Cristo no sólo nos logró el
perdón de los pecados, sino que quiso prolongar este don a través de su
Iglesia cuando confirió su poder de perdonar a los apóstoles.
El perdón de los pecados se efectúa dentro de la Iglesia y por lo tanto no
se puede recibir sino es en ella y tal y como ella estipula. Ni siquiera el
sacerdote es dueño de decidir lo que hay que perdonar y cómo hay que
hacerlo.
El Bautismo es el primer sacramento que perdona los pecados. La confesión es
el siguiente.
Perdón e Iglesia:
Cristo quiso ligar el perdón de los pecados a la fe en la Iglesia y a la
recepción de manos de ésta de ese perdón. Por eso no basta el mero
arrepentimiento ni tampoco el atribuirse control sobre el bien y el mal o
sobre el modo de recibir el perdón.
Sacramentos del perdón: Son dos, el Bautismo y la Confesión.
Tras confesar la fe en la Iglesia y en la
comunión de los santos -que es un aspecto de esa fe, pues significa que
creemos que los que fueron miembros de la Iglesia siguen perteneciendo a
ella después de su muerte-, el Credo nos invita a proclamar nuestra
convicción en el perdón de los pecados, un perdón inmerecido por el hombre y
otorgado gratuita y generosamente por Dios mediante el sacrificio de Cristo.
Perdón y Espíritu Santo
“El Símbolo de los Apóstoles -dice el
Catecismo en el nº 976-, vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe
en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de
los santos. Al dar el Espíritu Santo a sus apóstoles, Cristo resucitado les
confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: ‘Recibid el
Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos’ (Jn 20,22-23)”.
La primera conclusión, por lo tanto, es la de que el hombre no tiene poder
para perdonar pecados, pues ese poder es exclusivamente divino. Ahora bien,
por el sacramento del orden sacerdotal, con la efusión del Espíritu Santo
que conlleva, el sacerdote participa de ese poder y, en el nombre de Cristo,
puede perdonar los pecados al penitente, siempre que cumpla las condiciones
impuestas por Cristo, es decir aquellas que establece la Iglesia. Por eso
precisamente el Catecismo recuerda que el poder de perdonar está vinculado
no sólo a la fe en el poder redentor de Dios sino también a la fe en la
Iglesia. Es en la Iglesia donde se recibe el perdón de los pecados, pues la
capacidad de perdonar fue conferida por Cristo sólo a sus apóstoles,
columnas de la Iglesia naciente, y a sus sucesores los apóstoles.
Precisamente porque esta relación entre el perdón y la Iglesia no se tiene
en cuenta lo suficiente, se producen las confusiones y errores que tan
frecuentemente se dan hoy en día.
Uno de los errores más comunes es el de creer que el pecador puede
absolverse a sí mismo. La gente lo dice de esta manera: “Yo me confieso con
Dios”. Ciertamente, esa “confesión” con Dios es el primer paso, pues antes
de recibir la absolución de manos del sacerdote es preciso haber hecho
“examen de conciencia” y haberle pedido perdón a Dios en los íntimo del
corazón. Pero si Cristo, que es quien establece la posibilidad de que los
pecados sean perdonados, hubiera querido que cada uno recibiese el perdón
por un mero arrepentimiento interior individual sin medicación humana, es
evidente que no habría hablado a sus apóstoles como lo hizo.
Perdón e Iglesia
El segundo error es aquel en el que caen
los que consideran que pueden, a su antojo, establecer la moralidad de los
actos. La bondad o malicia de las cosas es, según muchos -sacerdotes
incluidos- un asunto subjetivo. Ni el laico ni el sacerdote son los dueños
de los criterios de moralidad. Es de nuevo la Iglesia la única que está
autorizada a perdonar y, precisamente por eso, a establecer qué es lo que ha
de ser perdonado, qué está bien y qué está mal.
Otro error frecuente es el que se comete cuando no se respetan las normas
establecidas por la Iglesia para llevar al cabo el sacramento de la
reconciliación. Por ejemplo, cuando algunos sacerdotes imparten la
absolución colectiva sin confesión personal de los pecados mortales, cosa
que está permitida sólo en algunos casos muy extremos que prácticamente
nunca se dan. Lo mismo que en el caso anterior, el sacerdote no es el dueño
del poder de perdonar y, por lo tanto, esa absolución no es válida. El
sacerdote sólo perdona los pecados cuando lo hace en comunión con la
Iglesia, no cuando se salta las normas que ésta impone.
A la hora de hablar del perdón de los ecados hay que hablar también de los
efectos redentores que tiene el sacramento del Bautismo. “El Bautismo es el
primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a
Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra justificación”
(nº 977). “En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al
recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el
perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de
la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad,
ni ninguna pena que sufrir por expiarlas. Sin embargo, la gracia del
Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al
contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la
concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal” (nº 978).
Efectos del Bautismo
Por lo tanto, el primer sacramento del
perdón es el Bautismo, el cual, en el caso de ser recibido de adulto, nos
libra no sólo del pecado original sino también de los pecados personales
cometidos sin necesidad de que debamos confesarnos de ellos. Ahora bien, no
arranca de nosotros la concupiscencia -la inclinación al mal, la seducción
de la tentación-, por lo cual tenemos que seguir luchando para mantenernos
en el estado de gracia recibido.
Porque el hombre no es capaz de ser siempre fiel a la gracia de Dios y, por
lo tanto, peca, es por lo que era necesario que la Iglesia “fuese capaz de
perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado
hasta el último momento de su vida” (nº 979).
La capacidad de perdonar conferida por Cristo a la Iglesia afecta a todo
tipo de pecado: “No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no
pueda perdonar... Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que,
en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera
que vuelva del pecado” (nº 982).
Por último, conviene recordar esta frase de San Agustín: “Si en la Iglesia
no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza”. |