Catequesis sobre el Credo
 
El Espíritu Santo (II)

 

La fe en el Espíritu Santo está ligada a la aceptación de su misión. La primera misión del Espíritu Santo es la de transmitirse a sí mismo y, como él es Dios, el primero de sus dones, el que los contiene a todos los demás, es el don del amor. Por eso debemos pedirle al Espíritu Santo que nos enseñe a amar. Ligado al amor está la santidad y el perdón.

Tradicionalmente se ha dicho que, además, los dones del Espíritu Santo son siete: temor, fortaleza, piedad, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría.

Espíritu de Amor:

El Espíritu Santo es Dios y como Dios es amor, el don que transmite el Espíritu al que entra en comunión con Él es el amor de Dios.

Santidad y perdón:

Cuando amas estás en el camino de la santidad, de la perfección. Y cuando te sales de ese camino por el pecado, puedes volver a él por el arrepentimiento.

La teología católica, al referirse al Espíritu Santo, destaca siempre los llamados “dones” que Él aporta y regala a los fieles.

El primero de estos dones es el propio Espíritu Santo. Dado que Él es Dios y que Dios es amor (1 Jn 4,8.16), recibir el Espíritu Santo es recibir el amor, es dejar que el amor entre en ti, haga morada en ti y te vivifique y transforme. El Catecismo lo entiende así cuando afirma: “El Amor -refiriéndose a Dios, por lo cual lo escribe con mayúsculas- que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor ‘Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Rm 5,5)” (nº 733).

El don del amor

El primer don del Espíritu Santo, pues, es el don del amor. Y eso es lo más importante que debemos pedirle a Él. “Enséñame a amar”, debemos decirle. “No me dés otra cosa antes que esto, pues ahí está la clave de todo lo demás y si no sé amar no sé nada y no sirvo para nada”, hemos de insistirle en nuestras plegarias. “No vengo a buscar el agua de la fuente -decía Tagore en una preciosa meditación-, vengo a buscar el manantial”. Algo así podemos decirle nosotros al Espíritu Santo. “No quiero los frutos, quiero el árbol que da los frutos. Quiero el amor, quiero a Dios”.

El que posee el don del amor, está en el camino de la santidad y éste es el segundo fruto o don del Espíritu Santo. Quizá deberíamos incluso cambiarle el nombre y denominarle: “Espíritu Santificador”, en el sentido de que Él no es sólo santo sino que su santidad es capaz de comunicarse, de transmitirse, de contagiarse. Si nosotros anheláramos tanto la santidad como la salud, por ejemplo, o como el dinero, o como el afecto de tal o cual persona, o como los honores, o como el éxito profesional, entonces veríamos a las muchedumbres llenando los templos para suplicarle a Dios no por tal o cual necesidad material, sino para pedirle el don de la santidad. “¿Qué has venido a pedir, hijo?”, oiríamos decir al Señor en lo íntimo de nuestra conciencia. Y nosotros le responderíamos: “Quiero ser santo. Por encima de todo, Señor, purifícame de mis miserias, que tu gracia me sostenga y acompañe. Lléname de amor y de la capacidad de amar. Hazme santo porque Tú, Señor, eres santo”.

El perdón de Dios

Ser santo sería relativamente fácil si no fuera porque somos pecadores. “Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado -dice el Catecismo-, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2 Co 13,13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado” (nº 734).

Es curioso y muy significativo que, en una de las apariciones de Cristo Resucitado, éste se dirija a los apóstoles diciéndoles: “Recibid el Espíritu Santo”, para añadir a continuación: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Es, pues, el propio Cristo el que une el don del Espíritu con el don del perdón. El Espíritu Santo es un Espíritu de perdón. Recibimos, con Él, el perdón -lo recibimos cuando nos confesamos, naturalmente-, y también es Él el que obra en nosotros para movernos a perdonar a los demás, para hacernos capaces de llevar a cabo el más difícil y hermoso de los actos de amor al prójimo.

La tradición ha ligado al Espíritu Santo con otros siete dones, además de los ya mencionados. Estos, sin embargo, no son recogidos por el Catecismo, pero forman parte de la espíritualidad clásica.

Los siete dones son: temor, fortaleza, piedad, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría.

El don de temor nos invita a tener presente no sólo el amor de Dios, sino también la justicia de Dios. Es especialmente útil pedirlo y aplicarlo cuando se es víctima de una situación de pecado reincidente, que termina por convencernos de que lo que hacemos no es tan malo y de que, en todo caso, Dios jamás será capaz de condenar enternamente a sus hijos.

El don de fortaleza nos ayuda para afrontar las dificultades de la vida, bien las que están ligadas directamente a la confesión o práctica de la fe -críticas por ir a misa o por defender al Santo Padre, por ejemplo-, bien las que proceden de la vida misma. Lo podemos pedir cuando estamos atribulados, cuando tenemos ganas de rendirnos porque las desgracias se han sucedido y acumulado, cuando nos parece que no merece la pena seguir luchando.

El don de piedad nos ayuda a fortalecer la vida espiritual, a dedicar más tiempo a la oración, a frecuentar los sacramentos, sobre todo el de la penitencia.

El don de consejo fortalece la prudencia y nos sirve para discernir cómo debemos comportarnos. Quizá se podría volver a recordar aquella oración, dirigiéndola al Espíritu Santo: “Ayúdame, Señor, a cambiar lo que se puede cambiar, a aceptar lo que no se puede cambiar y a saber distinguir una cosa de la otra”.

Don de ciencia

El don de ciencia perfecciona la fe y nos ayuda a intuir cuándo una doctrina o una persona es verdaderamente católica. Con frecuencia asistimos a la exposición de teorías sugestivas que, sin embargo, camuflan errores. Por este don sabremos notar cuándo están en comunión con la Iglesia y cuándo no.

El don de entendimiento nos sirve para penetrar en los misterios de la fe. Aceptamos las cosas que la Iglesia nos enseña, pero a veces no las entendemos, lo mismo que no entendemos bien la Sagrada Escritura. Este don aumenta nuestra capacidad de comprender a Dios y a sus cosas.

El don de sabiduría, por último, perfecciona la caridad y nos hace comprender cuándo y cómo tenemos que amar y hasta dónde tenemos que llegar en el servicio al prójimo.