Catequesis sobre el Credo

La Iglesia (XIII)


La Iglesia está integrada por los que viven en la tierra -Iglesia militante o peregrina-, por los que están ya en el cielo -Iglesia triunfante- y por los que, habiendo muerto, se preparan para entrar en el cielo purificándose en el purgatorio de sus pecados -Iglesia purgante-. La “comunión de los santos” nos enseña que hay una relación permanente entre estos tres estados distintos de la Iglesia.
Los que están en el cielo nos ayudan con su ejemplo y con su intercesión ante Dios. Nosotros podemos ayudarles con nuestras oraciones.

Estados de la Iglesia: Triunfante -los que están en el cielo-, purgante -los que están en el purgatorio- y militante o peregrina -los que están en la tierra-
Ayuda recíproca: La Iglesia del cielo ayuda a la de la tierra con su ejemplo y su intercesión. La de la tierra ayuda a la del purgatorio con sus oraciones y ofreciendo la Misa.

Otro aspecto de la comunión de los santos es la relación que hay entre el cielo y la tierra. Para entender esto bien conviene recordar que la vida no termina con la muerte y que, por lo tanto, los que durante su vida en la tierra han sido miembros de la Iglesia, lo siguen siendo después de su muerte.
La Iglesia se divide en tres: la Iglesia triunfante -formada por aquellos que han muerto y que están con Dios en el cielo para toda la eternidad-, la Iglesia purgante -formada por los que habiendo muerto en gracia de Dios aún no han podido entrar en el cielo y se están purificando en el purgatorio- y la Iglesia militantes -formada por los que todavía están vivos, en la tierra-. “Todos -dice el Catecismo-, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él” (nº 954).

La muerte no es el final

La existencia de la vida después de la muerte conlleva la existencia de los que vivieron y ya no viven. Ellos, que fueron miembros de la Iglesia, siguen perteneciendo a ella. Por eso, entre otras cosas, hay que custodiar el tesoro de la fe que nos transmitieron, pues ese tesoro fue suyo y sigue siéndolo; desvirtuarlo, cambiarlo, estropearlo no nos está permitido, pues no es sólo nuestro. A veces podemos pensar que estamos capacitados para decidir por nosotros mismos, por votaciones democráticas, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es bueno y lo que es malo. Deberíamos recordar, en ese caso, que también tendrían derecho a votar aquellos que siguen perteneciendo a la Iglesia, por más que ya no estén vivos entre los hombres. La Iglesia es de ellos tanto como de nosotros y ellos son la Iglesia tanto o incluso más aún que nosotros.
Además, esta existencia de la vida después de la muerte y de los que vivieron aquí en el mundo verdadero del más allá, permite que exista entre una y otra orilla una relación basada en el amor. El amor es más fuerte que la muerte, como prueba la resurrección de Cristo. El amor -de Dios- venció las ataduras del pecado, de la muerte, de la corrupción. Por eso, el amor que ha sido auténtico no desparece con la muerte y las personas que se han querido -por ejemplo los esposos, o los padres y los hijos, o los amigos- siguen relacionados tras la muerte de uno de ellos y pueden seguir ayudándose.

Ayuda recíproca

Esta ayuda entre los de aquí y los de allá es otro aspecto de la “comunión de los santos”. La ayuda, como manifestación del amor verdadero, debe ser o al menos debería ser recíproca.
Por ejemplo, los santos -es decir, los que han muerto que están ya con Dios en el cielo-, ayudan a los que están aún en la tierra intercediendo por ellos ante Dios. Dice el Catecismo: “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad, no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra. Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (nº 956).
Y en el número siguiente, insiste: “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (nº 957).
Por lo tanto, los que ya han muerto nos ofrecen un ejemplo a seguir y su mediación e intercesión ante el Señor. No conviene olvidarlo. Es de Santo Domingo esta frase, pronunciada cuando se encontraba moribundo: “No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida”. Por eso, cuando alguien muere, sobre todo cuando deja tanta tarea por hacer aquí en la tierra, hay que recordar que no sólo sigue vivo sino que también sigue trabajando. Si lo olvidamos, además de caer en la desesperación y quizá en una crisis de fe que nos hace dudar del amor de Dios, echamos en el olvido su ejemplo y también la posibilidad de que complete desde el cielo lo que le quedó por hacer en la tierra, labor que llevará a cabo iluminando con su buen recuerdo a los que le lloran y consiguiéndoles de Dios la fuerza que necesitan para seguir por el bien camino.

Rezar por los difuntos

Si eso es lo que pueden hacer los que ya han muerto por nosotros, por nuestra parte podemos hacer mucho por ellos. Ellos, los difuntos, no necesitan ya nuestra ropa o nuestra comida, ni siquiera las hermosas flores que se colocan en los cementerios como un homenaje hermoso a su memoria. En cambio, necesitan nuestras oraciones.
“La Iglesia peregrina -dice el Catecismo-, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (nº 958).
Rezar por los difuntos es ayudar a los difuntos y seguir cumpliendo el deber de amor que tenemos hacia ellos. Una forma especial de esta oración es el ofrecimiento de la Eucaristía. Otra, el ganar para ellos las indulgencias plenarias que van ligadas a los Años Santos. Por desgracia, olvidamos con facilidad a nuestros muertos y lo hacemos cuando dejamos de rezar por ellos.