La Iglesia está integrada por los que viven en la tierra -Iglesia militante
o peregrina-, por los que están ya en el cielo -Iglesia triunfante- y por
los que, habiendo muerto, se preparan para entrar en el cielo purificándose
en el purgatorio de sus pecados -Iglesia purgante-. La “comunión de los
santos” nos enseña que hay una relación permanente entre estos tres estados
distintos de la Iglesia.
Los que están en el cielo nos ayudan con su ejemplo y con su intercesión
ante Dios. Nosotros podemos ayudarles con nuestras oraciones.
Estados de la Iglesia:
Triunfante -los que están en el cielo-, purgante -los que están en el
purgatorio- y militante o peregrina -los que están en la tierra-
Ayuda recíproca: La Iglesia del cielo ayuda a la de la tierra con su
ejemplo y su intercesión. La de la tierra ayuda a la del purgatorio con sus
oraciones y ofreciendo la Misa.
Otro aspecto de la comunión de los santos
es la relación que hay entre el cielo y la tierra. Para entender esto bien
conviene recordar que la vida no termina con la muerte y que, por lo tanto,
los que durante su vida en la tierra han sido miembros de la Iglesia, lo
siguen siendo después de su muerte.
La Iglesia se divide en tres: la Iglesia triunfante -formada por aquellos
que han muerto y que están con Dios en el cielo para toda la eternidad-, la
Iglesia purgante -formada por los que habiendo muerto en gracia de Dios aún
no han podido entrar en el cielo y se están purificando en el purgatorio- y
la Iglesia militantes -formada por los que todavía están vivos, en la
tierra-. “Todos -dice el Catecismo-, aunque en grado y modo diversos,
participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos el mismo himno
de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su
Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él” (nº 954).
La muerte no es el final
La existencia de la vida después de la
muerte conlleva la existencia de los que vivieron y ya no viven. Ellos, que
fueron miembros de la Iglesia, siguen perteneciendo a ella. Por eso, entre
otras cosas, hay que custodiar el tesoro de la fe que nos transmitieron,
pues ese tesoro fue suyo y sigue siéndolo; desvirtuarlo, cambiarlo,
estropearlo no nos está permitido, pues no es sólo nuestro. A veces podemos
pensar que estamos capacitados para decidir por nosotros mismos, por
votaciones democráticas, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es
bueno y lo que es malo. Deberíamos recordar, en ese caso, que también
tendrían derecho a votar aquellos que siguen perteneciendo a la Iglesia, por
más que ya no estén vivos entre los hombres. La Iglesia es de ellos tanto
como de nosotros y ellos son la Iglesia tanto o incluso más aún que
nosotros.
Además, esta existencia de la vida después de la muerte y de los que
vivieron aquí en el mundo verdadero del más allá, permite que exista entre
una y otra orilla una relación basada en el amor. El amor es más fuerte que
la muerte, como prueba la resurrección de Cristo. El amor -de Dios- venció
las ataduras del pecado, de la muerte, de la corrupción. Por eso, el amor
que ha sido auténtico no desparece con la muerte y las personas que se han
querido -por ejemplo los esposos, o los padres y los hijos, o los amigos-
siguen relacionados tras la muerte de uno de ellos y pueden seguir
ayudándose.
Ayuda recíproca
Esta ayuda entre los de aquí y los de allá
es otro aspecto de la “comunión de los santos”. La ayuda, como manifestación
del amor verdadero, debe ser o al menos debería ser recíproca.
Por ejemplo, los santos -es decir, los que han muerto que están ya con Dios
en el cielo-, ayudan a los que están aún en la tierra intercediendo por
ellos ante Dios. Dice el Catecismo: “Por el hecho de que los del cielo están
más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la
Iglesia en la santidad, no dejan de interceder por nosotros ante el Padre.
Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo
Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra. Su solicitud fraterna
ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (nº 956).
Y en el número siguiente, insiste: “No veneramos el recuerdo de los del
cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de
toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor
fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en
camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une
a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida
del Pueblo de Dios” (nº 957).
Por lo tanto, los que ya han muerto nos ofrecen un ejemplo a seguir y su
mediación e intercesión ante el Señor. No conviene olvidarlo. Es de Santo
Domingo esta frase, pronunciada cuando se encontraba moribundo: “No lloréis,
os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que
durante mi vida”. Por eso, cuando alguien muere, sobre todo cuando deja
tanta tarea por hacer aquí en la tierra, hay que recordar que no sólo sigue
vivo sino que también sigue trabajando. Si lo olvidamos, además de caer en
la desesperación y quizá en una crisis de fe que nos hace dudar del amor de
Dios, echamos en el olvido su ejemplo y también la posibilidad de que
complete desde el cielo lo que le quedó por hacer en la tierra, labor que
llevará a cabo iluminando con su buen recuerdo a los que le lloran y
consiguiéndoles de Dios la fuerza que necesitan para seguir por el bien
camino.
Rezar por los difuntos
Si eso es lo que pueden hacer los que ya
han muerto por nosotros, por nuestra parte podemos hacer mucho por ellos.
Ellos, los difuntos, no necesitan ya nuestra ropa o nuestra comida, ni
siquiera las hermosas flores que se colocan en los cementerios como un
homenaje hermoso a su memoria. En cambio, necesitan nuestras oraciones.
“La Iglesia peregrina -dice el Catecismo-, perfectamente consciente de esta
comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos
del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también
ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los
difuntos para que se vean libres de sus pecados. Nuestra oración por ellos
puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en
nuestro favor” (nº 958).
Rezar por los difuntos es ayudar a los difuntos y seguir cumpliendo el deber
de amor que tenemos hacia ellos. Una forma especial de esta oración es el
ofrecimiento de la Eucaristía. Otra, el ganar para ellos las indulgencias
plenarias que van ligadas a los Años Santos. Por desgracia, olvidamos con
facilidad a nuestros muertos y lo hacemos cuando dejamos de rezar por ellos. |