Catequesis sobre el Credo
 
Cristo, hombre verdadero, hijo de María (VIII)

 

El descendimiento a los infiernos fue la continuación y, a la vez, plenitud de la misión redentora de Cristo. Fue allí para liberar a los justos que esperaban ser salvados. Fue allí, a la vez, porque había muerto realmente.

La Resurrección es la clave de la fe cristiana. Sin ella, el cristianismo no existiría. Se trata de un hecho histórico, de algo que tiene lugar en la historia de los hombres, en el tiempo real en el que vivimos. No es una sugestión de los apóstoles ni una invención. El sepulcro vacío y, sobre todo, las apariciones son la prueba de ello.

Descendimiento a los infiernos:

Cristo bajó a los infiernos a salvar a los justos que aguardaban allí el momento en que Él vencería al pecado y a la muerte por su muerte.

Resurrección:

Es la clave del cristianismo. Su autenticidad se basa en el sepulcro vacío y en las apariciones de Cristo Resucitado.

“Jesús gustó la muerte para bien de todos”. Así dice el Catecismo (nº 629), expresando con esa breve frase el profundo convencimiento de la Iglesia de que Nuestro Señor asumió voluntariamente la Cruz por una única causa, la de salvar y redimir a la Humanidad entera.

Conviene recordarlo y tenerlo presente siempre, pero muy especialmente en los momentos difíciles. Cuando el dolor lacera tu cuerpo o tu espíritu, cuando te afecta a ti o a los tuyos, es inevitable sentir dudas acerca del amor de Dios. El silencio de Dios se hace a veces tan espeso, tan profundo, que todo queda oscurecido, empañado, roto.

Cristo mismo pasó por ese trance, para poder experimentar en carne propia lo que sufren la mayor parte de los seres humanos. Para que pudiéramos, sabiendo que había sufrido como nosotros, tenerle como ejemplo a seguir. Para que comprendiéramos hasta qué punto había sido grande su amor por todos y cada uno de los hombres.

Descendió a los infiernos

Pero después de su muerte y antes de su resurrección, el Señor “descendió a los infiernos”. Es necesario explicar el significado de esta frase y el Catecismo nos ayuda a ello.

“Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos” (nº632).

“Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido” (nº 633)

“En la expresión ‘Jesús descendió a los infiernos’, el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que, por su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al diablo ‘Señor de la muerte’” (nº 636).

Queda claro, pues, que el descendimiento a los infiernos fue una continuación de su misión salvadora, que era justo que llevara a cabo pues no iba a beneficiar sólo a los justos que todavía no habían muerto, sino a todos aquellos que, habiendo pasado ya de este mundo, habían sido fieles a su conciencia. Pero ese descendimiento en ningún caso representa un sometimiento al poder del Maligno. Al contrario, fue a su morada para recuperar a los que no eran suyos. “En adelante -dice también el Catecismo-, Cristo resucitado tiene las llaves de la muerte y del Hades” (nº 635).

Resucitó

Explicado esto, es necesario entrar de lleno en el gran misterio de nuestra fe: la resurrección del Señor. Tan importante es este punto que podemos decir, con San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.

Una de las más insípidas y manipuladas discusiones de los últimos años versaba acerca de la historicidad de la Resurrección. No pocos teólogos insistían en afirmar que ésta fue una experiencia de fe que tuvieron los apóstoles, pero que no pertenecía a la vida real. Detrás de sus palabras se ocultaba la tesis de que, en realidad, la resurrección de Cristo fue una experiencia más psicológica y alucinativa que real. Aunque aparentemente no negaban la resurrección, en realidad la dejaban en entredicho y la situaban en el ámbito de lo sugestivo, de lo imaginado, de lo soñado.

El Catecismo, una vez más, pone las cosas en su sitio y nos ayuda a precisar lo que tiene que creer el cristiano y por qué. “El misterio de la resurrección de Cristo -dice- es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas comlo lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: ‘Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce’ (1Co 15, 3-4). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco” (nº 639).

Se trata, por lo tanto, de un hecho histórico, de algo que tiene lugar en nuestra historia, que es real y que, como tal, es comprobable, deja huellas físicas y no meramente psicológicas o relacionadas con la sugestión.

¿Cuáles fueron esas huellas?. Fueron, esencialmente, dos: el sepulcro vacío -con el Sudario de Oviedo y la Sábana Santa como pruebas concretas si es que algún día la Iglesia reconoce oficialmente su relación con Cristo- y las apariciones del Resucitado. Estas últimas son las más importantes.

El sepulcro vacío no es en sí una prueba directa, puesto que la ausencia del cuerpo de Jesús podía tener otra causa (el robo, por ejemplo, bien por parte de los apóstoles bien por sus enemigos). Sin embargo, el hecho de que ninguno de los dos grupos se hubieran apoderado del cuerpo, se convierte en un testimonio histórico que nos habla de que Cristo había resucitado, había dejado de estar muerto, cuando en la mañana del domingo acudieron al sepulcro las piadosas mujeres y se encontraron con él vacío y con la piedra que tapaba su entrada corrida.

Las apariciones

En cuanto a las apariciones, éstas tuvieron un carácter singular, especial, único. Me refiero al hecho de que no eran meras sugestiones o visiones de un espíritu puro. El Cristo que se aparece a Magdalena tiene pies que pueden ser abrazados. El que se aparece a Tomás, tiene llagas en las manos y el costado en las cuales se pueden meter los dedos. El que se aparece a los apóstoles en Galilea, tiene apetido y come del pescado que sus amigos habían cogido.

“Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico” (nº 643).

Queda por ver la fiabilidad de los testigos y eso será en el próximo capítulo.