Catequesis sobre el Credo
 
El Espíritu Santo (I)

 

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, igual en naturaleza y dignidad al Padre y al Hijo, con los cuales forma una unidad indivisible.

Aunque la revelación acerca de la existencia del Espíritu Santo se puede rastrear en el Antiguo Testamento, sólo la conocemos en plenitud a partir de la glorificación de Cristo, a partir de Pentecostés.

La acción del Espíritu Santo se pone de manifiesto especialmente en la Virgen María, pues en ella tuvo lugar la encarnación por obra del Espíritu Santo.

Naturaleza:

El Espíritu Santo es Dios. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad, de igual dignidad al Hijo y al Padre.

Actuación:

El Espíritu Santo actúa de forma inseparable con el Hijo. El Hijo, Cristo, es quien nos lo da a conocer y lo hace una vez que Él ha sido glorificado.

Terminada ya la exposición sobre la Trinidad y sobre dos de las personas divinas que la integran, el Padre y el Hijo, es necesario entrar en el conocimiento y la fe en la tercera persona divina: El Espíritu Santo.

Lo primero que decimos de Él es precisamente eso: que es una persona divina, como lo son el Padre y el Hijo, que comparte con ellos la naturaleza y la dignidad. El Credo lo dice así: “El Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, ‘que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria’ (Símbolo de Nicea-Constantinopla)” (nº 685).

Sus obras

Pero si esta es la definición, lo que nos atrae de Él son, sobre todo, sus obras, su misión. “No le conocemos sigue diciendo el Catecismo- sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos ‘desvela’ a Cristo ‘no habla de sí mismo’ (Jn 16,13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué ‘el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce’, mientras que los que creen en Cristo le conocen porque Él mora en ellos (Jn 14,17)” (nº 687).

Sólo podemos conocer al Espíritu Santo, por lo tanto, en la Iglesia, pues su conocimiento no es instintivo, como lo puede ser el de la existencia de Dios, ni tampoco viene dado por su presencia real y corporal como fue el caso de Cristo, hombre entre los hombres.

La misión del Espíritu Santo, como ya dijimos al hablar de la Trinidad y de las otras dos personas divinas, es una misión conjunta. Especialmente se realiza esa cooperación con el Hijo, con Cristo. “Aquél al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta. Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela” (nº 689).

Los nombres o apelativos del Espíritu Santo nos dan una idea de cuál es su misión: “santo”, o santificador: el que está lleno de santidad y es capaz de transmitirla; “paráclito”, literalmente “aquel que es llamado junto a uno” para auxiliarle; “abogado”, que intercede a favor de uno en un juicio; “consolador”, que transmite consuelo en las dificultades; “Espíritu de verdad”, porque da testimonio de Dios, que es la Verdad plena.

Los símbolos

También son importantes los símbolos con que se le relaciona: el agua, en el Bautismo; la unción, en varios de los sacramentos; el fuego, que simboliza la energía y la fuerza que emana del Espíritu Santo; la nube y la luz, que son símbolos relacionados con el Antiguo Testamento; el sello, con que Dios marca a sus elegidos; la mano, en la imposición ligada a los sacramentos o a las bendiciones; el dedo, que simboliza el gesto de autoridad de Jesús en determinadas ocasiones; la paloma, símbolo de la paz y de la esperanza.

Aunque se puede detectar la acción del Espíritu a lo largo de todo el Antiguo Testamento, es especialmente importante en el inicio del Nuevo, concretamente en la Encarnación del Señor en la Virgen María. “El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese ‘llena de gracia’ la madre de Aquel en quien ‘reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col. 2,9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente” (nº 722).

“En María, el Espíritu Santo realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios con y por medio del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe” (nº 723).

“En María, el Espíritu Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la humildad de su carne, dándolo a conocer a los pobres y a las primicias de las naciones” (nº 724).

“En fin, por medio de María, el Espíritu Santo comienza a poner en comunión con Cristo a los hombres ‘objeto del amor benevolente de Dios’ y los humildes son siempre los primeros en recibirle: los pastores, los magos, Simeón y Ana, los esposos de Caná y los primeros discípulos” (nº 725).

Revelado por Cristo

También hay que hacer notar que Cristo no reveló plenamente al Espíritu Santo hasta que Él mismo no había sido glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, fue sugiriendo poco a poco la existencia de ese Espíritu. Es lógico que esto fuera así, pues si ya a los discípulos -judíos creyentes en un rígido monoteísmo- les costaba muchísimo aceptar la divinidad de aquel al que percibían sólo como un hombre, les hubiera resultado imposible aceptar la existencia de una tercera persona divina.

El momento cumbre para la revelación del Espíritu Santo fue Pentecostés. Ese día se consuma la Pascua de Cristo “con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu” (nº 731).

“En ese día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los ‘últimos tiempos’, en el tiempo de la Iglesia” (nº 732).