Catequesis sobre el Credo
 
Cristo, hombre verdadero, hijo de María (VII)

 

Getsemaní representa el miedo a la muerte y al dolor que experimenta cualquier ser humano. Cristo lo sufre intensamente, mostrándonos así hasta qué punto él se ha hecho uno de nosotros. Pero a la vez nos ofrece una salida, un modelo de comportamiento: hay que pedir el Padre que si es su voluntad pase de nosotros el cáliz del dolor, pero que siempre se haga lo que Él quiera.

El sacrificio de la Cruz fue único y definitivo. Sin embargo, al sufrir, el hombre puede colaborar con ese sacrificio ofreciendo su sufrimiento.

Getsemaní:

Cristo vio venir al muerte y no salió corriendo ante ella, para huir de ella. Vio venir la tortura y sudó sangre, embargado por el terror. Le pidió al Padre compasión, pero ante todo le dijo que estaba dispuesto a hacer su voluntad.

Colaboración:

Podemos colaborar con la redención de Cristo con nuestros sufrimientos.

La oración de Jesús en el huerto de los olivos de Getsemaní es el prólogo de la Pasión y, a la vez, parte de la misma. En ese momento, Nuestro Señor, como un condenado a muerte que sabe que ha llegado su hora y que sabe también que antes de morir deberá padecer una horrible tortura, experimenta todo el horror que una naturaleza humana puede soportar. Ese sufrimiento le muestra, una vez más, hombre entre los hombres. El cáliz de la amargura que él beberá esa noche lo han bebido antes y después millones de seres humanos; la soledad que sentirá, al ver dormir a sus amigos, es idéntica a la de tantos hombres y mujeres que ven cómo pasan los días y los años sin que nadie se interese por ellos. El sudor de sangre por su frente, fruto de todo ese dolor psíquico que se hace también físico, siendo real es también simbólico de tantos sufrimientos como parten el alma a los hombres y los sumen en los abismos de la depresión, de la locura e incluso del suicidio.

Doble reacción

Ante todo este dolor acumulado, Jesús tiene una doble reacción. Por un lado, pregunta al Padre si es posible que pase de largo porque se siente tambalear. Por otro, y a continuación, vuelve a insistir en su disponibilidad de hacer la voluntad de Dios, aunque ésta suponga para él la tortura y la muerte que sabe que le espera y que tanto pavor le producen. La oración que San Mateo recoge en el versículo 39 del capítulo 26, es modélica y debería estar siempre en la boca del creyente que sufre: “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.

La vida de Cristo había empezado, curiosamente, con una frase parecida. Su Madre le había dicho al ángel, dando el sí a la encarnación: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Cristo nació para hacer la voluntad del Padre -una voluntad que consistía en salvar a los hombres- y nació porque una mujer, María, había aceptado también obedecer esa misma voluntad divina. Ahora le llegaba la hora de morir y la llave que abría la puerta de la muerte era la misma que la que abrió la puerta de la vida. “En la vida y en la muerte somos del Señor”, dirá más adelante San Pablo. Para Cristo, lo mismo que para la Virgen, la vida y la muerte no eran más que etapas de una misma realidad, formas de llevar a cabo lo que más les importaba: obedecer a Dios, hacer en cada momento su divina voluntad. Cristo no quería morir, pero, por encima de todo, no quería vivir en desobediencia al Padre. Prefería incluso sufrir la tortura más terrible antes que traicionar el designio que Dios tenía para él. Así, el primero de los mártires, abrió el camino a todos los demás, miles y miles, que desde entonces lo han recorrido. Un camino hecho, aparentemente, de sufrimiento, de torturas, de muerte; en realidad, un camino construido con el amor y por el amor; el amor a un Dios, al que se ama más que a la propia vida, y el amor incluso a los enemigos que te torturan y matan, pues se muere perdonando e intercediendo por ellos. Como hizo Cristo.

Sacrificio definitivo

El sacrificio de Cristo en la Cruz, dice el Catecismo, es único y definitivo. Es “el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios” (nº613). En él, “Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados” (nº 615). Y esto es posible precisamente por la naturaleza singular del que muere, del que se sacrifica: su naturaleza divina. “Ningún hombre, aunque fuese el más santo, estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos”.

Pero el hecho de que el sacrificio redentor de Cristo sea único y definitivo, no nos relega a los demás a la categoría de meros espectadores o de simples receptores de la gracia y la generosidad divina. La Iglesia siempre ha enseñado -mucho antes de la ruptura luterana- que el hombre es colaborador en la obra de la redención. Colabora en esa obra mediante sus buenas obras y colabora en ella de manera singular a través de sus propios sufrimientos. “Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor” (nº 618).

Colaboración

Por eso, para el católico, no hay nunca nadie inútil. El que sufre, el que no puede hacer nada porque deber recibir todo tipo de atenciones, es también él un eficacísimo colaborador en la principal labor que se pueda llevar a cabo: la redención. Nuestra aportación a esa redención es, ciertamente, minúscula. Incluso ésa se llevaría a cabo sin nuestra ayuda, pues la sangre derramada por Cristo es necesaria y suficiente. Pero el Señor ha querido asociarnos a ella para que sintamos la utilidad que puede llegar a tener el dolor. El que lo da todo, da tanto que pide al que recibe la limosna para que éste experimente que él también puede hacer algo por aquel al que todo se lo debe. Hasta ese extremo de delicadeza llega el amor de Dios.

Tras la muerte, el Credo nos habla de la sepultura de Cristo. Esta sepultura nos habla de que, efectivamente, el Señor “gustó la muerte”, conoció el estado de muerte, “el estado de separación entre su alma y su cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que Él expiró en la Cruz y el momento en que resucitó. Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos” (nº 624).

Cristo en el sepulcro nos dejará el testimonio más preciso de esta etapa: la Sábana Santa y el Sudario de Oviedo. Testigos mudos de la resurrección.