Catequesis sobre el Credo
 
Cristo, hombre verdadero, hijo de María (V)

 

La vida pública de Jesús termina con dos acontecimientos: la Transfiguración y la entrada triunfal en Jerusalén. El primero es un intento del Señor de afianzar la fe de sus discípulos para prepararles a la crisis que vendrá cuando le vean morir en la cruz. El segundo tiene, en cierto modo, también ese sentido.

Para nosotros ambos hechos son una invitación a perseverar en la fe en Cristo cuando las cosas van mal, cuando sentimos lejos a Dios. No podemos creer en Dios sólo cuando la vida nos sonríe y Dios nos da lo que pedimos.

Transfiguración:

Cristo muestra su divinidad a los apóstoles para que éstos lo recuerden cuando le vean, fracasado, colgando de la cruz. Hay que ser fieles a los momentos de luz.

Entrada en Jerusalén:

No debemos cambiar del “¡hosanna!” al “¡crucifícale!” porque los demás lo hagan.

Dos acontecimientos culminan la vida pública de Jesús, antes de entrar en la breve recta final: Última Cena, muerte en la cruz y resurrección. Estos dos acontecimientos son la transfiguración y la entrada triunfal en Jerusalén.

La Transfiguración tuvo lugar en una colina culminada por una meseta plana, el Monte Tabor, en Galilea. Es todavía hoy un sitio idílico, sumamente apropiado para retirarse del mundo y tener una experiencia fuerte de unión con Dios.

La gloria divina

Eso fue, precisamente, lo que quiso hacer Jesús. La Transfiguración consistió en la manifestación de la “gloria divina” (nº 555) que Cristo, como verdadero Dios, poseía ante los ojos de tres discípulos escogidos: Pedro, Santiago y Juan.

Pero no se trataba de un gesto gratuito del Señor, de algo hecho para deslumbrar a sus apóstoles. La Transfiguración va unida a la confesión por parte de Pedro -suponemos que en nombre de todos- de la mesianidad de Cristo.. Una vez que ellos se habían dado cuenta, por fin, de quién era Él, Jesús se dedicó a explicarles otro aspecto de la realidad, de su realidad, que corrían el riesgo de olvidar. “A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro ‘comenzó a mostrar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día’ (Mt 16,21). Pedro rechazó este anuncio (cf.Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17,23). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús” (nº 554).

Jesús, por lo tanto, había comprobado que sus discípulos estaban dispuestos a creer de verdad que Él era el Hijo de Dios. Hasta le parecía posible que creyeran en su misma divinidad, con todo lo difícil que era eso para un judío -no hay que olvidar el sentido de la grandeza divina que tenía ese pueblo, que le llevaba incluso a no poder pronunciar el nombre de Dios-. Sin embargo, notó un abierto rechazo cuando intentó hablarles de la cruz, del sacrificio redentor que Él debía llevar a cabo para salvar a los hombres de sus pecados. Los apóstoles estaban dispuestos a aceptar y a seguir a un Mesías triunfador, al Cristo de los milagros, pero no a un Mesías fracasado, al Cristo del Viernes Santo. Éste era para ellos totalmente inconcebible. Si Dios era Dios -pensaban- ya era suficientemente difícil de aceptar que se hiciera hombre como para añadirle ahora el que se dejara matar por amor a los hombres y a los hombres pecadores.

La Transfiguración se enmarca en este contexto. Es un intento por parte del Señor de confirmarles en la fe en su divinidad, de arraigar bien en ellos la certeza de que Dios estaba de su parte. Cristo pretendía vacunarles contra la crisis de fe que preveía inevitable y que sobrevendría cuando le vieran abandonado por todos, aparentemente incluso por Dios, en la cruz.

El rostro de la cruz

Pedro no lo entendió así y por eso expuso su deseo de construir tres tiendas y quedarse para siempre en la sagrada montaña. Insistía en seguir al Dios del poder, de los milagros, del éxito. No quería reconocer el rostro de ese mismo Dios en el fracaso, en el dolor, en la cruz.

Para nosotros este pasaje de la vida de Jesús tiene también una lección decisiva. Como Pedro, podemos caer en la tentación de seguir a Cristo sólo cuando las cosas van bien, cuando la vida es amable, cuando Dios nos concede lo que le pedimos. En cambio, cuando hay problemas, cuando el cielo parece estar mudo e indiferente ante nuestras súplicas, cuando llega la hora de la cruz y del sufrimiento, podemos pensar que Dios no existe o que, si existe, se desinteresa totalmente de nosotros.

Cada uno de nosotros, muchas o pocas veces, hemos recibido momentos de luz, momentos de transfiguración. En nuestra vida han existido etapas deliciosas, en las que las cosas iban bien. También hemos tenido experiencias de Dios agradables y nos hemos sentido escuchados y confortados. Hasta es posible que hayamos sido testigos o que hayamos recibido algún milagro. Todo eso es como un tesoro que debemos custodiar en nuestra memoria, para hacer uso de él cuando las cosas cambien. En la cruz debemos acordarnos de los momentos de felicidad. En la cruz, hay que evocar la gloria. Ante el silencio de Dios hay que recordar las veces en que hemos oído su voz y esa voz ha sido consoladora e incluso milagrosa. De lo contrario, la crisis estará siempre llamando a nuestra puerta y seremos como niños a los que sus padres tienen que llevar siempre en brazos porque no son capaces de sostenerse en pie por sí mismo.

Entrada en Jerusalén

Parecido en cierto modo al episodio de la Transfiguración fue el de la entrada triunfal en Jerusalén que celebramos el Domingo de Ramos. Jesús sabía que su final estaba próximo. “En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8,31-33; 9, 31-32; 10, 32-34)” (nº 557). Y sabía que su muerte debía producirse en Jerusalén. Por eso, aunque “rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey” (nº 559), ahora se deja querer, se deja proclamar como el “hijo de David”, como el Mesías. Es como si ya todo estuviera a punto, como si ya todo diera igual y él quisiera gozar, en el último momento, del afecto del pueblo por el que iba a dar la vida. Sin embargo, además de esto, había posiblemente otra intención: la de insistir ante sus discípulos en su mesianidad, para que ellos fueran capaces de resistir la profunda crisis de fe que iban a padecer cuando, pocos días después, asistieran a su muerte en la cruz.

La lección del Domingo de Ramos para nosotros es sencilla. También nosotros podemos pasar del “¡hosanna!” -del aplauso a Cristo cuando todos lo hacen o cuando las cosas nos van bien- al “¡crucifícale!”, cuando los demás le critican o cuando, misteriosamente, no atiende nuestros deseos.