VI PARTE

Amor y fecundidad

Dijo Eva: «He conseguido un hombre con la ayuda del Señor» (Gén 4,1)


114. La doctrina de la encíclica «Humanæ vitæ»
(1-VII-84/15-VII-84)

1. Las reflexiones que hasta ahora hemos expuesto acerca del amor humano en el plano divino, quedarían, de algún modo, incompletas si no tratásemos de ver su aplicación concreta en el ámbito de la moral conyugal y familiar. Deseamos dar este nuevo paso, que nos llevará a concluir nuestro ya largo camino, bajo la guía de una importante declaración del Magisterio reciente: la Encíclica «Humanæ vitæ», que publicó el Papa Pablo VI, en julio de 1968. Vamos a releer este significativo documento a la luz de los resultados a que hemos llegado, examinando el designio inicial de Dios y las palabras de Cristo, que nos remiten a él.

2. «La Iglesia... enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida...» (Humanæ vitæ, 11). «Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador» (Humanæ vitæ 12).

3. Las consideraciones que voy a hacer se referirán especialmente al pasaje de la Encíclica «Humanæ vitæ», que trata de los «dos significados del acto conyugal» y de su «inseparable conexión». No intento hacer un comentario a toda la Encíclica, sino más bien explicarla y profundizar en dicho pasaje. Desde el punto de vista de la doctrina moral contenida en el documento citado, este pasaje tiene un significado central. Al mismo tiempo es un párrafo que se relaciona estrechamente con nuestras anteriores reflexiones sobre el matrimonio en su dimensión de signo (sacramental).

Puesto que, según he dicho, se trata de un pasaje central de la Encíclica, resulta obvio que esté inserto muy profundamente en toda su estructura: su análisis, en consecuencia, debe orientarse hacia las diversas componentes de esa estructura, aunque la intención no sea comentar todo el texto.

4. En las reflexiones acerca del signo sacramental, se ha dicho ya varias veces que está basado sobre «el lenguaje del cuerpo» releído en la verdad. Se trata de una verdad afirmada por primera vez al principio del matrimonio, cuando los nuevos esposos, prometiéndose mutuamente «ser fieles siempre... y amarse y respetarse durante todos los días de su vida», se convierten en ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia.

Se trata, por tanto, de una verdad que por decirlo así, se afirma siempre de nuevo. En efecto, el hombre y la mujer, viviendo en el matrimonio «hasta la muerte», reproponen siempre, en cierto sentido, ese signo que ellos pusieron -a través de la liturgia del sacramento- el día de su matrimonio.

Las palabras antes citadas de la Encíclica del Papa Pablo VI se refieren a ese momento de la vida común de los cónyuges, en el cual, al unirse mediante el acto conyugal, ambos vienen a ser, según la expresión bíblica, «una sola carne» (Jn 2, 24). Precisamente en ese momento tan rico de significado también particularmente importante que se relea el «lenguaje del cuerpo» en la verdad. Esa lectura se convierte en condición indispensable para actuar en la verdad, o sea, para comportarse en conformidad con el valor y la norma moral.

5. La Encíclica no sólo recuerda esta norma, sino que intenta también darle su fundamento adecuado. Para aclarar más a fondo esa «inseparable conexión que Dios ha querido... entre los dos significados del acto conyugal», Pablo VI continúa así en la frase siguiente: «...el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer» (Humanæ vitæ, 12).

Podemos observar cómo en la frase precedente el texto recién citado trata, sobre todo, del «significado» y en la frase sucesiva, de la «íntima estructura» (es decir, de la naturaleza) de la relación conyugal. Definiendo esta «íntima estructura», el texto hace referencia a las «leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer».

El paso de la frase, que expresa la norma moral, a la frase que la explica y motiva, es particularmente significativo. La Encíclica nos induce a buscar el fundamento de la norma, que determina la moralidad de las acciones del hombre y de la mujer en el acto conyugal, en la naturaleza de este mismo acto y, todavía más profundamente, en la naturaleza de los sujetos mismos que actúan.

6. De este modo, la «íntima estructura» (o sea, la naturaleza) del acto conyugal constituye la base necesaria para una adecuada lectura y descubrimiento de los significados, que deben ser transferidos a la conciencias y a las decisiones de las personas agentes, y también la base necesaria para establecer la adecuada relación entre estos significados, es decir, su inseparabilidad. Dado que, «el acto conyugal...» -a un mismo tiempo- «une profundamente a los esposos», y, a la vez, «los hace aptos para la generación de nuevas vidas»; y por tanto una cosa como otra se realizan «por su íntima estructura»: de todo se deriva en consecuencia que la persona humana (con la necesidad propia de la razón, la necesidad lógica) «debe» leer al mismo tiempo los «dos significados del acto conyugal» y también la «inseparable conexión... entre los dos significados del acto conyugal».

No se trata, pues, aquí de ninguna otra cosa sino de leer en la verdad el «lenguaje del cuerpo», como repetidas veces hemos dicho en los precedentes análisis bíblicos. La norma moral, enseñada constantemente por la Iglesia en este ámbito, y recordada y reafirmada por Pablo VI en su Encíclica, brota de la lectura del «lenguaje del cuerpo» en la verdad.

Se trata aquí de la verdad, primero en su dimensión ontológica («estructura íntima») y luego -en consecuencia- de la dimensión subjetiva y psicológica («significado»). El texto de la Encíclica subraya que, en el caso en cuestión, se trata de una norma de la ley natural.

115. El acto conyugal abierto a la vida (18-VII-84/22-VII-84)

1. En la Encíclica Humanæ vitæ leemos: «Al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural, interpretada por su constante doctrina, la Iglesia enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 11).

Contemporáneamente el mismo texto considera e incluso pone de relieve la dimensión subjetiva y psicológica, al hablar del «significado», y exactamente, de los «dos significados del acto conyugal».

El significado surge en la conciencia con la relectura de la verdad (ontológica) del objeto. Mediante esta relectura, la verdad (ontológica) entra, por así decirlo, en la dimensión cognoscitiva: subjetiva y psicológica.

La «Humanæ vitæ» parece dirigir particularmente nuestra atención hacia esta última dimensión. Esto se confirma por lo demás, indirectamente, también con la frase siguiente: «Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental» (Humanæ vitæ, 12).

2. Este «carácter razonable» hace referencia no sólo a la verdad en la dimensión ontológica, o sea, a lo que corresponde a la estructura real del acto conyugal. Se refiere también a la misma verdad en su dimensión objetiva y psicológica, es decir, a la recta comprensión de la íntima estructura del acto conyugal, o sea, a la adecuada relectura de los significados que corresponden a tal estructura y de su inseparable conexión, en orden a una conducta moralmente recta. En esto consiste precisamente la norma moral y la correspondiente regulación de los actos humanos en la esfera de la sexualidad. En este sentido, decimos que la norma moral se identifica con la relectura, en la verdad, del «lenguaje del cuerpo».

3. La Encíclica «Humanæ vitæ» contiene por tanto, la norma moral y su motivación, o al menos, una profundización de lo que constituye la motivación de la norma. Por otra parte, dado que en la norma se expresa de manera vinculante el valor moral, se sigue de ello que los actos conformes a la norma son moralmente rectos; y en cambio, los actos contrarios, son intrínsecamente ¡lícitos. El autor de la Encíclica subraya que tal norma pertenece a la «ley natural», es decir, que está en conformidad con la razón como tal. La Iglesia enseña esta norma, aunque no esté expresada formalmente (es decir, literalmente) en la Sagrada Escritura; y lo hace con la convicción de que la interpretación de los preceptos de la ley natural pertenecen a la competencia del Magisterio.

Podemos, sin embargo, decir más. Aunque la norma moral, formulada así en la Encíclica «Humanæ vitæ», no se halla literalmente en la Sagrada Escritura, sin embargo, por el hecho de estar contenida en la Tradición y -como escribe el Papa Pablo VI- haber sido «otras muchas veces expuesta por el Magisterio» Humanæ vitæ, 12) a los fieles, resulta que esta norma corresponde al conjunto de la doctrina revelada contenida en las fuentes bíblicas (cf. Humanæ vitæ, 4).

4. Se trata aquí no sólo del conjunto de la doctrina moral contenida en la Sagrada Escritura, de su premisas esenciales y del carácter general de su contenido, sino también de ese conjunto más amplio, al que hemos dedicado anteriormente numerosos análisis, al tratar de la «teología del cuerpo».

Propiamente, desde el fondo de este amplio conjunto, resulta evidente que la citada norma moral pertenece no sólo a la ley moral natural, sino también al orden moral revelado por Dios: también desde este punto de vista ello no podría ser de otro modo, sino únicamente tal cual lo ha transmitido la tradición y el magisterio y, en nuestros días, la Encíclica «Humanæ vitæ», como documento contemporáneo de este magisterio.

Pablo VI escribe: «Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental». (Humanæ vitæ, 12). Podemos añadir: ellos pueden comprender, también, su profunda conformidad con todo lo que transmite la Tradición, derivada de las fuentes bíblicas. Las bases de esta conformidad deben buscarse particularmente en la antropología bíblica. Por otra parte, es sabido el significado que la antropología tiene para la ética, o sea, para la doctrina moral. Parece, pues, que es del todo razonable buscar precisamente en la «teología del cuerpo» el fundamento de la verdad de las normas que se refieren a la problemática tan fundamental del hombre en cuanto «cuerpo»: «los dos serán una misma carne» (Gén 2, 24).

5. La norma de la Encíclica «Humanæ vitæ» afecta a todos los hombres, en cuanto que es una norma de la ley natural y se basa en la conformidad con la razón humana (cuando ésta, se entiende, busca la verdad). Con mayor razón ella concierne a todos los fieles, miembros de la Iglesia, puesto que el carácter razonable de esta norma encuentra indirectamente confirmación y sólido sostén en el conjunto de la «teología del cuerpo». Desde este punto de vista hemos hablado, en anteriores análisis, del «ethos» de la redención del cuerpo.

La norma de la ley natural, basada en este «ethos», encuentra no solamente una nueva expresión, sino también un fundamento más pleno antropológico y ético, bien sea en la palabra del Evangelio, bien sea en la acción purificante y fortificante del Espíritu Santo.

Hay, pues, razones suficientes para que los creyentes y, en particular, los teólogos relean y comprendan cada vez más profundamente la doctrina moral de la Encíclica en este contexto integral.

Las reflexiones, que desde hace tiempo venimos haciendo, constituyen precisamente un intento de una relectura así.

116. «Humanæ vitæ» y «Gaudium et spes» (25-VII-84/29-VII-84)

1. Reanudamos las reflexiones que tienden a colegar la Encíclica «Humanæ vitæ» con el conjunto de la teología del cuerpo.

Esta Encíclica no se limita a recordar la norma moral que concierne a la convivencia conyugal, reafirmándola ante las nuevas circunstancias. Pablo VI, al pronunciarse con el magisterio auténtico mediante la Encíclica (1968), ha tenido delante de sus ojos la autorizada enunciación del Concilio Vaticano II, contenida en la Constitución Gaudium et spes (1965).

La Encíclica, no sólo se halla en la línea de la enseñanza conciliar, sino que constituye también el desarrollo y la complementación de los problemas allí incluidos, de un modo especial con referencia al problema de la «armonía del amor humano con el respeto a la vida». Sobre este punto, leemos en la «Gaudium et spes» las siguientes palabras: «La Iglesia recuerda que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento genuino del amor conyugal» (GS 51).

2. La Constitución Pastoral del Vaticano II excluye toda «verdadera contradicción» en el orden normativo, lo cual, por su parte, confirma Pablo VI, procurando a la vez proyectar luz sobre aquella «no-contradicción» y, de ese modo, motivar la respectiva norma moral, demostrando la conformidad de la misma con la razón.

Sin embargo, la «Humanæ vitæ» habla no tanto de la «no contradicción» en el orden normativo, cuanto de la «inseparable conexión» entre la transmisión de la vida y el auténtico amor conyugal desde el punto de vista de los «dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo» (Humanæ vitæ, 12), de los cuales ya hemos tratado.

3. Nos podríamos detener largamente sobre el análisis de la norma misma; pero el carácter de uno y otro documento lleva, sobre todo, a reflexiones, al menos indirectamente, pastorales. En efecto, la «Gaudium et spes» es una Constitución Pastoral, y la Encíclica de Pablo VI -con todo su valor doctrinal- intenta tener la misma orientación. Quiere ser, efectivamente, respuesta a los interrogantes del hombre contemporáneo. Son, éstos, interrogantes de carácter demográfico y, en consecuencia, de carácter socio-económico y político, relacionados con el crecimiento de la población en el globo terrestre. Son interrogantes que surgen en el campo de las ciencias particulares, y del mismo estilo son los interrogantes de los moralistas contemporáneos (teólogos-moralistas). Son antes que nada los interrogantes de los cónyuges, que se encuentra ya en el centro de la atención de la Constitución conciliar y que la Encíclica toma de nueva con toda la precisión que es de desear. Precisamente leemos en ella: «Consideradas las condiciones de la vida actual y dado el significado que las relaciones conyugales tienen en orden a la armonía entre los esposos y su mutua fidelidad, ¿no sería indicado revisar las normas éticas hasta ahora vigentes, sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos?» (Humanæ vitæ, 3).

4. En la antedicha formulación es evidente la solicitud con la que el autor de la Encíclica procura afrontar los interrogativos del hombre contemporáneo en todo su alcance. El relieve de estos interrogativos supone una respuesta proporcionalmente ponderada y profunda. Pues si, por una parte, es justo esperarse una profunda exposición de la norma, por otra parte, nos es licito esperar que una importancia no menor se conceda a los temas pastorales, ya que conciernen más directamente a la vida de los hombres concretos, de aquellos, precisamente, que se plantean las preguntas mencionadas al principio.

Pablo VI ha tenido siempre delante de si a estos hombres. Expresión de ello es, entre otros, el siguiente pasaje de la «Humanæ vitæ»: «La doctrina de la Iglesia en materia de regulación de la natalidad, promulgadora de la ley divina, aparecerá fácilmente a los ojos de muchos difícil e, incluso, imposible en la práctica. Y en verdad que, como todas las grandes y beneficiosas realidades, exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social. Más aún, no sería posible actuaría sin la ayuda de Dios, que sostiene y fortalece la buena voluntad de los hombres. Pero a todo aquel que reflexione seriamente, no puede menos que aparecer que tales esfuerzos ennoblecen al hombre y benefician la comunidad humana» (Humanæ vitæ, 20).

5. A esa altura no se habla más de la no-contradicción normativa, sino sobre todo de la «posibilidad de la observancia de la ley divina», es decir, de un tema, al menos indirectamente, pastoral. El hecho de que la ley tenga que ser de «posible» puesta en práctica, pertenece directamente a la misma naturaleza de la ley y está, por tanto, contenido en el cuadro de la «no-contradictoriedad normativa». Sin embargo, la «posibilidad», entendida como actualidad de la norma, pertenece también a la esfera práctica y pastoral. Mi predecesor habla en el texto citado, precisamente, de este punto de vista.

6. Se puede añadir una consideración: de hecho que toda la retrovisión bíblica, denominada «teología del cuerpo», nos ofrezca también, aunque indirectamente, la confirmación de la verdad de la norma moral, contenida en la «Humanæ vitæ», nos predispone a considerar, más a fondo, los aspectos prácticos y pastorales del problema en su conjunto. Los principios y presupuestos generales de la «teología del cuerpo». ¿No estaban, quizás, sacados todos ellos de las respuestas que Cristo dio a las preguntas de sus concretos interlocutores? Y los textos de Pablo -como, por ejemplo, los de la Carta a los Corintios-, ¿no son, acaso, un pequeño manual en orden a los problemas de la vida moral de los primeros seguidores de Cristo? Y en estos textos encontramos ciertamente, esa «norma de comprensión» que parece tan indispensable frente a los problemas de que trata la «Humanæ vitæ», y que está presente en esta Encíclica.

Si alguien cree que el Concilio y la Encíclica no tienen bastante en cuenta las dificultades presentes en la vida concreta, es porque no comprende las preocupaciones pastorales que hubo en el origen de tales documentos. Preocupación pastoral significa búsqueda del verdadero bien del hombre, promoción de los valores impresos por Dios en la propia persona; es decir, significa la puesta en acto de «aquella regla de comprensión» que intenta siempre el descubrimiento cada vez más claro del designio de Dios sobre el amor humano, con la certeza de que el único y verdadero bien de la persona humana consiste en la realización de este designio divino.

Se podría decir que, precisamente, en nombre de la mencionada «norma de comprensión», el Concilio ha planteado la cuestión de la «armonía del amor humano con el respeto a la vida» (GS 51), y la Encíclica «Humanæ vitæ», no sólo ha recordado luego las normas morales que obligan en este ámbito, sino que se ocupa además, ampliamente, del problema de la «posibilidad de la observancia de la ley divina» .

Estas reflexiones actuales sobre el carácter del documento «Humanæ vitæ» nos preparan para tratar a continuación el tema de la «paternidad responsable».

117. Paternidad y maternidad responsables (1-VIII-84/5-VIII-84)

1. Hemos elegido para hoy el tema de la «paternidad y maternidad responsables», a la luz de la Constitución «Gaudium et spes» y de la Encíclica «Humanæ vitæ».

La Constitución conciliar, al afrontar el tema, se limita a recordar las premisas fundamentales; el documento pontificio, en cambio, va más allá, dando a estas premisas unos contenidos más concretos.

El texto conciliar dice así: «...Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen integro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal» (GS 51).

Y el Concilio añade: «Fundados en estos principios, no es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad» (GS 51).

2. Antes del pasaje citado (cf. GS 50), el Concilio enseña que los cónyuges «con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y, con dócil reverencia hacia Dios» (GS 50). Lo cual quiere decir que: «De común acuerdo y común esfuerzo, se tomarán un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales; y, finalmente, teniendo en cuenta al bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia» (GS 50).

Al llegar a este punto siguen palabras particularmente importantes para determinar, con mayor precisión, el carácter moral de la «paternidad y maternidad responsables». Leemos: «Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente» (GS 50).

Y continuando: «En su modo de obrar, Ios esposos cristianos serán conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo» (GS 50).

3. La Constitución conciliar, limitándose a recordar las premisas esenciales para una «paternidad y maternidad responsables», las pone de relieve de manera totalmente unívoca, precisando los elementos constitutivos de semejante paternidad y maternidad, es decir: el juicio maduro de la conciencia personal en su relación con la ley divina, auténticamente interpretada por el Magisterio de la Iglesia.

4. La Encíclica «Humanæ vitæ», basándose en las mismas premisas, avanza algo más, ofreciendo indicaciones concretas. Ello se ve, sobre todo, en el modo de definir la «paternidad responsable» (Humanæ vitæ, 10). Pablo VI trata de precisar este concepto, encareciendo los diversos aspectos y excluyendo, de antemano, su reducción a uno de los aspectos «parciales», como hacen quienes hablan, exclusivamente, del control de la natalidad. En efecto, desde el principio, Pablo VI se ve guiado, en su argumentación, por una concepción integral del hombre (cf. Humanæ vitæ, 7) y del amor conyugal (cf. Humanæ vitæ, 8, 9).

5. Se puede hablar de responsabilidad en el ejercicio de la función paterna y materna, bajo distintos aspectos. Así, escribe él: «En relación a los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana» (Humanæ vitæ, 10). Cuando se trata, luego, de la dimensión psicológica de «las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad» (Humanæ vitæ, 10).

Se sigue de ello que en la concepción de la «paternidad responsable» está contenida la disposición no solamente a evitar «un nuevo nacimiento», sino también a hacer crecer la familia según los criterios de la prudencia.

Bajo esta luz, desde la cual es necesario examinar y decidir la cuestión de la «paternidad responsable», queda siempre como central «el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (Humanæ vitæ, 10) .

6. Los esposos, dentro de este ámbito, cumplen «plenamente sus deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores» (Humanæ vitæ, 10). No se puede, por tanto, hablar aquí de «proceder según el propio antojo». Al contrario, los cónyuges deben «conformar su conducta a la intención creadora de Dios» (Humanæ vitæ, 10).

Partiendo de este principio, la Encíclica fundamenta su argumentación sobre «la estructura íntima del acto conyugal» y sobre «la inseparable conexión entre los dos significados del acto conyugal» (cf. Humanæ vitæ, 12); todo lo cual ha sido ya tratado anteriormente. El relativo principio de la moral conyugal resulta ser, por lo tanto, la fidelidad al plan divino, manifestando en la «estructura íntima del acto conyugal» y en «el inseparable nexo entre los dos significados del acto conyugal».

118. La regulación de la natalidad (8-VIII-84/12-VIII-84)

1. Hemos dicho anteriormente que el principio de la moral conyugal, que la iglesia enseña (Concilio Vaticano II, Pablo VI), es el criterio de la fidelidad al plan divino.

De acuerdo con este principio, la Encíclica «Humanæ vitæ» distingue rigurosamente entre lo que constituye el modo moralmente ilícito de la regulación de los nacimientos o, con mayor precisión, de la regulación de la fertilidad, y el moralmente recto.

En primer lugar, es moralmente ilícita «la interrupción directa del proceso generador ya iniciado» («aborto») (Humanæ vitæ, 14), la «esterilización directa» y «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (Humanæ vitæ, 14), por tanto todos los medios contraceptivos. Es por el contrario moralmente lícito, «el recurso a los períodos infecundos» (Humanæ vitæ, 16): «Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inminentes a las funciones generadoras para usar el matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales...» (Humanæ vitæ, 16).

2. La Encíclica subraya de modo particular que «entre ambos casos existe una diferencia esencial» (Humanæ vitæ, 16), esto es, una diferencia de naturaleza ética: «En el primero, los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo, impiden el desarrollo de los procesos naturales» (Humanæ vitæ, 16).

De ello se derivan dos acciones con calificación ética diversa, más aún, incluso opuestas: la regulación natural de la fertilidad es moralmente recta, la contracepción no es moralmente recta. Esta diferencia esencial entre las dos acciones (modos de actuar) concierne a su intrínseca calificación ética, si bien mi predecesor Pablo VI afirma que «tanto en uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles», e incluso escribe: «buscando la seguridad de que no se seguirá» (Humanæ vitæ, 16). En estas palabras el documento admite que, si bien también los que hacen uso de las prácticas anticonceptivas puedan estar inspirados por «razones plausibles», sin embargo ello no cambia la calificación moral que se funda en la estructura misma del acto conyugal como tal.

3. Se podría observar, en este punto, que los cónyuges que recurren a la regulación natural de la fertilidad podrían carecer de las razones válidas de que se ha hablado anteriormente; pero esto constituye un problema ético aparte, dado que se trata del sentido moral de la «paternidad y maternidad responsables».

Suponiendo que las razones para decidir no procrear sean moralmente rectas, queda el problema moral del modo de actuar en tal caso, y esto se expresa en un acto que -según la doctrina de la Iglesia transmitida en la Encíclica- posee su intrínseca calificación moral positiva o negativa. La primera, positiva, corresponde a la «natural» regulación de la fertilidad; la segunda, negativa, corresponde a la «contracepción artificial».

4. Toda la argumentación precedente se resume en la exposición de la doctrina contenida en la «Humanæ vitæ», advirtiendo en ella el carácter normativo y al mismo tiempo pastoral. En la dimensión normativa se trata de precisar y aclarar los principios morales del actuar; en la dimensión pastoral se trata sobre todo de ilustrar la posibilidad de actuar según estos principios («posibilidad de la observancia de la ley divina», Humanæ vitæ, 20).

Debemos detenernos en la interpretación del contenido en la Encíclica. A tal fin es necesario ver ese contenido, ese conjunto normativo-pastoral a la luz de la teología del cuerpo, tal como emerge del análisis de los textos bíblicos.

5. La teología del cuerpo no es tanto una teoría, cuanto más bien una específica, evangélica, cristiana pedagogía del cuerpo. Esto se deriva del carácter de la Biblia, y sobre todo del Evangelio que, como mensaje salvífico, revela lo que es verdadero bien del hombre, a fin de modelar -a medida de este bien- la vida en la tierra, en la perspectiva de la esperanza del mundo futuro.

La Encíclica «Humanæ vitæ», siguiendo esta línea, responde a la cuestión sobre el verdadero bien del hombre como persona, en cuanto varón y mujer; sobre lo que corresponde a la dignidad del hombre y de la mujer, cuando se trata del importante problema de la transmisión de la vida en la convivencia conyugal.

A este problema dedicaremos ulteriores reflexiones.

119. La transmisión de la vida (22-VIII-84/26-VIII-84)

1. ¿Cuál es la esencia de la doctrina de la Iglesia acerca de la transmisión de la vida en la comunidad conyugal, de esa doctrina que nos ha recordado la Constitución pastoral del Concilio «Gaudium et spes» y la Encíclica «Humanæ vitæ» del Papa Pablo VI?

El problema está en mantener la relación adecuada entre lo que se define «dominio... de las fuerzas de la naturaleza» (Humanæ vitæ, 2) y el «dominio de sí» (Humanæ vitæ, 21), indispensable a la persona humana. El hombre contemporáneo manifiesta la tendencia a transferir los métodos propios del primer ámbito a los de segundo. «El hombre ha llevado a cabo progresos estupendos en el dominio y en la organización racional de las fuerzas de la naturaleza -leemos en la Encíclica-, de modo que tiende a extender ese dominio a su mismo ser global: al cuerpo, a la vida psíquica, a la vida social y hasta las leyes que regulan la transmisión de la vida» (Humanæ vitæ, 2).

Esta extensión de la esfera de los medios de «dominio... de las fuerzas de la naturaleza» amenaza a la persona humana, para la cual el método del «dominio de sí» es y sigue siendo específico. Efectivamente, el dominio de sí corresponde a la constitución fundamental de la persona: es precisamente un método «natural». En cambio, la transferencia de los «medios artificiales» rompe la dimensión constitutiva de la persona, priva al hombre de la subjetividad que le es propia y hace de él un objeto de manipulación.

2. El cuerpo humano no es sólo el campo de reacciones de carácter sexual, sino que es, al mismo tiempo, el medio de expresión del hombre integral, de la persona, que se revela a sí misma a través del «lenguaje del cuerpo». Este «lenguaje» tiene un importante significado interpersonal, especialmente cuando se trata de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer. Además, nuestros análisis precedentes muestran que en este caso el «lenguaje del cuerpo» debe expresar, a un nivel determinado, la verdad del sacramento. Efectivamente, al participar del eterno plan de amor («Sacramentum absconditum in Deo»), el «lenguaje del cuerpo» se convierte en un «profetismo del cuerpo».

Se puede decir que la Encíclica «Humanæ vitæ» lleva a las últimas consecuencias, no sólo lógicas y morales, sino también prácticas y pastorales, esta verdad sobre el cuerpo humano en su masculinidad y feminidad .

3. La unidad de los dos aspectos del problema -de la dimensión sacramental (o sea, teológica) y de la personalística- corresponde a la global «revelación del cuerpo». De aquí se deriva también la conexión de la visión estrictamente teológica con la ética, que nace de la «ley natural».

En efecto, el sujeto de la ley natural es el hombre no sólo en el aspecto «natural» de su existencia, sino también en la verdad integral de su subjetividad personal. El señor manifiesta, en la Revelación, como hombre y mujer, en su plena vocación temporal y escatológica. Es llamado por Dios para ser testigo e intérprete del eterno designio del amor, convirtiéndose en ministro del sacramento que, «desde el principio», se constituye en el signo de la «unión de la carne».

4. Como ministros de un sacramento que se realiza por medio del consentimiento y se perfecciona por la unión conyugal, el hombre y la mujer están llamados a expresar ese misterioso «lenguaje» de sus cuerpos en toda la verdad que les es propia. Por medio de los gestos y de las reacciones, por medio de todo el dinamismo, recíprocamente condicionado, de la tensión y del gozo -cuya fuente directa es el cuerpo en su masculinidad y feminidad, el cuerpo en su acción e interacción- a través de todo esto «habla» el hombre, la persona.

El hombre y la mujer con el «lenguaje del cuerpo» desarrollan ese diálogo que -según el Génesis 2, 24-25- comenzó el día de la creación. Y precisamente a nivel de este «lenguaje del cuerpo» -que es algo más que la sola reactividad sexual y que, como auténtico lenguaje de las personas, está sometido a las exigencias de la verdad, es decir a normas morales objetivas-, el hombre y la mujer se expresan recíprocamente a sí mismos del modo más pleno y más profundo, en cuanto les es posible por la misma dimensión somática de la masculinidad y femineidad: el hombre y la mujer se expresan a sí mismos en la medida de toda la verdad de su persona.

5. El hombre es persona precisamente porque es dueño de sí y se domina a sí mismo. Efectivamente, en cuanto que es dueño de sí mismo puede «donarse» al otro. Y ésta es una dimensión -dimensión de la libertad del don que se convierte en esencial y decisiva para ese «lenguaje del cuerpo», en el que el hombre y la mujer se expresan recíprocamente en la unión conyugal. Dado que esta comunión es comunión de personas, el «lenguaje del cuerpo» debe juzgarse según el criterio de la verdad. Precisamente la Encíclica «Humanæ vitæ» presenta este criterio, como confirman los pasajes antes citados.

6. Según el criterio de esta verdad, que debe expresarse con el «lenguaje del cuerpo», el acto conyugal «significa» no sólo el amor, sino también la fecundidad potencial, y por esto no puede ser privado de su pleno y adecuado significado mediante intervenciones artificiales. En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en cierto sentido, el uno a través de otro. Así enseña la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 12). Por lo tanto en este caso el acto conyugal, privado de su verdad interior, al ser privado artificialmente de su capacidad procreadora, deja también de ser acto de amor.

7. Puede decirse que en el caso de una separación artificial de estos dos significados, en el acto conyugal se realiza una real unión corpórea, pero no corresponde a la verdad interior ni a la dignidad de la comunión personal: communio personarum. Efectivamente esta comunión exige que el «lenguaje del cuerpo» se exprese recíprocamente en la verdad integral de su significado. Si falta esta verdad, no se puede hablar ni de la verdad el dominio de sí, ni de la verdad del don recíproco y de la recíproca aceptación de sí por parte de la persona. Esta violación del orden interior de la comunión conyugal, que hunde sus raíces en el orden mismo de la persona, constituye el mal esencial del acto anticonceptivo.

8. Tal interpretación de la doctrina moral, expuesta en la Encíclica «Humanæ vitæ», se sitúa sobre el amplio trasfondo de las reflexiones relacionadas con la teología del cuerpo. Resultan especialmente válidas para esta interpretación las reflexiones sobre el «signo» en conexión con el matrimonio, entendido como sacramento. Y la esencia de la violación que perturba el orden interior del acto conyugal no puede entenderse de modo teológicamente adecuado, sin las reflexiones sobre el tema de la «concupiscencia de la carne».

120. La anticoncepción y la continencia periódica (29-VIII-84/2-IX-84)

1. La Encíclica «Humanæ vitæ», demostrando el mal moral de la anticoncepción, al mismo tiempo, aprueba plenamente la regulación natural de la natalidad y, en este sentido, aprueba la paternidad y maternidad responsables. Hay que excluir aquí que pueda ser calificada de «responsable», desde el punto de vista ético, la procreación en la que se recurre a la anticoncepción para realizar la regulación de la natalidad. El verdadero concepto de «paternidad y maternidad responsables», por el contrario, está unido a la regulación de la natalidad honesta desde el punto de vista ético.

2. Leemos a este propósito: «Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone, sin ningún género de duda, una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales...» (Humanæ vitæ, 21).

3. La Encíclica ilustra luego las consecuencia de este comportamiento no sólo para los mismos esposos, sino también para toda la familia, entendida como comunidad de personas. Habrá que volver a tomar en consideración este tema. La Encíclica subraya que la regulación de la natalidad éticamente honesta exige de los cónyuges ante todo un determinado comportamiento familiar y procreador: esto es, exige a los esposos «adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia» (Humanæ vitæ, 21). Partiendo de esta premisa, ha sido necesario proceder a una consideración global de la cuestión, como hizo el Sínodo de los Obispos del año 1980 («De muneribus familiæ christianæ»). Luego, la doctrina relativa a este problema particular de la moral conyugal y familiar, de que trata la Encíclica «Humanæ vitæ», ha encontrado su justo puesto y la óptica oportuna en el contexto total de la Exhortación Apostólica «Familiaris consortio». La teología del cuerpo, sobre todo como pedagogía del cuerpo, hunde sus raíces, en cierto sentido, en la teología de la familia y, a la vez, lleva a ella. Esta pedagogía del cuerpo, cuya clave es hoy la Encíclica «Humanæ vitæ», sólo se explica en el contexto pleno de una visión correcta de los valores de la vida y de la familia.

4. En el texto antes citado el Papa Pablo VI se remite a la castidad conyugal, al escribir que la observancia de la continencia periódica es la forma de dominio de sí, donde se manifiesta «la pureza de los esposos» (Humanæ vitæ, 21).

Al emprender ahora un análisis más profundos de este problema, hay que tener presente toda la doctrina sobre la pureza, entendida como vida del espíritu (cf. Gál 5, 25), que ya hemos considerado anteriormente, a fin de comprender así las respectivas indicaciones de la Encíclica sobre el tema de la «continencia periódica». Efectivamente, esa doctrina sigue siendo la verdadera razón, a partir de la cual la enseñanza de Pablo VI define la regulación de la natalidad y la paternidad y maternidad responsables como éticamente honestas.

Aunque la «periodicidad» de la continencia se aplique en este caso a los llamados «ritmos naturales» (Humanæ vitæ, 16), sin embargo, la continencia misma es una determinada y permanente actitud moral, es virtud, y por esto, todo el modo de comportarse, guiado por ella, adquiere carácter virtuoso. La Encíclica subraya bastante claramente que aquí no se trata sólo de una determinada «técnica», sino de la ética en el sentido estricto de la palabra como moralidad de un comportamiento.

Por tanto, la Encíclica pone de relieve oportunamente, por un lado, la necesidad de respetar en tal comportamiento el orden establecido por el Creador, y, por otro, la necesidad de la motivación inmediata de carácter ético.

5. Respecto al primer aspecto leemos: «Usufructuar (...) el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador» (Humanæ vitæ, 13). «La vida humana es sagrada» -como recordó nuestro predecesor de s. m. Juan XXIII en la Encíclica «Mater et Magistra»-, «desde su comienzo compromete directamente la acción creadora de Dios» (AAS 53, 1961; cf. Humanæ vitæ, 13). En cuanto a la motivación inmediata, la Encíclica «Humanæ vitæ» exige que «para espaciar los nacimientos existan serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores...» (Humanæ vitæ, 16).

6. En el caso de una regulación moralmente recta de la natalidad que se realiza mediante la continencia periódica, se trata claramente de practicar la castidad conyugal, es decir, de una determinada actitud ética. En el lenguaje bíblico diríamos que se trata de vivir el espíritu (cf. Gál 5, 25).

La regulación moralmente recta se denomina también «regulación natural de la natalidad», lo que puede explicarse como conformidad con la «ley natural». Por «ley natural» entendemos aquí el «orden de la naturaleza» en el campo de la procreación, en cuanto es comprendido por la recta razón: este orden es la expresión del plan del Creador sobre el hombre. Y esto precisamente es lo que la Encíclica, juntamente con toda la Tradición de la doctrina y de la práctica cristiana, subraya de modo especial: el carácter virtuoso de la actitud que se manifiesta con la regulación «natural» de la natalidad, está determinado no tanto por la fidelidad a una impersonal «ley natural», cuanto al Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en esta ley.

Desde este punto de vista, la reducción a la sola regularidad biológica, separada del «orden de la naturaleza», esto es, del «plan del Creador», deforma el auténtico pensamiento de la Encíclica «Humanæ vitæ» (cf. Humanæ vitæ, 14).

El documento presupone ciertamente esa regularidad biológica, más aún, exhorta a las personas competentes a estudiarla y aplicarla de un modo aún más profundo, pero entiende siempre esta regularidad como la expresión del «orden de la naturaleza» esto es, del plan providencial del Creador, en cuya fiel ejecución consiste el verdadero bien de la persona humana.

121. Continencia periódica responsable (5-IX-84/9-IX-84)

1. Hemos hablado anteriormente de la regulación honesta de la fertilidad según la doctrina contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ» (n. 19) y en la Exhortación «Familiaris consortio». La cualificación del «natural», que se atribuye a la regulación moralmente recta de la fertilidad (siguiendo los ritmos naturales, cf. Humanæ vitæ, 16), se explica con el hecho de que el relativo modo de comportarse corresponde a la verdad de la persona y, consiguientemente, a su dignidad: una dignidad que por naturaleza afecta al hombre en cuanto ser racional y libre. El hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa «paternidad-maternidad» responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundidad humana. El concepto de la regulación moralmente recta de la fertilidad no es sino la relectura del «lenguaje del cuerpo» en la verdad. Los mismos «ritmos naturales inminentes en las funciones generadoras» pertenecen a la verdad objetiva del lenguaje que las personas interesadas deberían releer en su contenido objetivo pleno. Hay que tener presente que el «cuerpo habla» no sólo con toda la expresión externa de la masculinidad y femineidad, sino también con las estructuras internas del organismo, de la reactividad somática y psicosomática. Todo ello debe tener el lugar que le corresponde en el lenguaje con que dialogan los cónyuges en cuanto personas llamadas a la comunión en la «unión del cuerpo».

2. Todos los esfuerzos tendentes al conocimiento cada vez más preciso de los «ritmos naturales» que se manifiestan en relación con la procreación humana, todos los esfuerzos también de los consultorios familiares y, en fin, de los mismos cónyuges interesados, no miran a «biologizar» el lenguaje del cuerpo (a «biologizar la ética», como algunos opinan erróneamente), sino exclusivamente a garantizar la verdad integral a ese «lenguaje del cuerpo» con el que los cónyuges deben expresarse con madurez frente a las exigencias de la paternidad y maternidad responsables.

La Encíclica «Humanæ vitæ» subraya en varias ocasiones que la «paternidad responsable» está vinculada a un esfuerzo y tesón continuos, y que se lleva a efecto al precio de una ascesis concreta (cf. Humanæ vitæ, 21). Estas y otras expresiones semejantes hacen ver que en el caso de la «paternidad responsable», o sea, de la regulación de la fertilidad moralmente recta, se trata de lo que es el bien verdadero de las personas humanas y de lo que corresponde a la verdadera dignidad de la persona.

3. El recurso a los «periodos infecundos» en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos si los cónyuges tratan así de eludir sin razones justificadas la procreación, rebajándose a un nivel inferior al que es moralmente justo, de los nacimientos en su familia. Es preciso que se establezca este nivel justo teniendo en cuenta no sólo el bien de la propia familia y estado de salud y posibilidades de los mismos cónyuges, sino también el bien de la sociedad a que pertenecen, de la Iglesia y hasta de la humanidad entera.

La Encíclica «Humanæ vitæ» presenta la «paternidad responsable» como expresión de un alto valor ético. De ningún modo va enderezada unilateralmente a la limitación y, menos aún, a la exclusión de la prole: supone también la disponibilidad a acoger una prole más numerosa. Sobre todo, según la Encíclica «Humanæ vitæ», la «paternidad responsable» realiza «una vinculación más profunda con el orden moral objetivo establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia» (Humanæ vitæ, 10).

4. La verdad de la paternidad-maternidad responsable y su realización va unida a la madurez moral de la persona, y es aquí donde muy frecuentemente se manifiesta la divergencia entre aquello a que la Encíclica atribuye explícitamente el primado y aquello a lo que se da a este primado en la mentalidad corriente.

En la Encíclica se pone en primer plano la dimensión ética del problema subrayando el papel de la virtud de la templanza rectamente entendida. En el ámbito de esta dimensión hay también un «método» adecuado para actuar según él. En el modo corriente de pensar acontece con frecuencia que el «método», desvinculado de la dimensión ética que le es propia, se pone en acto de modo meramente funcional y hasta utilitario. Separando el «método natural» de la dimensión ética, se deja de percibir la diferencia existente entre éste y otros «métodos» (medios artificiales) y se llega a hablar de él como si se tratase sólo de una forma diversa de anticoncepción.

5. Desde el punto de vista de la auténtica doctrina expresada en la Encíclica «Humanæ vitæ», es importante, por consiguiente, presentar correctamente el método a que alude dicho documento (cf. Humanæ vitæ, 16); es importante sobre todo profundizar en la dimensión ética, en cuyo ámbito por ser «natural» asume el significado de método honesto «moralmente recto». Y, por ello, en el marco de este análisis nos convendrá dedicar la atención principalmente a lo que afirma la Encíclica sobre el tema del dominio de sí mismo y sobre la continencia. Sin una interpretación penetrante de este tema no llegaremos al núcleo de la verdad moral ni tan poco al núcleo de la verdad antropológica del problema. Ya se ha hecho notar anteriormente que las raíces de este problema se hunden en la teología del cuerpo: es ésta (cuando pasa a ser, como debe, pedagogía del cuerpo) la que constituye en realidad el «método» moralmente honesto de la regulación de la natalidad entendido en su sentido más profundo y más pleno.

6. Expresando a continuación los carácteres de los valores específicamente morales de la regulación «natural» de la natalidad (es decir, honesta, o sea moralmente recta), el autor de la «Humanæ vitæ» se expresa así: «Esta disciplina... aporta a la vida familiar frutos de serenidad y de paz, y facilita la solución de otros problemas: favorece la atención hacia el otro cónyuge; ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraiza más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles» (Humanæ vitæ, 21).

7. Las frases citadas completan el cuadro de lo que la Encíclica «Humanæ vitæ» entiende por «práctica honesta de la regulación de la natalidad» (Humanæ vitæ, 21). Esta es, como se ve, no sólo un «modo de comportarse» en un campo determinado, sino una actitud que se funda en la madurez moral integral de las personas, y al mismo tiempo la completa.

122. Vida espiritual de los esposos (3-X-84/7-X-84)

1. Refiriéndonos a la doctrina contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ», trataremos de delinear ulteriormente la vida espiritual de los esposos.

Estas son las grandes palabras de la Encíclica: «La Iglesia, al mismo tiempo que enseña las exigencias imprescriptibles de la ley divina, anuncia la salvación y abre con los sacramentos los caminos de la gracia, la cual hace del hombre una nueva criatura, capaz de corresponder en el amor y en la verdadera libertad al designio de su Creador y Salvador y de encontrar suave el yugo de Cristo.

«Los esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el sacramento del matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges son corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su vocación hasta la perfección y par dar testimonio propio de ellos delante del mundo. A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana» (Humanæ vitæ, 25).

2. Al mostrar el mal moral del acto anticonceptivo, y delineando, al mismo tiempo, un cuadro posiblemente integral de la práctica «honesta» de la regulación de la fertilidad, o sea, de la paternidad y maternidad responsables, la Encíclica «Humanæ vitæ» crea las premisas que permiten trazar las grandes líneas de la espiritualidad cristiana, de la vocación y de la vida conyugal e, igualmente, de la de los padres y de la familia.

Más aún, puede decirse que la Encíclica presupone toda la tradición de esta espiritualidad, que hunde sus raíces en las fuentes bíblicas, ya analizadas anteriormente, brindando la ocasión de reflexionar de nuevo sobre ellas y hacer una síntesis adecuada.

Conviene recordar aquí lo que se ha dicho sobre la relación orgánica entre la teología del cuerpo y la pedagogía del cuerpo. Esta «teología-pedagogía», en efecto, constituye ya de por sí el núcleo esencial de la espiritualidad conyugal. Y esto lo indican también las frases de la Encíclica que hemos citado.

3. Ciertamente, reelería e interpretaría de forma errónea la Encíclica «Humanæ vitæ» el que viese en ella tan sólo la reducción de la «paternidad y maternidad responsables» a los solos «ritmos biológicos de fecundidad». El autor de la Encíclica desaprueba enérgicamente y contradice toda forma de interpretación reductiva (y en este sentido «parcial»), y vuelve a proponer con insistencia la comprensión integral. La paternidad-maternidad responsable, entendida integralmente, no es más que un importante elemento de toda la espiritualidad conyugal y familiar, es decir, de esa vocación de la que habla el texto citado de la «Humanæ vitæ», cuando afirma que los cónyuges deben realizar «su vocación hasta la perfección» (Humanæ vitæ, 25). El sacramento del matrimonio los corrobora y como consagra para conseguirla (cf. Humanæ vitæ, 25).

A la luz de la doctrina, expresada en la Encíclica, conviene que nos demos mayor cuenta de esa «fuerza corroborante» que está unida a la «consagración sui generis» del sacramento del matrimonio.

Puesto que el análisis de la problemática ética del documento de Pablo VI estaba centrado sobre todo en la exactitud de la respectiva norma, el esbozo de la espiritualidad conyugal que allí se encuentra, intenta poner de relieve precisamente estas «fuerzas» que hacen posible el auténtico testimonio cristiano de la vida conyugal.

4. «No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos: para ellos, como para todos, la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida (cf. Mt 7, 14). Pero la esperanza de esta vida debe iluminar su camino mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo presente, conscientes de que la forma de este mundo es pasajera» (Humanæ vitæ, 25).

En la Encíclica, la visión de la vida conyugal está, en cada pasaje, marcada por realismo cristiano, y esto es precisamente lo que más ayuda a conseguir esas «fuerzas» que permiten formar la espiritualidad de los cónyuges y de los padres en el espíritu de una auténtica pedagogía del corazón y del cuerpo.

La misma conciencia «de la vida futura» abre, por decirlo así, un amplio horizonte de esas fuerzas que deben guiarlos por la senda angosta (cf. Humanæ vitæ, 25) y conducirlos por la puerta estrecha (cf. Humanæ vitæ, 25) de la vocación evangélica.

La Encíclica dice: «Afronten, pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la esperanza, que no engaña, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones junto con el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Humanæ vitæ, 25).

5. He aquí la fuerza» esencial y fundamental: el amor injertado en el corazón («difundido en los corazones») por el Espíritu Santo. Luego la Encíclica indica cómo los cónyuges deben implorar esta «fuerza» esencial y toda otra «ayuda divina» con la oración; cómo deben obtener la gracia y el amor de la fuente siempre viva de la Eucaristía; cómo deben superar «con humilde perseverancia» las propias faltas y los propios pecados en el sacramento de la penitencia.

Estos son los medios -infalibles e indispensables- para formar la espiritualidad cristiana de la vida conyugal y familiar. Con ellos esa esencial y espiritualmente creativa «fuerza» de amor llega a los corazones humanos y, al mismo tiempo, a los cuerpos humanos en su subjetiva masculinidad y feminidad. Efectivamente, este amor permite construir toda la convivencia de los esposos según «la verdad del signo», por medio de la cual se construye el matrimonio en su dignidad sacramental, como pone de relieve el punto central de la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 21).

123. Amor conyugal a imagen del amor divino (10-X-84/14-X-84)

1. Continuamos delineando la espiritualidad conyugal a la luz de la Encíclica «Humanæ vitæ».

Según la doctrina contenida en ella, en conformidad con las fuentes bíblicas y con toda la Tradición, el amor es -desde el punto de vista subjetivo- «fuerza», es decir, capacidad del espíritu humano, de carácter «teológico» (o mejor, «teologal»). Esta es, pues, la fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo ama en el misterio de la creación y de la redención. Es el amor que «se complace en la verdad» (1 Cor 13, 6), esto es, en el cual se expresa la alegría espiritual (el «frui» agustiniano) de todo valor auténtico: gozo semejante al gozo del mismo Creador, que al principio vio que «era muy bueno» (Gén 1, 31).

Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el «lenguaje» del cuerpo de la verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio, la fuerza del amor lo corrobora siempre de nuevo en esa verdad, a fin de que el misterio de la redención del cuerpo pueda fructifican en ella.

2. El mismo amor, que hace posible y hace ciertamente que el diálogo conyugal se realice según la verdad plena de la vida de los esposos, es, a la vez, fuerza, o sea, capacidad de carácter moral, orientada activamente hacia la plenitud del bien y, por esto mismo, hacia todo verdadero bien. Por lo cual, su tarea consiste en salvaguardar la unidad indivisible de los «dos significados del acto conyugal, de los que trata la Encíclica (Humanæ vitæ, 12), es decir, en proteger tanto el valor de la verdadera unión de los esposos (esto es, de la comunión personal), como el de la paternidad y maternidad responsables (en su forma madura y digna del hombre).

3. Según el lenguaje tradicional, el amor, como «fuerza» superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer, en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales.

El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, juntamente con la particular «consagración» del sacramento del matrimonio, comporta una coordinación correcta de los fines, según los cuales -en la enseñanza tradicional de la Iglesia- se constituye el orden moral (o mejor, «teologal y moral») de la vida de los esposos.

La doctrina de la Constitución «Gaudium et spes», igual que la de la Encíclica «Humanæ vitæ», clarifican el mismo orden moral con referencia al amor, entendido como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad.

Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar.

4. La función del amor, que es «derramado en los corazones» (Rom 5, 5) de los esposos como fundamental fuerza espiritual de su pacto conyugal, consiste -como se ha dicho- en proteger tanto el valor de la verdadera comunión de los cónyuges, como el de la paternidad-maternidad verdaderamente responsable. La fuerza del amor -auténtica en el sentido teológico y ético- se manifiesta en que el amor une correctamente «los dos significados del acto conyugal», excluyendo no sólo en la teoría, sino sobre todo en la práctica, la «contradicción» que podría darse en este campo. Esta «contradicción» es el motivo más frecuente de objeción a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la enseñanza de la Iglesia. Es necesario un análisis bien profundo, y no sólo teológico, sino también antropológico (hemos tratado de hacerlo en toda la presente reflexión), para demostrar que en este caso no hay que hablar de «contradicción», sino sólo de «dificultad». Ahora bien, la Encíclica misma subraya esta «dificultad» en varios pasajes.

Y ésta se deriva del hecho de que la fuerza del amor está injertada en el hombre insiado por la concupiscencia: en los sujetos humanos el amor choca con la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16), en particular con la concupiscencia de la carne, que deforma la verdad del «lenguaje del cuerpo». Y, por esto, tampoco el amor está en disposición de realizarse en la verdad del «lenguaje del cuerpo», si no es mediante el dominio de la concupiscencia.

5. Si el elemento clave de la espiritualidad de los esposos y de los padres -esa «fuerza» esencial que los cónyuges deben sacar continuamente de la «consagración» sacramental- es el amor, este amor, como se deduce del texto de la Encíclica (cf. Humanæ vitæ, 20), está por su naturaleza unido con la castidad que se manifiesta como dominio de sí, o sea, como continencia: en particular, como continencia periódica. En el lenguaje bíblico, parece aludir a esto el autor de la Carta a los Efesios, cuando en su texto «clásico» exhorta a los esposos a estar «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

Puede decirse que la Encíclica «Humanæ vitæ» es precisamente el desarrollo de esta verdad bíblica sobre la espiritualidad cristiana conyugal y familiar. Sin embargo, para hacerlo aún más claro, es preciso un análisis más profundo de la virtud de la continencia y de su particular significado para la verdad del mutuo «lenguaje del cuerpo» en la convivencia conyugal e (indirectamente) en la amplia esfera de las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer.

Emprenderemos este análisis en las sucesivas reflexiones.

124. La virtud de la continencia (24-X-84/28-X-84)

1. Conforme a lo que había anunciado, emprendemos hoy el análisis de la virtud de la continencia.

La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus consecuencias, en la subjetividad psicosomática del hombre. Esta capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud.

Sabemos por los análisis precedentes que la concupiscencia de la carne, y el relativo «deseo» de carácter sexual que suscita, se manifiesta con un específico impulso de la esfera de la reactivación somática y, además, con una excitación psicoemotiva del impulso sexual.

El sujeto personal, para llegar a adueñarse de tal impulso y excitación, debe esforzarse con una; progresiva educación en el autocontrol de la voluntad, de los sentimientos, de las emociones, que tiene que desarrollarse a partir los gestos más sencillos, en los cuales resulta relativamente fácil llevar a cabo la decisión interior. Esto supone, como es obvio, la percepción clara de los valores expresados en la norma y en la consiguiente maduración de sólidas convicciones que, si van acompañadas por la perspectiva disposición de la voluntad, dan origen a la correspondiente virtud. Esta es precisamente la virtud de la continencia (dominio de sí), que se manifiesta como condición fundamental tanto para que el lenguaje recíproco del cuerpo permanezca en la verdad, como para que los esposos «estén sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo», según palabras bíblicas (Ef 5, 21). Esta «sumisión recíproca» significa la solicitud común por la verdad del «lenguaje del cuerpo»; en cambio, la sumisión «en el temor de Cristo» indica el don del temor de Dios (don del Espíritu Santo) que acompaña a la virtud de la continencia.

2. Esto es muy importante para una comprensión adecuada de la virtud de la continencia y, en particular, de la llamada «continencia periódica», de la que trata la Encíclica «Humanæ vitæ». La convicción de que la virtud de la continencia «se opone» a la concupiscencia de la carne es justa, pero no es completa del todo. No es completa, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que esta virtud no aparece y no actúa de forma abstracta y, por lo tanto, aisladamente, sino siempre en conexión con las otras (nexus virtum), en conexión, pues, con la prudencia, justicia, fortaleza y sobre todo con la caridad.

A la luz de estas consideraciones, es fácil entender que la continencia no se limita a oponer resistencia a la concupiscencia de la carne, sino que mediante esta resistencia, se abre igualmente a los valores más profundos y más maduros, que son inherentes al significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad así como la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las personas. La concupiscencia misma de la carne, en cuanto busca ante todo el goce carnal y sensual, vuelve al hombre, en cierto sentido, ciego e insensible a los valores más profundos que nacen del amor y que al mismo tiempo constituyen el amor en la verdad interior que le es propia.

3. De este modo se manifiesta también el carácter esencial de la castidad conyugal en su vínculo orgánico con la «fuerza» del amor que es derramado en los corazones de los esposos juntamente con la «consagración» del sacramento del matrimonio. Además, se hace evidente que la invitación dirigida a los cónyuges a fin de que estén «sometidos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21), parece abrir el espacio interior en que ambos se hacen cada vez más sensibles a los valores más profundos y más maduros, que están en conexión con el significado nupcial del cuerpo y con la verdadera libertad del don.

Si la castidad conyugal (y la castidad en general) se manifiesta, en primer lugar, como capacidad de resistir a la concupiscencia de la carne, luego gradualmente se revela como capacidad singular de percibir, amar y realizar esos significados del «lenguaje del cuerpo», que permanecen totalmente desconocidos para la concupiscencia misma y que progresivamente enriquecen el diálogo nupcial de los cónyuges, purificándolo y, a la vez, simplificándolo.

Por esto, la ascesis de la continencia, de la que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 21) no comporta el empobrecimiento de las «manifestaciones afectivas», sin que más bien las hace más intensas espiritualmente, y, por lo mismo, comporta su enriquecimiento.

4. Al analizar de este modo la continencia, en la dinámica propia de esta virtud (antropológica, ética y teológica), nos damos cuenta de que desaparece la aparente «contradicción» que se objeta frecuentemente a la Encíclica «Humanæ vitæ» y a la doctrina de la Iglesia sobre la moral conyugal. Es decir, existiría «contradicción» (según los que plantean tal objeción) entre los dos significados del acto conyugal, el significado unitivo y el procreador (cf. Humanæ vitæ), de tal modo que si no fuera lícito disociarlos, los cónyuges se verían privados del derecho a la unión conyugal, cuando no pudieran responsablemente permitirse procrear.

La Encíclica «Humanæ vitæ» da respuesta a esta aparente «contradicción», si se la estudia profundamente. El Papa Pablo VI, en efecto, confirma que no existe tal «contradicción», sino sólo una «dificultad» vinculada a toda la situación interior del «hombre de la concupiscencia». En cambio, precisamente por razón de esta «dificultad», se asigna al compromiso interior y ascético de los esposos el verdadero orden de la convivencia conyugal, mirando al cual son «corroborados y como consagrados» (Humanæ vitæ, 25) por el sacramento del matrimonio.

El orden de la convivencia conyugal significa, además, la armonía subjetiva entre la paternidad (responsable) y la comunión personal, armonía creada por la castidad conyugal. De hecho, con ella maduran los frutos interiores de la continencia. Por medio de esta maduración interior el mismo acto conyugal adquiere la importancia y dignidad que le son propias en su significado potencialmente procreador; simultáneamente adquieren un adecuado significado todas las «manifestaciones afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para expresar la comunión personal de los esposos proporcionalmente con la riqueza subjetiva de la feminidad y masculinidad.

6. Conforme a la experiencia y a la tradición, la Encíclica pone de relieve que el acto conyugal es también una «manifestación de afecto» (Humanæ vitæ, 16), pero una «manifestación de afecto» especial, porque, al mismo tiempo tiene un significado potencialmente procreador. En consecuencia, está orientado a expresar la unión personal, pero no sólo esa. La Encíclica, a la vez, aunque de modo indirecto, indica múltiples «manifestaciones de afecto», eficaces exclusivamente para expresar la unión personal de los cónyuges.

La finalidad de la castidad conyugal, y, más precisamente aún, la de la continencia, no está sólo en proteger la importancia y la dignidad del acto conyugal en relación con su significado potencialmente procreador, sino también en tutelar la importancia y la dignidad propias del acto conyugal en cuanto que es expresivo de la unión interpersonal, descubriendo en la conciencia y en la experiencia de los esposos todas las otras posibles «manifestaciones de afecto», que expresan su profunda comunión.

Efectivamente, se trata de no causar daño a la comunión de los cónyuges en el caso en que, por justas razones, deban abstenerse del acto conyugal. Y, todavía más, de que esta comunión, construida continuamente, día tras día, mediante conformes «manifestaciones afectivas», constituya, por decirlo así, un amplio terreno, en el que, con las condiciones oportunas, madura la decisión de un acto conyugal moralmente recto.

125. La continencia matrimonial (31-X-84/4-XI-84)

1. Continuamos el análisis de la continencia, a la luz de la enseñanza contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ».

Frecuentemente se piensa que la continencia provoca tensiones interiores, de las que el hombre debe liberarse. A la luz de los análisis realizados, la continencia, integralmente entendida, es más bien el único camino para liberar al hombre de tales tensiones. La continencia no significa más que el esfuerzo espiritual que tiende a expresar el «lenguaje del cuerpo» no sólo en la verdad, sino también en la auténtica riqueza de las «manifestaciones de afecto».

2. ¿Es posible este esfuerzo? Con otras palabras (y bajo otro aspecto) vuelve aquí el interrogante acerca de la «posibilidad de practicar la norma moral», recordada y confirmada por la «Humanæ vitæ». Se trata de uno de los interrogantes más esenciales (y actualmente también uno de los más urgentes) en el ámbito de a espiritualidad conyugal.

La Iglesia está plenamente convencida de la verdad del principio que afirma la paternidad y maternidad responsables -en el sentido explicado en catequesis anteriores-, y esto no sólo por motivos «demográficos», sino por razones más esenciales. Llamamos responsable a la paternidad y maternidad que corresponde a la dignidad personal de los esposos como padres, a la verdad de su persona y del acto conyugal. De aquí se deriva la íntima y directa relación que une esta dimensión con toda la espiritualidad conyugal.

El Papa Pablo VI, en la «Humanæ vitæ», ha expresado lo que, por otra parte, habían afirmado muchos autorizados moralistas y científicos incluso no católicos (1), que precisamente en este campo, tan profundo y esencialemente humano y personal, hay que hacer referencia ante todo al hombre como persona, al sujeto que decide de sí mismo, y no a los «medios» que lo hacen «objeto» (de manipulación) y lo «despersonalizan». Se trata, pues, aquí de un significado auténticamente «humanístico» del desarrollo y del progreso de la civilización humana.

3. ¿Es posible este esfuerzo? Toda la problemática de la Encíclica «Humanæ vitæ» no se reduce simplemente a la dimensión biológica de la fertilidad humana (a la cuestión de los «ritmos naturales de fecundidad»), sino que se remonta a la subjetividad misma del hombre, a ese «yo» personal, por el cual uno es hombre o mujer.

Ya durante los debates en el Concilio Vaticano II, relacionados con el capítulo de la «Gaudium et spes» sobre la «dignidad del matrimonio y de la familia y su valoración», se hablaba de la necesidad de un análisis profundo de las reacciones (y también de las emociones) vinculadas con la influencia recíproca de la masculinidad y femineidad en el sujeto humano (2). Este problema pertenece no tanto a la biología como a la psicología: de la biología y psicología pasa luego a la esfera de la espiritualidad conyugal y familiar. Efectivamente, aquí este problema está en relación íntima con el modo de entender la virtud de la continencia, o sea, del dominio de sí y, en particular, de la continencia periódica.

4. Un análisis atento de la psicología humana (que es, a la vez, un auto-análisis subjetivo y luego se convierte en análisis de un «objeto» accesible a la ciencia humana), permite llegar a algunas afirmaciones esenciales. De hecho, en las relaciones interpersonales donde se manifiesta el influjo recíproco de la masculinidad y feminidad, se libera en el sujeto sico-emotivo, en el «yo» humano, junto a una reacción que se puede calificar como «excitación», otra reacción que se puede calificar como «emoción». Aunque estos dos géneros de reacciones aparecen unidos, es posible distinguirlos experimentalmente y «diferenciarlos» respecto al contenido o a su «objeto» (3).

La diferencia objetiva entre uno y otro género de reacciones consiste en el hecho de que la excitación es ante todo «corpórea» y en este sentido, «sexual»; en cambio, la emoción -aun cuando suscitada por la reacción recíproca de la masculinidad y femineidad- se refiere sobre todo a la otra persona entendida en su «totalidad». Se puede decir que ésta es una «emoción causada por la persona», en relación con su masculinidad o feminidad.

5. Lo que aquí afirmamos referente a la psicología de las reacciones recíprocas de la masculinidad y feminidad, ayuda a comprender la función de la virtud de la continencia, de la que hemos hablado antes. Esta no es sólo -ni siquiera principalmente- la capacidad de «abstenerse», esto es, el dominio de las múltiples reacciones que se entrelazan en el recíproco influjo de la masculinidad y feminidad: esta función podría definirse como «negativa». Pero existe también otra función (que podemos llamar «positiva») del dominio de sí: y es la capacidad de dirigir las respectivas reacciones, ya sea en su contenido, ya en su carácter.

Se ha dicho ya que en el campo de las reacciones recíprocas de la masculinidad y feminidad, la «excitación» y la «emoción» aparecen, no sólo como dos experiencias distintas y diferentes del «yo» humano, sino que muy frecuentemente aparecen unidas en el ámbito de la misma experiencia como dos elementos diversos de ella. Depende de varias circunstancias de naturaleza interior y exterior la proporción recíproca en la que aparecen estos dos elementos en una experiencia determinada. A veces prevalece netamente uno de ellos, otras, más bien, hay equilibro entre ellos.

6. La continencia, como capacidad de dirigir la «excitación» y la «emoción» en la esfera del influjo recíproco de la masculinidad y feminidad, tiene la función esencial de mantener el equilibrio entre la comunión con la que los esposos desean expresar recíprocamente sólo su unión íntima y aquella con la que (al menos implícitamente) acogen la paternidad responsable. De hecho, la «excitación» y la «emoción» pueden prejuzgar, por parte del sujeto, la orientación y el carácter del recíproco «lenguaje del cuerpo».

La excitación trata ante todo de expresarse en la forma del placer sensual y corpóreo, o sea, tiende al acto conyugal que (dependientemente de los «ritmos naturales de fecundidad») comporta la posibilidad de procreación. En cambio, la emoción probada por otro ser humano como persona, aun cuando en su contenido emotivo está condicionada por la feminidad o masculinidad del «otro», no tiende de por sí al acto conyugal, sino que se limita a otras «manifestaciones de afecto», en las cuales se expresa el significado nupcial del cuerpo, y que, sin embargo, no implican sí significado (potencialmente) procreador.

Es fácil comprender las consecuencias que de esto se derivan respecto al problema de la paternidad y maternidad responsables. Son consecuencias de naturaleza moral.

(1) Cf., por ejemplo, las declaraciones de «Bund fur evangelisch katholische Wiedervereinigung» (L’Osservatore Romano, 19 de septiembre, 1968, pág. 3); del Dr. F. King, anglicano (L’Osservatore Romano, 5 de octubre, 1968, pág. 3); y también del musulman Sr. Mohammed Chérif Zeghoudu (en el mismo número). Particularmente significativa la carta escrita el 28 de noviembre, 1968, al cardenal Cicognani por K. Barth, en la cual elogiaba la gran valentía de Pablo VI.

(2) Cf. Intervenciones del cardenal Leo Jozef Suenens en la 138 Congregación General del 29 de septiembre de 1965: Acta Synodalia S. Concilli Oecumenici Vaticani ll, vol. 4, párrafo 3, pág. 30.

(3) Al respecto se podría recordar lo que dice Santo Tomás en un fino análisis del amor con relación al «concupiscible» y a la voluntad (cf. S. Th I-llae, q. 26, art. 2).

126. Continencia periódica y virtud conyugal (7-XI-84/11-XI-84)

1. Continuemos el análisis de la virtud de la continencia a la luz de la doctrina de la Encíclica «Humanæ vitæ».

Conviene recordar que los grandes clásicos del pensamiento ético (y antropológico), tanto pre-cristianos como cristianos (Tomás de Aquino), ven en la virtud de la continencia no sólo la capacidad de «contener» las reacciones corporales y sensuales, sino todavía más la capacidad de controlar y guiar toda la esfera sensual y emotiva del hombre. En el caso en cuestión, se trata de la capacidad de dirigir tanto la línea de la excitación hacia su desarrollo correcto, como también la línea de la emoción misma, orientándola hacia la profundización e intensificación interior de su carácter «puro» y, en cierto sentido, «desinteresado».

2. Esta diferencia entre la línea de la excitación y la línea de la emoción no es una contraposición. No significa que el acto conyugal, como afecto de la excitación, no comporte al mismo tiempo la conmoción de la otra persona. Ciertamente es así, o de todos modos, no debería ser de otra manera.

En el acto conyugal, la unión íntima debería comportar una particular intensificación de la emoción, más aún, la conmoción de la otra persona. Esto está contenido también en la Carta a los Efesios, bajo forma de exhortación, dirigida a los esposos: «Sujetaos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

La distinción entre «excitación» y «emoción», puesta de relieve en este análisis; sólo comprueba la subjetiva riqueza reactivo-emotiva del «yo» humano; esta riqueza excluye cualquier reducción unilateral y hace que la virtud de la continencia pueda realizarse como capacidad de dirigir las manifestaciones tanto de la excitación como de la emoción, suscitadas por la recíproca reactividad de la masculinidad y feminidad.

3. La virtud de la continencia, entendida así, tiene una función esencial para mantener el equilibrio interior entre los dos significados, el unitivo y el procreador, del acto conyugal (cf. Humanæ vitæ, 12), con miras a una paternidad y maternidad verdaderamente responsables.

La Encíclica «Humanæ vitæ» dedica la debida atención al aspecto biológico del problema, es decir, al carácter rítmico de la fecundidad humana. Aunque esta «periodicidad» pueda llamarse, a la luz de la Encíclica, índice providencial para una paternidad y maternidad responsables, sin embargo, no se resuelve sólo a ese nivel un problema como éste, que tiene un significado tan profundamente personalista y sacramental (teológico).

La Encíclica enseña la paternidad y maternidad responsables «como verificación de un maduro amor conyugal» y, por esto, contiene no sólo la respuesta al interrogante concreto que se plantea en el ámbito de la ética de la vida conyugal, sino, como ya se ha dicho, indica además un trazado de la espiritualidad conyugal que deseamos, al menos, delinear.

4. El modo correcto de entender y practicar la continencia periódica como virtud (o sea, según la «Humanæ vitæ», n. 21, el «dominio de sí»), decide también esencialmente la «naturalidad» del método, llamado también «método natural»: se trata de «naturalidad» a nivel de la persona. No se puede pensar, pues, en una aplicación mecánica de las leyes biológicas. El conocimiento mismo de los «ritmos de fecundidad» -aun cuando indispensable- no crea todavía esa libertad interior del don, que es de naturaleza explícitamente espiritual y depende de la madurez del hombre interior. Esta libertad supone una capacidad tal que dirija las reacciones sensuales y emotivas, que haga posible la donación de sí al otro «yo», a base de la posesión madura del propio «yo» en su subjetividad corpórea y emotiva.

5. Como es sabido por los análisis bíblicos y teológicos hechos anteriormente, el cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad, está interiormente ordenado a la comunión de las personas (communio personarum). En esto consiste su significado nupcial.

Precisamente el significado nupcial del cuerpo ha sido deformado, casi en sus mismas bases, por la concupiscencia (en particular de la concupiscencia de la carne, en el ámbito de la «triple concupiscencia»). La virtud de la continencia, en su forma madura, desvela gradualmente el aspecto «puro» del significado nupcial del cuerpo. De este modo la continencia desarrolla la comunión personal del hombre y de la mujer, comunión que no puede formarse y desarrollarse en la plena verdad de sus posibilidades, únicamente en el terreno de la concupiscencia. Esto es lo que afirma precisamente la Encíclica «Humanæ vitæ». Esta verdad tiene dos aspectos: el personalista y el teológico.

127. La castidad conyugal (14-XI-84/18-XI-84)

1. A la luz de la Encíclica «Humanæ vitæ», el elemento fundamental de la espiritualidad conyugal es el amor derramado en los corazones de los esposos como don del Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5). Los esposos reciben en el sacramento este don juntamente con una particular «consagración». El amor está unido a la castidad conyugal que, manifestándose como continencia, realiza el orden interior de la convivencia conyugal.

La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y en el significado propio de ellas. De este modo, queda confirmada también la castidad conyugal como «vida del Espíritu» (cf. Gál 5, 25), según la expresión de San Pablo. El Apóstol tenía en la mente no sólo las energías inminentes del espíritu humano, sino, sobre todo, el influjo santificante del Espíritu Santo y sus dones particulares.

2. En el centro de la espiritualidad conyugal está, pues, la castidad, no sólo como virtud moral (formada por el amor), sino, a la vez, como virtud vinculada con los dones del Espíritu Santo -ante todo con el don del respeto de lo que viene de Dios («don pietatis»)-. Este don está en la mente del autor de la Carta a los Efesios, cuando exhorta a los cónyuges a estar «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Así, pues, el orden interior de la convivencia conyugal, que permite a las «manifestaciones afectivas» desarrollarse según su justa proporción y significado, es fruto no sólo de la virtud en la que se ejercitan los esposos, sino también de los dones del Espíritu Santo con los que colaboran.

La Encíclica «Humanæ vitæ» en algunos pasajes del texto (especialmente 21, 26), al tratar de la específica ascesis conyugal, o sea, el esfuerzo para conseguir la virtud del amor, de la castidad y de la continencia, habla indirectamente de los dones del Espíritu Santo, a los cuales se hacen sensibles los esposos en la medida de su maduración en la virtud.

3. Esto corresponde a la vocación del hombre al matrimonio. Esos «dos», que -según la expresión más antigua de la Biblia- «serán una sola carne» (Gén 2, 24), no pueden realizar tal unión al nivel propio de las personas (communio personarum), si no mediante las fuerzas provenientes del espíritu, y precisamente, del Espíritu Santo que purifica, vivifica, corrobora y perfecciona las fuerzas del espíritu humano. «El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Jn 6, 63).

De aquí se deduce que las líneas esenciales de la espiritualidad conyugal están grabadas «desde el principio» en la verdad bíblica sobre el matrimonio. Esta espiritualidad está también «desde el principio» abierta a los dones del Espíritu Santo. Si la Encíclica «Humanæ vitæ» exhorta a los esposos a una «oración perseverante» y a la vida sacramental (diciendo: «acudan sobre todo a la fuente de gracia y caridad en la Eucaristía; recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia», Humanæ vitæ, 25),10 hace recordando al Espíritu Santo que «da vida» (2 Cor 3, 6).

4. Los dones del Espíritu Santo, y en particular el don del respeto de lo que es sagrado, parecen tener aquí un significado fundamental. Efectivamente, tal don sostiene y desarrolla en los cónyuges una singular sensibilidad por todo lo que en su vocación y convivencia lleva el signo del misterio de la creación y redención: por todo lo que es un reflejo creado de la sabiduría y del amor de Dios. Así, pues, ese don parece iniciar al hombre y a la mujer, de modo particularmente profundo, en el respeto de los dos significados inseparables del acto conyugal, de los que habla la Encíclica (Humanæ vitæ, 12) con relación al sacramento del matrimonio. El respeto a los dos significados del acto conyugal sólo puede desarrollarse plenamente a base de una profunda referencia a la dignidad personal de la nueva vida, que puede surgir de la unión conyugal del hombre y de la mujer. El don del respeto de lo que es creado por Dios se expresa precisamente en tal referencia.

5. El respeto al doble significado del acto conyugal en el matrimonio, que nace del don del respeto por la creación de Dios, se manifiesta también como temor salvífico: temor a romper o degradar lo que lleva en sí el signo del misterio divino de la creación y redención. De este temor habla precisamente el autor de la Carta a los Efesios: «Estad sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

Si este temor salvífico se asocia inmediatamente a la función «negativa» de la continencia (o sea, a la resistencia con relación a la concupiscencia de la carne), se manifiesta también -y de manera creciente, a medida que esta virtud madura- como sensibilidad plena de veneración por los valores esenciales de la unión conyugal: por los «dos significados del acto conyugal» (o bien, hablando en el lenguaje de los análisis precedentes, por la verdad interior del mutuo «lenguaje del cuerpo»).

A base de una profunda referencia a estos dos valores esenciales, lo que significa unión de los cónyuges se armoniza en el sujeto con lo que significa paternidad y maternidad responsables. El don del respeto de lo que Dios ha creado hace ciertamente que la aparente «contradicción» en esta esfera desaparezca y que la dificultad que proviene de la concupiscencia se supere gradualmente, gracias a la madurez de la virtud y a la fuerza del don del Espíritu Santo.

6. Si se trata de la problemática de la llamada continencia periódica (o sea, el recurso a los «métodos naturales»), el don del respeto por la obra de Dios ayuda, de suyo, a conciliar la dignidad humana con los «ritmos naturales de fecundidad», es decir, con la dimensión biológica de la feminidad y masculinidad de los cónyuges; dimensión que tiene también un significado propio para la verdad del mutuo «lenguaje del cuerpo» en la convivencia conyugal.

De este modo, también lo que -no tanto en el sentido bíblico, sino sobre todo en el «biológico»- se refiere a la «unión conyugal en el cuerpo», encuentra su forma humanamente madura gracias a la vida «según el Espíritu» .

Toda la práctica de la honesta regulación de la fertilidad, tan íntimamente unida a la paternidad y maternidad responsables, forma parte de la espiritualidad cristiana conyugal y familiar; y sólo viviendo «según el Espíritu» se hace interiormente verdadera y auténtica.

128. El respeto de los esposos por las obras de Dios (21-XI-84/25-XI-84)

1. Teniendo como fondo la doctrina contenida en la Encíclica «Humanæ vitæ», tratamos de trazar un bosquejo de la espiritualidad conyugal. En la vida espiritual de los esposos actúan también los dones del Espíritu Santo y, en particular, el «donum pietatis», es decir, el don del respeto a lo que es obra de Dios.

2. Este don, unido al amor y a la castidad, ayuda a identificar, en el conjunto de la convivencia conyugal, este acto, en el que, al menos potencialmente, el significado nupcial del cuerpo se une con el significado procreador. Orienta a comprender, entre las posibles «manifestaciones de afecto», el significado singular, más aún, excepcional, de ese acto: su dignidad y la consiguiente grave resposabilidad vinculada con él. Por tanto, la antítesis de la espiritualidad conyugal está constituida, en cierto sentido, por la falta subjetiva de esa comprensión, ligada a la práctica y a la mentalidad anticonceptivas. Por lo demás, éste es un enorme daño desde el punto de vista de la cultura interior del hombre. La virtud de la castidad conyugal, y todavía más, el don del respeto a lo que viene de Dios, modelan la espiritualidad de los esposos a fin de proteger la dignidad particular de este acto, de esta «manifestación de afecto», donde la verdad del «lenguaje del cuerpo» sólo puede expresarse salvaguardando la potencialidad procreadora.

La paternidad y maternidad responsables significan la valoración espiritual -conforme a la verdad- del acto conyugal en la conciencia y en la voluntad de ambos cónyuges, que en esta «manifestación de afecto», después de haber considerado las circunstancias internas y externas, sobre todo las biológicas, expresan su madura disponibilidad a la paternidad y maternidad.

3. El respeto a la obra de Dios contribuye ciertamente a hacer que el acto conyugal no quede disminuido ni privado de interioridad en el conjunto de la convivencia conyugal -que no se convierta en «costumbre»- y que se exprese en él una adecuada plenitud de contenidos personales y éticos, e incluso de contenidos religiosos, esto es, la veneración a la majestad del Creador, único y último depositario de la fuente de la vida, y al amor nupcial del Redentor. Todo esto crea y amplia, por decirlo así, el espacio interior de la mutua libertad del don, donde se manifiesta plenamente el significado nupcial de la masculinidad y de la feminidad.

El obstáculo a esta libertad viene de la interior coacción de la concupiscencia, dirigida hacia el otro «yo» como objeto de placer. El respeto a lo que Dios ha creado libera de esta coacción, libera de todo lo que reduce al otro «yo» a simple objeto: corrobora la libertad interior de este don.

4. Esto sólo puede realizarse por medio de una profunda comprensión de la dignidad personal, tanto el «yo» femenino como del masculino en la convivencia recíproca. Esta comprensión espiritual es el fruto fundamental del don del Espíritu que impulsa a la persona a respetar la obra de Dios. De esta comprensión y, por lo mismo, indirectamente de ese don, sacan el verdadero significado nupcial de todas las «manifestaciones afectivas», que constituyen la trama del perdurar de la unión conyugal. Esta unión se manifiesta a través del acto conyugal sólo en determinadas circunstancias, pero puede y debe manifestarse continuamente, cada día, a través de varias «manifestaciones afectivas», que están determinadas por la capacidad de una «desinteresada» emoción del «yo» en relación a la feminidad y -recíprocamente- en relación a la masculinidad.

La actitud de respeto a la obra de Dios, que en el Espíritu Santo suscita en los esposos, tiene un significado enorme para esas «manifestaciones afectivas», ya que simultáneamente con ella va la capacidad de la complacencia profunda, de la admiración, de la desinteresada atención a la «visible» y al mismo tiempo «invisible» belleza de la feminidad y masculinidad y, finalmente, un profundo aprecio del don desinteresado del «otro».

5. Todo esto decide sobre la identificación espiritual de lo que es masculino o femenino, de lo que es «corpóreo» y a la vez personal. De esta identificación espiritual surge la conciencia de la unión «a través del cuerpo», con la tutela de la libertad interior del don. Mediante las «manifestaciones afectivas» los cónyuges se ayudan mutuamente a permanecer en la unión, y al mismo tiempo, estas «manifestaciones» protegen en cada uno esa «paz de lo profundo» que, en cierto sentido, es la resonancia interior de la castidad guiada por el don del respeto a lo que Dios ha creado.

Este don comporta un profunda y universal atención a la persona en su masculinidad y feminidad, creando así el clima interior idóneo para la comunión personal. Sólo en este clima de comunión personal de los esposos madura correctamente la procreación que calificamos como «responsable».

6. La Encíclica «Humanæ vitæ» nos permite trazar un bosquejo de la espiritualidad conyugal. Se trata del clima humano y sobrenatural, donde -teniendo en cuenta el orden «biológico» y, a la vez, basándose en la castidad sostenida por el «donum pietatis»- se plasma la armonía interior del matrimonio, en el respeto a lo que la Encíclica llama «doble significado del acto conyugal» (Humanæ vitæ, 12). Esta armonía significa que los cónyuges conviven juntos en la verdad interior del «lenguaje del cuerpo». La Encíclica «Humanæ vitæ» proclama inseparable la conexión entre esa «verdad» y el amor.

129. El amor humano en el plan divino (28-XI-84/2-XII-84)

1. El conjunto de las catequesis que componen este volúmen y que concluyo con este capítulo, puede figurar bajo el título «El amor humano en el plan divino» o, con mayor precisión, «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio». Todas ellas se dividen en dos partes.

La primera parte está dedicada al análisis de las palabras de Cristo que resultan apropiadas para abrir el tema presente. Dichas palabras se han analizado ampliamente en la globalidad del texto evangélico; y, después de la reflexión de varios años, se han convenido en poner de relieve los tres textos que se estudian en dicha primera parte de la catequesis.

Ocupa el primer el texto en que Cristo se refiere «al principio» en la conversación con los fariseos sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 8; Mc 10, 6-9). Luego, están las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la «concupiscencia» en cuanto «adulterio cometido con el corazón» (cf. Mt 5, 28). Y, en fin, vienen las palabras transmitidas por todos los sinópticos en las que Cristo hace referencia a la resurrección de los cuerpos en el «otro mundo» (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35).

La segunda parte de la catequesis está dedicada al análisis del sacramento a partir de la Carta a los Efesios (Ef 22-23) que nos leva al «principio» bíblico del matrimonio expresado en estas palabras del libro del Génesis: «...dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).

Las catequesis de la primera y segunda parte emplean repetidamente el término «teología del cuerpo». En cierto sentido éste es un término «de trabajo». La introducción del término y concepto de «teología del cuerpo» era necesaria para fundamentar el tema de «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio» sobre una base más amplia. En efecto, es menester hacer notar enseguida que el término «teología del cuerpo» rebasa ampliamente el contenido de las reflexiones que se han hecho. Estas reflexiones no abarcan muchos aspectos que por su objeto pertenecen a la teología del cuerpo (como, por ejemplo, el problema del sufrimiento y la muerte, tan acusado en el mensaje bíblico). Hay que decirlo claramente. Asímismo es necesario reconocer, de modo explícito, que las reflexiones sobre el tema de «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio» pueden hacerse correctamente partiendo del momento en que la luz de la Revelación afecta a la realidad del cuerpo humano (o sea, sobre la base de la «teología del cuerpo»). Esto se ve confirmado, por lo demás, en las palabras del libro del Génesis «vendrán a ser los dos una sola carne», palabras que originaria y semánticamente están en la base de nuestro tema.

 

2. La reflexiones sobre el sacramento del matrimonio se han desarrollado teniendo en cuenta las dos dimensiones esenciales en este sacramento (al igual que en todos los demás), es decir, la dimensión de la alianza y de la gracia, y la dimensión del signo.

A través de estas dos dimensiones nos hemos fijado continuamente en las reflexiones sobre la teología del cuerpo, unidas a través de las palabras-clave de Cristo. A estas reflexiones hemos llegado también emprendiendo, al final de este ciclo de catequesis, el estudio de la Encíclica «Humanæ vitæ».

La doctrina contenida en este documento de la enseñanza contemporánea de la Iglesia, está en relación orgánica con la sacramentalidad del matrimonio, asimismo, con toda la problemática bíblica de la teología del cuerpo, centrada en las «palabras-clave» de Cristo. En cierto sentido puede decirse que todas las reflexiones sobre la «redención del cuerpo y de la sacramentalidad del matrimonio» constituyen un amplio comentario a la doctrina contenida en la misma Encíclica Humanæ vitæ.

Tal comentario parece bastante necesario. Efectivamente, al dar respuesta a algunos interrogantes de hoy, en el ámbito de la moral conyugal y familiar, la Encíclica ha suscitado, al mismo tiempo, otros interrogantes, como sabemos, de naturaleza bio-médica, pero también (o mejor, sobre todo) son interrogantes de naturaleza teológica, pertenecen al ámbito de la antropología y la teología que hemos denominado «teología del cuerpo».

Se han hecho las reflexiones afrontando los interrogantes surgidos en relación con la Encíclica «Humanæ vitæ». La reacción que ha producido la Encíclica confirma la importancia y dificultad de tales interrogantes. Los han puesto de relieve también aclaraciones posteriores del mismo Pablo VI, donde indicaba la posibilidad de profundizar en la exposición de la verdad cristiana en este sector.

Lo reafirmó también la Exhortación «Familiaris consortio», fruto, del Sínodo de los Obispos de 1980, «De muneribus familiæ christianæ». Este documento contiene un llamamiento dirigido en especial a los teólogos, a elaborar de modo más completo los aspectos bíblicos y personalistas de la doctrina contenida en la «Humanæ vitæ».

Asumir los interrogantes planeados por la Encíclica quiere decir formularlos y buscarles respuesta al mismo tiempo. La doctrina contenida en la «Familiaris consortio» pide que tanto la formulación de los interrogantes como la búsqueda de una respuesta adecuada, se concentren sobre los aspectos bíblicos y personalistas. Dicha doctrina indica asímismo, la dirección del desarrollo y, por tanto, también la dirección de su completamiento y profundización progresivos.

3. En el análisis de los aspectos bíblicos habla del modo de enraizar en la revelación la doctrina proclamada por la Iglesia contemporánea. Esto es importante para el desarrollo de la teología. El desarrollo, o sea, el progreso de la teología, se realiza de hecho acudiendo continuamente al estudio del depósito revelado.

El enraizamiento de la doctrina proclamada por la Iglesia en toda la Tradición y en la misma Revelación divina está abierto siempre a los interrogantes planteados por el hombre y sirve incluso de los instrumentos más conformes con la ciencia moderna y la cultura de hoy. Parece que en este sector el acentuado desarrollo de la antropología filosófica (especialmente de la antropología se halla en la base de la ética) se encuentra muy cerca con los interrogantes suscitados por la Encíclica «Humanæ vitæ» respecto de la teología, y sobre todo de la ética teológica.

El análisis de los aspectos personales de la doctrina de la Iglesia, contenida en la Encíclica de Pablo VI, pone en evidencia una llamada decidida a medir el progreso del hombre con el baremo de la «persona», o sea, de lo que es un bien del hombre en cuanto hombre y que corresponde a su dignidad esencial.

El examen de los aspectos personalistas lleva a la convicción de que la Encíclica presenta como problema fundamental el punto de vista del desarrollo auténtico del hombre; en efecto, en términos generales, dicho desarrollo se mide con el baremo de la ética y no sólo de la «técnica».

4. Las catequesis dedicadas a la Encíclica «Humanæ vitæ» constituye sólo una parte, la final, de las que han tratado de la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio.

Si llamo más la atención concretamente sobre estas últimas catequesis, lo hago no sólo porque el tema tratado en ella está unido más íntimamente a nuestra contemporaneidad, sino sobre todo porque de él nacen los interrogantes que impregnan en cierto sentido el conjunto de nuestras reflexiones. Por consiguiente, esta parte final no ha sido añadida artificialmente al conjunto, sino que le está unida orgánica y homogéneamente. En cierto sentido, la parte colocada al final en la disposición global, se encuentra a la vez en el comienzo de este conjunto. Esto es importante desde el punto de vista de la estructura y del método.

Igualmente el momento histórico parece tener su significación; de hecho, estas catequesis se iniciaron en el tiempo de los preparativos del Sínodo de los Obispos de 1980 sobre el tema del matrimonio y la familia («De munieribus familiæ christianæ»), y se concluyen después de la publicación de la publicación de la Exhortación «Familiaris consortio» que es fruto del trabajo de este Sínodo. De todos es sabido que el Sínodo de 1980 hizo referencia también a la Encíclica «Humanæ vitæ», y reafirmó plenamente su doctrina.

De todos modos, el momento más importante parece ser el esencial que, en el conjunto de las reflexiones realizadas: puede precisarse de la manera siguiente: para afrontar los interrogantes que suscita la Encíclica «Humanæ vitæ» sobre todo en teología, para formular dichos interrogantes y buscarles respuesta, es necesario encontrar el ámbito bíblico teológico a que nos referimos cuando hablamos de «redención del cuerpo y sacramentalidad del matrimonio». En este ámbito se encuentran las respuestas a los interrogantes perennes de la conciencia de hombres y mujeres, y también a los difíciles interrogantes de nuestro mundo contemporáneo respecto del matrimonio y la procreación.