IV

EL TIEMPO EN LA VIDA DEL HOMBRE

 

La historicidad es, junto a la libertad, una de las características esenciales de la persona humana, de su modo de vivir. Esta instalación del hombre en el tiempo puede ser estudiada al menos desde dos puntos de vista distintos pero complementarios. Por un lado, el tiempo como medio en el que se despliega la vida del hombre, es decir, la vida del hombre como esencialmente afectada de temporalidad; y en segundo lugar, el hecho mismo de que esta afectación revista también el carácter de medida: la vida del hombre parece tener un final, que es la muerte. Son cuestiones que abordaremos por separado.


1. Sentido antropológico del tiempo

Cuando se habla del tiempo, se está utilizando una palabra que admite al menos una doble interpretación. Por un lado el tiempo cosmológico, el tiempo como magnitud física que utilizan las Ciencias y la Técnica, el tiempo que miden los relojes: se trata de la simple y regular fluencia de instantes sucesivos. Pero este tiempo físico no es el tiempo del hombre, el tiempo antropológico. El hombre tiene un modo específico de vivir el tiempo, completamente distinto del resto de las criaturas. La profundización en el modo específico con que el tiempo afecta a la vida del hombre es, en cierta manera, un descubrimiento de la filosofía moderna, y más particularmente de la filosofía del siglo XX. Hasta entonces, el papel del tiempo en la reflexión filosófica es secundario, incluso en Hegel. La nueva valoración del tiempo corre pareja a la revalorización de la filosofía como búsqueda del sentido de la vida del hombre individual, que se ha perdido tanto en el racionalismo como en el idealismo. La vida humana, ese despliegue del hombre en el tiempo, tiene unas connotaciones específicas respecto a los demás vivientes.

Esa diferencia entre esas dos distintas concepciones o percepciones del tiempo se podrían ilustrar, desde dentro del vivir del hombre, haciendo referencia a los distintos significados de las palabras madurar y envejecer (Alvira). Las dos hacen referencia al tiempo, al transcurso temporal. Envejecer tiene un significado negativo: el paso del tiempo es vivido como derrota, como humillación y, sobre todo, con una connotación de pasividad, de asunto inevitable, irremediable: envejecer es vivir cronológicamente el tiempo. Madurar tiene una connotación positiva: es un modo de vivir el tiempo que tiene que ver con el crecimiento, con la plenitud, con el sentido.

En primer lugar, sólo el hombre, vive el tiempo. Se podría decir que el hombre es el único animal finito, porque es el único que lo sabe. Los seres vivos por debajo del hombre viven completamente ajenos al tiempo, les importa un bledo. Su vida está ligada al tiempo por mediación del instinto; pero se quedan siempre en el instinto, no alcanzan nunca el tiempo (aunque el tiempo sí les alcance a ellos). Viven en el tiempo, sometidos a los efectos de la temporalidad, pero desconociendo esa irremediable caducidad que los habita y los traspasa. El hombre, en cambio, está hecho de tiempo tanto como de materia y de espíritu. La duración media previsible de su vida no es para él una circunstancia sino que forma parte de su definición; con arreglo a ella el hombre organiza su vida. El hombre se entiende a sí mismo a la luz del hecho de que su vida está medida en el tiempo; sabe que va a vivir unos ochenta años y de acuerdo con este dato proyecta su vida. Si la duración media de la vida de la especie humana fuera doble o triple que la actual, su concepto de la vida y de él mismo variaría notablemente, quizás sustancialmente. El pasado y el futuro y por eso mismo también el presente- tendrían un sentido muy distinto del que tienen entre nosotros. ¿Qué nuevo significado cobrarían para ellos esos conceptos que configuran la vida del hombre: el recuerdo y la nostalgia que tienen que ver con el pasado-, la esperanza y el deseo de renovación que tienen que ver con el futuro-, etc.? Esa distinta duración originaría cambios tan fundamentales que, en cierto sentido, quizás fuera razonable dice Kundera- preguntarse si ellos y nosotros perteneceríamos a la misma especie.

En segundo lugar conviene reparar en el distinto significado y la peculiar configuración que tiene el futuro en el tiempo cosmológico y en el tiempo antropológico. Puesto que el tiempo cosmológico es lineal podemos abarcarlo como si existiera ya en su totalidad: pasado, presente y futuro son homogéneos, lo que significa que el futuro es predecible y de alguna manera su conocimiento está a nuestro alcance. Pero esto precisamente es lo que no ocurre en el tiempo antropológico; en él el futuro no es predecible porque la vida del hombre es un acontecimiento de libertad. Ya los antiguos griegos distinguían esos dos conceptos de vida: zoé (la vida biológica del hombre, las distintas etapas que el tiempo le marca, lo que le pasa) y bios (la vida biográfica, lo que el hombre hace con lo que le pasa). El tiempo del hombre se convierte en biografía; y el de la humanidad se llama historia.

Dijimos ya anteriormente, citando a Ballesteros, que el hombre es un ser de memoria y proyecto. Ser de memoria no significa la materialidad misma de que el hombre pueda evocar las imágenes de su pasado (aparte de que el hombre no recuerda su vida, su pasado, como recuerda la lista de los reyes godos que aprendió en su infancia). Ser de memoria significa que el pasado no ha dejado de existir, no se ha evaporado sin dejar rastro, no es algo clausurado y olvidado, sino algo que de algún modo gravita en el presente, lo condiciona y lo configura; de un modo real, en el hoy del hombre está presente su pasado. El tiempo del hombre es acumulativo. De ahí que la contraposición dialéctica entre tradición y progreso (la disyuntiva: tradición o progreso) sea falsa.

Tradición y progreso se implican y se reconocen mutuamente en el concepto de cultura. Cultura tiene la misma raíz etimológica que culto y que cultivo: la palabra latina cultus, que significa dedicación cuidadosa a una tarea. De ahí que cultura sea aquello a lo que el hombre se ha dedicado preferentemente, la cosecha de su propia historia, el grano sin paja, lo valioso acumulado de su experiencia. La cultura es el contenido esencial de la tradición (del latín tradere, entregar), el legado que una generación entrega como dote a la siguiente: su tesoro, su fortuna. El hombre necesita de la tradición para no empezar de cero en cada generación; el hombre es lo que es, el hombre progresa, precisamente porque es cultural. Ser cultural significa ser de tradición, apoyarse en la tradición, en la valiosa experiencia heredada de nuestros mejores predecesores. El progreso no está reñido con la tradición, sino que más bien la necesita. Caben posturas radicales, formas poco equilibradas de entender el tiempo, en las que la profunda conexión entre esos dos conceptos se rompe: el tradicionalismo entendido como nostalgia radical del pasado, como aquel “cualquier tiempo pasado fue mejor” del poeta castellano; o el progresismo, en el que se entiende el futuro como ruptura total con el pasado, como renuncia expresa del hombre a sus propias fuentes.

También en la vida de cada persona se da esa relación indisoluble entre pasado, presente y futuro, ese equilibrio entre tradición y progreso. Todo aquello que hemos vivido permanece en nosotros de dos maneras. Una primera, como anotaciones en el registro vivo de la memoria; la memoria es el tiempo acumulado del hombre, que se puede expandir, revisar, revivir y volver a guardar. El hombre es también su remordimiento, su dolor, su nostalgia, su alegría, el sufrimiento por su vida malperdida, la serenidad por su vida lograda... Todo eso es también el hombre.

Una segunda manera, menos evidente a primera vista pero igualmente real, es entender que mi ser personal actual -es decir, yo mismo tal como soy- es el registro más preciso y certero de mi biografía. Lo que soy ahora es fruto y resultado de todo mi pasado: soy todo lo que he sido. Somos también, como consecuencia, resultado de las posibilidades descartadas, de todo aquello que pudimos ser y no quisimos, eso que a veces suscita en el hombre la nostalgia:

“Hay eco de pisadas en la memoria
por el pasadizo que no tomamos,
la puerta que nunca abrimos”

(Eliot).

Esa forma de condensación del pasado en el presente es lo que expresa Pessoa con tanta fuerza:

Sí, soy yo, yo mismo, tal cual he resultado de todo (...).
Cuanto fui, cuanto no fui, todo eso soy.
Cuanto quise, cuanto no quise, todo eso me forma.
Cuanto amé o dejé de amar es en mí la misma saudade.
Y al mismo tiempo la impresión un tanto lejana,
como de sueño que se quiere recordar
en la penumbra a la que despertamos,
de que hay en mí algo mejor que yo.
(F. Pessoa)

Por ello podemos decir que el pasado, paradójicamente, nunca acaba de pasar. No se puede cortar con él; renunciar a él sería renunciar a la propia identidad: el resultado de ese olvido total, de esa cisura con el pasado no sería tanto el no saber quién soy sino ser nadie. Proust lo expresa certera y admirablemente en el primer tomo de A la busca del tiempo perdido cuando, al evocar ciertos despertares de la infancia, escribe: “al despertarme, en el primer momento, como no sabía dónde me encontraba, tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y me hallaba en mayor desnudez de todo que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada”.

A la vez, el hombre es ser de proyecto, no en el sentido de que esté simplemente abierto al futuro -esto sería una obviedad- sino que no sabe vivir sin planear, sin buscar: es proclive al futuro (Ruiz de la Peña), capaz de la sorpresa, de la invención, capaz de novedad. De novedad también sobre sí mismo, sobre su propia vida: el pasado no es para él una realidad definitiva, irreparable, irremediable.

De manera análoga a como antes hemos dicho que el pasado sigue vivo en el hoy, también el futuro está de algún modo contenido en el presente. No como ya predeterminado o prefijado, sino en cuanto que de algún modo el futuro tira de él hacia adelante, lo moviliza. La presencia estimulante del futuro en el presente se llama esperanza. El hombre pierde la esperanza cuando el futuro personal ha desaparecido porque ha dejado de ser interesante; la vida entonces se estanca y paraliza como aquellas películas antiguas de celuloide que al romperse dejaban proyectada en la pantalla la imagen fija del fotograma que había quedado atrapado. Si el futuro no existe, la vida pierde sentido.

La esperanza es, pues, el futuro anticipado incoativamente en el presente, que dinamiza los resortes vitales ya que el hombre entiende que no cualquier modo de vivir es adecuado si quiere tener disponible el futuro que anhela. El futuro no es para él un regalo, ni un feliz hallazgo casual, ni un triste e ineludible destino, sino una tarea; el hombre es constructor de su propio futuro. Nuestro hoy condiciona nuestro futuro, nuestro futuro es hoy. A quien pasa del presente le ocurrirá que, por eso mismo, el futuro pasará de él. En este caso la esperanza -si todavía se puede seguir llamando así a ese deseo inconsistente y efímero, incapaz de movilizar la vida- es vana, vacía: esperanza cero.



2. La vida como relato y representación

El hecho de que la vida del hombre sea una realidad que se distiende en el tiempo, significa que aún no somos lo que hemos de llegar a ser. Por otro lado está el hecho de que la vida humana no está compuesta sólo ni principalmente de lo que a uno le pasa -aunque en la vida pasan cosas-, sino de lo que uno hace con aquello que le pasa. Hemos hablado de esa distinción que ya hacían los clásicos entre zoé -la vida biológica- y biós -la vida biográfica-. La vida propiamente humana es biografía, vivir es estar metidos de lleno en cada momento en el cuidado de escribir la propia biografía. Aparece así la idea, tan sugerente como veraz, de la vida como relato.

Hace tiempo que la filosofía -particularmente la antropología- reparó en la consideración de la estructura narrativa de la existencia humana. Vivir es construir una historia, inventar cada uno su propia historia y contarla a los demás, mostrarla a quienes deseen oírla. A los hombres nos pasa lo que a Sherezade, la protagonista de Las mil y una noches: que para seguir vivos, cada día se ha de saldar con un cuento (Marín). ¿Recuerdan el argumento de esa historia? Un califa (en realidad son dos) es engañado por su esposa; como venganza, la mata y decide no volver a casarse, sino elegir cada noche una mujer, a la que hace matar de madrugada. Sherezade, la hija del visir, en contra de los consejos de su padre, se empeña en acudir a las sesiones nocturnas del califa y, ante el asombro de todos, no es ejecutada al romper el día. Esta situación se prolonga durante mil noches, al cabo de las cuales el califa termina casándose con ella. El medio empleado por Sherezade para sobrevivir es sencillo: consiste en contar al califa distintos cuentos que nunca terminan de madrugada, sino que siempre ocurre que el alba sobreviene en el punto más interesante de la narración. El califa, intrigado por el interés del cuento, pospone la ejecución para el día siguiente; y así un día y otro, porque apenas terminado un cuento, Sherezade comienza otro, con el que ocurre lo mismo que con el anterior, etc.

Vivir es, de algún modo, repetir la audacia de Sherezade: atreverse a inventar cada día la propia historia, la historia personal. Teniendo en cuenta también que nosotros nos jugamos mucho en ello: también a nosotros -nunca mejor dicho- nos va la vida en ello. Dos cosas fueron necesarias para que el intento de Sherezade resultara un éxito: el interés de los cuentos en sí mismos y la gracia y el estilo en la manera de contarlos. Sobre el interés cabe decir que la narrativa moderna -ya desde Chéjov, al menos- ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. No se trata de grandes relatos épicos, de realizar grandes hazañas, sino de caer en la cuenta de que lo verdaderamente interesante, lo prodigioso, es el hombre mismo. Lo prodigioso está ahí, con su apariencia de obviedad, de vulgaridad casi, pero hay que saber verlo. Ya advirtió Proust que “el verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes sino en mirar con ojos nuevos”.

Esto contrasta con cierta tendencia a interpretar la vida como algo que nos viene desde fuera, que nos asalta desde el exterior. Ya hemos dicho con anterioridad que de esos dos elementos fundamentales y complementarios de la vida del hombre -lo que al hombre le pasa y lo que el hombre decide hacer con lo que le pasa- el específicamente humano es el segundo. Vivir es hacer un acto positivo sobre la propia vida, un acto de posesión y de dominio: poner las manos sobre lo que nos pasa y, como si fuera una masa, atraparlo y moldearlo. La aceptación sistemática y pasiva de lo que nos ocurre equivaldría a ausentarse de la tarea de construirse una vida. La pasividad, el asistir a nuestra vida como tan sólo de cuerpo presente, significaría la aceptación de ser nadie. Es esencial esa decisión, esa audacia para tomar posesión de la propia vida. Y como en todas las cuestiones prácticas en las que interviene el tiempo, también aquí se cumple que no tomar una decisión debida significa haber tomado ya una; hay decisiones que se toman por omisión, por inhibición.

Que el hombre sea autor de su propia biografía significa que cada uno, al vivir, está decidiendo entre varias posibilidades que se le presentan:

a) si desea escribir él mismo su propia vida o, a la vista de las dificultades que entraña, desiste y se la encarga a otros (los negros, escritores a sueldo de memorias y discursos por cuenta ajena que se publican con la firma no del autor sino del patrón). La vida hecha por encargo es la vida aceptada pasivamente, en la que el sujeto renuncia en la práctica al dominio efectivo de los resortes controladores del propio vivir. Es uno de los modos de abdicar de la identidad personal, de no ser nadie.

b) si desea que su vida sea una historia personal, original, o se dedica a la productiva y fácil industria del plagio, de la copia. En este caso uno no se ausenta de su vida pero la convierte en una historia repetitiva y monótona, mil veces contada, aburrida y pesada: la misma historia de siempre. Vidas estandarizadas conforme a los patrones sociales vigentes en las que cambia únicamente el nombre del protagonista (por llamarle de alguna manera, porque en realidad no protagoniza nada) pero no la peripecia, idéntica en todos los casos. Esto puede ocurrir cuando se aceptan acríticamente los eslóganes y consignas dominantes en el medio social. La opinión pública, la publicidad, los criterios sociales y las modas pueden no sólo influir -esto es lógico- sino también conformar sustancialmente la vida, las líneas decisivas del proyecto personal, que por eso mismo acaba teniendo muy poco de personal. También aquí se cumple, como en la Biología, la ley de que quien se adapta tan completamente al medio que se uniforma con él, pierde la capacidad de sobrevivir a los cambios. La supervivencia está en ese equilibrio no muy definible entre adaptación e innovación. Para innovar, para no estancarse y hacer progresar al hombre, hace falta no agotar las energías en el esfuerzo de mimetizarse.

Ya se entiende que no se trata de hacer cosas que nadie ha hecho -la vida no es un espectáculo de circo, el “más difícil todavía”- sino de ser alguien que nadie hasta ahora ha sido; ni es cuestión de convertirla en una tragedia necesariamente, pero sí en una obra digna, bien hecha, valiosa (junto a la tragedia griega, a los dramas de Calderón o de Shakespeare, no desmerecen las obras de Chéjov, en las que en apariencia no ocurre nada sobre la escena y en realidad ocurren muchas cosas).

Esta misma cuestión se puede estudiar desde el punto de vista -más clásico, con una mayor tradición en nuestra cultura- de la vida como representación, como acción teatral. Se trataría de saber:

c) si en la interpretación de sí mismo en que consiste vivir, uno va a ser el personaje, o sólo va a interpretar un papel (distinción de uso ya habitual y casi obligado desde Stanislavski y el Teatro del Arte de Moscú), es decir, si va a vivir o va a hacer como que vive. En el extremo negativo de esta posibilidad aparece la vida como simple recitación repetitiva de un papel, sin fuerza y sin pasión, aunque a veces con mucho acompañamiento de gestos: esa “historia sin sentido, contada sobre un escenario con mucha prosopopeya por un idiota”, de la que en su desesperación habla Macbeth.

d) si se va a renunciar al protagonismo para limitarse al papel, más cómodo, de comparsa. Es la renuncia a una vida plena, la aceptación de una vida sin dificultades ni sobresaltos, sin responsabilidad; pero también sin grandeza: una vida sin riesgo, pero también sin esperanza. El resultado final de esa actitud lo expresa gráficamente el poeta:

“Hice de mí lo que no supe
y lo que pude hacer de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era,
y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando me quise quitar la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y miré al espejo
ya había envejecido.
Borracho, no sabía ya vestir el disfraz que no me había quitado.
Arrojé la máscara y dormí en el guardarropa
como un perro al que tolera la gerencia
por ser inofensivo”.
(F. Pessoa)

Nadie vive dos veces, pero hay vidas repetidas hasta la extenuación (Gª-Morato), vidas cortadas en serie, intercambiables. Más que vivir, hay quien lo que hace es dejarse vivir o vivir desde fuera: la persona queda convertida exclusivamente en máscara, en apariencia sin sustancia, sin adentro (Alvira); la persona sin personaje.

Vivir es aprender a hacer un uso lúcido y consciente de nuestra libertad. Para ello es condición previa una decisión: la de elegir la vida que se desea llevar, la decisión tener una vida propia, personal. Vivir es tener una historia que contar, y contarla: la vida humana tiene estructura argumental. Y siguiendo con la analogía de la vida como relato, habría que resaltar la importancia del estilo, del modo de contar esa historia. El estilo es muy importante en una narración. No basta que el asunto sea interesante: hace falta que al lector también se lo parezca. Por eso, vivir es contar con estilo la historia personal.

El estilo es cierta elegancia en la expresión que confiere un evidente atractivo formal a la narración. Es difícil de conseguir, y aunque se adquiere mediante el esfuerzo paciente -nadie nace con el estilo aprendido-, tiene que ver más con la naturalidad que con la sofisticación y la artificiosidad. El estilo es un instrumento de la creación artística.

El acto creativo en cualquiera de las artes provoca una transformación, una transfiguración de la realidad; o quizá mejor sería decir que por medio de él, se descubre en las cosas la fulguración de un mundo nuevo y distinto en el que no cabe el aburrimiento sino la novedad exaltante. “Entre el ciprés que tengo a lo lejos y el ciprés pintado por Van Gogh está Van Gogh, que se convierte en la condición de posibilidad de una bella ocurrencia”, de la irrupción imprevista de una novedad hermosa (Marina). Vivir creativamente consiste en hacer que nuestra vida tenga gracia. La gracia es lo contrario de lo vulgar, de lo repetitivo, de lo mecánico, y radica no en las cosas sino en la persona, no en las obras en sí sino en el agente. Es distinta también de la simple originalidad. El creativo es original, pero para él la originalidad no es un fin en sí mismo sino una forma nueva de resolver un problema. La originalidad por la originalidad es propia del excéntrico, que busca por encima de todo llamar la atención.

Vivir creativamente es hacer posible que en medio de lo rutinario y banal ocurra una novedad hermosa: que mi vida haga posible que algo bello ocurra. Pero “¿qué hay que entender por bello? Desde luego, algo más que la obra de arte como tal: reconozco su fulgor en otras cosas. En la vida diaria, en el modo elegante de hacer una tarea simple, en las formas del amor verdadero, en los modos de suscitar la alegría, en la realización de la justicia, en el esplendor de la generosidad, en la conducta animosa, en la veneración por la verdad, en un gesto de ternura o de abnegación. La belleza se da cada vez que conseguimos elevar el estilo inventando en la realidad promesas de felicidad. Se trata de expulsar a los vampiros y remontar el caedizo espíritu de la pesadez, el aburrimiento, el desdén, el nihilismo, la perversidad, la bajeza” (Marina).

Hoy abunda una literatura excesiva que procura transmitir la impresión, particularmente a los más jóvenes, de que la vida es fácil; y vivir, un objetivo que no precisa de ningún aprendizaje especial, algo trivial. Pero eso está lejos de ser cierto. La experiencia demuestra que quien se limita a ir dejando caer los días como hojas desprendidas del calendario, como si su vida no fuera con él, advierte al cabo su lamentable estado de desnudez personal, de pobreza sustancial. Son personas a las que nunca les parece que ha llegado el momento de tomar las riendas de su vida, de hacer algo valioso por cuenta propia; siempre dicen después para quizá terminar descubriendo un día que en realidad han estado diciendo nunca; gentes que en medio de la corriente del tiempo más que vivir parecen dedicarse a sobrevivir pasivamente, como si la vida consistiera más en dejar pasar el tiempo que en alcanzar un destino. Vivir no consiste simplemente en vagar sin meta de acá para allá, al azar de lo que ocurra, gustando de lo que nos sale al paso sin más. Vivir es aceptar el reto de construirse a sí mismo, de darse un rostro y un nombre propios.

La técnica de vivir la aprendemos de otras personas. Pero entre los que enseñan, unos repiten teorías, dan lecciones. Algún valor tienen, sin duda; pero muy escaso en lo que se refiere a las cuestiones fundamentales: los manuales, aunque nos enseñan cosas muy útiles, no nos enseñan ese arte de lo esencial en que consiste vivir. En ese sentido, contiene una profunda razón ese adagio oriental: “sólo se enseña lo que no vale la pena ser aprendido”. Para aprender a vivir de poco sirven las técnicas y los manuales: se necesitan maestros, personas cuya existencia sea un libro abierto donde aprender. Y entrar en conversación con ellos: saber ver, saber escuchar (Gª-Morato). Por esta tarea no se nos concede ningún grado académico, ningún título que añadir al currículum, ni resulta de ello una mejoría de nuestra cuenta de resultados; en el arte de vivir uno se gradúa -son palabras de Merton- “alzándose de entre los muertos”, no conformándose a la rutina, al aburrimiento, al sueño, a la apatía: “sólo la diligencia -ese amor no perezoso- nos salva de la muerte” (Marina). El premio que se alcanza es el de poder contarnos entre los vivos y no en el registro de los zombies, de los cadáveres ambulantes.




3. Vivir en libertad

Hemos hablado de la vida como relato o como representación: una historia hasta ahora nunca contada, un alguien que nadie hasta ahora ha sido. Pero esto plantea precisamente la pregunta esencial: ¿quién quiero ser? Lo cual nos remite en directo a la cuestión de la libertad.

Libertad significa autoposesión, y hace referencia al hecho de que la persona tiene en exclusiva la capacidad de decidir por sí misma sobre sí misma, tiene en sus manos los resortes de su propia vida. Las decisiones esenciales de su vida las toma él, y nadie más. Puedo querer lo que quieren o me aconsejan los demás, puedo hacer mías sus ideas o sus valores, pero siempre que medie mi consentimiento, expreso o tácito; pero lo que nunca podrá ocurrir es que otro quiera por mí. Lo característico de la libertad es que nadie puede ser yo en mi lugar. Nadie puede querer (algo o a alguien) por mí, es decir, en mi lugar, ni decidir por mí. La persona libre es insustituible, irreemplazable. La libertad marca una frontera, un límite inabatible: sólo yo puedo ser yo.

Esto hace referencia a dos aspectos diferentes de la libertad, aunque complementarios, que se reclaman mutuamente: la libertad-de y la libertad-para. La primera es la facultad de hacer o no hacer una acción determinada entra el haz de posibilidades que se presentan: la libertad de elección. Se trata de un sentido verdadero y real de la libertad, pero parcial porque no agota todo el sentido de la libertad: la libertad no es sólo eso. Ese es el tipo de libertad que exaltó el liberalismo en el siglo pasado, y que sigue fascinando a muchos desde la aparición del libro de Stuart Mill, Sobre la libertad.

Cuando Stuart Mill escribe ese texto -año 1859- la libertad era rara avis incluso en la vida de las sociedades occidentales. Esa concepción de la libertad tiene todas las ventajas y todas las desventajas del liberalismo. El liberalismo es la mejor de las doctrinas sólo cuando su ejercicio se sustenta en una idea adecuada de la dignidad de cada hombre, cuando se cuenta previamente con un proyecto vital, tal como ocurría en la sociedad norteamericana de entonces, fuertemente influenciada todavía por el trasfondo netamente religioso de las ideas que conformaron el nacimiento de los Estados Unidos como nación. Porque la miseria del liberalismo es precisamente ésta: que se basa en valores que él mismo no promueve. El ejercicio del liberalismo presupone una idea valiosa del hombre, que sólo se puede ejercer en libertad. Pero si desaparece ese proyecto y la libertad de elegir se queda sola, si no hay un destino, un para qué, la misma libertad pierde su sentido. El individualismo liberal termina por generar a menudo conductas antisociales; pero falto de medios para prevenirlas o corregirlas por su incapacidad para generar proyectos, se limita a reprimirlas.

La libertad hace referencia directa y necesaria a la realización de un proyecto personal: ser yo mismo. Soy libre para ser quien quiero ser, y no otro. Ser libre significa poder convertir la vida en elaboración de un proyecto personal en el que el hombre se reconozca de manera inequívoca en sus obras, de modo que al contemplar su vida -como quien mira un espejo- y ver la imagen reflejada, pueda decir: sí, éste soy yo.

Una libertad sin proyecto es una libertad frustrada, inútil, empobrecida. Pretender agotar el sentido de la libertad en la mera elección, entenderla como la sola y pura capacidad de elegir, sin referencia ni vinculación a nada ni a nadie, tendría tan poco sentido como querer encontrar utilidad a una bicicleta pedaleando en el aire, o a un coche haciendo funcionar el motor en punto muerto. Cuando la libertad se afirma como un absoluto, sin otra referencia que el azar o el capricho del momento, sin relación con la elaboración de un proyecto, con la posibilidad de alcanzar una meta o un destino (ella misma es el proyecto), lo que sobreviene es el sinsentido. Si lo importante del comer no es el alimento sino el tenedor, no hay que ser profeta para predecir que el sujeto se morirá de hambre; quizás, sí, rodeado de todo un cargamento de tenedores.

La vida digna del hombre es un proyecto realizado en libertad. Pero el liberalismo no genera proyectos sino sólo libertad, por eso como doctrina social es insuficiente: es capaz de fabricar tenedores, cucharas y cuchillos, pero ni cría corderos ni siembra trigo. La situación actual ilustra suficientemente sobre lo insatisfactorio de esta noción de la libertad entendida como pura espontaneidad sin referencia más allá de ella misma: el proyecto -el sentido- hace tiempo que quedó abandonado en el camino y no hay más que libertad.

Supongamos, en pura hipótesis, la existencia de un animal que fuera capaz de decidir en cada acto la posibilidad de seguir o no los dictados del instinto. Si la libertad consistiera solamente -como afirma la doctrina liberal- en la pura posibilidad de elegir, ese animal sería libre; se daría entonces la paradoja de que semejante animal estaría en franca inferioridad respecto al animal que se rige siempre por el instinto porque entonces su comportamiento libre, al destruir el automatismo del instinto -que en el reino animal es un mecanismo perfecto de autodefensa-, lo haría quedar en franca desventaja. La libertad sería así un serio inconveniente para él. Si la libertad consistiera en hacer lo que le apetece en cada momento, nunca llegaría más allá de donde alcanza el comportamiento instintivo, y la mayor parte de las veces se quedaría muy por debajo de esa cota de eficacia. Ese animal libre sería más vulnerable que sus congéneres instintivos frente a las dificultades del medio, y su futuro estaría en entredicho. El animal caprichoso sería inviable, no competitivo.

Pensemos ahora en el hombre. Su bagaje instintivo es muy escaso. Su defensa, su supervivencia, no está confiada sustancialmente al instinto sino a la inteligencia, tanto teórica como sobre todo práctica. La eficiencia en el hombre no consiste tanto en actuar instintiva cuanto inteligentemente, actuar desde una comprensión global de lo que es razonable y conveniente con vistas a lo que quiero ser (a quién quiero ser) y elaborar estrategias de acción adecuadas. Actuar libremente consiste en obrar sabiendo lo que se hace y por qué se hace, es decir, dando un sentido a la vida tal que la persona se reconoce en lo que hace, en la vida que está viviendo, en su biografía: verdaderamente éste soy yo, mis actos me dibujan perfectamente (como en esos pasatiempos infantiles: una usted con una línea los puntos y diga usted qué ve). El primer significado, vivido como si la libertad fuera sólo indefinición, indeterminación, pura capacidad de elección (choice), ha sido predicado y difundido por la cultura oficial desde la segunda mitad del siglo pasado como el más genuino y auténtico de la libertad. Los resultados de ese divorcio entre libertad y verdad, entre libertad y proyecto, a la vista están: esa patología de la personalidad consistente en una especie de avaricia de libertad que genera personalidades enfermas de indecisión, que no eligen o que realizan elecciones efímeras, intrascendentes, hechas al azar del momento, del reclamo actual del apetito, de la seducción irreflexiva del instante; personas que no se comprometen porque “no quieren desprenderse de su libertad”.

La espontaneidad (hacer lo que me apetece) entendida como paradigma de la libertad es en realidad una ficción. En principio esa identificación parece suponer la ausencia de cualquier condicionamiento -no depender de nada ni de nadie-, pero en realidad presupone la sumisión ineludible al impulso o a la presión del ambiente. Hacer lo que a uno le apetece no es ser libre sino determinarme a hacer lo que las ganas deciden hacer: una respuesta casi automática donde no media la deliberación ni interviene la voluntad, una respuesta que no supone ganancia sino pérdida de autonomía. Cuestión distinta es la de actuar con sencillez, con naturalidad; en el comportamiento de la persona sencilla está también ausente lo artificioso, lo sofisticado, pero no la reflexión.

Esa identificación entre libertad y espontaneidad es también una ficción porque siempre existen condicionamientos para la acción, ya que la libertad humana es una libertad situada. Libertad significa autoposesión, pero no autosuficiencia ni insolidaridad, no absoluta independencia respecto de los demás. La libertad personal no puede lógicamente oponerse o entrar en contradicción con lo que es esencial a la persona. Vivir humanamente es convivir (vivir con), porque la persona es ser con otros. No cualquier dependencia es indeseable, sino sólo aquellas que nos impiden ser protagonistas conscientes de nuestra propia vida. No se trata de no estar vinculado a nada ni a nadie, sino de elegir libremente los vínculos. No todo vínculo ni toda obligación son represivos. De hecho seguimos vivos porque alguien -posiblemente nuestra madre- nos quitó de entre las manos cuando éramos niños un cuchillo, unas tijeras con las que andábamos jugando, ajenos al peligro que para nosotros mismos representaba; o porque, a pesar de nuestra oposición, nos vacunaron contra la polio, o lo que fuera. Es más, la asunción de vínculos comprometedores es una característica esencial del hombre, al que Scheler definió como “el animal que puede prometer”. La promesa se hace frente a otro, y quien la hace queda comprometido, es decir, libremente vinculado a su realización. Comprometerse es precisamente proponerse algo, no dejar el futuro en manos del azar o de los demás, no consentir que se nos vaya de las manos; y esto lo podemos hacer precisamente porque somos libres.

Milan Kundera en su novela La insoportable levedad del ser lo manifiesta con toda claridad. El protagonista descubre que la vida, conducida por el imperativo de no vincularse seriamente a nada ni a nadie, lejos de aligerar la existencia la convierte en una pesada carga insoportable: en el hombre pesa mucho más el vacío del sinsentido que los compromisos de una vida plena (Innerarity). El problema de quien quiere llevar una vida digna del hombre no es el de comprometerse o no -esto último habría que descartarlo- sino con quién o con qué me comprometo. La libertad -como, por analogía, el dinero- está para ser utilizada, para ser invertida en hacer la propia vida con decisiones libres, asumidas personalmente, que precisamente por eso generan verdaderos compromisos, que ponen en marcha el futuro.

La cultura actual -una parte de ella, al menos- parece haber perdido el norte en la medida en que, maniatada por una concepción idolátrica de la libertad, no sabe qué hacer con ella. Ser libre para ser libre, y no para amar, ésa es la definición misma de la ruptura, del atolladero, del vacío de la libertad. La libertad humana sólo es grande si está al servicio del amor.

Así, la pregunta oportuna no es ¿qué va a ser de mí?, sino ¿qué voy a hacer conmigo, qué voy a hacer con mi vida? El problema -la cuestión decisiva, podríamos decir- es averiguar lo que uno verdaderamente quiere ser; o mejor aún, quién quiere ser. Porque el hombre casi siempre acaba siendo lo que ha querido, no lo que ha deseado. El deseo hace referencia a una inclinación del apetito, a aquello hacia lo que nos inclinan las ganas. El querer tiene que ver con el núcleo mismo de la persona. Desear denota una actitud pasiva o al menos no comprometida; querer, por el contrario, significa la movilización de las energías de la persona: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo” (Nietzsche). En la cuestión de la libertad, pues, no se trata tanto de hacer lo que me da la gana como de hacer lo que entiendo más conveniente o mejor, porque me da la gana.




4 La feliz esclavitud

Vistas así las cosas, no extraña ya tanto que nuestra época, que tiene siempre en la punta de la lengua la palabra libertad, no sobresalga precisamente por el uso que hace de esa libertad radical: hay mucho enemigo de la libertad con atuendo de libertino. Curiosamente los principales enemigos de la libertad no están fuera del hombre sino que viven dentro de él. Nadie desde fuera puede arrebatarnos la libertad íntima, la libertad radical (véase El hombre en busca de sentido, en el que V. Frankl nos cuenta su experiencia de superviviente en el campo de exterminio de Austchwitz). Sólo desde dentro podemos hacerla inútil o estéril; y eso al menos en parte tiene que ver con la falta de coraje, con el rechazo previo del esfuerzo, del compromiso, del aspecto de realidad difícil y costosa con que a veces se presenta lo verdaderamente valioso para el hombre: la realización de su proyecto vital. Aparece así un sentimiento respecto a la verdadera libertad que se parece al miedo y al rechazo a causa de:

a) ese aspecto verdaderamente serio (para algunos, terrible) y comprometedor con que se presenta la libertad. El tiempo y la libertad convierten la vida del hombre en una realidad definitiva, irrepetible: la vida va en serio (no en triste, pero sí en serio). “El hombre no es un ensayo de sí mismo” (Yepes), no es un experimento provisional, un juego sin consecuencias, sino una realidad en cierto modo definitiva (esto no significa que la vida sea necesariamente irremediable; en la vida todo tiene remedio para quien se decide a ponerlo, aunque en ocasiones no sea fácil);

b) al carácter de soledad con que a veces se experimenta el ejercicio de la libertad, precisamente porque nadie puede ser yo mismo en mi lugar. Este carácter se puede agudizar hasta el desamparo o incluso la angustia cuando no está resuelta la cuestión del sentido.

El mundo que nos rodea está lleno de ofrecimientos y sugerencias para descargar al sujeto del peso de su responsabilidad. Una de ellas es atribuir la culpa del mal que hacemos o provocamos a las circunstancias, hacer depender nuestros actos por completo del influjo de las circunstancias de la sociedad en la que vivimos, del ambiente en que hemos sido educados, de nuestro peculiar modo de ser, de la publicidad insistente y tentadora... Es innegable la influencia de las circunstancias en la constitución de la identidad de la persona, puesto que ya hemos dicho que la relacionabilidad es constitutiva en la persona: todo hombre es hijo a la vez de sus padres y de su tiempo, de su circunstancia. Pero no deja de ser sospechoso el hecho de que sólo como justificación de sus decisiones erróneas el hombre atribuya el carácter de irresistible a la influencia que le viene del exterior. Nunca lo hace cuando se refiere a sus éxitos; en este caso siempre se alude a los méritos personales, a la capacidad de reaccionar críticamente, valiosamente, ante una situación determinada.

Forma parte de la libertad la asunción por parte de la persona, como autor, de las consecuencias de los actos engendrados por nuestras decisiones libres, sean éstos acertados o erróneos: mis actos -y sus consecuencias- son míos: me pertenecen. Pero en realidad la responsabilidad sobre los propios actos y sus consecuencias es derivada de la responsabilidad de cada uno sobre sí mismo. Ser libre significa responder en primer lugar acerca de sí mismo, acerca de la propia identidad: quién soy. El nombre bautismal es un nombre recibido; un nombre de partida pero no el definitivo. El nombre definitivo es el que cada uno se va dando al vivir. Aquí se está tocando una cuestión importante: la relación entre el nombre propio personal y los actos libres (o, mejor, las decisiones libres), entre quién soy y qué hago.

Responsabilidad es saber que cada uno de mis actos me va construyendo -o destruyendo-, me va definiendo, inventando. Es lo que Llano ha llamado el carácter reflexivo de la libertad. Decidir es siempre decidirse, decidir sobre uno mismo. Al elegir lo que quiero hacer no sólo transformo la realidad exterior con mis actos libres, sino que y sobre todo- yo mismo me voy transformando poco a poco. Las decisiones libres dejan huella en el agente antes de dejarla en el mundo que le rodea, van moldeando su identidad: sus obras van diciendo quién es él. Entre la identidad de la persona y sus actos (o mejor, sus decisiones libres) se establece una relación esencial y constitutiva en ambas direcciones, una especie de circuito de retroalimentación. Esto significa que la identidad de la persona es indesligable de sus obras, hasta el punto de que tan real es decir “obro así porque soy yo” como “soy yo porque obro así”: la praxis es decisiva en la construcción de la identidad personal. A esa relación irrenunciable entre identidad de la persona y sus acciones libres se refieren esas palabras del Evangelio: “por sus frutos los conoceréis”: por las obras recibimos el nombre que nos identifica. (Una posible formulación de este enunciado en su versión moral sería ésta: “no obro el bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque obro el bien”).

Esta fidelidad a uno mismo, a la propia identidad, en la práctica no se consigue sin trabajo, sin esfuerzo. Es más fácil abdicar y convertir la vida en un aparente pasatiempo, una partida de mus con garbanzos, o a peseta el punto, en el que parece no arriesgarse nada: nada se pierde, nada se gana. Pero en realidad no es así, precisamente porque nos va la vida en ello. La vida es una aventura y una tarea pero no un juego insustancial, una simple diversión para pasar el rato. A veces puede resultar apasionante, a veces pesada; en último extremo, para estos momentos en que parece tediosa o difícil, vale la apreciación de Conrad: “quien ama el mar, ama la rutina del barco”. Las dos cosas -el placer de la aventura en el mar y los cuidados materiales, esenciales para la puesta a punto del barco- son necesarias y se implican mutuamente: cada una en su momento

Esto no significa que lo lúdico, lo descansado y divertido no tenga importancia en la vida humana; la tiene, y mucha. La vida es importante pero no es terrible, y conviene tomarla también con su poco -o mucho- de humor, con esa cierta separación que nos da perspectiva y hace que sepamos tomarnos las cosas menos a pecho y con más sentido del humor. Vivir es también celebrar la vida; reír, bromear, jugar, según venga o convenga. La risa es exclusiva del hombre -el único animal que ríe- y está emparentada con su tendencia anhelante a la felicidad: “reírse es ser feliz por un momento” (Yepes). Ya Tomás de Aquino decía que “el hombre no está hecho para vivir en la tristeza”, Nietzsche advertía que “todas las cosas buenas ríen”, y Cervantes, por boca de Sancho Panza, hace una advertencia similar a D. Quijote, entristecido por la noticia del penoso encantamiento de Dulcinea: “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias. Vuesa merced se reporte y vuelva en sí, y avive y despierte y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes” (Quijote, II, XI).

El hombre no puede pasar sin alegría, de modo que si no brota espontáneamente de su propio vivir -esto es lo razonable-, el hombre termina por provocarla artificialmente por otras vías (alcohol, drogas, etc.): porque “el ser humano no soporta mucha realidad” (Eliott), no está hecho para soportar el peso de una angustia o un dolor excesivos.

Sobre esta cuestión de la abdicación práctica de la libertad es instructivo el libro de Bruckner La tentación de la inocencia. Se trata de un diagnóstico lúcido de esta patología actual de la libertad, aunque escrito con cierto tono ácido y negativo. (Y desde luego, los remedios que da el autor -que no es creyente- son en todo caso paliativos). Allí se habla de cómo esa abdicación de la libertad repercute no en un engrandecimiento del hombre sino al contrario, en su empequeñecimiento. Lo ilustra con el argumento de un relato, que en esquema es el siguiente:

Sobre el techo de la cabina de un barco, un hombre está tomando el sol. De repente, una cortina de espuma lo sumerge y lo cubre de agua. La ola pasa, y él queda secándose al sol con esa sensación de agradable picorcillo en la piel. Al cabo de un tiempo se levanta y constata que ha perdido unos centímetros de estatura, como si hubiera encogido un poco. Al llegar a casa acude al médico, que le hace unos análisis completos sin detectar nada raro; algo confuso, el médico le confiesa que no sabe qué le puede estar sucediendo exactamente. Vuelve a su casa, y sigue encogiendo día a día: las personas y las cosas le parecen cada día más grandes. Su mujer, que hasta hacía poco le llegaba al hombro, le pasa ahora una cabeza, y al cabo de unos días huye de casa despavorida ante la pequeñez creciente de su marido. Como puede, pero cada vez con mayor dificultad, se va defendiendo en la casa, donde vive atrincherado. Operaciones que antes le parecían elementales como abrir el frigorífico o alcanzar los grifos del lavabo, se le hacen extraordinariamente dificultosas. Mengua constantemente: primero parece un chico, luego un niño, después un muñeco, más tarde un soldadito de plomo. Huye de su gato, que ahora le parece un tigre feroz. Más tarde, refugiado en el sótano de su vivienda, tiene que pelear contra una araña...

Para Bruckner este argumento es una metáfora que describe con sorprendente realismo la situación del hombre moderno, sobrecogido por su pequeñez, atemorizado por casi todo, encogido en sus dimensiones, buscando afanosamente la seguridad. A base de buscar un status cómodo ha renunciado a vivir por cuenta propia, ha renunciado a la audacia de hacer su propia vida, ha cambiado libertad por seguridad, y al paso que la satisfacción de sus necesidades inmediatas queda asegurada, su horizonte personal ha quedado enormemente empequeñecido: sin ideales, sin compromisos, sin proyectos estables. Cualquier responsabilidad le parece excesiva, detrás de cada dificultad ve una gran amenaza: quiere tenerlo todo, cuanto antes y sin el menor esfuerzo.

Hay una tendencia generalizada en la cultura actual de empequeñecimiento, de regresión a la infancia, a la irresponsabilidad, una especie de enfermedad que consiste “en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, un intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes: “no renunciarás a nada, y no darás nada a cambio”: “tener derecho a todo sin renunciar a nada”: es la libertad esclava, una esclavitud protestona y reivindicativa.




5. El miedo a la libertad

Desde otro punto de vista, pero refiriéndose al mismo fenómeno social, Marías (Sobre el cristianismo) habla de la “inmoderada pasión de seguridad” que domina a nuestros contemporáneos. Conceptos como los de incertidumbre, riesgo, audacia -tan vinculados al sentido de la libertad libre-, están alejados de la sensibilidad de amplios círculos sociales, apartados de la vida real de las personas y confinados únicamente en el ámbito de lo lúdico: juego, deporte, diversión... Esa visión de las cosas produce una imagen plana de la realidad, una realidad sin libertad, sin esperanza, sin responsabilidad, en la que el hombre, cansado al parecer del trabajo de ser él mismo, habría abdicado de su dignidad, del hecho de ser persona, es decir, realidad profunda, inabarcable, nunca concluida, siempre en proceso hacia su meta, dotada de un carácter innovador, abierto a la sorpresa, a la invención, a la novedad, capaz de comprender la realidad y de escapar a su limitación, de ir más allá de sus límites hasta abarcar en cierto modo el universo entero (y llegar hasta su Creador).

Es muy probable que la obsesión por la seguridad sea uno de los más grandes obstáculos para realizar plenamente una vida. Naturalmente es necesaria la prudencia, la reflexión antes de actuar, saber elegir las circunstancias mejores o más favorables (si es que existen, porque pueden no existir en realidad). Pero sin caer es ess moro tergiversado y falso de entender la prudencia que acaba por no ser más que una actitud paralizante. Todo proyecto, toda tarea -y la vida del hombre es tarea y proyecto- implica una componente de riesgo, precisamente porque el futuro es futuro; no está escrito. La vida tiene un evidente carácter problemático. Todas las cosas grandes y verdaderamente importantes de la vida del hombre se ven... pero confusamente, entre tinieblas (Marías): suficiente luz para ver y suficiente oscuridad para dudar, para no estar seguros; pero también para esperar, para confiar La esperanza y la confianza son esenciales para el hombre. La vida humana implica un componente de audacia... y de confianza. Así hay capacidad de decisión para lo valioso, para lo interesante: “no es que dejemos de intentar ciertas cosas porque son imposibles, sino que son imposibles porque no las intentamos” (San Agustín).

De Bruckner son también estas palabras: “A la famosa pregunta de Stendhal: Por qué no son felices los hombres en el mundo moderno?’, podemos responder: porque se han liberado de todo y se dan cuenta de que la libertad es insoportable de vivir. Así como la consecución de la libertad posee una especie de grandeza épica y poética cuando nos libera de la opresión, el ejercicio de esa libertad interior conseguida, porque compromete y obliga, parece tiranizarnos a través de sus exide responsabilidad”.

Dostoyewsky en Los hermanos Karamázov pone en boca del personaje del Gran Inquisidor un severo reproche a Dios cuando encarándose con Él le echa en cara: “¿porqué a los hombres, en lugar de libertad no nos diste pan?; pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”. Con estas palabras está haciendo referencia al episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que nos narran los Sinópticos, pero también a esta cuestión a la que acabamos de aludir: hay personas -o momentos en la vida de las personas- en las que se aprecia más la propensión a la seguridad que el amor a la libertad. “Convirtiendo las piedras en pan -sigue argumentando el Gran Inquisidor- correría la humanidad detrás de ti como un rebaño agradecido; y, además, sumiso: no fueras a retirar tu mano y faltarles el alimento. Dirán: danos de comer, aunque ello suponga ser esclavos”. Pero esto es justo lo que Dios no ha querido: gente sumisa, esclavos. Dios lo que ha rescatado en Jesucristo es precisamente la libertad del hombre, y que cada uno se busque el pan por sí mismo y lo busque para su hermano, si éste no lo tiene. Una de las lindezas que Nietzsche endosa al cristianismo de su tiempo es que se trata de una moral de esclavos. Quizá ni siquiera en el tiempo en que fueron pronunciadas tuvieron estas palabras un valor de diagnóstico preciso -Nietzsche es maestro en el arte de hacer arder las palabras, exagerando el defecto para que aparezca con mayor claridad-, pero actualmente, desde luego, no lo tienen en absoluto; lo verdadero y cierto es que ahora precisamente el cristianismo es camino de hombres libres.

Esta promoción de la libertad a que nos hemos referido más arriba puede ser interpretada desde cierto punto de vista como una maldición en cuanto que se trata de una realidad onerosa, una verdadera tarea. Por este motivo hay tantos hombres y mujeres que se consuelan recua soluciones falsas que le liberen de su libertad personal, de la pesada carga de ser ellos mismos, de construirse un rostro y un nombre propios. Entre esos fenómenos sociales que junto a otras posibles causas parecen esconder ese miedo a la libertad, y sin ningún afán de exhaustividad, se pueden citar:

a) el neotribalismo en sus distintas versiones (movidas diversas, tribus urbanas con su tendencia al hacinamiento, a los eventos multitudinarios donde la orden parece ser “cuantos más, mejor”). En el neotribalismo desaparece el individuo absorbido por la muchedumbre anónima. Conciente o inconscientemente, con el recurso a lo multitudinario se intenta exorcizar el demonio de la soledad y de la incertidumbre del futuro (“tantos juntos no nos podemos equivocar” o “a la verdad por la estadística”); con la apelación al ruido -música siempre, y a todo volumen-, las inquietantes preguntas que al hombre se le encienden dentro en el silencio, en la contemplación; con el requerimiento a una agitación permanente -baile, velocidad, ir y venir sin descanso- el fantasma de la renuncia a la tarea de ser uno mismo: hay quien es capaz de hacer mil cosas con tal de no hacer lo que sabe que debería o le convendría hacer.

b) las drogas, con las que desaparece la conciencia de ser persona: si el sujeto moral desaparece no hay nada que justificar, porque no hay ya quien lo haga. Se puede hacer de todo sin la engorrosa (?) necesidad de responder de ello;

c) los extremismos políticos. Hoy la atención de los asuntos públicos ha decaído notablemente. Desgraciadamente, ya apenas interesan: más a los políticos, naturalmente, pero demasiado poco a los ciudadanos de a pie (salvo cuando las decisiones repercuten directamente en la economía personal). Sin embargo se empiezan a llevar de nuevo los extremismos políticos, los radicalismos. Las razones que se pueden invocar pueden ser muchas y variadas, pero quizá no sea ajeno a este fenómeno su capacidad de mover a la acción obviando los inconvenientes de la responsabilidad. Los radicalismos, con su simplificación abusiva de que “todo es política”, y “la política se justifica por sí misma” sin necesidad de otras referencia valorativas, hace que desaparezca en sus miembros la necesidad de explicaciones estrictamente personales, de justificaciones íntimas de la propia conducta;

d) los esoterismos o falsos misticismos, que suponen la evasión sin esfuerzo, donde el yo se anestesia y parece disolverse tan vaga pero también tan eficazmente como un azucarillo en el agua, en un todo (?) impersonal y anónimo. Chesterton, con su lucidez e ironía habituales, ya avisó de que “cuando desaparece la fe (en Dios), no es que la gente ya no crea en nada: es que empieza a creer en cualquier cosa”. La fe, la creencia, viene así sustituida por la credulidad, y la esperanza cristiana por los intentos, tan compulsivos como exóticos en ocasiones, de conocer el futuro: resurgen los astrólogos y adivinos, los echadores de cartas, augures y toda esa parafernalia de tipos extraños.

Por este motivo el individuo posmoderno -sigue diciendo Bruckner- “desgarrado entre la necesidad de creer y la necesidad de justificar sus creencias, es asimismo un apóstata profesional, el nómada de los transfuguismos continuos, aquel que en el transcurso de una única vida abraza y abjura de montones de fes e ideas, mediante adhesiones tan efímeras como inconsecuentes. La historia del individuo no es más que la historia de sus abdicaciones sucesivas, de las mil argucias con las que trata de burlar el requerimiento de ser él mismo”.

Una de esas argucias con las que el hombre intenta en vano engañarse -quizás también la más usual- es la tendencia a pensar que lo que mejorará su vida y la convertirá en interesante y atractiva vendrá necesariamente desde fuera, en la forma de un golpe de suerte, de un feliz azar: la lotería, las quinielas, o cualquier otra de esas bienaventuradas fortunas que en teoría nos pueden ocurrir pero que en realidad nunca nos suceden. Esa es una perspectiva equivocada, porque lo que de verdad cambia la vida del hombre procede del interior del hombre. “Todo lo que posee un valor verdadero y constante dice Kafka- siempre es un regalo surgido del interior. Al fin y al cabo, el hombre no crece de abajo arriba, sino de dentro afuera. La falsa libertad, la libertad a la que sólo aspiramos mediante medidas externas, es un error, una confusión, un desierto en el que aparte de las hierbas amargas del miedo y la desesperación no puede crecer nada”. Sólo el hombre puede cambiarse a sí mismo.




6. La vida interesante

En manos de cada uno, por medio de nuestra libertad, está hacer que nuestra vida, nuestra biografía, sea un relato valioso, un texto que se siga con interés. Y no tanto por el carácter épico del contenido, sino por el modo de estar narrado. Hoy los relatos épicos siguen manteniendo su interés, pero la nueva narrativa ha descubierto el valor de lo ordinario, de lo cotidiano, como motivo literario. Porque lo verdaderamente interesante es el hombre, lo interesante es él mismo, su vida, que incluye también a la muerte. Porque ni siquiera la muerte es capaz de quitar el interés a la vida; más bien, al contrario -como veremos más adelante- se lo aumenta. Aliada con la libertad, la finitud confiere pasión, añade interés a la vida, la convierten en una cuestión interesante y no en una trivialidad en la que “vale todo”.

El drama del relativismo, del “todo vale”, consiste en que entonces, y justamente por eso, resulta cierto que en realidad nada vale; si “todo da lo mismo” entonces ya nada importa, nada es realmente decisivo. Si la disyuntiva a la pregunta ¿qué hago ahora?: me tomo una coca-cola con o sin pelotazo, veo la TV hasta perder el sentido, golpeo a una anciana, me dedico a correr el bulo de que fulanita (o fulanito) es una tal y una cual, si la disyuntiva es indiferente, si la respuesta es ¡qué más da!’, entonces nada vale la pena, todo es una payasada. Pero nadie tiene que decirnos que eso no es en realidad así, porque lo sabemos. La muerte y la libertad confieren a nuestra vida en la posibilidad de ser algo valioso; pero la conversión no es automática, sino que cada uno se la ha de proponer.

¿Qué significa aquí proponer? Leyendo un breve relato de Dino Buzzati encontré una explicación a esta cuestión. El relato se titula El colombre, y viene recogido, junto con otros del mismo autor, en un pequeño volumen que lleva por título Los siete mensajeros y otros relatos. Se trata de narración breve, de tema en apariencia fantástico, pero quizás por eso mismo muy real, porque en la vida del hombre, criatura de Dios, hay un componente de realidad misteriosa. El relato es de la historia de la vida de un hombre. Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, su padre le invita a dar el primer paseo por el mar en su barco. Acodado en la popa, mira ensimismado la estela blanca que el barco traza en el agua. De repente descubre a lo lejos, donde la estela termina, un enorme pez, de aspecto terrible, que va siguiendo al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo.

En un segundo viaje, vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre entiende todo, palidece asustado y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá, escoge a su víctima, y una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo sino es la propia víctima”.

“¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo.

“No -le dice el padre. Yo nunca lo he visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, enseguida lo he reconocido: ese hocico fiero, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Hijo mío, no hay duda, el colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver ahora mismo a tierra, desembarcarás, y nunca más te harás a la mar por ningún motivo... Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna”.

Le pide que renuncie, en pro de la seguridad a una vida valiosa, una vida libre y audaz (el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero que está llena de grandeza). El resto del relato habla del éxito que este hijo consigue en la vida. A los ojos de todos, es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso porque en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Y un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse a aquel gran peligro que había obstaculizado su vida, hacer por fin algo valioso, encararse con aquel terrible animal al que, como había predicho su padre, había visto muchas veces: cada vez que se acercaba a la orilla del mar. En cualquiera de los muchos países del mundo que había visitado, a cierta distancia de la costa, pero visible siempre y sólo para él, encontraba a aquel enorme pez esperándole. Así que, de noche, cogió un arpón, montó en un pequeño bote de remos y se internó solo en el mar. Al poco tiempo, aquel horrible hocico asomó de las aguas, al lado de la barca.

- “Aquí me tienes por fin -dijo el hombre. Ahora es cosa de nosotros dos”. Y reuniendo todas sus fuerzas, levantó el arpón para lanzarlo. Entonces el pez, que ni siquiera había reparado en el gesto amenazador del anciano, comenzó a hablar, quejándose en voz suplicante:

- “¡Ah, qué largo camino hasta encontrarte! También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías y huías... porque nunca has comprendido nada”.

- “¿A qué te refieres?”, dijo el hombre picado en su orgullo.

- “A que no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó la lengua, sobre la que brillaba una esfera fosforescente. El anciano la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar, que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora ya era demasiado tarde.

- “¡Ay de mí! -dijo el hombre meneando tristemente la cabeza porque acababa de entender todo. ¡Qué horrible malentendido! ¿Cómo ha podido ocurrir? He conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado también la tuya”.

- “Adiós, hombre infeliz”, respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre.

A pesar de su aspecto fantástico, el relato es una parábola esencial acera de la vida humana. ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía la felicidad porque su apariencia no parecía demasiado atractiva? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, cuando buscamos la satisfacción inmediata, cuando renunciamos a planteamientos audaces y arriesgados, difíciles quizá pero capaces de convertir la vida del hombre en algo valioso? Estos son, a mi juicio, los interrogantes que plantea el relato.

Antes hablábamos del encogimiento del hombre. Hablemos ahora de eso mismo pero en tono positivo. Hay algo que la cultura actual ignora o no aplica a la vida humana, un concepto importante: el concepto de grandeza. El ser humano está diseñado para desarrollarse en gran escala. El hombre funciona bien cuando se comporta de acuerdo a como es, sin restricciones, cuando desarrolla todas sus potencialidades: de trabajo, de relación afectiva, de capacidad de contemplar y admirar, de gozar, cuando sabe renunciar a lo inmediato para aspirar a un objetivo ambicioso, cuando se abre a los demás... Es decir, cuando se comporta con un alto grado de inteligencia, con una libertad conquistada sobre sí mismo y sobre el ambiente (Borobia).

Por el contrario, la estructura de la personalidad no parece estar diseñada -aunque puede soportar esta eventualidad- para actuar en espacios cerrados o demasiado reducidos. Esto sucede cuando se concibe al hombre como una realidad mediocre, mezquina, cuando se le aparta sin más de la grandeza (de una vida lograda). Cuando su vida aparece lastrada por intereses exclusivamente individuales, él se desarrolla pasivo, apático, convencido de antemano de que no puede alcanzar un amor grande que dé sentido a su vida, aislado de los demás, reducido en deseos, aficiones y amistades (Borobia).

El hombre está hecho para vivir a lo grande lo ordinario, lo cotidiano; a vivir por encima de la mediocridad -que es su gran tentación-, no atado a los cálculos de esa falsa prudencia que no suele esconder más que pereza, o mezquindad o pusilanimidad. Vivir a tope es cuestión de intensidad, no de velocidad. No quiere significar vivir irreflexivamente, precipitadamente, sino vivir tratando de extraer al momento todas las posibilidades favorables al proyecto personal.

¿Han leído El Señor de los anillos, de Tolkien? Se trata de un relato parabólico, que admite también la posibilidad de ser leído como un relato fantástico de aventuras. Al margen de la opinión sobre su valor literario, el libro tiene el mérito indudable de hablar del bien y del mal como conceptos distintos, discernibles, separables, y no como si la realidad fuera un amasijo confuso y tan entremezclado que no se pudieran distinguir de ninguna manera esos dos componentes. En ese libro aparece un personaje, Sam Gamyi, inseparable amigo de Frodo -el protagonista-, que admira profundamente a los elfos, especie de duendecillos especialmente simpáticos y buenos. Tiene la oportunidad de vivir una temporada entre ellos en el país de Lorien, y descubre entonces el secreto de su atractivo: “en todo lo que hacemos -le dicen- ponemos el pensamiento de todo lo que amamos”. Tiempo después, Sam recordará su estancia en Lorien: “es como vivir dentro de una canción, si usted me entiende”. Los elfos le enseñan el secreto de vivir a tope, que es una gran cosa si se entiende así; como dice Eliott:

“Toda una vida ardiendo en cada momento”.

O estos versos de Pessoa:

“Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas”.

A este propósito recuerdo también unas palabras de Le Corbusier, escritas como prólogo a un libro que sus amigos le dedicaron con ocasión de su 601 cumpleaños. Fue como si el propio autor quedara extrañado del volumen de su propia obra al verla toda reunida. Y se hacía estas reflexiones: “¡Puede parecer un poco extravagante, haber trabajado tanto! Pero es que trabajar no es ningún castigo. Trabajar es...¡respirar! Respirar es una función extraordinariamente regular: ni fuerte ni débil, sino constantemente... La constancia es una definición de la vida... Constancia implica perseverancia. Es una leva permanente de producción. Pero también es un testimonio de coraje; el coraje es una fuerza interior que cualifica la naturaleza de la existencia. No hay ni señales de gloria en el cielo, ni alas desplegadas de victoria, ni intervención espectacular. Mi madre, que murió el año pasado a la edad de 101 años, decía: ¡Lo que vayas a hacer, hazlo (bien)!’. No sabía ella que ése era un propósito fundamental de nuestra tierra de origen: el sur de Francia, en los siglos XII y XIII. Y que también es el consejo de la Señora Reina de Quintaesencia en el quinto libro de Rabelais: “Sólo os doy un consejo: haced (de verdad) lo que hagáis”.

Es una manifestación de la grandeza del hombre ese intento de no hacer las cosas a medias. Ir en serio convierte la vida en una tarea apasionante; y en ocasiones, extraordinariamente divertida. Ir en serio no significa -no tiene por qué- ver a los demás como rivales, convertir la propia vida en una lucha contra el resto. Se trata de luchar contra la propia inclinación a la mediocridad; el enemigo va con nosotros mismos; lo llevamos en nuestra mochila, por decirlo así.

Esas situaciones que acabo de enumerar me parecen traducciones distintas, aunque todas correctas, de lo que entiendo que significa vivir a tope. A ese otro modo de vivir, descomprometido y leve -¿qué grandeza hay en eludir sistemáticamente el compromiso?-, a ese vivir sólo pendiente del yo y del instante, se le pueden aplicar estas consideraciones del libro de la Sabiduría:

“Pasar como una sombra,
como una noticia que va corriendo,
como nave que atraviesa las aguas agitadas
y no es posible descubrir las huellas de su paso
ni el rastro de su quilla sobre las olas;
como pájaro que volando atraviesa el aire
y de su vuelo no queda vestigio alguno;
con el golpe de sus alas azota el aire ligero,
lo corta con agudo silbido,
se abre camino batiendo sus remos,
y después no se descubre señal de su paso;
como flecha disparada al blanco:
el aire hendido refluye sobre sí
y no se sabe el camino que la flecha siguió.
Así nosotros (...):
no podemos mostrar
vestigio alguno de nada valioso;
nos gastamos en nuestra vaciedad;
nuestra esperanza es como brizna de hierba arrastrada por el viento,
como leve espuma acosada por el huracán,
se desvanece como el humo en el viento,
como el recuerdo del huésped de un día”.
(Sabiduría, 5)


7. El pasado y el futuro del hombre: nostalgia y esperanza

Frente al pasado y al presente, “el rasgo más destacado de la temporalidad específicamente humana lo constituye la aptitud que el hombre posee para rebasar la diacronía, la sucesividad aparentemente inexorable del tiempo físico, para conferir densidad y grosor a lo que fuera de él sólo es una sutil línea de puntos; para hacer, en fin, que el pasado no sea lo yasido y el futuro lo aúnnosido; para engrosar el presente con la condensación del pasado y ensancharlo con la anticipación del futuro. El hombre es ahora por algo (por lo que ha sido) y para algo (para lo que será). Ello quiere decir que su pasado pervive en él realmente, lo estructura en su actual semblante, no ha sido aniquilado, no ha desaparecido; y que su futuro previve en él, lo moviliza, lo estimula, lo orienta en esta o aquella dirección” (Ruiz de la Peña). El hombre es un ser más de futuro que de pasado precisamente porque es capaz de la novedad, porque es un ser abierto a la sorpresa, capaz de innovar, de inventar; no sólo artefactos, no sólo artificios técnicos, sino nuevas soluciones personales para su vida. Del hombre, como de Ulises en la Odisea, se puede decir que es polýtropos, un ser de muchos caminos, de inventiva, de abundantes recursos.

Lo sorprendente tiene que ver siempre con lo inesperado, y lo inesperado tiene que ver con esa forma personal y típicamente humana de vivenciar el futuro que es la esperanza. Heráclito cita y comenta Polo- sentó una distinción muy clara entre dos maneras de abordar el futuro. Una de sus sentencias dice: “al que aguarda le sobreviene lo que aguarda, pero al que espera le acontece lo inesperado”. De la esperanza surge el encuentro de lo insospechado; en cambio, si aguardamos sucede, a lo sumo, aquello que se aguarda (lo que se aguarda siempre tiene una connotación negativa. Cambiando ligeramente el enunciado de una de las leyes de Murphy -”todo lo malo que pueda ocurrir, ocurrirá”- se podría también decir: “el mal que se aguarda, fatalmente sobrevendrá”. Ejemplo: quien comienza a conducir en bicicleta bicicleta, por ejemplo; si un día al bajar una cuesta repara en una anciana que delante de él en ese momento cruza por el paso de peatones, haga lo que haga la anciana -retroceda, avance deprisa o se quede en su lugar-, haga lo que haga el conductor, será atropellada).

Aguardar connota una actitud pasiva ante la vida, una actitud desencantada. La vida es vivida entonces no como acción, sino como pasión; uno no mueve, sino que es movido, golpeado, atropellado por los acontecimientos: la vida se le viene a uno encima. Se vive entonces como en retirada, porque todo resulta hostil y penoso, y aparecen la monotonía y el aburrimiento que convierten la vida en realidad indiferenciada, gris e insípida: “todo es igual y siempre lo mismo”. Esta situación en una persona normal puede presentarse esporádicamente como consecuencia de algún suceso fuertemente doloroso. Pero cuando esa actitud se encroniza, las consecuencias pueden ser graves; la vida entonces se lentifica y puede llegar a paralizarse, porque ha dejado de ser interesante.

En este caso el error está en la mirada con que se la mira: una mirada apagada y turbia, una mirada no inteligente, incapaz de descubrir en ella posibilidades nuevas, una mirada que ve pero no mira, no repara en las cosas, una mirada corta y miope, que no llega más allá de la punta de la nariz, porque el sujeto sólo tiene ojos para sí mismo (sólo él resulta interesante para sí mismo). Quien se cierra de esa manera clausura la posibilidad de encontrar interesante la vida: lo exclusivamente personal se convierte en una obsesión que aísla. Por el contrario, el horizonte de la vida se torna dilatado cuando el punto de partida no es tanto la pregunta “¿qué espero yo de la vida?” cuanto esta otra: “¿qué espera la vida de mí?; porque en este segundo caso la vida no es ya un algo anónimo, un mecanismo retributivo de recompensas multiplicadas, sino un alguien con rostro, quizá una multitud de rostros (pero no anónima), que nos necesitan y nos esperan.

Frente a la actitud pasiva del que aguarda está la actitud activa y abierta del que espera, de aquel para quien en la vida no está todo dicho ni inventado y él tiene algo propio que decir. Y si al que aguarda le sobreviene fatalmente lo que aguarda, al que espera, por el contrario, le acontece lo inesperado. Esto no tiene nada de raro, ni de negativo; al revés, es la señal de que el hombre no se agota en una temporalidad cerrada (Polo). Al hombre le sobran recursos, de modo que puede conocer aquello para lo que en principio se podría pensar que no tiene ningún criterio y que, por tanto, tendría que pasarle inadvertido (los norteamericanos dicen las encuestas- cambian de tipo de trabajo, por término medio, cinco veces a lo largo de su vida; y en todos ellos pueden mostrarse competentes).

Al que espera no le sirve de nada la opinión del pasivo: “esto es lo que hay o esto no da para más”. Acepta lo que hay, pero entiende que “lo que hay” no tiene por qué ser “todo lo que podría haber”. El que espera tiene un concepto creativo de la vida: no se resigna a la pura facticidad de lo que ocurre, no acepta la inevitabilidad de lo rutinario. Es capaz de encontrar y sacar adelante soluciones valiosas, posibilidades nuevas, porque la novedad que el hombre presenta no está sólo en su capacidad de inventar respuestas, sino también en la de elaborar propuestas de futuro (Polaino): hay que sacar a flote lo imprevisible, lo desacostumbrado, lo que no se da y debería darse porque dignifica y amplía el horizonte de la vida del hombre.

Lo que abunda, lo que se da mayoritariamente es “la violencia, la zafiedad, la crueldad, el desamor, el tedio, la dejadez, la mala educación (...). Lo que hay es lo que hay’; no hay más cera que la que arde’, afirmaciones tan irrebatibles como falsas, porque la realidad sólo se agota cuando no hay frente a ella una inteligencia capaz de descubrir posibilidades nuevas. Es la pasividad la que permite que el desierto avance. Por fortuna, a veces entre la espesa fauna gris aparece de repente un elefante blanco: en el páramo brota una flor inesperada y magnífica; alguien ha realizado una acción generosa, ha pronunciado una metáfora vital, ha engalanado el mundo con su pequeño gesto de ternura; alguien no se ha abandonado, alguien se ha mantenido alerta y animoso; alguien se ha sobrepuesto a la ley de la gravedad, alguien ha inventado en la realidad una posibilidad hermosa. Todo lo demás era previsible: la violencia, el egoísmo, la crueldad, el desdén, el sálvese quien pueda, los invasivos mohos de la facticidad. Pero lo que ahora ha sucedido rompe esa lógica de la decadencia. ¡Qué vileza sería acostumbrarse a ello! Aquí tenemos una empresa de alto bordo: decidir no acostumbrarnos (...). La naturaleza tiende a la habituación; ése es su destino. Pero me gustaría definir al ser humano como el ser que nunca se acostumbra. Tal vez en esto consista la libertad” (Marina).

La idea del futuro como tiempo abierto a la novedad siempre ha chocado contra su contraria: el deseo de convertir el futuro en algo predecible, que pueda ser conocido de antemano. El inconveniente de esto último es que el futuro conocido no sería algo distinto del destino, el fatum de los clásicos (impuesto a los mortales por los dioses): sólo si está escrito de antemano podemos conocer el futuro. Pero por este sencillo procedimiento de ponernos a salvo del futuro estamos cuestionando frontalmente la libertad. Si nuestro destino está escrito en las estrellas o en las líneas de la mano o en las entrañas de los pollos sagrados, la libertad es una ficción, una apariencia. Actualmente se detecta también el regreso de los astrólogos, la recuperación de los horóscopos, de las echadoras de cartas, de los adivinos seculares. La novedad de la época, sin embargo, la versión moderna del futuro predecible, una versión que desea fundamentarse en la seriedad y la credibilidad de la ciencia, es la propensión a mentar lo genético en toda discusión acerca de la conducta humana. Es un resto, sin duda del reduccionismo biologicista, pero también de ese temor que inspira la seriedad de la libertad, e indicio también de esa propensión actual a minimizar los riesgos y ampliar el margen de seguridad, asuntos de los que hemos hablado anteriormente.

Es decir, se trata en el fondo de eliminar la libertad, y por tanto el futuro abierto a la novedad, como si fuera una ficción. No se puede creer a la vez en la libertad y en el destino. Creer en el destino es no tener ninguna esperanza depositada en el futuro, creer en el destino es pensar que el futuro al menos el mío, el de cada uno- no depende para nada de mí; y esto es incompatible con la afirmación de la libertad. En este sentido, la libertad ha de verse no como una condena sino como una tarea.

Cuando la vida sale mal -porque a veces la vida sale mal; no hay un seguro de vida, no hay una vida segura-, cuando el futuro ya no tira del presente, cuando el futuro no atrae porque decae la esperanza, sobreviene la añoranza del pasado, sobreviene la nostalgia. La nostalgia tiene que ver con el tiempo, con ese tiempo acumulado en el hombre que es la memoria. La interpretación trascendental de la memoria contiene una fuerte dosis de nostalgia: es el intento de revivir el pasado, de volver a una situación perdida, mejor que la actual o requerida por ella.

La nostalgia es un sentimiento cercano a la tristeza, y por eso un poco negativo, con el cual el hombre se refiere al pasado con preferencia, y lamentando que ya no sea; aunque su sabor no siempre sea amargo, sino a veces dulce, como en la saudade: una nostalgia resignada por la ausencia del amor o del amado. La lírica gallega, tanto popular como culta, cuenta con excelentes ejemplos, como éstos que cita Gurméndez:

“As frores do meu amigo
briosas van no navio
..................................
Idas son as frores
de aqui ben con meus amores”.
(Payo G. Chariño, Cantigas)

Y Rosalía de Castro, en sus Cantares gallegos, generaliza ese sentimiento: en algún momento todos hemos suspirado por algo que no volverá:

“Alguns din: miña terra
din outros: meu cariño (...);
todos sospiran, todos
por algún ben perdido”.
(R. de Castro)

(Aunque pocas veces se ha descrito tan admirablemente la aparición súbita de la nostalgia como hace Joyce en Los muertos, el último relato de su libro Dublineses).

Pero es más propia del hombre y más valiosa la que Polo llama nostalgia de futuro, que tiene que ver con el sentido: “El hombre presiente -y ese presentimiento no tiene nada que ver con una vida anterior mejor- que el futuro es mejor que el presente. Quizá haya gente que carezca de este sentido de la nostalgia, o que no lo llame así. Quizá sea abusar del sentido de la palabra, pero se trata de marcar la diferencia: no cualquier tiempo pasado fue mejor, si es que se espera lo inesperado”.

La esperanza de lo inesperado no tiene la seguridad del pasado, que ya pasó: es justamente esperanza de que el futuro es mejor. Esperanza de futuro es también entender que la novedad no se refiere sólo a lo exterior, sino también a lo interior del hombre. Esperanza de futuro es esperanza de cambio, de mejora personal, de conversión, de reorientación, aunque eso suponga la valentía de abandonar la comodidad de lo rectilíneo, del “siempre lo he hecho así”, cuando la verdad o la felicidad nos reclaman en otra dirección. Pero para eso es necesaria una de las formas menos habituales de la valentía que consiste en reconocer los propios errores, en decir “me equivoqué” y, en su forma más positiva, también en saber decir “lo siento”, en saber pedir perdón y en saber perdonar. Esto quizá sea una de las cosas más difíciles en la vida de los hombres, pero curiosamente es una de las más necesarias tanto en la vida pública como en la privada.

Esa nostalgia de futuro, esa propensión del hombre a pensar que el futuro será siempre mejor, que lo mejor está por venir, apunta hacia una nostalgia más radical y más profunda, que no se sabe de dónde nace ni cuál es su fuente, pero que deja al hombre con el convencimiento de que este vivir actual es andar lejos de nuestra verdadera casa, que éste de ahora no puede ser nuestro sitio definitivo. A ella se debe referir el poeta cuando dice:

“Ven de mansiña co-a Lua
Dios sabe de donde chega”.
(Noriega Varela)




8. Sentido y fin de la historia: el triunfo y el fracaso

De las tres dimensiones en que se articula el tiempo -pasado, presente y futuro-, la temporalidad humana otorga a una de ellas, el futuro, la precedencia. El hombre... “es en tanto que deviene, es posibilidad de llegar a ser” (R. de la Peña). Quien con mayor fuerza expone en el panorama filosófico esta cuestión del hombre como apertura al futuro es Nietzsche. Nietzsche es un pensador extraordinariamente lúcido y estimulante a la hora de plantear la gran pregunta sobre el hombre, pero todo lo que en su filosofía tiene carácter de respuesta resulta falso (Buber). El gran tema de la filosofía de Nietzsche es el carácter problemático del hombre, la constitución paradójica de un ser atraído constitutivamente por el futuro, comprometido con el futuro (que él tiene que construirse), pero cuyo éxito sin embargo no está en absoluto garantizado. “El hombre es el animal no fijado todavía”, no es una especie fija y terminada, sino algo que está haciéndose, y ese algo que se está haciendo, es él mismo quien lo hace, no le viene de fuera. Son tantas las contradicciones intrínsecas del hombre -y en esto acierta Nietzsche- que considerarlo como una especie acabada sería una paradoja increíble; el hombre sería un error fabuloso de la naturaleza. El hombre que vemos, sigue diciendo, no es más que una época de transición hacia lo que está llamado a ser, “es como un embrión del hombre del porvenir”, del último hombre. Pero la paradoja consiste -como bien apunta Buber- “en que no está asegurado el nacimiento de este hombre futuro, el auténtico hombre; el hombre actual tiene que crearlo”, y ha de hacerlo con su esfuerzo.

Más adelante, en otro momento, hablaremos de las respuestas fallidas de Nietzsche, pero este diagnóstico del hombre como un ser comprometido con el futuro sigue y será siendo válido, aunque para buena parte de la cultura contemporánea esa idea ha terminado por no ser sino una más de las ilusiones, de los espejismos que a lo largo de su historia, han afectado al hombre, lo han seducido con su brillante apariencia para dejarlo después exhausto y agotado, decepcionado de tanto esfuerzo que al final se ha revelado estéril.

La cultura actual es una cultura escarmentada, recelosa ante las grandes ideas, desencantada de toda utopía, cansada de los grandes relatos. Nunca el hombre ha hecho sufrir tanto al hombre en nombre de su propia salvación. La caída del régimen comunista ruso, que se hizo realidad con la caída del muro de Berlín en 1989 -pero que era ya una muerte anunciada al menos desde las invasiones de Hungría y de Checoslovaquia-, supone el fin del intento ilustrado: la salvación del hombre por el hombre, la redención del hombre de su propia miseria sin contar con Dios. Como un animal cansado y maltratado, la cultura oficial actual se dedica a sestear tranquilamente, a sobrevivir, mientras se cura de sus heridas. El dolor de las dos guerras mundiales, el horror del exterminio judío emprendido por el régimen nazi y el de los gulags soviéticos marcan el itinerario final de la gran decepción.

Alguien ha definido esta etapa de nuestra cultura como marcada por el síndrome de Ulises, el síndrome del regreso a Ithaca. El valiente y astuto Ulises, triunfador en la guerra de Troya, el protegido de los dioses y amado por las hijas de los dioses, harto de sus propias hazañas y desengañado de la gloria que le han procurado -en el fondo piensa que no le han traído más que dificultades-, decide regresar a su hogar, a su isla de Ithaca, donde lo esperan su mujer Penélope y su hijo Telémaco. Regresa para pasar el resto de su vida como cualquiera de los mortales, buscando la seguridad de una vida tranquila y reposada: cazar con sus perros en sus tierras, beber el vino de sus viñas, conversar amablemente con los amigos mientras en el hogar, en invierno, arde un buen fuego... Troya, Polifemo, ninfas y sirenas no son ya sino sueños, viejas locuras que le turbaron: agua pasada. Ya no le interesa nada de lo que ocurra más allá de los contornos de su pequeña isla, mecida por las olas y tibia de sol: dormir, descansar... y que el mundo exterior siga su camino sin él. Hay sin duda cierto aire de serenidad en la vida de Ulises, pero también decepción, desengaño: ¿valió la pena lo que hice?

Eso mismo se pregunta la cultura actual a la vista de sus errores y aciertos, de sus éxitos y sus fracasos pagados en sangre. Queríamos salvar al hombre, ponerlo a salvo, pero ¿qué ha sido de él, qué ha sido de nosotros mismos? La cuestión es que el diagnóstico era exacto -el hombre necesita salvación, necesita superar sus propias contradicciones-, pero el tratamiento, a juzgar por los resultados, fue completamente equivocado: cuando el hombre prescinde de Dios, él mismo acaba desfalleciendo. Hoy comienzan a alzarse voces que lo indican claramente. El fin de la historia no puede ser el horror y la decepción. Tiene que tener un sentido el dolor de tantos millones de hombres a lo largo de los siglos, de tantos justos e inocentes triturados para ser utilizados como pavimento por el que la historia se dirige -en opinión de los ideólogos utópicos- hacia su término, un final feliz.

Lo que acabamos de tratar ahora nos pone delante la cuestión del significado de las palabras triunfo y fracaso en la vida del hombre (o, lo que viene a ser lo mismo, el contenido de la palabra felicidad). Si ustedes hablan con personas de cierta edad sobre cuestiones tales como la felicidad, encontrarán que las manifestaciones de ustedes serán tachadas frecuentemente como idealistas, ingenuas, faltas del conocimiento adecuado de la vida. Las recomendaciones de algunas o incluso de muchas de esas personas vendrían a ser como un jarro de agua fría vertido sobre su cabeza, sobre sus ideas: “son cosas de la edad, ya te desengañará la vida”, o cosas similares. Esas palabras dicen la verdad, pero no dicen toda la verdad.

Es cierto, ya lo hemos dicho, que la vida muy pocas veces responde exactamente y a veces en modo alguno- a las expectativas que se han depositado en ella. Pessoa expresa muy bien esa sensación de vacío y de nada con que a veces se le presenta al hombre su propia vida:

“Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus,
me invoco a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos que se cruzan,
veo a los perros, que también existen,
y todo eso me pena como una condena al destierro,
y todo es extranjero, como todo.
He vivido, estudiado, amado y hasta creído,
y hoy no hay mendigo al que no envidie sólo por no ser yo”.
(F. Pessoa)

Como el mar acaba deshaciendo todo barco que lo cruza con las velas desplegadas, así el tiempo parece destruir todo ideal, disolverlo como se esfuma un sueño al despertar. Esta sensación es la que describe Eliot en sus Cuatro Cuartetos:

“El mar está alrededor de nosotros;
el mar es también el borde de la tierra,
el granito al que alcanza, las playas adonde arroja
sus insinuaciones de una creación anterior y diversa:
la estrella de mar, el cangrejo de herradura, el espinazo de la ballena;
(...) arroja nuestras pérdidas, la red desgarrada,
la nasa de langostas destrozada, el remo roto
y las pertenencias de extranjeros muertos...”
(T. S. Eliot)

Forman una exigua minoría aquellos cuya vida obtiene un gran reconocimiento social y puede ser catalogada como exitosa; muchos otros contemplan su vida como los restos de su propio naufragio, despojos de su pasado que el mar del tiempo arroja sobre la playa del presente: “la red desgarrada, la nasa de langostas destrozada, el remo roto”. Es una experiencia general, aunque afecte diversamente a unos o a otros, según la vida o la sensibilidad de cada cual. Lo más frecuente es que se circunscriba a breves períodos de tiempo -momentos de crisis-, aunque puede también encronizarse y posarse en la conciencia como una permanente y pesada atmósfera interior que todo lo tiñe del color de la tristeza y del fracaso. La diferencia suele estribar en el distinto significado que se dé a la palabra triunfo.

La palabra triunfo tiene varias acepciones. La primera y más evidente convierte el triunfo en sinónimo de reconocimiento social: es la opinión pública quien confiere o niega la patente de triunfador. No es éste el significado que se le asigna en estas lecciones. Triunfar es sacar adelante el proyecto de vida personal; bien entendido que el proyecto personal apunta hacia el ser, y no hacia el tener ni hacia otras consideraciones que han de ser tenidas por secundarias, tal como -por ejemplo- la cuestión de si nuestro concepto del éxito responde a los patrones ambientales, choca con ellos o simplemente los ignora. Esa es la problemática que se dirime en Quiz Show, película que dirigió Robert Redford: el dilema de ser o no ser auténtico: mantenerse fiel a uno mismo o dejarse pervertir por las deslumbrantes apariencias que a veces nos asaltan, dejarse asfixiar por la comodidad, por la facilidad de un cierto modo de vida placentero pero que al final nos deja sin vida y sin aliento porque uno entiende que al hacerlo se ha traicionado a sí mismo, ha dado la espalda a lo mejor de sí, a su verdadero ser.

El enemigo de la vida del hombre no está fuera, sino dentro de él; y no es el fracaso, sino la renuncia previa, expresa o tácita, a una vida digna y grande: el enemigo es la mediocridad. El hombre rara vez se excede (salvo en el placer). Más bien tiende a quedarse corto, renunciando poco a poco a trozos de su alma. La mediocridad puede deshinchar nuestra vida como un globo.

Habría que aprender a no detenerse demasiado pronto ante las dificultades, a no preguntar si algo es difícil como si esa fuera la pregunta esencial. Habría que aprender a no renunciar a la fidelidad a uno mismo, a no dejarse seducir por el triunfo social, por el reconocimiento del medio. Hay poetas que murieron sin ver publicado ni uno solo de sus versos (Hopkins, por ejemplo); pintores geniales que en su tiempo fueron considerados de segunda (el Greco), o que no consiguieron vender ni uno solo de sus cuadros (Van Gogh) o muy pocos (Cézanne, Pissarro; Monet sólo en su ancianidad fue considerado); músicos que murieron sin ver estrenadas sus mejores obras (Bruckner), y otros compusieron obras memorables en medio de las mayores estrecheces y dificultades: Mozart compone alguna de sus obras más bellas (su sonata 505) dos días después de que muriera de hambre una de sus hijas, mientras su mujer flirteaba en un balneario con uno de aquellos esperpénticos triunfadores del momento, de quien hoy nadie se acuerda. Esta lista, entresacada de una referencia de Martín Descalzo, podría ampliarse abundantemente sin dificultad. “La vida es una larga paciencia -dice ese autor-, y el desaliento, una cobardía”. Tanto como el genio importa la paciencia, la capacidad para encajar los golpes, el don de mantener la esperanza en medio de las dificultades.

Y no sólo ellos, personajes deslumbrantes, sino tantos y tantos hombres y mujeres anónimos cuyas vidas son o han sido ejemplos de humanidad porque fueron una realidad lograda. El triunfo es la vida bien hecha, la obra bien acabada, independientemente del reconocimiento presente o futuro. Esto debería aparecer especialmente claro -aunque no sólo- a los cristianos. Los cristianos sabemos mucho o deberíamos al menos saber sobre esta no-identidad del sentido y el triunfo. ¿Cabría fracaso más espectacular que el de Alguien que se proclamara Dios y acabara colgado de una cruz como uno más entre lo malditos de la tierra? Ese caso, como bien saben, se ha dado. Desde el punto de vista de un simple espectador ajeno, la vida de Jesucristo fue un terrible fracaso. Pero de ese fracaso vivimos todos, lo sepamos o no. La vida de Aquel que fracasó en la cruz es “una vida que ha cambiado todas las vidas humanas” (Juan Pablo II), la vida más plena de sentido de toda la historia de los hombres, pasada y futura. Renunció al éxito, al reconocimiento humano ésta es una de las conclusiones más evidentes para cualquier lector de los Evangelios- por Amor a los hombres, para salvarnos a todos. Dicho con la sentenciosa profundidad de un antiguo proverbio: “ Éxito’ no es ninguno de los nombres de Dios”.

En su fracaso, sin embargo, todos fuimos curados de los nuestros. Después de Cristo, y por Él, ya no tiene sentido esa especie que no por repetida ha de ser considerada sabiduría, y que Stevenson pone en boca de uno de los personajes de La isla del tesoro, Israel Hands, pirata y prototipo de piratas: “Treinta años llevo recorriendo los mares, y he visto cosas buenas y malas, mejores y peores, tiempos buenos y malos, hombres, cuchilladas y lo que quieras. Pero te voy a decir una cosa: todavía no he visto que por hacer el bien se consiga nada bueno. El que da primero da dos veces, eso es lo que te digo; y los muertos no hablan, eso es lo que opino. Y amén, no se hable más”. (Al menos en la novela ocurre lo contrario, y mientras Israel Hands, con toda su teoría, acaba en el fondo del mar, Jim Hawkins termina por descubrir y disfrutar del fabuloso tesoro de Flynt).

Sentido y fracaso o éxito social no tienen porqué ir de la mano. Por mirar este mismo asunto desde otra perspectiva complementaria, anoto que leí hace poco tiempo una biografía, interesante en algunos aspectos. Se trata de la biografía de Lou (Louise) Andreas Salomé. Fue una mujer, más que extraordinaria, peculiar en muchos sentidos. Muy inteligente y culta: Nietzsche, Rilke y Freud, en distintos momentos de su vida, y por este orden cronológico, tuvieron trato intenso con ella; de los dos primeros fue musa inspiradora. Con un exacerbado sentido de la independencia personal -no se casó con nadie, como suele decirse; casi ni se casó con su marido- y escritora fecunda, muy celebrada en su tiempo y hoy completamente ignorada. En su lecho de muerte hace esta confesión: “Durante toda mi vida he trabajado, he trabajado mucho. Y ¿para qué?; en realidad ¿para qué?... Si dejo vagar mi pensamiento (y miro atrás en mi vida), no encuentro a nadie... Así pues, lo mejor es la muerte”. Mirar hacia atrás y descubrir que en realidad la propia vida está vacía; y que está vacía porque no hay alguien, porque no hay ni ha habido nadie más que yo; porque nada he compartido, nada he ganado. Quizá en ese momento descubrió que la pregunta que ella misma se estaba haciendo estaba mal planteada, porque no se trata de preguntarse tanto para qué he vivido sino para quién ha servido mi vida, a quién le ha sido de utilidad. Si de nuestro proyecto, por brillante que haya resultado, están ausentes los demás -y no digamos si el proyecto se ha hecho contra ellos-, el fracaso está asegurado.

Lo importante es el sentido. El sentido es el fin percibido como interesante. La experiencia indica que la mayor parte de las realidades valiosas están revestidas de dificultad, y su consecución requiere requiere un cierto esfuerzo de adiestramiento. Y enseña también la experiencia que hay muy pocas cosas, si es que hay alguna, que pueda impedir al hombre ser quien quiere ser, conseguir aquello que verdaderamente desea. También se puede llegar navegando a vela a un destino situado allí desde donde el viento sopla. En eso precisamente consiste el arte de navegar: ir adonde se quiere, y no adonde nos empuja el viento; hacer que el viento, con su fuerza aparentemente contraria, nos lleve adonde queremos ir. Habría que citar de nuevo a Nietzsche: “quien tiene un para qué, encontrará siempre el cómo”. De modo análogo a como la Ilustración tomó como lema de su proyecto el sapere aude! (¡atrévete a saber!), se trataría de recuperar el atrévete a ser; o el sentido de aquel verso de Píndaro -”sé el que puedes llegar a ser”- que Spaemann cita, y glosa así: atrévete a aspirar a aquello de que eres capaz.

Quizá hayan visto y recuerden Solo ante el peligro, un clásico no sólo de las películas del Oeste, sino de la historia del cine. Relata el momento en que el sheriff de un pueblo, un hombre recto al que da vida en la pantalla Gary Cooper, se encuentra en un verdadero aprieto: acaban de poner en libertad a un peligroso forajido al que él había detenido y enviado a la cárcel, y recibe la noticia de que se acerca al pueblo acompañado de unos cuantos sicarios de su misma calaña, dispuesto a vengarse de él. Los habitantes del pueblo, salvo un anciano, se quitan de en medio. Todos le aconsejan huir, por el bien de todos, previendo que del enfrentamiento se derivarían numerosas dificultades. Incluso su propia mujer es de esta opinión. El sheriff trata de explicarle serenamente que esa solución no sirve porque lo colocaría en una desventaja aún mayor: “Si huimos ahora -le dice-, toda la vida tendremos que estar huyendo”. Su esposa no acaba de entenderlo; ella piensa sólo en ahorrarse las dificultades del momento, en ponerse a salvo de ese inminente y grave peligro, pero él piensa también en mañana, en el futuro. La prudencia precisamente le lleva a tomar aquella resolución de valor que ciertamente no tiene nada de cómoda. Prefiere afrontar la realidad, por penosa que parezca, a convertir su vida en una permanente huída.

La audacia y el riesgo atraen a los hombres, pero su ejercicio parece reservado no tanto al ámbito en el que esa actitudes cobran todo su sentido -las decisiones sobre nuestra vida real-, sino al de lo puramente recreativo. En lo personal todo parece indicar que la opción por defecto es la seguridad, la evitación del riesgo. Pero esto, llevado a sus últimas consecuencias, quita interés y grandeza a la vida porque todo resulta entonces mediocre y predecible. Fortuna audaces iuvat, decían los clásicos: la suerte ayuda a los audaces, a los que se atreven, a los que no dejan pasar a su lado lo valioso o incluso lo decisivo, sin intentar atraparlo:

En la suma de días indistintos
que la vida da al hombre, acaso hay uno
en que el destino, trágico y hermoso,
pasa por nuestro lado y el azar manifiesta
una insólita luz, un desusado
fulgor inconfundible.
Pero no has de dudar. Ten el coraje,
cuando llegue el momento,
de abandonar las cosas con que siempre
te engañó la costumbre, y sube pronto
a ese carro de fuego.
Poco dura
el milagro.
Después, si te negaras
a partir, sólo noche
merecerás. Y nunca, aunque quisieras,
podrás comprar la luz que despreciaste.
(E. Sánchez Rosillo)


No se trata de una épica de la dificultad por la dificultad. Hay cosas muy difíciles que no tienen ningún interés o muy escaso, y cosas sencillas altamente interesantes. En todo caso, la épica no está en la magnitud de los asuntos; se trata más bien una actitud del espíritu que no pregunta por la dificultad como si ésa fuera la pregunta esencial que se debe plantear acerca de si algo conviene o no: una épica de lo cotidiano. El sentido no cambia el contenido material de la vida pero la hace valiosa, y hace valioso también a quien la ha vivido de esa manera. El triunfo es el sentido, aunque a veces parezca que se ha fracasado porque los resultados no han respondido a las expectativas. Conrad en Nostromo, hace decir a uno de sus personajes hablando de otro de ellos, Avellanos, un anciano arruinado económicamente en su empeño por salvar a su país del caos: “Un hombre dominado apasionadamente por una idea no es nunca un fracasado en la vida”. Sean audaces; o mejor, no tengan miedo al fracaso de su empresa, de su proyecto personal. El fracaso es no tenerlo, el fracaso es no intentar nada verdaderamente valioso.

La vida así vivida se convierte en escritura, texto, biografía. En ocasiones puede ocurrir que ciertos pasajes sean de difícil interpretación, confusos y sin sentido aparente, como letras que hubiera reunido el azar. Nada se opone, sin embargo a que se trate en realidad de un texto que sólo desde un plano superior puede ser leído en su totalidad y su sentido descifrado con claridad. Eso supondría que nuestra vida estuviera hecha para ser vista o leída desde un plano superior, de manera que su sentido pleno sólo pudiera ser percibido por Alguien que esté fuera y arriba, como ocurre con esas figuras dibujadas por una multitud de personas sobre el terreno de un estadio en esas ceremonias inaugurales clamorosas:

“Soy hombre: duro poco,
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea”.
(O. Paz).


9. El principio de esperanza

Con lo dicho anteriormente se ha querido dar a entender que son cuestiones distintas el triunfo personal (la vida lograda) y el éxito o la notoriedad social. La experiencia nos advierte al menos de una cosa: el éxito social nadie lo tiene asegurado. En parte, porque la vida es tan compleja que resulta casi imposible saber cuáles son los factores esenciales que hay que tener en cuenta. A veces la vida sale mal, y es inútil preguntarse las razones acerca de qué debiera haberse hecho para que las cosas hubieran sido distintas; incluso porque en ocasiones no se pudo hacer otra cosa. Simplemente, la vida sale de otra manera.

Santo Tomás de Aquino, en su Comentario al libro de Job, constata esa dificultad para encontrar una explicación razonablemente satisfactoria a todo lo que ocurre en la vida del hombre: “en los sucesos humanos -dice- no aparece ningún orden cierto: no siempre suceden cosas buenas a los buenos y cosas malas a los malos, ni siempre suceden cosas buenas a los malos y cosas malas a los buenos, sino que, indiferentemente, a los malos y a los buenos suceden cosas buenas y malas”. La experiencia ordinaria es muy rica en estos casos: personas que han entregado su vida a los demás en el mayor silencio, gente esforzada y buena que murió en plena juventud, trayectorias brillantes cortadas en seco por un accidente fortuito o una enfermedad irreparable, las víctimas de todas las guerras, los muertos en Auschwitz o en los gulags, etc.

El reconocimiento social, el éxito público, es tan aleatorio que resultaría imprudente perseguirlo como único objetivo. Hasta tal punto esto es así que se podría decir que “lo primero que hace falta para tener éxito es no buscarlo (directamente), no creer en él, no convertirlo en fin, no obsesionarse con alcanzarlo sino concentrarse en realizar de la mejor manera posible la actividad que quizá llegue a ser exitosa” (Yepes).

Conviene por otro lado relativizar el valor del éxito y del fracaso. Lo que el hombre ha sido se descubre al final. Por eso Polo avisa de que “todo éxito es prematuro”; a la vez, para quien no ha renunciado a sus convicciones, toda derrota es provisional. El arma contra el veneno de dar excesiva importancia a éxitos y fracasos es quitarles importancia, descubrir que no es para tanto; es decir, el humor, la ironía, el saber reírse de uno mismo, saber ver el lado cómico de las situaciones, tanto en la situación del hombre hinchado, infatuado por el triunfo, como del hombre abatido, hundido y humillado por una derrota que cree definitiva y que le resulta insoportable y vergonzosa.

Hoy la presión educacional del ambiente tiende a convertir la vida en un camino emprendido en pos del triunfo social entendido como poder o dinero o reconocimiento de la opinión pública, y todas sus posibles combinaciones: la notoriedad buscada a cualquier precio. Y la palabra es competitividad: todos contra todos, y todo el tiempo y las mejores energías invertidas en ello. Por eso son interesantes estas consideraciones de Merton que vienen a ser un alegato duro pero extraordinariamente lúcido: “Juro que me he pasado la vida evitando el éxito enérgicamente. Si una vez escribí un bestseller -se refiere a su libro La montaña de los siete círculos- fue puro accidente, debido a la falta de experiencia y a la ingenuidad, y tendré buen cuidado de no hacerlo en el futuro. Si tengo un mensaje para mis contemporáneos, es seguramente éste: sed cualquier cosa que queráis..., pero evitad a toda costa una cosa: el triunfo”.

Volviendo a la cuestión anterior, echemos la vista atrás sobre la legión innumerable de aquellos a quienes, en la larga historia de la humanidad, la vida “les ha salido mal” a pesar de todos sus esfuerzos, la multitud de los desasistidos de la fortuna sin culpa propia, la buena gente cuya vida fue sin embargo arrollada por la violencia injusta. ¿Tendrán recompensa esas vidas? ¿Quién se la dará? ¿Cuándo, dónde? Son preguntas que brotan espontáneamente.

Supongamos que la respuesta fuera negativa. Equivaldría a argumentar que esas personas no tuvieron suerte, que no nacieron en el momento adecuado, en el lugar preciso y con la dotación necesaria (como si eso hubiera dependido de ellos). Significaría que el hombre es nada, y todo valor apariencia salvo la fuerza, el poder. La verdad, el bien, la rectitud, la solidaridad tampoco significarían nada. La Historia, pasada y presente, parece avalar esta impresión negativa. Contemplemos el panorama: triunfa -o al menos tiene más posibilidades de hacerlo- el que miente, el que aparenta, el hombre sin escrúpulos, el violento. No necesitamos ir muy lejos para comprobarlo; basta con leer los periódicos o ver los telediarios. Da la impresión de que siempre ha sido así, y seguirá siendo así.

Sin embargo esa situación provoca una natural indignación, una irritación existencial porque significaría algo profundamente injusto contra lo que el hombre se rebela desde su misma raíz. Argumentar que el fracaso de ellos contribuirá a que el futuro sea mejor para otros se podría aceptar, pero como respuesta es completamente insuficiente. No basta con un final mejor o más feliz del que sólo algunos gozarán (los que vivan entonces). El hombre no se resigna a ser material de derribo de la historia, intuye que no lo es en absoluto. Presiente que su vida tiene un sentido, desea y aspira a una nueva vida que suponga una verdadera refundición de todo el recorrido de la historia (Guardini), una situación en la que la muerte respete verdaderamente todo lo que el hombre ha hecho, todo lo que cada uno ha sido.

Pero esta cuestión del sentido, que el hombre intuye como real y verdadero no se trata de una ilusión o un simple deseo-, no se puede demostrar desde dentro de la historia tampoco su contraria- ni teórica ni prácticamente, dada la complejidad de la acción humana y la incertidumbre radical que pesa sobre la cuestión de saber en qué medida el dato histórico refleja el estado de conciencia del protagonista. El hombre no lo puede demostrar, pero tampoco se puede arrancar esa esperanza de que las cosas sean así, de que la vida tenga un sentido último, incluso frente a toda apariencia contraria, frente a la sensación de fracaso con que los demás pueden percibir mi vida. Esa esperanza no tiene su fundamento en ninguna evidencia exterior, sino en una persuasión interior: la persuasión de que la Historia que escribimos no es “toda la Historia”; lo que parece ocurrir, aquello de que tenemos constancia a través del dato histórico, no es “todo lo que ocurre”. Por encima y más allá de ello aunque vinculado esencialmente con ello-, hay algo más: un sentido pleno. Hay un eco, una reclamación de justicia sobre nuestra vida más allá de la Historia. Esa reclamación de ese sentido pleno de la Historia es una reclamación de Dios: “el sentido de la totalidad no se nos puede revelar a través del hombre finito, sino sólo desde el sentido pleno y el espíritu pleno que abarca al hombre y al mundo, desde un espíritu que es la realidad que todo lo determina y que es, por tanto, lo que en lenguaje religioso llamamos Dios” (Kasper).

La esperanza histórica de los hombres es, en definitiva, la esperanza de la que existe la justicia sobre el hombre; que sea reconocido lo que intento, más allá del azar de lo que acaba ocurriendo; la esperanza de que el hombre sea reconocido como tal. “La esperanza no es en este contexto una actitud preconcebida y partidista, sino una condición trascendental de la posibilidad del ser humano. Nosotros, como hombres, no podemos menos de esperar que el asesino no triunfe en definitiva sobre sus víctimas inocentes. De renunciar a esta esperanza, renunciaríamos a nosotros mismos. Pero la violencia injusta sólo se puede eliminar mediante la violencia. Así nos movemos en el círculo maléfico de la culpa y la venganza, del que sólo nos puede sacar un nuevo inicio que no cabe derivar de las condiciones de la historia. La proyección al futuro implica, pues, el futuro de una nueva justicia que no olvide a los muertos(...). Si no se quiere mediatizar la esperanza en favor de una generación futura y en favor de aquellos que están en la cresta del progreso, la esperanza debe implicar necesariamente al Dios de la esperanza que da vida a los muertos para hacerles justicia” (Kasper). Una vez más, la paradoja de una aspiración humana radical, cuya realización cae, sin embargo, fuera de sus posibilidades.

A esta aspiración de un futuro que haga justicia a la vida del hombre se refiere Rilke en El Libro de Horas llamándola la gran muerte por contraposición a la pequeña muerte de los comienzos, la muerte pensada en la infancia como simple acabarse de la vida, esa muerte desesperanzada y triste:

“Señor, da a cada uno su muerte propia,
el morir que de su vida brota,
en la que él tuvo amor, sentido y pena.
Pues somos tan solo corteza y hoja.
La gran muerte, que cada uno en sí lleva,
es fruto en torno a lo que todo gira.
Por ella se despierta la muchacha
y surge como un árbol de una voz,
y por ella anhela ser el niño hombre...
Por ella lo mirado es como eterno,
aunque haga mucho tiempo que ocurrió”.
(Rilke)

“Por ella -se refiere el poeta a la gran muerte- lo mirado es como eterno...” Ese verso -y todo el poema- transmite la convicción del hombre de que, al igual que el pasado permanece en el presente como recuerdo y como huella (no desaparece, no se volatiliza, no es una inutilidad que ocurrió), así nuestra vida actual se guarda para la eternidad: también ella es memoria que Alguien guarda.

Es Aristóteles quien afirma -según recoge Alvira- que los vivientes inferiores al hombre no se proponen algo mejor (realizar acciones mejores) porque no tienen esperanza de alcanzar lo eterno. Lo cual indica que es esa esperanza de eternidad lo que mueve al hombre a emprender ese trabajo en que consiste su vida digna. El móvil del hombre, lo que le lleva a intentar lo mejor es el hecho de que aquello a lo que tiende le vaya a servir para siempre y se convierta para él en algo definitivo. Se puede considerar esto mismo desde otro aspecto diciendo que no se puede tender indefinidamente hacia algo sin llegar a conseguirlo nunca: felicidad y tiempo son irreconciliables; el futuro del hombre, su felicidad, no está en el tiempo sino más allá: en la eternidad. El hombre aspira a lo mejor, se propone lo más digno, porque sabe que lo conseguirá, porque intuye confusa pero confiadamente que lo suyo es la eternidad. La eternidad como don, pero la eternidad.

A la vez, ese futuro final de la historia que el hombre espera tiene que ser presente para todos, no puede ser sólo -sería injusto- para los que consigan gozar de él en un futuro temporal. Cuando se promete el paraíso a las generaciones futuras, pero al individuo particular exclusivamente la nada, en realidad es como si no se prometiera nada a nadie (Ratzinger). La única realidad para la cual el pasado y el futuro están en presente, es lo eterno. Un futuro justo para todos reclama la eternidad para cada uno. En resumen, como vuelve a decir Ratzinger, “el hombre necesita la eternidad. Cualquier otra esperanza se queda demasiado corta”.