar del papel moneda en términos parecidos a los empleados por los más ingenuos inflacionistas, como si aquél representara una forma de riqueza que pudiera incrementarse a voluntad con sólo disponer de una simple imprenta. E incluso llegan a discutir enfáticamente la cuestión relativa a cierto «multiplicador», que por arte de magia convierte cada dólar impreso e invertido por el Estado en el equivalente de varios dólares que se suman a la riqueza del país.

En una palabra, deliberadamente equivocan y consiguen que la opinión pública no se dé cuenta de las causas reales de cualquier depresión. Las verdaderas causas radican, en la mayor parte de los casos, en el defectuoso ajuste de la estructura salario-costo-precio: desajuste en las relaciones entre precios de primeras materias y productos acabados o entre distintos precios o salarios. En un momento dado, esos desajustes han apartado todo incentivo de la producción o han hecho realmente imposible que la producción prosiga, extendiéndose la depresión debido a la interdependencia orgánica de nuestra economía de mercado. En tanto no se corrijan esos desajustes, será imposible restablecer totalmente la producción y el empleo.

La inflación cubre cualquier proceso económico con un velo de ilusión. Confunde y engaña a la inmensa mayoría, e incluso a quienes sufren sus consecuencias. Estamos todos acostumbrados a medir nuestros ingresos y riqueza en términos monetarios. Este hábito mental es tan poderoso que incluso economistas y estadísticos profesionales no pueden deshacerse de él. Es difícil estar atentos siempre en las relaciones económicas a los bienes y bienestar reales que las suscitan. ¿Quién de nosotros no se siente más rico y satisfecho cuando oye decir que la renta nacional se ha duplicado (en dólares, por supuesto), en comparación con la de algún período preinflacionario? Incluso el empleado que percibía 25 dólares y ahora gana 35, cree que ha mejorado de situación, aunque ahora todo le cueste doble que cuando ganaba 25 dólares. No es que permanezca ciego ante el alza experimentada en el costo de la vida. Pero no advierte tan claramente su situación real actual como lo hubiera hecho si, permaneciendo inalterado el actual coste de la vida, le hubiera sido reducido el salario al objeto de asignarle el mismo poder adquisitivo más reducido que ahora posee como consecuencia del alza en los precios y aun a pesar del aumento conseguido en términos monetarios. La inflación es la autosugestión, la hipnosis o anestesia que amortigua el dolor de la operación. Es el opio del pueblo.

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Ese es precisamente el objetivo económico que se pretende alcanzar. Los modernos gobernantes, partidarios decididos de la «economía planificada», acuden con tan encendido entusiasmo a la inflación porque enturbia y trastoca todo el proceso económico. En el capítulo III, por citar un ejemplo, hicimos ver cómo la creencia de que las obras públicas necesariamente crean nuevos empleos es falsa. Si se obtuvo el dinero mediante impuestos, según allí se expuso, por cada dólar que el Estado gastó en obras públicas se invirtió un dólar menos por los contribuyentes en sus propias necesidades, y por cada empleo proporcionado mediante el gasto público se destruyó otra colocación en la industria privada.

Pero supongamos que no se ha querido afrontar ese gasto mediante imposición fiscal. Imaginemos que se prefirió acudir al mecanismo de las financiaciones deficitarias, es decir, al empréstito estatal o sencillamente a la impresión de papel moneda. En tal caso, el resultado aludido parece que no se registra. Las obras públicas parece que nacieron a impulsos de «un nuevo poder adquisitivo». No cabe afirmar que haya sido éste detraído a los contribuyentes. De momento, pues, el país parece haber sacado algo de nada.

Ahora bien, ateniéndonos a nuestra lección, detengámonos a examinar las consecuencias a largo plazo. El empréstito ha de ser reembolsado algún día. El Estado no puede acumular indefinidamente deuda tras deuda, y si lo intenta, pronto o tarde desembocará en la bancarrota. Tal como Adam Smith señalaba en el año 1766: «Cuando las deudas públicas o estatales han alcanzado cierto grado de acumulación, apenas existe, según creo, un sólo ejemplo en que hayan sido completa y equitativamente pagadas.» La liberación de las rentas públicas, si es que alguna vez se ha llevado a cabo, ha sido siempre mediante una bancarrota, rara vez declarada, pero siempre real, aunque frecuentemente se haya querido disimularla con un pago ficticio.

Cuando el Estado decide, finalmente, satisfacer la deuda contraída a causa de las obras públicas, se ve obligado necesariamente a imponer a la comunidad un gravamen fiscal superior a los gastos presupuestarios que realiza. Por consiguiente, durante este último período se ve forzado a destruir mayor número de empleos del que puede proporcionar mediante el gasto público. E1 inevitable incremento en la imposición fiscal no sólo detrae de la comunidad más poder adquisitivo; debilita o destruye en los empresarios el incentivo de la producción y reduce la riqueza y la renta total del país.

La única forma de escapar a esta conclusión es presumir (como sin duda hacen siempre los partidarios del «gasto público») que los gobernantes tan sólo realizarán aquellos desembolsos en períodos que de otra suerte habrían sido de depresión o «deflacionarios» y se apresurarán a pagar la deuda contraída en épocas que en caso contrario habrían sido «inflacionarias» o de inusitado auge en los negocios. Esto equivaldría, desde luego, a una ficción fraudulenta; pero a pesar de ello, por desgracia, quienes gobiernan nunca procedieron así. Es tan difícil en economía predecir futuros acontecimientos y son tan influyentes las fuerzas políticas en acción, que existen muy escasas probabilidades de que los gobernantes actúen de esa forma. La financiación deficitaria del gasto público, una vez emprendida, engendra poderosos intereses privados que exigirán su prosecución bajo cualesquiera circunstancias.

Si no se realiza un intento honrado de liquidar la deuda acumulada y, por el contrario, se recurre abiertamente a la inflación, fatalmente se producirán las consecuencias anteriormente descritas. E1 país, considerado en conjunto, no puede obtener nada sin pagar un precio. La propia inflación no es en el fondo más que una forma singular de tributación. Quizá la peor, ya que de ordinario exige más de quienes cuentan con menores posibilidades económicas. Pero aun suponiendo que la inflación afectase a todos por igual (lo que nunca puede ser cierto, según hemos demostrado), en tal caso equivaldría a un simple impuesto sobre el consumo que gravara con igual porcentaje toda clase de mercancías, lo mismo el pan y la leche que los diamantes y pieles lujosas. Podría ser considerada, igualmente, como el equivalente de un simple impuesto sobre la renta que gravara con idéntico porcentaje y sin permitir exención alguna, los ingresos de todos los miembros de la colectividad. Es más, en su naturaleza está gravar no sólo el consumo de cada individuo, sino también sus ahorros e incluso su póliza de seguro de vida. De hecho puede ser equiparada a una exacción de capital derramada a prorrata igualmente sobre pobres y ricos, sin tolerar exenciones.

La situación que se origina es todavía más grave porque la inflación no afecta a todos en la misma proporción. Hay quienes sufren más que otros, al menos en cuanto a porcentajes. E1 tributo que la inflación representa escapa a toda suerte de controles por parte de las autoridades fiscales. Golpea a ciegas en todas direcciones. E1 tipo de gravamen impuesto por la inflación no es fijo: no puede quedar determinado de antemano. Conocemos su cuantía hoy, pero no lo que importará mañana, y mañana desconoceremos su importe para el siguiente día.

Como ocurre con cualquier otro impuesto, la inflación perturba todo cálculo económico e influye poderosamente en nuestra conducta privada y en la orientación que convendrá dar a nuestros negocios. Resta alientos a la previsión y al ahorro. Induce a toda suerte de despilfarros y aventuras económicas. A menudo, incluso hace más provechosa la especulación que el esfuerzo productor. Destruye la normal estructuración de unas relaciones económicas estables. Sus inexcusables injusticias hacen desear a las gentes remedios desesperados. Siembra las semillas del fascismo y del comunismo. Pronto comienza a solicitarse públicamente la implantación de controles totalitarios. Invariablemente conduce a amargos desengaños y finalmente al colapso de la economía del país.

22. LA OFENSIVA CONTRA EL AHORRO

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Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular ha ensalzado las virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del derroche y la prodigalidad. La sabiduría proverbial reflejó siempre tanto los principios éticos como un prudente sentido del ahorro compartido por toda la humanidad. Ahora bien, nunca faltaron tampoco dilapidadores de riqueza, y como es notorio, teorizantes que se afanaran buscando argumentos en apoyo de sus despilfarros.

Los economistas clásicos, al refutar los errores de su tiempo, mostraron que la política del ahorro, orientada en interés del individuo, sirve al propio tiempo el de la comunidad; Indicaban que el ahorrador consciente, al preocuparse de su propio futuro, no perjudicaba, sino que ayudaba a la sociedad Pero en nuestros días, aquella antigua virtud, así como su defensa por los economistas clásicos, vuelve a ser atacada mediante teorías que pretenden ser moderadas y, en cambio, se ensalza la doctrina actualmente en boga del «gasto público».

Estimo que si se desea proyectar la mayor claridad posible sobre tema tan importante, nada mejor que actualizar, para iniciar su estudio, el ejemplo clásico que empleara Bastiat. Imaginemos, pues, dos hermanos, uno malgastador y otro prudente, cada uno de los cuales ha heredado un capital líquido, en dinero o valores, que les rinde una renta anual de 50 000 dólares. Prescindiremos en la exposición del impuesto sobre la renta y de si ambos hermanos se hallan moralmente obligados a trabajar para vivir, por ser cuestiones que carecen de relevancia en orden al problema que ahora nos ocupa.

Uno de los hermanos, Alvin, es irremisiblemente pródigo en el empleo de su dinero. Gasta no sólo por temperamento, sino por principio. Es un discípulo (por no ir más lejos) de Rodbertus, quien declaraba a mediados del siglo XIX que los capitalistas «deben gastar sus rentas hasta el último céntimo en comodidades y lujos», puesto que «si deciden ahorrar... las mercancías se acumulan y parte de los trabajadores quedan sin trabajo» ( l). Alvin acostumbra frecuentar clubs nocturnos; da espléndidas propinas; mantiene un tren de vida pretencioso, con multitud de sirvientes, dispone de dos choferes y no ha señalado límite al número de sus automóviles; sostiene una cuadra de caballos de carrera; posee un yate; viaja continuamente; recarga a su esposa de pulseras de diamantes y abrigos de pieles y hace a sus amigos carísimos e inútiles regalos.

(1) Rodbertus, K. Oberproduction and Crises (1850), página 51.

Para atender estos continuos desembolsos se ve obligado a consumir parte de su capital. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Si el ahorro es pecado el derroche debe ser una virtud; en todo caso, no hace sino compensar el daño que ahorrando causa su avaro hermano Benjamín.

Innecesario decir que Alvin es excepcionalmente simpático a encargadas de guardarropas, camareros, propietarios de restaurantes, peleteros, joyeros y empleados de toda clase de establecimientos de lujo. Considéranle un bienhechor público. Para todos resulta incuestionable que proporciona trabajo y dinero a cuantos le rodean.

Comparado con él, su hermano Benjamín es bastante menos popular. Raras veces se le ve en joyerías, peleterías o clubes nocturnos y nunca llama a los camareros por su nombre de pila. En tanto que Alvin gasta anualmente no sólo sus 50.000 dólares de renta, sino también una porción de su capital, Benjamín vive mucho más modestamente y sólo destina a sus gastos familiares unos 25.000 dólares anuales. Evidentemente, para quienes sólo ven lo que tienen delante de los ojos, no proporciona ni la mitad de empleos que Alvin, y además, los otros 25.000 dólares, piensan, son tan improductivos como si no existieran.

Ahora bien, analicemos lo que Benjamín hace con los otros 25.000 dólares. Por término medio, 5.000 los destina a obras caritativas, incluyendo ayudas a amigos necesitados. Las familias atendidas con estos fondos los gastan, a su vez, en provisiones, ropas o alquileres de viviendas. De esta manera esos fondos crean tanto empleo como si Benjamín los hubiese gastado directamente. La diferencia estriba en que se hace feliz a más gente como consumidores y en que la producción oriéntase más hacia artículos necesarios y menos hacia lujos y frivolidades.

Esto último preocupa a menudo a Benjamín. Su conciencia le atormenta incluso por los 25.000 dólares que gasta. La vulgar ostentación y derroche tan del agrado de Alvin, piensa, no sólo contribuye a sembrar la insatisfacción y la envidia en quienes se esfuerzan por mantener una vida decorosa, sino que además aumenta realmente sus dificultades. En cualquier momento dado, razona Benjamín, la actual capacidad productiva del país siempre es limitada. En consecuencia, cuanto mayor parte se aplique a la producción de frivolidades y lujos, menores serán las posibilidades de abastecer de artículos necesarios a aquellos que más necesitados se hallan (1). Cuanto menos tome del caudal de riqueza existente para su propio uso, más dejará para el prójimo. La moderación en los gastos de consumo, piensa, mitiga el problema que originan las desigualdades de riqueza y rentas. Reconoce que esta prudencia en el consumo puede llevarse demasiado lejos; pero considera que debiera practicarse, en parte al menos, por aquellos cuyos ingresos son sustancialmente superiores al término medio.

(1-) Cfr. Withers, H. Poverty and Waste (1914).

Veamos ahora, prescindiendo de sus ideas, lo que ocurre con los 20.000 dólares de Benjamín que ni gasta en bienes ni dilapida en dádivas. En lugar de acumularlos en su cartera, caja de caudales o lugar semejante, los deposita en un banco o los invierte. Si los ingresa en un banco comercial o de ahorro, el banco los prestará a corto plazo a empresas mercantiles en explotación para facilitar sus operaciones, o bien adquirirá valores. En otras palabras, Benjamim invierte su dinero directa o indirectamente. Ahora bien, cuando el dinero se invierte, se emplea en la adquisición de bienes de producción —edificios comerciales, oficinas, factorías, barcos,' camiones, maquinaria, etc.—. Cualquiera de estas inversiones pone tanto dinero en circulación y proporciona tanto trabajo como la misma cantidad gastada directamente en bienes o artículos de consumo.

Podemos afirmar, resumiendo, que el ahorro, en la vida moderna, es sólo una forma más de gastar. La diferencia radica de ordinario en que el dinero es transferido a otra persona para que lo invierta en instrumentos o medios dedicados a incrementar la producción. Y en lo que atañe a proporcionar trabajo, el «ahorro» y el gasto de Benjamin, combinados, facilitan tanto corno el exclusivo gasto de Alvin y ponen igual cantidad de dinero en circulación. La principal diferencia consiste en que los empleos proporcionados por el gasto de Alvin cualquiera directamente los percibe; en cambio, precisa considerar el asunto con mayor atención y detenerse a pensar para descubrir que cada dólar ahorrado por Benjamín facilita tanto trabajo como el que derrocha Alvin.

Han transcurrido una docena de años. Alvin está arruinado. Ya no frecuenta clubes nocturnos ni establecimientos elegantes. Aquellos que se beneficiaban de su esplendidez hablan de él desfavorablemente, llegando incluso a calificarle de insensato. Escribe cartas mendicantes a Benjamín. Mientras que éste, que sigue manteniendo idéntica proporción entre gastos y ahorros, proporciona ahora más trabajo que nunca, porque sus rentas, merced a las inversiones, han aumentado. Su capital también ha crecido. Es más, debido a sus inversiones, la riqueza y la renta nacionales son mayores; hay más fábricas y más producción.

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Se han difundido tantos errores acerca del ahorro en los últimos años, que no basta para refutarlos todos nuestro ejemplo de los dos hermanos. Conviene dedicarles más espacio. Muchos arrancan de confusiones tan elementales que resulta inverosímil que alguien las padezca, particularmente cuando incurren en ellas economistas de gran reputación. La palabra «ahorro», por ejemplo, se emplea unas veces como mero atesoramiento de dinero y otras como inversión, sin establecer de manera consistente clara distinción entre ambas acepciones.

El mero atesoramiento de moneda, si se lleva a cabo arbitrariamente sin motivo justificado y en gran escala, resulta perjudicial en muchas situaciones económicas. Pero es en extremo raro. Algo que presenta semejanzas con este tipo de atesoramiento —del cuál, sin embargo, debe ser cuidadosamente distinguido— ocurre a menudo después de iniciada una depresión en la vida mercantil. Se contraen entonces tanto los gastos de consumo como las inversiones. Los consumidores reducen sus compras. Actúan así en parte porque temen perder sus empleos y desean acumular reservas; no han contraído sus compras porque deseen consumir menos, sino porque quieren tener seguridad de que sus recursos han de prolongarse un período mayor, para el caso de que quedaran sin trabajo.

Pero, además, los consumidores disminuyen sus compras por otra razón. Los precios de los bienes y artículos de consumo probablemente han descendido y temen una nueva baja. A1 diferir sus compras, confían adquirir más con igual dinero. No quieren invertir sus recursos en géneros cuyo valor desciende, sino en dinero, cuyo valor en relación con aquéllos esperan habrá de experimentar un alza.

La misma expectativa frena sus posibles inversiones. Han perdido su confianza en la rentabilidad de los negocios o al menos creen que aguardando unos meses podrán comprar acciones u obligaciones con menos desembolso. Su actitud puede interpretarse como contraria a adquirir mercancías que pueden desvalorizarse o favorable a retener su propio dinero con la esperanza de una superior revalorización.

Es un equívoco llamar «ahorro» a esta resistencia temporal al gasto. No responde a iguales motivos que el auténtico ahorro. E1 error alcanza mayores proporciones cuando se supone que este tipo de «ahorro» es la causa de las depresiones. Es, por el contrario, una de sus primeras consecuencias.

Cierto que esta resistencia a comprar puede intensificar y hacer más penosa y duradera una depresión ya iniciada. Pero por sí sola no la origina nunca. Hay ocasiones en que al producirse una arbitraria intervención estatal en los negocios se provoca una situación de incertidumbre, surgiendo la desorientación porque no se sabe lo que el Estado hará más tarde. Elúdese entonces reinvertir los beneficios. Empresas y particulares mantienen inactivas sus cuentas bancarias. Deciden acumular mayores reservas ante posibles contingencias. Este atesoramiento de moneda puede parecer la causa del progresivo estancamiento de la actividad mercantil. sin embargo, la causa real se concreta en la incertidumbre que origina la intervención estatal.. Los mayores efectivos en metálico de las empresas y particulares son simplemente un eslabón en la cadena de consecuencias derivadas de aquella incertidumbre. Culpar a un «excesivo ahorro» de una depresión en los negocios sería como atribuir un descenso en el precio de las manzanas no a una cosecha abundante, sino a que los consumidores resistiéranse a pagar más por ellas.

Pero una vez que las gentes están decididas a censurar una práctica o institución, cualquier argumentación en contra de la misma, por ilógica que sea, se considera idónea. Así, se arguye que las diversas industrias de bienes y artículos de consumo se montan para atender determinada demanda y que si la gente comienza a ahorrar, la imaginada demanda no actúa y se inicia la depresión. E1 supuesto se apoya fundamentalmente en aquel error, que ya fue examinado, consistente en olvidar que lo ahorrado en bienes de consumo se invierte en bienes de producción y que «ahorro» no significa necesariamente ni siquiera la contracción de un solo dólar en el gasto total. Lo único que hay de verdad en aquel aserto es que todo cambio que se produce súbitamente puede ser perturbador. Igual distorsión se produciría si los consumidores desviasen de pronto su demanda de un artículo de consumo a otro. Mayor perturbación provocaría el hecho de que personas antes ahorradoras cambiasen súbita mente su demanda de bienes de producción por bienes de consumo.

Todavía se esgrime otra objeción contra el ahorro. Calificase ahora de manifiesta tontería. Ridiculízase al siglo XIX por haber propagado el ideario de que la humanidad, mediante el ahorro, debería ir elaborando un pastel cada vez más grande, sin llegar jamas a comerlo. La metáfora en si misma es ingenua y pueril. Seguramente podrá enjuiciarse mejor valiéndonos de una descripción más realista de lo que verdaderamente ocurre.

Imaginemos un país que colectivamente ahorra cada año aproximadamente un 20 por 100 de todo lo producido en igual período.. Este porcentaje supera notablemente el importe neto del ahorro registrado en los Estados Unidos a través de su historia (1), pero constituye una cifra redonda fácil de manejar e impide las reservas mentales de aquellos que suponen que hemos ahorrado demasiado.

(1) Históricamente, el 20 por 100 representa aproximadamente el importe bruto de la renta nacional bruta dedicada cada año a la formación de capital (sin incluir equipo de consumo). Si se tiene en cuenta, sin embargo, el desgaste de capital, el ahorro anual neto se acerca más al 12 por 100. Cfr. Terborgh, George The Bogey of Economic Maturity (1945).

Pues bien, como resultado de este ahorro e inversión, la producción total del país aumentará cada año. (Para simplificar el problema nos desentendemos por ahora de las alzas y bajas en los negocios y otras fluctuaciones.) Supongamos que el aludido incremento anual de la producción se fija en dos puntos y medio por ciento. (Se adoptan los puntos de porcentaje simple en lugar del interés compuesto tan sólo para facilitar las operaciones aritméticas.) E1 resultado que obtendriamos para un período, pongamos por caso, de once años, se desarrollaría, expresado en números índices, aproximadamente, como refleja el cuadro siguiente:

Lo primero que se observa en el cuadro es que el aumento anual de la producción total se debe al ahorro, sin el cual no habría tenido lugar. (Cabe imaginar, sin duda, que los perfeccionamientos e invenciones de la técnica, aplicados meramente a la sustitución de maquinaria y otros bienes de producción de un valor no superior al antiguo, incrementarían la productividad nacional; pero este incremento sería de poca consideración y tal argumentación presupone en todo caso suficiente inversión anterior que hubiera hecho posible la maquinaria actualmente existente.) E1 ahorro se ha destinado ejercicio tras ejercicio a aumentar la cantidad o mejorar la calidad de la actual maquinaria y de ese modo incrementar la producción nacional de bienes. Cierto que cada año hay un pastel mayor (si es que por cualquier extraña razón se considera ello reprobable). Cada año, es verdad, no se consume todo el «paste].» producido. Pero no existe restricción irracional o acumulativa del consumo. De hecho, todos los años se consume una porción cada vez mayor, hasta que al final de un período de once años (en nuestro ejemplo), la porción anual de los consumidores es por sí sola igual a los pasteles reunidos de los consumidores y productores del primer año. Además, el equipo de capital, la posibilidad de producir mercancías, es un 25 por 100 mayor que inicialmente.

Observemos algunas otras circunstancias. El hecho de que un 20 por 100 de la renta nacional se destine anualmente al ahorro no transforma en lo más mínimo a las industrias de bienes de consumo. Si vendieron solamente las ochenta unidades que produjeron en el primer año (y no hubo elevación alguna en los precios causada por una mayor demanda), no iban a ser tan torpes sus directores como para elaborar los planes de producción sobre la supuesta base de que iban a vender cien unidades en el segundo año. Las industrias de bienes de consumo, en otras palabras, están condicionadas ya al supuesto de que habrá de continuar la pasada situación en lo que respecta al índice de ahorro. Sólo un súbito incremento sustancial, inesperado, en el ahorro podría causar trastornos y acumular mercancías invendidas.

Pero igual trastorno, según hemos observado ya, causaría la súbita y sustancial reducción del ahorro. Si e]. dinero que previamente habría sido destinado al ahorro se invirtiera ahora en la compra de bienes y artículos de consumo, no incrementaría los empleos, sino que simplemente provocaría un aumento en el precio de los bienes de consumo y una baja en el de los bienes de producción. En primer término alteraría la situación de los empleos, reduciéndolos temporalmente al repercutir sobre las industrias dedicadas a crear bienes de producción. Sus consecuencias a largo plazo serían reducir la producción y situarla a nivel inferior del que en caso contrario hubiese alcanzado.

Los enemigos del ahorro no se dan por vencidos ni cejan en sus acometidas. Comienzan ahora estableciendo una distinción, en cierto modo acertada, entre «ahorro» e «inversión». Pero pronto razonan como si se tratara de dos variables independientes y fuera mera casualidad el que llegaran a igualarse entre sí. Estos autores describen una situación portentosa. A un lado sitúan a quienes automáticamente, sin objeto, de manera estúpida, continúan ahorrando; luego aluden a las limitadas «oportunidades de inversión» incapaces de absorber tal ahorro. E1 resultado, por desgracia, es la paralización de la vida mercantil. La única solución, proclaman, consiste en que el Estado expropie estos estúpidos y nocivos ahorros y articule proyectos que permitan utilizar aquel dinero y proporcionar empleo, aun cuando tales proyectos versen sobre inútiles fosos o pirámides.

Son tantos los sofismas que este razonamiento y la «solución» que se nos brinda encierran que sólo podemos destacar ahora algunos de los más fundamentales. E1 «ahorro» sólo puede exceder a la «inversión» en las cantidades que realmente hállense atesoradas en metálico (1). Hoy son escasas las personas que en una moderna comunidad industrial como los Estados Unidos de América atesoran monedas y billetes en medias o debajo de un ladrillo. Aun así y todo, a pesar de La insignificancia de su repercusión, es un hecho que ha sido tenido en cuenta por los empresarios al establecer sus planes de producción y ha influido también en el nivel de precios. Generalmente, ni siquiera resulta acumulativo: cesa el atesoramiento cuando muere la persona excéntrica que ha vivido recluida y se descubren y dispersan sus ahorros, compensándose probablemente de tal suerte todo nuevo atesoramiento. Por tanto, la cantidad total afectada por este proceder es de hecho insignificante en sus efectos sobre la actividad mercantil.

(1) Muchas de las diferencias entre los economistas respecto a los distintos puntos de vista expresados ahora sobre este tema son simplemente el resultado de diferencias en la definición. «Ahorro» e «inversión» pueden ser definidos de manera que resulten idénticos y, por consiguiente, necesariamente iguales. Me he decidido por definir aquí el «ahorro» en términos monetarios e «inversión» por lo que respecta a mercancías. Ello corresponde grosso modo al uso común de las palabras, no siempre el más adecuado, desde luego.

Si se ingresa el dinero en bancos comerciales o de ahorros, según hemos visto ya, rápidamente lo prestan o invierten, pues no les conviene poseer fondos inactivos. Lo único que generalmente obliga a las gentes a aumentar sus reservas en metálico y a los bancos a mantener fondos inactivos y perder intereses es como ya vimos, o el temor de que los precios desciendan o el deseo de las instituciones bancarias de evitar mayores riesgos a su capital. Ahora bien, ello indica que han comenzado a aparecer los síntomas de una depresión, causa del atesoramiento, no que tal atesoramiento haya dado origen a la depresión.

Dejando a un lado este despreciable atesoramiento de moneda (caso excepcional que incluso cabría considerar como «inversión» directa en dinero), el equilibrio entre «ahorro» e «inversión» se alcanza mediante un mecanismo similar al de fijación del precio de cualquier mercancía por el libre juego de las fuerzas de la oferta y la demanda. «Ahorro» e «inversión» podrían definirse, respectivamente, como la oferta y demanda de nuevo capital. Y de manera análoga que la oferta y la demanda de otro artículo se igualan en el precio, la oferta y la demanda de capital se igualan en los tipos de interés. E1 tipo de interés es meramente la denominación especial dada al precio del capital prestado. Es un precio como otro cualquiera.

Esta materia ha quedado tan embrollada en años recientes, como consecuencia de complicadas retóricas y desastrosas políticas estatales en ellas basadas, que uno casi desespera de un retorno al sentido común y a la sensatez. Existe un temor patológico a los tipos de interés «excesivos». Se afirma que si el interés es demasiado alto, la industria no obtendrá beneficio alguno al disponer de anticipos para su inversión en nuevas instalaciones y máquinas. Esta dialéctica ha sido tan eficaz en las últimas décadas que los gobiernos han seguido en todas partes una política artificial de «dinero barato». Ahora bien, quienes así razonan, movidos por su única preocupación de aumentar la demanda de capitales, se desentienden de las consecuencias que tal política pueda provocar sobre la oferta de capital. Es un ejemplo más del error de prestar atención tan sólo a ]los resultados de una política sobre un grupo de intereses determinado, menospreciando sus repercusiones sobre los restantes sectores.

Si artificialmente se mantiene excesivamente bajo el tipo de interés, en relación con el riesgo afrontado, el ahorro se paraliza y cesa el ofrecimiento de capitales a préstamo. Aquellos que abogan por una política monetaria de «dinero barato» imaginan que el ahorro se produce automáticamente, sin que le afecte el tipo de interés, porque piensan que los ricos ahítos ningún otro destino podrían dar a su dinero. Hacen constantes alusiones, sin molestarse en concretarlo, a un determinado nivel de ingresos que obligaría a quien lo rebasara a economizar un mínimo fijo, con independencia del tipo de interés o del riesgo que asuma el prestamista.

En realidad, la capacidad de cualquiera de hacer economías se ve afectada por todo cambio del tipo de interés, aun cuando fuera absurdo negar que la repercusión es mucho menor, proporcionalmente, en el caso de los muy ricos que si se trata de personas de posición económica más débil. Afirmar, utilizando un símil extremado, que el volumen del ahorro real no quedaría reducido ante una sustancial rebaja en el tipo de interés es como asegurar que la total producción de azúcar no se vería disminuida por un sustancial descenso del precio, en razón a que los productores eficientes que elaboran dicho artículo a costos más reducidos continuarían cosechando iguales cantidades que antes. E1 razonamiento hace caso omiso del ahorrador modesto e incluso de la gran mayoría de quienes ahorran.

Mantener los tipos de interés artificialmente bajos produce iguales efectos que cuando se fija cualquier otro precio por debajo de su nivel natural de mercado. Incrementa la demanda y reduce la oferta. Aumenta la demanda de capital y disminuye la oferta de auténtico capital. Crea escasez y provoca perturbaciones y distorsiones de la economía. Es indudable que la reducción artificial del tipo de interés estimula la demanda de créditos y en consecuencia fomenta aventuras económicas de carácter francamente especulativo incapaces de sobrevivir cuando desaparecen las arbitrarias condiciones que motivaron su nacimiento. Por lo que a la oferta respecta, la reducción artificial del tipo de interés desalienta la normal tendencia a hacer economías y al ahorro, conduciendo a una relativa escasez de capital real.

E1 interés del dinero puede, sin duda, mantenerse artificialmente bajo si sustituimos el ahorro auténtico por una constante apelación al incremento de la circulación fiduciaria o a la expansión de los créditos bancarios. Este mecanismo es capaz de provocar la ilusión de que se dispone de un capital mayor, de idéntica manera que la adición de agua puede producir la ilusión de más leche. Ahora bien, de esta forma se entroniza una política de persistente inflación. Es un proceso que no hace sino acumular peligros. El interés aumentará y la crisis se desencadenará, tanto si detenemos la inflación o la proseguimos a un ritmo más lento como si acudimos a la deflación. En una palabra, cualquier política de dinero barato provoca en última instancia oscilaciones en los negocios mucho más violentas que aquellas que se pretendía remediar o prevenir.

Si la injerencia gubernamental no se esfuerza en. manipular, mediante medidas inflacionarias y al margen del mercado, los tipos de interés del dinero, la acumulación del ahorro provocará un descenso en el tipo de interés, creando de tal forma su propia demanda por un proceso natural. La incrementada oferta de capital en busca de inversores forzará a quienes ahorran a aceptar un tipo de interés más bajo. Esto significará que será mayor el número de empresas que podrán disponer de créditos, porque las perspectivas de obtener beneficios con las nuevas maquinarias o fábricas adquiridas con ellos compensarán el precio pagado por los fondos que les fueron anticipados.

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Llegamos así a la última falacia sobre el ahorro que me propongo analizar. Se trata de la suposición, con tanta frecuencia exteriorizada, de que existe un limite fijo para la cantidad de capital, que puede ser efectivamente absorbido, e incluso que el límite de expansión de capital ha sido alcanzado. Es inexplicable que tal creencia pueda prevalecer aún entre gentes ignorantes y más absurdo todavía que expertos economistas la sustenten. Prácticamente la totalidad de la riqueza del mundo actual, lo que en realidad le separa y diferencia del mundo preindustrial del siglo XVII, consiste en el capital acumulado.

Este capital está formado, en parte, por muchas cosas que parece mejor calificarlas de bienes de consumo duraderos: automóviles, frigoríficos, muebles, escuelas, academias, iglesias, bibliotecas, hospitales y, sobre todo, viviendas. Nunca en la historia humana se ha dispuesto de número suficiente de viviendas. Existe todavía una extraordinaria escasez en razón a las enormes destrucciones de la segunda guerra mundial y las demoras experimentadas por tal causa en la construcción. Pero incluso si fueran suficientes, desde un punto de vista puramente numérico, las mejoras cualitativas son posibles y deseables, sin limitación alguna, en todas, con la sola excepción de las más lujosas.

La otra parte del capital es la que podemos denominar capital propiamente dicho. Consiste en los instrumentos de producción, que comprenden desde la más rudimentaria hacha, cuchillo o arado, a la más complicada maquinaria, el mayor generador eléctrico o ciclotrón o la fábrica más maravillosamente equipada. Tampoco en este caso hay límite cuantitativo, y sobre todo cualitativo, para la expansión posible y deseable. No habrá un «exceso» de capital hasta que el país, menos desarrollado industrialmente aparezca tan bien equipado técnicamente como el más avanzado; hasta que nuestra más ineficiente fábrica sea equiparada a la que posea el equipo más reciente y perfecto; hasta que los más modernos instrumentos de producción hayan alcanzado un punto en que el ingenio humano sea incapaz de mejorarlos. Mientras estas metas no se alcancen, quedará ilimitado espacio para acumular más capital.

Ahora bien, ¿cómo puede ser «absorbido» el capital adicional? ¿Cómo puede ser pagado? Si es puesto aparte y ahorrado, se absorberá y pagará a sí mismo. Los empresarios lo invierten en nuevos instrumentos de producción, es decir, compran nuevas, mejores y más ingeniosas máquinas, porque reducen el costo de producción. Crean artículos que el trabajo manual, sin ayuda técnica, sería en absoluto incapaz de producir (entre ellos figuran hoy la gran mayoría de objetos que nos rodea: libros, máquinas de escribir, automóviles, locomotoras, puentes colgantes), o bien incrementan enormemente las cantidades que pueden producirse, o también (y esto no es sino decir lo que antecede en forma distinta) reducen los costos de producción por unidad. Y como no hay límite alguno asignable al grado de reducción de los costos de producción por unidad —hasta que todo pueda ser producido sin costo—, no existe tampoco para la cantidad de nuevo capital que pueda ser absorbido.

La constante reducción de los costos de producción unitarios originada por la adición de nuevo capital produce uno de estos dos efectos, cuando no ambos: reduce el precio de los artículos para el consumidor e incrementa los salarios de los trabajadores que disponen de nuevas máquinas, porque aumenta su capacidad productiva. Así,- una máquina nueva beneficia a la vez a quienes directamente la utilizan y a la gran masa de consumidores. En el caso de estos últimos, podemos decir que les proporciona más y mejores artículos por el mismo dinero, o lo que es igual, que incrementa sus ingresos reales. En el caso de los obreros que utilizan las nuevas máquinas, aumenta doblemente su salario real al incrementar también sus ingresos en efectivo. Un ejemplo típico nos lo proporciona la industria del automóvil. La de los Estados Unidos paga los salarios más altos del mundo e incluso los más elevados dentro del país. Sin embargo, los fabricantes de coches norteamericanos pueden competir con los del mundo, porque su costo por unidad es más bajo. Y su secreto radica en el hecho de que el capital empleado en fabricar automóviles americanos es mayor, por obrero y por automóvil, que en ninguna otra parte del mundo.

Sin embargo, hay quienes piensan que hemos alcanzado el final de este proceso (1) e incluso quienes consideran que aun cuando no haya sido alcanzado, el mundo comete una locura al seguir ahorrando y añadiendo nuevas reservas al capital acumulado.

(1) Para una refutación estadística de este error, consúltese G. Terborgh, The Bogey of Economic Maturity (1945).

No será difícil decidir, después del anterior análisis, quiénes son los verdaderos locos.

23. LA LECCIÓN EXPUESTA CON MAYOR CLARIDAD

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El objeto de la ciencia económica, como con tanta reiteración se ha expuesto, es percibir consecuencias secundarias. También lo es, naturalmente, prever consecuencias generales. Para ser breves, es la ciencia que calcula los resultados de determinada política económica, simplemente planeada o puesta en práctica, no sólo a corto plazo y en relación con algún grupo de intereses especiales, sino a la larga y en relación con el interés general de toda la colectividad.

Esta ha sido la lección que ha constituido el objeto específico del presente libro. Primeramente la expusimos en forma esquemática, completando ulteriormente su trazado con multitud de casos prácticos.

Sin embargo, a lo largo de estas concretas ilustraciones surgieron otras enseñanzas de tipo general, a las que convendría aludir ahora de modo más preciso.

A1 constatar que la economía es una ciencia que se preocupa de ponderar resultados futuros, debemos haber advertido que, al igual que ocurre con la lógica y las matemáticas, forma parte esencial de su objeto el percibir ineludibles deducciones racionales.

Cabe ilustrar lo anterior mediante una elemental ecuación algebraica Supongamos que x = 5, y que x + y = 12. La «solución» de esta ecuación será que y es igual a 7; pero esta ineludible deducción lógica se alcanza precisamente porque la ecuación nos dice que, en efecto, y es igual a 7. La ecuación no hace directamente tal afirmación; pero claramente se infiere de la conexión o ilación lógica latente en ella.

La verdad contenida en esta elemental ecuación reaparece en las más complicadas y abstrusas ecuaciones matemáticas. La solución se halla implícita en el enunciado del problema. Es cierto que el desarrollo de una ecuación puede exigir especial atención y no lo es menos que su solución causa, en ocasiones, maravillosa sorpresa a quienes lograron resolverla. Incluso puede producirles la impresión de haber realizado un nuevo descubrimiento—algo semejante a la emoción que experimenta el aficionado a la astronomía cuando «un nuevo planeta» atraviesa su campo visual—. Esta sensación de descubrimiento puede estar justificada, desde luego, por las consecuencias teóricas o prácticas de la solución hallada No obstante, la respuesta estaba implícita en el enunciado del problema, aun cuando no fuera posible a la mente aprehenderla inmediatamente. Pues, como las matemáticas constantemente nos recuerdan, las inferencias ineludibles no son necesariamente verdades de evidencia inmediata.

Todo esto es igualmente cierto por lo que respecta a la economía. En este aspecto, la ciencia económica podría compararse también a la ingeniería. Cuando un ingeniero se halla ante un problema, primeramente debe determinar todos los datos que guardan relación con el mismo. Si diseña un puente para unir dos puntos, deberá conocer, ante todo, la distancia exacta entre dichos puntos, la naturaleza topográfica del terreno, la carga máxima que habrá de soportar, la resistencia a la tensión y compresión del acero u otro material con el que vaya a construirlo, y las fuerzas y presiones a que habrá de estar sometido el puente una vez finalizado. Gran parte de esta información le ha sido facilitada por otras personas. También sus predecesores desarrollaron oportunamente complicadas ecuaciones matemáticas mediante las cuales, conociendo las características de los materiales y los esfuerzos exigidos, cabrá determinar el diámetro, forma, número y estructura de sus pilares, cables y vigas.

Del mismo modo, el economista, al enfrentarse con un problema práctico, debe conocer tanto los datos esenciales de su planteamiento como las deducciones válidas que pueden inferirse lógicamente. En la ciencia económica, el dominio del aspecto deductivo es tan importante como el conocimiento adecuado de los hechos que se contemplan. Podemos decir de él lo que Santayana afirmó refiriéndose a la lógica (igualmente aplicable a las matemáticas), que «señala la irradiación de la verdad» de tal suerte que «cuando se conoce el contenido fáctico de uno de los términos de una proposición lógica, la totalidad del sistema ligado a este término se vuelve, por así decirlo, luminosa» (1).

(1) G. Santayana, The Realm of Trath (1938), pág. 16.

Ahora bien, pocas son las personas capaces de percibir las deducciones que ineludiblemente se infieren de las afirmaciones de carácter económico que constantemente formulan. Cuando dicen que el camino para la salvación económica es aquel que conduce al incremento del «crédito», equivale a afirmar que la solución del problema económico consiste en incrementar las deudas; ambas manifestaciones no son más que denominaciones diferentes del mismo proceso visto desde ángulos opuestos. Cuando aseguran que el secreto de la propiedad radica en el incremento de los precios agrícolas es como si insinuaran que para alcanzar la prosperidad precisa encarecer los alimentos de] obrero urbano. Cuando afirman que el medio de impulsar la riqueza nacional consiste en prodigar la ayuda estatal, en realidad es como si proclamaran que el medio más idóneo de alcanzar tal riqueza consiste en aumentar las cargas fiscales. Cuando convierten el incremento de las exportaciones en uno de sus principales objetivos, la mayor parte de ellos no perciben que en definitiva su objetivo equivale necesariamente al aumento de las .importaciones. Cuando afirman que en cualquier supuesto el éxito de la recuperación lo encontraremos en el aumento de los salarios, tan sólo han conseguido descubrir otra manera de proclamar que la recuperación económica se cifra, según ellos, en el incremento de los costos de producción.

Esto no implica que la propuesta original haya de ser necesariamente dañosa bajo cualquier circunstancia, porque, al igual que la moneda, tenga su lado opuesto, o porque la propuesta a la que realmente equivale o su auténtica denominación nos parezcan menos atractivas. Puede haber ocasiones en que un aumento de las deudas carezca de importancia si se le compara con el beneficio proporcionado por los fondos anticipados; cuando es imprescindible una subvención estatal para lograr cierto objetivo provechoso para la colectividad; cuando determinada industria puede permitirse un incremento en los costos de producción, etc. Pero debemos asegurarnos en cada caso de que se consideró atentamente el anverso y el reverso de la moneda y se tuvieron en cuenta todas las repercusiones, favorables y adversas, de cada propuesta. Y esto se hace muy raras veces.

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E1 análisis de los casos prácticos ofrecidos nos proporcionó otra lección incidental. Su contenido es el siguiente: al estudiar los resultados de diversas medidas económicas propuestas, no meramente a corto plazo y en relación con determinado grupo de intereses, sino a la larga y en relación con toda la colectividad, las conclusiones que alcanzamos coinciden de ordinario con las que nos brinda el sentido común no adulterado. A nadie que no esté familiarizado con la superficial cultura económica reinante se le ocurrirá pensar que la rotura de escaparates o la destrucción de ciudades es cosa deseable; que el crear obras públicas inútiles no sea otra cosa que despilfarro, que sea peligroso permitir que legiones de hombres inactivos se reintegren al trabajo; que las máquinas incrementadoras de la producción de riqueza y economizadoras de esfuerzo humano sean algo dañoso; que los obstáculos opuestos a la libre producción y libre consumo aumenten la riqueza; que una nación pueda acrecentar su fortuna obligando a otras naciones a adquirir sus mercancías por menos de lo que cuesta producirlas; que el ahorro sea una estupidez o una perversidad y que el despilfarro conduzca a la prosperidad.

«Lo que en la conducta de cualquier familia es prudencia—afirmaba el recio sentido común de Adam Smith, replicando a los sofistas de su tiempo—difícilmente puede ser locura en el gobierno de un gran reino.» Pero las mentes menos privilegiadas se turban ante las complicaciones. No se detienen a examinar de nuevo sus razonamientos, aun cuando les conduzcan al absurdo. El lector, de acuerdo con sus creencias, aceptará o no el aforismo de Bacon, según el cual «un poco de filosofía inclina la mente humana al ateísmo, pero una filosofía profunda condúcele a la religión». Ahora bien, es innegable que el conocimiento superficial de la economía puede llevar fácilmente a las paradójicas y descabelladas conclusiones que anteriormente hemos reiterado, en tanto que un estudio más riguroso devuelve el sentido común a los que reflexionan sobre asuntos económicos. Calar más hondo obliga a tener presentes todas las consecuencias de una determinada política en vez de limitarse a considerar aquellas inmediatamente visibles.

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En el curso de nuestro estudio hemos vuelto a descubrir también un antiguo amigo, el Hombre Olvidado, de William Graham Sumner. E1 lector recordará que en el ensayo de Sumner, aparecido en 1883:

«... tan pronto como A observa algo que le parece una injusticia y cuyas consecuencias súfrelas X, consulta con B y ambos propugnan se apruebe una ley destinada a remediar el mal y a ayudar a X. Su ley siempre persigue determinar lo que C debe hacer por X o, en el mejor de los casos, lo que A, B y C deben hacer por X.... Lo que deseo es llamar la atención sobre C.... Le llamo el Hombre Olvidado. ... Es el hombre en quien nunca se piensa. Es víctima de reformadores, especuladores sociales y filántropos y espero demostrarles a ustedes antes de terminar que merece nos preocupemos de él, tanto por su personalidad como por las muchas cargas que ha de soportar.»

Es una ironía histórica el que cuando esta frase —el Hombre Olvidado— fue resucitada en el cuarto decenio del presente siglo fuese aplicada no a C, sino a X, y sin embargo, C, a quien entonces se pedía mantuviese mayor número todavía de individuos X, se hallaba más olvidado que nunca. Es C, el Hombre 0lvidado, a quien siempre se recurre para que restañe el corazón sangrante del político demagogo, al objeto de que pague las consecuencias de su hipócrita generosidad.

No sería completa la exposición de nuestra lección si antes de abandonarla dejásemos de señalar que el sofisma fundamental del que nos hemos venido ocupando no surge accidentalmente. En realidad es un resultado casi ineludible de la división del trabajo.

En una comunidad primitiva o entre pioneros, antes de que aparezca la división del trabajo, el hombre labora únicamente para sí mismo o para sus familiares más cercanos. Lo que consume es idéntico a lo que produce. Existe siempre una conexión directa e inmediata entre su producción total y la satisfacción de sus necesidades.

Pero cuando se ha establecido una elaborada y compleja división del trabajo, esta conexión directa e inmediata deja de existir. Yo no produzco todas las cosas que consumo, sino quizá tan sólo una de ellas. Con los ingresos que obtengo de la producción de esta mercancía, o mediante la prestación de algún servicio, adquiero todo lo que necesito. Deseo que el precio de lo que compro sea bajo, pero me interesa que el precio de lo que fabrico o del servicio que presto sea elevado. Por consiguiente, aunque - quiero que haya abundancia de todo, me conviene que exista escasez del producto cuya venta constituye mi negocio. Cuanto mayor sea la escasez de la mercancía que ofrezco, en comparación con la oferta de todas las demás cosas, mayor será la recompensa que podré obtener por mis esfuerzos.

Esto no significa necesariamente que haya de limitar mis servicios o restringir mi producción. Si soy solamente uno entre muchos que se dedican a proporcionar esta mercancía o servicio v existe libre competencia en la rama de mi actividad, esta limitación individual no me compensaría. Si soy cosechero de trigo, pongamos por caso, desearé, por el contrario, que mi cosecha particular sea lo más grande posible. Y si me preocupo exclusivamente de mi bienestar material y carezco de escrúpulos humanitarios, también aspiraré a que la producción de los demás cosecheros de trigo sea lo más baja posible; desearé que haya escasez de trigo (y de cualquier otro producto alimenticio que pueda sustituirlo) al objeto de que mi cosecha particular pueda alcanzar el mayor precio posible.

Normalmente estos sentimientos egoístas no tendrán efecto alguno sobre la producción total del trigo. Dondequiera que haya competencia, en efecto, cada productor se ve obligado a desarrollar mayores esfuerzos para obtener de sus tierras la mayor cosecha posible. De esta suerte las fuerzas del egoísmo individual (para bien o para mal, más persistentes y poderosas que las del altruismo) son encauzadas hacia una máxima producción.

Pero si los cosecheros de trigo o cualquier otro grupo de productores pueden ponerse de acuerdo para eliminar la competencia y el Estado permite o estimula tal conducta, la situación cambia. Los cosecheros de trigo pueden persuadir al Gobierno —o mejor aún, a una organización mundial—para que fuerce a todos a reducir proporcionalmente la extensión de tierra dedicada al cultivo de trigo. De esta forma se originará la escasez y se conseguirá elevar el precio de la mercancía, y si la elevación del precio es proporcionalmente mayor que la reducción provocada en la producción, como bien pudiera ser, entonces los cosecheros de trigo habrán conseguido en conjunto considerables mejoras. Obtendrán más dinero y podrán comprar más cantidad de todo. Es cierto que los demás miembros de la colectividad saldrán perjudicados, por cuanto en igualdad de otras circunstancias todos deberán entregar más de lo que produzcan para obtener menos de lo que el cosechero de trigo ofrece. Ahora bien, la nación será más pobre; su mayor pobreza se cifrará en la cantidad de trigo no producido. Pero quienes sólo tienen presente a los cosecheros de trigo verán una ganancia, sin reparar en las pérdidas que sobradamente la contrarrestan.

Lo expuesto puede aplicarse igualmente a todos los sectores de la economía. Si debido a unas raras condiciones climatológicas se produce una súbita superproducción de naranjas, todos los consumidores se beneficiarán. E1 mundo se habrá enriquecido en la medida exacta en que se produce ese exceso de naranjas. E1 fruto se abaratará y en consecuencia los cultivadores de naranjas, como grupo, serán más pobres que antes, a menos que la mayor cantidad vendida compense o supere la pérdida ocasionada por la baja de precio. Ciertamente, si en tales circunstancias mi cosecha particular de naranjas no es mayor que de ordinario, es seguro que habré de sufrir pérdidas como consecuencia del precio más bajo provocado por la abundancia general.

Lo puesto de manifiesto anteriormente en relación con los cambios experimentados en la oferta es igualmente aplicable a las fluctuaciones provocadas en la demanda por los adelantos y perfeccionamientos de la técnica o sencillamente por haberse alterado las apetencias de los consumidores. Una nueva máquina desmotadora de algodón, aun cuando pueda reducir el costo de camisas y prendas de uso interior fabricadas con esa fibra e incrementar de ese modo la riqueza general, provocará ineludiblemente el paro de millares de braceros. Una nueva máquina textil que fabrique la tela a un ritmo más rápido, hará improductivas miles de máquinas antiguas, desvalorizando la mayor parte del capital invertido en ellas y empobreciendo a sus proveedores. La aplicación de la energía atómica a usos pacíficos e industriales, ansiosamente esperada por casi toda la humanidad, que pone en ella sus mejores ilusiones, es algo que inquieta a los propietarios de minas de carbón o pozos petrolíferos.

Así como no hay perfeccionamiento técnico que no resulte lesivo para los intereses de algún grupo determinado, todo cambio experimentado en los gustos o costumbres públicas, aun cuando se traduzca en una mejora moral o estética, causa daño a alguien. Una mayor sobriedad en la bebida ocasionaría el cierre de miles de tabernas y bares. La decadencia del juego forzaría a croupiers y preparadores de caballos de carreras a buscar ocupaciones más productivas. La rígida observancia de la castidad masculina arruinaría la más antigua profesión del mundo.

Pero no son los que deliberadamente explotan los vicios humanos quienes habrían de soportar de modo exclusivo las consecuencias de un súbito mejoramiento de la moral pública. Entre los más perjudicados estarían precisamente aquellos cuya actividad es mejorar esa moral. Los predicadores tendrían menos cosas de qué lamentarse; los reformadores perderían su causa: la demanda de sus servicios y los donativos para su sostenimiento declinarían. Si no hubiese criminales, necesitaríamos menos abogados, menos jueces y bomberos, ningún carcelero, ni cerrajero, ni siquiera policía, como no fuera para servicios tales como la ordenación del tráfico.

Bajo un sistema de división del trabajo, en una palabra, es difícil imaginar la satisfacción más perfecta de cualquier necesidad humana que no perjudique, al menos temporalmente, a alguna de las personas que realizaron inversiones o trabajosamente adquirieron la habilidad necesaria para poder atenderla. Si el progreso fuese completamente uniforme en todas las esferas, este antagonismo entre los intereses de toda la comunidad y del grupo especializado no presentaría, si es que llegaba a aflorar siquiera, ningún serio problema. Si en el mismo año en que aumentase la cosecha mundial de trigo se incrementara en idéntica proporción mi propia cosecha; si la cosecha de naranjas y de todos los demás productos agrícolas aumentasen proporcionalmente, y si la producción de todos los artículos industriales mejorara también y su costo por unidad disminuyera, en tal caso yo, como cosechero de trigo, no sufriría daños porque la producción de trigo se hubiese incrementado. E1 precio que yo obtenía por bushel de trigo podría disminuir. La suma total que esperaba de mi mayor producción podría declinar. Pero si, debido al aumento de la oferta en general, yo podía comprar también los productos de los demás a precios más baratos, no tendría motivo real de queja. Si el precio de las demás cosas disminuyera exactamente en la misma proporción que el de mi trigo, mi situación mejoraría en proporción exacta a mi total producción incrementada; cada cual se beneficiaría de igual modo proporcionalmente a la mayor oferta de productos y servicios.

Ahora bien, el progreso económico nunca ha tenido lugar y probablemente nunca se realizará de forma completamente uniforme. Hoy se produce un avance en tal rama de la producción y más tarde en otra. Si se registra un súbito incremento en la oferta del objeto a cuya producción contribuyo, o si una nueva invención o descubrimiento hace innecesario lo que produzco, lo que para el mundo supone una ganancia, para mí y para el grupo productor al que pertenezco implica una tragedia.

Corrientemente, la difusa ganancia de una oferta mayor o un nuevo descubrimiento impresiona menos al observador desinteresado que la pérdida concentrada. E1 hecho de que haya más café y disminuya su precio para el público es algo en lo que no se repara; lo que se ve es un grupo de cultivadores incapaz de subsistir con ese precio bajo. La mayor producción de zapatos a costo inferior, merced a la nueva máquina, es asunto olvidado; lo que llama la atención son los hombres y mujeres que han quedado sin trabajo. Es natural e incluso esencial para la plena comprensión del problema, que se reconozcan los perjuicios de tales sectores y se intente remediarlos en lo posible buscando la manera de que parte de las ganancias derivadas del progreso técnico se apliquen a ayudar a sus víctimas a encontrar una actividad productiva en cualquier otro sector.

Nunca será solución reducir arbitrariamente la oferta, impedir el progreso técnico o procurar que las gentes continúen prestando servicios carentes de utilidad. Sin embargo esto es lo que se ha tratado de hacer una y otra vez mediante las barreras aduaneras, la destrucción de la maquinaria, la quema del café y otras mil métodos restrictivos de la producción y del intercambio comercial. Esta es la insensata doctrina de pretender enriquecerse a través de la escasez.

Esta doctrina puede ser cierta, por desgracia, desde el punto de vista particular de algún determinado sector económico; siempre que esté a su alcance provocar la escasez de la mercancía que produce y vende en el mercado y en tanto se mantenga abundante la oferta de las demás mercancías que compra. Ahora bien, si atendemos al interés general de toda la colectividad, es siempre dañosa. Jamás podría aplicarse a un tiempo en todas las diversas actividades y sectores de la producción, ya que ello equivaldría al suicidio económico.

Esta es nuestra lección, expuesta en términos generales. Muchas de las conclusiones que se derivan de prestar atención tan sólo a un determinado grupo de intereses económicos resultan ilusorias al contrastarlas con el interés general de la comunidad, no ya como productores, sino como consumidores.

Examinar los problemas en su integridad y no fragmentariamente: tal es la meta de la ciencia económica.