Catequesis sobre el Credo

La resurrección (III)


La fe en la resurrección va ligada al acontecimiento de la muerte. Una muerte que, para el cristiano, no es el final del camino, sino el tránsito a otra vida, la eterna, la verdadera.

La muerte da el auténtico valor a la vida y a las cosas. La certeza de su existencia nos hace comprender que debemos vivir bien, con responsabilidad, la única vida que se nos ha dado. Por otra parte, la seguridad de que, si morimos en Cristo vamos a reinar con Cristo, hace que la muerte no sea causa de desesperación sino de alegría y consuelo.

Muerte y resurrección: La muerte precede a la resurrección. Una muerte en gracia de Dios nos abre las puertas de la vida eterna debido a la salvación que nos ha ganado Cristo.

Una única vida: Sólo vivimos una vez y sólo morimos una vez. No hay reencarnación. Por eso debemos ser responsables con nuestra única vida, de la cual seremos juzgados.

La fe en la resurrección está ligada, como es evidente, a la realidad de la muerte. Quizá sea por eso por lo que en una época como la nuestra -que aspira a retrasar lo más posible la muerte a base de clonaciones y otros experimentos, a la par que intenta adelantarla a determinados grupos como los enfermos que no tengan dinero para costearse esos nuevos métodos- ya no se crea en la resurrección. El hombre está intentando -así lo parece- cambiar la realidad de la muerte y la fe en la supervivencia más allá de la misma por un tipo de prolongación artificial que, además, sólo será accesible a los ricos y famosos.

Morir sólo es morir

Los cristianos, en cambio, no vemos la muerte como algo desesperante y desesperado. Conviene recordar aquí aquellos hermosos versos de José Luis Martín Descalzo en el último de sus libros, “Testamento del pájaro solitario”:

“Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba”

La clave, por lo tanto, estará en si hay algo que se buscaba con tanta ansiedad que justificara el paso por el amargo trance de la muerte. Ese algo, naturalmente, es Dios. Si se ama a Dios, si se desea estar con Él, la muerte es -a pesar de su dureza- un alivio, un final que da paso a un hermoso principio. Santa Teresa lo expresó así: “Muero porque no muero”. Y San Pablo, siglos antes, ya había dicho: “Para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir” (Flp 1,21). San Francisco no dudó en llamar “hermana” a la muerte y si de nuevo volvemos a Martín Descalzo, en la obra citada, le oiremos decir, comentando lo que era la muerte para él, la cual veía muy cercana como de hecho sucedió:

“Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura”.

El Catecismo, por su parte, habla de la muerte así: “En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es ‘salario del pecado’ (Rm 6,23). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección” (1006).

Los siguientes números del Catecismo insisten en estos dos aspectos, el de la naturalidad de la muerte y el de su relación con el pecado. Recuerdan que “la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida” (nº 1007).

Muerte y vida

No conviene olvidar esta idea: la certeza de la muerte da valor a la vida. Lo que se gasta, lo que se termina, lo perecedero reclama más atención y cuidado. Por eso, aquellas religiones que hablan de un eterno retorno, de unas reencarnaciones ilimitadas hasta encontrar un nirvana de perfecciones, lo que están haciendo no es desprestigiar la muerte sino minusvalorar la vida. Si vas a volver a revivir una y mil veces, no merece la pena que pongas mucho cuidado en la vida que ahora tienes; si te equivocas, tendrás más y más oportunidades. En cambio, si eres consciente de que tienes una vida y sólo una, ésta adquiere un gran valor y debes procurar acertar en tus decisiones y comportarte del modo más correcto posible. Es por eso que el cristianismo educa en la responsabilidad, mientras que religiones como el hinduismo o el budismo tienden al fatalismo, a aceptar las cosas como están e incluso a considerar que los sufrimientos de los hombres debido a las injusticias sociales no son más que consecuencias de pecados hechos en vidas anteriores que ahora se están purgando, al modo en que nosotros podemos considerar que alguien que está en la cárcel está pagando sus deudas contraídas con la sociedad al cometer un delito.

El Catecismo, a propósito de la muerte, recuerda también la transformación que sobre ella operó Cristo. “Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella, la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición” (nº 1009).

Sentido positivo

“Gracias a Cristo -sigue diciendo-, la muerte cristiana tiene un sentido positivo... La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente ‘muerto con Cristo’, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este ‘morir con Cristo’ y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor” (nº 1010).

“Mi deseo terreno ha desaparecido -decía San Ignacio de Antioquía cuando era conducido a Roma para ser martirizado-; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre’”. Con expresiones así, los cristianos de todas las épocas han manifestado su convicción de que la muerte no es sino el inicio de una vida nueva y mejor. Así lo manifestó Santa Teresita de Lisieux poco antes de su muerte: “Yo no muero, entro en la vida”.

Para que esto sea así debemos vivir preparados, sin que la muerte se convierta en una obsesión o en un fin último, pero sí sabiendo que ésta ha de venir y que, tras ella y previo el juicio personal, entraremos en una vida que durará para siempre y que estará marcada por la paz de la gloria o por el dolor del infierno.

“La Iglesia nos anima -termina diciendo el Catecismo sobre este importante punto- a prepararnos para la hora de nuestra muerte (‘De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor’: Letanía de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros ‘en la hora de nuestra muerte’ (Avemaría), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte” (nº 1014).