V

MUERTE E INMORTALIDAD

 

1. Las redes del tiempo

Hemos descrito antes al hombre como ser de memoria y de proyecto, constitucionalmente abierto al futuro y comprometido con él. Vivir es tener futuro. Pero ese hombre-proyecto choca frontalmente -se estrella, podríamos decir- con un acontecimiento tan real como enigmático: la muerte. ¿Es el hombre un proyecto que la muerte destroza y aniquila, un proyecto abocado a la desaparición más completa? En la Antígona de Sófocles, el coro canta : “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna como el hombre... Tiene recursos para todo; sólo la muerte no ha conseguido evitar”. Únicamente ante la muerte se siente el hombre impotente y sin recursos. La muerte es para él algo extraño de lo que no sabe librarse; y no sólo extraño y sorprendente, sino terrible.

En primer lugar por el carácter de certeza irrefutable con que se presenta: “¿qué es el hombre? -se pregunta Thibon-: un ser que piensa, que ama, que va a morir y que lo sabe. Poco importa que se esfuerce en olvidarlo, que intente vendarse los ojos inútilmente con las apariencias: los ojos del alma no se ciegan como los del cuerpo, y el hombre lo sabe. Es su única certeza, la única promesa que no ha de fallar, la gran paradoja de la vida, cuya suprema verdad se halla en la muerte”. Todo hombre sabe que un día morirá. La muerte es un dato tan esencial que, toda concepción del mundo y del hombre que no incluya la muerte, que pretenda olvidarla, no puede ser más que ilusión (Clément).

Freud, contemplando la muerte desde el punto de vista del que piensa acerca de ella, dice algo que sólo en apariencia contradice la anterior afirmación: “cada uno de nosotros tiene a todos como mortales menos a sí mismo”. La causa habría que buscarla en el hecho de que el saber informativo sobre la muerte proviene de la experiencia de la muerte ajena: la muerte es algo que, de momento, les ocurre a los demás (Alfaro). Mi propia muerte es para mí algo extraño, ajeno y lejano. Borges pone en boca de Almotásim el Magrebí (s. XII), personaje presumiblemente ficticio, esta consideración:

“Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado,
que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.
¿Es posible que yo, súbdito de Yakub Almansur, muera
como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?”
(J. L. Borges)

Este temor que la muerte suscita no viene motivado principalmente por la incertidumbre del cuándo y del cómo, sino en primer lugar por el hecho en sí de la muerte. Lo más esencial de la vida es seguir vivo. Frente a esto, todo lo demás aparece como secundario. Woody Allen, en Deconstruyendo a Harry, lo expresa con su habitual lucidez descarnada y algo cínica cuando hace decir al protagonista, Harry, que espera el diagnóstico médico sobre el tumor que padece: “la frase esencial en la vida no es te amo, sino es benigno”.

Baudelaire, en su estudio sobre Poe (según cita Arregui), anota que su muerte fue espantosa. Pero no se refiere a que muriera entre grandes dolores o vilmente asesinado, o tuviera una muerte humillante; nada de eso, sino justamente lo contrario: murió en medio de una tremenda borrachera, de modo que apenas se dio cuenta de que se moría; y eso es precisamente lo espantoso, eso es lo terrible para él: la enorme trivialidad con que se presenta la muerte. Termina una vida humana -que es la forma más lograda del universo-, y todo ocurre “como si no pasara nada”. Se trata por tanto del estupor ante algo que parece poco razonable, contradictorio, como si la muerte fuera una terrible equivocación o una enorme incongruencia.

¿Porqué la muerte se nos aparece como horrible precisamente a causa de su incongruencia? Sencillamente porque todo hombre tiene un convencimiento íntimo de que la muerte no es para él, no debería ser para él. El hombre está íntimamente convencido de que lo suyo es no morir, una convicción tan extraña -puesto que la experiencia muestra que todos se mueren- como terca e irrebatible. No es una tendencia únicamente pensada, ni la proyección de un vehemente deseo que cobrara así un estatuto ficticio de realidad -como pensaba Feuerbach-, sino una tendencia esencial, radical, que forma parte de la realidad misma del hombre como una marca de nacimiento. “Haga lo que haga -dice Thibon- y desee lo que desee, tanto si se aferra al pasado como si corre hacia el futuro, tanto si se busca como si huye de sí mismo, tanto si se endurece como si se abandona, en la sensatez como en la locura, el hombre no tiene más que un deseo y una meta: escapar de las redes del tiempo y de la muerte, traspasar sus límites, llegar a ser más que hombre. Su verdadera morada es un más allá, su patria está fuera de sus fronteras”. “Si soy tan sólo un trozo de tierra -cantaba Guillermina Mota a mediados de los sesenta-, ¿porqué siento un anhelo de eternidad?”



2. Siempre despidiéndonos

Quizá muy pocos autores hayan entrañado esta tensión paradójica del hombre entre su ir hacia la muerte y su convicción de ser eterno, de estar hecho para la eternidad, como Unamuno. Esta es una cuestión central en su pensamiento, que le hace abrirse a la existencia de Dios entendido como único garante posible de la inmortalidad personal. Esa misma tensión, aunque de un modo menos dramático y más lírico, la recoge admirablemente Rilke en las Elegías de Duino (Elegía VIII):

“¿Quién nos dio la vuelta, de tal modo que,
hagamos lo que hagamos,
estamos en la actitud del que se marcha?
Como quien, en la última colina que le muestra
una vez más del todo su valle, se da la vuelta,
se detiene y permanece un rato,
así vivimos: siempre despidiéndonos”.
(Rilke)

“Pasar por las cosas una sola vez”, dice un poeta: justamente eso es lo que significa “andar siempre despidiéndonos”. Esto, por extraño que parezca, no convierte a la vida en fútil y despreciable sino al revés, en extraordinariamente interesante, apasionante en cada momento. Lo terrible sería vivir sin tener en cuenta la muerte, y esto por un doble motivo.

Primero, como apunta Arregui, porque “vivir de espaldas a la muerte es vivir en el engaño... Y si la propia vida es mentira y autoengaño, la muerte se convierte en el desengaño definitivo. La muerte reina soberana sobre una vida que no la ha tenido en cuenta, que no ha sabido construir por encima de ella... Sólo si se la tiene en cuenta -y mejor desde el principio-, puede ser vencida la muerte, impidiendo que todo acabe en nada, evitando que ella se convierta en la última y definitiva palabra sobre nuestra existencia... Pensar en la muerte no tiene por qué suponer un lastre a la vida...; más bien le confiere un apasionante dramatismo: sólo se vive una vez. Darse cuenta de que el tiempo a nuestra disposición es limitado no debe llevar a reflexiones pesimistas sobre la vacuidad de la vida, más bien tendría que conducir a un esfuerzo constante por colmarla de sentido, por aprovecharla al máximo. El problema del sentido de la vida no es una cuestión teórica, sino eminentemente existencial y práctica. No se trata de descifrar un sentido que ya está dado en un jeroglífico, sino de construir un sentido mediante la propia vida”.

En segundo lugar, porque lo que tiene el hombre delante (y detrás) de sí no es sólo la muerte sino, también con palabras de Rilke en la Elegía VIII:

“eso que llevamos siempre con nosotros
y que a menudo nos domina: el recuerdo,
como si aquello hacia lo cual uno tiende afanoso
hubiera estado ya una vez más cerca...
y su contacto hubiese sido infinitamente tierno”.
(Rilke)

Aparece la idea de la eternidad, de lo eterno, como verdadera patria del hombre, como su lugar propio, dotado además de esa cualidad de lo tierno que es propia del hogar. Venimos de lo eterno, y regresamos a lo eterno como a través de un bosque en el que ese fin ha desaparecido de nuestra vista, de nuestra apreciación directa, pero cuya presencia se experimenta como recuerdo y añoranza, como nostalgia. Ese “construir por encima de la muerte” es vivir el hoy con vistas al futuro eterno, descubrir el modo de hacer eterna nuestra vida, “llenar de eternidad -dice Thibon- nuestros días efímeros... Todo lo que no es eternidad recuperada es tiempo perdido”.

Es precisamente esa aparente contradicción entre la muerte y la inmortalidad lo que da grandeza a la vida del hombre, lo que confiere un valor extraordinario a las acciones del hombre, que mediante la libertad puede hacer con su vida lo que quiera, pero que en realidad le ha sido conferida para vivir una vida digna de él y de su fin eterno, no para hacer lo que me da la gana sino para hacer las cosas aquello que creo bueno y digno- porque me da la gana. Se trata de “vivir sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte” (Beato Josemaría Escrivá). Tener miedo a la vida es tener miedo a la dificultad evidente que una vida digna trae consigo. Pero esa actitud cautelosa y timorata sólo a priori podría tener justificación; porque a quien se decide, la realidad se le abre como la flor a los tenaces esfuerzos de la abeja. Lo decía Hölderlin: “Donde hay peligro, florece también lo que salva”.



3. La filosofía como nostalgia

Todo esto venía a cuento de ese sentido de añoranza de lo eterno que, aunque no lo parezca, define muy bien a nuestra época, en la que el hombre ha perdido aquel sentido primero de fascinación, de admiración por el cosmos, que fue el motor que impulsó el pensar filosófico en los inicios de la filosofía en Grecia. El hombre ha aprendido a conocer y a utilizar la naturaleza por medio de las Ciencias y la Tecnología y con ello el mundo ha sido desencantado (liberado del encantamiento que ejercía sobre él lo oscuro, lo incognoscible, desposeído de prodigios y maravillas). Ese proceso de desencantamiento intentó abarcar al hombre -ya hemos hablado en otro lugar sobre los reduccionismos antropológicos de la Modernidad-; pero a la postre resultó que el hombre mismo terminó también desencantado, decepcionado con los resultados obtenidos, porque no sólo se hizo incapaz de contemplar la Naturaleza (¡quién se deleita contemplando un mecanismo!), sino que acabó perdiendo la fe en sí mismo: dejó también en el camino la conciencia de su propia dignidad y de su realidad misteriosamente inabarcable.

Hoy la filosofía vuelve los ojos al hombre con nostalgia. Al cabo de XXV siglos de pensamiento filosófico, puesto que la admiración ante el cosmos parece haber muerto, lo que mueve al hombre a seguir preguntándose es precisamente él mismo: el inicio de la filosofía -la idea es de Hölderlin, recogida por Heidegger y recordada por Buber- es la añoranza, la nostalgia radical que el hombre experimenta, la melancolía que provoca en él la posibilidad de alcanzar un estado en que ser hombre no resulte problemático (¿o es el recuerdo de un estado anterior?). La filosofía así entendida tiene mucho que ver con la búsqueda del sentido: el hombre anda a la búsqueda de un camino que le permita regresar a su patria y a su hogar, a su verdadera condición, que no es precisamente ésta que ahora experimenta. El hombre abriga la convicción de que es un desterrado que, con el paso del tiempo, de las generaciones, ha olvidado que lo es, ha perdido la “memoria de su origen primero esclarecida” (Fray Luis de León, Oda a Salinas) y ha procurado adaptarse a las condiciones de su destierro, sin conseguirlo plenamente. Como los judíos en el exilio de Babilonia, también el hombre actual puede decir: “¿cómo vamos a cantar y a estar alegres en tierra extranjera?” (Salmo 137).

Aparece la idea de la nostalgia como recuerdo, pero también como aspiración a algo cuyo contenido sólo oscura y confusamente se vislumbra, pero que se experimenta como aquello que da sentido pleno a la vida del hombre, algo que echamos en falta y cuya ausencia nos marca como un hierro.

Volvamos a la Odisea. Ulises (Odiseo), uno de los héroes griegos vencedores en Troya, regresa en barco a su isla de Ítaca una vez terminada la guerra. El viaje resulta extremadamente difícil: le acosan mil peligros, de los que sale triunfante merced a su astucia y su prudencia; retrasan su viaje mil dificultades. El pensamiento de su amada Ítaca -donde le esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco, su hogar y sus amigos, la vida tranquila y placentera que tanto añora- es la fuerza que le hace arrostrar esos peligros y vencer la tentación de instalarse en cualquier lugar del camino. Al final, Ulises es un hombre devorado por la nostalgia, por el ansia de llegar. La Odisea es un relato lleno de sugerencias, por el que no parece pasar el tiempo. Sin duda la razón está en esa clave parabólica con que siempre se ha leído: el viaje azaroso, rico en dificultades pero también en enseñanzas, como metáfora de la vida del hombre; Ulises como imagen del hombre que sortea las mil dificultades que se le presentan con la esperanza puesta en el regreso a su verdadero hogar, figura del hombre que en sus actuales condiciones de vida se siente fuera de su lugar propio, añorante de su verdadera patria -que entiende no ser ésta-, devorado por esa profunda nostalgia del regreso, con las manos en el remo y los ojos en el horizonte, anhelando descubrir detrás de cada ola el perfil de su pequeña isla amada.




4. El presentimiento de la Belleza inmortal

Esta intuición del misterio que liga al hombre, aparentemente perecedero y mudable, con lo eterno e inmutable, tiene una de sus manifestaciones más precisas en la labor de creación artística. En el acto de creación estética se produce siempre la elevación del mundo de la experiencia, de lo fáctico, a otro distinto y más hermoso, un mundo en el que las contradicciones de la vida del hombre se ven de algún modo superadas. “Lo que sentimos -dice Marina- en la experiencia estética es que un trozo de realidad se ha convertido en un signo de una existencia posible, deseable y lejana”. La obra de arte representa entonces el papel de una fulguración interior, un deslumbramiento en el que al espíritu se le revela de alguna manera la verdad y la realidad de ese modo de vida ansiado y presentido. Lo que se manifiesta en la experiencia estética es la punta del iceberg, el pequeño afloramiento del misterio profundo que esconde la realidad detrás de su apariencia mostrenca. La labor de creación es entendida no como invención de un mundo ficticio, sino como descubrimiento aproximativo de la profunda y brillante realidad que se esconde detrás de esas apariencias que solemos llamar realidad y que no son más que su corteza visible.

No se trata de un conocimiento racional y conceptual, fruto exclusivo del razonamiento discursivo, sino de un conocimiento también amoroso y nostálgico; una intuición premonitoria: como si desde la propia entraña de las cosas, por medio del autor, se fueran abriendo paso hacia la superficie, a través de la masa gris y pesada de lo mostrenco, pequeños fragmentos brillantes de lucidez procedentes del fondo misterioso de los seres, que iluminan de una manera nueva la realidad.

Esto quizá sea más perceptible en la poesía y en la música. Baudelaire, hablando del instinto de Belleza que distingue al poeta, dice que “él es lo que nos hace considerar a la tierra y a sus espectáculos como un esbozo, como una correspondencia del cielo. La sed insaciable de todo aquello que está más allá, y que la vida revela, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por y a través de la música, como el alma entrevé los esplendores situados tras la tumba; y cuando un poema exquisito hace venir las lágrimas al borde de los ojos, estas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo; son, más bien, el testimonio de una melancolía irritada, de una naturaleza exilada en lo imperfecto y que querría apoderarse inmediatamente, en esta misma tierra, de un paraíso revelado” (Baudelaire).

En las formas auténticas del arte -la poesía, la pintura, la música- encuentra una de sus expresiones más altas esos sentimientos de carencia irremediable, de nostalgia viva y desesperante de ese complemento nunca alcanzado y siempre ambicionado que el hombre reclama.. A través de ellas el hombre vislumbra el misterio profundo de la existencia, el misterio de lo infinito que lo constituye y lo reclama pero que, como tal infinito, se resiste a toda definición. “Las formas más elevadas del arte -dice Crespi- no pretenden decir, forzar nuestra atención a través de argumentaciones, sino que muestran de manera pura lo que no puede expresarse con palabras. Como ha escrito Cassirer comentando a Schelling: En la obra acabada del genio hay un sentido infinito que se ha vuelto objetivo, un sentido que no se puede comprender ni captar mediante una reflexión, ni siquiera mediante la reflexión del propio creador’” (Crespi).

No es imprescindible que el artista sea expresamente consciente de que su obra es una revelación del misterio oculto de la verdadera realidad. Puede serlo o no. Simplemente el poeta descubre lo espiritual de las cosas y algo que hay más allá de ellas. Pero el poeta no tiene porqué saber que en realidad se trata de un conocimiento especular de Dios, una incoación confusa, un atisbo incompleto de Dios. Y la razón estriba en que el poeta no tiene por qué conocer “los lazos que en el ser ligan necesariamente con Dios a la poesía y a la belleza, o lo sabe de un modo tan confuso que puede recusar, en lo que respecta a sus propias opciones humanas, el impulso que atraviesa su experiencia, o falsear su significación y detenerse en el espejo rehusando la Inmensidad demasiado real que éste refleja enigmáticamente. Es por ello por lo que algunos poetas están convencidos de que toda poesía es de esencia religiosa” (J. Maritain), aunque apenas si crean en Dios. Desde luego, los clásicos lo pensaban. Para ellos la poesía es fruto del entusiasmo, que etimológicamente significa el hecho de estar poseído por un numen (cualquiera de los dioses, en la mitología clásica).

Ese encanto misterioso que el poeta entrevé confusamente puede llamarlo Belleza imposible, puede denominarlo “un reino más grande que el mundo” (R. Maritain), pero esto no quita ni pone nada: sepa o no sepa el poeta que está hablando del Misterio, el Misterio está hablando por él (O. González).

Ese imposible “no podemos -dice C. S. Lewis- ocultarlo ni revelarlo, aunque deseamos hacer ambas cosas. No cabe revelarlo porque es el deseo de algo que está más allá de nuestra experiencia. No es posible acallarlo porque nuestra experiencia está sugiriéndolo continuamente, y nos delatamos como se descubren los amantes al mencionar el nombre del amado. El recurso más habitual consiste en llamarlo 'belleza' y en actuar como si eso resolviera el asunto. El subterfugio de Wordsworth consiste en identificarlo con ciertos momentos de su propio pasado. Todo esto es una trampa. Si Wordsworth hubiera regresado a esos momentos del pasado, no habría encontrado el objeto deseado, sino sólo un recordatorio suyo. Lo recordado resultaría ser un recuerdo en sí mismo. Los libros o la música en que creíamos que se ocultaba la belleza nos traicionarán si confiamos excesivamente en ellos. Pues realmente no está ni en aquellos ni en ésta, tan sólo se revela a través de ellos. En realidad, los libros y la música aumentan el deseo de poseerla. (...). La nostalgia sentida durante toda la vida, el anhelo de reunirnos en el universo con algo de lo que ahora nos sentimos separados, de estar tras la puerta vista siempre desde fuera, no es mera fantasía neurótica, sino el más fiel exponente de nuestra situación real. Ser llamados a entrar supondría una gloria y un honor muy superiores a nuestros méritos y, consecuentemente, la curación de ese viejo dolor” (Lewis).

Esto lo podemos contemplar como crisis en casi todos los escritores, poetas, pintores, músicos... y en casi todos los hombres que viven realmente: a veces parece que el mundo sea algo extraño lejano, que uno está solo y se siente extranjero entre lo que le rodea, que incluso las personas con las que más unidos estamos a veces parecen inaccesibles; y que aquello que de verdad queremos y necesitamos alcanzar siempre queda más allá de donde hemos llegado, como una meta inasequible. Nostalgia de plenitud., en la que al hombre le pesa la contingencia de este mundo y la suya propia (Terrasa). El hombre anda a la búsqueda anhelante de la clave que convierta en posible ese imposible al que aspira. Como dice Thibon: “la verdad, el amor y la belleza existen en alguna parte, y toda esa nada que me ahoga no tiene poder para impedirlo”.




5. Para la eternidad

¿No será un auto-engaño, una ilusión, ese pensamiento de perdurabilidad, la existencia de ese otro mundo? Parece que no; al contrario, tiene más bien el aire de algo completamente original, genuino. Desde luego, no es de ahora: afecta al homo sapiens sapiens desde el principio. La identificación de los comienzos de nuestra especie está vinculada precisamente con los rituales funerarios (mejor que con el “culto a los muertos”, que es una expresión ambigua), que manifiestan la creencia en una vida después de la muerte. La creencia en la inmortalidad personal es una constante antropológica que se presenta a la vez como un hecho no sólo psicológico (personal), sino también -y sobre todo- sociológico. Los seres humanos, tanto individual como colectivamente, reaccionamos así ante la muerte. El hombre, al descubrir y anticipar su muerte, descubre como por contraste su propia tendencia a no morir, a la inmortalidad. La paradoja es evidente, y es lo que provoca esa mezcla de confusión y de rechazo. La muerte se muestra como incomprensible porque es algo que no debería suceder.

Podríamos hacer aquí y ahora un resumen de ese haz de argumentos que parecen convergir más allá del horizonte de nuestra vida actual y proyectar al hombre más allá de sí mismo, del tiempo y de muerte, hacia una vida más amplia y dilatada que siente de algún modo como su verdadera vida. El hombre, a pesar de ese obstáculo imponente que es la muerte, contra el que parece romper y destrozarse toda vida humana, se siente permanentemente impulsado hacia adelante por una pretensión sin meta asignable al tiempo. Ninguna razón intrínseca justifica el agotamiento de la línea argumental de la vida personal en la historia, es decir, en el tiempo (Lucas). No parece haber nada en el mundo que agote ese afán del hombre:

- de conocer y conocerse. Toda la realidad (particularmente él mismo, su propia persona) aparece como insondable, misteriosa, inexplicable en su totalidad de ser y de sentido.

- de querer y querer, como si el hombre fuera un afán perpetuamente insatisfecho, insaciable, incolmable por cualquier realidad terrena. No hay placer que lo retenga, que lo aquiete, sino momentáneamente, y sólo para después atreverse a más, necesitar más (algo cualitativamente distinto y superior);

- de sentido. Como si toda acción humana tuviera un carácter inconcluso en espera de una situación definitiva en la que adquiera pleno sentido lo que ahora parece no tenerlo sino de manera fragmentaria, a causa del mal, del dolor y del fracaso que truncan y astillan la vida de los hombres: la realidad del amor y esas vidas vividas en fidelidad a lo que el hombre entiende como digno de sí, están reclamando una plenitud de sentido que las actuales condiciones de la existencia humana les niegan.

Esa falta de plenitud, esa diferencia entre aquello a lo que el hombre aspira como propio y lo que en realidad consigue, está reclamando una plenitud más allá de las actuales condiciones de existencia, más allá del tiempo y de la historia.

Por otro lado el hombre percibe, como dijimos en su momento, la gratuidad de su propia existencia: un don que se le ofrece y no algo que él mismo se otorgue. Y entiende también de manera evidente que tampoco está en condiciones de disponer sobre el término de esa existencia. Por eso mismo puede llegar a intuir que él tampoco es la fuente del sentido de su vida, que el sentido de su vida no viene de él mismo sino de Aquel que lo fundamenta y lo trasciende. Y puede llegar a entender que lo que le compete en propiedad es encontrar ese sentido y, una vez encontrado, aceptarlo (o subsidiariamente, rechazarlo). De ahí que el acto radical de la libertad humana consista esencialmente en determinarse en esta cuestión, es decir, en decidirse frente a ese Fundamento trascendente que es Dios.

El hombre, desde distintos puntos de vista, entiende que no viene del tiempo ni se agota en el tiempo, y que la muerte, lejos de manifestar el sinsentido de la vida, ha de ser en realidad la que nos libere de nuestra incapacidad actual, la que revelará lo que en realidad somos, despojándonos de cuanto ahora esclaviza nuestra condición eterna.

Pero todo eso supone necesariamente a Dios, que nos trae a la existencia, nos llama a la eternidad y nos hace eternos acogiendo nuestra propia vida en la Suya; un Dios que al término de nuestra vida temporal, nos resucite a la eternidad. Nietzsche tiene razón en lo que sospecha -el hombre es Dios, el hombre está llamado a ser Dios- pero no en la solución que da ni en las razones que aduce. Porque al hombre la participación en la divinidad de Dios le ha sido otorgada como un don gratuito, y para hacerla real el hombre tiene que abrirse al don de Dios, responderle libremente. Por contra, el hombre se malpierde cuando se cierra a Dios y pretende ser Dios por cuenta propia. Cuando el hombre decide ser Dios no por apertura y asimilación con el Único que es Dios sino por suplantación, se convierte en dios, es decir, en un ídolo, en una apariencia sin contenido, incapaz de salvar. “Cuando el hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino los ídolos” (Ratzinger).




6. ¿Vida eterna o eterno retorno?

Aquí convendría una explicación acerca de las cualidades de ese futuro del hombre -ese no-fin presentido por el hombre, que sólo en apariencia trunca la muerte- para que sea verdaderamente humano. Para que sea verdaderamente nuestro y satisfaga el ansia de plenitud personal que anhelamos, para que complete lo que aún no somos sin renegar de lo que ahora somos, habría de ser:

a) un futuro en que nuestra vida actual -con sus luchas, su dolor, su trabajo, su esperanza- tenga verdadero y pleno sentido. Es decir, un futuro en que nuestra vida actual no sea arrumbada, negada, ni considerada un ejercicio sin importancia ni valor, realidad banal que nos podríamos haber ahorrado. Ese futuro debería dejar intacta la seriedad de esta vida, su decisividad. Ha de existir por tanto una continuidad biográfica del sujeto en los dos estados, es decir, entre esta vida y la futura vida eterna. El hombre no se sentiría afectado por un futuro que le resultara totalmente extraño porque nada tuviera que ver con el presente, con lo que ha sido su vida hasta ese momento, con lo que él ha hecho de su vida hasta entonces, y más particularmente con la decisión originaria de la libertad radical, la decisión decisiva que el hombre toma siempre sobre la totalidad de sí mismo, sobre él en sí mismo: la postura de aceptación o rechazo que adopte frente a Dios, que es su Fundamento. La vida del hombre tiene carácter de respuesta: vivir es responder a Dios, entrar en diálogo con Él. La pregunta que nos hace, por si tienen curiosidad, es la misma que leemos en el Evangelio, dirigida a San Pedro: “¿Simón, me amas?”.

Las versiones circulares del tiempo, en sus distintas modalidades (eterno retorno, reencarnación del alma...), convierten la vida del hombre en una realidad irrelevante, la historia entera en una apoteosis de la irresponsabilidad. En efecto, si todo fuera un arbitrario y permanente volver a empezar de cero, si todo fuera pura y simple provisionalidad y no hubiera nada realmente decisivo, ¿qué sentido tendría empeñarse en hacer algo interesante con la propia vida? El sentido de la responsabilidad se esfumaría, y con ello se volatilizaría la idea de la vida como proyecto y aun la noción misma de libertad, que es justamente lo que el hombre sabe que convierte su vida en algo valioso. Sólo quedaría una vaciedad sin nombre, tan cambiante como insignificante.

Nietzsche se ve forzado a admitir el eterno retorno como subterfugio para que el tiempo mil veces recomenzado se convierta en un sucedáneo de la eternidad, a fin de que el hombre se parezca algo a ese remedo de Dios en que Nietzsche está empeñado en convertirlo. Pero la inconsecuencia es patente: la vida, entendida así, se vacía de contenido. La supervida del superhombre resulta ser el triunfo del vacío y de la arbitrariedad. Pero esto sólo se puede pensar como positivo cuando y éste es el caso de Nietzsche- se entiende de manera profundamente equivocada la naturaleza de Dios. Para Nietzsche la esencia de la religión, de la relación del hombre con Dios consistía en el sometimiento absoluto por parte del hombre a la voluntad de Dios, entendiendo ésta en el sentido de la pura arbitrariedad. Freud tendría algo que decir en esta forma tan desgraciada y empobrecida que Nietzsche tenía de entender a Dios y la religión, herencia sin duda del acentuado rigorismo luterano en el que había sido educado en su infancia.

b) Mucho menos aún se sentiría vinculado el hombre con un futuro que no fuera su propio futuro, futuro de él mismo. Para ser verdaderamente humano el futuro ha de respetar la identidad de la persona, la continuidad del yo: ha de ser un futuro en el que yo siga siendo yo, el mismo y no otro. La idea del recomienzo absoluto presente en cualquiera de las versiones del tiempo circular no respetan esta necesidad fundamental; y la idea de la transmigración de las almas es insostenible ya que no guarda los criterios de identidad del yo antes y después de la reencarnación (Arregui). Si cada vez que recomienzo soy otro y me veo forzado a adoptar una identidad distinta (y así hasta el infinito) ¿qué más da quién sea yo ahora? Y si eso no importa, nada en realidad es importante. Pero esto, al menos en sus momentos de lucidez, el hombre no lo puede aceptar; hay demasiados datos para pensar que ese supuesto no respeta la realidad. Cuando el hombre piensa en un futuro digno y pleno, piensa en un futuro que tenga como una de sus características esenciales una cierta continuidad con el presente en esos aspectos mencionados.

c) A la vez se advierte que ese futuro no puede consistir, sin más, en una prolongación indefinida de nuestro actual modo de vida, en un “más de lo mismo”, porque eso no resolvería el problema, sino que lo agravaría. La plenitud de vida que el hombre reclama no es una plenitud puramente temporal, una distensión temporal indefinida; la plenitud no hace referencia solamente a un tiempo sin final, sino también y sobre todo al modo de vivir: implica una plenitud modal. Lo que el hombre añora y echa en falta es otro modo de vivir, que incluye la infinitud temporal pero que no se agota en ella. Un futuro en el que el hombre sea el mismo, pero su vida no sea lo mismo (Ruiz de la Peña).




7. No más de lo mismo

Borges expresa con gran claridad en un relato lucidísimo, Los inmortales, el sinsentido que resultaría si la vida eterna consistiera solamente en la prolongación indefinida de este mismo tipo de vida que los hombres llevamos ahora. En una vida así ocurriría la paradoja de que mi yo se salvaría, continuaría existiendo, pero mi vida se habría perdido precisamente porque quedaría desprovista de su decisividad: nada sería definitivo, todo podría ser hecho de otra manera sin que ocurriera nada, cualquier situación acabaría siendo repetición de otra anterior, etc. Y el hombre esto no lo consiente, porque entiende que la identidad de la persona es indesligable de su biografía: mi vida soy yo.

Este es, resumidamente, el argumento de ese relato: llevado por su fe en una antigua leyenda, un hombre busca la Ciudad de los inmortales, una ciudad construida a orillas de un río cuyas aguas confieren la inmortalidad a quienes se bañan en ellas. Después de incontables peripecias, la encuentra en medio del desierto: la reconoce porque su descripción coincide en líneas generales con la que encontró en una crónica antiquísima.

Pero constata que la ciudad está vacía, deshabitada, y que su construcción es completamente caprichosa: edificios inhabitables de arquitectura estrafalaria, grandes escalinatas que no llevan a ninguna parte... Supone entonces que un turbio y miserable arroyo de escaso caudal -casi seco- es el río de la inmortalidad. Junto al río descubre a un pueblo semisalvaje, que habita en cavernas sin ningún acondicionamiento. Van semidesnudos, se muestran completamente apáticos, sin interés por nada, no trabajan, malviven comiendo cualquier cosa, parecen no saber hablar y desde luego no hablan entre ellos, no se comunican... Un día, hablando con uno de ellos que le sigue con la docilidad y la indiferencia de un perro, intentando hacer burla de su incultura, se dirige a él en griego clásico y le declama un pasaje de la Ilíada. Para sorpresa suya el salvaje, con cara de aburrimiento, continúa la recitación de los versos de Homero en el idioma original. Con horror recibe la información de que está hablando con el mismísimo Homero, que en sus días llegó hasta aquí buscando las aguas del río de la inmortalidad, y continúa vivo. Ellos, los cavernícolas, son los inmortales. Su erudición es vastísima, pero todas las informaciones que poseen han acabado por resultarles indiferentes. Sólo desean morirse, si esto resultara posible. Ninguna otra cosa les interesa para nada.

El relato muestra con claridad cómo el resultado de ese tipo de vida -esta misma vida, sin final- no sería la plenitud, sino al contrario, el desinterés por la propia vida, el tedio. En esa historia sin final todo acabaría siendo repetición de algo anterior, todo da lo mismo, todo resulta indiferente y banal, nada importa realmente. La importancia de mi vida -lo que me ha pasado y lo que he hecho- se perdería en la trivialidad; mi voluntad de hacer mi vida, ésta y no otra -que es lo que la convierte en apasionante-, resultaría una estupidez, un sinsentido. En esa vida sin final no habría plenitud, sino un inacabable aburrimiento, un inmortal aburrimiento mortal; hasta el deseo mismo de que esa situación acabara, de algún modo estaría falto de interés, porque esa posibilidad no podría realizarse. A partir de determinado momento todo estaría dicho y hecho, todas las posibilidades habrían sido ya agotadas y el futuro habría perdido cualquier interés al quedar convertido en aburrida e inacabable repetición.

Por tanto, ese futuro en el que el hombre piensa y al que aspira, ha de estar marcado también por la novedad, un futuro en el que el hombre es el mismo, pero no lo mismo, en el que su modo de vivir sea distinto, y en el que se puedan hacer realidad plena todas esas virtualidades que ahora están en él como tendencias puramente incoadas. Continuidad y novedad son las características del futuro verdaderamente humano.

A la luz de todo esto se entiende que, hablando verdaderamente, la eternidad entendida de esta manera no vacía de contenido la vida del hombre anterior a la muerte, no trivializa su existencia en el tiempo, que es uno de los ataques que tradicionalmente se ha dirigido a la religión: “los cristianos se desentienden de este mundo porque sólo les importa el cielo”. Ese elemento de continuidad deshace el valor de esa sospecha: no sólo mi propia persona, sino mi propia vida contará para eternidad; es aquí abajo donde decidimos nuestra eternidad. La felicidad eterna no es fruto del azar o la arbitrariedad, no nos cae en una tómbola. La eternidad es para quien sabe amar esta vida y amar en esta vida. Son precisamente aquellos que nos quieren disuadir de la idea de la eternidad quienes han hecho de la tierra una realidad yerma y vacía. “Es preciso redescubrir el valor para creer en la vida eterna con todo nuestro corazón. Si lo hacemos, tendremos también arrojo suficiente para amar la tierra y confiar en el futuro. Si nos atrevemos a creer en la vida eterna, a vivir para la vida eterna, veremos cómo la vida se torna más rica, más grande, libre y dilatada” (Ratzinger).

Es precisamente el rechazo de la eternidad o la afirmación del eterno retorno lo que convertiría la vida actual del hombre en un absurdo, en una incongruencia inexplicable, en un sinsentido insoportable. Shakespeare hace decir a Macbeth con toda crudeza, en medio de la desesperación provocada por su crimen: “¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena, y después ya no se le vuelve a oír...; un cuento narrado por un idiota con gran prosopopeya, pero que nada significa”. Dios es el único que dota de sentido y fundamento pleno a la vida del hombre.