48. Lo «ético» y lo «erótico» en el amor humano (12-XI-80/16-XI-80)
1. Hoy reanudamos el análisis que comenzamos
en el capítulo anterior, sobre la relación recíproca entre lo que es «ético»
y lo que es «erótico». Nuestras reflexiones se desarrollan sobre la trama de
las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña, con las cuales
se refirió al mandamiento «No adulterarás» y, al mismo tiempo, definió la
«concupiscencia» (la «mirada concupiscente»), como «adulterio cometido en
el corazón». De estas reflexiones resulta que el «ethos» está unido con el
descubrimiento de un orden nuevo de valores. Es necesario encontrar
continuamente en lo que es «erótico» el significado esponsalicio del cuerpo y
la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano, tarea de
naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la misma atracción de los
sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia
carente de valor ético, y el hombre, varón y mujer, no experimenta esa
plenitud del «eros», que significa el impulso del espíritu humano hacia lo
que es verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es «erótico» se
convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos
venga a ser la forma constitutiva del eros.
2. Estas reflexiones están estrechamente
vinculadas con el problema de la espontaneidad. Muy frecuentemente se juzga que
lo propio del ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es erótico en la vida
y en el comportamiento del hombre; y por este motivo se exige la supresión del
ethos «en ventaja» del eros. También las palabras del sermón de la montaña
parecerían obstaculizar este «bien». Pero esta opinión es errónea y, en
todo caso, superficial. Aceptándola y defendiéndola con obstinación, nunca
llegaremos a las dimensiones plenas del eros, y esto repercute inevitablemente
en el ámbito de la «praxis» correspondiente, esto es, en nuestro
comportamiento e incluso en la experiencia concreta de los valores.
Efectivamente, quien acepta el ethos del enunciado de Mateo 5, 27-28,- debe
saber que también está llamado a la plena y madura espontaneidad de las
relaciones, que nacen de la perenne atracción de la masculinidad y de la
feminidad. Precisamente esta espontaneidad es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón.
3. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen
al hombre que, en el ámbito en que se forman las relaciones con las personas
del otro sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y, sobre
todo, de los actos interiores; que tenga conciencia de los impulsos internos de
su «corazón» de manera que sea capaz de individuarlos y calificarlos con
madurez. Las palabras de Cristo exigen que en esta esfera, que parece pertenecer
exclusivamente al cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser
verdaderamente hombre interior- sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el
auténtico señor de los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila
una fuente oculta; y finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es
conveniente para la «pureza del corazón», construyendo con conciencia y
coherencia ese sentido personal del significado esponsalicio del cuerpo, que
abre el espacio interior de la libertad del don.
4. Ahora bien, si el hombre quiere responder a
la llamada expresada por Mateo 5, 27-28, debe aprender con perseverancia
y coherencia lo que es el significado del cuerpo, el significado de la
feminidad y de la masculinidad. Debe aprenderlo no sólo a través de una
abstracción objetivizante (aunque también esto sea necesario), sino sobre todo
en la esfera de las reacciones interiores del propio «corazón». Esta
es una «ciencia» que de hecho no puede aprenderse sólo en los libros, porque
se trata aquí en primer lugar del «conocimiento» profundo de la
interioridad humana. En el ámbito de este conocimiento, el hombre aprende a
discernir entre lo que, por una parte, compone la multiforme riqueza de la
masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y
atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la
concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos
del «corazón», dentro de un cierto, límite, se confundan entre si, sin
embargo, se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir
una valoración madura y perfecta, que lo lleve a discernir y juzgar los varios
motivos de su mismo corazón. Y es necesario añadir que esta tarea se puede
realizar y es verdaderamente digna del hombre.
Efectivamente, el discernimiento del que
estamos hablando está en una relación esencial con la espontaneidad. La
estructura subjetiva del hombre demuestra, en este campo, una riqueza específica
y una diferenciación clara. Por consiguiente, una cosa es, por ejemplo, una
complacencia noble, y otra, en cambio, el deseo sexual; cuando el deseo sexual
se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo.
Análogamente, por lo que se refiere a la esfera de las reacciones inmediatas
del «corazón» la excitación sensual es bien distinta de la emoción
profunda, con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad
reacciona en la expresión integral de la feminidad y de la masculinidad. No se
puede desarrollar aquí más ampliamente este tema. Pero es cierto que, si
afirmamos que las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 son rigurosas, lo son
también en el sentido de que contienen en sí las exigencias profundas
relativas a la espontaneidad humana.
5. No puede haber esta espontaneidad en todos
los movimientos e impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente
en realidad de una opción y de una jerarquía adecuada. Precisamente a precio
del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad mas profunda y
madura, con la que su «corazón», adueñándose de los instintos, descubre
de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano en su
masculinidad y feminidad. En cuanto que este descubrimiento se consolida en la
conciencia como convicción y en la voluntad como orientación, tanto de las
posibles opciones como de los simples deseos, el corazón humano se hace partícipe,
por decirlo así, de otra espontaneidad, de la que nada, o poquísimo, sabe el
«hombre carnal». No cabe la menor duda de que mediante las palabras de Cristo
según Mateo 5, 27-28, estamos llamados precisamente a esta espontaneidad. Y
quizá la esfera más importante de la «praxis» -relativa a los actos más «interiores»
es precisamente la que marca gradualmente el camino hacia dicha espontaneidad.
Este es un tema amplio que nos convendrá
tratar de nuevo, cuando nos dediquemos a demostrar cuál es la verdadera
naturaleza de la evangélica «pureza de corazón». Por ahora, terminemos
diciendo que las palabras del sermón de la montaña, con las que Cristo llama
la atención de sus oyentes -de entonces y de hoy- sobre la «concupiscencia» («mirada
concupiscente»), señalan indirectamente el camino hacia una madura
espontaneidad del «corazón» humano, que no sofoca sus nobles deseos y
aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido, los
facilita.
Baste por ahora lo que hemos dicho sobre la
relación recíproca entre lo que es «ético» y lo que es «erótico», según
el ethos del sermón de la montaña.
49. La redención del cuerpo (3-XII-80/7-XII-80)
1. Al comienzo de nuestras consideraciones
sobre las palabras de Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28),
hemos constatado que contienen un profundo significado ético y antropológico.
Se trata aquí del pasaje en el que Cristo recuerda el mandamiento: «No
adulterarás», y añade: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró
con ella (o con relación a ella) en su corazón». Hablamos del significado ético
y antropológico de estas palabras, porque aluden a las dos dimensiones íntimamente
unidas del ethos y del hombre «histórico». En el curso de los análisis
precedentes, hemos intentado seguir estas dos dimensiones, recordando siempre
que las palabras de Cristo se dirigen al «corazón», esto es, al hombre
interior. El hombre interior es el sujeto específico del ethos del cuerpo, y
Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus oyentes y
discípulos. Se trata indudablemente de un ethos «nuevo». Es «nuevo» en
relación con el ethos de los hombres del Antiguo Testamento, como ya hemos
tratado de demostrar en análisis más detallados. Es «nuevo» también
respecto al estado del hombre «histórico», posterior al pecado original,
esto es, respecto al «hombre de la concupiscencia». Se trata,
pues, de un ethos «nuevo» en un sentido y en un alcance universales. Es «nuevo»
respecto a todo hombre, independientemente de cualquier longitud y latitud geográfica
e histórica.
2. Este «nuevo» ethos, que emerge de la
perspectiva de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña,
lo hemos llamado ya más veces «ethos de la redención» y, más precisamente,
ethos de la redención del cuerpo. Aquí hemos seguido a San Pablo, que en la
Carta a los Romanos contrapone «la servidumbre de la corrupción» (Rom 8, 21)
y la sumisión a «la vanidad» (ib., 8, 20) -de la que se hace
participe toda la creación a causa del pecado- al deseo de la «redención de
nuestro cuerpo» (ib., 8, 23). En este contexto, el Apóstol habla
de los gemidos de «toda la creación» que «abriga la esperanza de que también
ella será libertada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 20-21). De este
modo, San Pablo desvela la situación de toda la creación, y en particular la
del hombre después del pecado. Para esta situación es significativa la
aspiración que -juntamente con la «adopción de hijos» (ib., 8, 23)- tiende
precisamente a la «redención del cuerpo», presentada como el fin,
como el fruto escatológico y maduro del misterio de la redención del hombre y
del mundo, realizada por Cristo.
3. ¿En qué sentido, pues, podemos hablar del
ethos de la redención y especialmente del ethos de la redención del cuerpo?
Debemos reconocer que en el contexto de las palabras del sermón de la montaña
(Mt 5, 27-28), que hemos analizado, este significado no aparece
todavía en toda su plenitud. Se manifestará más completamente cuando
examinemos otras palabras de Cristo, esto es, aquellas en las que se refiere a
la resurrección (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20,
35-36). Sin embargo, no hay duda alguna de que también en el sermón de la
montaña Cristo habla en la perspectiva de la redención del
hombre y del mundo (y precisamente, por lo tanto, de la «redención del cuerpo»).
De hecho, ésta es la perspectiva de todo el Evangelio, de toda la enseñanza, más
aún, de toda la misión de Cristo. Y aunque el contexto inmediato del sermón
de la montaña señale a la ley y a los Profetas como el punto de referencia
histórico, propio del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, sin embargo, no
podemos olvidar jamás que en la enseñanza de Cristo la referencia fundamental
a la cuestión del matrimonio y al problema de las relaciones entre el hombre y
la mujer, se remite al «principio». Esta llamada sólo puede ser justificada
por la realidad de la redención; fuera de ella, en efecto, permanecería únicamente
la triple concupiscencia, o sea, esa «servidumbre de la corrupción», de la
que escribe el Apóstol Pablo (Rom 8, 21). Solamente la
perspectiva de la redención justifica la referencia al «principio», o sea, la
perspectiva del misterio de la creación en la totalidad de la enseñanza de
Cristo acerca de los problemas del matrimonio, del hombre y de la mujer y de su
relación recíproca. Las palabras de Mateo 5, 27-28 se sitúan, en definitiva,
en la misma perspectiva teológica.
4. En el sermón de la montaña Cristo no
invita al hombre a retomar al estado de la inocencia originaria, porque la
humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a
encontrar -sobre el fundamento de los significados perennes y, por así
decir, indestructibles de lo que es «humano»- las formas vivas del «hombre
nuevo». De este modo se establece un vínculo, más aún, una continuidad
entre el «principio» y la perspectiva de la redención. En el ethos de la
redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la
creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: «No
adulterarás»; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de
los oyentes hacia esa «plenitud de la justicia» querida por Dios creador y
legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre:
primero con una visión interior «del corazón», y luego con un modo adecuado
de ser y de actuar. La forma del hombre «nuevo» puede surgir de este modo de
ser y de actuar, en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina
la concupiscencia de la carne y a todo el hombre de la concupiscencia. Cristo
indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser camino de templanza y
de dominio de los deseos, y esto en la raíz misma, ya en la esfera puramente
interior («todo el que mira para desear..»). El ethos de la redención
contiene en todo ámbito -y directamente en la esfera de la concupiscencia de la
carne- el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una inmediata
continencia y de una templanza habitual.
5. Sin embargo, la templanza y la
continencia no significan -si es posible expresarse así- una
suspensión en el vacío: ni en el vacío de los valores ni en el vacío del
sujeto. El ethos de la redención se realiza en el dominio de sí, mediante
la templanza, esto es, la continencia de los deseos. En este comportamiento el
corazón humano permanece vinculado al valor, del cual, a través del deseo, se
hubiera alejado de otra manera, orientándose hacia la mera concupiscencia
carente de valor ético (como hemos dicho en el análisis precedente). En el
terreno del ethos de la redención la unión con ese valor mediante un
acto de dominio, se confirma, o bien se restablece, con una fuerza y una firmeza
todavía mas profundas. Y se trata aquí del valor del significado esponsalicio
del cuerpo, del valor de un signo transparente, mediante el cual el Creador
-junto con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer a través de
la masculinidad y feminidad- ha escrito en el corazón de ambos el don de la
comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. De este
valor se trata en el acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama
Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28).
6. Este acto puede dar la impresión de la
suspensión «en el vacío del sujeto». Puede dar esta impresión
particularmente cuando es necesario decidirse a realizarlo por primera vez, o
también, mas todavía, cuando se ha creado el hábito contrario, cuando el
hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la carne. Sin embargo,
incluso ya la primera vez, y mucho más si se adquiere después el hábito, el
hombre realiza la gradual experiencia de la propia dignidad y, mediante la
templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra que realiza lo que en
él es esencialmente personal. Y, además, experimenta gradualmente la
libertad del don, que por un lado es la condición, y por otro es la respuesta
del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano, en su feminidad y
masculinidad. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se realiza a través
del dominio de sí, a través de la templanza de los «deseos», cuando el corazón
humano estrecha la alianza con este ethos, o más bien, la confirma mediante
la propia subjetividad integral: cuando se manifiestan las posibilidades y
las disposiciones más profundas y, no obstante, más reales de la persona,
cuando adquieren voz los estratos más profundos de su potencialidad, a los
cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no permitiría
manifestarse. Estos estratos no pueden emerger tampoco cuando el corazón humano
está anclado en una sospecha permanente, como resulta de la hermenéutica
freudiana. No pueden manifestarse siquiera cuando en la conciencia domina el «antivalor»
maniqueo. En cambio, el ethos de la redención se basa en la estrecha alianza
con esos estratos.
7. Ulteriores reflexiones nos darán prueba de
ello. Al terminar nuestros análisis sobre el enunciado tan significativo de
Cristo según Mateo 5, 27-28, vemos que en él el «corazón» humano es
sobre todo objeto de una llamada y no de una acusación. Al mismo tiempo,
debemos admitir que la conciencia del estado pecaminoso en el hombre histórico
es no sólo un necesario punto de partida, sino también una condición indispensable
de su aspiración a la virtud, a la «pureza de corazón», a la
perfección. El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente
arraigado en el realismo antropológico y axiológico de la Revelación. Al
referirse, en este caso, al «corazón», Cristo formula sus palabras del modo más
concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible sobre todo a causa de
su «corazón», que decide de él «desde dentro». La categoría del «corazón»
es, en cierto sentido, lo equivalente de la subjetividad personal. El camino de
la llamada a la pureza del corazón, tal como fue expresada en el sermón de la
montaña, es en todo caso reminiscencia de la soledad originaria, de la que fue
liberado el hombre-varón mediante la apertura al otro ser humano, a la mujer.
La pureza de corazón se explica, en fin de cuentas, con la relación hacia el otro
sujeto, que es originaria y perennemente «conllamado».
La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión
de su verdad interior en el «corazón» del hombre.
50. Significado antiguo y nuevo de «la pureza» (10-XII-80/14-XII-80)
1. Un análisis sobre la pureza será
complemento indispensable de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón
de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de nuestras presentes
reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No
adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo
tiempo, la dimensión fundamental de la pureza, con la que están marcadas las
relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del
matrimonio. Las palabras: «Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28) expresan
lo que contrasta con la pureza. A la vez, estas palabras exigen la pureza que en
el sermón de la montaña esta comprendida en el enunciado de las
bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos
verán a Dios» (Mt 5, 8). De este modo Cristo dirige al corazón humano
una llamada: lo invita, no lo acusa, como ya hemos aclarado anteriormente.
2. Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del
hombre, la fuente de la pureza -pero también de la impureza moral- en el
significado fundamental y mas genérico de la palabra. Esto lo confirma, por
ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que
sus discípulos «traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan las
manos cuando comen» (Mt 15, 2).
Jesús dijo entonces a los presentes: «No es
lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre; pero lo que sale de la
boca, eso es lo que le hace impuro» (Mt 15, 11). En cambio, a sus discípulos,
contestando a la pregunta de Pedro, explicó así estas palabras: «...lo que
sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del
corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias; pero comer sin
lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre» (cf. Mt 15, 18-20;
también Mc 7, 20-23).
Cuando decimos «pureza», «puro», en el
significado primero de estos términos, indicamos lo que contrasta con
lo sucio. «Ensuciar» significa «hacer inmundo», «manchar». Esto se
refiere a los diversos ámbitos del mundo físico. Por ejemplo se habla de una
«calle sucia», de una «habitación sucia», se habla también del «aire
contaminado». Y así también el hombre puede ser «inmundo», cuando su cuerpo
no está limpio. Para quitar la suciedad del cuerpo, es necesario lavarlo. En la
tradición del Antiguo Testamento se atribuía una gran importancia a las
abluciones rituales, por ejemplo, a lavarse las manos antes de comer, de lo que
habla el texto antes citado. Numerosas y detalladas prescripciones se referían
a las abluciones del cuerpo en relación con la impureza sexual, entendida en
sentido exclusivamente fisiológico, a lo que ya hemos aludido anteriormente (cf.
Lev 15). De acuerdo con el estado de la ciencia médica del tiempo, las
diversas abluciones podían corresponder a prescripciones higiénicas. En cuanto
eran impuestas en nombre de Dios y contenidas en los Libros Sagrados de la
legislación veterotestamentaria, la observancia de ellas adquiría,
indirectamente, un significado religioso; eran abluciones rituales y, en la vida
del hombre de la Antigua Alianza, servían a la «pureza ritual».
3. Con relación a dicha tradición jurídico-religiosa
de la Antigua Alianza se formó un modo erróneo de entender la pureza moral (1).
Se la entendía frecuentemente de modo exclusivamente exterior y «material».
En todo caso se difundió una tendencia explícita a esta interpretación.
Cristo se opone a ella de modo radical nada hace al hombre inmundo «desde el
exterior», ninguna suciedad «material» hace impuro al hombre en sentido
moral, o sea, interior. Ninguna ablución, ni siquiera ritual, es idónea de por
sí para producir la pureza moral. Esta tiene su fuente exclusiva en el interior
del hombre: proviene del corazón. Es probable que las respectivas
prescripciones del Antiguo Testamento (por ejemplo, las que se hallan en el Levítico
15, 16-24; 18, 1, ss., o también 12, 1-5) sirviesen, además de para fines higiénicos
incluso para atribuir una cierta dimensión de interioridad a lo que en la
persona humana es corpóreo y sexual. En todo caso, Cristo se cuidó bien de no
vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los
relativos procesos orgánicos. A la luz de las palabras de Mateo 15, 18-20,
antes citadas ninguno de los aspectos de la «inmundicia» sexual, en el sentido
estrictamente somático, bio-fisiológico, entra de por sí en la definición de
la pureza o de la impureza en sentido moral (ético).
El referido enunciado (Mt 15, 18-20) es
importante sobre todo por razones semánticas. Al hablar de la pureza en
sentido moral, es decir, de la virtud de la pureza, nos servimos de una
analogía, según la cual el mal moral se compara precisamente con la
inmundicia. Ciertamente esta analogía ha entrado a formar parte, desde los
tiempos más remotos, del ámbito de los conceptos éticos. Cristo la vuelve a
tomar y la confirma en toda su extensión: «Lo que sale de la boca procede del
corazón, y eso hace impuro al hombre». Aquí Cristo habla de todo mal
moral, de todo pecado, esto es, de transgresiones de los diversos
mandamientos, y enumera «dos malos pensamientos, los homicidios, los
adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias»,
sin limitarse a un específico genero de pecado». De ahí se deriva
que el concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un
concepto general, no específico: por lo que todo bien moral es manifestación
de pureza, y todo mal moral es manifestación de impureza. El enunciado de Mateo
15, 18-20 no restringe la pureza a un sector único de la moral, o sea, al
conectado con el mandamiento «No adulterarás» y «No desearás la mujer de tu
prójimo», es decir, a lo que se refiere a las relacione, recíprocas entre el
hombre y la mujer, ligadas al cuerpo y a la relativa concupiscencia. Análogamente
podemos entender también la bienaventuranza del sermón de la montaña,
dirigida a los hombres «limpios de corazón», tanto en sentido genérico, como
en el más específico. Solamente los eventuales contextos permitirán delimitar
y precisar este significado.
5. El significado mas amplio y general de la
pureza está presente también en las Cartas de San Pablo, en las que
gradualmente individuaremos los contextos que, de modo explícito, restringen el
significado de la pureza al ámbito «somático» y «sexual», es decir, a
ese significado que podemos tomar de las palabras pronunciadas por Cristo en
el sermón de la montaña sobre la concupiscencia, que se expresa ya en el «mirar
a la mujer» y se equipara a un «adulterio cometido en el corazón» (cf. Mt
5, 27-28).
San Pablo no es el autor de las palabras sobre
la triple concupiscencia. Como sabemos, éstas se encuentran en la primera Carta
de Juan. Sin embargo, se puede decir que análogamente a esa que para Juan (1 Jn
2, 16-17) es contraposición en el interior del hombre entre Dios y el mundo
(entre lo que viene «del Padre» y lo que viene «del mundo») -contraposición
que nace en el corazón y penetra en las acciones del hombre como «concupiscencia
de la carne y soberbia de la vida»-, San Pablo pone de relieve en el cristiano
otra contradicción, la oposición y juntamente la tensión entre la «carne»
y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo):
«Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia
de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y
el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen
de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 16-17). De aquí se
sigue que la vida «según la carne» está en oposición a la vida «según el
Espíritu». «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que
son según el Espíritu sienten las cosas espirituales» (Rom 8, 5).
En los análisis sucesivos trataremos de
mostrar que la pureza -la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón
de la montaña- se realiza precisamente en la «vida según el Espíritu».
(1) Junto a un sistema complejo de
prescripciones referentes a la pureza ritual, basándose en el cual se desarrolló
la casuística legal, existía, sin embargo, en el Antiguo Testamento el
concepto de una pureza moral, que se había transmitido por dos
corrientes.
Los Profetas exigían
un comportamiento conforme a la voluntad de Dios, lo que supone la conversión
del corazón, la obediencia interior y la rectitud total ante él (cf., por
ejemplo, Is 1, 10-20; Jer 4, 14; 24, 7; Ez 36, 25 ss.). Una
actitud semejante requiere también el Salmista: «¿Quién puede subir al monte
del Señor?... El hombre de manos inocentes y puro corazón... recibirá
la bendición del Señor» (Sal 24 [23] 3-5).
Según la tradición sacerdotal, el
hombre que es consciente de su profundo estado pecaminoso, al no ser capaz de
realizar la purificación con las propias fuerzas, suplica a Dios para que
realice esa transformación del corazón, que solo puede ser obra de un acto
suyo creador: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro... Lávame: quedaré
mas blanco que la nieve... Un corazón quebrantado y humillado, Tu no lo
desprecias» (Sal 51 [50] 12, 9, 19).
Ambas corrientes del Antiguo Testamento se
encuentran en la bienaventuranza de los «limpios de corazón» (Mt 5,
8), aun cuando su formulación verbal parece estar cercana al Salmo 24. (Cr. J.
Dupont, Les beatitudes, vol. III: Les Evangelistes, París
1973, Gabalda, págs. 603 604).
51. Tensión entre carne y espíritu en el corazón del hombre (17-XII-80/21-XII-80)
1. «La carne tiene tendencias contrarias a
las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne».
Queremos profundizar hoy en estas palabras de San Pablo tomadas de la Carta a
los Gálatas (5, 17), con las que la semana pasada terminamos nuestras
reflexiones sobre el tema del justo significado de la pureza. Pablo piensa en la
tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su «corazón».
No se trata aquí solamente del cuerpo (la materia) y del espíritu (el alma),
como de dos componentes antropológicos esencialmente diversos, que constituyen
desde el «principio» la esencia misma del hombre. Pero se presupone esa
disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de
las que participan todo hombre «histórico». En esta disposición, que se
forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente
domina sobre él (1). La terminología paulina, sin embargo, significa algo más:
aquí el predominio de la «carne» parece coincidir casi con la que, según la
terminología de San Juan, es la triple concupiscencia que «viene del mundo».
La «carne», en el lenguaje de las Cartas de San Pablo (2), indica no sólo
al hombre «exterior», sino también al hombre «interiormente» sometido al
mundo (3), en cierto sentido, cerrado en el ámbito de esos valores
que sólo pertenecen al mundo y de esos fines que es capaz de imponer al hombre:
valores, por tanto, a los que el hombre, en cuanto «carne», es precisamente
sensible. Así el lenguaje de Pablo parece enlazarse con los contenidos
esenciales de Juan, y el lenguaje de ambos denota lo que se define por diversos
términos de la ética y de la antropología contemporáneas, como por ejemplo:
«autarquía humanística», «secularismo» o también, con un significado
general, «sensualismo». El hombre que vive «según la carne» es el hombre
dispuesto solamente a lo que viene «del mundo»: es el hombre de los «sentidos»
el hombre de la triple concupiscencia. Lo confirman sus acciones, como diremos
dentro de poco.
2. Este hombre vive casi en el polo opuesto
respecto a lo que «quiere el Espíritu». El Espíritu de Dios quiere una
realidad diversa de la que quiere la carne, desea una realidad diversa de la que
desea la carne y esto ya en el interior del hombre, ya en la fuente interior de
las aspiraciones y de las acciones del hombre, «de manera que no hagáis lo que
queréis» (Gál 5, 17).
Pablo expresa esto de modo todavía más explícito,
al escribir en otro lugar del mal que hace, aunque no lo quiera, y de la
imposibilidad -o más bien, de la posibilidad limitada- de realizar el bien que
«quiere» (cf. Rom 7, 19). Sin entrar en los problemas de una exégesis
pormenorizada de este texto, se podría decir que la tensión entre la «carne»
y el «espíritu» es ante todo, inmanente, aun cuando no se reduce a este
nivel. Se manifiesta en su corazón como «combate» entre el bien y el mal. Ese
deseo, del que habla Cristo en el sermón de la montaña (cf. Mt 5,
27-28), aunque sea un acto «interior» sigue siendo ciertamente -según el
lenguaje paulino- una manifestación de la vida «según la carne». Al mismo
tiempo, ese deseo nos permite comprobar cómo en el interior del hombre la
vida «según la carne» se opone a la vida «según el espíritu», y cómo
esta última, en la situación actual del hombre, dado su estado pecaminoso
hereditario, está constantemente expuesta a la debilidad e insuficiencia de la
primera, a la que cede con frecuencia, si no se refuerza en el interior para
hacer precisamente lo «que quiere el Espíritu». Podemos deducir de ello que
las palabras de Pablo, que tratan de la vida «según la carne» y «según el
espíritu», son al mismo tiempo una síntesis y un programa; y es preciso
entenderlas en esta clave.
3. Encontramos la misma contraposición de la
vida «según la carne» y la vida «según el Espíritu» en la Carta a los
Romanos. También aquí (como por lo demás en la Carta a los Gálatas) esa
contraposición se coloca en el contexto de la doctrina paulina acerca de la
justificación mediante la fe, es decir, mediante la potencia de Cristo
mismo que obra en el interior del hombre por medio del Espíritu Santo. En
este contexto Pablo lleva esa contraposición a sus últimas consecuencias,
cuando escribe: «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los
que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de
la carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz. Por lo cual el
apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse
a la ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios;
pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de
verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu
de Cristo, este no es de Cristo. Mas si Cristo está en vosotros, el cuerpo está
muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia» (Rom 8,
5-10).
4. Se ven con claridad los horizontes que
Pablo delinea en este texto: el se remonta al «principio», es decir, en
este caso, al primer pecado del que tomó origen la vida «según la carne» y
que creó en el hombre la herencia de una predisposición a vivir únicamente
semejante vida, juntamente con la herencia de la muerte. Al mismo
tiempo Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte, de
lo que es signo y anuncio la resurrección de Cristo: «El que resucitó a
Cristo Jesús de entre los muertos, dará también vida a vuestros
cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8,
11). Y en esta perspectiva escatológica, San Pablo pone de relieve la «justificación»
en Cristo, destinada ya al hombre «histórico», a todo hombre de «ayer,
de hoy y de mañana» de la historia del mundo y también de la historia de la
salvación: justificación que es esencial para el hombre interior, y está
destinada precisamente a ese «corazón» al que Cristo se ha referido, hablando
de la «pureza» y de la «impureza» en sentido moral. Esta «justificación»
por la fe no constituye simplemente una dimensión del plan divino de la salvación
y de la santificación del hombre sino que es, según San Pablo, una auténtica
fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones.
5. He aquí de nuevo las palabras de la
Carta a los Gálatas: «Ahora bien; las obras de la carne son manifiestas, a
saber: fornicación, impureza, lasciva, idolatría, hechicería, odios,
discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios,
embriagueces, orgías y otras como éstas...» (5, 19-21). «Los frutos del Espíritu
son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, afabilidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza... (5, 22-23). En la doctrina paulina, la vida «según
la carne» se opone a la vida «según el Espíritu», no sólo en el interior
del hombre, en su «corazón», sino, como se ve, encuentra un amplio y
diferenciado campo para traducirse en obras. Pablo habla, por un lado, de
las «obras» que nacen de la «carne» -se podría decir: de las obras en las
que se manifiesta el hombre que vive «según la carne»- y, por otro, habla del
«fruto del Espíritu», esto es, de las acciones (4), de los modos de
comportarse, de las virtudes, en las que se manifiesta el hombre que vive «según
el Espíritu». Mientras en el primer caso nos encontramos con el hombre
abandonado a la triple concupiscencia, de la que dice Juan que viene «del mundo»,
en el segundo caso nos hallamos frente a lo que ya antes hemos llamado el ethos
de la redención. Ahora sólo estamos en disposición de esclarecer plenamente la
naturaleza y la estructura de ese ethos. Se manifiesta y se afirma a
través de lo que en el hombre en todo su «obrar», en las acciones y en el
comportamiento, es fruto del dominio sobre la triple concupiscencia: de la
carne, de los ojos, y de la soberbia de la vida (de todo eso de lo que puede ser
justamente «acusado» el corazón humano y de lo que pueden ser continuamente
«sospechosos» el hombre y su interioridad).
6. Si el dominio en la esfera del ethos se
manifiesta y se realiza como «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia,
bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de si» -así leemos en la Carta a los Gálatas-,
entonces detrás de cada una de estas realizaciones, de estos comportamientos,
de estas virtudes morales, hay una opción específica, es decir, un
esfuerzo de la voluntad fruto del espíritu humano penetrado por el Espíritu
de Dios, que se manifiesta en la elección del bien. Hablando con lenguaje de
Pablo: «El Espíritu tiene tendencias contrarias a la carne» (Gál 5,
17), y en estos «deseos» suyos se demuestra más fuerte que la «carne» y que
los deseos que engendra la triple concupiscencia. En esta lucha entre el bien y
el mal, el hombre se demuestra más fuerte gracias a la potencia del Espíritu
Santo que, actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que sus
deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo -y no tanto-
«obras» del hombre, cuanto «fruto», esto es, efecto de la acción del «Espíritu»
en el hombre. Y por esto Pablo habla del «fruto del Espíritu» entendiendo
esta palabra con mayúscula.
Sin penetrar en las estructuras de la
interioridad humana mediante sutiles diferenciaciones que nos suministra la
teología sistemática (especialmente a partir de Tomás de Aquino), nos
limitamos a la exposición sintética de la doctrina bíblica, que nos permite
comprender, de manera esencial y suficiente, la distinción y contraposición de
la «carne» y del «Espíritu».
Hemos observado que entre los frutos del Espíritu
el Apóstol pone también el «dominio de sí». Es necesario no olvidarlo,
porque en las reflexiones ulteriores reanudaremos este tema para tratarlo de
modo más detallado.
(1) «Paul
never, like the Greeks, identified ‘sinful flesh’ with the physical body...
Flesh,
then, in Paul is not to be identified with sex or with the physical body. It is
closer to the Hebrew thought of the physical personality - the self including
physical and psychical elements as vehicle of the outward life and te lower
levels of experience.
It is man
in his humanness with all the limitations, moral weakness, vulnerability,
creatureliness and mortality, which being human implies...
Man is
vulnerable both to evil and to God; he is a vehicle, a channel, a dwellingplace,
a temple, A battlefield (Paul uses each metaphor) for good and evil.
Which
shall possess, Indwell, master him - whether sin, evil, the sprit that now
worketh in the children of disobedience, or Christ, the «Holy Spirit, faith
grace - it is for each man to choose.
That he can
so choose, brings to view the other side of Paul’s conception ot human
spirito (R.E.O. White, Biblical Ethics, Exeter 1979, Paternoster Press, páginas
135-138).
(2) La interpretación de la palabra griega sarx
«carne» en las Cartas de Pablo depende del contexto de la Carta. En la
Carta a los Gálatas, por ejemplo, se pueden especificar, al menos, dos
significados distintos de sarx.
Al escribir a los Gálatas, Pablo combatía
contra dos peligros que amenazaban a la joven comunidad cristiana.
Por una parte, los convertidos del Judaísmo
intentaban convencer a los convertidos del paganismo para que aceptaran la
circuncisión, que era obligatoria en el Judaísmo. Pablo les echa en cara que
«se glorian de la carne», esto es, de poner la esperanza en la circuncisión
de la carne. «Carne» en este contexto (Gál 3, 1-5, 12; 6, 12-18)
significa, pues, «circuncisión», como símbolo de una nueva sumisión a
las leyes del judaísmo.
El segúndo peligro, en la joven iglesia gálata,
provenía del influjo de los «Pneumáticos», los cuales entendían la obra del
Espíritu Santo más bien como divinización del hombre, que como potencia
operante en sentido ético. Esto los llevaba a infravalorar los principios
morales. Al escribirles, Pablo llama «carne» a todo lo que acerca el hombre
al objeto de su concupiscencia y le halaga con la promesa seductora de una vida
aparentemente más plena (cf. Gál 5, 13; 6, 10).
La sarx, pues, «se gloría» igualmente
de la ley como de su infracción, y en ambos casos promete lo que no puede
mantener.
Pablo distingue explicitamente entre el objeto
de la acción y la sarx. El centro de la decisión no está en la «carne»: «Andad
en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne» (Gál
5, 16). El hombre cae en la esclavitud de la carne cuando se confía
a la «carne» y a lo que ella promete (en el sentido de la «ley» o de la
infracción de la ley).
(Cf. F.
Mussner, Der Galaterbrief, Herders Theolog Kommentar zum NT, IX, Freiburg 1974,
Herder, p. 367; R. Jewett, Paul’s Anthropological Terms, A Study of Their
Use in Conflict Settings, Arbeiten zur Geschichte des antiken Judentums und
des Urchristentums, X, Leiden 1971, Brill, pp. 95-106).
(3) Pablo subraya en sus Cartas el carácter
dramático de lo que se desarrolla en el mundo. Puesto que los hombres,
por su culpa, han olvidado a Dios, «por esto los entregó Dios a los deseos de
su corazón, a la impureza» (Rom 1, 24), de la que proviene también
todo el desorden moral que deforma, tanto la vida sexual (ib., 1, 24-27),
como el funcionamiento de la vida social y económica (ib.,
1, 29-32) e incluso cultural; efectivamente, «conociendo la
sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo
las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (ib., 1, 32).
Desde el momento en que, a causa de un solo
hombre entró el pecado en el mundo (ib., 5, 12), «el Dios
de este mundo cegó su inteligencia incredula para que no brille en ellos la luz
del Evangelio, de la gloria de Cristo» (2 Cor 4, 4)- y por esto también
«la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia
de los hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la
injusticia» (Rom 1, 18).
Por esto «el continuo anhelar de las criaturas
ansia la manifestación de los hijos de Dios con la esperanza de que también
ellas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 19-21), esa
libertad para la que «Cristo nos ha hecho libres (Gál 5, 1).
El concepto de «mundo» en San Juan tiene
diversos significados: en su Carta primera, el mundo es el lugar donde se
manifiesta la triple concupiscencia (1 Jn 2, 13-16) y donde los falsos
profetas y los adversarios de Cristo tratan de seducir a los fieles pero los
cristianos vencen al mundo gracias a su fe (ib., 5, 4); efectivamente, el
mundo pasa junto con sus concupiscencias, y el que realiza la voluntad de Dios
vive eternamente (cf. ib., 2, 17).
(Cf. P
Grelot, «Monde», in: Dictionnaire de Spiritualité, Asaétique et mystique
doctrine et histoire, fascicules 68-69), Beauchesne, p. 1.628 ss.
Además:
J. Mateos J. Barreto, Vocabulario teológico del Evangelio de Juan, Madrid
1980, Edic. Cristiandad, págs. 211-215).
(4) Los exégetas hacen observar que, aunque, a
veces, para Pablo el concepto de «fruto» se aplica también a las «obras de
la carne» (por ejemplo, «Rom 6, 21; 7, 5), sin embargo «el fruto del
Espíritu» jamás se llama obra».
En efecto para Pablo «las obras» son los
actos propios del hombre (o aquello en lo que Israel pone, sin razón, la
esperanza), de los que el responderá ante Dios.
Pablo evita también el término «virtud», arete;
se encuentra una sola vez, con sentido muy general, en Flp 4, 8. En
el mundo griego esta palabra tenía un significado demasiado antropocéntrico;
especialmente los estoicos ponían de relieve la autosuficiencia o autarquía
de la virtud.
En cambio, el término «fruto del Espíritu» subraya
la acción de Dios en el hombre. Este «fruto» crece en él como el don
de una vida, cuyo único autor es Dios; el hombre puede, a lo sumo,
favorecer las condiciones adecuadas para que el fruto pueda crecer y madurar.
El fruto del Espíritu, en forma singular,
corresponde de algún modo a la «justicia» del Antiguo
Testamento, que abarca el conjunto de la vida conforme a la vcluntad de Dios;
corresponde también, en cierto sentido, a la «virtud» de los estoicos, que
era indivisible. Lo vemos, por ejemplo, en Ef 5, 9. 11: «El fruto
de la luz es todo bondad, justicia y verdad... no participéis en las
obras infructuosas de las tinieblas...».
Sin embargo, «el fruto del Espíritu» es
diferente, tanto de la «justicia» como de la «virtud», porque él (en todas
sus manifestaciones y diferenciaciones que se ven en los catalogos de las
virtudes) contiene el efecto de la acción del Espíritu, que en la Iglesia es
fundamento y realización de la vida del cristiano.
(Cf. H.
Schlier, Der Brief an die Galater, Meyer’s Kommentar Göttingen 1971
Vandenhoeck-Ruprecht, pp. 255-264; O. Bauernfeind, arete In: Theological
Dictionary of the New Testament, ed. G. Kittel G. Bromley, vol. 1, Grand
Rapids 19789, Eerdmans, p. 460; W. Tatarkiewicz, Historia Filozofii, t.
1, Warszawa 1970, PWN, pp. 121 E. Kamlah, Die Form der katalogischen Paränese
im Neuen Testament, Wissen-schaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament,
7, Tübingen 1964, Mhr, p. 14.)
52. La vida según el Espíritu (7-I-81/11-I-81)
1. ¿Qué significa la afirmación: «La carne
tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el espíritu tendencias
contrarias a las de la carne»? (Gál 5, 17). Esta pregunta parece
importante, más aún, fundamental en el contexto de nuestras reflexiones sobre
la pureza de corazón, de la que habla el Evangelio. Sin embargo, el autor de la
Carta a los Gálatas abre ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más
amplios. En esta contraposición de la «carne» al Espíritu (Espíritu de
Dios), y de la vida «según la carne» a la vida «según el Espíritu», está
contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es, la expresión
de la fe en el realismo antropológico y ético de la redención realizada
por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que ya conocemos, llama también
«redención del cuerpo». Según la Carta a los Romanos 8, 23, la «redención
del cuerpo» tiene también una dimensión «cósmica» (que se refiere a toda
la creación), pero en el centro de ella está el hombre: el hombre constituido
en la unidad personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre,
en su «corazón», y consiguientemente en todo su comportamiento, fructifica la
redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la «justificación»,
esto es, hacen realmente que la justicia «abunde» en el hombre, como se
inculca en el Sermón de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunden en
la medida que Dios mismo ha querido y que El espera.
2. Resulta significativo que Pablo, al hablar
de las «obras de la carne» (cf. Gál 5, 11-21), menciona no sólo
«fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías» -por lo tanto,
todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los «pecados
carnales» y del placer sexual ligado con la carne-, sino que nombra también
otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también
«carnal» y «sensual»: «idolatría, hechicería, odios, discordias, celos,
iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias...» (Gál 5, 20-21).
De acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos
propensos, más bien a llamar a todas las obras enunciadas aquí «pecados
del espíritu» humano, antes que pecados de la «carne». No sin motivo
habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la «concupiscencia
de los ojos» o de la «soberbia de la vida», que no los efectos de la «concupiscencia
de la carne». Sin embargo, Pablo las califica como «obras de la carne». Esto
se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese significado más amplio (en
cierto sentido metonímico), que en las Cartas paulinas asume el término «carne»,
contrapuesto sólo y no tanto al «espíritu» humano, cuanto al Espíritu Santo
que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.
3. Existe, pues, una significativa analogía
entre lo que Pablo define como «obras de la carne» y las palabras con las que
Cristo explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos acerca
de la «pureza» ritual (cf. Mt 15, 2-20). Según las palabras de
Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en sentido moral
esta en el «corazón» y proviene «del corazón» humano. Se definen como
obras impuras, en el mismo sentido no sólo los «adulterios» y las «fornicaciones»,
por lo tanto los «pecados de la carne» en sentido estricto, sino también los
«malos deseos, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias». Cristo como
ya hemos podido comprobar, se sirve del significado, tanto general como
específico de la «impureza», (y, por lo tanto, indirectamente
también de la «pureza»). San Pablo se expresa de manera análoga: las
obras «de la carne» en el texto paulino se entienden tanto en el sentido
general como en el específico. Todos los pecados son expresión de la «vida»
según la carne, que se contrapone a la «vida según el Espíritu». Lo
que, conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás,
parcialmente justificado), se considera como «pecado de la carne», en el
elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especie) de lo que él
denomina «obras de la carne», y, en este sentido, uno de los síntomas, es
decir, de las obras de la vida «según la carne» y no «según el Espíritu».
4. Las palabras de Pablo a los Romanos: «Así,
pues, hermanos, no somos deudores a la carne para vivir segun la carne, que si
vivís según la carne, moriréis; más si con el Espíritu mortificáis las
obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 12-13), nos introducen de nuevo en
la rica y diferenciada esfera de los significados, que los términos «cuerpo»
y «espíritu» tienen para él. Sin embargo, el significado definitivo de ese
enunciado es parenético, exhortativo, por lo tanto, válido para el ethos evangélico.
Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la
ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo hablo en el
sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano y exhortándolo
al dominio de los deseos, también de los que se expresan con la «mirada» del
hombre dirigida hacia la mujer, a fin de satisfacer la concupiscencia de la
carne. Esta superación, o sea, como escribe Pablo, el «hacer
morir las obras del cuerpo con la ayuda del «espíritu», es condición
indispensable de la «vida según el Espíritu», esto es, de la «vida»
que es antítesis de la «muerte», de las que se habla en el mismo contexto. La
vida «según la carne», en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir,
lleva consigo como efecto la «muerte» del Espíritu.
Por lo tanto, el término «muerte» no
significa solo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología
moral llamará mortal. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol
amplía continuamente el horizonte del «pecado-muerte», tanto hacia el «principio»
de la historia del hombre, como hacia el final. Y por esto, después de haber
enumerado las multiformes «obras de la carne», afirma que «quienes las hacen
no heredarán el reino de Dios» (Gál 5, 21). En otro lugar
escribirá con idéntica firmeza: «Habéis de saber que ningún fornicario o
impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad
del reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5). También en este caso,
las obras que impiden tener «parte en el reino de Cristo y de Dios»,
esto es, las «obras de la carne», se enumeran como ejemplo y con
valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar los pecados contra la «pureza»
en el sentido específico (cf. Ef 5, 3-7).
5. Para completar el cuadro de la contraposición
entre el «cuerpo» y el «fruto del Espíritu», es necesario
observar que en todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento
según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad,
con la que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 1). Escribe
precisamente así: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad;
pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes
servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14).
Como ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición «cuerpo-Espíritu»,
vida «según la carne», vida «según el Espíritu», penetra profundamente
toda la doctrina paulina sobre la justificación. El Apóstol de las gentes
proclama, con excepcional fuerza de convicción, que la justificación del
hombre se realiza en Cristo y por Cristo. El hombre consigue la justificación
en la «fe actuada por la caridad» (Gál 5, 6), y no sólo mediante
la observancia de cada una de las prescripciones de la ley veterotestamentaria
(en particular de la circuncisión»). La justificación, pues, viene «del Espíritu»
(de Dios) y no «de la carne». Por esto, exhorta a los destinatarios de su
Carta a liberarse de la errónea concepción «carnal» de la justificación,
para seguir la verdadera, esto es, la «espiritual». En este sentido los
exhorta a considerarse libres de la ley, y aún más, a ser libres con la
libertad, por la cual Cristo «nos ha hecho libres».
Así pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol,
nos conviene considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir,
la pureza de corazón, según la medida de esa libertad con la que Cristo «nos
ha hecho libres».
53. La pureza de corazón evangélica (14-I-81/18-I-81)
1. San Pablo escribe en la Carta a los Gálatas:
«Vosotros, hermanos habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar
la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por
la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). La semana pasada nos hemos
detenido ya a reflexionar sobre estas palabras; sin embargo, nos volvemos a
ocupar de ellas hoy, en relación al tema principal de nuestras reflexiones.
Aunque el pasaje citado se refiera ante todo
al tema de la justificación sin embargo, el Apóstol tiende aquí explícitamente
a hacer comprender la dimensión ética de la contraposición «cuerpo-espíritu»
esto es, entre la vida según la carne y la vida según el Espíritu. Más aún,
precisamente aquí toca el punto esencial, descubriendo casi las mismas raíces
antropológicas del ethos evangélico. Efectivamente si «toda la ley» (ley
moral del Antiguo Testamento) «halla su plenitud» en el mandamiento
de la caridad, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada
dirigida a la libertad humana, una llamada a su realización plena y,
en cierto sentido, a la mas plena «utilización» de la potencialidad del espíritu
humano.
2. Podría parecer que Pablo contraponga
solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis
profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya
ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se
cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el contenido del mandamiento más
grande del Evangelio. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres»,
precisamente en el sentido en que El nos ha manifestado la subordinación ética
(y teológica) de la libertad a la caridad y que ha unido la libertad con el
mandamiento del amor. Entender así la vocación a la libertad («Vosotros...
hermanos, habéis sido llamados a la libertad», Gál 5, 13),
significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida «según el Espíritu».
Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo,
y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: «Pero
cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos
unos a otros por la caridad» (ib.)
3. En otras palabras: Pablo nos pone en
guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que
contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que
contradiga a esa libertad con la que «Cristo nos ha liberado». En efecto,
Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la
caridad, la libertad, gracias a la cual, estamos «los unos al servicio de los
otros»; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de «obras»
nuevas y de «vida» según el Espíritu. La antítesis y, de algún modo,
la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el
hombre en «un pretexto para vivir según la carne». La libertad viene a ser
entonces una fuente de «obras» y de «vida» según la carne. Deja de ser la
libertad auténtica, para la cual «Cristo nos ha liberado», y se convierte en
«un pretexto para vivir según la carne», fuente (o bien instrumento) de un «yugo»
específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los
ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive «según la
carne», esto es, se sujeta -aunque de modo no del todo consciente, más sin
embargo, efectivo- a la triple concupiscencia, y en particular a la
concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para
la que «Cristo nos ha liberado»; deja también de ser idóneo para
el verdadero don de si, que es fruto y expresión de esta libertad. Además,
deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado
esponsalicio del cuerpo humano, del que hemos tratado en los precedentes análisis
del libro del Génesis (cf. Gén 2, 23-25).
4. De este modo, la doctrina paulina acerca de
la pureza, doctrina en la que encontramos el eco fiel y auténtico del sermón
de la montaña, nos permite ver la «pureza de corazón» evangélica y
cristiana en una perspectiva más amplia, y sobre todo nos permite unirla con la
caridad en la que toda «la ley encuentra su plenitud». Pablo, de modo análogo
a Cristo, conoce un doble significado de la «pureza» (y de la «impureza»):
un sentido genérico y otro específico. En el primer caso, es «puro» todo lo
que es moralmente bueno; en cambio, es «impuro» lo que es moralmente malo. Lo
afirman con claridad las palabras de Cristo según Mateo 15, 18-20, citadas
anteriormente. En los enunciados de Pablo acerca de las «obras de la carne»,
que contrapone al «fruto del Espíritu», encontramos la base para un modo análogo
de entender este problema. Entre las «obras de la carne», Pablo coloca lo
que es moralmente malo, mientras que todo bien moral está unido con
la vida «según el Espíritu». Así, una de las manifestaciones de la
vida «según el Espíritu» es el comportamiento conforme a esa virtud, a la
que Pablo, en la Carta a los Gálatas, parece definir más bien indirectamente,
pero de la que habla de modo directo en la primera Carta a los
Tesalonicenses.
5. En los pasajes de la Carta a los Gálatas,
que ya hemos sometido anteriormente a análisis detallado, el Apóstol enumera
en el primer lugar, entre las «obras de la carne»: «fornicación, impureza,
libertinaje»; sin embargo, a continuación, cuando contrapone a estas obras el
«fruto del Espíritu», no habla directamente de la «pureza», sino que
solamente nombra el «dominio de sí», la enkráteia. Este «dominio»
se puede reconocer como virtud que se refiere a la continencia en el ámbito
de todos los deseos de los sentidos, sobre todo en la esfera sexual; por lo
tanto, está en contraposición con la «fornicación, con la impureza, con el
libertinaje», y también con la «embriaguez», con las «orgías». Se podría
admitir, pues, que el paulino «dominio de sí» contiene lo que se expresa con
el término «continencia» o «templanza», que corresponde al término latino temperantia.
En este caso, nos hallamos frente al conocido sistema de las virtudes, que
la teología posterior, especialmente la escolástica, tomará prestado, en
cierto sentido, de la ética de Aristóteles. Sin embargo, Pablo ciertamente no
se sirve, en su texto, de este sistema. Dado que por «pureza» se debe entender
el justo modo de tratar la esfera sexual, según el estado personal (y no
necesariamente una abstención absoluta de la vida sexual), entonces
indudablemente esta «pureza» está comprendida en el concepto paulino de «dominio»
o enkráteia. Por esto, en el ámbito del texto paulino
encontramos sólo una mención genérica e indirecta de la pureza, en tanto en
cuanto el autor contrapone a estas «obras de la carne» como «fornicación,
impureza, libertinaje», el «fruto del Espíritu», es decir, obras nuevas, en
las que se manifiesta «la vida según el Espíritu». Se puede deducir
que una de estas obras nuevas es precisamente la «pureza»: es decir, la que se
contrapone a la «impureza» y también a la «fornicación» y al «libertinaje».
6. Pero ya en la primera Carta a los
Tesalonicenses, Pablo escribe sobre este tema de modo explícito e inequívoco.
Allí leemos «La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis
de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo (1) en santidad
y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen
a Dios (1 Tes 4, 3-5). Y luego: «Que no nos llamó Dios a la impureza,
sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al
hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (1 Tes 4, 7-8).
Aunque también en este texto nos dé que hacer el significado genérico de la
«pureza» identificada en este caso con la «santificación» (en cuanto que se
nombra a la «impureza» como antítesis de la «santificación»), sin embargo,
todo el contexto indica claramente de qué «pureza» o de qué «impureza»
se trata, esto es, en qué consiste lo que Pablo llama aquí «impureza»,
y de que modo la «pureza» contribuye a la «santificación» del
hombre.
Y, por esto, en las reflexiones sucesivas,
convendrá volver de nuevo sobre el texto de la primera Carta a los
Tesalonicenses, que acabamos de citar.
(1) Sin entrar en las discusiones detalladas de
los exegetas, sin embargo, es necesario señalar que la expresión griega tò
heatoû skeûos puede referirse también a la mujer (cf. 1 Pe 3, 7).
54. El respeto al cuerpo según San Pablo (28-I-81/1-II-81)
1. Escribe San Pablo en la primera Carta a los
Tesalonicenses: «...Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación; que os
abstengáis de la fornificación; que cada uno sepa mantener su propio cuerpo en
santidad y respeto, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a
Dios» (1 Tes 4, 3-5). Y después de algunos versículos, continua: «Que
no os llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos
preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu
Santo» (ib., 4, 7-8). A estas frases del Apóstol hicimos
referencia durante nuestro encuentro del pasado 14 de enero. Sin embargo, hoy
volvemos sobre ellas porque son particularmente importantes para el tema de
nuestras meditaciones.
2. La pureza, de la que habla Pablo en la
primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se manifiesta en el
hecho de que el hombre «sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto,
no con afecto libidinoso». En esta formulación cada palabra tiene un
significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.
En primer lugar, la pureza es una «capacidad»,
o sea en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una
actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad es decir, virtud. Lleva
a abstenerse «de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe
«mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso. Se
trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para
actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del
modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe
estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar
consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve
de modo aun más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo
sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis. Precisamente esta
facultad debe ser particularmente «dominada», ordenada y hecha capaz de actuar
de modo conforme a la virtud, a fin de que la «pureza» pueda atribuírsele al
hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los
impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es
corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza.
3. El texto de la primera Carta a los
Tesalonicenses (4; 3-5) demuestra que la virtud de la pureza, en la concepción
de Pablo, consiste también en el dominio y en la superación de «pasiones
libidinosas»; esto quiere decir que pertenece necesariamente a su naturaleza la
capacidad de contener los impulsos del deseo sensible, es decir, la virtud de la
templanza. Pero, a la vez, el mismo texto paulino dirige nuestra atención
hacia otra función de la virtud de la pureza, hacia otra dimensión suya -podría
decirse- más positiva que negativa. La finalidad, pues, de la pureza, que el
autor de la Carta parece poner de relieve, sobre todo, es no sólo (y no tanto)
la abstención de la «impureza» y de lo que a ella conduce, por lo tanto, la
abstención de «pasiones libidinosas», sino, al mismo tiempo, el mantenimiento
del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con «santidad y
respeto».
Estas dos funciones, la «abstención» y
el «mantenimiento» están estrechamente ligadas y son recíprocamente
dependientes. Porque, en efecto, no se puede «mantener el cuerpo con
santidad y respeto», si falta esa abstención «de la impureza», y de lo que a
ella conduce, en consecuencia se puede admitir que el mantenimiento del cuerpo
(propio e, indirectamente, de los demás) «en santidad y respeto» confiere
adecuado significado y valor a esa abstención. Esta, de suyo, requiere la
superación de algo que hay en el hombre y que nace espontáneamente en él como
inclinación, como atractivo y también como valor que actúa, sobre todo, en el
ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones sobre
otras dimensiones de la subjetividad humana, y particularmente sobre la dimensión
afectivo-emotiva.
4. Considerando todo esto, parece que la
imagen paulina de la virtud de la pureza-imagen que emerge de la confrontación
tan elocuente de la función de la «abstención» (esto es, de la templanza)
con la del «mantenimiento del cuerpo con santidad y respeto»- es profundamente
justa, completa y adecuada. Quizá debemos esta plenitud no a otra cosa
sino al hecho de que Pablo considera la pureza no sólo como capacidad (esto es,
actitud) de las facultades subjetivas del hombre, sino, al mismo tiempo, como
una manifestación concreta de la vida «según el Espíritu», en la cual la
capacidad humana está interiormente fecundada y enriquecida por lo que Pablo,
en la Carta a los Gálatas 5, 22, llama «fruto del Espíritu». El respeto que
nace en el hombre hacia todo lo que es corpóreo y sexual, tanto en sí, como en
todo otro hombre, varón y mujer, se manifiesta como la fuerza más esencial
para mantener el cuerpo «en santidad». Para comprender la doctrina paulina
sobre la pureza, es necesario entrar a fondo en el significado del término «respeto»,
entendido aquí, obviamente, como fuerza de carácter espiritual. Precisamente
esta fuerza interior es la que confiere plena dimensión a la pureza como
virtud, es decir, como capacidad de actuar en todo ese campo en el que el hombre
descubre, en su interior mismo, los múltiples impulsos de «pasiones
libidinosas», y a veces, por varios motivos, se rinde a ellos.
5. Para entender mejor el pensamiento del
autor de la primera Carta a los Tesalonicenses, es oportuno tener presente además
otro texto, que encontramos en la primera Carta a los Corintios. Pablo expone
allí su gran doctrina eclesiológica, según la cual, la Iglesia es
Cuerpo de Cristo; aprovecha la ocasión para formular la argumentación
siguiente acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el
cuerpo, cada uno de ellos como ha querido» (1 Cor 12, 18); y más
adelante: «Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son
los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor,
y a los que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia, mientras
que los que de suyo son decentes no necesitan de mas. Ahora bien: Dios dispuso
el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera
escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de
otros» (ib., 12, 22-25).
6. Aunque el tema propio del texto en cuestión
sea la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sin embargo en torno a
este pasaje, se puede decir que Pablo, mediante su gran analogía eclesiológica
(que se repite en otras Cartas, y que tomaremos a su tiempo), contribuye, a la
vez, a profundizar en la teología del cuerpo. Mientras en la primera
Carta a los Tesalonicenses escribe acerca del mantenimiento del cuerpo «en
santidad y respeto», en el pasaje que acabamos de citar de la primera Carta a
los Corintios quiere mostrar a este cuerpo humano precisamente como digno de
respeto; se podría decir también que quiere enseñar a los destinatarios de su
Carta la justa concepción del cuerpo humano.
Por eso, esta descripción paulina del cuerpo
humano en la primera Carta a los Corintios, parece estar estrechamente ligada a
las recomendaciones de la primera Carta a los Tesalonicenses: «Que cada uno
sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4). Este
es un hilo importante, quizá el esencial, de la doctrina paulina sobre la
pureza.
55. La pureza del corazón según San Pablo (14-II-81/8-II-81)
1. En nuestras consideraciones del capítulo
anterior sobre la pureza, según la enseñanza de San Pablo, hemos llamado la
atención sobre el texto de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol
presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y esto le ofrece la
oportunidad de hacer el siguiente razonamiento acerca del cuerpo humano: «...Dios
ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido... Aún
más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios;
y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que
tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que
de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo
dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisioco
en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1
Cor 12, 18. 22-25).
2. La «descripción» paulina del cuerpo
humano corresponde a la realidad que lo constituye: se trata, pues, de una
descripción «realista». En el realismo de esta descripción se entreteje, al
mismo tiempo, un sutilísimo hilo de valuación que le confiere un valor
profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es posible «describir» el
cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad propia de las ciencias
naturales; pero dicha descripción -con toda su precisión- no puede ser
adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se trata sólo
del cuerpo (entendido coma organismo, en el sentido «somático)»
sino del hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo, y en
este sentido «es», diría, ese cuerpo. Así pues, ese hilo de valoración,
teniendo en cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al
describir el cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración.
Esta es una de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la
literatura, escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y
finalmente de la cultura de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecía
la pena de ser tratado separadamente.
3. La descripción paulina de la primera
Carta a los Corintios 12, 18-25 no tiene ciertamente un significado «científico»:
no presenta un estudio biológico sobre el organismo humano, o bien, sobre la «somática»
humana: desde este punto de vista es una simple descripción «pre-científica»
por lo demás concisa, hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas
las características del realismo común y es, sin duda, suficientemente
«realista». Sin embargo, lo que determina su carácter específico, lo que de
modo particular Justifica su presencia en la Sagrada Escritura, es
precisamente esa valoración entretejida en la descripción y expresada en su
misma trama «narrativo-realista». Se puede decir con certeza que esta
descripción no sería posible sin toda la verdad de la creación y también
sin toda la verdad de la «redención del cuerpo», que Pablo profesa y
proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del cuerpo corresponde
precisamente a la actitud espiritual de «respeto» hacia el
cuerpo humano, debido a la «santidad» (cf. 1 Tes 4, 3-5, 7-8) que surge
de los misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina
esta igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo, como de las
varias manifestaciones de un «culto del cuerpo» naturalista.
4. El autor de la primera Carta a los
Corintios 12, 18-25 tiene ante los ojos el cuerpo humano en toda su verdad; por
lo tanto, el cuerpo impregnado, ante todo (si así se puede decir) por la
realidad entera de la persona y de su dignidad. Es, al mismo tiempo, el cuerpo
del hombre «histórico», varón y mujer, esto es, de ese hombre que, después
del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y por la realidad del hombre
que había tenido la experiencia de la inocencia originaria. En las expresiones
de Pablo acerca de los «miembros menos decentes» del cuerpo humano, como también
acerca de aquellos que «parecen más débiles», o bien acerca de los «que
tenemos por más viles», nos parece encontrar el testimonio de la misma vergüenza
que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del
pecado original. Esta vergüenza quedó impresa en ellos y en todas las
generaciones del hombre «histórico», como fruto de la triple concupiscencia
(con referencia especial a la concupiscencia de la carne). Y, al mismo tiempo,
en esta vergüenza -como ya se puso de relieve en los análisis precedentes-
quedo impreso un cierto «eco» de la misma inocencia originaria del hombre:
como un «negativo» de la imagen, cuyo «positivo» había sido precisamente la
inocencia originaria.
5. La «descripción» paulina del cuerpo
humano parece confirmar perfectamente nuestros análisis anteriores. Están en
el cuerpo humano los «miembros menos decentes» no a causa de su naturaleza «somática»
(ya que una descripción científica y fisiológica trata a todos los miembros y
a los órganos del cuerpo humano de modo «neutral», con la misma objetividad),
sino sola y exclusivamente porque en el hombre mismo existe esa vergüenza
que hace ver a algunos miembros del cuerpo como «menos decentes» y lleva a
considerarlos como tales. La misma vergüenza parece, ala vez, constituir la
base de lo que escribe el Apóstol en la primera Carta a los Corintios: «A los
que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por
menos decentes los tratamos con mayor decencia» (1 Cor 12, 33). Así,
pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el «respeto»
por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta
a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este mantenimiento del cuerpo «en
santidad y respeto» se considera como esencial para la virtud de la pureza.
6. Volviendo todavía a la «descripción»
paulina del cuerpo en la primera Carta a los Corintios 12, 18-25, queremos
llamar la atención sobre el hecho de que, según el autor de la Carta, ese
esfuerzo particular que tiende a respetar el cuerpo humano y especialmente a sus
miembros más «débiles» o «menos decentes», corresponde al designio
originario del Creador, o sea, a esa visión de la que habla el libro del Génesis:
«Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Pablo
escribe: «Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella,
a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se
preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 24-25). La «escisión
en el cuerpo», cuyo resultado es que algunos miembros son considerados «más
débiles», «más viles», por lo tanto, «menos decentes», es una expresión
ulterior de la visión del estado interior del hombre después del pecado
original, esto es, del hombre «histórico». El hombre de la inocencia
originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis 2, 25 que «estaban
desnudos... sin avergonzarse de ello», tampoco experimentaba esa «desunión en
el cuerpo». A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y
que Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (cf. 1 Cor
12, 25), correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía
del «corazón» Esta armonía, o sea, precisamente la «pureza de corazón»,
permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria,
experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a
los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el
substrato «insospechable» de su unión personal o communio personarum.
7. Como se ve, el Apóstol en la primera Carta
a los Corintios (12, 18-25) vincula su descripción del cuerpo humano al estado
del hombre «histórico». En los umbrales de la historia de este hombre está
la experiencia de la vergüenza ligada con la «desunión en el cuerpo», con el
sentido del pudor por ese cuerpo (y especialmente por esos miembros que somáticamente
determinan la masculinidad y la feminidad). Sin embargo, en la misma «descripción»,
Pablo indica también el camino que (precisamente basándose en el
sentido de vergüenza) lleva a la transformación de este estado hasta la
victoria gradual sobre esa «desunión en el cuerpo», victoria que puede y debe
realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la
pureza, o sea, «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto». Al «respeto»,
del que trata en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), Pablo se remite
de nuevo en la primera Carta a los Corintios (12 18,25), al usar algunas
locuciones equivalentes, cuando habla del «respeto», o sea, de la estima hacia
los miembros «más viles», «más débiles» del cuerpo y cuando recomienda
mayor «decencia» con relación a lo que en el hombre es considerado «menos
decente». Estas locuciones caracterizan más de cerca ese «respeto», sobre
todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos en lo que se
refiere al cuerpo; lo cual es importante tanto respecto al «propio» cuerpo,
como evidentemente también en las relaciones recíprocas (especialmente entre
el hombre y la mujer, aunque no se limitan a ellas).
No tenemos duda alguna de que la «descripción»
del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios tiene un significado
fundamental para el conjunto de la doctrina paulina sobre la pureza.
56. La pureza y la vida según el Espíritu (11-II-81/15-II-81)
1. En los capítulos inmediatamente
precedentes hemos analizado dos pasajes tomados de la primera Carta a los
Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con
el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre
la pureza, entendida en sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado
de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza
consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en la primera
Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del «respeto».
Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y añadimos que, según la
primera Carta a los Corintios, el respeto es considerado precisamente en relación
con su componente de pudor), la pureza, como virtud cristiana, en las Cartas
paulinas se manifiesta como un camino eficaz para apartarse de lo que en el
corazón humano es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención «de
la impureza», que implica el mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto»,
permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una «capacidad»
centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona
en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se
manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como «capacidad» es
precisamente expresión y fruto de la vida «según el Espíritu» en el
significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser
humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de
la pureza -la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática,
o sea, el don del Espíritu Santo están presentes y estrechamente
ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol
en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo «templo» (por
lo tanto: morada y santuario) del Espíritu Santo.
2. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y
que, por tanto, no os pertenecéis?», pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6,
19), después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de
las exigencias morales de la pureza. «Huid la fornicación. Cualquier pecado
que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra
su propio cuerpo» (ib., 6, 18). La nota peculiar del pecado al que el Apóstol
estigmatiza aquí está en el hecho de que este pecado, al contrario de
todos los demás, es «contra el cuerpo» (mientras que los otros pecados quedan
«fuera del cuerpo»). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la
motivación para las expresiones «los pecados del cuerpo» o los «pecados
carnales». Pecados que están en contraposición precisamente con esa virtud,
gracias a la cual el hombre mantiene «el propio cuerpo en santidad y respeto«
(cf. 1 Tes 5).
3. Estos pecados llevan consigo la «profanación»
del cuerpo: privan al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que
se les debe a causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más
allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también «profanación del
templo». Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo
decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre es constituido como sujeto
personal, sino más aún la realidad sobrenatural que es la morada y la
presencia continua del Espíritu Santo en el hombre -en su alma y en su cuerpo-
como fruto de la redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el «cuerpo»
del hombre ya no es solamente «propio». Y no sólo por ser cuerpo de la
persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta recíproca de los
hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de la pureza. Cuando el Apóstol
escribe: «Vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que esta en vosotros y
habéis recibido de Dios» (1 Cor 6, 19), quiere indicar todavía otra
fuente de la dignidad del cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es
también fuente del deber moral que se deriva de esta dignidad.
4. La realidad de la redención, que es también
«redención del cuerpo», constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de
la fe es una realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los
hombres. Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de
Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha impreso en el
cuerpo humano -en el cuerpo de cada hombre y de cada mujer- una nueva dignidad,
dado que en El mismo el cuerpo humano ha sido admitido, juntamente con el alma,
a la unión con la Persona del Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la
«redención del cuerpo», nace a la vez también una nueva obligación de
la que Pablo escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: «Habéis
sido comprados a precio» (ib., 6, 2). Efectivamente, el fruto de la
redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su
cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de los hombres,
el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don de Dios. Y este nuevo
doble don obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de obligación
cuando escribe a los creyentes, que son conscientes del don, para convencerles
de que no se debe cometer la «impureza», no se debe «pecar contra el propio
cuerpo» (ib., 6, 18). Escribe: «El cuerpo no es para la fornicación,
sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (ib., 6, 13). Es difícil
expresar de manera más concreta lo que comporta para cada uno de los
creyentes el misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga
a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en cada uno de
los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada cristiano debe tener en
cuenta en su comportamiento respecto al «propio» cuerpo y, evidentemente
respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia la mujer y en la mujer hacia el
hombre. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por
Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad
precisamente se refiere Pablo en la primera carta de los Tesalonicenses (4,
3-5), cuando habla de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».
5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los
Corintios, en cambio, Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo,
estigmatizando con palabras incluso drásticas la «impureza», esto es, el
pecado contra la santidad del cuerpo, el pecado de la «impureza»: «¿No sabéis
que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de
Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis
que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán
dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu
con El» (1 Cor 6 15-17). Si la pureza, según la enseñanza
paulina, es un aspecto de la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que
en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo como
parte del misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella,
dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica también en
la pureza entendida como un empeño particular fundado sobre la ética.
El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1 Cor 6, 20), esto
es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente un compromiso
especial, o sea, el deber de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».
La conciencia de la redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor
de la abstención de la «impureza», más aún, actúa a fin de hacer conseguir
una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.
Lo que resulta de las palabras de la primera
Carta a los Corintios (6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la
virtud de la pureza como realización de la vida «según el Espíritu», es de
una profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural de la fe.
Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema más de una vez.
57. La doctrina paulina sobre la pureza (18-III-81/22-III-81)
1. En el capítulo anterior centramos la
atención sobre el pasaje de la primera Carta a los Corintios, en el que San
Pablo llama al cuerpo humano «templo del Espíritu Santo» Escribe: «¿O no
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros
y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido
comprados a precio» (1 Cor 6, 19-20). «¿No sabéis que vuestros
cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Cor 6, 15). El Apóstol señala el
misterio de la «redención del cuerpo», realizado por Cristo, como fuente de
un particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza, a ésa
que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de «mantener el
propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4).
2. Sin embargo, no descubriremos hasta el
fondo la riqueza del pensamiento contenido en los textos paulinos, si no tenemos
en cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre también
de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las palabras del Apóstol,
entra en el cuerpo humano como en el propio «templo», habita en él y obra con
sus dones espirituales. Entre estos dones, conocidos en la historia de la
espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2,
según los Setenta y la Vulgata), el más apropiado a la virtud de la pureza
parece ser el don de la «piedad» (eusebeia, donum
pietatis) (1). Si la pureza dispone al hombre a «mantener el propio cuerpo
en santidad y respeto», como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses
(4, 3-5), la piedad, que es don del Espíritu Santo; parece servir de modo
particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es
propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención.
Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿No sabéis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros... y que no os
pertenecéis?», adquieren la elocuencia de una experiencia y se convierten en
viva y vivida verdad en las acciones. Abren también el acceso pleno a la
experiencia del significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don
vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la pureza y su
conexión orgánica con el amor.
3. Aunque el mandamiento del propio cuerpo «en
santidad y respeto» se forme mediante la abstención de la «impureza»
-y este camino es indispensable-, sin embargo, fructifica siempre en la
experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio»,
según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y, por lo
tanto, también en su cuerpo. Por esto, San Pablo termina su argumentación de
la primera Carta a los Corintios en el capítulo 6 con una significativa
exhortación: «Glorificas, pues a Dios en vuestro cuerpo» (v. 20). La pureza
como virtud, o sea, capacidad de «mantener el propio cuerpo en santidad y
respeto», aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del
Espíritu Santo en el «templo» del cuerpo, realiza en él una plenitud tan
grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es
glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la
gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la
masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que penetra
cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y permite
expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad
irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde ocasión para
tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor y también la
conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu Santo que es la
piedad, constituye una trama poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin
embargo, merece una profundización particular. Esto podrá realizarse en el
curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).
4. Y ahora una breve referencia al Antiguo
Testamento. La doctrina paulina acerca de la pureza, entendida como «vida según
el Espíritu», parece indicar una cierta continuidad con relación a los
libros «sapianciales» del Antiguo Testamento. Allí
encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los
pensamientos, palabras y obras: «Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen
de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo
lascivo» (Sir 23, 4-6). Efectivamente, la pureza es condición para
encontrar la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: «Hacia
ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he
encontrado» (Sir 51, 20). Además, se podría también, de algún modo,
tener en consideración el texto del libro de la Sabiduría (8, 21) conocido por
la liturgia en la versión de la Vulgata: «Scivi quoniam alitar non possum esse
continens, nisi Deus det; at hoc ipsum orat sapientias, scire, cuius esset hoc
donum» (2).
Según este concepto, no es tanto la pureza
condición de la sabiduría, cuanto sería la sabiduría condición de la
pureza, como de un don particular de Dios. Parece que ya en los textos
sapienciales, antes citados, se delinea el doble significado de la pureza: como
virtud y como don. La virtud esta al servicio de la sabiduría, y la sabiduría
predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece la virtud y
permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una conducta y de una vida que
sean puras.
5. Como Cristo en su bienaventuranza del sermón
de la montaña, la que se refiere a los «puros de corazón», pone de relieve
la «visión de Dios», fruto de la pureza y en perspectiva escatológica,
así Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones de
la temporalidad, cuando escribe: «Todo es limpio para los limpios, mas para
los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su mente y su conciencia
están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con las obras le niegan...»
(Tit 1, 15 ss.). Estas palabras pueden referirse también a la pureza, en
sentido general y específico, como a la nota característica de todo bien
moral. Para la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la
primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los Corintios
(6, 13-20), esto es, en el sentido de la «vida según el Espíritu», parece
ser fundamental -como resulta del conjunto de nuestras consideraciones- la
antropología del nacer de nuevo en el Espíritu Santo (cf. también Jn
3, 5 ss.). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la realidad
de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya expresión última
es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la
pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la resurrección
(y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras consideraciones).
Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de la redención
del cuerpo.
6. El modo de entender y de presentar la
pureza -heredado de la tradición del Antiguo Testamento y característico de
los libros «sapienciales»- era ciertamente una preparación indirecta,
pero también real, a la doctrina paulina acerca de la pureza entendida
como «vida según el Espíritu». Sin duda, ese modo facilitaba también a
muchos oyentes del sermón de la montaña la comprensión de las palabras de
Cristo cuando, al explicar el mandamiento «no adulterarás», se remitía al «corazón»
humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de este modo, al
menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con cuánta profundidad, se
distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas fuentes bíblicas y evangélicas.
(1) La eusebeia o pietas en el
período helenístico romano se refería generalmente a la veneración de los
dioses (como «devoción»), pero convservaba todavía el sentido primitivo más
amplio del respeto a las estructuras vitales.
La eusebeia definía el comportamiento
recíproco de los consanguíneos, las relaciones entre los cónyugues, y también
la actitud debida por las legiones al César y por los esclavos o los amos.
En el Nuevo Testamento, solamente los escritos
más tardíos aplican la eusebeia a los cristianos; en los escritos más
antiguos este término caracteriza a los «buenos paganos» (Act 10, 2,
7; 17, 23).
Y así la eusebeía helénica, como también el
«donum pietatis», aun refiriéndose indudablemente a la veneración divina,
cuentan con una amplia base en la connotación de las relaciones interhumanas (cf.
W. Foerster, art. eusebeia en: «Thelogica: Dictionary or the New
Testament», ed. G. Kittel G. Bromiley, vol. VII, Grand Rapids 1971, Erdimans, págs.
177-182).
(2) Esta versión de la Vulgata, conservada por
la Neo-Vulgata y por la liturgia, citada bastantes veces por Agustín (De S.
Virg., par. 43: Confess.
VI, ll; X, 29; Serm.
CLX, 7), cambia, sin embargo, el sentido del original griego, que se
traduce así: «Sabiendo que no la habría obtenido de otro modo (= la Sabiduría),
si Dios no me la hubiese concedido..)».
58. Función positiva de la pureza del corazón (1-IV-81/5-IV-81)
1. Antes de concluir el ciclo de
consideraciones concernientes a las palabras pronunciadas por Jesucristo en el
sermón de la montaña, es necesario recordar una vez más estas palabras y
volver a tomar sumaríamente el hilo de las ideas, del cual constituyen la base.
Así dice Jesús: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os
digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón» (Mt 5, 27-28). Se trata de palabras sintéticas que
exigen una reflexión profunda, análogamente a las palabras con que
Cristo se remitió al «principio». A los fariseos, los
cuales -apelando a la ley de Moisés que admitía el llamado libelo de repudio-,
le habían preguntado: «¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa?»,
El respondió: «¿No habéis leido que al principio el Creador los hizo varón
y mujer?... Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la
mujer, y serán los dos una sola carne... Por tanto, lo que Dios unió no lo
separe el hombre» (Mt 19, 3-6). También estas palabras han
requerido una reflexión profunda, para sacar toda la riqueza que encierran. Una
reflexión de este género nos ha permitido delinear la auténtica teología
del cuerpo.
2. Siguiendo la referencia al «principio»
hecha por Cristo, hemos dedicado una serie de reflexiones a los textos
relativos del libro del Génesis, que tratan precisamente de ese «principio».
De los análisis hechos, «ha surgido no sólo una imagen de la situación del
«hombre -varón y mujer- en el estado de inocencia originaria, sino también la
base teológica de la verdad del hombre y de su particular vocación
que brota del misterio eterno de la persona: imagen de Dios, encarnada en el
hecho visible y corpóreo de la masculinidad o feminidad de la persona
humana. Esta verdad está en la base de la respuesta dada por Cristo en
relación al carácter del matrimonio y en particular a su indisolubilidad. Es
la verdad sobre el hombre, verdad que hunde sus raíces en el estado de
inocencia originaria, verdad que es necesario entender, por lo tanto, en el
contexto de la situación anterior al pecado, tal como hemos tratado de hacer en
el ciclo precedente de nuestras reflexiones.
3. Sin embargo, al mismo tiempo, es necesario
considerar, entender e interpretar la misma verdad fundamental sobre el hombre,
su ser varón y mujer, bajo el prisma de otra situación: esto es, de la que se
formó mediante la ruptura de la primera alianza con el Creador, o sea, mediante
el pecado original. Conviene ver esta verdad sobre el hombre -varón y mujer- en
el contexto de su estado de pecado hereditario. Y precisamente aquí nos
encontramos con el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña. Es
obvio que en la Sagrada Escritura de la Antigua y de la Nueva Alianza hay muchas
narraciones, frases y palabras que confirman la misma verdad, es decir, que el
hombre «histórico» lleva consigo la heredad del pecado original; no obstante,
las palabras de Cristo, pronunciadas en el sermón de la montaña, parecen tener
-dentro de su concisa enunciación- una elocuencia particularmente densa. Lo
demuestran los análisis hechos anteriormente, que han desvelado gradualmente lo
que se encierra en estas palabras. Para esclarecer las afirmaciones
concernientes a la concupiscencia, es necesario captar el significado bíblico
de la concupiscencia misma -de la triple concupiscencia- y principalmente de la
concupiscencia de la carne. Entonces, poco a poco, se llega a entender por qué
Jesús define esa concupiscencia (precisamente: el «mirar para desear») como
«adulterio cometido en el corazón». Al hacer los análisis relativos hemos
tratado, al mismo tiempo, de comprender el significado que tenían las palabras
de Cristo para sus oyentes inmediatos, educados en la tradición del
Antiguo Testamento, es decir, en la tradición de los textos legislativos, como
también proféticos y «sapiesenciales»; y además, el significado que pueden
tener las palabras de Cristo para el hombre de toda otra época, y en particular
para el hombre contemporáneo, considerando sus diversos conocimientos
culturales. Efectivamente, estamos persuadidos de que estas palabras, en su
contenido esencial, se refieren al hombre de todos los lugares y de todos los
tiempos. En esto consiste también su valor sintético: anuncian a cada uno la
verdad que es válida y sustancial para él.
4. ¿Cuál es esta verdad? Indudablemente, es
una verdad de carácter ético y, en definitiva, pues, una verdad de carácter
normativo, lo mismo que es normativa la verdad contenida en el mandamiento: «No
adulterarás». La interpretación de este mandamiento, hecha por Cristo, indica
el mal que es necesario evitar y vencer -precisamente el mal de la
concupiscencia de la carne- y, al mismo tiempo, señala el bien al que abre el
camino la superación de los deseos. Este bien es la «pureza de corazón», de
la que habla Cristo en el mismo contexto del sermón de la montaña. Desde el
punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo
género de pecado o de culpa y no sólo de los pecados que se refieren a la
«concupiscencia de la carne». Sin embargo, aquí nos ocupamos de modo
particular de uno de los aspectos de esa «pureza», que constituye lo contraria
del adulterio «cometido en el corazón». Si esa «pureza de corazón», de
la que tratamos, se entiende según el pensamiento de San Pablo, como «vida
según el Espíritu», entonces el contexto paulino nos ofrece una imagen
completa del contenido encerrado en las palabras pronunciadas por Cristo en el
sermón de la montaña. Contienen una verdad de naturaleza ética, ponen en
guardia contra el mal e indican el bien moral de la conducta humana, más aún,
orientan a los oyentes a evitar el mal de la concupiscencia y a adquirir la
pureza de corazón. Estas palabras tienen, pues, un significado normativo y, al
mismo tiempo, indicativo. Al orientar hacia el bien de la «pureza de corazón»,
indican, a la vez, los valores a los que el corazón humano puede y debe
aspirar.
5. De aquí la pregunta: ¿Qué verdad, válida
para todo hombre, se contiene en las palabras de Cristo? Debemos responder que
en ellas se encierra no sólo una verdad ética, sino también la verdad
esencial sobre el hombre, la verdad antropológica. Precisamente, por
esto, nos remontamos a estas palabras al formular aquí la teología del cuerpo,
en íntima relación y, por decirlo así, en la perspectiva de las palabras
precedentes, en las que Cristo se había referido al «principio». Se puede
afirmar que, con su expresiva elocuencia evangélica, se llama la atención, en
cierto sentido, a la conciencia del hombre de la concupiscencia, presentándole
el hombre de la inocencia originaria. Pero las palabras de Cristo son realistas.
No tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria,
que el hombre dejo ya detrás de sí en el momento en que cometió el pecado
original; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón,
que le es posible y accesible también en la situación de estado
hereditario de pecado. Esta es la pureza del «hombre de la concupiscencia»
que, sin embargo, está inspirado por la palabra del Evangelio y abierto a la «vida
según el Espíritu» (en conformidad con las palabras de San Pablo), esto es,
la pureza del hombre de la concupiscencia que está envuelto totalmente por la
«redención del cuerpo» realizada por Cristo. Precisamente por esto en las
palabras del sermón de la montaña encontramos la llamada al «corazón», es
decir, al hombre interior. El hombre interior debe abrirse a la vida según el
Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que
vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de
la concupiscencia mediante la redención.
El significado normativo de las palabras de
Cristo esta profundamente arraigado en su significado antropológico, en la
dimensión de la interioridad humana.
6. Según la doctrina evangélica,
desarrollada de modo tan estupendo en las Cartas paulinas, la pureza no es sólo
abstenerse de la impureza (cf. 1 Tes 4, 3), o sea, la templanza, sino
que, al mismo tiempo, abre también camino a un descubrimiento cada vez más
perfecto de la dignidad del cuerpo humano; la cual está orgánicamente
relacionada con la libertad del don de la persona en la autenticidad integral de
su subjetividad personal, masculina o femenina. De este modo, la pureza, en
el sentido de la templanza, madura en el corazón del hombre que cultiva y tiende
a descubrir y a afirmar el sentido esponsalicio del cuerpo en su verdad
integral. Precisamente esta verdad debe ser conocida interiormente; en cierto
sentido, debe ser «sentida con el corazón», para que las relaciones recíprocas
del hombre y de la mujer -e incluso la simple mirada- vuelvan a adquirir ese
contenido auténticamente esponsalicio de sus significados. Y precisamente este
contenido se indica en el Evangelio por la «pureza de corazón».
7. Si en la experiencia interior del hombre
(esto es, del hombre de la concupiscencia) la «templanza» se delinea, por
decirlo así, como función negativa, el análisis de las palabras de Cristo
pronunciadas en el sermón de la montaña y unidas con los textos de San Pablo
nos permite trasladar este significado hacia la función positiva de
la pureza de corazón. En la pureza plena el hombre goza de los frutos de la
victoria obtenida sobre la concupiscencia, victoria de la que escribe San Pablo,
exhortando a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4,
4). Más aun, precisamente en una pureza, tan madura, se manifiesta en
parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es «templo»
(cf, 1 Cor 6, 19). Este don es sobre todo el de la piedad (donum
pietatis), que restituye a la experiencia del cuerpo -especialmente cuando
se trata de la esfera de las relaciones recíprocas del hombre y de la
mujer- toda su sencillez, su limpidez e incluso su alegría
interior. Este es, como puede verse, un clima espiritual, muy diverso
de la «pasión y libídine», de las que escribe San Pablo (y que por otra
parte, conocemos por los análisis precedentes; baste recordar al Siracida 26,
13. 15-18). Efectivamente, una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra
la alegría que el hombre encuentra en poseerse mas plenamente a sí mismo,
pudiendo convertirse de este modo también mas plenamente en un verdadero don
para otra persona.
Las palabras pronunciadas por Cristo en el
sermón de la montaña, orientan al corazón humano precisamente hacia esta
alegría. Es necesario que a esas palabras nos confiemos nosotros mismos, los
propios pensamientos y las propias acciones, para encontrar la alegría y para
donarla a los demás.
59. La dignidad del matrimonio y de la familia (8-IV-81/12-IV-81)
1. Nos conviene concluir ya las reflexiones y
los análisis basados en las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de
la montaña, con las cuales apeló al corazón humano, exhortándole a la
pureza: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo
el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt
5, 27-28). Hemos dicho repetidas veces que estas palabras, pronunciadas una vez
a los determinados oyentes de ese sermón, se refieren al hombre de todo tiempo
y lugar, y apelan al corazón humano, en el que se inscribe la más íntima
y, en cierto sentido, la más esencial trama de la historia. Es la
historia del bien y del mal (cuyo comienzo está unido, en el libro del Génesis,
con el misterioso árbol de la ciencia del bien y del mal) y, al mismo tiempo,
es la historia de la salvación, cuya palabra es el Evangelio, y cuya fuerza es
el Espíritu Santo, dado a los que acogen el Evangelio con corazón sincero.
2. Si la llamada de Cristo al «corazón»
humano, y antes aún, su referencia al «principio» nos permite construir, o al
menos, delinear una antropología, que podemos llamar «teología del cuerpo»,
ésta teología es, a la «vez, pedagogía. La pedagogía tiende a educar
al hombre, poniendo ante el las exigencias motivándolas e indicando los caminos
que llevan a su realización. Los enunciados de Cristo también tienen este fin:
se trata de enunciados «pedagógicos». Contienen una pedagogía del cuerpo,
expresada de modo conciso y, al mismo tiempo, muy completo. Tanto la respuesta
dada a los fariseos con relación a la indisolubilidad del matrimonio,
como las palabras del sermón de la montaña que se refieren al dominio de la concupiscencia,
demuestran -al menos indirectamente- que el Creador ha asignado al
hombre como tarea el cuerpo, su masculinidad y feminidad; y que en la
masculinidad y feminidad le ha asignado, en cierto sentido, como tarea su
humanidad, la dignidad de la persona y también el signo transparente de la «comunión»
interpersonal, en la que el hombre se realiza a sí mismo a través del auténtico
don de sí. Al poner ante el hombre las exigencias conformes a las tareas que le
han sido confiadas el Creador indica, a la vez, al hombre, varón y mujer, los
caminos que llevan a asumirlas y a realizarlas.
3. Analizando estos textos-clave de la Biblia
hasta la raíz misma de los significados que encierran, descubrimos precisamente
esa antropología que puede llamarse «teología del cuerpo». Y esta teología
del cuerpo funda después el método más apropiado de la pedagogía del
cuerpo, es decir, de la educación (más aún, de la autoeducación) del
hombre. Esto adquiere una actualidad particular para el hombre contemporáneo,
cuyos conocimientos en el campo de la biofisiología y de la biomedicina han
progresado mucho. Sin embargo, esta ciencia trata al hombre bajo un determinado
«aspecto» y, por lo tanto, es más bien parcial que global. Conocemos bien las
funciones del cuerpo como organismo, las funciones vinculadas a la masculinidad
y a la feminidad de la persona humana. Pero esta ciencia de por sí no
desarrolla todavía la conciencia del cuerpo como signo de la persona, como
manifestación del espíritu. Todo el desarrollo de la ciencia contemporánea
que se refiere al cuerpo como organismo, tiene más bien carácter de
conocimiento biológico, porque está basado sobre la separación, en el hombre,
entre lo que en él es corpóreo y lo que es espiritual. Al servirse de un
conocimiento tan unilateral de las funciones del cuerpo como organismo no
es difícil llegar a tratar el cuerpo, de manera más o menos sistemática, como
objeto de manipulación; en este caso el hombre deja, por así decirlo,
de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo, porque se le priva del
significado y de la dignidad que se derivan del hecho de que este cuerpo es
precisamente de la persona. Nos hallamos aquí en la frontera de problemas que
frecuentemente exigen soluciones fundamentales, imposibles sin una visión
integral del hombre.
4. Precisamente aquí aparece claro que la
teología del cuerpo, cual nace de esos textos-clave de las palabras de Cristo,
se convierte en el método fundamental de la pedagogía, o sea, de la educación
del hombre desde el punto de vista del cuerpo en la plena consideración de su
masculinidad y feminidad. Esa pedagogía puede ser entendida bajo el
aspecto de una específica «espiritualidad del cuerpo«; efectivamente,
el cuerpo, en su masculinidad o feminidad, es dado como tarea al espíritu
humano (lo que de modo estupendo ha sido expresado por San Pablo en el lenguaje
que le es propio) y por medio de una adecuada madurez del espíritu se convierte
también el en signo de la persona, de lo que la persona es consciente, y en auténtica
«materia» en la comunión de las personas. En otros términos: el hombre, a
través de su madurez espiritual, descubre el significado esponsalicio del
propio cuerpo. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña indican que
la concupiscencia de por sí, no revela al hombre ese significado, sino que, al
contrario, lo ofusca y oscurece. El conocimiento puramente «biológico» de las
funciones del cuerpo como organismo unidas con la masculinidad y feminidad de la
persona humana, es capaz de ayudar a descubrir el auténtico significado
esponsalicio del cuerpo, solamente si va unido a una adecuada madurez
espiritual de la persona humana. Sin esto, ese conocimiento puede tener
efectos incluso opuestos; y esto lo confirman múltiples experiencias de nuestro
tiempo.
5. Desde este punto de vista es necesario
considerar con perspicacia las enunciaciones de la Iglesia contemporánea. Su
adecuada comprensión e interpretación como también su aplicación práctica
(esto es precisamente, la pedagogía) requiere esa profunda teología del cuerpo
que, en definitiva, ponemos de relieve sobre todo con las palabras-clave de
Cristo. En cuanto a las enunciaciones contemporáneas de la Iglesia, es
necesario conocer el capítulo titulado «dignidad del matrimonio y de la
familia y su valoración», de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano
II (Gaudium et spes, parte II, cap. I) y, sucesivamente, de la Encíclica
de Pablo VI Humanæ vitæ. Sin duda alguna, las palabras de Cristo, a cuyo análisis
hemos dedicado mucho espacio, no tenían otro fin que la valoración de la
dignidad del matrimonio y de la familia; de donde se deduce la
convergencia fundamental entre ellas y el contenido de los dos mencionados
documentos de la Iglesia contemporánea. Cristo hablaba al hombre de todo tiempo
y lugar; las enunciaciones de la Iglesia tienden a actualizar las palabras de
Cristo y, por esto, deben interpretarse según la clave de esa teología y de
esa pedagogía, que encuentran raíz y apoyo en las palabras de Cristo.
Es difícil realizar un análisis global de
los citados documentos del Magisterio supremo de la Iglesia. Nos limitaremos a
entresacar algunos pasajes de ellos. He aquí de qué modo el Vaticano II -al
poner entre los problemas más urgentes de la Iglesia en el mundo contemporáneo
«la valoración de la dignidad del matrimonio y de la familia»- caracteriza
la situación existente en este ámbito: «La dignidad de esta institución
(es decir, del matrimonio y de la familia) no brilla en todas partes con el
mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia la epidemia del
divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones, es más, el amor
matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los
usos ilícitos contra la generación» (Gaudium et spes, 47). Pablo VI,
al exponer en la Encíclica Humanæ vitæ este último problema,
escribe entre otras cosas: «Podría también temerse que el hombre, habituándose
al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la
mujer y (...) llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y
no como a compañera, respetada y amada» (Humanæ vitæ, 17).
¿Acaso nos encontramos ahora en la
órbita de la misma urgencia, que en otra ocasión provocó las
palabras de Cristo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio,
como también las del sermón de la montaña, relativas a la pureza de corazón
y al dominio de la concupiscencia de la carne, palabras que desarrollo más
tarde con tanta perspicacia el Apóstol Pablo?
6. En la misma línea el autor de la Encíclica
Humanæ vitæ, al hablar de las exigencias propias de la moral cristiana
presenta, al mismo tiempo, la posibilidad de cumplirlas, cuando escribe:
«El dominio del instinto mediante la razón y la voluntad libre, impone sin
ningún género de duda una ascética -Pablo VI utiliza este término-, para que
las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el
orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Pero esta
disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor
conyugal le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo
(precisamente este esfuerzo ha sido llamado antes ‘ascesis’), pero, gracias
a su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegrarnente su
personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales.. Favorece la atención
hacia el otro cónyuge, ayuda a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor,
y hace profundizar más su sentido de responsabilidad...» (Humanæ vitæ,
21).
7. Detengámonos en estos pocos pasajes. Ellos
-especialmente el último- demuestran de manera clara cuán indispensable es,
para una comprensión adecuada de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia
contemporánea, esa teología del cuerpo, cuyas bases hemos buscado sobre todo
en las palabras de Cristo mismo. Precisamente la teología del cuerpo -como ya
hemos dicho- se convierte en el método fundamental de toda la pedagogía
cristiana del cuerpo. Haciendo referencia a las palabras citadas, se puede
afirmar que el fin de la pedagogía del cuerpo está precisamente en hacer,
ciertamente, que «las manifestaciones afectivas» -sobre todo las
«propias de la vida conyugal»- estén en conformidad con el orden moral, o
sea, en definitiva, con la dignidad de las personas. En estas palabras retorna
el problema de la relación recíproca entre el «eros» y el «ethos», de los
que ya hemos tratado. La teología, entendida como método de la pedagogía del
cuerpo, nos prepara también a las reflexiones ulteriores sobre la
sacramentalidad de la vida humana y, en particular de la vida matrimonial.
El Evangelio de la pureza de corazón, ayer y
hoy: al concluir con esta frase el presente ciclo de nuestras consideraciones
-antes de pasar al ciclo sucesivo, en el que la base de los análisis serán las
palabras de Cristo sobre la resurrección del cuerpo-, deseamos dedicar todavía
un poco de atención a la «necesidad de crear un clima favorable a la educación
de la castidad», de la que trata la Encíclica de Pablo VI (cf. Humanæ vitæ,
22), y queremos centrar estas observaciones sobre el problema del ethos del
cuerpo en las obras de la cultura artística, con referencia especial a las
situaciones que encontramos en la vida contemporánea.
60. El cuerpo humano en la obra de arte (15-IV-81/19-IV-81)
1. En nuestras reflexiones precedentes -tanto
en el ámbito de las palabras de Cristo en las que El hace referencia al «principio»,
como en el ámbito del sermón de la montaña, esto es, cuando El se remite al
«corazón» humano- hemos tratado de hacer ver, de modo sistemático, cómo la
dimensión de la subjetividad personal del hombre es elemento indispensable,
presente en la hermenéutica teológica, que debemos descubrir y presuponer en
la base del problema del cuerpo humano. Por lo tanto, no sólo la realidad
objetiva del cuerpo, sino todavía mucho más, como parece, la conciencia
subjetiva y también la «experiencia» subjetiva del cuerpo entran,
constantemente, en la estructura de los textos bíblicos, y por esto, requieren
ser tenidos en consideración y hallar su reflejo en la teología. En
consecuencia, la hermenéutica teológica debe tener siempre en cuenta estos dos
aspectos. No podemos considerar al cuerpo como una realidad objetiva fuera de la
subjetividad personal del hombre, de los seres humanos: varones y mujeres. Casi
todos los problemas del «ethos del cuerpo» están vinculados,
al mismo tiempo, a su identificación ontológica como cuerpo de la
persona, y al contenido y calidad de la experiencia subjetiva, es decir, al
tiempo mismo del «vivir», tanto del propio cuerpo como en las
relaciones interhumanas, y particularmente en esta perenne, relación «varón-mujer».
También las palabras de la primera Carta a los Tesalonicenses con las que el
autor exhorta a «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (esto es,
todo el problema de la «pureza de corazón») indican, sin duda alguna, estas
dos dimensiones.
2. Se trata de dimensiones que se refieren
directamente a los hombres concretos, vivos, a sus actitudes y comportamientos. Las
obras de la cultura, especialmente del arte, logran ciertamente que
esas dimensiones de «ser cuerpo» y de tener experiencia del cuerpo», se
extiendan, en cierto sentido, fuera de estos hombres vivos. El hombre se
encuentra con la «realidad del cuerpo» y «tiene experiencia del cuerpo»
incluso cuando éste se convierte en un tema de la actividad creativa,
en una obra de arte, en un contenido de la cultura. Pues bien, por lo
general es necesario reconocer que este contacto se realiza en el plano de la
experiencia estética, donde se trata de contemplar la obra de arte (en griego aisthánormai:
miro, observo) -y, por lo tanto, en el caso concreto, se trata del cuerpo
objetivizado, fuera de su identidad ontológica, de modo diverso y según
criterios propios de la actividad artística-, sin embargo el hombre que es
admitido a tener esta visión está, a priori, muy profundamente unido al
significado del prototipo, o sea, modelo, que en este caso es él mismo: -el
hombre vivo y el cuerpo humano vivo- para que pueda distanciar y separar
completamente ese acto, sustancialmente estético, de la obra en sí y de su
contemplación, gracias a esos dinamismos o reacciones de comportamiento y de
valoraciones, que dirigen esa experiencia primera y ese primer modo de vivir.
Este mirar, por su naturaleza, «estético» no puede, en la conciencia
subjetiva del hombre, quedar totalmente aislado de ese «mirar»
del que habla Cristo en el sermón de la montaña: al poner en guardia
contra la concupiscencia.
3. Así, pues, toda la esfera de las
experiencias estéticas se encuentra, al mismo tiempo, en el ámbito del ethos
del cuerpo. Justamente, pues, es necesario pensar también aquí en la necesidad
de crear un clima favorable a la pureza; efectivamente, este clima puede estar
amenazado no sólo en el modo mismo en que se desarrollan las relaciones y la
convivencia de los hombres vivos, sino también en el ámbito de las
objetivizaciones propias de las obras de cultura, en el ámbito de las
comunicaciones sociales: cuando se trata de la palabra hablada o escrita; en el
ámbito de la imagen, es decir, de la representación o de la visión, tanto en
el significado tradicional de este término, como en el contemporáneo. De este
modo llegamos a los diversos campos y productos de la cultura artística, plástica,
de espectáculo, incluso la que se basa en técnicas audiovisuales contemporáneas.
En esta área, amplia y bien diferenciada es preciso que nos planteemos una
pregunta a la luz del ethos del cuerpo, delineado en los análisis hechos hasta
ahora sobre el cuerpo humano como objeto de cultura.
4. Ante todo, se constata que el cuerpo humano
es perenne objeto de cultura, en el significado más amplio del término, por
la sencilla razón de que el hombre mismo es sujeto de cultura, y en su
actividad cultural y creativa él compromete su humanidad, incluyendo, por esto,
en esta actividad incluso su cuerpo Pero en las presentes reflexiones debemos
restringir el concepto de «objeto de cultura», limitándonos al concepto
entendido como «tema» de las obras de cultura y, en particular, de las obras
de arte. En definitiva, se trata de la «tematización», o sea, de la «objetivación»
del cuerpo en estas obras. Sin embargo, es necesario hacer aquí
inmediatamente algunas distinciones, aunque sólo sea a modo de ejemplo. Una
cosa es el cuerpo humano vivo: del hombre y de la mujer, que, de por sí, crea
el objeto de arte y la obra de arte (como por ejemplo, en el centro, en el
ballet y, hasta cierto punto, también durante un concierto), y otra cosa es el
cuerpo como modelo de la obra de arte, como en las artes plásticas,
escultura o pintura. ¿Se puede colocar en el mismo rango también el filme o el
arte fotográfico en sentido amplio? Parece que si, aunque desde el punto de
vista del cuerpo como objeto-tema se verifique, en este caso, una diferencia
bastante esencial. En la pintura o escultura el hombre-cuerpo es siempre un
modelo, sometido a la elaboración específica por parte del artista. En el
filme, y todavía más en el arte fotográfico, el modelo no es transfigurado,
sino que se reproduce al hombre vivo: y en tal caso el hombre, el cuerpo humano,
no es modelo para la obra de arte, sino objeto de una reproducción obtenida
mediante técnicas apropiadas.
5. Es necesario señalar ya desde ahora que
dicha distinción es importante desde el punto de vista del ethos del cuerpo, en
las obras de cultura. Y añadimos también inmediatamente que la reproducción
artística, cuando se convierte en contenido de la representación y de la
transmisión (televisiva o cinematográfica), pierde, en cierto sentido, su
contacto fundamental con el hombre-cuerpo, del cual es reproducción, y muy
frecuentemente se convierte en un objeto «anónimo», tal como es, por ejemplo,
una fotografía anónima publicada en las revistas ilustradas, o una imagen
difundida en las pantallas de todo el mundo. Este anonimato es el efecto de
la «propagación» de la imagen, reproducción del cuerpo
humano, objetivizado antes con la ayuda de las técnicas de reproducción, que
-como hemos recordado antes- parece diferenciarse esencialmente de la
transfiguración del modelo típico de la obra de arte, sobre todo en las artes
plásticas. Ahora bien, esta anonimato (que, por otra parte, es un modo de «velar»
u «ocultar» la identidad de la persona reproducida), constituye también un
problema específico desde el punto de vista del ethos del cuerpo humano en las
obras de cultura y especialmente en las obras contemporáneas de la llamada
cultura de masas.
Limitémonos hoy a estas consideraciones
preliminares, que tienen un significado fundamental para el ethos del cuerpo
humano en las obras de la cultura artística. Sucesivamente estas
consideraciones nos harán conscientes de lo muy estrechamente ligadas que
están a las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña,
comparando el «mirar para desear» con el «adulterio cometido en el corazón».
La ampliación de estas palabras al ámbito de la cultura artística es de
particular importancia, por cuanto se trata de «crear un clima laborable a
la castidad», del que habla Pablo VI en su Encíclica «Humanæ vitæ».
Tratemos de comprender este tema de modo muy profundo y esencial.
61. El respeto al cuerpo en las obras de arte (22-IV-81/26-IV-81)
1. Reflexionemos ahora -en relación con las
palabras de Cristo en el sermón de la montaña- sobre el problema del ethos del
cuerpo humano en las obras de la cultura artística. Este problema tiene raíces
muy profundas. Conviene recordar aquí la serie de análisis hechos en relación
con la referencia de Cristo al «principio», y sucesivamente con la llamada que
El mismo «hizo al «corazón» humano, en el sermón de la montaña. El cuerpo
humano -el desnudo cuerpo humano en toda la verdad de su masculinidad y
feminidad- tiene un significado de don de la persona a la persona. El
ethos del cuerpo, es decir, la regularidad ética de su desnudez, a
causa de la dignidad del sujeto personal, está estrechamente vinculado a ese
sistema de referencia, entendido como sistema esponsalicio, en el que el
dar de una parte se encuentra con la apropiada y adecuada respuesta de la otra
al don. Tal respuesta decide sobre la reciprocidad del don. La objetivación artística
del cuerpo humano en su desnudez masculina y femenina, a fin de hacer de el
primero un modelo y, después, tema de la obra de arte, es siempre una cierta
transferencia al margen de esta originaria y específica configuración suya con
la donación interpersonal. Ello constituye, en cierto sentido, un
desarraigo del cuerpo humano de esa configuración y su transferencia a la
dimensión de la objetivación artística: dimensión específica de la obra de
arte o bien de la reproducción típica de las técnicas cinematográficas o
fotográficas de nuestro tiempo.
En cada una de estas dimensiones -y en cada
una de modo diverso- el cuerpo humano pierde ese significado profundamente
subjetivo del don, y se convierte en objeto destinado a un múltiple
conocimiento, mediante el cual los que miran, asimilan, o incluso, en cierto
sentido, se adueñan de lo que evidentemente existe, es más, debe existir
esencialmente a nivel de don, hecho de la persona a la persona, no ya en la
imagen, sino en el hombre vivo. A decir verdad, ese «adueñarse» se da ya a
otro nivel, es decir, a nivel del objeto de la transfiguración o reproducción
artística; sin embargo, es imposible no darse cuenta que desde el punto de
vista del ethos del cuerpo, entendido profundamente, surge aquí un
problema. Problema muy delicado, que tiene sus niveles de intensidad según
los diversos motivos y circunstancias tanto por parte de la actividad artística,
como por parte del conocimiento de la obra de arte o de su reproducción. Del
hecho que se plantee este problema no se deriva ciertamente que el cuerpo
humano, en su desnudez, no pueda convertirse en tema de la obra de arte, sino sólo
que este problema no es puramente estético ni moralmente indiferente.
2. En nuestros análisis anteriores (sobre
todo en relación a la referencia de Cristo al «principio»), hemos dedicado
mucho espacio al significado de la vergüenza, tratando de comprender la
diferencia entre la situación -y el estado- de la inocencia originaria, en la
que «estaban ambos desnudos... sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25)
y, sucesivamente, entre la situación -y el estado- pecaminoso en el que nació
entre el hombre y la mujer, junto con la vergüenza, la necesidad específica
de la intimidad hacia el propio cuerpo. En el corazón del hombre
sujeto a la concupiscencia esta necesidad sirve, si bien indirectamente, a
asegurar el don y la posibilidad del darse recíprocamente. Tal necesidad
determina también el modo de actuar del hombre como «objeto de la cultura»,
en el más amplio significado de la palabra. Si la cultura demuestra una
tendencia explícita a cubrir la desnudez del cuerpo humano, ciertamente lo hace
no sólo por motivos climáticos, sino también con relación al proceso de
crecimiento de la sensibilidad personal del hombre. La anónima desnudez del
hombre-objeto contrasta con el progreso de la cultura auténticamente humana de
las costumbres. Probablemente es posible confirmar esto también en la vida de
las poblaciones así llamadas primitivas. El proceso de afinar la
sensibilidad personal humana es ciertamente factor y fruto de la
cultura.
Detrás de la necesidad de la vergüenza, es
decir, de la intimidad del propio cuerpo (sobre la cual informan con tanta
precisión las fuentes bíblicas en Génesis 3), se esconde una norma más
profunda: la del don orientada hacia las profundidades mismas del sujeto
personal o hacia la otra persona, especialmente en la relación hombre-mujer según
la perenne regularidad del darse recíproco. De este modo, en los procesos de la
cultura humana, entendida en sentido amplio, constatamos -incluso en el estado
pecaminoso heredado por el hombre- una continuidad bastante explícita del
significado esponsalicio del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Esa vergüenza
originaria, conocida ya desde los primeros capítulos de la Biblia, es un
elemento permanente de la cultura y de las costumbres. Pertenece al origen del
ethos del cuerpo humano.
3. El hombre de sensibilidad desarrollada
supera, con dificultad y resistencia interior, el límite de esa vergüenza. Lo
que se pone en evidencia incluso en las situaciones que por lo demás justifican
la necesidad de desnudar el cuerpo, como por ejemplo, en el caso de los exámenes
o de las intervenciones médicas. Especialmente hay que recordar también otras
circunstancias, como por ejemplo, las de los campos de concentración o de los
lugares de exterminio, donde la violación del pudor corpóreo es un método
conscientemente usado para destruir la sensibilidad personal y el sentido de la
dignidad humana. Por doquier -si bien de modos diversos- se confirma la misma línea
de regularidad. Siguiendo la sensibilidad personal, el hombre no quiere
convertirse en objeto para los otros a través de la propia desnudez anónima,
ni quiere que el otro se convierta para él en objeto de modo semejante.
Evidentemente «no quiere» en tanto en cuanto se deja guiar por el sentido de
la dignidad del cuerpo humano. Varios, en efecto, son los motivos que pueden
inducir, incitar, incluso empujar al hombre a actuar de modo contrario a lo que
exige la dignidad del cuerpo humano, en conexión con la sensibilidad personal.
No se puede olvidar que la fundamental «situación» interior del hombre «histórico»
es el estado de la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16). Este estado
-y, en particular, la concupiscencia de la carne- se hace sentir de diversos
modos, tanto en los impulsos interiores del corazón humano, como en todo el
clima de las relaciones interhumanas y en las costumbres sociales.
4. No podemos olvidar esto ni siquiera cuando
se trata de la amplia esfera de la cultura artística, sobre todo la de carácter
visivo y espectacular, como tampoco cuando se trata de la cultura de «masas»,
tan significativa para nuestros tiempos y vinculada con el uso de las técnicas
de divulgación de la comunicación audiovisual. Se plantea un interrogante: cuándo
y en qué caso esta esfera de actividad del hombre -desde el punto de vista del ethos
del cuerpo- se pone bajo acusa de «pornovisión», así como la actividad
literaria, a la que se acusaba y se acusa frecuentemente de «pornografía»
(este segundo término es más antiguo). Lo uno y lo otro se realiza cuando se
rebasa el límite de la vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal respecto
a lo que tiene conexión con el cuerpo humano, con su desnudez, cuando en la
obra artística o mediante las técnicas de la reproducción audiovisual se
viola el derecho a la intimidad del cuerpo en su masculinidad o feminidad y
-en último análisis- cuando se viola la profunda regularidad del don
y del darse recíproco, que está inscrita en esa feminidad y masculinidad a
través de toda la estructura del ser hombre. Esta inscripción profunda -mejor
incisión- decide sobre el significado esponsalicio del cuerpo humano, es decir,
sobre la llamada fundamental que éste recibe a formar la «comunión de las
personas» y a participar en ella.
Al interrumpir en este punto nuestra reflexión,
que continuaremos en el próximo capítulo conviene hacer constar que la
observancia o la no observancia de estas regularidades, tan profundamente
vinculadas a la sensibilidad personal del hombre, no puede ser indiferente para
el problema de «crear un clima favorable a la castidad» en la vida y en la
educación social.
62. Límites éticos en la obra de arte (29-IV-81/3-V-81)
1. Hemos dedicado ya una serie de reflexiones
al significado de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña,
en el que exhorta a la pureza de corazón, llamando la atención incluso sobre
la «mirada concupiscente». No podemos olvidar estas palabras de Cristo aun
cuando se trata de la vasta esfera de la cultura artística, sobre todo la de
carácter visual y espectacular, así como cuando se trata de la esfera de la cultura
«de masas» -tan significativa para nuestros tiempos-, vinculada con el
uso de las técnicas de divulgación de la comunicación audiovisual. Hemos
dicho últimamente que a la citada esfera de la actividad del hombre se le acusa
a veces de «pornovisión», así como en relación a la literatura se lanza la
acusación de «pornografía». El uno y el otro hecho tiene lugar cuando se
sobrepasa el límite de la vergüenza, o sea, de la sensibilidad personal
respecto a lo que se relaciona con el cuerpo humano, con su desnudez, cuando en
la obra artística, mediante las técnicas de producción audiovisual, se viola
el derecho a la intimidad del cuerpo en su masculinidad o feminidad y -en último
análisis- cuando se viola esa íntima y constante destinación al don y al
recíproco darse, que esta inscrita en aquella feminidad y
masculinidad a través de toda la estructura del ser-hombre. Esa profunda
inscripción, más aún, incisión, decide sobre el significado esponsalicio del
cuerpo, es decir, sobre la fundamental llamada que éste recibe a formar una «comunión
de personas» y a participar en ella.
2. Es obvio que en las obras de arte, así
como en los productos de la reproducción artística audiovisual, la citada
constante destinación al don, es decir, esa profunda inscripción del
significado del cuerpo humano, puede ser violada sólo en el orden intencional
de la reproducción y de la representación; se trata en efecto -como ya se ha
dicho precedentemente- del cuerpo humano como modelo o tema. Sin embargo, si el
sentido de la vergüenza y la sensibilidad personal quedan en tales casos
ofendidos, ello acaece a causa de su transferencia a la dimensión de
la «comunicación social», por tanto a causa de que se convierte,
por decirlo así, en propiedad pública lo que, en el justo sentir del
hombre, pertenece y debe pertenecer estrechamente a la relación interpersonal,
lo que está ligado -como se ha puesto de relieve ya antes- a la «comunión
misma de las personas», y en su ámbito corresponde a la verdad integral
sobre el hombre.
En este punto no es posible estar de acuerdo
con los representantes del así llamado naturalismo, los cuales creen tener
derecho a «todo lo que es humano», en las obras de arte y en los productos de
la reproducción artística, afirmando que actúan de este modo en nombre de la
verdad realista sobre el hombre. Precisamente es esta verdad sobre el hombre -la
verdad entera sobre el hombre- la que exige tomar en consideración tanto
el sentido de la intimidad del cuerpo como la coherencia del don vinculado a la
masculinidad y feminidad del cuerpo mismo, en el que se refleja el misterio del
hombre, precisamente de la estructura interior de la persona. Esta verdad sobre
el hombre debe tomarse en consideración también en el orden artístico, si
queremos hablar de realismo pleno.
3. En este caso se constata, pues, que la
regularidad propia de la «comunión de las personas» concuerda profundamente
con el área vasta y diferenciada de la «comunicación». El cuerpo humano en
su desnudez -como hemos afirmado en los análisis anteriores (en los que nos
hemos referido a Génesis 2, 25)-, entendido como una manifestación de
la persona o como su don, o sea signo de entrega y de donación a la otra
persona, consciente del don, persuadida y decidida a responder a él de modo
igualmente personal, se convierte en fuente de una «comunicación»
interpersonal particular. Como ya se ha dicho, ésta es una comunicación
particular en la humanidad misma. Esa comunicación interpersonal penetra
profundamente en el sistema de la comunión (communio personarum), al
mismo tiempo crece de él y se desarrolla correctamente en su ámbito.
Precisamente a causa del gran valor del cuerpo en este sistema de «comunión»
interpersonal, el hacer del cuerpo en su desnudez -que expresa
exactamente «el elemento» del don- el objeto-tema de la obra de arte o de la
reproducción audiovisual, es un problema no sólo de naturaleza estética,
sino, al mismo tiempo de naturaleza ética. En efecto, ese «elemento del don»
queda suspendido, por decirlo así, en la dimensión de una recepción incógnita
y de una respuesta imprevista, y con ello queda de algún modo intencionalmente
«amenazado», en el sentido de que puede convertirse en objeto anónimo de «apropiación»,
objeto de abuso. Precisamente por esto la verdad integral sobre el hombre
constituye, en ese caso, la base de la norma según la cual se modela el bien o
el mal de determinadas acciones, comportamientos, costumbres o situaciones. La
verdad sobre el hombre, sobre lo que en él -precisamente a causa de su cuerpo y
de su sexo (feminidad-masculinidad)- es particularmente personal e interior,
crea aquí límites claros que no es lícito sobrepasar.
4. Estos límites deben ser reconocidos y
observados por el artista que hace del cuerpo humano objeto, modelo o tema de la
obra de arte o de la reproducción audiovisual. Ni él ni otros responsables en
este campo tienen el derecho de exigir, proponer o actuar de manera que otros
hombres, invitados, exhortados o admitidos a ver, a contemplar la imagen, violen
esos límites junto con ellos o a causa de ellos. Se trata de la imagen, en la
que lo que en sí mismo constituye el contenido y el valor profundamente
personal, lo que pertenece al orden del don y del recíproco darse de la persona
a la persona, queda, como tema, desarraigado de su auténtico substrato, para
convertirse, por medio de la comunicación social», en objeto e incluso, en
cierto sentido, en objeto anónimo.
5. Todo el problema de la «pornovisión» y
de la «pornografía», como resulta de lo que se ha dicho más arriba, no es
efecto de mentalidad puritana ni de estrecho moralismo, así
como no es producto de un pensamiento cargado de maniqueísmo. Se trata aquí de
una importantísima, fundamental esfera de valores, frente a los
cuales el hombre no puede quedar indiferente a causa de la dignidad de la
humanidad, del carácter personal y de la elocuencia del cuerpo humano. Todos
esos contenidos y valores, a través de las obras de arte y de la actividad de
los medios audiovisuales, pueden ser modelados y profundizados, pero también
pueden ser deformados y destruidos «en el corazón» del hombre. Como
se ve, nos encontramos continuamente en la órbita de las palabras pronunciadas
por Cristo en el sermón de la montaña. También los problemas que estamos
tratando aquí se deben examinar a la luz de esas palabras, que consideran el «mirar»
nacido de la concupiscencia como un «adulterio cometido en el corazón».
Y por eso parece que la reflexión sobre estos
problemas, importantes para «crear un clima favorable a la educación de la
castidad», constituye un anexo indispensable a todos los análisis anteriores
que, en el curso de los numerosos encuentros de los miércoles, hemos dedicado a
este tema.
63. Responsabilidad del artista al tratar del cuerpo humano (6-V-81/10-V-81)
1. En el sermón de la montaña Cristo
pronunció las palabras, a las cuales hemos dedicado una larga serie de
reflexiones. Al explicar a sus oyentes el significado propio del
mandamiento: «No adulterarás», Cristo se expresa así: «Pero yo os digo que
todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»
(Mt 5, 28). Parece que estas palabras se refieren también
a los amplios ámbitos de la cultura humana, sobre todo a los de la actividad
artística, de los que ya se ha tratado últimamente en el curso de algunos
encuentros de los miércoles. Hoy nos conviene dedicar la parte final de estas
reflexiones al problema de la relación entre el ethos de la imagen -o de
la descripción- y el ethos de la visión y de la escucha, de la lectura
o de otras formas de recepción cognoscitiva, con las cuales se encuentra el
contenido de la obra de arte o de la audiovisión entendida en sentido lato.
2. Y aquí volvemos una vez más al problema
señalado ya anteriormente: si, y en qué medida, el cuerpo humano, en toda la
visible verdad de su masculinidad y feminidad, puede ser un tema de la obra de
arte y, por esto mismo, un tema de esa específica «comunicación» social, a
la que tal obra está destinada. Esta pregunta se refiere todavía más a la
cultura contemporánea de «masa», ligada a las técnicas audiovisuales. ¿Puede
el cuerpo humano ser este modelo-tema, dado que nosotros sabemos que con esto
esta unida esa objetividad «sin opción» que antes hemos llamado «anonimato»,
y que parece comportar una grave, potencial amenaza de toda la esfera de los
significados propia del cuerpo del hombre y de la mujer, a causa del carácter
personal del sujeto humano y del carácter de «comunión» de las relaciones
interpersonales?
Se puede añadir ahora que las expresiones «pornografía»
o «pornovisión» -a pesar de su antigua etimología- han aparecido
relativamente tarde en el lenguaje. La terminología tradicional latina se servía
del vocablo obscaena, indicando de este modo todo lo que no debe ponerse
ante los ojos de los espectadores, lo que debe estar rodeado de discreción
conveniente, lo que no puede presentarse a la mirada humana sin opción
alguna.
3. Al plantear la pregunta precedente, nos
damos cuenta de que, de facto, en el curso de épocas enteras de la
cultura humana y de la actividad artística, el cuerpo humano ha sido y es un
modelotema tal de las obras de arte visivas, así como toda la esfera del
amor entre el hombre y la mujer y, unido con el, hasta el «donarse recíproco»
de la masculinidad y feminidad con su expresión corpórea, ha sido, es y será
tema de la narrativa literaria. Esta narración también halló su lugar en la
Biblia, sobre todo en el texto del «Cantar de los Cantares», del que nos
convendrá ocuparnos en otra circunstancia. Más aún, es necesario constatar
que en la historia de la literatura o del arte, en la historia de la
cultura humana, este tema aparece con particular frecuencia y resulta particularmente
importante. De hecho, se refiere a un problema que es grande e
importante en sí mismo. Lo hemos manifestado desde el comienzo de
nuestras reflexiones, siguiendo las huellas de los textos bíblicos, que nos
revelan la dimensión justa de este problema: es decir, la dignidad del hombre
en su corporeidad masculina y femenina, y el significado esponsalicio de la
feminidad y masculinidad, grabado en toda la estructura interior -y, al mismo
tiempo, visible- de la persona humana.
4. Nuestras reflexiones precedentes no pretendían
poner en duda el derecho a este tema. Sólo miran a demostrar que su desarrollo
está vinculado a una responsabilidad particular de naturaleza, no sólo artística,
sino también ética. El artista que aborda ese tema en cualquier
esfera del arte o mediante las técnicas audiovisuales, debe ser consciente
de la verdad plena del objeto, de toda la escala de valores unidos con
el; no sólo debe tenerlos en cuenta en abstracto, sino también vivirlos
él mismo correctamente. Esto corresponde de la misma manera a ese principio de
la «pureza de corazón» que, en determinados casos, es necesario transferir
desde la esfera existencial de las actitudes y comportamientos a la esfera
intencional de la creación o reproducción artísticas.
Parece que el proceso de esta creación tiende
no sólo a la objetivación (y en cierto sentido a una nueva «materialización»)
del modelo, sino, al mismo tiempo, a expresar en esta objetivización lo
que puede llamarse la idea creativa del artista, en la cual se manifiesta
precisamente su mundo interior de los valores por lo tanto, también la
vivencia de la verdad de su objeto. En este proceso se realiza una transfiguración
característica del modelo o de la materia y, en particular, de lo que es el
hombre, el cuerpo humano en toda la verdad de su masculinidad o feminidad.
(Desde este punto de vista, como ya hemos mencionado, hay una diferencia muy
relevante, por ejemplo, entre el cuadro o la escultura y entre la fotografía o
el filme). El espectador, invitado por el artista a ver su obra, se comunica no
sólo con la objetivización y, por lo tanto, en cierto sentido, con una nueva
«materialización» del modelo o de la materia, sino que, al mismo tiempo, se
comunica con la verdad del objeto que el autor, en su «materialización»
artística ha logrado expresar con los medios apropiados.
5. En el decurso de las distintas épocas,
comenzando por la antigüedad -y sobre todo en la gran época del arte clásico
griego- hay obras de arte, cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y cuya
contemplación nos permite concentrarnos, en cierto sentido, sobre la verdad
total del hombre, sobre la dignidad y la belleza -incluso esa «suprasensual»-
de su masculinidad y feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un
elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a
todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras, donde no nos
sentimos llevados por su contenido hacia el «mirar para desear», del que habla
el sermón de la montaña, aprendemos, en cierto sentido, ese significado
esponsalicio del cuerpo, que corresponde y es la medida de la «pureza de corazón».
Pero también hay obras de arte, y quizá más frecuentemente todavía
reproducciones, que suscitan objeción en la esfera de la sensibilidad personal
del hombre -no a causa de su objeto, puesto que el cuerpo humano en sí mismo
tiene siempre su dignidad inalienable-, sino a causa de la calidad o del modo de
su reproducción, figuración, representación artística. Sobre ese modo y esa
calidad pueden decidir los varios coeficientes de la obra o de la reproducción,
así como también múltiples circunstancias, frecuentemente de naturaleza técnica
y no artística.
Es sabido que a través de todos estos
elementos, en cierto sentido, se hace accesible al espectador, como al oyente o
al lector, la misma intencionalidad fundamental de la obra de arte
o del producto de técnicas relativas. Si nuestra sensibilidad personal
reacciona con objeción y desaprobación, es así porque en esa intencionalidad
fundamental, juntamente con la objetivización del hombre y de su cuerpo,
descubrimos indispensable para la obra de arte, o su reproducción, su actual
reducción al rango de objeto, objeto de «goce», destinado
a la satisfacción de la concupiscencia misma. Y esto está contra
la dignidad del hombre también en el orden intencional del arte y de la
reproducción. Por analogía, es necesario aplicar lo mismo a los varios campos
de la actividad artística -según la respectiva especificación- como también
a las diversas técnicas audiovisuales.
6. La Encíclica Humanæ vitæ de Pablo
VI (núm. 22) subraya la necesidad de «crear un clima favorable a la educación
de la castidad»; y con esto intenta afirmar que el vivir el cuerpo humano en
toda la verdad de su masculinidad y feminidad debe corresponder a la dignidad de
este cuerpo y a su significado al construir la comunión de las personas. Se
puede decir que ésta es una de las dimensiones fundamentales de la cultura
humana, entendida como afirmación que ennoblece todo lo que es humano. Por
esto hemos dedicado esta breve exposición al problema que, en síntesis, podría
ser llamado el ethos de la imagen. Se trata de la imagen que sirve para
una singular «visibilización» del hombre, y que es necesario comprender en
sentido más o menos directo. La imagen esculpida o pintada «expresa
visiblemente» al hombre; lo «expresa visiblemente» de otro modo la
representación teatral o el espectáculo del ballet, de otro modo el filme;
también la obra literaria, a su manera, tiende a suscitar imágenes interiores,
sirviéndose de las riquezas de la fantasía o de la memoria humana. Por tanto,
lo que aquí hemos llamado «el ethos de la imagen» no puede ser
considerado abstrayéndolo del componente correlativo, que sería necesario
llamar el «ethos de la visión». Entre uno y otro componente se
contiene todo el proceso de comunicación, independientemente de la amplitud de
los círculos que describe esta comunicación, la cual en este caso es siempre
«social».
7. La creación del clima favorable a la
educación de la castidad contiene estos dos componentes; se refiere,
por decirlo así, a un círculo recíproco que hay entre la imagen y la
visión, entre el ethos de la imagen y el ethos de la visión. Como la creación
de la imagen, en el sentido amplio y diferenciado del término, impone al autor,
artista o reproductor no sólo estética, sino también ética, así el «mirar»
entendido según la misma amplia analogía, impone obligaciones a aquel que es
receptor de la obra.
La auténtica y responsable actividad artística
tiende a superar el anonimato del cuerpo humano como objeto «sin opción»,
buscando (como ya se ha dicho antes), a través del esfuerzo creativo, una
expresión artística tal de la verdad sobre el hombre en su corporeidad
femenina y masculina, que, por así decirlo, se asigne como tarea al espectador
y, en un radio más amplio, a cada uno de los receptores de la obra. A su
vez, depende de él si decide realizar el propio esfuerzo para acercarse a esta
verdad, o si se queda solo en un «consumidor» superficial de las impresiones,
esto es, uno que se aprovecha del encuentro con el anónimo tema-cuerpo sólo a
nivel de la sensualidad que, de por sí, reacciona ante su objeto precisamente
«sin opción».
Terminamos aquí este importante capítulo de
nuestras reflexiones sobre la teología del cuerpo, cuyo punto de partida han
sido las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña: palabras
válidas para el hombre de todos los tiempos, para el hombre «histórico», y válidas
para cada uno de nosotros.
Sin embargo, las reflexiones sobre la teología
del cuerpo no quedarían completas, si no considerásemos otras palabras de
Cristo, es decir, aquellas en las que El se refiere a la resurrección futura.
Así, pues, nos proponemos dedicar a ellas la parte siguiente de nuestras
consideraciones.