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5. Edad Media. Clamores en la aflicción
La
liturgia romana, a partir sobre todo de San Gregorio I el Magno (+604), se va
extendiendo por todo el Occidente, de tal modo
que ya en el siglo XI, bajo el Papa San Gregorio VII (+1085), la liturgia de
Roma es prácticamente el rito latino único, con pocas excepciones, como las de
Milán o Toledo.
Eso
hace que a lo largo de la Edad Media la liturgia de la Iglesia para los tiempos
de aflicción mantenga una continuidad substancial con las antiguas
celebraciones. Sin embargo, la creatividad tan poderosa del Medievo, con su
genialidad peculiar para «dar forma sensible a todas las realidades
espirituales», que son invisibles, produce en la Iglesia no pocas formas
relativamente nuevas de volverse al Salvador en la calamidad. Podemos comprobar
esto con algunos ejemplos.
Clamor en la tribulación
En
el siglo XII, o quizá antes, en tiempos de grandes calamidades, comienzan a
practicarse en algunos lugares ciertas oraciones públicas con ritos especiales,
como es el clamor in tribulatione.
Según la gravedad del mal público, menor o mayor, la Iglesia local organizaba
un clamor parvus o bien, en las
calamidades peores, un clamor magnus.
El padre Angelo de Santi explica el sentido del término:
«La palabra clamor en la Edad Media es un término jurídico que significa pública acusación, querella o reclamación ante el tribunal y los jueces competentes. En las celebraciones litúrgicas significaba, pues, una llamada pública y solemne hecha a Dios contra los enemigos y más en particular contra los invasores y destructores de los bienes de la Iglesia» (AdS 1917,2: 51). En inglés, el término judicial claim guarda este sentido de reclamación.
«El término clamor, como palabra litúrgica, parece usarse por primera vez en la liturgia visigótica [hispana] de los siglos VI y VII, con ese sentido particular de oración que el pueblo grita. En el Liber Ordinum se describe un rito fúnebre en el que todos unánimes claman una y otra vez pidiendo salvación para el difunto: “omnes una voce simul conclamant Deo clamorem ita: Kyrie eleison prolixe”» (ib. 56).
En
un antiguo ritual, por ejemplo, de la iglesia de San Martín de Tours, escrito
en el siglo XIII, se describen dos modos de clamores, el parvus
y el magnus. Nos fijaremos aquí
en el primero.
El
clamor parvus está prescrito,
por supuesto, en aquellas situaciones en las que la Iglesia no halla medio
humano para superar una adversidad o, por ejemplo, para conseguir la enmienda de
un malhechor. El rito consiste en que, después del Pater
noster y antes del Pax Domini,
el clero todo desciende de sus escaños en el coro y se postra con el rostro en
el suelo. Y así también se postra ante el altar el sacerdote celebrante,
teniendo en la mano la Hostia consagrada.
«El diácono entonces pronuncia el clamor
parvus, la oración especial Omnipotens sempiterne Deus qui solus
respicis afflictiones hominum, después de la cual todos cantaban el salmo Ad
te levavi [24], que como salmo para tiempo de guerra es elegido
frecuentemente por la liturgia en las públicas calamidades. Durante su canto,
los monaguillos hacen sonar las campanas del coro. Seguían algunas preces y la
oración colecta: Hostium nostrum Domine, elide superbiam, a la que todos
respondían en voz alta Amen. Y continuaba la misa» (AdS ib.
51-52).
El
clamor magnus, para situaciones
extremadamente graves, es un rito aún más impresionante. Podemos ver un
ejemplo de él, tal como se realizaba en el monasterio benedictino de Farfa,
dedicado a la Virgen. Después del Pater
noster de la misa solemne, los ministros cubren el suelo ante el altar
con un amplio cilicio –tejido
hirsuto de pelos, oscuro, que se usaba en los funerales–, y sobre él se
coloca el crucifijo, el evangeliario y las reliquias de los santos. Todo el
clero se postra en tierra, y el celebrante, ante las especies eucarísticas
consagradas y las reliquias de los santos, recita en alta voz el In
spiritu humilitatis:
«En espíritu de humildad y con el ánimo contrito [Sal 50,19], Señor Jesús, Redentor del mundo, nos acercamos a tu santo altar, a tu sacratísimo Cuerpo y Sangre, y en tu presencia nos confesamos culpables de nuestros pecados, por los cuales somos justamente oprimidos.
«A ti, Señor, acudimos. Señor Jesús, postrados ante ti clamamos, pues hombres malos y soberbios, confiando en su fuerza, nos atacan por todas partes, invaden el lugar de este santuario y de otras iglesias a ti consagradas, obligan a vivir en el dolor, en el hambre, en la desnudez a tus pobres fieles; los matan con tormentos y espadas; nos roban, destrozan con violencia nuestros bienes, con los que hemos de vivir para tu servicio, y profanan cuanto las personas piadosas han dejado para su salvación en este lugar.
«Esta iglesia tuya, Señor, que en los tiempos pasados fundaste y ensalzaste para honor de la bienaventurada siempre Virgen María, decae en la tristeza. Y no hay quien la consuele y la libere si no eres tú, oh Dios nuestro. Levántate, pues, en nuestra ayuda, Señor Jesús; confórtanos y ven en nuestro auxilio; vence a los que nos combaten, humilla la soberbia de quienes persiguen a este lugar y a nosotros mismos.
«Tú sabes, Señor, quiénes son ellos. Sus nombres, cuerpos y corazones son conocidos por ti antes de que nacieran. Por eso, oh Dios, aplícales tu justicia con tu fuerza poderosa, haz que reconozcan la maldad de sus obras y líbranos por tu misericordia.
«No nos desprecies, Señor, cuando a ti
clamamos en la aflicción, sino más bien, por la gloria de tu Nombre y por la
misericordia con que fundaste y sublimaste este lugar en honor de tu Madre, ven
a visitarnos en la paz, sacándonos de la angustia presente. Amén»
(AdS ib. 54-55).
Señor, ten piedad
Estos
ritos u otros similares eran bastante frecuentes y difundidos en la Edad Media,
y su origen es muy antiguo. Ya San Gregorio de Tours (538-594) refiere
celebraciones semejantes. Con esas oraciones y a través de esos símbolos tan
elocuentes, en los tiempos más aflictivos, se quería suscitar en los fieles
una gran compunción, para que así pudiesen pedir la misericordia del Salvador
con mayor eficacia.
En
estas horas de dolor y de gran calamidad, se retiraban de la iglesia todos los
ornamentos que la embellecían, se cerraban los trípticos, se despojaba el
altar y se velaban con telas de luto las imágenes.
No
refieren los códices con qué términos participaba la asamblea en el
impresionante rito litúrgico del clamor.
Pero muy probablemente el pueblo exclamaba una y otra vez, decenas y decenas de
veces, Kyrie eleison, pues ésta
era la súplica tradicional, que ya consta en documentos de los primeros siglos.
Egeria, por ejemplo, peregrina gallega,
describe en la crónica de su largo viaje (381-384) cómo se celebran las
vigilias en Jerusalén, y con qué fuerza claman una y otra vez los fieles el Kyrie,
eleyson: «sus voces forman un eco interminable» (Peregrinación
24,5).
Preces en postración
Recordaré,
por último, un rito semejante, que en los siglos XIII-XVI se usa, por ejemplo,
ante el peligro de los turcos y para impulsar la reconquista de Jerusalén. En
el misal de Salisbury se le da el bello nombre de preces
in postratione.
Veamos
de éstas un ejemplo concreto. A pesar de las enérgicas decisiones del II
concilio ecuménico de Lión (1274), los príncipes cristianos, enfrentados por
discordias, no acaban nunca de ponerse de acuerdo y de unirse para defender la
Cristiandad del peligro turco. El Papa Nicolás III (+1280), entonces, perdida
toda esperanza terrenal, manda que la Iglesia ponga por la oración toda su
esperanza en su único Salvador, Jesucristo.
Así
pues, para acrecentar en todos esta actitud de ánimo humillado y suplicante, el
Papa, en la bula Salutaria
(1280), ordena que en todas las misas, después del Pax
Domini y antes del Agnus Dei,
postrados tanto el celebrante como los fieles, se recite el salmo 122, Vamos
a la Casa del Señor, y después del triple Kyrie
eleison y el Pater noster,
se recen a coro estos versículos:
«–Salva, Señor, al rey. –Y escúchanos en el día en que te invocamos. –Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. –Gobiérnalo y exáltalo para siempre. –Hágase la paz por tu poder. –Y haya abundancia en tu ciudad. –Señor, escucha mi oración. –Y mi clamor llegue hasta ti. –El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu.
«Oremos. Oh Señor, concede, aplacado, a
tus fieles la indulgencia y la paz, para que sean purificados de sus culpas y
puedan servirte con la mente limpia. Amén».
El
Papa concedía diez días de
indulgencia a cuantos fieles participaran en este santo rito.
Procesiones de penitencia
Las
antiquísimas estaciones, que
ya he descrito, se iniciaban, como sabemos, con unas procesiones en las que se
rezaban las letanías de los santos, pidiendo su intercesión en medio de la
calamidad pública. Estas procesiones penitenciales se producen con mayor
frecuencia y con una fisonomía nueva y propia a partir del siglo XV. Y también,
como las preces in postratione,
son a veces impulsadas por los mismos Papas.
Calixto
III (+1458), por ejemplo, con ocasión de las invasiones turcas en Hungría,
escribe en 1456 una encíclica a todos los obispos de la Iglesia y, entre otras
cosas, prescribe en ella que todos los
primeros domingos de mes se hagan procesiones generales, a las que nadie
debe faltar, ni siquiera las monjas de clausura. Éstas harán la procesión en
su claustro, rezando los siete salmos penitenciales y las letanías de los
santos.
No indica las oraciones y cantos que deben
hacerse, pero sí prescribe que se celebre la misa y que, donde se pueda, haya
predicación en la que se exhorte a la conversión y a la oración, así como a
la paciencia en los sufrimientos. Hasta el Concilio Vaticano II, esta misa se
hallaba en el misal de San Pío V, publicado en 1570 por orden del Concilio de
Trento.
Ante la Eucaristía
Como
hemos visto en algunos ritos medievales de súplica en las aflicciones, el
clamor de la Iglesia se dirige a veces al Señor presente en la Eucaristía.
De este modo quiere darse mayor fuerza y verismo a este recurso angustiado de la
Iglesia al Salvador del mundo. Y esta conmovedora costumbre va a tener formas
cada vez más explícitas a medida que el culto a Cristo en la Eucaristía se va
desarrollando, es decir, a partir del siglo XIII sobre todo.
En
esos siglos se producen en la Cristiandad situaciones verdaderamente
angustiosas, en las que el poder de los turcos y sus conatos de invasión
amenazan gravemente a las naciones cristianas, poniendo en juego el destino de
Europa. La reacción de la Iglesia, como siempre, ante situaciones humanamente
desesperadas, es la oración suplicante, y en esta ocasión una oración cada
vez más orientada hacia el mismo Cristo, presente en la Eucaristía.
El
Papa Pío II, por ejemplo, en un consistorio de 1463, convoca urgentemente a los
príncipes cristianos en defensa de la Cristiandad frente a los turcos. Y a esa
llamada a las armas une, con el máximo apremio, una convocatoria a la oración:
«Como Moisés oraba en la cima del monte,
mientras los suyos luchaban contra los amalecitas, así nosotros, puestos
ante el mismo Señor nuestro Jesucristo, presente en la divina Eucaristía,
imploraremos salud y victoria para nuestros soldados combatientes» (AdS
ib. 66).
Son
precedentes devocionales que, en la época siguiente, cristalizarán, como
veremos detenidamente, en la práctica preciosísima de las Cuarenta
Horas.
El Rosario
Es
perfectamente normal, más aún, es muy conforme a la gracia del Espíritu Santo
que el pueblo cristiano, cuando se ve en las mayores angustias, se acoja al
amparo de la Madre de Jesús y solicite su intercesión infalible, ya que por
Cristo mismo le ha sido dada como Madre (Jn 19,27). Entre las oraciones a la
Virgen que han tenido una difusión universal la más antigua es Sub
tuum præsidium, hallada en un papiro del siglo III. Y ella pretende eso
justamente, conseguir el amparo maternal de María:
«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre
de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
Esta
idea, esta excelente idea de acudir en los peligros al amparo de la Virgen
Madre, ha sido figurada de muchos modos en el arte cristiano, representando a
todo el pueblo –frailes, niños, obispos, reyes, madres de familia, ancianos,
sacerdotes, religiosas– amparados todos bajo el manto de Nuestra Señora.
Y
es el sentido principal de tantas otras oraciones que los desterrados hijos de
Eva, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, venimos dirigiendo hace
siglos a la Virgen, que es dulzura y esperanza nuestra:
Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve
a nosotros esos tus ojos misericordiosos... ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh
dulce Virgen María! (Salve Regina).
Ése
es también el sentido de la única petición del Ave
Maria, esa oración angélica que ofrece primero a la Virgen una flor de
siete alabanzas, y que le pide después que ruegue
por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte:
Siete alabanzas: Ave Maria - gratia plena
- Dominus tecum - benedicta tu in mulieribus - et benedictus fructus ventris tui,
Iesus - Sancta Maria - Mater Dei; y una súplica:
ora pro nobis, pec-catoribus, nunc et in hora nostris morte. Amen.
La
historia de la Iglesia ha confirmado las palabras proféticas de la Virgen: «todas
las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Partiendo del saludo
del ángel a la Virgen (Lc 1,26-38), tanto en Oriente –el magnífico himno Akathistos,
por ejemplo– como en Occidente, se han desarrollado en la Iglesia desde
antiguo salutaciones marianas,
una y otra vez repetidas, acompañadas a veces de inclinaciones, postraciones y
genuflexiones, con variantes preciosas de forma litánica. Así fue formándose
el Avemaría a lo largo de la Edad Media, hasta alcanzar su forma actual.
También
en ese tiempo es cuando en ambientes benedictinos, cistercienses, cartujos,
dominicos y otros, se va formando poco a poco el rosario en el modo en que hoy
es rezado. Sobre todo desde el siglo XIII, viene a ser hasta hoy el Oficio
divino del pueblo cristiano. Unas veces se trata del Salterio
de María, que como el salterio bíblico se compone de 150 Avemarías,
con el Gloria al final de cada diez. Otras veces es el Rosario
de 50 Avemarías, en el que a veces se han intercalado cláusulas
en cada Avemaría y más tarde misterios
en cada decena. Innumerables Cofradías del Rosario, bajo la guía principal de
los dominicos, han extendido esta oración por toda la Iglesia. Hoy es sin duda
una de las oraciones más practicadas por los fieles católicos.
El Rosario hasta hoy
La
oración medieval del Rosario, al paso de los siglos, ha venido a ser para
innumerables cristianos clérigos, religiosos o laicos la
principal oración suplicante de la Iglesia en sus pruebas. Este aspecto
del Rosario, en el que la intercesión de María es reclamada con filial
confianza, queda ya muy especialmente señalado en 1571, con ocasión de la
victoria de Lepanto.
El 7 de octubre de 1571, en efecto, una coalición de fuerzas navales cristianas se enfrenta en el Mediterráneo con la flota de los turcos en una batalla decisiva y la vence. Esta victoria, inmediatamente, es atribuida a la intercesión de la Virgen obtenida por el rezo del rosario. El 7 de octubre era aquel año primer domingo de mes, el día especialmente destinado desde mucho tiempo antes a la reunión de las cofradías del rosario, que lo rezaban en procesiones de intercesión. Así entendió la victoria el Papa San Pío V, y muchos otros con él. En el Palacio de los Dogos, debajo de una representación de la batalla naval, el Senado veneciano decide poner esta inscripción: «ni fuerzas, ni armas, ni jefes: la Señora del Rosario es la que nos ha ayudado en la victoria».
Los Papas han apoyado siempre con máximo
empeño el rezo del Rosario a María. La
conmemoración de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario, el 7 de octubre, tiene
su origen en San Pío V, a petición del dignatario español Luis de Requesens,
para conmemorar en su aniversario la victoria cristiana de Lepanto y para
difundir así esta devoción mariana. León XIII, en los años 1883-1897,
escribió nueve exhortaciones apostólicas sobre el rezo del Rosario.
Posteriormente,
en 1917, en las apariciones de Fátima,
la Madre de Cristo pide una y otra vez a los videntes y al pueblo cristiano que
«continúen rezando el rosario todos
los días en honor de Nuestra Señora del Rosario para obtener la paz del
mundo y el fin de la guerra, porque solo Ella lo podrá obtener».
En este sentido se escriben tanto
la exhortación apostólica de Pío XI, Ingravescentibus malis (1937),
como la encíclica de Pío XII, Ingruentium malorum (1951).
Proponen estos documentos pontificios el rezo del rosario como un medio
providencial muy eficaz para vencer con la ayuda poderosísima de la Santa Madre
de Dios todos los males presentes y amenazantes, los que hay en el mundo y también
en la misma Iglesia. Y también Pablo VI, «en un momento de angustia e
inseguridad», escribe la encíclica Christi Matri, de 1966, «para que
se eleven oraciones a la bienaventurada Virgen del Rosario para implorar de Dios
el bien sumo de la paz». Así lo recuerda él mismo en los preciosos números
dedicados al Rosario en su exhortación apostólica Marialis cultus
(1974; 42-55).
Juan
Pablo II, en fin, considera «la oración del rosario, la oración popular por
excelencia, que pertenece al patrimonio espiritual de todo el pueblo de Dios»
(26-X-1997):
«¡Cuántas veces, a lo largo de la historia, la Iglesia ha recurrido a esta oración, especialmente en los momentos de particular dificultad! El santo rosario ha sido instrumento privilegiado para evitar el peligro de la guerra y obtener de Dios el don de la paz. La Virgen, al aparecerse en Fátima a los tres pastorcitos, ¿no pidió el rezo del rosario por la conversión de los pecadores y la paz en el mundo?
«¿Cómo, pues, podría faltar la oración
por la paz al término de un siglo que ha conocido guerras terribles y que, por
desgracia, sigue experimentando violencias y conflictos? Ojalá que durante
estos años que nos preparan para el tercer Milenio cristiano el rosario de María
nos ayude a implorar a Dios la reconciliación y la paz de toda la humanidad» (ib.).
Como
el mismo Papa dice, rezando en San Pedro un Rosario
Mundial ante la imagen de la Virgen de Fátima, acompañado de mil
quinientos Obispos y de fieles de ciento cincuenta países, «no ha habido siglo
ni pueblo en el que Ella no haya hecho notar su presencia, llevando a los
fieles, especialmente a los pequeños y a los más pobres, luz, esperanza y
consuelo» (7-X-2000).
El Angelus
El
rezo del Angelus, otra oración
a la Virgen, fue impulsado por los Papas para pedir ayuda al Salvador con ocasión
de penalidades graves o de grandes peligros. Ésta oración, que procede del
final de la Edad Media, se reza en varios momentos de cada día. El toque del Angelus
por la tarde se generaliza
desde la mitad del siglo XIII y ya es universal en el XIV. El Angelus de la mañana
tiene una difusión más tardía, pero también viene a ser común en el siglo
XIV. Y el Angelus del mediodía es
impulsado por Calixto III con una bula de 1456. En esta bellísima oración,
evocando el misterio salvador de la encarnación del Verbo, tres veces se pide a
la Virgen que ruegue por nosotros, pecadores.
León X, después de conseguir entre todos los Estados cristianos una tregua que permite preparar una cruzada contra la amenaza de los turcos, ordena en una bula de 1518, in virtute sanctæ obedientiæ, que todas las iglesias del mundo celebren, bajo pena de excomunión, un conjunto de misas, procesiones y oraciones, y que cada día suenen las campanas de las iglesias para convocar al rezo del Angelus con esta intención (AdS ib. 67-68).
6. El Renacimiento. Las Cuarenta Horas
Las
antiguas oraciones litúrgicas de la Iglesia para tiempos de calamidad,
en sus formas principales, se mantienen en los siglos XVI y siguientes, y muchas
de ellas continúan vigentes hasta nuestros días: rogativas, letanías de los
santos, misas votivas en la guerra, por la paz, en las diversas necesidades y
angustias del pueblo cristiano. Pero también surgen en los siglos XVI y
siguientes nuevas prácticas suplicantes que merecen nuestra atención.
Viernes, tres de la tarde
En
el Duomo, catedral de Milán, en 1532, se inicia la costumbre de que el pueblo,
a toque de campana, se congregue cada
viernes a las tres de la tarde para suplicar al Salvador, justamente en
la hora de su muerte, por las necesidades públicas de la Iglesia y de la nación.
Desde su inicio, esta santa práctica se hace muy popular, y reune –según crónicas
de la época– unas cinco mil personas, que oran «con la cabeza baja y los
brazos abiertos».
Puede afirmarse casi con certeza que la
iniciativa partió de los clérigos barnabitas y de las angélicas,
grupos muy fervientes formados en Milán por San Antonio María Zaccaria
(+1539), del que luego he de hablar más ampliamente (AdS 1917,3:
222-225). Pero ya dos siglos antes,
en otras iglesias, se conocen antecedentes de esta costumbre.
En
todo caso, es ahora, desde Milán, donde la oración del Viernes a las tres de
la tarde va a tener una difusión muy amplia. En efecto, el Arzobispo de Milán,
San Carlos Borromeo, en el II Concilio provincial de 1569, hace obligatoria en
todas las iglesias esta práctica, que se difunde luego a otras provincias
eclesiásticas y termina haciéndose casi universal.
Una
importancia aún mayor va a tener para toda la Iglesia otra práctica piadosa y
eucarística nacida por esos años en esos mismos grupos de Milán, la de las
Cuarenta Horas.
Las Cuarenta Horas
La
devoción de las Cuarenta Horas consiste en
adorar a Cristo de modo ininterrumpido, día y noche, durante cuarenta horas,
recordando el tiempo que permaneció muerto. Esta devoción, partiendo de
intuiciones y prácticas medievales y aún más antiguas, llega a su forma plena
en Milán a principios del siglo XVI, cuando ese tiempo continuado de adoración
se hace precisamente ante la Eucaristía.
«Esta práctica –escribe Costanzo
Cargnoni– halla sus raíces profundas en la antigua costumbre cristiana de
guardar abstinencia y ayuno prolongado durante los últimos días de la Semana
Santa, recordando las horas en que “el cuerpo de Cristo reposó en el
sepulcro” (San Agustín), y también en el uso litúrgico de adorar la Cruz, y
más tarde al Crucificado. Muy pronto se añaden otras prácticas, como vigilias
de oración, a fines del siglo X, cuando a la veneración del sepulcro de Cristo
se une la adoración del Santísimo Sacramento, expuesto en un altarcito
especial. Consta, por ejemplo, que en Aquileya, hasta el siglo XII, se
acostumbraba colocar junto a la imagen del Redentor crucificado, una custodia
con el Santísimo Sacramento. Así hacen en Zara (Dalmacia), en 1214, los Battuti
de la iglesia de San Silvestre, y allí los terciarios franciscanos continúan
la costumbre en el siglo XIV. La tarde del Jueves Santo, después de una procesión,
hasta mediodía del Sábado Santo, se adoraba el Cuerpo de Cristo, puesto en un
ciborio cubierto de un velo, y expuesto sobre el altar como sobre un trono,
recordando el sepulcro donde el Señor, según el cálculo de
San Agustín, reposó precisamente cuarenta horas» (Quarante-Heures, DSp
1986, 2702-2703).
El Salvador, «cuarenta horas» muerto
Fijémonos,
en primer lugar, en el significado de esas «Cuarenta Horas» de adoración y súplica.
Ya San Agustín (+430) considera que «desde
la muerte de Cristo hasta el amanecer de su resurrección hay cuarenta horas».
Y después de dar sobre ello algunas razones más o menos fundadas, añade una
que parece indiscutible: «Quizá alguien acertará a encontrar otras [razones]
mejores que las que yo propongo, o al menos igualmente probables; pero nadie,
por necio y menguado de alcances que sea, osará afirmar que estos números
carecen de misterioso significado en la Escritura» (Ciudad
de Dios IV,6,10; +De Trinitate 4,6).
En
efecto, el viernes, a la hora de nona, a las 3 de la tarde, muere Cristo (Lc
23,44), y tres días después, al amanecer del domingo, hacia las 7 horas,
resucita (Mt,28,1). Ha estado, pues, cuarenta
horas muerto. Y este número, ciertamente, tiene una significación
propia.
El número cuarenta,
en la sagrada Escritura, puede significar sin más un largo período de tiempo,
como cuando se dice que Saúl reinó cuarenta años (Hch 13,21), David cuarenta
(1Cro 29,27) y Salomón cuarenta (2Cro 9,30). Pero en otras ocasiones «cuarenta»
señala un tiempo largo de purificación o de abatimiento, previo a una gracia
muy alta o una especial exaltación. Son cuarenta, por ejemplo, los días que
dura la purificación enorme del Diluvio (Gén 7,12; 7,17). Cuarenta años dura
para Israel la prueba del desierto, antes de entrar en la Tierra prometida (Dt
8,2; Núm 14,33-34; Hch 13,18). Cuarenta días y noches pasa Moisés solo en el
Sinaí, en oración y ayuno, antes de recibir la Ley divina (Ex 24,18; 34,28).
Cuarenta días y noches, con la fuerza del alimento misterioso que le da un ángel,
camina Elías hasta el monte Horeb (1Re 19,8). Cuarenta días y noches permanece
Jesús a solas en el desierto, antes de iniciar su misión pública en medio de
Israel (Mc 1,13). Cuarenta horas permanece muerto. Y una vez resucitado,
antes de ascender al cielo, se aparece a sus discípulos durante cuarenta días
(Hch 1,3).
Antes
nos recordaba Cargnoni los precedentes históricos de las Cuarenta
Horas. Pero convendrá que conozcamos más detalladamente el desarrollo
de esta preciosa devoción expiatoria, suplicante y eucarística. Me detendré
bastante en el estudio de este tema no solo porque es al mismo tiempo precioso y
poco conocido, sino también porque algunos estamos empeñados en su restauración.
Si el Señor nos ha concedido conocer
las Cuarenta Horas, estimarlas y
desearlas, también nos concederá realizarlas
en compañía de muchos hermanos.
Adoración de la Cruz
En
realidad, ya desde muy antiguo, es
sumamente venerado por los cristianos el tiempo que el Salvador del mundo
permanece bajo la humillación de la muerte. Durante estas cuarenta horas
tan sagradas, los cristianos de los primeros siglos ayunan, hacen penitencia, y
se reúnen para velar, orando y cantando salmos. Quieren así asociarse a la
Pasión redentora, pretenden participar más profundamente en la muerte del Señor,
para que sea más perfecta en la liturgia de la Pascua la participación en su
resurrección.
La peregrina Egeria, por ejemplo, narra en el siglo IV las celebraciones diurnas que en ese triduo santo se celebraban en Jerusalén, concretamente en la iglesia del Santo Sepulcro, y otras vigilias nocturnas, que, como la de los viernes, eran voluntarias: «la gente que quiere y puede acostumbra a hacer la vigilia; los que no, se ausentan y vuelven a la madrugada. Los clérigos más fuertes o más jóvenes se quedan durante la noche vigilantes, recitando himnos y antífonas hasta el amanecer. Mucha gente lo pasa también en vela, unos desde la tarde, otros desde la medianoche, según pueden» (Peregrinación 37).
Escribe el padre Angelo de Santi: «Allí
mismo [en la iglesia del Santo Sepulcro], quizá desde el tiempo de la
invención [el hallazgo] de la Santa Cruz [en el siglo IV], tuvo
principio el rito conmovedor de la adoración de la Cruz, que de allí se
difundió a toda la Iglesia. La adoración de la Cruz en el Viernes Santo es
atestiguada en Occidente, por ejemplo, por San Paulino de Nola (+431; Ep.
31: ML 61,329). De ahí se llega con el tiempo al rito de la deposición
de la Cruz en ese día, para ser adorada, hasta el momento de la resurrección,
en el que se alza de nuevo con alegría ante los fieles. En las primeras
memorias de la liturgia papal en Roma se describe
que el Pontífice postraba la Cruz, y que ésta, así humillada, era
adorada en el Sancta Santorum del Laterano.
Y refiere cómo él mismo la levantaba de nuevo al amanecer del día de Pascua.
Pues
bien, «que los fieles se habituaran a
orar más especialmente en aquellas cuarenta horas, junto al lugar donde
reposaba la Cruz, parece tan natural y espontáneo que no hay casi
necesidad de documentos para asegurar que así se hacía verdaderamente. Con el
tiempo el lugar donde se pone la Cruz toma forma externa de sepulcro,
en memoria de la tumba de Cristo, y las oraciones y salmos que allí se hacen
van siendo referidas en los documentos como algo acostumbrado y practicado en
varios lugares» (AdS
1917,2,469-471).
Adoración del Sepulcro
En
natural transición, los fieles pasan de la adoración
de la cruz durante cuarenta horas a la adoración
del sepulcro, en ese mismo espacio de tiempo. En esta adoración la cruz,
por supuesto, preside la representación del sepulcro. De este rito existen no
pocas descripciones minuciosas en códices medievales.
Así
San Dunstano, arzobispo de Canterbury (+988), en su Regularis concordia,
prescribe: El Viernes santo, «al celebrar la deposición del cuerpo de nuestro
Salvador, haciendo nuestra la costumbre, digna de imitación, de algunos
religiosos», hemos de hacer así: «dispóngase una cierta imitación del
sepulcro cubierto con un velo, bajo el cual ha de ponerse la cruz, que ya fue
adorada, envuelta en una sábana». Y describe el rito: «custódiese en tal
lugar la santa cruz con toda reverencia hasta la noche del domingo de resurrección.
Durante la noche, sean destinados dos o tres o más hermanos, si la congregación
es numerosa, para guardar fielmente las vigilias, cantando salmos» (ML
137,493). Y en el amanecer de la Pascua la cruz sea retirada de ese lugar con
toda solemnidad, para celebrar el rito litúrgico de la Resurrección.
De
modo semejante, Juan Beleth, escritor del siglo XII, testigo fiel de las
antiguas costumbres litúrgicas, refiere que el
Viernes santo, después de la adoración de la cruz,
«se debe deponer el crucifijo en su lugar
y hacer ante él incesantes oraciones, con preces y salmos, en las que han de
tomar parte sucesivamente todo el clero, hasta la hora de la mañana de la
Pascua, cuando el Señor resucita» (Ration. div. off. cp. 98: cfr.
AdS 1917,2: 470).
Adoración de la Eucaristía
Las
Cuarenta Horas renacentistas tienen muchos precedentes en la tradición piadosa
anterior. Recordaré aquí solamente dos:
–Zara.
Antes de 1214, en Zara, ciudad dálmata, durante los tres últimos días de la
Semana Santa, una cofradía celebraba en la iglesia de San Silvestre, ante el sepulcro
que contenía el Santísimo,
una oratio quadraginta horarum.
Y el éxito popular de esta devoción se muestra en que otra cofradía de la
misma ciudad, en la iglesia de San Miguel, hace suya esa devoción, e incluso la
practica también fuera de la Semana Santa.
En efecto, con ocasión de una peste, en
1304, esta cofradía celebra las Cuarenta Horas para conseguir de Dios que pase
esa calamidad. «Quizá sea éste –escribe De Santi– el primer caso de una
oración de cuarenta horas celebrada como piadoso ejercicio propio,
independiente de las funciones litúrgicas de la Pasión, en el que se mantiene
la idea de perseverar orando ante el Santísimo Sacramento por ese espacio de
tiempo, en memoria de Jesús yacente en el sepulcro, dando además a esa oración
un sentido netamente expiatorio» (AdS 1917,2: 474). Los Terciarios
franciscanos de Zara prolongan en 1439 esa misma devoción, y forman una Cofradía
in Coena Domini de las cuarenta horas (Aniceto Chiappini, 376-378).
–Aquileya.
Si hasta el siglo X se acostumbra adorar solamente la Cruz,
ya en el XII, para mayor viveza, se presta adoración al Crucifijo.
Y más aún, como observa De Santi, en la primera mitad quizá del siglo XV, «para
mayor realismo todavía, en el rito de la basílica de Aquileya [cerca de
Venecia], se colocan las sagradas
especies eucarísticas sobre el costado mismo del Crucifijo, dentro de
una caja preciosa (teca)
envuelta en un velo delicado. Llega así a ser bastante común colocar en el
sepulcro junto a la cruz
también la Eucaristía, y a
partir de fines del siglo XV, solo la Eucaristía.
«Puede
decirse que casi todas las iglesias siguieron esa práctica durante siglos. Y
esa hermosa costumbre todavía se conserva en muchas diócesis, especialmente en
la Europa septentrional y en los antiguos dominios de Venecia, como también en
el rito ambrosiano [de Milán]... ¿No es éste el remoto origen de la oración
de las Cuarenta Horas? (AdS
1917,2: 471-472).
1527: el agustino Antonio Bellotto en el Santo Sepulcro de Milán
Nos
acercamos ya a los orígenes más precisos de las Cuarenta Horas en su
forma moderna plena. El saqueo de Roma
bajo las tropas del emperador Carlos V se produce el 1 de mayo de 1527. Corren
tiempos terribles en Italia, guerras extremadamente crueles, incendios, muertes,
hambre. Cunde el espanto y la desolación. Muchas iglesias de la región
suplican la misericordia de Dios con plegarias y procesiones penitenciales.
En
Milán, Antonio Bellotto (+1528), agustino de gran celo apostólico, que ha
formado asociaciones seglares para superar el paganismo renacentista, predicando
en la iglesia del Santo Sepulcro, instituye en 1527 una cofradía, la Scuola
di Santo Sepulcro, en la que hombres y mujeres se unen para la oración
expiatoria y suplicante.
La basílica del Santo Sepulcro, sede de la Scuola, era y es en Milán sumamente venerable. Construida sobre la antigua iglesia de la Trinidad, a imitación de la del Santo Sepulcro en Jerusalén, había sido consagrada en 1100 por el Arzobispo de Milán, Anselmo di Buis, al regresar de una Cruzada en Tierra Santa.
Los hombres de la cofradía del Santo
Sepulcro se reúnen cada día en el oratorio para rezar los siete salmos
penitenciales, la letanía de los santos y otras oraciones, y se comprometen
también a confesarse y comulgar en los domingos y fiestas, y a conservar
siempre encendida la lámpara del Santísimo. Las mujeres se juntan en la
iglesia los viernes para rezar unas oraciones comunes y para la comunión. Nótese
que esta práctica de la comunión semanal era muy infrecuente en el siglo XVI.
La
cofradía se obliga también a celebrar
la oración de las Cuarenta Horas en el triduo de la Semana Santa,
adorando al Cristo eucarístico puesto en el sepulcro,
según el uso local de la liturgia ambrosiana, y otras tres veces, en Navidad,
la Asunción y Pentecostés.
Puede
afirmarse, pues, que la cuna de las Cuarenta Horas, en su forma plena, que
pronto irradiará a toda la Iglesia, se halla en 1527 en la iglesia de la Santísima
Trinidad y del Santo Sepulcro en Milán (AdS
1917,2: 475-479).
1529: el dominico Tomás Nieto en el Duomo de Milán
Italia
sigue asolada por guerras, hambres y pestes. Y en 1529, predica en el Duomo de
Milán un dominico español, el padre Tomás Nieto, que convoca a tres
procesiones penitenciales en los días 16 al 18 de abril. La Iglesia en Milán,
una vez más, busca la paz y la salvación en Cristo Salvador con oraciones y
penitencias.
En
la misa del viernes 16, en honor de la santa Cruz, fray Tomás pide la
misericordia del Crucificado. En la del sábado 17, dedicada a la Virgen, invoca
la compasión de la Madre de los cristianos. Y el 18, domingo, celebra la misa
del Espíritu Santo. Son ya ese día unos cuarenta mil los fieles asistentes, y
para encauzar el gran fervor popular, organiza una
procesión penitencial con el Santísimo desde el Duomo hasta la iglesia
de San Ambrosio y vuelta al Duomo. Gran novedad, pues hasta entonces no existía
otra procesión con la Eucaristía que la del Corpus. Ese domingo predicó fray
Tomás sobre la Eucaristía con muy grande fervor.
Poco
después, en la octava del Corpus Christi, concretamente el domingo 20 de mayo,
algunos hermanos de la Escuela del Santo Sepulcro sugieren a fray Tomás que se
celebre en varias de las iglesias de Milán
la oración de las Cuarenta Horas ante el Santísimo, como ellos la venían
practicando en su iglesia. Fray Tomás aprueba la idea con entusiasmo y propone
realizarla en todas las iglesias durante los tres últimos días de la octava
del Corpus. La iniciativa tuvo una extraordinaria acogida.
Según la crónica de un comerciante de Milán, Gianmarco Burigozzo, muchos feligreses se pusieron de acuerdo para hacer «oración durante cuarenta horas continuas. Se organizaron para que cada vez hubiera tres o cuatro fieles, que permanecieran tres o cuatro horas; otro grupo después, otras tres o cuatro horas. Y así se organizaron para orar durante cuarenta horas. Cada uno permanecía su tiempo señalado, y lo más que estaban eran cinco horas» (AdS 1917,3: 41).
El dominico Tomás Nieto, sigue informando
Burigozzo, sostenía los ánimos con frecuentes predicaciones. A aquellos fieles
tan angustiados por las calamidades públicas que les rodeaban «les decía que
Dios era el que lo sabe todo, que ha de ponerse toda la esperanza en la gracia
de Dios, porque de Él únicamente se ha de esperar tanto la salud del alma como
la del cuerpo. Y con otras consideraciones semejantes, llevaba a todos a Dios»
(ib. 43).
1537: Paulo III aprueba las Cuarenta Horas milanesas
Después
de unos pocos años de precaria paz, en 1537 surgen de nuevo graves revueltas en
Milán por la sucesión del Duque Sforza (+1536), al mismo tiempo que el rey de
Francia con su ejército atraviesa los Alpes y avanza hacia Milán. Más aún,
toda la cristiandad sufre la separación cismática de Inglaterra y la amenaza
renovada de las invasiones turcas. Son tiempos muy dolorosos.
Ante
tantos males, los hermanos de la Escuela del Santo Sepulcro proponen y consiguen
que las Cuarenta Horas se celebren
incesantemente, en turnos sucesivos, en todas las iglesias de Milán. El
Vicario arzobispal designa el orden, para que todas celebren por turno las
Cuarenta Horas.
Esta
devoción milanesa florece de tal modo que el
Papa Paulo III aprueba con entusiasmo en un Breve de 1537 las Cuarenta Horas
y concede indulgencias a quienes las practiquen. Es el primer documento
pontificio sobre esta devoción, y será reiterado en documentos de otros Papas
posteriores.
Declara el Paulo III que el Vicario
arzobispal, «a petición de los ciudadanos de Milán, para aplacar la ira de
Dios excitada contra los cristianos por sus delitos, y para desbaratar las armas
y los ataques de los turcos contra los cristianos, ha establecido, entre otras
obras piadosas, que todos los fieles hagan oraciones y preces de día y de
noche ante el Sacratísimo Cuerpo de Jesucristo, de modo que en todas las
iglesias de la ciudad, según el orden señalado por el mismo Vicario, esas
oraciones y preces sean elevadas por los fieles durante cuarenta horas
continuas, en celebraciones sucesivas, hasta que se realicen éstas en todas
las iglesias de la ciudad» (AdS 1917,3: 234-235). Fue, por cierto, Monseñor
Aquiles Ratti (1857-1939), el futuro Pío XI, en su estudio Contribuzione
alla storia eucaristica di Milano, el primero en publicar este Breve de
Paulo III (ib. 237).
El
Papa atribuye la difusión de las Cuarenta Horas «a la petición de los
ciudadanos de Milán». Y habría que recordar también, como sabemos, la
iniciativa de la ferviente Escuela del
Santo Sepulcro.
San Antonio Maria Zaccaria y los Barnabitas
Nacido
en una familia noble de Cremona, el sacerdote Antonio Maria Zaccaria (1502-1539)
forma en Milán la congregación de los Clérigos
regulares de San Pablo, conocidos como barnabitas,
por tener a su cargo la iglesia de San Bernabé. También funda una congregación
femenina, que fue llamada de las angélicas,
y diversas asociaciones para promover la santidad entre los laicos.
Los barnabitas, con gran pobreza y
mortificación, se dedicaban a la predicación en iglesias, calles o plazas, a
la catequesis, y al apostolado en todas partes. Fomentaban especialmente la
devoción al Crucifijo y a la santísima Eucaristía. Por esos años, eran sin
duda la mayor fuerza espiritual de Milán.
Pues
bien, Zaccaria impulsa en 1534 la
celebración solemne de las Cuarenta Horas, colocando el Santísimo en un trono
sobre el altar. Por eso hoy muchos le consideran el fundador de esta
santa devoción, y reconocen en los barnabitas sus principales difusores (E.
Caspani, Antoine-Marie Zaccaria,
en DSp I, 722).
José de Ferno y los Capuchinos
El
capuchino José de Ferno (1485-1556), muy amigo de los barnabitas, ha de
considerarse también como uno de los promotores primeros y más fervientes de
las Cuarenta Horas. Destinado a Milán por la recién nacida orden capuchina, es
un gran predicador popular que promueve con entusiasmo esta devoción oracional
y eucarística. Él es, sin duda, su principal difusor en Milán y Pavía y en
muchos lugares de Italia.
Su
única obra impresa se titula precisamente Metodo
ossia istruzioni sul modo da tenersi per celebrare divotamente e con frutto l’orazione
delle Quarantore (Milán 1571).
El cronista Matías Bellintani (+1611),
también capuchino y promotor de las Cuarenta Horas, cuenta que el padre José
de Ferno las organizaba en los tres primeros días de la Semana Santa, en
memoria de la Pasión del Señor y para preparar bien la celebración del Triduo
pascual. Y refiere también que durante las Cuarenta Horas, el padre de Ferno
predicaba un sermón cada hora, día y noche, sin apenas separarse nunca del
altar, y permaneciendo los tres días en ayuno total.
Podemos
recordar, a modo de ejemplo, la misión del padre de Ferno en la ciudad italiana
del Burgo del Santo Sepulcro, en 1538. La ciudad padecía en ese momento graves
discordias internas. Era preciso y urgente implorar de Dios la paz.
«Habiendo dado él orden de comenzar en
el día de San Juan Bautista la oración de las cuarenta horas, en honor de
la muerte salvífica de Jesucristo, nuestro dulcísimo Salvador, que estuvo
muerto según se cree cuarenta horas, inspiró la divina Bondad –mientras
se estaba haciendo esa oración– el modo de hacer una paz universal para toda
la ciudad. Se propuso al Consejo general, y fue aceptado unánimemente por todos
los consejeros, sin discrepancia de ninguno. Y antes de un mes se concluían y
hacían las paces entre todos. Para dar gracias a Dios por un beneficio tan
grande... el Consejo estableció que en adelante todos los años, en ese
mismo tiempo y a perpetuidad... se hiciera la dicha oración de las Cuarenta
horas con toda devoción para honor de Dios, salud de las almas y conservación
de la paz en esa ciudad» (AdS 1918,1, 305-306).
El
entusiasmo por las Cuarenta Horas suscitado por los capuchinos en el pueblo
cristiano era tan grande que por esos años se introdujo en Brescia la costumbre
de celebrarlas mensualmente, al
principio de cada mes.
Y en Verona se formó en agosto de 1571 un
Colegio de 300 cofrades que se comprometieron a celebrar solemnemente las
Cuarenta Horas antes de cada domingo primero de mes. Uno de los favores
pretendidos de la gracia de Dios era justamente la victoria contra los turcos,
que se obtuvo en octubre de ese año, en la batalla de Lepanto. Más tarde, en
1577, se acostumbró en Verona celebrar las Cuarenta Horas cuatro veces al año.
A
juicio del padre De Santi, «debe reconocerse a la Orden de los capuchinos el
honor de haber sido los más solícitos, fervientes, eficaces y afortunados
promotores de las Cuarenta Horas en la Iglesia de Dios» (1917,4: 420).
Pero
también la Compañía de Jesús puso gran empeño en la difusión de las
Cuarenta Horas. En Venecia, por ejemplo, en 1584, por iniciativa de los seglares
que con ellos trataban, establecieron una Compañía
de las 40 horas, con el modesto intento de reunirse cada
año el triduo precedente al domingo de Sexagésima en oración continua
durante cuarenta horas, día y noche, «para recordar la santa Pasión de
Nuestro Señor Jesucristo y para conmemorar aquellas 40 horas que su sacratísimo
Cuerpo permaneció en el sepulcro» (AdS
1918,1: 314-315).
San Felipe Neri y los oratorianos en Roma
El
arraigo en Roma por esos años de las Cuarenta Horas se debe principalmente a
San Felipe Neri (1515-1595) y a sus compañeros del Oratorio. Sabemos cómo éste
se caracteriza por la instrucción, la oración, la alegría y el culto bien
cuidado.
El Santo, efectivamente, dedica «una
atención muy especial al culto eucarístico: la misa –de la que queda
el recuerdo emocionante y asombroso de sus celebraciones en privado–; la
comunión frecuente, aunque no diaria; la adoración del Santísimo Sacramento,
sobre todo en la práctica de las Cuarenta Horas –el Oratorio fue uno de sus más
eficaces promotores–» (Antonio Cistellini, DSp 1982: 11,860).
Cuando
todavía era joven, San Felipe funda en Roma, en 1548, la Cofradía
de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, y en el libro de las
Constituciones (XV) prescribe la
celebración mensual de las Cuarenta Horas:
«Perseverando en la frecuentación de
este Santísimo Sacramento, es preciso perseverar también en las santas
oraciones... Y para mayor culto, devoción y fervor de esta santa oración...
queda establecido que cada mes, por las necesidades de nuestros hermanos,
se celebre solemnemente una oración continua, al menos de tres días, en
memoria de la pasión y sepultura de nuestro Señor Jesucristo... Para tal
oración debe tenerse un devoto oratorio en el cual, durante el tiempo de esa
oración, se debe conservar la sacratísima Hostia de nuestro sacrificio: y así
se adore a nuestro Señor Jesucristo y se haga memoria de su santísima pasión.
Y en los tres días antes de la Pascua ha de hacerse esta santa oración
con mayor solemnidad y devoción, comenzando en el jueves santo, después de la
acostumbrada comunión» (AdS 1917,4, 515).
Bacci,
en su Vida de San Felipe Neri,
cuenta cómo el Santo, todavía muy joven, cuando se celebraban las Cuarenta
Horas, hacía cada hora una breve exhortación:
«Después, mientras duraba la oración,
Felipe normalmente no se retiraba nunca. Velaba toda la noche, e iba llamando a
cada uno cuando le llegaba la hora asignada. Y cuando la hora concluía, avisaba
a los que tenían que dejar paso a los siguientes. Con una campanilla, tocaba la
señal, diciendo: “Ánimo, hermanos, ha terminado la hora; pero no ha
terminado el tiempo de hacer el bien”» (ib. 516).
La Cofradía de la Oración y de la Muerte
También
por esos años, otra hermandad romana, la Cofradía
de la Muerte fundada en 1538, animada por un capuchino, comienza a partir
de 1551 a impulsar la celebración de las Cuarenta Horas, hasta el punto de que
los hermanos cofrades deciden celebrarla los
terceros domingos de todos los meses (AdS
1917,4: 516).
En 1551, Julio III aprueba sus Estatutos,
dándoles el nuevo nombre de Cofradía de la Oración y de la Muerte. Y Pío
IV, en una Bula de 1560, aprueba y concede indulgencias a la Cofradía en
referencia al uso de celebrar las Cuarenta Horas el penúltimo domingo de cada
mes, y concede especiales indulgencias a los hermanos que velan precisamente en
las horas de la primera o de la segunda noche.
San Carlos Borromeo en Milán da forma a las Cuarenta Horas
El
santo Arzobispo de Milán, Carlos Borromeo (1538-1584), digno sucesor de San
Ambrosio, tenía una especial devoción por la iglesia del Santo Sepulcro,
situada en medio de la ciudad. Y reconocía que en ella, mientras estaba «perdida
la disciplina del clero y depravadas las costumbres del pueblo», se había
mantenido siempre un núcleo de personas muy santas. No tenía, pues, nada de
extraño que allí hubieran nacido las Cuarenta Horas en 1527. Pues bien, en esa
iglesia fundó San Carlos a los Oblatos
de San Ambrosio, hoy de San Carlos, y estableció su sede central.
El
Arzobispo de Milán, por otra parte, sabía perfectamente que la oleada de males
procedentes del paganismo renacentista y de la escisión protestante
–netamente antieucarística–, no podía ser vencida sino por tres medios
principales: la penitencia, la oración y la devoción a la Eucaristía.
A
procurar la primera, es decir, la
conversión de costumbres de clero, laicos y religiosos, dedicó con toda
su alma sus empeños pastorales. Nunca le detuvo el temor a hacerse impopular, y
de hecho se enfrentó en graves cuestiones con todos los estamentos de la
Iglesia local.
Solo un ejemplo. Aplicar la reforma
tridentina a una buena parte de los religiosos, que ni de lejos cumplían su
regla, era tarea sumamente arriesgada; pero, aunque llegó a sufrir por ello algún
atentado con arma de fuego, no por eso desistió: y «de los noventa conventos
de religiosos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y
algunos de los que quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía. Dos de
las tías de Carlos –hermanas del Papa Pío IV– fueron de las que más
protestaron» (Margaret Yeo, San Carlos Borromeo, Castilla, Madrid
1962,195).
En
segundo lugar, por lo que se refiere a
la oración, San Carlos era extremadamente orante, y sabía bien que
males tan graves de la Iglesia y del mundo solo por la oración podían ser
superados. Y más concretamente, y en
tercer lugar, por medio de la devoción eucarística.
«Borromeo oraba, recitaba su breviario siempre de rodillas sobre el suelo desnudo, la cabeza descubierta, sin ningún apoyo, pronunciando las palabras con voz clara y destacando las sílabas. Antes de celebrar la misa se preparaba largo tiempo y habitualmente se confesaba... Su devoción profunda a la Eucaristía se manifestaba especialmente en las adoraciones de las Cuarenta Horas, en la institución de cofradías del Santísimo Sacramento, en la exposición y procesión de tres domingos cada mes en todas las parroquias, en la celebración solemne del Corpus Christi y de su octava, en fin, en sus ordenanzas para que el sagrario se mantuviera decente y adornado. Personalmente, pasaba muchas horas, de día o de noche, arrodillado ante el sagrario, tanto como su vida activa se lo permitía, insensible al frío o al calor» (Carlo Castiglione, DSp I,698).
Todos
estos rasgos del santo Arzobispo de Milán nos hacen comprender bien por qué quiso
Dios que fuera San Carlos el configurador principal de las Cuarenta Horas,
y el que con su inmenso prestigio más influyó en su difusión a toda la
Iglesia católica.
Celebrado
el IV Concilio provincial de Milán, publica San Carlos en 1577 una Avvertenza
per l’Oratio delle Quaranta Hore. Esta devoción, que en la Diócesis
ya tenía medio siglo de vida y que había cobrado un gran arraigo en la vida
eclesial, no siempre estaba libre de excesos, y necesitaba ciertamente ser
regulada.
En efecto, San Carlos dispone en sus Advertencias que la capilla donde se exponga el Santísimo sea adornada con sumo esmero, dejándose en penumbra, sin más luces que las puestas en honor de la Eucaristía, «para acompañar así el sentido de esta Oración y estimular más la devoción». Durante las Cuarenta Horas ha de haber siempre adoradores, día y noche, los hombres separados de las mujeres; pero éstas no deben asistir de noche. Recomienda el santo Arzobispo que se deje a la vista unas oraciones apropiadas a esa devoción, en las que se aluda a las aflicciones que se sufren en el presente. Y también aconseja que de vez en cuando se haga alguna breve exhortación, pero no en forma de sermón.
Por otra parte, el Santísimo «ha de colocarse sobre el altar mayor, con un velo de seda que cubra la custodia, suficientemente amplio como para que llegue en dos alas a las dos esquinas del altar, la del Evangelio y la de la Epístola». En el VI Concilio provincial de 1583, permite el Arzobispo exponer el Santísimo sin velo durante las Cuarenta Horas, costumbre que se iba generalizando ya en esos años.
San
Carlos ha de considerarse, sin duda, el organizador eclesial de las Cuarenta
Horas, pues sus determinaciones –muchas tomadas de las costumbres piadosas ya
en uso– fueron ejemplo para otras Iglesias locales y, como veremos, a través
de las normas de Roma, también para la Iglesia universal.
Él
entendía muy bien la naturaleza profunda de esta santa devoción, tan conforme
a su propia devoción personal. En una Ordinazione
de 1582, recomendando a los párrocos instruir a los fieles en el sentido de las
Cuarenta Horas, les decía:
«Hacedles ver qué útil y fructuosa es esta oración, qué necesaria es para las actuales necesidades nuestras y de la santa Iglesia, tan duramente impugnada desde todos los lados, y cómo esta oración de las Cuarenta Horas procede ya de la antigüedad, cuando los fieles velaban de noche haciendo oración y cantando salmos, especialmente cuando hacían memoria de la Pasión de Nuestro Señor, y precisamente durante cuarenta horas, como cuarenta horas pasó Él en el sepulcro» (AdS 1917, 4,508).
San Carlos Borromeo y la Hora Santa
Como
no siempre es posible celebrar las Cuarenta Horas en su forma plena, por eso,
desde su inicio, se van estableciendo con el mismo espíritu otras costumbres más
fáciles de adorar al Señor en la Eucaristía. Se acostumbra, por ejemplo,
exponer el Santísimo a lo largo de un día o de dos; o bien cinco horas, siete
o nueve. Los capuchinos, concretamente, difundieron mucho la adoración de cinco
horas en relación devota a las Cinco
Llagas de Cristo.
Entre
todas estas costumbres, la Hora santa
es la que estaba llamada a adquirir más arraigo en la vida de las parroquias.
En Milán, bajo la orientación igualmente de San Carlos, se establece para
ocasiones especiales esta oración de una
hora, a la que todas las iglesias de la diócesis han de unirse, cada una
de ellas a la hora que se le asigne, de tal modo que en una u otra iglesia, de
día y de noche, siempre hubiera fieles orando ante el Santísimo Sacramento.
Sobre
todo con ocasión de graves males o
peligros, los fieles eran convocados a esta forma de oración, a la que
se le daba el nombre de «oración incesante», oratio
sine intermissione, en referencia a la exhortación de Cristo
(Lc 18,1; 21,36; 24,53; Hch 12,5). San Carlos, para motivar con fuerza
esta oración extraordinaria, en Carta
pastoral de 1573, aduce expresamente estas urgentes razones: apoyar en
sus guerras al Rey católico, suplicar por la Iglesia respecto de infieles,
herejes y malos cristianos, procurar el bien público de la sociedad, pedir por
la reforma de costumbres del pueblo, y aplacar a Dios, ofendido por tantos
pecados.
También
aquí, en la regulación de estas Horas
santas, se manifiesta el genio práctico y litúrgico del gran San
Carlos.
Reunido el pueblo en la iglesia ante el Santísimo, en primer lugar se le ha de recordar las urgentes razones por las que allí se congrega ante el Salvador. En seguida se cantan los salmos penitenciales Miserere mei Deus y Exaudiat te Domine, con otras preces y oraciones litúrgicas. Después se guarda un rato largo de oración silenciosa, meditativa o vocal, según la devoción de cada uno. Para concluir la Hora santa, se reza el O sacrum convivium, la oración Deus qui nobis, se da la Bendición con el Santísimo y se hace finalmente la reserva (AdS ib. 513). De San Carlos, pues, viene la costumbre de orar en las exposiciones del Santísimo Sacramento estas dos oraciones, que, entre otras, siguen siendo ofrecidas por el vigente Ritual del culto a la Eucaristía fuera de la Misa (n.99 y 194) junto a otras posibles (195-223):
O sacrum convivium, antífona: «Oh sagrado banquete, en que el que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura».
Deus qui nobis,
oración: «Oh Dios, que en este sacramento admirable, nos dejaste el memorial
de tu Pasión; te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados
misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en
nosotros el fruto de tu redención. Tú, que vives y reinas».
Grande
fue, grande es San Carlos: ¡ruega por nosotros!
1592: Clemente VIII y la encíclica Graves et diuturnæ
El
Papa Clemente VIII, en la encíclica Graves
et diuturnæ de 1592, considera «las graves y continuas calamidades que
crecen más y más cada día en la república cristiana, como castigos de los
pecados». Recuerda la guerra civil terrible que padece Francia, cómo aumenta
el incendio de la herejía en torno a la Iglesia, acosada de un lado por los
turcos y de otro por los herejes. Y concluye:
«es a todos manifiesto que es vana
cualquier obra humana para superar males tan graves, y que son vanos los
trabajos e impotentes las fuerzas, si no se ven ayudadas por el auxilio
divino de la gracia celeste. Ahora bien, para conseguir esta gracia es
imprescindible acudir a la oración..., que cuando está hecha con un
corazón contrito y un espíritu humillado, llega al cielo, suaviza la ira
divina, aparta las plagas y los azotes, e implora la abundancia de la
misericordia divina. Por eso los Santos Padres le llaman la llave del cielo,
porque cuando la oración asciende, desciende la misericordia de Dios, y esto
sucede tanto más fácil y abundantemente cuanto mayor es la asamblea de fieles
y personas de bien que, unidas por el vínculo de una misma caridad, ofrecen
oraciones continuas» (AdS 1917,4: 518).
El
Papa, pues, poniendo en práctica ese diagnóstico humilde y verdadero, acude al
tratamiento proporcionado, y ordena que se establezca públicamente en Roma «la
oración incesante (sine intermissione)»,
celebrando por su orden «la piadosa y saludable oración de las
cuarenta horas» en las
basílicas patriarcales... y en todas las iglesias... de modo que «día
y noche, en todos los lugares y a lo largo de todo el año se alce al Señor,
sin interrupción alguna, el incienso de la oración».
Merece
la pena reproducir, aunque sea en extracto, la oración que en ese documento
hace Clemente VIII para dar el espíritu de esta preciosa devoción. Es un eco
fiel de las más hermosas oraciones de la Biblia y de la antigua tradición de
la Iglesia:
«Todos somos pobres y tenemos necesidad de la gracia de Dios. El Autor y el donador de todos los bienes es Dios: sin Él ningún bien podemos obtener, ningún mal podemos evitar. Por eso pedid, pues, y recibiréis; llamad y se os abrirá.
«Orad por la santa Iglesia católica, para que disipados los errores, se propague en todo el mundo la verdad de la única fe.
«Orad por los pecadores, para que se conviertan y no sean envueltos en las olas del pecado, sino que se salven con la tabla de la penitencia.
«Orad por la paz y la unidad de los reyes y de los cristianos.
«Orad por el angustiado reino de Francia, para que Aquél que domina sobre todos los reinos y a cuya voluntad nada puede resistirse, vuelva aquel reino cristianísimo y tan benemérito a la antigua piedad y a la perdida tranquilidad.
«Orad para que la diestra de Dios omnipotente venza a los terribles enemigos de la fe, los turcos, que encendidos de furor y de audacia no cesan en su amenaza de esclavizar y arruinar a todos los cristianos.
«Orad, en fin, por Nos mismo, para que
Dios sostenga nuestra debilidad y no sucumbamos bajo tanto peso, sino que nos
conceda aprovechar al pueblo Suyo con la palabra y el ejemplo, cumpliendo la
obra de nuestro ministerio, de modo que con el pueblo que nos ha sido confiado,
sin mérito alguno de nuestra parte, podamos alcanzar la vida eterna,
purificados por la Sangre del Cordero inmaculado, que ofrecemos y presentamos a
Dios Padre en el altar, seamos guardados en la presencia de su Cristo y
perdonados de nuestros pecados, con la intercesión de nuestra abogada la Santísima
Virgen Madre de Dios y la de todos los santos que reinan con Cristo» (ib.
519).
1592: Instrucción sobre las Cuarenta Horas
En
la misma fecha, se publica una Instrucción
para hacer la Oración continua de las XXXX horas. Muchas de sus normas
vienen a confirmar las dispuestas por San Carlos Borromeo unos quince años
antes en Milán. Recordaré algunas de ellas, abreviándolas:
2.– El Párroco haga una distribución de todas las casas de la parroquia, de modo que nunca falten asistentes en la Oración. 3.– Las mujeres asistirán solo de día, hasta la puesta del sol. 5.– El altar mayor, sobre el que ha de exponerse el Santísimo Sacramento en la custodia, sea adornado lo más solemnemente posible... Para que destaque más el Santísimo iluminado, déjese el resto en penumbra, para que dé mayor devoción... Sobre el altar póngase un escabel de madera, bien forrado de seda, y un corporal, bajo el Santísimo. Un velo grande cubra la custodia, y sus extremos lleguen a las dos esquinas del altar, como dos alas. 10.– Los cofrades del Santísimo Sacramento se intercambiarán de hora en hora, o como se pueda, y procuren estar siempre de rodillas, para dar buen ejemplo a los otros que vengan a la Oración. 11.– Un reloj de arena señale el fin de la hora. 13.– Dos horas antes del momento de comenzar esta santa Oración, suenen las campanas con tres toques de fiesta para convocar a todos a la Procesión, que debe hacerse una hora antes de que termine la Oración en la iglesia antecedente. 20.– Regresada la Procesión, póngase el Santísimo Sacramento en el altar mayor. 21.– Incensado el Santísimo tres veces por el sacerdote arrodillado, cántense las Letanías, récense los versos, responsorios y oraciones impresas, como al comienzo de la Oración. 22.– En el altar donde está expuesto el Santísimo Sacramento no se celebre misa, y no se haga colecta en la iglesia. 23.– Terminadas las Cuarenta Horas, suenen las campanas como antes para convocar de nuevo la Procesión. 24.–Rezadas las Letanías y oraciones, e incensado el Santísimo, desvelado éste, se dé con él la Bendición al pueblo. 25.– Procúrese hacer algún sermón breve, en los momentos en que la asistencia es más numerosa, para estimular la oración de los orantes. 26.– Mientras en una iglesia de la ciudad se celebre esta Oración, no se haga en otra iglesia, al menos sin licencia. 29.– Durante la noche, la iglesia ha de estar cerrada, y se abra solo uno a uno a los orantes (AdS 1918,4: 293-295).
7. Difusión de las Cuarenta Horas
Apoyo continuo de los Papas
A
la Encíclica e Instrucción citadas ya de Clemente VIII se remitieron otros
documentos pontificios posteriores en los que los Papas seguían recomendando
encarecidamente las Cuarenta Horas. Así, por ejemplo, Paulo V, en el breve Cum
felicis recordationis de 1606, y Urbano VIII, en la encíclica Aeternus
rerum Conditor de 1623, en la que impone a todas las iglesias del mundo
la celebración de las Cuarenta Horas (Chiappini 378).
La Sagrada Congregación de los Obispos, en 1657, recuerda que si no hay continuidad, día y noche, en las Cuarenta Horas, no se ganan sus indulgencias. Pero más tarde, en 1724 y en 1746, se suavizan algo estas exigencias, cuando por «gravísimas razones» no sea posible hacer la adoración cuarenta horas en forma continua.
Por otra parte, la Congregación de los Ritos en 1661 decreta que las Cuarenta Horas han de suspenderse durante el Triduo Pascual (AdS 1918,4: 292). Tampoco hoy permite la Iglesia que se dé culto público a la Eucaristía a partir de la noche del Jueves santo.
Difusión en la Iglesia
La
oración eucarística de las Cuarenta Horas se extendió rápidamente desde Milán,
en 1537, y otras ciudades italianas, a París en 1574, a Lyon en 1576, a Roma en
1592, a Annemasse y a Thonon en 1597-1598, por iniciativa de San Francisco de
Sales; a Bruselas en 1624. Los Frailes Menores, por encargo de Urbano VIII,
mediante un Breve de 1624, las difunden en España (Chiappini 378).
Esta
devoción se extiende también a Hispanoamérica, a los Países Bajos, Alemania,
Polonia y a todas las naciones cristianas. En los Estados Unidos, las Cuarenta
Horas, introducidas a mediados del siglo XIX por el obispo Neumann, fueron
establecidas para toda la nación en el Concilio plenario de Baltimore, en 1875
(Cargnoni 2722).
Las Cuarenta Horas en Roma
En
la difusión universal de las Cuarenta Horas tuvo una importancia decisiva el
hecho providencial de que Dios quiso que arraigase esta devoción muy
especialmente en Roma, como hemos visto, ya desde los años de San Felipe Neri.
Las iglesias de Roma, durante siglos, fueron muy fieles a la
continuidad, día y noche, de esta adoración. Y en este sentido fue
siempre Roma espejo perfecto y universal del culto de las Cuarenta Horas.
Piazza, en su Opere pie di Roma (17092), describe cómo en Roma durante todo el año, en una u otra iglesia, se celebraban incesantemente las Cuarenta Horas, «con tal orden y norma, que puede sin duda servir de norma a toda la Cristiandad, por la devoción de los fieles, el ornato acostumbrado, la majestad del culto divino, la asistencia de los sagrados ministros, la frecuencia continua del pueblo, la magnificencia de las luces, el sagrado silencio y la larga oración de los asistentes, de modo que todo el año, no hay hora del día o de la noche en que no se vean en las iglesias personas de toda condición... Cardenales, Prelados, Príncipes, damas, caballeros, nobles, campesinos, artesanos, comerciantes, cargadores, pobres miserables, que quitan horas a sus trabajos en las horas del día o de la noche, para dedicarse a alabar, bendecir y agradecer con actos de humildísima devoción al Señor y Dios, a su permanente y generoso Benefactor, que se hace especialmente presente en los sagrados templos... Es ésta la devoción más famosa y frecuentada de Roma... Es la Obra más gloriosa y ejemplar de Roma, siempre continuada por la Misericordia especial del Señor» (AdS 1919,2: 124-125).
Un
sacerdote del Vicariato romano señalaba para cada día del año –a partir del
domingo primero de Adviento, en dos giros de seis meses–, la iglesia en la que
había de celebrarse incesantemente las Cuarenta Horas.
La iglesia señalada permanecía abierta hasta bien entrada la noche, hacia las veinte horas, y después, a puerta cerrada, permanecía expuesto el Santísimo Sacramento, sin que nunca faltasen adoradores, previamente comprometidos para ello, hasta las cinco de la mañana, hora en que de nuevo se abría el templo.
En Carnaval
Las
Cuarenta Horas, en la segunda mitad del XVI, se celebran en algunos lugares
antes de iniciarse la Cuaresma, con un sentido de reparación por los pecados
cometidos en esos días de Carnaval y como preparación inmediata al penitente
tiempo cuaresmal (AdS 1918,2:
22). Recordemos en esto que las tres estaciones
de San Gregorio Magno, suplicantes y penitenciales, también tenían lugar antes
de comenzar la Cuaresma.
Esta
celebración de las Cuarenta Horas durante el Carnaval, con una motivación
netamente reparadora, fue costumbre promovida especialmente por la Compañía de
Jesús siguiendo, según parece, indicaciones hechas por San Ignacio en su lecho
de muerte. Esta santa práctica venía a ser así como un eco del «contra-carnaval»
promovido por Savonarola en Florencia (+1497) y continuado por los dominicos que
seguían su inspiración.
La Compagnia dei Sacconi (de los encapuchados) de Viterbo, fundada en 1636 por Santa Jacinta de Mariscotti (+1640), tenía por fin ayudar a bien morir a los fieles. Y en sus Estatutos, compuestos por los mismos cofrades, añadió la Santa algunos ejercicios obligatorios para los últimos días de Carnaval –procesiones, visitas a iglesias, etc.–, y entre ellos también las Cuarenta Horas.
La
oración expiatoria en el Carnaval, efectivamente, es practicada en no pocos
ambientes espirituales. De E. Glotin (384) recojo varios de los datos que
siguen:
El dolor de Jesús por los desórdenes del Carnaval y el deseo de prodigarle precisamente en esos días una ternura silenciosa aparece ya en Santa Catalina de Siena (+1380; martes, último día del Carnaval, 1367) y en Santa Gertrudis de Helfta (+1301, Legatus 2,14). Santa Catalina de Ricci (+1589) entra en éxtasis durante el Carnaval de 1548, como transformada en el Cristo coronado de espinas, «para aplacar a Dios hacia los pecadores, que acostumbran ofenderle en esos días» (G. M. di Agresti, Sainte Catherine de Ricci, Toulouse 1971, 198-99; cfr. 153-54. 212). Santa Margarita María de Alacoque (+1690), que solía entrar en agonía durante los tres días precedentes a la Cuaresma, escucha a Jesús «en tiempo de Carnaval», que «bajo apariencia de Ecce Homo», le dice: «¿no habrá alguien que tenga piedad de mí?» (Vie et oeuvres t.2, p.116, n.108; Lettres 61 y 97, ib. p. 348 y 427-28). Cfr. etiam Claudio La Colombière +1682, Oeuvres complètes, t.3, Grenoble 1901, p.146-47). San Pablo de la Cruz (+1775) establece su fiesta especial de la Pasión en la semana de Carnaval. Y lo mismo hace el fundador de los Sacerdotes del Sagrado Corazón, León Gustavo Dehon (+1925), en su oficio de la reparación.
Todo
esto nos hace pensar en la necesidad actual de las Cuarenta Horas, ya que hoy en
muchos lugares de la Iglesia se vive siempre en Carnaval.
Formas espectaculares
En
Roma, especialmente, el modo de celebrar las Cuarenta Horas, en algunas iglesias
principales, toma en ocasiones formas muy espectaculares (Cargnoni 2721-2722).
La Congregazione del Caravita, por
ejemplo, en 1619 introduce decorados teatrales. Y hacia 1700 estas costumbres
alcanzan, sobre todo en Roma, altos niveles de aparatosidad. El ábside queda
adornado como el escenario de un teatro, con decorados a veces enormes, en los
que se representan escenas del Antiguo o del Nuevo Testamento, y que son diseñados
por los principales artistas de la época. Y el Santísimo, sobre un trono
elevado, luce rodeado de innumerables flores y cirios. «Actualmente –escribía
De Santi en 1918– la autoridad eclesiástica hubiera frenado severamente
manifestaciones semejantes. Pero entonces transigía con el espíritu de la época,
y regulaba estos usos, pero sin sombra alguna de desaprobación» (1918,2: 25).
Adviértase,
sin embargo, que estas exposiciones extraordinarias del Santísimo se producen
en modos muy diferentes de las maneras sencillas y devotas acostumbradas en
parroquias o conventos de Roma o de otros lugares de la cristiandad. En todo
caso, es cierto que la espectacularidad barroca de las Cuarenta Horas,
concretamente bajo el influjo de jesuitas y capuchinos, se aleja no poco en
cierta época de la austeridad original que las había caracterizado, mientras
se atienen, por ejemplo, a la Avvertenza
de San Carlos Borromeo (1577).
En
los años del barroco más pujante, pinturas alegóricas, música, caracterización
de virtudes, vicios y personajes, con un estilo similar al de los autos
sacramentales, configuran a veces las Cuarenta Horas en sus formas más
solemnes. Y hay en esto, como se puede comprender, grandeza de la buena y de la
mala.
En ocasiones, incluso, el culto de las
Cuarenta Horas deja su huella estable tanto en los retablos como en
construcciones decorativas especiales. Así, por ejemplo, en Verolanueva (Brescia),
o en el ingenioso mecanismo que hace surgir un manifestador en el retablo
del monasterio de Santa Clara, en Medina
de Pomar (Burgos).
En
todo caso, no deja de ser curioso que nuestro tiempo, apreciador entusiasta de
la inculturación de la liturgia en el
genio tradicional de los diferentes pueblos, rechace a veces con tanta
dureza estas manifestaciones históricas de la devoción eucarística. No es
justo. Nosotros no debemos negar a los cristianos barrocos el derecho a expresar
su religiosidad en formas barrocas. Lo que no significa, por supuesto, que
debamos hoy hacerlas nuestras. No olvidemos aquello que solía decir Eugenio
d’Ors: «cuando una persona enfática habla con énfasis, habla con
naturalidad».
Por lo demás, si aquellos cristianos del barroco contemplaran ciertas expresiones actuales del arte cristiano, las estimarían probablemente como «la abominación de la desolación en el lugar sagrado», tal como fue anunciada por el profeta Daniel (9,27; 11,31; Mt 24,15; Mc 13,14).
1705:
Clemente XI, Instrucción
clementina
Una
institución pastoral de tal arraigo e importancia en Roma requería,
ciertamente, una regulación cuidadosa que evitase todo abuso, por ejemplo, toda
excesiva espectacularidad teatral, y que guardara una cierta uniformidad. De ahí
que Clemente XI (+1721) decidiera ordenar y renovar las normas precedentes.
El Cardenal Carpegna, encargado de
estudiar el asunto, parece ignorar la instrucción de Clemente VIII (1592), y se
atiene sobre todo a la de Paulo V (1606), que es a su juicio fundamento de todas
las ordenaciones posteriores. También se apoya en la Instruzione de
Inocencio XI (1681), que, entre otras cosas, prohibe toda clase de predicación
durante las Cuarenta Horas (AdS 1919,2: 112-116ss).
Es
en 1705 cuando se publica esta Instructio
pro expositione SS. Sacramenti in forma XL horarum. La Instrucción
clementina, así llamada, se limita a recoger y ordenar las instrucciones
de la tradición precedente. Y aunque sus normas solo tienen valor de precepto
en Roma, han de considerarse fuera de ella como una orientación,
según lo precisó en 1749 la Congregación de Ritos (AdS
1918,2: 22). De hecho, fue aceptada en todo el mundo. En 1736 fue revisada y
ampliada por orden de Clemente XII (ib.
21).
Escritos espirituales sobre las Cuarenta Horas
La
devoción de las Cuarenta Horas, pronto regulada por normas pastorales, da
origen también muy pronto a libros
espirituales que pretenden ayudar a celebrarlas. Solo para los
interesados en estas cuestiones daré aquí una breve reseña bibliogáfica.
El capuchino José de Ferno (+1556) dejó una única obra impresa: Metodo ossia istruzioni sul modo da tenersi per celebrare divotamente e con frutto l’orazione delle Quarantore (Milán 1571) (DSp 8,1340).
Paul Bellintani, llamado de capuchino Matías de Salo (+1611), escribe un Trattato della Santa Oratione delle 40 Hore, Brescia 1583, opúsculo de cincuenta páginas en el que estudia el origen de esta devoción, de la que fue uno de los primeros y mayores promotores (DSp 1,1355-1356).
Lucas Pinelli, S. J. (+1607) escribe Quarante esercizii spirituali per l’orazione delle Quaranta Ore, Nápoles 1605 (DSp 12,1773).
Zacarías de Milán, capuchino (+1675), publica Sermoni divoti ed affecttuosi per l’oratione delle Quarant’hore sopra i Treni di Geremia, colle istruttioni necessarie per celebrarla, Milán 1653 (DSp 16,1586; +DSp 12, 2716-2717).
Angel María Marchesini de Vicence, O. M. C. (+1690) publica varios libros de sermones suyos destinados a ayudar la adoración del Santísimo en las Cuarenta Horas: La tromba ninivita, Basano, Remondini 1676; L’Araldo evangelico, Venecia, Poletti 1686; Il Cornucopia eucaristico, Vicenza, Berno 1688 (DSp 1,568).
San Benito José Labre
Como
ya hemos visto, a partir del Renacimiento, fueron muchos los santos que
colaboraron notablemente a la difusión de esta gran Oración eucarística. No
es posible recordarlos a todos, pero sí merece aquí un especial recuerdo San
Benito José Labre (1748-1783). Este extraño y fascinante santo nace en
Boulogna, Francia, y es el mayor de quince hijos de un librero acomodado. Desde
chico muestra una singular inclinación a leer la Biblia y la vida de los
santos, y a entregarse a la oración, la penitencia y la ayuda de los pobres.
Después de varios intentos de ingresar en
la Cartuja o en la Trapa, hacia los veinte años comienza una vida de mendigo
itinerante, peregrino constante de un santuario a otro, que durará hasta su
muerte. Habla muy poco, como si
fuera un cartujo en el camino, y solo dice alguna palabra espiritual cuando
interiormente se siente movido a ello por Dios. Como es de prever, dada su vida
mendicante, pasa a veces por penalidades inmensas, fríos, hambres y también
agresiones, cuando es tomado por ladrón o por vagabundo peligroso.
Llegado
a Roma, arraiga allí y prosigue el mismo género de vida hasta su muerte. Desde
1777 su devoción preferida consiste en asistir a las Cuarenta Horas en la
iglesia en donde se estuvieran celebrando. Donde quiera que en Roma se
celebraran, allí estaba Benito José los tres días, adorando el Santísimo
Sacramento en un recogimiento total. Y la gente, que le tenía por santo, solía
llamarle «el santo de las cuarenta horas».
Recordemos,
en fin, dos grandes impulsos eclesiales que la devoción de las Cuarenta Horas
recibió en Hispanoamérica y en la Iglesia universal.
1899: Concilio Plenario de América Latina
En
1899, bajo el Papa León XIII, se celebra en Roma el Concilio
Plenario de América Latina. Este Concilio, de gran trascendencia histórica,
presta notable atención al culto que ha de darse a Cristo en la Eucaristía, y
concretamente en la forma peculiar de las Cuarenta Horas. Merece la pena que
recordemos algunas de las conclusiones conciliares del capítulo II:
362. ... veneremos tan gran Sacramento con todas nuestras fuerzas y con privada y pública adoración, y propaguemos cuanto esté de nuestra parte su santísimo culto.
363. Por tanto, todos los pastores de almas y todos los sacerdotes... exhortarán a los fieles con ardiente celo y los animarán a visitar y adorar a nuestro amantísimo Dueño y Salvador, con toda la frecuencia posible.
364. No cesen los sacerdotes de confirmar con las obras lo que predican sobre el augustísimo Sacramento. Hagan, pues, que los fieles los vean en humilde adoración ante el tabernáculo, y llegar a él con gran reverencia, haciendo las genuflexiones con mucha reverencia, y promoviendo con incansable afán el decoro de la casa de Dios.
365. Fúndense o restablézcanse en todas las parroquias las hermandades del Santísimo Sacramento... En las principales poblaciones procúrese introducir y conservar el uso de la adoración perpetua, por lo menos de día, del Santísimo Sacramento.
367. La exposición privada del Santísimo Sacramento, o sea del copón dentro del tabernáculo, dejando abierta la puerta, puede hacerse lícitamente por motivo justo y racional, sin necesidad de pedir licencia al Ordinario. La pública, es decir con la Hostia grande en la custodia, colocada solemnemente sobre el trono, no puede hacerse sin licencia del Obispo...
368. La oración de las Cuarenta Horas, al menos en las iglesias parroquiales y regulares, con licencia del Ordinario y en días prefijados, se hará con gran devoción y esplendor. Deseamos también que este utilísimo ejercicio se extienda, si fuere posible, a donde esté legítimamente el Sagrado Depósito, previa licencia del Obispo. Donde, por especiales circunstancias de los lugares y las iglesias, no pueda verificarse esta solemne Oración, procuren los Obispos que a lo menos en determinados días se exponga solemnemente el Santísimo Sacramento por algunas horas seguidas.
371. El tabernáculo en donde se deposita la Santísima Eucaristía debe estar limpio, artísticamente construido, bien adornado, y cubierto decentemente con un conopeo a guisa de tienda de campaña... Ha de estar bien cerrado y con seguridad...
372. ... Delante del Santísimo Sacramento varias lámparas, o cuando menos una, deben arder perpetuamente día y noche...
373. ... No debe colocarse la luz
artificiosamente detrás de la custodia para que, hiriendo directamente la
Hostia Sagrada, la haga parecer resplandeciente.
1917: Código de Derecho Canónico
El
Código de la Iglesia, promulgado en 1917 bajo el Papa Benedicto XV, dispone que
«en todas las iglesias parroquiales y
demás donde habitualmente se reserva el Santísimo Sacramento, debe tenerse
todos los años, con la mayor solemnidad posible, el ejercicio de las Cuarenta
Horas en los días señalados, con el consentimiento del Ordinario local. Y
si en algún lugar, por circunstancias especiales, no se puede hacer sin grave
incomodidad ni con la reverencia debida a tan augusto Sacramento, procure dicho
Ordinario que al menos en ciertos días, por espacio de algunas horas seguidas,
se exponga el Santísimo Sacramento en la forma más solemne» (c. 1275).
Allí
donde las Cuarenta Horas se celebran solemnemente en su forma exacta, ha de
celebrarse la misa votiva del Santísimo
Sacramento el día en que se expone y el día en que se reserva. Y la
misa del día intermedio ha de ser la
misa por la paz.
La
obligación de celebrar las Cuarenta Horas en todas las iglesias no puede ser
suspendida por los Ordinarios locales. A ellos les corresponde solamente fijar
con su autoridad los días y horas en que la adoración ha de celebrarse en cada
iglesia, sea ésta parroquial o perteneciente a religiosos o cofradías.
Conviene que la adoración de las Cuarenta
Horas se realice en cada iglesia en el altar mayor (S. Congr. Ritos, 21-IV-1873,
n. 3293). En el altar donde está expuesto el Santísimo no puede celebrarse
misa, ni tampoco se puede distribuir la comunión (Id., 17-IV-1919) (R. Naz
1113-1114).
Importancia decisiva de las Cuarenta Horas en la devoción a la Eucaristía fuera de la Misa
La
historia que acabamos de recordar nos lleva a concluir que la
práctica de las Cuarenta Horas es la causa principal de la difusión
maravillosa que la devoción a la Eucaristía, fuera de la misa, tiene a
partir del siglo XVI, y esto no solo en Milán y en el resto de Italia, sino
también en Francia, España e Hispanoamérica y en mayor o menor medida en toda
la Iglesia.
«Quien conozca un poco la historia de la liturgia sabe bien qué difícil es hallar en los siglos precedentes una veneración tan grande hacia la sagrada Eucaristía. La Iglesia siempre ha rodeado de majestad solemne y de adoración profunda la celebración de los sagrados misterios, y ha glorificado la institución de la Eucaristía con la fiesta del Corpus Domini, llevando en procesión triunfal la sagrada Hostia.
«Pero aparte de la oración de cuarenta horas, que casi en todas partes se hacía en el último triduo de la Semana Santa –cuando el Santísimo se ponía en el sepulcro en memoria de la sepultura de Jesús–, es muy difícil citar un solo caso en que los fieles se recogieran en oración ante el silencio del tabernáculo, donde, en la sacristía o metido en el muro, junto al altar, se conservaban las Hostias consagradas para la comunión de los enfermos. Se acompañaba también, es cierto, con gran piedad al Santísimo cuando era llevado a algún enfermo, y a ese fin se instituyeron al final del siglo XV las cofradías del Santísimo.
«Pero en modo alguno se conocía ni la exposición, ni la bendición, ni las visitas, ni otras prácticas de adoración privada o pública, que con inmenso fruto espiritual se introdujeron más tarde. Ese ponerse los fieles ante el Santísimo durante la prolongada oración de las Cuarenta Horas es lo que dio verdaderamente el primer impulso a las nuevas manifiestaciones de devoción popular a la Eucaristía, y la Iglesia siempre aprobó y bendijo esa práctica» (AdS 1917,4: 511).
Las Cuarenta Horas interrumpidas
El
Padre de Santi, en su libro L’Orazione
delle Quarant’ore nei tempi di calamità e di guerra, recuerda que en
Milán ya San Carlos Borromeo autoriza a reservar la Eucaristía en las Cuarenta
Horas si en algún tiempo, concretamente por la noche, faltan adoradores
(333-334). De hecho, pasados los primeros fervores por esta devoción, muy
pronto esta excepción se hace norma cada vez más general en las diversas
iglesias.
Roma,
sin embargo, mantiene siempre la continuidad estricta de la adoración durante
cuarenta horas. Y tanto los Papas como la Sagrada Congregación de las
Indulgencias, durante un tiempo, mantienen la exigencia de esa continuidad, al
menos si se pretende ganar la indulgencia plenaria asignada a ese precioso
culto. En favor de la oración sin
intermisión, día y noche, son alegadas las razones aducidas en los
documentos pontificios antes citados, especialmente los de Clemente VIII. En
efecto, la gravedad de los males presentes exige una oración larga y
penitencial; cuarenta días oró y ayunó Cristo en el desierto; y cuarenta
horas permaneció muerto en el sepulcro. Sin embargo, poco a poco la autoridad
de la Iglesia va considerando conveniente ceder en esta exigencia.
Urbano VIII, tan entusiasta de las
Cuarenta Horas, concede en 1640 a los capuchinos misioneros en el Piamonte la
posibilidad de interrumpirlas de
noche cuando lo estimen necesario o conveniente. Lo mismo hacen, con unas u
otras condiciones, Inocencio XI (1686), Inocencio XIII (1722), la Sagrada
Congregación de las Indulgencias (1724), Clemente XII (1737) y Benedicto XIV
(1748). Es, pues, posible ganar la indulgencia plenaria en las Cuarenta Horas
aunque éstas, «por gravísimas razones», hayan de ser interrumpidas por la
noche (ib. 335-340).
San
Pío X confirma estas concesiones en 1914, pero al mismo tiempo expresa con enérgicas
palabras su deseo de que, siempre que sea posible, las Cuarenta Horas sean de
adoración ininterrumpida de Cristo, día y noche, pues Él estuvo cuarenta
horas muerto para nuestra salvación (Acta
Apostolicæ Sedis 1914,74).
Las Cuarenta Horas permanecen continuas en Roma
Nunca
las iglesias de Roma se acogieron a las citadas licencias de excepción, y en la
diócesis principal de la Iglesia se mantuvo siempre la continuidad estricta de
las Cuarenta Horas, según su forma primitiva. De noche no faltaban adoradores,
pues en cada iglesia estaban designados los adoradores que se comprometían a
participar en ese culto.
Eso
sí, la Instrucción clementina
(1705), suavizando normas anteriores, dispone que es bastante que en cada hora
haya velando dos sacerdotes y dos fieles, aunque no excluye, por supuesto, la
compañía de otros adoradores (AdS
1918,2: 29).
Conviene recordar que «a mediados del siglo XVII, un excelente sacerdote secular de Foligno, don Giulio Natalino, penitenciario de San Lorenzo in Damaso, para atraer a estas horas nocturnas un mayor número de adoradores, introdujo un conjunto de lecturas, consideraciones espirituales, exhortaciones, oraciones vocales y mentales, también con cánticos y laudes sagrados. De este modo, las horas pasaban pronto con gran fruto espiritual de los adoradores, que en ocasiones se juntaban hasta doscientos o más. Pero después de la muerte del Natalino, sucedida en Foligno en 1678, las vigilias fueron languideciendo, quedando reducidas al acostumbrado número escaso de adoradores designados» (ib. 30).
1810: La Adoración Nocturna en Roma
Las
Cuarenta Horas siguen, pues, celebrándose en Roma de día y de noche, aunque no
reúnan las muchedumbres de sus primeras celebraciones. Y no se interrumpen ni
siquiera en los días terribles en que Napoleón se apodera de la Urbe. La
ciudad permanece desolada. El Papa Pío VII, desde julio de 1809, está
prisionero en Francia, y con él importantes figuras católicas, eclesiásticas
y laicas.
Ese
mismo año se enciende en la fría oscuridad de Roma una nueva luz de esperanza.
«En febrero de aquel año tristísimo –refiere De Santi–, el sacerdote
Giacomo Sinibaldi, canónigo coadjutor de Santa María in Via Lata, tuvo la
santa inspiración de invitar a sus colegas a la vigilia nocturna de su propia
iglesia, durante la exposición de las Cuarenta Horas.
«Agradó tanto la idea, que se quiso repetir la adoración en la noche del Jueves santo, y después, en un sitio y otro, en varias iglesias donde se celebraban las Cuarenta Horas, se agregaron a Sinibaldi en la iniciativa de esta nueva obra, en primer lugar el canónigo Bonomi de la misma colegiata, después el marqués Giovanni Patrizi Montoro y el caballero Lorenzo de’Principi Giustiniani y otros ilustres personajes.
«Y fue tan grande el número de los voluntarios inscritos en la lista de los adoradores [nocturnos] y tan firme su convicción de apoyar tal empeño, que el 21 de noviembre de 1810, reunidos los promotores de la Obra en el Palazzo Giustiniani, establecieron hacerla general y perpetua, de modo que durante el curso del año, todas las noches, sin interrupción alguna, en la iglesia donde se estuviera celebrando por turno las Cuarenta Horas, se asignaran dos grupos de adscritos, compuesto cada uno por un sacerdote y tres laicos, con el compromiso de mantener la adoración, el primer grupo desde las 22 horas hasta la 1’30 de la noche, y el segundo hasta las 5 de la mañana.
«Pío
VII, vuelto triunfalmente a Roma, aprobó con un rescripto del 6 de agosto de
1814 la Pía Unión de la Adoración
Nocturna, concediéndole grandes indulgencias y privilegios, que fueron
ampliados por los Pontífices siguientes. Así León XII, en Breve del 23 de
abril de 1824, erigió la Pía Unión como Archicofradía,
con facultad de agregarse otras Uniones semejantes, haciéndoles participar de
las mismas indulgencias.
«Con
el tiempo, aunque la Obra se difundió notablemente, se
fue limitando únicamente a la adoración nocturna del Santísimo Sacramento,
independientemente de las Cuarenta Horas. Así pues, ya no es continua,
durante todas las noches, sino que se celebra en
días fijos en una iglesia u oratorio prefijado. En algunos sitios se han
dispuesto albergues anexos,
donde puede alojarse un cierto número de adoradores que, antes o después de su
propio turno, pueden retirarse a descansar» (ib.
30-31).
1848: La Adoración Nocturna de París
Si
en Roma nace la Adoración Nocturna en tiempos de pública calamidad, estando el
Papa prisionero, como una reacción orante, suplicante y expiatoria, igualmente
la Adoración Nocturna va a nacer en París en momentos de graves calamidades públicas.
En 1848, en la Revolución de febrero,
obreros, estudiantes y la Guardia Nacional se amotinan, fuerzan la abdicación
del rey y proclaman la república, en un ambiente de violencias, barricadas y
fuertes enfrentamientos sociales.
La
Providencia divina, como siempre, suscita entonces medicinas adecuadas a
enfermedades tan graves. Varias obras eucarísticas van cobrando fuerza en París
desde hace unos años, en buena parte ayudadas y promovidas por el Vicario
general, Monseñor de la Bouillerie.
En
1847 la gracia de Cristo había convertido, durante una celebración eucarística
en una iglesia de París, a un pianista famoso, el judío-alemán Hermann Cohen.
Y de acuerdo con su director Mons.de la Bouillerie, reúne en su casa a una
veintena de fieles en noviembre de 1848,
«con la intención –dice el acta de la primera sesion– de fundar una asociación que tendrá por objeto la exposición y Adoración Nocturna del Santísimo Sacramento, la reparación de los ultrajes de que es objeto, y para atraer sobre Francia las bendiciones de Dios y apartar de ella los males que le amenazan» (C. Sylvain, Herman Cohen, apóstol de la Eucaristía, Fundación GRATIS DATE, Pamplona 1998,34).
Por
esas fechas la revolución, triunfante en Roma, obliga al Papa Pío IX a
refugiarse en Gaeta, puerto al sur de Roma. Esta desgracia anima al nuevo grupo
de adoradores de París encabezados por Cohen a iniciar cuanto antes sus
vigilias nocturnas de súplica y de expiación. Y el 6
de diciembre de 1848, en el santuario de Nuestra Señora de las
Victorias, celebran su primera
vigilia de Adoración Nocturna. La
segunda y tercera noches de vela fueron los días 20 y 21 del mismo mes, «con
ocasión de las rogativas de Cuarenta Horas ordenadas por el arzobispo de París
a intención del Sumo Pontífice» (ib.).
Poco
después, en noviembre de 1850, el arzobispo de París establece las Cuarenta
Horas en todas las iglesias de su gran diócesis, que han de celebrarlas en una
sucesión ininterrumpida, pero no al modo continuo, día y noche, propio del uso
de Roma y de la Instrucción
clementina, sino solo de la mañana a la noche. Será la Adoración
Nocturna, recién nacida, la que haga continua, día y noche, esta oración
suplicante y expiatoria.
Los miembros de la Adoración Nocturna «consiguen
continuar la oración de las Cuarenta Horas también durante la noche en
aquellas iglesias en las que se celebraban, y en aquel mismo año de 1850 los
hermanos, ya muy numerosos, celebran sus santas vigilias en cuarenta y cuatro
iglesias de la ciudad y en cinco parroquias de los suburbios». Gracias a esto,
«en 1870 la adoración perpetua se celebraba así en 76 parroquias; 59 de ellas
no aportaron ninguna ayuda [a la oración nocturna], 12 cubrieron una sola
noche, 2 se encargaron de dos, y solo 3 iglesias se responsabilizaron de todas
las noches. Así las cosas, de 228 noches de adoración, 203 fueron cubiertas
por la pía Unión [de la Adoración Nocturna] y solo 25 corrieron a cargo de
los feligreses parroquiales» (A. de Santi,
L’Orazione... 353-354).
Estos
datos históricos nos confirman que la Adoración Nocturna, la de París, la que
había de extenderse hasta hoy a más de treinta naciones, está desde su
nacimiento, como la de Roma, en relación a las Cuarenta Horas, haciendo posible
la celebración de esta grandiosa celebración eucarística.
La tradición devocional de las Cuarenta Horas
La
historia hasta aquí recordada nos permite comprobar que la oración continua de
las Cuarenta Horas durante los últimos cinco siglos, con precedentes mucho más
antiguos, ha tenido en la vida de la Iglesia una extraordinaria importancia, y
que siempre ha estado marcadamente orientada a conseguir del Salvador la paz y
la superación de grandes males.
Ahora
bien, la Iglesia es una historia, una tradición histórica que no se debe
ignorar, que no se debe interrumpir, sino que ha de desarrollarse fielmente bajo
la guía del Espíritu Santo. Y no se debe ignorar ni interrumpir esa historia
de gracias porque Dios quiere seguir
dando a su Iglesia los dones que ya le ha dado, en este caso, la
maravillosa adoración continua de las Cuarenta Horas. Recordemos que «los
dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
De hecho, siguen celebrándose las
Cuarenta Horas en no pocos lugares
de la Iglesia, en fechas tradicionales o a veces con ocasión de los Congresos
Eucarísticos. Según mis noticias, poco exactas, obtenidas sobre todo por
Internet, se celebran en Roma, en Asís y en muchas diócesis italianas,
normalmente en la catedral, con horarios diurnos y en fechas del año muy
diversas (Caggiano, antes del miércoles de ceniza; Olgiate, primera semana de
cuaresma; Augusta, Brescia, Troi-na, de lunes a miércoles santo; Chioggia,
antes de Pentecostés; Salento, antes del Corpus; Milán, primera semana de
noviembre; Bolonia, segunda semana de septiembre). A lo largo de todo el año se
celebran también en Madrid, en Barcelona, en Valencia (los tres últimos días
del año en la catedral) y en otros lugares de España; en Wroclaf y en varias
diócesis de Polonia. También en bastantes iglesias de México, de Estados
Unidos y de otros lugares de la Iglesia.
El Señor quiere las Cuarenta Horas
La
pervivencia actual de las Cuarenta Horas, la gravedad de los males presentes en
el mundo y en la Iglesia, y sobre todo la fidelidad del Señor a sus propios
dones, son tres razones que nos llevan a creer que nuestro
Señor Jesucristo por el Espíritu Santo quiere seguir promoviendo en su santa
Iglesia esta preciosa devoción orante y eucarística, tan recomendada
por los Papas y los santos, y tan estimada por muchas generaciones de fieles.
Durante
cuarenta horas continuas, tenemos ahí, en la custodia, sobre el altar, a
Cristo en la eucaristía. Los fieles adoramos su divina Presencia ofreciéndole
el homenaje de nuestra humilde presencia. Y lo hacemos justamente durante
aquellas cuarenta horas en que para nuestra salvación permaneció Jesús bajo
la muerte. En esas horas silenciosas, entrando más y más en Su intimidad
amistosa, le adoramos reconociéndole como Salvador único de los hombres. Y en
esas cuarenta horas, tan conmovedoramente evocadoras de su pasión, de sus
angustias, de su espantosa soledad, de su sangre, de su muerte, nosotros, los
miembros de su propio Cuerpo, que nos vemos en medio de graves tormentas del
mundo y de la Iglesia, le suplicamos con ciertísima esperanza: «¡Maestro! ¿no
te importa que nos ahoguemos?» (Mc 4,39). «¡Sálvanos, Señor, que nos
hundimos!» (Mt 8,25).
La Adoración Nocturna debe restaurar las Cuarenta Horas
La
historia eclesial que hemos recordado nos ha mostrado cómo la Adoración
Nocturna nace de las Cuarenta Horas. Y esa misma historia, por la que nos habla
Dios, parece decirnos hoy claramente que es la Adoración Nocturna –aunque no
ella sola, por supuesto– la Obra más directamente llamada a fomentar de nuevo
las Cuarenta Horas en las iglesias católicas. Todos los fieles cristianos, sin
duda, están invitados a participar de este clamor
magnus de oración eucarística. Pero, las Obras católicas eucarísticas,
y sobre todo la Adoración Nocturna, parecen estar especialmente llamadas por
Dios para una restauración que, más que solo conveniente, habría que
calificar de urgente.
En
1918 el padre Angelo de Santi hacía unas consideraciones que hoy son, así lo
creo, aún más oportunas y urgentes que entonces. Las resumo:
«Sería cosa sumamente provechosa que... los miembros de la Adoración Nocturna... pusieran todo su empeño en restaurar las Cuarenta Horas en su forma primitiva, si no siempre y en todas partes, al menos cuando y donde esto sea posible.
«Es cierto que la Iglesia ha extendido también el tesoro de sus gracias a esta nueva forma más fácil de oración [mensual nocturna], pero le falta a ésta algo que es esencial, la continuidad en la memoria de las cuarenta horas que Jesús permaneció en el sepulcro...
«Es cierto que requerirá un cierto aumento sensible de sacrificio. Pero no ha de olvidarse que la oración de las Cuarenta Horas es una oración expiatoria por naturaleza propia, y que cuanto mayor sea la penalidad al celebrarla como conviene, tanto mayor será su eficacia para conseguir la misericordia de Dios y la terminación de los males que tanto nos afligen hoy» (AdS 1918,2: 31-32).
9. La devoción al Corazón de Jesús
Gran devoción y culto
La
devoción y el culto al sagrado Corazón de Jesús, aunque tiene precedentes muy
antiguos, halla su forma plena con ocasión de las revelaciones privadas
recibidas por Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la
Visitación. Esta espiritualidad ha sido bendecida con frecuencia por los Papas
con el mayor aprecio, como síntesis perfecta de toda la espiritualidad
cristiana.
En 1856 el Papa Pío IX instaura para toda
la Iglesia la fiesta litúrgica del Sagrado Corazón. León XIII consagra el género
humano al Corazón de Jesús, y prepara el acto en su encíclica Annum Sacrum
(1899). En el Magisterio apostólico sobre este tema conviene recordar
especialmente a Pío XI en las encíclicas Miserentissimus Redemptor
(1928) y Caritate Christi compulsi (1932); a Pío XII en las encíclicas Summi
Pontificatus (1939) y Haurietis aquas (1956); a Pablo VI en su carta
apostólica Investigabiles divitias (1965) y a Juan Pablo II en el
mensaje con ocasión del centenario de la consagración del género humano al
Sagrado Corazón de Jesús (1999).
La
devoción al Corazón de Jesús es una escuela perfecta de vida espiritual
cristiana, y por lo mismo sintetiza armoniosamente todos los valores de la vida
en Cristo –Amor divino, Trinidad, Cruz, Eucaristía, espíritu reparador de
expiación, actitud sacerdotal y sacrificial, amor a la Iglesia, etc.–. Aquí,
para seguir con nuestro tema, he de fijarme sobre todo en el valor de esta
devoción como eficacísima reacción
orante de los cristianos y de la Iglesia ante los males del mundo actual.
Cristo debe reinar universalmente
Sobre
la dimensión suplicante de la devoción al Corazón de Jesús, como remedio
adecuado para todos los males, recordaré especialmente las preciosas enseñanzas
de Pío XI. En el año 1925, en la encíclica Quas
primas, al instituir la fiesta litúrgica en honor a Jesucristo Rey,
afirma con gran fuerza persuasiva que todo
el bien de los hombres viene de la obediencia a Cristo Rey, único
Salvador del mundo:
«Es, pues, necesario que Cristo reine en la
inteligencia del hombre, que, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme
y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo. Es
necesario que reine en la voluntad, que ha de obedecer a las leyes y
preceptos divinos. Es necesario que reine en el corazón, que posponiendo
los afectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas. Es necesario que
reine en el cuerpo y en sus miembros, que, como instrumentos, deben
servir para la interna santificación del alma» (34). Más aún, Pío XI enseña
«también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer
a Jesucristo no solo obliga a los particulares, sino también a los magistrados
y gobernantes» (33).
Consecuentemente,
si en esa obediencia libre y amorosa a Cristo está el bien de la humanidad, todos
los males del tiempo presente habrán de explicarse principalmente como rechazo
a Cristo Rey, como soberbia humana que se resiste a Su soberana autoridad
benéfica.
«Como en el siglo precedente y en el
nuestro –dice el mismo Papa en la Miserentissimus Redemptor–, por las
maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo
nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y
mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo
asambleas que gritaban: “no queremos que reine sobre nosotros” (Lc 19,14),
por esta consagración [al Corazón de Cristo] a la que aludíamos [la
realizada por León XIII en 1899], la voz de todos los amantes del Corazón de
Jesús irrumpía unánime oponiendo con toda fuerza, para vindicar su gloria y
asegurar sus derechos: “es necesario que Cristo reine (1Cor 15,25). Venga Su
reino“» (4).
Súplica y expiación
Pues
bien, en medio de esta guerra dramática, Pío XI, como los Papas que le
preceden o que le siguen, ve en el amor al Corazón de Cristo el remedio de
todos los males y la fuente de todos los bienes para el mundo y para la Iglesia.
Y ve también con especial claridad que «en
el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte
principal el espíritu de expiación y reparación» (ib.
9).
Y «cuánta sea, especialmente en nuestros
tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación no se le ocultará a
quien vea y contemple este mundo “bajo el poder del maligno” (1Jn 5,19)».
Los males actuales, en efecto, como proceden de rechazar a Dios y a su Cristo,
son abrumadores y parecen anunciar el final anunciado de la historia (ib.
12; +Haurietis aquas 33).
Por
eso Pío XI, a las prácticas tradicionales de la devoción al Corazón de
Cristo –la consagración de
personas, familias y naciones, el ejercicio de los
Primeros Viernes, el rezo de las
Letanías del Corazón de Jesús, el Apostolado
de la Oración, etc.–, añade una solemne
oración anual de reparación:
A ese fin dispone que «cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús, en todos los templos del mundo, se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración se transcribe al final de esta carta» (Miserentissimus 14). La recuerdo en extracto:
«Dulcísimo Jesús, cuya caridad derramada sobre los hombres se paga tan ingratamente con el olvido, el desdén y el desprecio... imploramos ante todo tu misericordia para nosotros, dispuestos a reparar con voluntaria expiación no solo los pecados que cometimos nosotros mismos, sino también los de aquellos que, perdidos y alejados del camino de la salud, rehúsan seguirte como pastor y guía...
«Como reparación del honor divino
conculcado, te presentamos, acompañándola con las expiaciones de tu Madre la
Virgen, de todos los santos y de los fieles piadosos, aquella satisfacción que
tú mismo ofreciste un día en la cruz al Padre, y que renuevas todos los días
en los altares. Te prometemos con todo el corazón compensar en cuanto esté de
nuestra parte, y con el auxilio de tu gracia, los pecados cometidos por nosotros
y por los demás»...
En
estas oraciones de la Iglesia al Corazón de Jesús, en estas súplicas tan
humildes, tan confiadas en el poder del Salvador compasivo y misericordioso, se
expresan una vez más, bajo la inspiración del Espíritu Santo, los antiguos clamores
bíblicos y tradicionales que el Pueblo de Dios ha alzado siempre al Señor en
los tiempos de mayor aflicción.
Corazón de Jesús y adoración eucarística
Pablo
VI, en su carta apostólica Investigabiles
divitias (1965), escrita en el bicentenario de la fiesta litúrgica del
Sagrado Corazón (1765), centra especialmente su atención en el
vínculo profundo que une la devoción a la Eucaristía y el amor al Corazón de
Jesús. Esto, en efecto, ha sido así siempre, y concretamente así es en
las mismas revelaciones que Santa Margarita María tiene acerca del Sagrado
Corazón, que se producen estando ella en el coro, adorando el Santísimo
Sacramento (27-XII-1673, fiesta del apóstol San Juan).
Lo mismo ocurre, según ella misma narra, en la tercera revelación principal, recibida en 1674: «Una vez entre otras que se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento, después de sentirme retirada en mi interior por un recogimiento extraordinario de todos mis sentidos y potencias, Jesucristo, mi amado Dueño, se presentó ante mí todo resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas brillantes como cinco soles, y despidiendo de su sagrada humanidad rayos de luz de todas partes, pero sobre todo de su adorable pecho, que parecía un horno encendido. Y habiéndose abierto, me descubrió su amante y amable Corazón, vivo manantial de tales llamas.
«Me explicó entonces las inexplicables
maravillas de su puro amor y hasta qué exceso había llegado su amor para con
los hombres, de quienes no recibía sino ingratitudes» (J.
M. Saenz de Tejada, Vida y obras principales de Santa Margarita
Mª de Alacoque, Cor Iesu, Madrid 1977, 23-24).
De
hecho, como ya vimos en el nacimiento de la Adoración Nocturna en París, los
devotos del Corazón de Jesús han estado siempre entre los más fieles
adoradores de Cristo en la Eucaristía. No es, pues, una casualidad que la adoración
perpetua muchas veces se dé precisamente en basílicas dedicadas al
Sagrado Corazón, como las de Paray-le-Monial, Montmartre en París o Tibidabo
en Barcelona. Estos templos, como tantos templos expiatorios, son lugares
privilegiados de adoración, de súplica y de reparación. Son, pues, centros
directamente dedicados a obtener la Misericordia divina sobre las miserias del
mundo.
Por eso, volviendo al tema de las Cuarenta
Horas, si todos los cristianos están llamados en tiempos de aflicción a unirse
en la oración y en la expiación, si todos han de pedir salvación a Cristo, único
Salvador de los hombres, presente en la Eucaristía, es indudable que aquellos
fieles especialmente devotos del Corazón de Jesús, con aquellos otros
–muchas veces los mismos– especialmente dedicados a adorarle en la Eucaristía,
como los miembros de la Adoración Nocturna, son los más llamados a restaurar
las Cuarenta Horas en la vida cultual
del pueblo cristiano.
El Rosario de la Misericordia divina
Durante
los años 1931-1938, nuestro Señor Jesucristo se apareció a la religiosa
polaca Santa Faustina Kowalska (1905-1938), encargándole difundir
la devoción a la Misericordia divina. En cierto modo pueden considerarse
estas apariciones y mensajes como una continuación de los sucesos de gracia
ocurridos en Paray-le-Monial a Santa Margarita María de Alacoque.
Sor
Faustina, en efecto, contempla a Jesús en la forma tradicional del Sagrado
Corazón, de cuyo pecho salen unos rayos de luz. «Estos dos haces –le explica
Jesús– representan la sangre y el agua». Y él mismo le enseña unas
oraciones para que con ellas se solicite la Misericordia divina sobre los males
del mundo. «La humanidad no encontrará paz –le dice– mientras no se dirija
con confianza a la misericordia divina».
En
la Novena de la Misericordia,
que ha de iniciarse el Viernes Santo, el Señor le dice: «Cada día traerás a
mi Corazón a un grupo diferente de almas y las introducirás en la inmensidad
de mi Misericordia». Todos sucesivamente, a lo largo de los nueve días, han de
ser sumergidos en ese Amor misericordioso: pecadores, sacerdotes y religiosos,
almas fieles, los incrédulos, los hermanos separados, los humildes y los niños,
los que veneran la Misericordia divina, las almas del Purgatorio, los tibios.
En
el Rosario de la Misericordia
enseña Jesús a Sor Faustina esta hermosa oración, que en este peculiar
rosario sustituye al Padrenuestro:
«Padre
Eterno, yo te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu amadísimo
Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como propiciación por nuestros pecados y los
del mundo entero».
Y
en el lugar de cada Avemaría, se reza diez veces:
«Por su
dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero».
En
estas oraciones tan sencillas y profundas, tan centradas en la fuerza redentora
de la Pasión de Cristo, los fieles aprenden a ejercitar su condición
sacerdotal, y ofrecen al Padre el Crucificado, solicitando por su sangre la
salvación del mundo. Son, pues, oraciones perfectas que la Iglesia bendice, muy
apropiadas para pedir a Dios en tiempos de pruebas la gracia y la paz.
Con
ocasión de la canonización de Sor Faustina, el Papa Juan Pablo II dispuso que
en adelante el segundo domingo de Pascua se conozca con el nombre de domingo
de la Misericordia divina (30-IV-2000).
El Corazón Inmaculado de María
En
1917, pocos años antes de las revelaciones recibidas por Santa Faustina, se
aparece en Fátima la santísima Virgen María a Lucía y a los hoy beatos
Jacinta y Francisco, tres niños portugueses analfabetos, y a través de ellos
entrega a la Iglesia un mensaje tan sencillo como grave. El pecado en el mundo
ha crecido de un modo intolerable. Es necesario y es posible combatirlo por
medio de la oración y la penitencia.
Concretamente, hay que rezar el
Rosario todos los días, y es al mismo tiempo necesario consagrar
al Corazón Inmaculado de María todas las naciones.
Innumerables
fieles, encabezados por todos los Papas del siglo XX, han dado crédito a ese
mensaje de la Virgen. De nuevo, esta vez con especial referencia a la Madre de
Cristo, busca la Iglesia la paz y la salvación en la gracia de Dios, en el
Salvador único de los hombres. Una vez más la Iglesia acude a la oración y a
la penitencia para superar situaciones de máxima aflicción. Recordemos que un
estudio realizado con ocasión del Gran Jubileo del año 2000 informaba que de
los cuarenta millones de mártires en la historia de la Iglesia, casi
veintisiete son mártires del siglo XX...
En
medio de ese siglo, Pío XII, atendiendo a la voluntad de la Virgen de Fátima, consagra
el género humano a su Corazón Inmaculado en 1942:
«En
tu Corazón Inmaculado confiamos en esta hora trágica de la historia humana. Te
entregamos y consagramos no solo la santa Iglesia, Cuerpo místico de tu Jesús,
que pena y sangra en tantas partes, de tantos modos atribulada, sino también a
todo el mundo, dilacerado por discordias profundas, abrasado en incendios de
odio, víctima de sus propias iniquidades... Como la Iglesia y todo el género
humano fueron consagrados al Corazón de tu Jesús [en 1899], así desde hoy
te sean perpetuamente consagrados también a ti y a tu Corazón Inmaculado,
Madre nuestra y Reina del mundo, para que tu amor y ayuda apresuren el triunfo
del Reino de Dios» (31-X-1942).
Juan
Pablo II confirma en Fátima esa misma consagración cuarenta años más tarde:
«“Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios”. Abraza con amor de Madre y de Sierva del Señor este mundo humano nuestro que te confiamos y consagramos, llenos de inquietud por la suerte terrena y eterna de los hombres y de los pueblos. “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No desoigas las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades”. Corazón Inmaculado de María, ayúdanos a vencer la amenaza del mal» (13-V-1982).
«No
tenéis porque no pedís; o si pedís, no recibís, porque pedís mal»
(Sant 4,2-3).
No tenéis porque no pedís
El soberbio
está encerrado en su miserable autosuficiencia, y por eso se ve abrumado de
males, porque no pide. No pide a no ser como último recurso, para no caer en la
desesperación, cuando todo recurso humano es ya imposible o extremadamente difícil.
El humilde
pide, pide siempre y en todo lugar, pide «sin cesar», «noche y día» (Col
1,9; 1Tes 3,10). Pide lo
que no tiene, porque está convencido de que el que
pide al Señor, recibe; y pide incluso lo
que ya tiene, para que Él lo guarde, purifique y
acreciente, pues sabe bien que cuanto tiene es don de Dios, y que sin Él «no
podemos nada» (Jn 15,5).
Cuantas miserias inmensas de ciertas
Iglesias locales se explican hoy principalmente
porque les falta la humildad necesaria para volverse al Señor en una actitud
profundamente suplicante.
Pedís y no recibís, porque pedís mal
Al terminar de estudiar la oración bíblica
en tiempos de aflicción, señalaba yo siete
notas que le son esenciales y que han de estar
siempre vivas en las súplicas de la Iglesia. Si alguna de ellas falta, no se
alza al Señor la oración de petición o ésta se desvirtúa y se hace inútil.
Los males entonces permanecen y, por supuesto, van creciendo al paso de los años.
Son, pues, precisas las siete notas.
–1.
Reconocer
la gravedad de los males presentes, tanto en el
mundo como en la Iglesia, es completamente necesario para que la súplica se
alce a Dios y se eleve con fuerza y perseverancia. Ahora bien, los males de este
mundo solamente muestran su gravedad terrible a quienes conocen su origen diabólico
y su condición pecaminosa.
Como enseña el Vaticano II, «a través
de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las
tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor,
hasta el día final (Cfr. Mt 24,13; 13,24-30 y 36-43)» (ib. 37b; cfr.
13b).
Solo cuando el pueblo cristiano
reconoce en los males que le afligen el poder del Maligno y del pecado clama
a Dios, solo entonces pide salvación con toda su alma. Y la obtiene.
Cuando San Pablo hace un elenco
impresionante de los males del mundo pagano de su tiempo –odios, injusticias,
perversiones sexuales, dureza de corazón, impiedad, etc.–, los hace derivar
todos del pecado fundamental: la irreligiosidad, el olvido y la negación de
Dios (Rm 1,18-32). Aquellos males enumerados vienen a ser los mismos males del
mundo actual, los que, por ejemplo, describe Juan Pablo II al comienzo de su
exhortación apostólica Reconciliatio
et pænitentia (1984). Sólo Dios puede librar a los
hombres de males tan vinculados al pecado y al influjo del Diablo.
Pero hoy prevalecen en muchos ámbitos
civiles y eclesiales no pocas apreciaciones falsas de la realidad presente, en
las que se devalúa grandemente la inmensidad de los males del mundo, trivializándola.
Aquellos que con sus pecados de acción o de omisión han sido principales
causantes en el mundo y en la Iglesia de estos males son los más empeñados en
ignorar esos males o en darles interpretaciones positivas.
Unos alegan que «siempre ha habido males
semejantes», «no hay que ser pesimistas», «hay luces y sombras, como siempre»,
«lo que es malo en un aspecto, es bueno en otro», «estamos mal, pero
cualquier tiempo pasado fue peor», etc. Otros, que viven una engañosa
prosperidad, y ni pasan hambre, ni son adictos a la droga, ni padecen el sida,
ni se ven directamente amenazados por el terrorismo, como a ellos estos males u
otros semejantes no les afectan, los ven con una fría distancia. En el fondo,
les traen si cuidado, y por supuesto no se sienten en absoluto llamados a
intervenir ni por la acción ni por la oración. Por lo demás,
aquellos pecados y males que son más espirituales: negación de Dios,
odios, amor a las riquezas, etc., todavía les importan menos.
Unos y otros ignoran
la raíz diabólica de los males. No saben que «el
mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8); más
aún, no lo creen, lo niegan. No alcanzan tampoco a ver el
pecado como causa espantosa de tantos males
materiales y espirituales, y por eso mismo quedan trivializados todos los males
del mundo y de la Iglesia.
Ésta es la ceguera que produce la
pérdida del sentido de pecado. «¿No vive el
hombre contemporáneo –dice Juan Pablo II– bajo la amenaza de un eclipse de
la conciencia?... Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe ese
eclipse... Oscurecido el
sentido de Dios,
se pierde el
sentido del pecado... Pío XII pudo declarar en una
ocasión que “el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”
(26-X-1946)» (Reconciliatio
18). Ahora bien, cuando se ignora el pecado en los males del mundo, no puede
surgir ni la oración
suplicante ni la acción
realmente benéfica. Muy otro es el espíritu cristiano:
Señor,
ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad. Señor, ten piedad. Nos vemos
abrumados por el pecado del mundo y también bajo el peso de nuestras propias
culpas. Ten piedad de nosotros. Los hombres te ignoran y desprecian. Muchos
cristianos viven alejados de ti, de la oración, de tu Palabra, de la Eucaristía,
del sacramento de tu perdón. Hacen mal uso del matrimonio, apenas tienen hijos,
no siguen tus llamadas a dejarlo todo y seguirte. Teólogos y sacerdotes vagan
sin sentido por el país. Retrocede el Evangelio en el mundo, disminuye en la
Iglesia la fuerza difusora de tu Reino...
–2.
Cuando
se consideran los males presentes como justa consecuencia de tantos pecados
propios y ajenos se da la condición imprescindible
para que el pueblo cristiano venza los males del mundo, iniciando él mismo el
camino de la conversión, de la acción combativa y constructiva, y de la
continua oración suplicante. De otro modo, los males se sufren con un cierto
resentimiento contra Dios, que permite tantas atrocidades en este mundo.
Eres justo, Señor Dios nuestro, y
todos los males que padecemos en el mundo y en la Iglesia nos los hemos merecido
sobradamente. Ésa es la verdad, Señor. Nos hemos ganado los males que ahora
nos devoran y nos aplastan, porque hemos abandonado tus mandatos y hemos pecado
en todo.
–3.
Los
males presentes son terribles, pero han de ser vistos como remedios medicinales,
pues ésa es su verdad. Esos males abrumadores no han de amargar a los fieles, y
menos aún han de paralizarles o desanimarles. En absoluto. Son pruebas
providenciales,
en las que los cristianos, con abundantes auxilios de la gracia divina
–adecuados a la gravedad de las situaciones–, han de realizar actos muy
intensos de esperanza, de abnegación, de caridad, creciendo así ante los ojos
de Dios y de los hombres tanto en la acción como en la oración.
Tú, Señor misericordioso, haces
concurrir todas las cosas, también los males presentes, para el bien de los que
te aman. Tú nos purificas en el mismo fuego que ha sido encendido por nuestros
propios pecados. No nos tratas como merecen nuestras culpas, sino que
transformas nuestros males en Cruz purificadora,
humillante, expiatoria, estimulante, por la que nos unimos al misterio de la
Redención, colaborando a la salvación propia y a la del mundo.
–4.
Son
situaciones de mal completamente insuperables para las fuerzas humanas.
Todas las esperanzas puestas en el hombre, en ciertos hombres, en métodos,
leyes y comisiones, en organizaciones, ideologías o sistemas políticos –sean
éstos del signo que fueren–, todas las ilusiones de los falsos profetas
optimistas –«paz, va a haber paz»–, son falsas esperanzas, que han de ser
denunciadas. Y al mismo tiempo ha de afirmarse la verdadera esperanza, la que
está puesta en el Salvador de los hombres.
En un artículo publicado con una sinceridad conmovedora por un Obispo español se dice bajo el título Orar por el cese del terrorismo de ETA: «Unas líneas invitando a orar. Sí. A orar. Porque confieso que muchas veces, conjuntamente con mis hermanos obispos o individualmente, he condenado el terrorismo de ETA. Y algo he aludido alguna vez ante mis fieles a la necesidad de orar y algo he orado más de una vez.
«Pero confieso que no lo he hecho con el
acento y la insistencia con que debiera hacerlo. Confiado, quizá, en que por la
dinámica policial y la dinámica de los mismos partidos políticos podría
alcanzarse la paz en libertad. Hoy estoy convencido de que no. De que son tantas
las pasiones, tanta la irracionalidad, tanto el enquistamiento fanático y
tantas las complicidades que se han generado con el fenómeno de este
terrorismo, que creo que nos hace falta una ayuda especial que solo de lo
Alto podemos esperar. De ahí que con estas palabras quiera invitar a mis
diocesanos a orar por el cese del terrorismo de ETA».
En las grandes calamidades no se alza
realmente la oración suplicante mientras se espera salvación de policías y
políticos, de técnicos y organismos, de cualquier instancia que sea meramente
humana. Cualquier esperanza es falsa, aunque a veces tenga una formulación
piadosa –«el Señor es misericordioso y pondrá fin a estos males»–, si no
incluye una fuerte llamada a la conversión
y sobre todo a la oración
de súplica.
Hay que afirmar con toda claridad que
mientras los hombres no quieran que Cristo reine sobre ellos, y mientras no estén
dispuestos a pedirle salvación por gracia, sus males no tendrán remedio
alguno, sino que ciertamente irán de mal en peor. Sin Jesucristo, que es El
Camino, no hay salvación, sino mil caminos diversos y contradictorios, que solo
coinciden en que todos llevan a la humanidad a su perdición.
No creemos ya, Señor, en los
falsos profetas que nos anuncian paz y prosperidad aunque no haya oración, ni
tampoco conversión personal y rectificación de caminos colectivos. Estamos ya
desesperados de nosotros mismos y de toda salvación humana. No ponemos ya, Señor,
nuestra esperanza sino solamente en ti, en tu bondad y tu gracia. Maldito el
hombre que en el hombre pone su confianza y de él espera salvación (Jer 17,5).
Solo en ti, Jesús, buscamos la superación de tantos males. Solo tu Nombre nos
ha sido dado bajo los cielos como fuerza real de salvación (Hch 4,12).
–5.
Hay
que creer firmemente que el Señor puede y quiere salvarnos,
y que los males del mundo y de la Iglesia son nada ante Su fuerza sanante y
acrecentadora. Ésa es la convicción de fe que potencia en nosotros siempre y
en toda circunstancia tanto el ora
como el labora.
Tú, Salvador del mundo, has
venido a buscar a los enfermos y pecadores, no a los sanos y justos. Has sido,
pues, enviado precisamente a nosotros, enfermos y pecadores. A Ti, por
ser Primogénito de toda criatura y por ser el Redentor del mundo, se te ha dado
todo poder en el cielo y en la tierra. Tú, Jesús, el Salvador del mundo,
conoces bien todas nuestras innumerables y vergonzosas miserias. Pero no te
asustas ni te escandalizas de ellas, pues sabes bien que puedes y quieres
salvarnos.
–6.
Pedimos
urgentemente la Misericordia divina sobre las
indecibles miserias del mundo y de la Iglesia, y la pedimos con absoluta
esperanza. El abismo de nuestra miseria
está llamando, reclamando y atrayendo el abismo de
la Misericordia divina.
Sabemos, Señor, con toda certeza
que si pedimos, recibiremos. Sabemos que si nos concedes la gracia de pedirte,
ésa es ya segura señal de que nos concederás lo que te estamos pidiendo.
Estamos seguros de que la esperanza puesta en Ti y solo en Ti no puede verse
defraudada. Sabemos todo esto por fe y por experiencia. Errábamos perdidos en
un desierto terrible, pero gritamos al Señor en nuestra angustia y Él nos guió
por un camino derecho. Yacíamos encadenados en la oscuridad, pero cuando
clamamos al Señor, él nos sacó de las tinieblas y rompió nuestras cadenas.
Estábamos enfermos por nuestras maldades, te llamamos al borde de la muerte, y
por tu palabra nos curaste (cfr. Sal 106). Tu Misericordia salvadora, Señor,
es infinitamente más grande que nuestras abismales miserias.
–7.
Buscamos
ante todo que la gloria de Dios brille en el mundo y en la Iglesia.
Que su Bondad inmensa no sea ocultada por nuestras innumerables maldades. Que su
Luz radiante, embellecedora de todo lo que mantiene en la existencia, no quede
apagada por las tinieblas de nuestras culpas.
No permitas, Señor, que tu Casa
sea arruinada, que tu Esposa se vea avergonzada ante las naciones, que tu Gloria
quede oscurecida, negada e ignorada. Extiende tu brazo poderoso, confunde a los
soberbios, exalta a los humildes, revela la majestad de tu poder. Que todos
sepan que eres el Señor. Que todos conozcan que eres el Misericordioso. Que
todos los pueblos te alaben, Señor, que todos los pueblos canten tu gloria y se
postren en la presencia de tu Ungido, Rey del universo.
Toda la Iglesia oraba incesantemente a Dios
Cuando en la Iglesia primera de
Jerusalén ocurre la gran desgracia de que toman preso su obispo, el apóstol
Pedro, «toda la
Iglesia oraba incesantemente a Dios por él» (Hch
12,5). En efecto, a las siete notas internas que deben caracterizar siempre la
oración suplicante conviene añadir dos notas más, externas, si se quiere,
pero muy importantes:
–Toda
la Iglesia ora pidiendo al Señor que le libre de un
gran mal. Es verdad que puede bastar, ciertamente, la oración de «diez
justos» para conseguir que Dios evitara la destrucción de la ciudad (Gén
18,32); incluso Jesús promete: «si dos
de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, lo conseguirán de
mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). Muchos cristianos rezan en la
Iglesia solos o en pequeñas comunidades, y Dios les oye. Pero también es
verdad, sin duda, que el Señor quiere, y así lo enseña la tradición católica,
que los pastores, en las graves aflicciones de la Iglesia, no se contenten con
la oración de dos o tres que se juntan en el nombre de Jesús (18,20), sino que
promuevan con el mayor empeño el clamor
poderosísimo de «toda la Iglesia».
–Con
insistencia, incesantemente, con perseverancia. Los
primeros cristianos, reuniéndose con frecuencia, «perseveraban en la oración»
(Hch 2,41-42). «Toda la Iglesia oraba a Dios sin cesar», no en una mera reunión
esporádica de vez en cuando, un poco como para cumplir con lo obligado, sino
con una apasionada y esperanzada obstinación. Recordemos que esta perseverancia
es claramente enseñada por Cristo como condición necesaria de la oración de
petición.
Las tentaciones y peligros son continuos, y por eso «es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1; +21,34-36; Mt 26,41). En la súplica incesante perseveran las vírgenes prudentes (25,1-13), la viuda que reclama su derecho (Lc 18,1-8), aquél que de noche importunaba a su amigo (11,5-13).
«Toda la Iglesia ora insistentemente
a Dios» un día y otro y otro... El pueblo cristiano, convocado por sus
pastores –como en la statio
gregoriana–, se congrega ante Dios como un ejército suplicante. Y no se reúne
con el fin de hacer un
solo ataque, para volverse después todos a casa con
la conciencia del deber cumplido, sino para mantener un combate orante tan largo
como sea preciso, un día y otro día, hasta alcanzar del Señor la victoria.
Acerquémonos, pues, al trono divino de la gracia
«Acerquémonos, pues, confiadamente
al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y obtener la gracia en el
auxilio oportuno» (Heb 4,16). Elevemos en nuestro tiempo, prolongando la oración
eclesial de siempre, un clamor
magnus a Jesús, «verdadero Salvador del mundo» (Jn
4,42), «al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» (2Cor 1,2), al
Espíritu Santo, nuestro Abogado, Consolador y Defensor (Jn 16,4). Y acudamos
todos bajo el dulce amparo de la gloriosa Madre de Dios.
Acerquémonos, sí, al trono de la
gracia por las misas votivas, la oración de los fieles, las rogativas, las
letanías de los santos, la adoración eucarística, las consagraciones al Corazón
de Jesús y al de María, las Cuarenta Horas, el Rosario, las novenas a los
santos, las peregrinaciones y procesiones penitenciales, los primeros Viernes de
mes, el Rosario de la Misericordia y tantos otros ejercicios litúrgicos o
devocionales consagrados por la tradición cristiana, según Dios le mueva a
cada uno.
Entonces todos los males serán
vencidos y pasarán. Todos los bienes serán guardados y crecerán. Y la Iglesia
Esposa cantará a su Esposo:
«Bendito el Señor, que escuchó
mi voz suplicante; el Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confió mi corazón;
me socorrió, y mi corazón se
alegra y le canta agradecido» (Sal 27,6-9).