10. ¿A QUIEN «PROTEGEN» LOS ARANCELES?

1

La mera enumeración de la política económica seguida por los gobiernos de todo el mundo bastaría para sembrar la inquietud en cualquier investigador serio de la ciencia económica. ¿Qué finalidad puede tener —preguntaría probablemente— discutir los progresos y perfeccionamientos realizados por la moderna investigación económica, cuando ni la opinión pública ni la política practicada por los gobiernos han alcanzado todavía, en lo que atañe a las relaciones internacionales, las enseñanzas de Adam Smith? Porque la actual política comercial y arancelaria no sólo es tan perniciosa como las de los siglos XVII y XVIII, sino incomparablemente peor. Es más, los razonamientos desarrollados en apoyo de los aranceles y otras restricciones del tráfico mercantil internacional, reales o ficticios, en nada difieren de los de entonces.

En los 175 años transcurridos desde la aparición de La riqueza de las naciones, los argumentos aducidos en favor del libre cambio han sido expuestos miles de veces, pero nunca quizá con más fuerza de convicción ni mayor sencillez que en aquel libro. En general, Smith fundaba su defensa del librecambio en este postulado básico: «En todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más barato.» «E1 supuesto es tan evidente —continuaba Smith— que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad.»

Desde otro ángulo, consideraba el liberalismo como un aspecto de la especialización en el trabajo: «Constituye norma de conducta de todo cabeza de familia prudente no intentar nunca hacer en casa lo que comprado resultaría más económico. E1 sastre no pretende hacer sus propios zapatos. E1 zapatero no trata de confeccionar sus propios trajes, sino que los adquiere del sastre. E1 agricultor no intenta hacer lo uno ni lo otro, sino que utiliza los servicios de ambos artesanos. Todos estiman preferible dedicarse por completo a la actividad en que poseen alguna ventaja sobre sus vecinos y con una parte de su producto, o, lo que es igual, con el precio obtenido, comprar cualquier cosa que necesiten. Lo que se considera norma prudente de conducta en las familias, difícilmente puede ser calificado de locura en el Gobierno de un gran reino.»

Pero, ¿qué indujo a las gentes a suponer que lo que constituye prudencia en la conducta de las familias deja de serlo en el Gobierno de un gran reino? Una tupida red de falacias, en cuyas mallas se debate todavía impotente la humanidad. Y la más destacada entre ellas ha sido siempre el sofisma central de que se ocupa este libro: prestar atención únicamente a los efectos inmediatos del arancel sobre determinados grupos, sin reparar en los efectos a largo plazo sobre toda la colectividad.

Un fabricante americano de jerseys de lana se presenta en el Congreso o en el Departamento de Estado e informa a la comisión o jefe administrativo correspondiente que la supresión o reducción del arancel que grava la importación de jerseys ingleses equivaldría a una catástrofe económica nacional. En la actualidad se venden los jerseys a 15 dólares, pero los fabricantes ingleses podrían venderlos en América, de la misma calidad, por 10 dólares. Por lo tanto, para poder continuar su negocio son indispensables unos derechos arancelarios de cinco dólares que graven los jerseys importados. Naturalmente, no piensa sólo en sí mismo, sino en los miles de hombres y mujeres a quienes emplea y en las personas a las que el poder de compra de sus empleados proporciona, a su vez, trabajo. Expulsarles de su tarea originará paro y un descenso en el poder adquisitivo que se irá extendiendo en círculos cada vez más amplios. Y si puede demostrar que la supresión o reducción del arancel le obligaría realmente a cesar en el negocio, el Congreso considerará conveniente su argumentación para que tal medida no sea adoptada.

Una vez más, el sofisma proviene de prestar atención únicamente a un solo fabricante y sus empleados o a la industria americana de jerseys; de tomar en consideración tan sólo las consecuencias que inmediatamente saltan a la vista y pasar por alto las que no son perceptibles precisamente porque se ha destruido la oportunidad de que se produjeran.

Aquellos que de manera interesada presionan por obtener medidas arancelarias protectoras aducen continuamente argumentos que no se ajustan a la realidad. Pero supongamos que en este caso concreto los hechos son tales como los expone el fabricante de jerseys. Supongamos que es necesario mantener una tarifa protectora de cinco dólares por pieza, para que su negocio siga próspero y continúe proporcionando trabajo a sus obreros.

Hemos elegido deliberadamente el ejemplo más desfavorable para la supresión de aranceles. Hemos dejado de lado, por el momento, los razonamientos aducidos en favor de la imposición de nuevos derechos que permitirán montar nuevas industrias y preferido comenzar rechazando la argumentación que pretende el mantenimiento de las tarifas que han creado ya una industria y que no pueden ser suprimidas sin lesionar los intereses de alguien.

Desaparece el arancel; el fabricante cierra su negocio; un millar de obreros son despedidos; resultan también perjudicados los comerciantes de quienes se surten. Tales son las consecuencias visibles inmediatamente. Pero se producen también otras que, aunque bastante más difíciles de percibir, no por ello son menos inmediatas y reales. Por el momento, los jerseys que antes costaban 15 dólares se compran ahora por 10. Los consumidores pueden de esta suerte adquirir jerseys de la misma calidad por menos dinero o de mejor clase por el mismo. Si compran la misma calidad. no sólo dispondrán del jersey, sino también de cinco dólares de que de otro modo carecerían y no podrían destinar a la adquisición de otros bienes. Mediante los 10 dólares que pagan por el jersey importado contribuyen—como sin duda predijo el fabricante americano—a proporcionar trabajo en la industria inglesa de géneros de punto. Con los cinco dólares ahorrados facilitan empleo a cierto número de otras industrias en los Estados Unidos.

Pero no es esto todo. Al comprar jerseys ingleses proveen a los británicos de dólares para adquirir, a su vez, en los Estados Unidos, productos norteamericanos. Este es, en realidad (si se me permite dejar a un lado complicaciones tales como el cambio multilateral, empréstitos, créditos, remesas de oro, etc., que no alteran el resultado final), el único medio que permitirá a los británicos emplear eventualmente aquellos dólares Porque les hemos permitido vendernos más, pueden ahora comprarnos más. Pronto o tarde se verán forzados a hacerlo, a menos que prefieran dejar perpetuamente inactivos sus saldos en dólares. De esta forma, por haber permitido la importación de un mayor volumen de mercancías, exportaremos mayor cantidad de productos americanos. Será menor el número de personas empleadas en la industria americana de jerseys, pero habrá aumentado el número de personas ocupadas en la fabricación de lavadoras o automóviles, por ejemplo, y éstas, sin duda, rendirán más. El empleo en los Estados Unidos en su totalidad no habrá experimentado descenso alguno, pero la producción norteamericana y británica habrá aumentado. En ambos países los obreros aplican ahora su actividad a aquellas producciones para las que se hallan mejor dotados, en lugar de tener que realizar otras labores en forma deficiente e ineficaz. Los consumidores de ambos países quedan beneficiados, pues les es posible adquirir libremente lo que necesiten donde más barato lo consiguen. Los consumidores americanos están mejor abastecidos de jerseys, y los británicos, de automóviles y lavadoras.

3

Examinemos ahora el caso inverso y consideremos el ejemplo de la imposición de un arancel. Supongamos que nunca quedó gravada la importación de géneros de punto; que los ciudadanos americanos estaban habituados a comprar jerseys extranjeros sin derechos de aduanas, y que en estas circunstancias sugiriera alguien que mediante la imposición de una tarifa aduanera de cinco dólares sobre los jerseys importados sería posible crear una industria del jersey en América.

E1 argumento, desde el punto de vista lógico, es correcto. E1 costo de los jerseys británicos para el consumidor norteamericano podría ser elevado tanto que nuestros fabricantes estimarían provechoso lanzarse a la producción de jerseys. Ahora bien, todo ello equivaldría a subvencionar la industria del jersey, subvención que forzosamente sería a cargo del consumidor norteamericano. Por cada jersey de fabricación americana adquirido veríase obligado a pagar un impuesto de cinco dólares en forma de sobreprecio, que sería recaudado directamente por la recién creada industria americana del jersey.

En la nueva industria hallarían empleo muchos ciudadanos americanos que nunca habían trabajado en esa rama de la producción. Absolutamente cierto. Pero no se conseguiría con ello incrementar el poderío industrial del país ni el número total de empleos existentes en el momento en que se adoptase aquella medida. E1 consumidor americano, después de verse obligado a pagar cinco dólares de más por un jersey de la misma calidad, dispondría de una cantidad menor equivalente para invertir en otros bienes. Se vería constreñido a reducir en cinco dólares sus adquisiciones en otros renglones. Para que una industria pudiera nacer o ser ampliada, cientos de otras habrían de decaer. Para que 20.000 personas pudiesen ser empleadas en la industria del jersey habría 20.000 empleados menos en otras ramas de la producción.

Ahora bien, la nueva industria sería visible. Resultaría fácil contar el número de sus empleados, el capital invertido o el valor comercial en dólares de sus productos. E1 vecindario contemplaría a diario la entrada y salida del personal obrero en las nuevas factorías. Los resultados serían patentes y directos. Incluso a la persona más versada en estadísticas le sería imposible determinar de modo preciso la extensión e intensidad con que el cese de aquellos empleos había repercutido sobre la economía general del país; conocer exactamente cuántos hombres y mujeres habían sido despedidos; la cuantía del volumen de negocio afectado en cada industria determinada, a causa de que los consumidores adquieren más caros los jerseys. Nadie sería capaz de conocer con certeza la forma en que cada consumidor habría invertido sus cinco dólares extra si se le hubiera permitido retenerlos. En consecuencia, una inmensa mayoría del público padecería la ilusión óptica de creer que el nacimiento de la nueva industria no habría supuesto sacrificio alguno a la colectividad.

4

Es importante hacer constar que el nuevo arancel no aumentaría los salarios en los Estados Unidos. Sin duda, permitiría a los obreros norteamericanos trabajar en la industria del jersey al nivel medio aproximado de los salarios nacionales (para trabajadores de su especialidad), en lugar de competir en esta industria con el nivel de salarios británicos. Pero como consecuencia de los derechos arancelarios no se registraría aumento de los salarios norteamericanos en general, porque, como ya vimos, no aumentaría ni el número de empleos, ni la demanda de mercancías, ni la productividad. En realidad, esta última se vería disminuida como consecuencia de las nuevas tarifas aduaneras.

Y esto muestra los verdaderos efectos de las barreras arancelarias; No se trata sólo de que los beneficios que aparentemente provocan quedan eliminados por pérdidas menos obvias, pero no menos reales. En definitiva se causa un daño a la economía general del país. Al contrario de lo que han sostenido siglos de interesada propaganda, favorecida por una intencionada equivocación de las gentes, los aranceles han reducido el nivel general de los salarios norteamericanos.

Observemos más atentamente cómo ocurre esto. Hemos visto que el sobreprecio que los consumidores pagan por un artículo protegido reduce en una suma igual su capacidad adquisitiva para comprar otros artículos. No se deriva de ello ganancia alguna para la industria del país considerada en su conjunto. Pero como resultado de tal barrera artificial levantada contra los productos extranjeros, el trabajo, el capital y la tierra son desviados de las producciones más rentables a otras que ofrecen menores perspectivas. Por lo tanto, como consecuencia de los obstáculos arancelarios, la productividad media del trabajo y del capital nacional queda reducida.

Si consideramos ahora el problema desde el punto de vista del consumidor, observaremos que puede adquirir tan sólo una menor cantidad de bienes con su dinero. Porque tiene que pagar un precio más elevado por los jerseys y otros artículos protegidos, habrá de destinar cantidades menores a otros bienes. La capacidad adquisitiva de los consumidores, en conjunto, quedará disminuida. El que en una determinada coyuntura económica la repercusión final del arancel provoque una baja de salarios o un alza de los precios dependerá de la política monetaria seguida en aquel momento. Pero es evidente que los aranceles —aunque pueden motivar el alza de los salarios en las industrias protegidas en relación al nivel que hubieran libremente alcanzado—reducen inexorablemente los salarios reales si consideramos todas las ocupaciones del país.

Sólo las mentes deformadas por generaciones de extraviada propaganda reputarán paradójica la conclusión ¿Qué otro resultado cabría esperar de una política económica que deliberadamente aplica los recursos de capital y mano de obra en inversiones de menor rentabilidad? ¿Qué otro resultado cabe esperar de la deliberada erección de obstáculos artificiales al libre tráfico mercantil?

No cabe negar que las barreras arancelarias producen idénticos efectos que las murallas de piedra y argamasa. No en vano los partidarios de la protección aduanera utilizan habitualmente un léxico guerrero. Hablan frecuentemente de «rechazar una invasión» de productos extranjeros. Y las medidas que sugieren en el orden económico conservan reminiscencias de las tácticas empleadas en los campos de batalla. Las barreras arancelarias levantadas para «contener» la temida invasión son semejantes a las defensas antitanques, atrincheramientos y alambradas construidos para detener o frenar el intento de invasión iniciado por un ejército extranjero.

Y del mismo modo que los ejércitos extranjeros se ven obligados a utilizar un equipo bélico más costoso para vencer aquellos obstáculos —tanques más modernos, detectores de minas, cuerpos de ingenieros zapadores para cortar alambradas, vadear ríos y construir puentes—, es preciso idear medios de tráfico más costosos y eficaces que permitan superar los obstáculos arancelarios. Por una parte, tratamos de reducir el costo del transporte entre Inglaterra y los Estados Unidos o entre éstos y el Canadá, construyendo barcos más rápidos y adecuados y mejores carreteras y puentes, locomotoras y camiones. Por otra, las ventajas conseguidas se desvanecen ante el obstáculo de las tarifas arancelarias, que hacen comercialmente más difícil que antes transportar las mercancías. Reducimos en un dólar el transporte por mar de los jerseys y seguidamente aumentamos en dos dólares el arancel para dificultar su desplazamiento. A1 limitar el volumen de la carga que puede ser transportada con beneficio, reducimos la rentabilidad de los capitales invertidos en medios de transporte más eficaces.

5

El arancel ha sido definido como un medio de beneficiar al productor a expensas del consumidor. Ello es correcto en un sentido. Los partidarios del arancel piensan solamente en los intereses de los fabricantes directamente beneficiados por los derechos de que se trata. Olvidan, desde luego, el interés del consumidor, al que directamente perjudica el pago de tales gravámenes. Pero es equivocado examinar el problema arancelario como si se tratase de un conflicto de intereses entre consumidores y fabricantes, considerados en su conjunto. Es cierto que los aranceles perjudican a todos los consumidores en cuanto tales. Pero es equivocado suponer que benefician a todos los fabricantes en cuanto tales. Por el contrario, como acabamos de ver, subvencionan a los fabricantes protegidos a expensas de todos los demás fabricantes americanos y particularmente de aquellos que poseen un mercado potencial de exportación más amplio.

Tal vez podamos aclarar más este último punto mediante un ejemplo un tanto exagerado. Supongamos que elevamos de tal modo nuestras barreras arancelarias que, convertidas en prohibitivas, el tráfico mercantil queda paralizado. Supongamos que, en su consecuencia, el precio de los jerseys en Norteamérica aumenta solamente cinco dólares. En tales circunstancias, los consumidores americanos, al tener que pagar cinco dólares más por jersey, gastarán, por término medio, cinco centavos menos en cien diferentes industrias americanas. (A1 dar estas cifras tan sólo pretendemos ilustrar el razonamiento. La distribución de las pérdidas no será, como es natural, simétrica. Además, la propia industria del jersey resultará perjudicada por la protección a otras industrias. Pero de tales complicaciones podemos prescindir por el momento.)

A1 ver totalmente suprimido su mercado en Norteamérica, las industrias extranjeras no dispondrán de dólares, y, por tanto, no podrán adquirir ni un solo producto norteamericano. En su consecuencia, las industrias americanas sufrirán unas pérdidas correspondientes al porcentaje que en sus ventas anteriores representaba la partida de bienes destinados a la exportación. Las más perjudicadas serán aquellas que mantienen habitualmente un comercio intenso con el exterior, tales como las del algodón, cobre, maquinaria agrícola o las de máquinas de coser y escribir.

Una elevación en los aranceles que, sin embargo no llegue a ser prohibitiva, provocará efectos análogos, pero en grado más atenuado.

Por tanto, los aranceles alteran fundamentalmente la estructura de la producción. Modifican el número y clases de ocupaciones y la importancia relativa de cada industria. Facilitan la expansión de aquellas que ofrecen escasas perspectivas de rentabilidad y restringen otras más eficientes. E1 resultado final, por consiguiente, consiste en enervar la productividad de la industria norteamericana y la de aquellos países con los que, en otro caso, habríamos comerciado más intensamente.

A la larga, y no obstante el cúmulo de argumentos a favor y en contra, los aranceles carecen de relevancia en orden al problema del empleo. (Es cierto, sin embargo, que la súbita elevación o reducción de tarifas, al introducir modificaciones en la estructura de la producción, puede crear un paro temporal e incluso, en determinadas circunstancias, una depresión.) Pero sí la tienen en orden al problema de los salarios. A la larga reducen los salarios reales al disminuir la eficiencia marginal del trabajo, la producción y la riqueza.

De lo expuesto se desprende que todas las falacias tejidas en torno al problema de los aranceles arrancan del sofisma central que analiza este libro. Son el resultado de prestar solamente atención a los efectos inmediatos de una tarifa particular sobre determinado grupo de fabricantes, olvidando los efectos a largo plazo sobre la totalidad de los consumidores y sobre todos los demás productores. (Oigo a algún lector preguntar: «¿Por qué no se resuelve el problema concediendo protección aduanera a todos los fabricantes?». La falacia, en tal supuesto, consistiría en que la medida no puede beneficiar de manera uniforme a todos los fabricantes y de ningún modo a aquellos que en las actuales circunstancias compiten ventajosamente en los mercados del exterior. La diversión provocada en el poder adquisitivo perjudicaría necesariamente a estos fabricantes más eficientes.)

6

En relación con el problema de los aranceles, debemos tener muy presente la siguiente advertencia final. Análoga, por cierto, a la que expusimos al tratar de la posible aparición de desempleo por la introducción de nueva maquinaria. Es inútil pretender negar que el arancel beneficia 3 puede beneficiar—a determinados grupos de intereses económicos. Desde luego, los beneficia; pero lo hace a expensas de todos los demás. Si una determinada industria pudiese disfrutar de protección arancelaria, mientras sus obreros gozan de las ventajas del libre cambio en la adquisición de productos, indudablemente saldría beneficiada la industria en cuestión incluso a la larga. Ahora bien, cuando se intenta extender tal situación privilegiada a otras industrias, los protegidos en primer lugar, empresarios o empleados, empiezan a sufrir en razón a la protección dispensada a los demás, pudiendo incluso hallarse peor que si nadie hubiera sido protegido.

No existe razón para negar, como con tanta frecuencia han hecho los entusiastas del librecambio, que los aranceles puedan beneficiar a determinados grupos económicos. Tampoco cabe pretender, por ejemplo, que una reducción de las tarifas beneficiaría a todos, sin perjudicar a nadie. A1 practicar balance de los efectos producidos por una minoración del arancel comprobaríamos, sin duda, que el país, en conjunto, saldría beneficiado Pero alguien quedaría perjudicado; sin duda, aquellos grupos que habían gozado de una situación privilegiada. Esta es una de las razones por las que debe empezarse por no crear tales intereses protegidos. Pero la claridad y sinceridad de la argumentación obligan a reconocer que algunas industrias tienen razón cuando aseguran que una modificación del aranceles de sus productos les obligaría a cesar en el negocios y a despedir a sus obreros (al menos, temporalmente). Y si se trata de obreros especializados pueden incluso ser perjudicados de un modo permanente, o al menos en tanto no adquieran otra especialidad técnica igualmente valorada por el mercado. A1 investigar los efectos del mecanismo arancelario, como al analizar las consecuencias de la introducción de nueva maquinaria, hemos de esforzarnos en prever todos los efectos importantes, tanto inmediatos como a largo plazo, sobre todos los sectores de la economía nacional.

Como colofón a este capítulo, debo añadir que la argumentación en él contenida no va dirigida contra todos los aranceles de forma que parezcan incluidos los derechos recaudados principalmente con carácter de impuestos o para mantener activas industrias vitales para la defensa nacional; ni se dirige contra todos los razonamientos aducidos en favor de los aranceles. La dialéctica empleada ataca directamente al sofisma según el cual las tarifas arancelarias, en definitiva, «proporcionan empleo», «aumentan los salarios» o «protegen el nivel de vida norteamericano». Para nada de esto sirven, y en lo que se refiere a salarios y nivel de vida sus efectos son, sencillamente, contraproducentes. Pero el estudio de las tarifas arancelarias como mecanismo establecido para recaudar ingresos, traspasaría los límites señalados a esta obra.

Tampoco necesitamos analizar aquí las consecuencias que se derivan de los cupos de importación, control de divisas, cambios bilaterales y otros procedimientos ideados con miras a restringir, desviar o impedir el comercio internacional. Tales medidas equivalen, en general, a aranceles elevados o prohibitivos y producen los mismos e incluso, en ocasiones, peores efectos. Presentan múltiples facetas que suscitan problemas complejos, pero, en definitiva, puede aplicárseles el mismo razonamiento empleado al tratar de las barreras arancelarias.

11. EL AFÁN DE EXPORTAR

E1 ansia enfermiza de exportar que experimentan todas las naciones se halla superada tan sólo por el temor, no menos morboso, a las importaciones. Lógicamente, sin embargo, no puede darse nada más incoherente. Las importaciones y las exportaciones han de igualarse, necesariamente, a la larga (consideradas ambas en el sentido más amplio, que incluye partidas «invisibles», tales como. los ingresos derivados del turismo y fletes marítimos). Las exportaciones pagan las importaciones y viceversa. Cuanto mayores sean nuestras exportaciones, tanto mayores deberán ser también nuestras importaciones, si es que aspiramos a percibir el precio de las primeras. Cuanto más reducidas sean nuestras importaciones, menos conseguiremos exportar. Sin importaciones no podemos exportar, pues los países extranjeros carecerán de los fondos necesarios para hacer pagar nuestras mercancías. Cuando decidimos disminuir nuestras importaciones estamos de hecho decidiendo también la reducción de nuestras exportaciones. Cuando decidimos aumentar éstas, decidimos también incrementar aquéllas.

Las razones que lo explican son elementales. El exportador norteamericano vende sus mercancías al importador británico y recibe libras esterlinas en pago. No puede, sin embargo, utilizar las libras para pagar los salarios de sus empleados, o para comprar los vestidos de su mujer, o las localidades de un espectáculo. Para todo ello precisa dólares. Por tanto, sus libras no le ofrecen utilidad, a menos que directamente las aplique a la adquisición de mercancías británicas o las ceda a algún importador que desee hacerlo. En cualquier caso, la transacción no quedará completada hasta que las exportaciones norteamericanas hayan sido compensadas por unas importaciones equivalentes.

Si la transacción se hubiera llevado a cabo en dólares en vez de libras, la situación sería la misma. E1 importador británico no puede pagar en dólares al exportador americano, a menos que algún exportador británico hubiera acumulado previamente en Estados Unidos un crédito en dólares, producto de una venta anterior. E1 cambio extranjero, en resumen, es una operación de clearing que permite liquidar las deudas en dólares contraídas por los extranjeros contra sus créditos en dólares, y en Inglaterra las deudas contraídas por los extranjeros en libras son canceladas contra sus créditos en esterlinas.

No existe razón para entrar en los detalles técnicos, que pueden encontrarse en cualquier buen texto sobre cambio internacional. Debemos destacar, no obstante, que la materia no encierra ningún secreto ( pese a] misterio en que con tanta frecuencia aparece envuelta), y que no difiere esencialmente de lo que ocurre en el comercio interior. Todos hemos de vender algo, la mayoría nuestros propios servicios en lugar de mercancías, para alcanzar la posibilidad de comprar. E1 comercio interior se desarrolla también, en su mayor parte, mediante el cruce de cheques y otros instrumentos de crédito a través de las cámaras de compensación bancaria.

Es cierto que bajo la vigencia internacional del patrón oro, las diferencias en la balanza de importaciones son a veces saldadas mediante remesas de oro. Pero del mismo modo podrían saldarse mediante envíos de algodón, acero, whisky, perfumes o cualquier otra mercancía. La principal diferencia estriba en que la demanda de oro es prácticamente ilimitada (en parte, porque se considera y acepta más bien como una «moneda» internacional de carácter residual que como una especie de mercancía), y en que las naciones no oponen obstáculos artificiales a la entrada de oro, contrariamente a lo que sucede respecto a todos los demás bienes. (Por otra parte, en los últimos años han comenzado a restringir la «exportación» de oro en mayor grado que cualquier otro producto, pero trátase de una cuestión que no guarda relación con el problema que nos ocupa.)

Las mismas personas capaces de razonar con claridad y sensatez cuando el tema se refiere al comercio interior se muestran increíblemente apasionadas y torpes cuando se trata del comercio exterior. En este último campo, propugnan y aceptan con toda seriedad principios que considerarían absurdo aplicar al comercio interior del país. Un ejemplo típico es la creencia de que el Gobierno, para incrementar las exportaciones, debe conceder empréstitos gigantescos a otros países, sin preocuparse demasiado si tales créditos serán o no reembolsados.

Los ciudadanos norteamericanos deben, sin duda, ser autorizados para prestar sus fondos en el exterior a su propio riesgo. E1 Gobierno no debe obstaculizar arbitrariamente la concesión de préstamos privados a aquellos países con los que mantenemos relaciones pacíficas. Debemos otorgar generosamente nuestro apoyo, por simples impulsos humanitarios, a los países que se debaten ante grandes dificultades o están en peligro de morir de hambre. Pero debemos conocer siempre claramente el alcance y significado de nuestro actuar. No es sensato practicar la cantidad con otros pueblos bajo el supuesto de que se está llevando a cabo una hábil transacción comercial, con fines puramente egoístas. Esto tan sólo conduce, a la larga, a suscitar mutuas incomprensiones y a empeorar nuestras relaciones con aquellos países.

Ahora bien, entre los argumentos esgrimidos en orden a facilitar grandes empréstitos exteriores, se tropieza con una falacia que ocupa siempre lugar destacado. Suele ser planteada como sigue: Incluso suponiendo que la mitad (o la totalidad) de los créditos concedidos a otros países resultaran impagados, el nuestro quedaría beneficiado en razón del enorme impulso que recibirían nuestras exportaciones.

Deberían comprender inmediatamente quienes así razonan que si los créditos concedidos a otros países para que puedan comprar nuestros productos no son reintegrados, lo que en realidad estamos haciendo es regalarlos. Y ninguna nación puede enriquecerse donando graciosamente sus productos. Por tal camino sólo conseguiría empobrecerse.

Nadie pone en duda la evidencia de cuanto antecede, tratándose de empresas privadas. Si una industria automovilística concede un préstamo de 1 000 dólares a un particular para que compre un automóvil valorado en esa cantidad y el préstamo no es devuelto, la empresa en nada se habrá beneficiado por haber «vendido» el coche. Habrá perdido, sencillamente, el importe de lo que costó fabricarlo. Si tal costo se cifró en 900 dólares y sólo es devuelta la mitad del préstamo, la empresa ha perdido 900 dólares menos 500, o sea un total neto de 400 dólares. No ha ganado en la operación lo que perdió como consecuencia del crédito malogrado.

Si la proposición es tan sencilla cuando se aplica a una empresa privada, ¿por qué razón personas aparentemente sensatas se muestran confusas cuando es aplicada a una nación? El motivo se halla en el mayor esfuerzo mental requerido para seguir el curso de la operación a través de todas sus fases. Un sector determinado puede, acaso, obtener beneficios a lo largo del proceso; pero el resto de nosotros habríamos finalmente de soportar las pérdidas.

Es cierto, por ejemplo, que las personas dedicadas exclusiva o principalmente a negocios de exportación pueden obtener ganancias como resultado de empréstitos frustrados otorgados al extranjero. La pérdida experimentada por la nación, aunque cierta, queda de tal forma distribuida, que resulta difícil de apreciar. E1 prestamista privado soporta directamente las pérdidas en tanto que las derivadas de los empréstitos gubernamentales son, en definitiva, pagadas mediante aumentos en la imposición fiscal, soportados por toda la población. Es más, como consecuencia de estas pérdidas directas, se originan otras muchas indirectas consecuencia del impacto de las primeras sobre la economía nacional.

A la larga, aquellos empréstitos estatales no reembolsados, en lugar de producir beneficios, provocarían efectos dañosos para el comercio y el número total de empleos en Norteamérica. Por cada dólar de más que los compradores extranjeros tienen para adquirir mercancías norteamericanas, los compradores nacionales disponen, en última instancia, de un dólar menos para sus inversiones en el mercado interior. Los negociantes dedicados al comercio interior saldrían perjudicados a la larga, en la misma proporción en que resultarían beneficiados los exportadores. Incluso muchas empresas dedicadas a negocios de exportación saldrían perjudicadas en definitiva. Las industrias del automóvil norteamericanas, por ejemplo, vendían antes de la guerra, aproximadamente, un 10 por 100 de su producción en el mercado exterior. De nada les valdría duplicar sus ventas en el extranjero como resultado de empréstitos estatales fallidos si con ello perdían, pongamos por caso, un 20 por 100 de sus ventas en el mercado interior, a consecuencia del aumento de los impuestos ocasionados por los créditos extranjeros.

Esto no significa, repito, que deba descartarse conceder créditos al exterior, sino simplemente que no podemos enriquecernos si tales empréstitos no se hallan garantizados.

Por la misma razón que es estúpido facilitar un falso estímulo al comercio de exportación mediante dádivas o créditos sin retorno a otros países" es también absurdo crear un falso estímulo al comercio exterior por medio de subsidios a las exportaciones. Mejor que repetir la mayor parte de los anteriores argumentos estimo preferible dejar que el lector deduzca por si mismo las consecuencias que se producen de la subvención a las exportaciones, ateniéndose a la pauta marcada al examinar los resultados de los empréstitos antieconómicos Los subsidios a las exportaciones constituyen un caso claro de dar algo a un extranjero a cambio de nada, al venderle mercancías por un precio inferior a su costo. Es otro ejemplo de tratar de enriquecerse regalando las cosas.

Empréstitos antieconómicos y subsidios a la exportación son ejemplos adicionales del error de tomar en consideración tan sólo las consecuencias inmediatas de una política sobre determinados sectores, sin tener en cuenta, por falta de paciencia o inteligencia, los efectos a largo plazo de tal política sobre toda la colectividad.

12. EL ARGUMENTO DE LA «PARIDAD» DE PRECIOS

1

Cada sector de intereses especiales puede, como nos recuerda la historia de los aranceles, discurrir la argumentación más ingeniosa para obtener singulares ventajas. Sus portavoces articulan planes que les favorecen, y al principio parecen tan absurdos que los escritores independientes no se molestan en rebatirlos. Pero los interesados tenazmente insisten en sus proyectos. Su aprobación les ocasionaría un beneficio inmediato tan grande que pueden permitirse el contratar los servicios de hábiles economistas y «expertos en relaciones públicas» para que los perfilen y propaguen. El público escucha los argumentos reiterados una y otra vez, y acompañados por tal profusión de elocuentes estadísticas, diagramas, curvas gráficas y falsas promesas, que acaba por quedar convencido. Cuando, finalmente, los escritores independientes advierten que existe un peligro real de que los planes se lleven a efecto, suele ser demasiado tarde. No pueden, en unas pocas semanas, conocer el tema tan profundamente como los cerebros sobornados que vinieron dedicándole todo su tiempo durante años; se les acusa de carecer de suficiente información y en realidad presentan el aspecto de hombres que pretenden discutir axiomas.

Lo expuesto anteriormente es aplicable, en general, a la idea de los precios de «partida» para los productos agrícolas. No recuerdo el día en que por vez primera apareció esta cuestión en un proyecto de ley; pero con el advenimiento del NW Dela, en 1933, se convirtió en un principio definitivamente aceptado y consagrado por el derecho, y año tras año, tal como fueron manifestándose, los absurdos corolarios de este principio pasaron también a convertirse en leyes.

El argumento en favor de los precios de paridad se formula generalmente como sigue: la agricultura es la más importante y básica de todas las industrias. Debe ser mantenida floreciente a toda costa. Además, la prosperidad en general depende de la prosperidad del agricultor. Si carece del suficiente poder adquisitivo para comprar los productos fabricados por la industria, la industria languidece. Esta fue la causa de la depresión económica del año 1929, o al menos de nuestra impotencia para remontarla. Los precios de los productos agrícolas cayeron bruscamente, mientras que los de los productos industriales disminuyeron en muy escasa medida. El resultado fue que el campesino no pudo comprar los productos industriales; los trabajadores urbanos fueron despedidos y no pudieron ya adquirir productos agrícolas, extendiéndose la depresión en círculos viciosos cada vez más amplios. Sólo había un remedio y bien sencillo: devolver a los precios de los productos agrícolas su antigua «paridad» con los precios de los bienes manufacturados que el agricultor compra. Esta paridad existió en el período de tiempo comprendido entre los años 1909 y 1914, cuando los agricultores conocieron la prosperidad. La relación de precios debería ser establecida y preservada perpetuamente.

Sería demasiado extenso y nos llevaría más allá de nuestro objetivo primordial examinar todos los absurdos que se encierran en este razonamiento aparentemente convincente. No existe ningún motivo racional que nos obligue a adoptar determinado nivel general de precios que prevaleció en un año o período determinado y reputarlo como algo sagrado o necesariamente más «normal» que cualquier otro. Aun cuando aquel nivel hubiera sido «normal» en su época, ¿qué razón habría de incitarnos a conservarlo una generación más tarde, pese a los enormes cambios registrados en las condiciones de producción y demanda? El período de tiempo comprendido entre los años 1909 y 1914 como base de la deseada «paridad», no fue elegido al azar. En relación con los precios de todas las demás producciones, constituyó una de las épocas de nuestra historia más favorables para los precios agrícolas.

Si hubiera habido algo de sinceridad o de lógica en esta idea, no hay duda de que se habría extendido universalmente. Si las relaciones de precios entre los productos agrícolas e industriales que prevalecieron desde agosto de 1909 hasta junio de 1914 debían ser mantenidas a perpetuidad, ¿por qué no mantener también perpetuamente la relación de precios existente entre todas las mercancías de aquella época? Un turismo «Chevrolet» de seis cilindros costaba 2 150 dólares en 1912; un «Chevrolet» sedan de seis cilindros, incomparablemente mejorado, costaba 907 dólares en 1942. Ahora bien, ajustado a la «paridad» del precio de los productos agrícolas, debiera haber costado 3.270 dólares en 1942. El precio medio de una libra de aluminio, entre 1909 y 1913, fue de 22.5 centavos; a comienzos del año 1946 era de 14 centavos; pero de haber querido mantener el precio del aluminio en «paridad» con el nivel general de precios de 1946, su precio hubiera debido ser de 41 centavos.

Se me replicará que tales comparaciones son absurdas, porque todos sabemos que los automóviles de hoy no sólo son incomparablemente superiores, en todos los aspectos, a los de 1912, sino que su costo es muy inferior, y que lo mismo ocurre con el aluminio. Es cierto. Pero, ¿por qué no se menciona también el asombroso incremento de la productividad por acre en la agricultura? En el lustro de 1939 a 1943, la producción algodonera en los Estados Unidos fue de 260 libras por acre, contra un promedio de 188 en el quinquenio 1909-1913. Los costos de producción han descendido considerablemente en los productos agrícolas debido a una aplicación más racional de los fertilizantes químicos, a la mejor selección de semillas y al incremento en la mecanización logrado por el tractor de gasolina, las máquinas limpiadoras de grano, las desmotadoras de algodón, etc. «En algunas grandes explotaciones que han sido completamente mecanizadas y se ajustan al sistema de producción en masa se requiere en la actualidad una tercera parte o una quinta parte de la mano de obra empleada pocos años atrás para producir iguales cosechas» (1). Sin embargo, todo esto es ignorado por los paladines de la «paridad» en los precios.

(1) New York Times, 2 de enero de 1946.

La negativa a universalizar el principio no es la única evidencia de que no se trata de un plan económico tendente al bien público, sino de un mero expediente para subvencionar un interés especial. La misma evidencia se desprende del hecho de que cuando los precios agrícolas superan el nivel de la «paridad» o son forzados a ello por la política gubernamental, no se formula ninguna petición al Congreso por parte del bloque agrario para que tales precios sean reducidos a la «paridad» o para que las subvenciones se disminuyan congruentemente. Trátase de una regla que opera sólo en un sentido.

2

Prescindiendo de todas estas consideraciones, volvamos a ocuparnos de la falacia central que especialmente interesa a nuestro estudio. Es decir, del argumento que aboga por una elevación de los precios de los productos agrícolas para que de tal manera el agricultor pueda comprar mayor cantidad de bienes manufacturados, con lo que la industria florecería y a la vez se provocaría el empleo total Naturalmente, no afecta a tal tipo de argumentación el hecho de que el agricultor logre o no la así específicamente denominada «paridad» en los precios.

Todo depende, sin embargo, de cómo se implante la elevación de precios. Si es la consecuencia de una mejora general de la economía, si deriva de una mayor prosperidad mercantil, del incremento de la producción industrial y del poder adquisitivo de los trabajadores de la ciudad—y no de motivaciones de tipo inflacionario—, en tal supuesto significará, sin duda, mayor prosperidad y abundancia, no sólo para los agricultores, sino para todos los estamentos de la población. Ahora bien, lo que ahora se contempla es la elevación de los precios agrícolas provocada por una intervención estatal. Tal finalidad puede alcanzarse de varias maneras. Cabe que los precios se aumenten por simple decreto, procedimiento el menos recomendable. Cabe también que el Gobierno se decida a comprar todos los excedentes agrícolas que le sean ofrecidos al precio de «paridad». Puede que el Estado conceda anticipos reintegrables a los agricultores al objeto de que mantengan sus cosechas fuera del mercado, hasta lograr la deseada «paridad» o incluso un precio más alto. O a través de medidas acordadas por el poder público tendentes a que se restrinja el volumen de las cosechas. Lo corriente es que se obtenga la finalidad perseguida combinando los procedimientos aludidos. Por el momento nos limitaremos a suponer que, sea por un método u otro, el objetivo se alcanza.

Qué resultados habremos obtenido? Los agricultores han conseguido precios altos para sus cosechas. Resulta aumentado su «poder adquisitivo». Por el momento gozan de mayor prosperidad y pueden comprar mayor cantidad de productos industriales. Esto es todo lo que ven quienes prestan atención tan sólo a las consecuencias inmediatas de una política destinada a favorecer directamente a un sector determinado de intereses.

Pero se produce también otra consecuencia no menos notable. Supongamos que el bushel de trigo, que en circunstancias normales hubiera sido vendido a un dólar, se eleva por esta política a 1,50 dólares. E1 agricultor obtiene 50 centavos más por bushel de trigo vendido. Pero el obrero de la ciudad, precisamente a causa de ello, paga 50 centavos más por bushel de trigo, a través de un aumento en el precio del pan. Lo mismo sucede con cualquier otro producto agrícola. Si el agricultor dispone entonces de 50 centavos más para comprar productos industriales, el trabajador urbano dispone precisamente de 50 centavos menos para adquirir los mismos productos. A1 hacer balance se comprueba que la industria en general no ha ganado nada. Pierde en las ventas urbanas exactamente lo que gana en las rurales.

Ahora bien, como es natural, se ha producido un cambio en la distribución de tales ventas. No cabe duda que los fabricantes de aperos agrícolas y los comerciantes que sirven pedidos por correo aumentan sus negocios. Pero los almacenes que viven de una clientela urbana ven mermados los suyos.

La cuestión, sin embargo, no termina aquí. Tal política conduce no ya a la falta de una ganancia neta, sino a una pérdida neta. Porque no significa tan sólo la mera transferencia del poder adquisitivo de los consumidores urbanos, o del contribuyente en general, o de ambos, al agricultor. En realidad, implica una restricción forzada de la producción agrícola, al objeto de provocar una elevación en el precio de sus productos. Esto supone una destrucción de riqueza. Significa una merma de alimentos para el consumo. La forma como la destrucción se lleve a cabo dependerá del procedimiento que se adopte para elevar los precios. Puede suponer la destrucción física de lo ya producido como cuando se quemaba café en Brasil. Puede implicar una restricción forzosa de la superficie cultivada como ocurrió en el plan que impuso la ley norteamericana de Ordenación Agraria (AAA.) (1). Cuando abordemos en toda su amplitud el tema de los controles estatales sobre mercancías, examinaremos los efectos de algunos de estos métodos.

( 1 ) Agricultural Adjustment Act.

Podemos, sin embargo, dejar bien sentado, de momento, que cuando el agricultor reduce la producción de trigo para obtener la deseada «paridad», posiblemente conseguirá un precio más alto por bushel, pero produce y vende menos bushels. En consecuencia, sus ingresos no se incrementan en proporción al alza de los precios. Incluso algunos de los defensores de los precios de «paridad» lo reconocen, pero utilizan el argumento para continuar insistiendo en la «renta de paridad» para los agricultores. Ahora bien, esto sólo puede lograrse mediante un subsidio a cargo directamente del contribuyente. En otras palabras, para ayudar al agricultor se reduce todavía más el poder adquisitivo de los trabajadores urbanos y de otros sectores de la producción.

Antes de poner punto final a este tema conviene analizar otro de los argumentos aducidos en favor de los precios de «paridad». Lo esgrimen los más sutiles defensores del principio. «Efectivamente —admiten sin rodeos—, los razonamientos a favor de los precios de paridad carecen de fundamento económico. Tales precios equivalen a la concesión de un privilegio especial. Implican gravamen para el consumidor. Pero, ¿no constituyen también los aranceles un gravamen para el agricultor? ¿No le obligan a pagar un precio más elevado por los productos industriales? Es obvio que no cabe aplicar un arancel compensador sobre los productos agrícolas, por cuanto Norteamérica es un destacado país exportador de excedentes agrícolas. Es, pues, inconcuso que el sistema de paridad de precios representa para el agricultor el equivalente de un arancel protector. Es la única manera justa de nivelar las cosas.»

Los agricultores que solicitaban la paridad de precios tenían indudablemente un motivo legítimo de queja. Los aranceles les causaban un gran perjuicio, mayor aún del que ellos suponían. Al reducirse las importaciones industriales por causa de los aranceles, quedaban reducidas también automáticamente las exportaciones agrícolas americanas, ya que se impedía a las naciones extranjeras obtener los dólares necesarios para adquirir nuestros productos agrícolas. Es más, se provocaba la adopción de medidas arancelarias semejantes en otros países, a manera de represalia No obstante, la argumentación aludida anteriormente no resiste el examen. Incide en error incluso en la manera como se exponen los hechos. No existe un arancel general sobre todos los productos «industriales» o sobre todos los productos no agrícolas. Existen muchas industrias dedicadas al consumo interior o a la exportación que carecen de protección arancelaria. Si el trabajador urbano se ve compelido a pagar un precio más elevada por las mantas o abrigos de lana, a causa del arancel ¿se le «compensa» haciéndole pagar más también por sus ropas de algodón y sus alimentos? ¿O simplemente se le roba dos veces?

Nivelémoslo todo, dicen algunos, dando igual «protección» a todos. Pero ello es imposible e impracticable. Incluso suponiendo que el problema tenga solución técnica —un arancel para A, industrial sujeto a la competencia extranjera; una subvención para B, industrial que exporta su producción— sería imposible proteger o subvencionar a todo el mundo igual o «equitativamente». Tendríamos que conceder a todos el mismo porcentaje (¿no sería preferible igual cantidad de dólares?) de subvención o protección arancelaria y nunca podríamos saber con seguridad cuándo estábamos dando doble «protección» a unos grupos o dejando a otros sin su parte.

Pero supongamos que pudiera resolverse este fantástico problema. ¿Qué . sentido tendría esa mutua protección? ¿Quién gana, cuando se subvenciona a todos por igual? ¿Dónde está el beneficio, cuando todos estamos perdiendo en forma de impuestos más elevados aquello mismo que ganamos gracias a la protección o al subsidio? Habríamos creado tan sólo un ejército de inútiles burócratas para llevar a cabo el programa, perdiendo la producción el concurso de todos ellos.

Por el contrario, el problema se resolvería sencillamente poniendo fin tanto al sistema de paridad de precios como al arancel protector. Porque su aplicación combinada no nivela nada. Tan sólo significa que A, agricultor, y B, industrial, se benefician a expensas de C, el hombre olvidado.

Una vez más se desvanecen los pretendidos beneficios de un nuevo plan, en cuanto examinamos no sólo sus efectos inmediatos sobre un sector determinado de intereses, sino también sus consecuencias a largo plazo sobre toda la colectividad.

13. LA SALVACIÓN DE LA INDUSTRIA X

1

Los pasillos del Congreso hállanse atestados de representantes de la industria X. La industria atraviesa una grave situación. Está al borde de la ruina económica. Hay que salvarla y sólo cabe hacerlo mediante un arancel protector, precios más elevados o concediéndole una subvención estatal. Si se la deja morir, pronto veremos los obreros en la calle. Sus caseros, tenderos, carniceros, comerciantes de tejidos y empresas de espectáculos públicos experimentarán una contracción en sus negocios y la depresión se extenderá en círculos cada vez más amplios. Pero si gracias a la pronta intervención del Congreso, la industria X se salva, entonces, ¡oh milagro!, adquirirá equipo de otras industrias, aumentará el número de personas empleadas, quienes proporcionarán mayores ingresos a los carniceros, panaderos, fabricantes, etc., y ahora una ola de prosperidad se extenderá en círculos crecientes.

Es notorio que lo expuesto constituye únicamente una forma generalizada del caso que acabamos de examinar en el capítulo anterior. Allí, la industria X era la agricultura. Ahora bien, el número de industrias X es infinito. Dos de los ejemplos más notables, en los últimos años, los ofrecen las industrias del carbón y de la plata. Por «salvar la plata» el Congreso provocó un daño inmenso. Uno de los argumentos aducidos en favor del plan de rescate de esta industria fue que constituiría una forma de ayuda económica «al extremo Oriente». Uno de sus resultados reales consistió en provocar la deflación en China, que había mantenido el patrón plata y que se vio forzada a abandonarlo. La Tesorería de los Estados Unidos hubo de adquirir, a precios ridículos, muy por encima del nivel del mercado, montones innecesarios de plata y almacenarla en sus sótanos. Los objetivos políticos esenciales perseguidos por los «senadores de la plata» podrían haberse alcanzado igualmente, con un mínimo de gastos y daño, mediante el pago de un franco subsidio a los propietarios de minas o a sus obreros ahora bien, ni el Congreso ni el país hubieran aprobado nunca un abierto latrocinio de esta especie, de no haber ido acompañado de la superchería ideológica implicada en «la función esencial que la plata desempeña en el sistema monetario nacional».

A fin de salvar la industria del carbón el Congreso aprobó la ley Guffey, que no sólo permitía, sino que obligaba a los propietarios de minas a concertarse para no vender por debajo de ciertos precios mínimos fijados por el Gobierno. Aunque el Congreso había comenzado por fijar «el» precio del carbón, pronto el Gobierno se vio en el caso de establecer ¡350.000 precios diferentes! para el mismo (1), a causa de los distintos tamaños del mineral, los miles de minas existentes, los envíos a miles de puntos de destino distintos, por ferrocarril, camión, barco, gabarras, etcétera. Uno de los efectos de esta tentativa para mantener los precios del carbón por encima del nivel competitivo del mercado fue acelerar la tendencia de los consumidores a sustituir el carbón por otras fuentes de energía o calor, tales como el petróleo, gas natural y fuerza hidroeléctrica.

(1) Testimonio de Dan H. Wheeler, director de la División de Carbón Bituminoso. Sesiones para la ampliación de la ley del Carbón Bituminoso en 1937.

2

Ahora bien, no es nuestro deseo examinar ahora todas las consecuencias que históricamente siguieron a los esfuerzos realizados para salvar determinadas industrias, sino analizar algunas de las principales que necesariamente han de acompañar a los esfuerzos por salvar una industria cualquiera.

Puede argumentarse que ciertas industrias deben ser creadas o protegidas por razones militares. O también que determinada industria hállase al borde de la ruina por tener que soportar unos impuestos o salarios que no guardan proporción con los de otras industrias. O que, tratándose de una empresa concesionaria de servicios públicos, se le obliga a operar con unas tarifas que no le permiten obtener un margen adecuado de beneficios. Tales argumentos pueden o no estar justificados en un caso concreto y su examen no interesa por el momento. Ahora sólo se trata de analizar uno de los argumentos alegados en favor de la salvación de la industria X: el de que si se permite la reducción de su volumen o su final desaparición a causa de las; fuerzas de la libre competencia (que invariablemente los portavoces de turno califican de anárquica, de laissez faire, de lucha a muerte, contienda entre lobos ley del más fuerte), arrastrará con ella .oda la economía del país, pero que si es mantenida artificialmente, constituirá una ayuda para todos.

E1 tema expuesto no es más que un caso generalizado de la argumentación esgrimida en favor de la «paridad» de precios para los productos agrícolas o de la protección arancelaria a determinado número de industrias X. E1 razonamiento contra la elevación artificial de precios es aplicable, por supuesto, no s610 a los productos agrícolas, sino a cualquier otra producción, de igual forma que las razones alegadas en oposición a la protección arancelaria de una industria son válidas para cualquier otra.

Pero siempre existen varios proyectos para salvar industrias X. Entre ellos emergen, además de los examinados, dos tipos principales que vamos a analizar someramente. Uno consiste en alegar que la industria X se halla «sobresaturada» y que precisa impedir que se dediquen a esta actividad nuevas empresas u obreros. E1 otro asegura que la industria X necesita una subvención estatal directa.

Ahora bien, si la industria X está realmente saturada en comparación con otras, no necesitará legislación coercitiva para mantener alejados de ella nuevos capitales o nuevos obreros. El capital no acude presuroso a las industrias que amenazan ruina. Los que desean invertir su dinero no buscan ansiosamente aquellas industrias que presentan los mayores riesgos de pérdida combinados con unos dividendos mínimos. Ni los obreros, cuando tienen mejor alternativa, acuden a industrias donde los salarios son más bajos y las perspectivas de empleo estable menos prometedoras.

Pero si los nuevos capitales y mano de obra son compelidos a apartarse de la industria X, sea por la acción de monopolios, consorcios, tácticas sindicales o presión legal, se priva tanto al capital como al trabajo de la libertad de elección. Se obliga a quienes desean invertir su capital a colocarlo donde las perspectivas de rentabilidad parecen menos prometedoras que en la industria X. Se fuerza a los obreros a emplearse en negocios con salarios y perspectivas inferiores a los que podrían hallar en la pretendidamente enferma industria X. significa, para abreviar, que tanto el capital como el trabajo se emplean en forma menos eficiente que si se les hubiera permitido elegir libremente. Significa, por consiguiente, una merma en la producción, con la consiguiente reducción del nivel medio de vida.

Este más bajo nivel de vida será ocasionado o por ' unos salarios medios menores de los que hubieran prevalecido en otras circunstancias, o por un mayor costo de la vida, o por la combinación de ambos factores. (E1 resultado exacto dependerá de la política monetaria que se siga en aquel momento.) Mediante tales métodos restrictivos cabe ciertamente mantener más elevados los salarios y los beneficios del capital empleado en la propia industria X; pero en otras industrias descenderán por debajo del nivel que habrían alcanzado de no haberse registrado aquellas injerencias extrañas. La industria X se beneficiaría, pero siempre a expensas de las industrias A, B y C.

3

Análogos resultados provocará cualquier intento de salvar la industria X mediante una directa subvención procedente del erario público. Ello equivaldría sencillamente a desplazar riqueza o renta a la industria X. Los contribuyentes perderían exactamente lo que ganasen los interesados de tal industria. Sin embargo, la gran ventaja de la subvención, desde el punto de vista del público, es que presenta los hechos con toda claridad. Existen muchas menos oportunidades de que se produzca aquella ofuscación mental colectiva que acompaña a toda discusión sobre aranceles, fijación de precios mínimos o concesión de ventajas monopolísticas.

En el caso de la subvención, es obvio que los contribuyentes han de perder precisamente la misma cantidad que gane la industria X. Es igualmente evidente, en su consecuencia, que otras industrias perderán lo que la industria X gane. Habrán de satisfacer parte de los impuestos necesarios para ayudar a la industria X. Y los consumidores, a causa de los impuestos que tienen que soportar, dispondrán de una suma menor para adquirir otros artículos. E1 resultado será que otras industrias habrán de restringir su producción a fin de facilitar la expansión de la industria X.

Ahora bien, el subsidio no sólo provoca un desplazamiento de riqueza o de ingresos y disminuye el volumen de las demás industrias en proporción al desarrollo de la industria X. E1 resultado es también (y aquí es donde la nación, considerada como una unidad, sufre una pérdida neta) que el capital y el trabajo son desviados hacia industrias en las que su empleo es menos eficaz. Se crea, por consiguiente, menos riqueza. E1 término medio de nivel de vida es más bajo, comparado con lo que podría haber sido.

4

Estos resultados son virtualmente inherentes, en realidad, a los argumentos mismos que se esgrimen para subvencionar la industria X. Si esta industria, según afirman los interesados, se halla en trance de perecer, ¿por qué, deberíamos preguntarnos, mantenerla viva mediante la respiración artificial? La idea de que una economía en expansión implica la expansión simultánea de todas las industrias es un profundo ¡error. Para que las nuevas industrias se desarrollen con cierta rapidez es necesario que algunas de las industrias antiguas reduzcan su volumen o se las deje morir. Es la única manera de que el capital y el trabajo necesarios para la expansión de las nuevas industrias queden libres. Si hubiéramos tratado de conservar artificialmente el transporte con tracción animal habríamos retardado el desarrollo de la industria del automóvil y todas las actividades que de ella dependen. Habríamos reducido la producción de riqueza y retardado el progreso económico y científico.

Sin embargo, esto es lo que realmente hacemos cuando tratamos de impedir la desaparición de alguna industria para proteger la mano de obra especializada o el capital ya invertido. Por paradójico que pueda parecer, tan necesario es para la salud de una economía dinámica abandonar industrias que se hallen en trance de morir, como permitir el crecimiento de las industrias florecientes. El primer proceso es esencial para el segundo. Tan disparatado es tratar de conservar industrias anticuadas como empeñarse en mantener métodos de producción en desuso; en realidad, son dos formas de describir unos mismos hechos. Los métodos de producción anticuados deben ser sustituidos constantemente por otros más perfeccionados, si queremos satisfacer las necesidades antiguas y nuevas con mejores productos y mejores servicios.

14. COMO FUNCIONA EL MECANISMO DE LOS PRECIOS

1

La tesis global de este libro puede condensarse en el principio siguiente: cuando se estudian los efectos de cualquier medida de carácter económico a implantar, es forzoso que examinemos no sólo los resultados inmediatos que su adopción producirá, sino también los resultados a largo plazo; no sólo las consecuencias primarias, sino también las secuelas secundarias, y no sólo sus efectos sobre un sector determinado de intereses, sino sobre toda la colectividad. De ello se desprende que es absurdo e induce a error concentrar nuestra atención meramente sobre un aspecto concreto de la economía, por ejemplo, analizar lo que ocurre en una industria dada, sin tomar en consideración también lo que sucede en las demás. Ahora bien, las principales falacias de la ciencia económica precisamente encuentran su origen en el pertinaz y perezoso hábito de fijar la atención tan sólo en determinada industria o en un proceso económico aislado. Tales sofismas no sólo saturan los falsos razonamientos de los «sobornados» portavoces de los intereses particulares, sino que se descubren en la dialéctica de algunos economistas que pasan por profundos.

En la falacia de considerar casos aislados basa fundamentalrnente su doctrina la escuela de la «producción para el consumo, no por los beneficios», con sus ataques al motejado vicioso «sistema de precios». E1 problema de la producción, afirman los partidarios de esta doctrina, está resuelto. (Este sensacional error, según veremos, es también el punto de partida de muchos arbitristas monetarios y excéntricos propugnantes del «reparto de bienes».) Los hombres de ciencia, los expertos en productividad, ingenieros, técnicos, etc., lo han resuelto. Ellos podrían producir casi todo lo imaginable en cantidades enormes y prácticamente ilimitadas. Pero ¡ay!, el mundo no está gobernado por ingenieros, atentos sólo a la producción, sino por hombres de negocios, exclusivamente preocupados por los beneficios. Son los hombres de negocios quienes dan órdenes a los ingenieros, no al contrario. Estos empresarios producirán lo que sea, siempre que obtengan algún lucro; pero si no es así, dejarán de producir, aunque las necesidades de muchos queden insatisfechas y el mundo reclame insistentemente más productos.

Encierra tantas falacias este razonamiento que no es posible desenmascararlas todas de una vez. Ahora bien, el sofisma central, según venimos reiterando, arranca de considerar tan sólo una industria determinada e incluso varias, como si cada una de ellas existiese aisladamente. La realidad es que todas se hallan íntimamente relacionadas y una resolución de importancia que se adopte en relación con cualquiera de ellas quedará afectada por las decisiones que se aprueben respecto de las demás, influyendo, a su vez, sobre estas.

Entenderemos mejor cuanto antecede si nos percatamos del básico problema que han de resolver conjuntamente los hombres de negocios. Para simplificarlo, en la medida de lo posible, consideremos las cuestiones que debe abordar un Robinsón Crusoe en su isla desierta. Al principio sus necesidades parecen innumerables. Está empapado por la lluvia, tiembla de frío, tiene hambre y sed. Necesita de todo: agua potable, alimentos, un techo bajo el que guarecerse, protección contra los animales, fuego, un lecho blando donde descansar. Le es imposible satisfacer todas esas necesidades de una vez, por carecer de tiempo, energías o recursos. Ha de atender, por el momento, la necesidad más perentoria. Lo que más le agobia es la sed. Practica una excavación en la arena para recoger el agua de la lluvia o construye algún recipiente rudimentario. Sin embargo, una vez ha conseguido reunir alguna cantidad de agua, ha de procurarse alimentos antes de poder perfeccionar su primera obra. Puede ensayar la pesca, pero para esto necesita anzuelo e hilo o una red y debe comenzar intentando procurarse estos utensilios. Todo cuanto hace retarda e impide la realización de alguna otra cosa, cuya urgencia le es tan sólo ligeramente inferior. Constantemente se enfrenta con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones de su tiempo y trabajo.

Una familia de Robinsones suizos tal vez encontrará más fácil de resolver este problema. Tiene más bocas que alimentar, pero cuenta también con más brazos para la tarea. Puede practicar la división y especialización del trabajo. El padre caza, la madre prepara la comida y los niños recogen la leña. Pero ni siquiera esta familia podría conseguir que cada uno de sus miembros se dedicara constantemente a una misma función, por muy urgente que fuera la necesidad común atendida, sin tener en cuenta la urgencia de las restantes necesidades todavía por satisfacer. Cuando los niños han logrado reunir un buen montón de leña, no se les puede seguir empleando en incrementar aún más dicho montón, sino que ha llegado el momento de destinar uno de ellos a buscar, por ejemplo, más agua. También, pues, esta familia se enfrenta constantemente con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones del trabajo que puede realizar y, si tienen la suerte de poseer escopetas, aparejos de pesca, un bote, hachas, sierras, etc., con el de elegir entre aplicaciones alternativas del trabajo que pueden desarrollar y del capital que poseen. Sería estúpidamente absurdo que el miembro de la familia dedicado a recoger leña se quejase de que con la ayuda de su hermano le sería más hacedero reunir más leña, por lo que aquél debería colaborar en esta tarea en lugar de procurar la pesca necesaria para el sustento de la familia. Queda así claramente evidenciado que tanto en el caso de un individuo como en el de una familia aislados, una actividad u ocupación determinada sólo puede incrementarse a expensas de todas las demás.

Ejemplos de carácter elemental, como el examinado, suelen ser ridiculizados como «economía crusoniana». Desgraciadamente, aquellos que con mayor ahínco los ridiculizan son quienes más necesitan ser aleccionados; quienes no comprenden el principio que se trata de ilustrar, ni siquiera en esta forma simplificada; aquellos, en fin, que pierden completamente el sentido de orientación que el aludido principio les hubiera facilitado, cuando se disponen a analizar las desconcertantes complicaciones de la gran sociedad económica moderna.

2

Volvamos ahora al asunto desde el punto de vista de esa gran sociedad económica moderna. ¿Cómo se resuelve en ella el problema de la existencia de múltiples aplicaciones alternativas del trabajo y del capital, para atender a millares de necesidades y deseos diferentes, con distinto grado de urgencia en su cumplimiento? Se soluciona, precisamente, mediante el mecanismo de los precios, que acomoda día a día las variaciones constantes e interdependientes entre sí de todos los elementos que intervienen en la fijación de los precios: costos de producción, beneficios y precios propiamente dichos.

Los precios se fijan de acuerdo con la relación existente entre la oferta y la demanda e influyen, a su vez sobre ambas. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinado artículo, ofrece más por él. El precio sube, aumentando los beneficios de los que fabrican dicho artículo. Como ahora produce mayor provecho fabricar este artículo que otros, los que ya ]>) fabrican aumentan su producción, atrayendo más gente a este negocio. El incremento que experimenta la oferta reduce el precio y el margen de beneficios, que terminan por descender al mismo nivel general (considerados los riesgos respectivos) de las otras industrias. O puede darse el caso de que decaiga la demanda de dicho artículo, o que se ofrezca tan abundantemente que su precio descienda a un nivel en el que su elaboración produzca menos beneficios que la de otras mercancías, e incluso, pueden producirse pérdidas efectivas en su fabricación. En este caso, los empresarios «marginales», es decir, los menos eficientes o aquellos cuyos costos de producción son los más elevados, serán desplazados. Tan sólo continuarán fabricando el producto los empresarios más eficientes, que operen además con los costos de producción más bajos. En consecuencia, la oferta de tal producto descenderá o, al menos, dejará de aumentar.

Este proceso da origen a la creencia de que los precios se hallan determinados por los costos de producción. La doctrina, expuesta de esta forma, no es cierta Los precios vienen determinados por la oferta y la de manda, y la demanda lo está por la intensidad con que la gente necesita cierta mercancía y por su capacidad para ofrecer algo a cambio. Es cierto que la oferta hállase determinada, en parte, por los costos de producción Pero lo que ha costado producir una mercancía en e]. pasado no puede determinar su valor actual Este dependerá de la actual relación entre la oferta y la demanda. Ahora bien, la cantidad fabricada de un artículo está en función de las perspectivas que los hombres de negocios consideren respecto del costo de producción que tal mercancía tendrá en el futuro y del precio de venta que habrán de fijarle. Estos cálculos influirán en la oferta futura del producto. Existe, por consiguiente, entre el precio de una mercancía y su coste marginal de producción, una constante tendencia a igualarse, pero esto no significa que el costo marginal determine directamente el precio.

E1 sistema de empresa privada en régimen de libertad económica puede compararse a un gran mecanismo de millares de máquinas controladas cada una de ellas por su propio regulador automático; pero conectadas de tal forma que al funcionar ejercen entre sí una influencia recíproca. Casi todos hemos observado alguna vez el «regulador» automático de una máquina a vapor. Generalmente consta de dos bolas o pesas que reaccionan por la fuerza centrífuga. A1 aumentar la velocidad, las bolas se alejan de la varilla a la que están sujetas, estrechando o cerrando automáticamente una válvula de estrangulación que regula la entrada de vapor, con lo que disminuye la aceleración del motor. Si, contrariamente, marcha con excesiva lentitud, las bolas caen, la válvula se ensancha y aumenta la aceleración. De esta forma, cualquier desviación de la deseada velocidad pone por sí misma en movimiento fuerzas que tienden a corregir la anomalía.

Es precisamente de esta forma como se regulan las respectivas ofertas de miles de artículos diferentes, bajo el sistema económico de empresa privada en régimen de libre competencia de mercado. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinada mercancía, su propia demanda competitiva eleva el precio del producto. El aumento de beneficios que se produce para aquellos que lo fabrican estimula un incremento en la producción. Otros empresarios abandonan incluso la fabricación de otros artículos para dedicarse a la elaboración de aquel que ofrece mayores garantías. Ahora bien, esto aumenta la oferta del producto, al mismo tiempo que reduce la de algunos otros. E1 precio de aquél disminuye, por consiguiente, en relación con los precios de otras mercancías, desapareciendo el estímulo existente para el incremento relativo de su fabricación.

De igual forma, si disminuye la demanda de algún artículo, su precio y el beneficio que se obtenía en su elaboración descenderán, y en consecuencia, su producción declinará.

Esta última contingencia es la que escandaliza a quienes no comprenden el «mecanismo de los precios» por ellos denunciado. ]Le acusan de crear escasez. ¿Por qué, preguntan indignados, los empresarios han de interrumpir la fabricación de zapatos en el momento en que su producción deja de rendir beneficios? ¿Por qué han de guiarse exclusivamente por sus propios intereses? ¿Por qué han de guiarse por el mercado? ¿Por qué no producen zapatos «a plena capacidad» utilizando los modernos procedimientos técnicos? E1 mecanismo de los precios y la empresa privada, concluyen los filósofos de la «producción para el consumo», engendran una especie de «economía de la escasez».

Los anteriores interrogantes y conclusiones derivan de la falacia de prestar atención tan sólo a una industria aislada, de ver el árbol y no reparar en el bosque. Hasta llegar a un límite determinado, es necesario fabricar abrigos, camisas, pantalones, viviendas, arados, puentes, leche y pan. Sería absurdo amontonar zapatos innecesarios, simplemente porque podemos producirlos, mientras centenares de otras necesidades más urgentes quedan por satisfacer.

Ahora bien, en una economía equilibrada, una industria determinada sólo puede ampliarse a expensas de otras industrias.

No se olvide que en cualquier momento los distintos factores de la producción existen siempre en cantidades limitadas. Una industria sólo puede ampliarse desviando hacia ella trabajo, terreno y capital que, de otra suerte, se emplearían en industrias distintas. Cuando determinada industria restringe o deja de aumentar su producción, no significa necesariamente que se haya originado una disminución neta en la producción global. La reducción en este sector puede meramente haber liberado trabajo y capital para permitir la expansión de otras industrias. Por consiguiente, es erróneo concluir que una contracción en la producción de una industria signifique necesariamente una contracción en la producción total.

En resumen, todo se produce a condición de que nos privemos de alguna otra cosa. Los propios costos de producción podrían definirse, en efecto, como aquello de que nos desprendemos (el ocio y los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones distintas) para crear el objeto fabricado.

De cuanto queda expuesto se deduce que tan esencial es para la salud de una economía dinámica dejar morir las industrias agonizantes, como permitir la expansión de las industrias florecientes. Aquéllas retienen trabajo y capital que deberían ser trasladados a industrias más prósperas. Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse. Estas ecuaciones, de otro modo desconcertantes, se resuelven casi automáticamente por el mecanismo de los precios, beneficios y costos de producción. Es más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios.

Porque así como cada consumidor, mediante este sistema, articula su propia demanda y emite un voto espontáneo o una docena de votos cada día, los burócratas, en lugar de fabricar los objetos deseados por los consumidores, resolverían el problema pretendiendo decidir qué objetos serían más convenientes para aquéllos.

No obstante, aunque los burócratas no entienden el mecanismo casi automático del mercado, se muestran siempre preocupados por él. Constantemente están tratando de mejorarlo o corregirlo, de ordinario en interés de algún grupo influyente o descontentadizo. En los capítulos siguientes iremos examinando algunos de los resultados de su intervención.

15. LA «ESTABILIZACIÓN» DE LOS PRECIOS

1

Los intentos de mantener permanentemente los precios de determinados artículos por encima de los niveles naturales del mercado han fracasado con tanta frecuencia, tan desastrosamente y de manera tan notoria, que los insinceros grupos influyentes y los burócratas sobre los que aquéllos presionan raras veces manifiestan abiertamente ese propósito. Sus objetivos declarados, particularmente cuando comienzan a reclamar la injerencia estatal, suelen ser más modestos y, en apariencia, más convincentes.

No aspiran, según dicen, a elevar de un modo permanente el precio del producto X por encima de su nivel natural. Ello, conceden, sería injusto para los consumidores. Pero dicho artículo se está vendiendo ahora, como es notorio, muy por debajo de su nivel natural. Los fabricantes no pueden continuar así por más tiempo. A menos que se actúe con rapidez, veránse obligados a cesar en el negocio. Entonces se producirá. una escasez real y los consumidores tendrán que pagar precios exorbitantes por aquel artículo. Las evidentes ventajas de que el consumidor disfruta ahora acabarán por resultarle caras, pues el actual precio bajo «temporal» no puede durar. Ahora bien, no podemos permitirnos esperar que las determinadas fuerzas naturales del mercado o la «ciega» ley de la oferta y la demanda vengan a corregir tal situación, pues para entonces los fabricantes se habrán arruinado y sobrevendrá una gran escasez. E1 Gobierno debe actuar. Lo que ha de hacerse es corregir las violentas y absurdas fluctuaciones del precio. No se trata de elevarlo, sino de estabilizarlo.

Son varios los métodos comúnmente propuestos a tal fin. Entre los más frecuentes figuran las subvenciones estatales, que permiten al agricultor mantener las cosechas apartadas del mercado.

Tales créditos son solicitados del Congreso a base de razonamientos que parecen convincentes a la mayoría de los oyentes. Se arguye que las cosechas afluyen todas de golpe al mercado, en la época de recolección, que es precisamente el período en que los precios son más bajos y que los especuladores aprovechan para comprar los productos, almacenarlos y obtener mayores precios cuando vuelva la escasez. Por ello se alega que los agricultores resultan perjudicados y que ellos y no los especuladores deberían beneficiarse de los mejores precios.

Este argumento no es válido ni en la teoría ni en la práctica. Los tan vilipendiados especuladores no son enemigos del agricultor, sino por el contrario, esenciales para su bienestar. El riesgo que deriva de la fluctuación de los precios agrícolas ha de ser asumido por alguien y quienes en realidad le han hecho frente modernamente sobre todo, han sido principalmente los especuladores profesionales. En general, cuanto más diestramente actúan en su propio interés, más ayudan al agricultor. Porque los especuladores sirven a sus intereses precisamente en proporción a su capacidad para prever los futuros precios y cuanto mayor sea su seguridad al avizorar el futuro, menos violentas y extremadas son las fluctuaciones.

Por ello, incluso si los agricultores tienen que lanzar toda su cosecha de trigo al mercado en un solo mes, el precio en ese mes no será necesariamente más bajo que en cualquier otro (con un margen de diferencia, debido al costo del almacenaje). Porque los especuladores, con la esperanza de un mayor beneficio, realizarán en esa época la mayoría de sus compras, y seguirán comprando hasta que el precio se eleve tanto que no vislumbren la posibilidad de futuros beneficios y venderían en cuanto creyeran que había perspectivas de pérdida. De esta manera se provoca la estabilización del precio de los productos agrícolas durante todo el año.

Precisamente porque existe una clase profesional de especuladores quienes corren esos riesgos, no tienen que afrontarlos agricultores y harineros, quienes pueden protegerse por medio del mercado. En condiciones normales, por lo tanto, cuando los especuladores cumplen bien su tarea, las ganancias de agricultores y harineros dependerán principalmente de su destreza y laboriosidad y no de las fluctuaciones del mercado.

La experiencia demuestra que, por término medio el precio del trigo y otros productos no perecederos permanece invariable a lo largo de todo el año, si se exceptúan los gastos de almacenaje y seguro. En efecto, cuidadosas investigaciones llevadas a cabo han revelado que el promedio de alza mensual, tras la época de recolección, no ha sido suficiente para compensar tales gastos de almacenaje, por lo que los especuladores han subvencionado realmente a los agricultores. Claro que ésta no era su intención; fue tan sólo el resultado de una persistente tendencia optimista por parte de los especuladores. (Esta tendencia parece afectar a cuantos operan por su cuenta, bajo un régimen económico de intensa competencia: como clase están constantemente, contra su intención, subvencionando a los consumidores. Esto es particularmente cierto dondequiera que existan perspectivas de grandes ganancias especulativas. Como los jugadores de lotería, en su conjunto, pierden dinero porque cada uno tiene, sin base racional, la esperanza de conseguir uno de los escasos premios mayores, y así se ha calculado que el total del trabajo y capital invertidos en la prospección de oro o petróleo excede del valor total del oro o petróleo extraídos.)

2

E1 caso es distinto, sin embargo, cuando el Estado interviene y adquiere las cosechas o facilita al agricultor el crédito necesario para mantenerle apartado del mercado. Esto se hace a veces a fin de disponer, como se denomina pretenciosamente, de un «granero siempre normal». Ahora bien, la historia de los precios y de los excedentes anuales de las cosechas indica, como hemos visto, que tal función ya la realizan bastante bien los mercados organizados bajo el signo de la iniciativa privada en régimen de libre concurrencia. Cuando el Estado interviene, el «granero siempre normal» se convierte, en realidad, en un «granero siempre político». Se estimula al agricultor, con el dinero del contribuyente, a retener excesivamente sus cosechas. En su deseo de asegurarse el voto de los campesinos, los dirigentes que inician esta política o los funcionarios que la llevan a cabo colocan siempre el denominado precio «justo» de los productos agrícolas por encima del que fijaría el libre juego de la oferta y la demanda. Así se provoca el retraimiento de los compradores. E1 granero «siempre normal» tiende, por lo tanto, a convertirse en un granero «siempre anormal». Cantidades excesivas permanecen fuera del mercado, con la consecuencia de asegurar temporalmente un precio más alto del que hubiese regido en circunstancias normales, pero solamente a costa de provocar más tarde un precio mucho más bajo. Porque la escasez artificial creada este año mediante el escamoteo de parte de la cosecha implica un excedente artificial para el siguiente año.

Nos apartaría demasiado de nuestro objetivo la descripción detallada de lo que realmente ocurrió cuando fue aplicado este programa, por ejemplo, al algodón norteamericano. Almacenamos en tal ocasión toda la cosecha de un año; destruimos el mercado exterior de nuestro algodón y estimulamos enormemente el cultivo de esta planta en otros países. Aunque estos resultados habían sido previstos por quienes se oponían a la política de restricción y créditos, una vez producidos, los burócratas responsables se limitaron a replicar que de todos modos hubiera ocurrido lo mismo.

La política de subsidios va generalmente acompañada o inevitablemente lleva implícita una política restrictiva de la producción, es decir, una política de escasez. En casi todo esfuerzo por «estabilizar» el precio de un artículo se tiene en cuenta, ante todo, el interés de los productores. E1 objetivo real perseguido es un alza inmediata de precios. Para que esto sea posible se impone ordinariamente, con carácter obligatorio, una restricción proporcional de productividad a todo individuo o empresa sujetos a control. Ello provoca varios efectos inmediatos, a cual más nocivo. Suponiendo que el control pudiera imponerse a escala internacional, se registraría una reducción de la total producción mundial. Los consumidores de todo el mundo disfrutarían de una cantidad menor del producto en cuestión de la que dispondrían si las medidas restrictivas no se hubiesen aplicado. E1 mundo se empobrece exactamente en esa proporción. Como los consumidores se ven obligados a pagar precios más altos por aquella mercancías, justamente falta tal diferencia para adquirir otros productos.

3

Los partidarios de medidas restrictivas suelen replicar que la menor producción se registraría de igual manera en una economía de mercado. Pero hay una diferencia fundamental, según hemos visto en el capítulo precedente. En una economía de mercado en régimen de libre competencia quedan eliminados por la caída de los precios los empresarios que trabajan con mayores costos, los ineficientes. En el caso de un producto agrícola, los desplazados son los agricultores menos competentes, los que cuentan con peor equipo o los que trabajan peor la tierra. Los agricultores más capacitados, que trabajan campos más feraces, no tienen que restringir su producción. Por el contrario, si la caída del precio responde a unos costos medios de producción inferiores y se refleja en una mayor oferta la desaparición de los agricultores marginales que trabajan terrenos pobres permite aumentar su producción a los agricultores que disponen de tierras feraces. Por ello, a la larga, es posible que no se registre reducción alguna en la producción de esta mercancía. Ahora bien, el artículo es entonces producido y vendido a un precio permanentemente más bajo.

Si es ésta la consecuencia, los consumidores del producto seguirán tan bien abastecidos como antes; pero a causa de satisfacer un precio menor, dispondrán de un sobrante para invertirlo en otros bienes, del que antes carecían. Por consiguiente, la situación de los consumidores habrá notoriamente mejorado. Ahora bien, el incremento de sus inversiones en otros bienes producirá un aumento de empleo en otros sectores, capaz de absorber a los antiguos agricultores marginales en ocupaciones en las que sus esfuerzos sean más lucrativos y eficientes.

Una restricción uniformemente proporcional ( para volver al tema de la intervención estatal) significa, de una parte, que a los empresarios eficientes y que trabajan a costos reducidos no se les permite producir cuanto quieren a bajo precio, y de otra, que los empresarios menos eficientes y que operan a costos mayores son artificialmente mantenidos en sus negocios. Ello incrementa el costo medio de la producción, que alcanza así una eficiencia menor.

El empresario marginal, mantenido artificialmente en un sector de la producción, continúa reteniendo terreno, trabajo y capital que podrían ser aplicados con mayor provecho y eficacia en otras producciones.

Carece de sentido argüir que como resultado del plan de restricciones se ha conseguido, por lo menos, elevar el precio de los productos agrícolas, y que «los campesinos cuentan con mayor capacidad adquisitiva». Por cuanto si lo han logrado ha sido tan sólo a costa de restar idéntica capacidad adquisitiva al comprador de la ciudad. (Todo ello ha sido ya examinado al analizar el tema de la «paridad» de los precios.) Subvencionar al agricultor para que disminuya la producción o facilitarle igual cantidad de dinero en pago de una producción artificialmente restringida equivale a obligar a los consumidores o contribuyentes a satisfacer emolumentos a personas por no hacer nada. En ambos supuestos los beneficiarios del sistema mejoran su «capacidad adquisitiva»; pero en ambos casos alguien pierde una cantidad absolutamente igual. La pérdida definitiva que registra la comunidad es una menor producción, por cuanto se mantiene a quienes nada producen. Como la riqueza es menor, como existen menores disponibilidades para todos, los salarios e ingresos reales forzosamente quedan reducidos, bien sea mediante la devaluación de la moneda o bien por un mayor costo de la vida.

Ahora bien, cuando se intenta mantener alto el precio de una mercancías agrícola y no se impone restricción artificial alguna a su producción, los excedentes no vendidos, con precio recargado, continúan acumulándose hasta que finalmente se derrumba el mercado de ese producto, apareciendo precios mucho más envilecidos que si el programa de control nunca se hubiera puesto en vigor. O bien los productores no sujetos al plan de restricciones, estimulados por el alza artificial en los precios, incrementan enormemente su propia producción. Esto es lo que ocurrió con los programas de restricción del caucho en Gran Bretaña y del algodón en Norteamérica. En uno y otro caso el colapso de precios alcanzó finalmente magnitudes catastróficas, a las que nunca se habría llegado de no haberse aplicado la planificación restrictiva. E1 plan con tantos bríos iniciado para «estabilizar» los precios, provoca una inestabilidad incomparablemente mayor que la que pudieran haber ocasionado las libres fuerzas del mercado.

Naturalmente, se nos dice que los controles internacionales de mercancías que se proponen ahora evitarán todos estos errores. Esta vez se fijarán precios «justos» no sólo para los productores, sino también para los consumidores. Las naciones productoras y consumidoras van a convenir, abandonando toda intransigencia, cuáles son esos precios justos. Los precios fijados implicarán necesariamente asignaciones y cupos «justos» para la producción y el consumo entre las naciones y sólo los cínicos se atreverán a vaticinar improbables disputas internacionales por este motivo. Finalmente, merced al mayor de los milagros, este mundo de posguerra, plagado de controles y coerciones supranacionales, será también ¡un mundo de «libre» comercio internacional!

A estos efectos, no estoy seguro de lo que entienden por comercio libre los planificadores estatales pero podemos estarlo de algunas de las cosas que no incluyen en aquella expresión. No incluyen la libertad del hombre corriente para comprar y vender, tomar y conceder préstamos al tipo o interés que prefiera y donde considere más conveniente. No incluyen la libertad del sencillo ciudadano para cultivar la cantidad que desee de determinado fruto; de ir y venir a voluntad; de establecerse donde más le agrade, llevando consigo su capital y otros bienes. Más bien se refieren sospecho, a la libertad de los burócratas de disponerlo todo por él, diciéndole que si les obedece dócilmente, será recompensado con un aumento de su nivel de vida. Ahora bien, si los planificadores triunfan en su intento de relacionar la idea de la cooperación internacional con la de un creciente dominio del Estado en el control de la vida económica, parece eventualidad más que probable que la planificación internacional seguirá el modelo utilizado en el pasado, en cuyo caso el nivel de vida del hombre sencillo declinará junto con sus libertades.

16. INTERVENCIÓN ESTATAL DE LOS PRECIOS

1

Hemos visto ya cuáles son algunas de las consecuencias de los esfuerzos estatales para fijar los precios de los artículos por encima de los niveles a los que hubiese conducido el mercado libre. Veamos ahora algunos de los resultados de los intentos oficiales para mantener los precios de los artículos por debajo del natural nivel del mercado Esta última tentativa la realizan en nuestros días casi todos los gobiernos en épocas de guerra. No examinaremos aquí si es acertado. intervenir los precios en caso de contienda bélica. En la guerra total, toda la economía ha de estar necesariamente dominada por e]. Estado y las complicaciones que habríamos de considerar nos llevarían demasiado lejos de la cuestión principal que interesa a este libro. Ahora bien, la regulación de los precios en tales épocas, acertada o no, en casi todos los países se prolonga, por lo menos, durante largos períodos cuando la guerra ha cesado y ha desaparecido la excusa original que la motivara.

Veamos, primero, lo que ocurre cuando el Estado trata de mantener el precio de un artículo o de un pequeño grupo de ellos por debajo del que alcanzaría en el mercado de libre competencia.

Cuando el Gobierno pretende fijar precios máximos tan sólo para algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste «razonable». Supongamos que los productos elegidos para este propósito sean el pan, la leche y la carne.

E1 argumento esgrimido para mantener bajos los precios de estos artículos es, en líneas generales, el siguiente: si dejamos la carne a merced del mercado libre, el precio experimentará elevación por efectos de la disputada demanda, de forma que sólo los ricos podrán comprarla. La gente no tendrá carne, en relación a sus necesidades, sino tan sólo en proporción a su poder adquisitivo. Si mantenemos el precio bajo, todos podrán obtener una parte justa.

Lo primero que hay que resaltar en tal argumentación es que si fuera válida, habría que calificar la política adoptada de inconsistente y medrosa. Porque si el poder adquisitivo más que la necesidad, determina la distribución de carne a un precio de mercado natural de 65 centavos la libra, también lo determinaría, aunque quizá en grado ligeramente inferior, al precio legal máximo de, verbigracia, 50 centavos la libra. De hecho, el argumento «poder adquisitivo más bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el caso de que fuese regalada.

Ahora bien, los planes para tasar los precios suelen comenzar como esfuerzos para «impedir que suba el coste de la vida» y sus patrocinadores suponen inconscientemente que el precio fijado por el mercado en el momento de comenzar la intervención tiene algo de especialmente sacrosanto y «normal». E1 precio de partida se considera «razonable» y cualquiera por encima de él, «no razonable», con independencia de los cambios en las condiciones de producción o demanda sobrevenidas desde que fue establecido por vez primera.

2

Al discutir este tema, carece de sentido suponer un control de precios que fijase éstos exactamente donde los situaría en cualquier caso el mercado libre. Esto sería como si no existiera dicho control Debemos suponer que el poder adquisitivo de las gentes es mayor que la oferta de bienes disponibles y que los precios son mantenidos por el Estado por debajo de los niveles que alcanzarían en el mercado libre.

Ahora bien, no es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan esas consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además, la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen. Incluso los más eficientes pueden llegar a experimentar pérdidas. Esto ocurrió durante la guerra, cuando la Oficina de Administración de Precios obligó a los mataderos a sacrificar y elaborar la carne por menos de lo que les costaba el ganado vivo y el trabajo de sacrificarlo y manipularlo.

Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez. Esto es precisamente lo contrarío de lo que los gobernantes pretendían, pues precisamente los artículos objeto de tasa son los que más desean mantener en abundante oferta. Ahora bien, cuando limitan los salarios y beneficios de quienes los fabrican, sin intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías menos esenciales.

Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas y controles en un intento de eludirlas. Entre ellos figuran el racionamiento, el control de costos, los subsidios y la fijación general de precios. Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.

Cuando aparece la escasez de cualquier producto, a causa de la fijación de su precio por debajo del de mercado libre, los consumidores ricos son acusados de «haberse apoderado de más de lo que en justicia les corresponde», o, si se trata de materia prima indispensable para un proceso de fabricación, se culpa a las empresas particulares de «acaparar». E1 Gobierno adopta entonces una serie de normas disponiendo quién tendrá prioridad para adquirir tal mercancía, o a quién y en qué cantidad será adjudicada, o cómo ha de ser racionada. Si se adopta el sistema de racionamiento, cada consumidor puede disponer sólo de determinado suministro máximo, sin consideración a cuanto se halle dispuesto a pagar por mayor porción.

En una palabra, si se establece un sistema de racionamiento, ello significa que el Gobierno instaura un doble sistema de precios o un doble sistema monetario, en el cual cada consumidor ha de poseer cierto número de cupones o «puntos», además de una determinada cantidad de dinero. O lo que es igual, el Gobierno trata de hacer mediante el racionamiento parte de lo que en un mercado libre habría hecho a través de los precios. Digo sólo parte, porque el racionamiento simplemente limita la demanda, sin estimular al mismo tiempo la oferta, como hubiera hecho un precio más elevado.

El Gobierno puede tratar de asegurar el aprovisionamiento extendiendo su control a los costos de producción de un artículo. Para mantener bajo el precio de la carne al detalle, por ejemplo, puede fijar su precio al por mayor, el precio en matadero, el del ganado vivo y el de los piensos, más los salarios de los braceros del campo. Para mantener bajo el precio de la leche, puede intentar fijar los salarios de los repartidores, el precio de los envases, el de la leche en las granjas y el de los piensos. Para contener el precio del pan, puede fijar los salarios en la industria panadera, el precio de la harina, los beneficios de los harineros, el precio del trigo, y así sucesivamente.

Pero a medida que el Estado extiende esta intervención de los precios, extiende también las consecuencias que en un principio le llevaron por este camino. Suponiendo que tenga suficiente decisión para fijar esos costos y sea capaz de hacer cumplir sus resoluciones, no consigue otra cosa sino provocar la escasez en los diversos factores —mano de obra, piensos, trigo, etcétera— que intervienen en la producción de los artículos resultantes. Así, los gobernantes se ven obligados a implantar controles en círculos cada vez más amplios cuya consecuencia final conduce a la fijación general de precios.

El Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los subsidios. Reconoce, por ejemplo, que cuando mantiene el precio de la leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del nivel relativo en que fija otros precios, puede producirse una escasez por defecto de los inferiores salarios o márgenes de beneficios en la producción de leche o mantequilla, comparados con otras mercancías. Por consiguiente, el Estado trata de desvirtuar los efectos pagando un subsidio a los productores de leche y mantequilla. Prescindiendo de las dificultades administrativas que todo ello implica y suponiendo que el subsidio sea suficiente para asegurar la producción relativa deseada de leche y mantequilla, es notorio que si bien el subsidio es pagado a los productores, los realmente subvencionados son los consumidores. Porque los productores, en definitiva, no reciben por su leche y mantequilla más de lo que obtendrían si se les permitiese aplicar un precio libre a tales productos, pero en cambio, los consumidores los obtienen a un precio muy por debajo al del mercado libre. Están, pues siendo subvencionados en la diferencia, es decir, en el importe del subsidio pagado aparentemente a los productores.

Ahora bien, a menos que el artículo así subvencionado se halle también racionado, serán quienes dispongan de mayor poder adquisitivo los que podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello significa que tales personas están siendo más subvencionadas que los económicamente más débiles. Quién subvenciona a los consumidores dependerá dé la forma en que se articule el régimen fiscal. Ahora bien, resulta que cada persona, en su papel de contribuyente, se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor. Y resulta un poco difícil determinar con precisión en este laberinto quién subvenciona a quién. Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no se ha descubierto aún e] método para que la comunidad obtenga algo a cambio de nada.

3

La intervención de los precios puede a menudo revestir apariencias de éxito durante un corto período. Puede dar la impresión de funcionar bien durante cierto tiempo, particularmente en épocas de guerra cuando se halla apoyada por el patriotismo y el ambiente de crisis. Ahora bien, cuanto más se prolonga, tanto mayores son las dificultades. Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la oferta. Hemos visto que si el Estado intenta evitar la escasez de un artículo determinado reduciendo también los precios de la mano de obra, las materias primas y otros factores que intervienen en su costo de producción provoca al propio tiempo la escasez de todos ellos. Pero de continuar por el camino emprendido, los gobernantes no sólo se verán obligados a extender cada vez más el control de precios de arriba abajo en sentido «vertical», sino que considerarán indispensable implantarlo «horizontalmente». Si racionamos un articulo y el público no puede conseguirlo en cantidad suficiente, aunque disponga de capacidad adquisitiva procurará sustituirlo por otro. E1 racionamiento de todo artículo que se hace escaso provoca, en resumen, un aumento de la demanda de los no racionados. Si suponemos que el Gobierno tiene éxito al combatir los mercados negros (o al menos consigue impedir se desarrollen en escala suficiente para anular los precios legales), la persistencia en el control de precios debe llevarle al racionamiento de un número cada vez mayor de mercancías. Ahora bien, el racionamiento no se detiene en los consumidores. Durante la guerra no se limitó a dicho sector. De hecho se aplicó en primer término a la distribución de materias primas a los productores.

La consecuencia natural de un control general de precios que trata de perpetuar determinado nivel histórico de precios es forzoso que en definitiva conduzca a la implantación de un sistema económico totalmente planificado. Los salarios habrán de ser mantenidos bajos, tan rígidamente como los precios. La mano de obra tiene que racionarse tan implacablemente como las materias primas. E1 resultado final será que el Estado no sólo habrá de ordenar a cada consumidor la cantidad exacta de que puede disponer de cada artículo, sino también a cada fabricante la cantidad de materia prima y mano de obra que le está permitido utilizar. No sería posible tolerar ni la competencia en la oferta de salarios ni en los precios de los materiales Todo ello conduciría a implantar una petrificada economía totalitaria, con todas las empresas y todos los obreros a merced del Estado, y la pérdida final de todas las libertades tradicionales que hemos conocido. Porque, como Alexander Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, hace siglo y medio, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al dominio sobre su voluntad» (1).

Estas son las consecuencias de lo que cabría denominar control de precios «perfecto», prolongado y «apolítico». Como quedó tan ampliamente demostrado en un país tras otro —particularmente en Europa, durante la segunda guerra mundial—, algunos de los más crasos errores de los burócratas quedaron mitigados gracias al mercado negro. Fue cosa corriente en muchos países europeos que la gente sólo pudiese atender a sus necesidades elementales favoreciendo el mercado negro. En algunos países éste floreció a expensas del mercado con precios fijos legalmente reconocidos, hasta que el primero pasó a ser de hecho el mercado. Sin embargo, al mantener nominalmente los precios tope, las autoridades trataban de demostrar que su intención, ya que no la del equipo de inspectores, era honesta.

(1) El Federalista, considerada hoy en día como obra clásica de la literatura política norteamericana, fue una publicación periódica desde cuyas columnas James Madison, Alexander Hamilton y Jay, entre otros, abogaron a favor de la ratificación por los trece Estados independientes, ligados ya bajo los Artículos de la Confederación, de la Constitución Federal elaborada por la Convención de Filadelfia. Dio su nombre al partido federalista, que puede considerarse como el primer gran partido político norteamericano. (N. del T.)

No debe suponerse que no hubo perjuicios por el hecho de que el mercado negro suplantara finalmente al mercado legal. Los hubo, por cierto, y con un doble matiz: económico y moral. Durante el período de transición las empresas de gran envergadura y plenamente arraigadas, con una considerable inversión de capital y dependiendo en gran medida del mantenimiento de su prestigio ante el público, se ven forzadas a restringir o interrumpir la producción. Vienen a ocupar su lugar empresas improvisadas que disponen de poco capital y menos experiencia en la producción. Estas nuevas firmas carecen de eficacia si se las compara con aquellas a las que desplazan, producen artículos inferiores y fraudulentos a costos muy superiores de los que las empresas antiguas hubieran necesitado para continuar su producción. De este modo se premia la falta de honestidad. Las nuevas firmas deben su misma existencia o desarrollo a la circunstancia de no importarles violar la ley; sus clientes conspiran con ellas y, como consecuencia natural, la desmoralización se extiende a toda actividad mercantil.

Ocurre muy raras veces, además, que las autoridades encargadas de fijar los precios hagan algún esfuerzo honesto simplemente para preservar el nivel de precios existente al iniciar la intervención. Declaran que su intención es «mantener las cosas en su lugar». Sin embargo, muy pronto, so pretexto de «corregir desigualdades» o «injusticias sociales», inician una fijación de precios discriminatoria que sólo tiende a favorecer a los grupos con influencia política en detrimento de los demás Como el poder político depende hoy en día primordialmente de los votos, los grupos que las autoridades tratan más frecuentemente de favorecer son los obreros y agricultores. A1 principio se afirma que los salarios y el costo de la vida no guardan relación entre sí que los salarios pueden elevarse fácilmente sin que se eleven los precios. Cuando se pone de manifiesto que los salarios pueden incrementarse tan sólo a expensas de las ganancias, los burócratas comienzan a argüir que - los beneficios eran ya demasiado considerables y que una elevación de salarios sin la correspondiente subida de precios todavía permitirá «una ganancia razonable». Como no existe nada parecido a una tasa uniforme de los beneficios, como la ganancia es variable en cada empresa, el resultado de esta política es eliminar los negocios con escaso margen de rentabilidad, desalentando o reteniendo la producción de determinados artículos. Ello significa desocupación, descenso en la producción y descenso del nivel de vida.

5

¿En qué se basa todo el esfuerzo para fijar unos precios máximos? Ante todo, en la falta absoluta de visión respecto de los motivos que determinan la elevación de los precios. La causa real consiste o en la escasez de artículos o en el exceso de dinero. Los precios topes legales no pueden remediar ninguna de las dos cosas. En realidad, según acabamos de ver, su efecto queda limitado a intensificar la escasez de productos. Lo que procede respecto al exceso de dinero será tratado en un capítulo posterior. Ahora bien, uno de los errores que conducen a la fijación de precios constituye el tema fundamental de este libro. Así como los interminables planes para elevar los precios de ciertas mercancías favorecidas son el resultado de pensar sólo en los intereses de los productores a quienes inmediatamente afectan, olvidando a los consumidores, los planes para mantener bajos los precios mediante disposiciones legales son el resultado de considerar solamente los intereses de la gente como consumidores y prescindir de los que como productores les atañen. Y el apoyo político a tales programas procede de una confusión semejante en la mentalidad pública. La gente no quiere pagar más por la leche, la mantequilla, el calzado, los muebles, el alquiler de sus viviendas, las entradas del teatro o los diamantes. Siempre que el precio de cualesquiera de estos bienes se eleva sobre el nivel anterior, el consumidor se indigna y cree que está siendo despojado.

La única excepción radica en el artículo que cada uno produce: entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi propio negocio —dice— es peculiar y el público no lo comprende. La mano de obra se ha encarecido, el precio de las materias primas también se ha elevado, esta o aquella materia prima ya no se importa y debe fabricarse más cara en nuestro país. Además, ha crecido la demanda del producto y debe permitirse a los fabricantes aumentar los precios lo necesario para estimular una expansión que satisfaga la demanda.» Y así por el estilo. Como consumidor, todo el mundo compra cien productos diferentes; como productor suele producir uno solo y puede ver la injusticia de mantener bajo el precio de ese producto. Y del mismo modo que cada fabricante desea un mayor precio para su producto, cada obrero desea un sueldo o salario más elevado. Cada uno puede percatarse, como fabricante, de que el control de precios restringe la producción en su sector, pero casi todos se resisten a generalizar esta observación, pues ello significaría tener que pagar más caros los productos de los demás.

Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores. La política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte e n cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde. Como productor desea la inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o productos), como consumidor desea la limitación de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos. Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos (mientras los costos de sus materias primas sean mantenidos legalmente bajos) y al mismo tiempo beneficiarse como consumidor con el control de precios. Ahora bien, la inmensa mayoría se engaña a sí misma. Porque no sólo ha de registrarse, en el mejor de los casos, tanta pérdida como ganancia con esta manipulación estatal de los precios; forzosamente se originarán mayores pérdidas que beneficios, pues toda intervención de los precios desorganiza y desalienta la ocupación y la producción.