Catequesis sobre el Credo
La Iglesia (XII)

La “comunión de los santos” es un artículo del Credo, un dogma de nuestra fe. Significa creer que todos los cristianos estamos en comunión y que lo que yo haga -bueno o malo- va a afectar -positiva o negativamente- al resto de la Iglesia.
Hay dos aspectos en los que conviene detenerse: la comunión de bienes espirituales y la comunión de bienes materiales. Ambos son una forma de ejercer la comunión de los santos.
El bien que hago repercute en el bien de los demás y el mal que hago perjudica a los demás.

La comunión de los santos: Es la comunión, la unión, entre todos los que forman parte de la familia de los hijos de Dios, la Iglesia
¿Qué implica?: Implica la comunión de fe, la comunión de sacramentos, la comunión de bienes espirituales y la comunión de bienes materiales. Los bienes espirituales son los carismas o dones.

Tras confesar nuestra fe en la Iglesia como obra de Dios, como familia de los hijos de Dios, como vínculo de comunicación entre Dios y los hombres, como instrumento de salvación, como una, santa, católica y apostólica, el Credo nos propone un nuevo aspecto de nuestra fe: la comunión de los santos.
Este concepto resulta, por su propia formulación, extraño a nuestro lenguaje y precisamente por ello necesita una amplia explicación. No se trata, desde luego, de creer que los santos toman la comunión en el Cielo en una especie de misa oficiada por Jesucristo, como alguno puede pensar si se interpreta superficialmente la frase. Se trata, ante todo, de volver a manifestar nuestra fe en la Iglesia entendida a ésta como “comunión” y como Iglesia de los santos, es decir de los hijos de Dios que están en comunión con Dios. Al confesar la “comunión de los santos” confesamos, pues, la utilidad, necesidad y existencia de una doble comunión: de los cristianos entre sí y de los cristianos con Dios.

Comunión entre cristianos

La comunión entre cristianos implica una “puesta en común”, un intercambio recíproco de todo aquello que es bueno y que tiene cada uno de los miembros de la comunidad cristiana, de la Iglesia. Este intercambio, esta comunión, “tiene dos significados estrechamente relacionados: comunión en las cosas santas y comunión entre las personas santas” (nº 948).
La comunión en las cosas santas, en los bienes espirituales, implica ante todo comunión en la fe, comunión en los sacramentos, comunión en los carismas (San Pablo en 1 Co 12,7 escribió: “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común”) y también comunión en los bienes materiales.
La comunión en la fe y en los sacramentos se desprende de la participación en la misma y única Iglesia de Cristo, que ofrece a todos sus hijos y miembros el mismo y completo alimento espiritual: la fe y los sacramentos heredados de sus predecesores e instituidos por Cristo. Merece la pena detenerse un poco más en los otros dos aspectos de la comunión de las cosas santas.

Bienes espirituales

El primero es el de la comunión de los carismas. Ésta es una palabra que habría que traducir por don y que habría que equiparar a alguna cualidad que se posee y que debe ser puesta al servicio de los demás. Un don puede ser, por ejemplo, saber tocar la guitarra o el órgano, tener una bonita voz; se pone en común con los demás cuando se toca o se canta en la Iglesia y, naturalmente, también en otros muchos momentos. Un don puede ser la inteligencia, que se pone en común cuando se aplica al estudio o a la investigación científica y se consigue avanzar, por ejemplo, en la curación de enfermedades. Pero también hay otros dones. En realidad son dones todos los actos buenos que hacemos, pues si bien es verdad que sólo los hacemos si interviene nuestra libre voluntad, también es cierto que sin la fuerza de Dios, sin la gracia de Dios, no podríamos hacer nada. Nuestra voluntad secunda la iniciativa divina y es Dios quien nos hace capaces de obrar el bien y evitar el mal. Por eso, la comunión de los santos, aplicada a la vida cotidiana, supone poner en común con los demás las cosas buenas que hemos hecho, sabiendo que es Dios quien las ha hecho en nosotros y que, al ponerlas en común, no estamos haciendo un acto de soberbia sino un acto de amor, al compartir con los otros lo que Dios nos ha dado. No otra cosa hizo María, modelo de humildad por excelencia, cuando al visitar a su prima Santa Isabel dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor...el Señor ha hecho obras grandes por mí”. En absoluto pretendía la Virgen jactarse del don de la Encarnación ante Isabel, pero tampoco podia ocultar las obras de Dios. Ella estaba viviendo con su prima la “comunión de los santos”, la “comunión de las cosas santas”, poniendo de manifiesto que todo es don de Dios, todo es gracia.
Participar en grupos donde sus miembros, con la debida prudencia y humildad, ponen en común las obras buenas que Dios ha hecho en ellos será, pues, una forma concreta de ejercitar la comunión de los santos, de ayudar a otros a seguir el camino de Cristo ofreciéndose uno mismo como ejemplo de triunfo de la gracia de Dios.

Bienes materiales

En cuanto a la comunión de los bienes materiales, el Catecismo dice: “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo. El cristiano es un administrador de los bienes del Señor” (nº 952). La limosna así como el resto de las obras de caridad, son, pues, un ejercicio práctico de la comunión de los santos. Ejercicio que se realiza de igual modo aunque el otro no sea un santo sino un pecador, o aunque no pertenezca a la familia cristiana.
Ahora bien, la comunión lo mismo que puede establecerse y robustecerse, también puede resquebrajarse. “Todo pecado daña la comunión”, dice el Catecismo (nº 953). Si el bien la fortalece, el mal la debilita. Si la caridad contribuye a que crezca la comunión, el pecado hace que disminuya. Es por eso que la Iglesia considera que nuestros actos, incluso los más solitarios y aparentemente desconocidos para todos menos para uno mismo, siven o para el bien o para el mal. Cuando haces el bien, el cuerpo entero sale fortalecido, aunque nadie más que tú se entere. Cuando haces el mal, el cuerpo entero se ve perjudicado. También es por eso por lo que la Iglesia considera necesario confesarse de los pecados solitarios, los que no han perjudicado a nadie más que a uno mismo, pues tú eres también un miembro del Cuerpo y al hacerte daño a ti no sólo te has perjudicado a ti mismo sino que has perjudicado al conjunto, a todos los que forman tu familia, a la Iglesia.