Catequesis sobre el Credo |
La Iglesia (VI)
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La santidad es la segunda nota o característica de la Iglesia. La Iglesia es santa por Cristo y en Cristo. Es, a la vez, santificadora porque posee los instrumentos capaces de lograr la santidad en el hombre, especialmente los sacramentos, vehículos de la gracia santificante de Dios. La Iglesia también es pecadora en la mayor parte de sus miembros. Como tal está siempre necesitada de purificación. Sin embargo, esto es, por sí mismo, un motivo de esperanza para los hombres, pues, siendo pecadores, tienen cabida en ella. La Iglesia es santa: La santidad en la Iglesia procede de Cristo, santo sobre todos los santos y santificador de sus hermanos. La Iglesia es, a la vez santa y pecadora, en la medida en que en ella existen personas que ya han llegado a la santidad -Cristo, la Virgen, los santos- y personas que están en camino hacia ella pero que todavía no la poseen. La santidad es otra de las características de la Iglesia. El Catecismo lo explica al afirmar: “La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es en donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. Es en ella donde conseguimos la santidad por la gracia de Dios” (nº 824). La primera afirmación, por lo tanto, sobre la santidad de la Iglesia es que ésta procede no de los hombres sino de Cristo. Es Cristo quien nos santifica. Y lo hace por pura gracia, por puro amor. Su misión salvadora, junto con su presencia en la Iglesia, de la cual Él forma parte como cabeza, es la causa de la santidad en la Iglesia. Podemos afirmar, por lo tanto, que la Iglesia es santa porque Cristo la hace santa y porque Cristo es un miembro de la Iglesia y Él es santo. Santificadora La segunda afirmación de este artículo del Catecismo presenta a la Iglesia no sólo como santa sino también como santificadora, es decir como capaz de producir santidad en sus miembros. Esta capacidad de santificar forma parte esencial de la misión de la Iglesia. Una Iglesia que no fuera santa no sería Iglesia y, a la vez, una Iglesia que no fuera capaz de santificar, capaz de producir frutos de santidad, tampoco sería una auténtica Iglesia. Los católicos podemos mostrar ante el resto de las comunidades eclesiales los frutos de la santidad ofreciendo el ejemplo de miles de hombres y mujeres que han sido beatificados y canonizados porque habían llevado una vida auténticamente santa. Esta capacidad santificadora la tiene la Iglesia porque en ella “está depositada la plenitud total de los medios de salvación”. Estos medios son, ante todo, los sacramentos, que son los canales a través de los cuales llega al católico la gracia de Dios, la fuerza santificadora de Dios. Sin embargo, no son sólo los sacramentos los únicos instrumentos de santificación. La “palabra de Dios”, por ejemplo, no es un sacramento y sin embargo es un cauce que nos pone en contacto con el Señor y que, de este modo, nos santifica. Lo mismo habría que decir acerca del Magisterio de la Iglesia, empezando por el que procede del Papa y siguiendo del que emana de los obispos diocesanos y las Conferencias Episcopales; también a través de ese Magisterio nos llega el efecto santificador, pues en la medida en que somos iluminados por él, es más fácil dejar el error y caminar en la verdad. También pecadora Sin embargo, esta Iglesia santa es, a lvez y paradójicamente, pecadora. El Catecismo lo expresa así: “La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar” (nº 825). Y en el número 827 afirma: “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin macha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores... La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación”. La Iglesia, pues, no duda en afirmar que en su seno hay la cizaña del pecado mezclada con la buena semilla del Evangelio. En un gesto de extraordinaria humildad, con motivo del Año Santo que celebraba el inicio del tercer milenio del cristianismo, Juan Pablo II hizo un gesto simbólico de purificación, pidiendo perdón por los errores cometidos no sólo por la jerarquía de la Iglesia, sino también por los fieles laicos, desde las Cruzadas a la Inquisición, pasando por cualquier tipo de connivencia con el mal. Este gesto, sin embargo, ha sido utilizado por algunos para hacer escarnio de la Iglesia, aunque para otros ha servido para confirmar la presencia del Espíritu en la misma, pues sólo quien es verdaderamente grande es capaz de reconocer públicamente sus defectos. Por otro lado, una Iglesia que estuviera compuesta sólo por santos, por perfectos, dejaría fuera de sí misma a la mayor parte de los hombres. Hay que recordar que fue el propio Cristo el que dijo que Él había venido para salvar a los pecadores y que en la parábola del hijo pródigo, se nos muestra a un Padre que acoge benévolo al hijo arrepentido. Además, Nuestro Señor dio muchas veces ejemplo de eso al no rehuir la compañía de los pecadores oficiales de su época: los publicanos y las prostitutas. El escándalo que Él provocó entonces es muy parecido al que ahora dicen tener algunos cuando comprueban que en la comunidad de los bautizados, tanto entre sus fieles como en su jerarquía, hay hombres y mujeres que cometen pecados. En definitiva, si en la Iglesia no cupieran los pecadores, la mayoría de nosotros seríamos excluidos de la misma y, con ello, se nos privaría del acceso a las fuentes de la santificación. Y somos precisamente nosotros, los pecadores, los que más necesidad tenemos de esas fuentes. La Virgen María No podemos acabar este capítulo concerniente a la santidad de la Iglesia sin hablar de la Virgen María. “La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María: en ella, la Iglesia es ya enteramente anta”. Nuestra Madre ha alcanzado ya la santidad, santidad que tuvo por don divino desde su Inmaculada Concepción y que mantuvo, con la gracia de Dios y con su respuesta fiel a esa gracia, durante toda su vida. Ella, junto con el resto de los santos por encima de los cuales está, son el mejor de los tesoros de la Iglesia, la realización de un modelo de santidad. Catequesis sobre el Credo
Cuestionario sobre la Iglesia (V)
36.- ¿Cuál es la causa de las rupturas de la unidad de la Iglesia?. 37.- ¿En las otras Iglesias y comunidades hay elementos de salvación?. 38.- ¿Qué hay que cumplir para ser considerado Iglesia?. 39.- ¿La unidad se debe conseguir a cualquier precio?. 40.- ¿Qué decimos al afirmar que la Iglesia es “santa”?. 41.- ¿De quién procede, ante todo, la santidad de la Iglesia?. 42.- ¿Qué significa que la Iglesia sea santificadora?. 43.- ¿Por qué es santificadora? 36.- ¿Cuál es la causa de las rupturas
de la unidad de la Iglesia? Sacramento de unidad 37.- ¿En las otras Iglesias y
comunidades hay elementos de salvación? 38.- ¿Qué hay que cumplir para ser
considerado Iglesia? Cuatro características 39.- ¿La unidad se debe conseguir a
cualquier precio? 40.- ¿Qué decimos al afirmar que la
Iglesia es “santa”? 41.- ¿De quién procede esa santidad? Condiciones de unidad 42.- ¿Qué significa que la Iglesia sea
santificadora? 43.- ¿Por qué es santificadora?
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