Catequesis sobre el Credo
 
Cristo, hombre verdadero, hijo de María (VI)

 

La Pasión de Cristo no es una invención de los cristianos. Era una muerte degradante y jamás se hubieran inventado algo tan poco digno, según los criterios de la época.

Cristo se entregó libremente a la muerte en la Cruz. Lo hizo para salvar al hombre, por amor al Padre y por amor al hombre. Lo hizo para demostrarnos lo mucho que Dios nos ama.

Los judíos no son más responsables que los cristianos de la muerte de Cristo. Los responsables son los pecadores, judíos o cristianos o paganos. Por todos murió Cristo.

Historicidad:

Nuestro Señor realmente fue apresado, torturado, crucificado y muerto en la Cruz.

Culpables:

Cristo murió para salvar a los pecadores, a todos los pecadores. Por ello son los pecadores los culpables de su muerte, sin que podamos responsabilizar de ella a los judíos en particular.

La Pasión de Nuestro Señor empieza en el Huerto de los Olivos, cuando sabe que se acerca la hora de ser detenido y reza en medio de la angustia. La sangre que cae de sus sienes es un preludio de la que no tardará en derramarse debido a los latigazos, a la corona de espinas, a las heridas de los clavos y de la lanza, a la tortura y posterior muerte a que fue sometido.

No es un mito

La Pasión de Cristo es un hecho histórico. No cabe duda acerca de ello. Primero, porque nadie inventa una muerte tan denigrante -no hay que olvidar que era la destinada a los peores criminales y, para colmo, que fue ejecutada tanto por los más altos representantes del pueblo judío como por el del emperador romano-. En un cristianismo que se quería extender por el Imperio romano o por el mundo judío de la diáspora, lo más torpe que se podía hacer era presentar al fundador de la nueva religión como un enemigo del Imperio o del Judaísmo. Nadie hubiera inventado nada semejante.

Tampoco se hubiera hecho si lo que se pretendía era mitificar, idealizar, la figura de Cristo; en este caso, lo mejor hubiera sido crear una historia de desaparición celestial al menos en el último instante.

Por eso podemos afirmar sin ninguna duda de que en verdad Cristo fue crucificado, muerto y sepultado, tal y como narran los Evangelios. No hay que olvidar, por último, que el relato concerniente a la Pasión y Resurrección del Señor fue el núcleo más primitivo del Evangelio y que después fueron añadiéndose “perícopas” para satisfacer el interés de los nuevos cristianos acerca de la vida y mensaje de Jesús.

En cuanto a los pormenores de lo que sucedió, el Catecismo empieza por recordar que no todas las autoridades religiosas de Israel participaron en la condena a muerte de Cristo (nº 595, 596). “Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato), lo cual sólo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de la muchedumbre manipulada y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés. El mismo Jesús perdonando en la Cruz y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a ‘la ignorancia’ de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: “¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”, que significa una fórmula de ratificación, se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo” (nº 597).

Antisemitismo

La Iglesia quiere, con este texto, terminar con toda justificación del antisemitismo, del odio a los judíos. Por desgracia, durante mucho tiempo, se utilizó la excusa de que los judíos habían matado a Jesús para justificar las persecuciones y asesinatos contra ellos. Se olvidaba, además, que el propio Jesús fue judío, como lo eran su Madre, la Virgen María, y todos sus apóstoles.

Los culpables de la muerte de Cristo fueron, fuimos en realidad los pecadores, todos los pecadores, judíos y paganos y también cristianos. “Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados” (S. Francisco de Asís, admon. 5,3).

Pero, por otro lado, la muerte de Cristo no es fruto de la casualidad. “Pertenece al misterio del designio de Dios” (Catecismo, nº 599), sin que eso signifique que los que crucificaron al Señor fueran meros ejecutores pasivos de un destino inevitable.

El designio de la salvación a través de la muerte de Cristo había sido anunciado previamente en el Antiguo Testamento (is 53,11), como reconoce el propio Pablo en 1 Co 15,3: “Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras”. “La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús y luego a los propios apóstoles” (nº 601).

Este designio de salvación nos demuestra, en sintonía con lo que ya habíamos visto en la Encarnación, que Dios nos ama infinitamente y que ese amor es gratuito por su parte, sin mérito nuestro. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Un amor así no podía aceptar límites. “La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles, enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción” (nº 605).

Uno con el Padre

El sacrificio redentor de Cristo no es algo que éste ejecute a espaldas del Padre. Una y otra vez insiste en que Él está en la tierra para hacer la voluntad del que le ha enviado (Jn 6,38). “El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo voy a beber?” (Jn 18,11).

“Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, ‘los amó hasta el extremo’ (Jn 13,1) porque ‘nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos’ (Jn 15,13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar” (nº 609).

Su muerte redentora fue anticipada en la Última Cena, en la cual instituyó tanto la Eucaristía como el Sacerdocio cristiano. La Eucaristía será “el memorial” de su sacrificio y por eso manda perpetuarla a sus apóstoles, a fin de que en cada consagración se renueve el sacrificio -aunque ahora de forma incruenta- de la Cruz.